21

El día de San Juan amaneció con una densa neblina gris. Los prados y los árboles estaban empapados de rocío.

Abajo, en los pequeños jardines de los cottages de Howling, aún dormidos, se había podido observar una idílica procesión que iba haciendo su recorrido de parterre en parterre, como bandadas de abejas que fueran revoloteando y destrozándolo todo. No eran sino los tres miembros de la embrionaria banda de jazz de la señora Beetle, pastoreados por la figura patriarcal del mismísimo Agony Beetle en persona.

Habían recibido el encargo de coger los manojos de flores con los que se decoraría la iglesia y las mesas del convite, allá arriba, en la granja. Un camión cargado de peonías blancas y rosas, procedente de Covent Garden, ya había descargado a las puertas de la casa; y desde primera hora se pudo ver a la señora Beetle y a Flora cruzando el patio una y otra vez, cargadas con grandes ramos atestados de flores aún sin abrir.

Flora se percató de la calima y la observó con alegría. Sería un buen día de calor: luminoso, radiante y azul.

Adam Lambsbreath había comenzado su trajín hacía horas, trenzando guirnaldas de alhelíes con las que engalanar las cornamentas de Casquivana, Ociosa, Desgarbada y Desnortada. Pero sólo cuando se dispuso finalmente a colocar aquellos ornamentos, observó que a ninguna de las vacas le quedaban cuernos, y no tuvo más remedio que colgar las guirnaldas alrededor del cuello y del rabo de los animales. Una vez concluido este trabajo, las llevó a sus pastos matutinos, entonando una obscena canción de boda que había aprendido de cuando se celebró el matrimonio de Jorge IV.[40]

A medida que el día se desperezaba entre la calima, y el cielo se tornaba cada vez más azul y soleado, la granja comenzó a zumbar con la energía y la actividad de una colmena. Phoebe, Letty y Susan estaban en la lechería batiendo el dulce de nata y licor, el syllabub; Micah, mientras tanto, acarreaba cubos de hielo para conservar frío el champán, allá abajo, en el rincón más oscuro y fresco de la bodega. Caraway y Harkaway, por su parte, estaban colocando un toldo que iba desde la cancela del patio hasta la entrada de la cocina. Ezra andaba protegiendo sus hileras de judías con una red para evitar que las estropearan durante la fiesta. Mark y Luke se afanaban en preparar largas mesas de caballete en la cocina, mientras la señora Beetle y Flora desempaquetaban la plata y los manteles que habían enviado perfectamente embalados desde un almacén de Londres. Reuben se ocupaba de llenar de agua las docenas de jarrones y floreros en los que había que disponer los ramos. Nancy, la de Mark Dolour, se encargaba de cocer dos docenas de huevos para que pudiera desayunar todo el mundo. Y arriba, en su cama, estaba dispuesto el vestido nuevo de Flora, una maravilla de encajes y acolchados, volantes y pinzas, calados y fruncidos de batista verde, y su sencilla pamela blanca.

A las ocho y media todo el mundo se sentó a desayunar en la lechería, pues la cocina se hallaba ocupada ya que se estaba aderezando convenientemente para el banquete, y no podía utilizarse para comer ese día.

—Ahora mismo voy a subirle el desayuno —dijo la señora Beetle—. Hoy se lo tendrá que tomar frío, me temo. Media de jamón y un bote de cebollas en vinagre. No tardaré ni un periquete.

—Oh, acabo de ver a la tía Ada —dijo Flora, levantando la mirada de su plato—. Dice que no quiere nada de desayuno; si acaso, un Ángel del Infierno. Sí, deme un huevo. Yo se lo prepararé. —Se levantó y se acercó a una nueva alacena que habían comprado.

La señora Beetle observó asombrada las operaciones de Flora: la hija de Robert Poste batió bien el huevo, y luego le añadió dos onzas de brandy, una cucharadita de crema y algunas muescas de hielo que había en un bote de mermelada. Todos los demás también permanecieron mirando la elaboración del combinado con mucho interés.

—Muy bien, ya está —dijo Flora, entregándole a la señora Beetle el espumoso contenido del bote de mermelada—. Ya puede llevárselo.

Así que la señora Beetle se lo llevó; pero se le advirtió que procurara que tomara más de un combinado como ése para que no le rugieran las tripas antes de la una. Por lo que se refiere al resto de los Starkadder, todos estaban considerablemente intrigados ante aquel espectacular cambio en la dieta de la tía Ada.

—¿Se le habrá ido de nuevo la cabeza a la vieja? —preguntó Reuben con inquietud—. Así que, después de todo, va a bajar y lo estropeará todo: ¿no es así, prima Flora?

—¡Por supuesto que no! —dijo Flora—. Todo saldrá bien. Recordad: os dije que iba a haber sorpresas… Pues bien, esto sólo es el comienzo.

Así que los Starkadder se quedaron más tranquilos.

Concluido el desayuno, todos se enfrascaron en sus tareas como posesos, pues la ceremonia se celebraría a las doce y media y había mucho que hacer.

Agony Beetle y la banda de jazz llegaron cargados con campánulas, clavellinas y pasteles de cerezas; y luego se les envió a que hicieran otro viaje y trajeran más.

Reuben, obedeciendo una petición de Flora, sacó la gran butaca tallada en la que la tía Ada se había sentado la noche del Recuento, y que habitualmente se guardaba en un armario. Y a Mark y Luke (que eran tan estúpidos que se les podría haber ordenado que enterraran una mina debajo de la casa y habrían obedecido sin hacer ningún comentario) se les ordenó que decoraran el gran escaño con guirnaldas de peonías rosas.

Eran las diez y media. Ya se había colocado la carpa y, como siempre que hay una carpa, el lugar había adquirido inmediatamente un aspecto festivo. Y, en la cocina, las dos largas mesas apoyadas en caballetes estaban ya decoradas y preparadas.

Flora había dispuesto dos tipos de comida para los dos tipos de invitados que asistirían al convite. Para los Starkadder y otros miembros del áspero campesinado local había cremas de licor o syllabubs, pudín de frutas heladas, tostadas de caviar, empanadas de cangrejo, dulces de bizcocho borracho y champán. Para la familia de extracción aristocrática había sidra, jamón frío curado en casa, pan casero y ensaladas elaboradas con productos de la tierra. La mesa en la que se sentarían los miembros de la familia pudiente estaba adornada con flores de los cottages. La rosada eflorescencia de las peonías flotaba sobre la mesa en la cual comería el paisanaje.

Guirnaldas de florecillas, como cadenas de pequeñas gemas, colgaban de las vigas del techo. Sus rojos, naranjas, azules y rosas refulgían contra la negrura difuminada del hollín aferrado al techo y los muros durante décadas. El ambiente se había endulzado con las macedonias de fruta y los pasteles de cerezas. En el exterior, el sol brillaba esplendoroso; y en el interior se esparcían aquellos dulces aromas y se aderezaba una estupenda comida con un aspecto fantástico.

Flora echó un último vistazo al conjunto y quedó plenamente satisfecha.

Eran las once en punto.

Subió las escaleras para dirigirse a la habitación de la tía Ada, llamó a la puerta y, tras escuchar un seco, «Pasa, querida», entró y cerró la puerta cuidadosamente tras ella.

Phoebe, que se dirigía a su habitación para ponerse el aderezo para la boda, le dio un codazo a Susan.

—¿Has visto eso, chica? Ay, ay, ay… Aquí hay algo raro, se nota en el ambiente, me parece a mí, hija mía. Y, a propósito, una cosa te digo… ¡que Rennet ya no es doncella! Anoche, como te lo digo, vino a decirme adiós antes de coger el tren que sale de Godmere a las doce y media con el que va a ser su marido.

—Te vino llorando a lo mejor, la pobrecita… —preguntó Susan.

—¡Qué va! Pero dijo que se sentiría más tranquila cuando se pronunciaran los votos y su hombre no pudiera escapársele. Bueno… ya estará hecho, si Dios quiere. Estarán aquí para el desayuno, y ya serán marido y mujer, como te lo digo.

Un grave silencio se ciñó entonces sobre la adornada granja, engalanada de flores y endulzada con los aromas de los pasteles. El sol ascendía majestuosamente hacia su cénit, y las sombras se hacían cada vez más pequeñas. En una docena de alcobas los Starkadder se peleaban con la ropa que se iban a poner para la boda. Flora salió de la habitación de la tía Ada exactamente a las once y media, y se dirigió a su propia habitación.

Pronto estuvo vestida y arreglada. Un baño de agua fría, diez minutos de cepillado de pelo y una hábil manipulación de las cajitas de maquillaje, y Flora salió de su alcoba tranquila, alegre, y elegante, y dispuesta a disfrutar de los placeres del día.

Bajó directamente a la cocina, para confirmar una vez más que todo estaba tal y como debía estar. Y llegó justo a tiempo para impedir que el señor Mybug, que había llegado escandalosamente pronto, empezara a picotear las cerezas de uno de los pasteles. Rennet estaba suplicándole que no lo hiciera y él se estaba riendo como un fauno jovenzuelo (o eso era lo que él creía). Estaba a punto de coger una cereza cuando Flora apareció.

—¡Señor Mybug! —exclamó Flora.

El hombre dio un respingo como si le hubieran pinchado en el trasero, y lanzó una risilla infantil.

—Ah, mi querida señorita… ¡Está usted aquí!

—Sí. Y usted también, por lo que veo —dijo Flora—. Hay de sobra para todo el mundo, señor Mybug. Si tiene usted hambre, la señora Beetle le preparará un poco de pan con mantequilla. ¿Cómo se encuentra usted, señora Mybug? —Y Flora le estrechó la mano a Rennet con elegancia, y la felicitó por su llamativo aderezo, que había pedido prestado a una de las amigas del señor Mybug que bebía demasiado y tenía en su estudio un bóxer manso por el puro placer de tenerlo.

El resto de los Starkadder comenzaban a bajar ya; y, cuando el sonido de las campanadas del reloj de la iglesia llegó hasta la granja flotando sobre los soleados campos, todos supieron que eran las doce y pensaron que ya era hora de ir acercándose a la iglesia.

Después de un último vistazo a la florida cocina, Flora salió volando prendida del brazo de Reuben, y el resto de los Starkadder salieron tras ellos.

Se encontraron con una gran multitud ya reunida en el exterior de la iglesia, pues la boda había levantado mucha expectación en los pueblos de la comarca, así como en el propio Howling. La pequeña iglesia se hallaba atestada de gente, y los únicos asientos vacíos eran aquéllos destinados a la familia aristocrática y aquellos otros que los parientes de la granja ya se disponían a ocupar.

Al levantarse tras la genuflexión preceptiva, Flora tuvo oportunidad de estudiar con detenimiento la decoración del templo. Era realmente encantadora. Agony Beetle la había preparado con la ayuda de Mark Dolour. Habían llegado al acuerdo, bastante satisfactorio, de que sólo las flores blancas eran apropiadas, dada la extrema juventud de Elfine y su indubitable pureza. Así que, bordeando el pasillo central, habían colgado en los bancos de la iglesia guirnaldas encadenadas de margaritas, y a cada extremo de cada banco habían dispuesto dos varas altas de lirios que parecían arcangélicas trompetas. Había muchísimos jarrones llenos de clavelinas blancas y, junto a los escalones del altar, donde la novia debía arrodillarse, se habían amontonado níveos geranios.

Flora reprimió en su interior la estúpida idea de que aquello le recordaba poderosamente al Salón Blanco de la boutique de Messrs. Marshall & Snelgrove’s, y desvió su atención hacia Letty, Jane, Phoebe, Prue y Susan, que habían comenzado a sollozar, todas a la vez. En silencio, les entregó a cada una de ellas unos pañuelos limpios que habían sido previamente encargados a una tienda con ese propósito concreto.

Reuben, muy nervioso, se quedó a la puerta, esperando a Elfine. El sol caía inclemente en el exterior, mientras que en el interior el órgano divagaba suavemente en un solo. La multitud murmuró respetuosamente cuando los aristócratas hicieron su entrada; los bancos de los campesinos bullían de curiosidad bajo aquellos espantosos sombreros. Las manecillas del reloj de la torre fueron dando saltitos, minuto tras minuto, hasta dar la media.

Flora lanzó una cauta mirada en torno a toda la iglesia antes de sentarse a esperar con decorosa quietud los últimos minutos antes de la ceremonia.

La iglesia parecía llena de Starkadders. Estaban todos allí; y estaban allí gracias a ella, si se exceptuaba a los cuatro a quienes había ayudado a escapar.

Estaban todos allí. Disfrutando de aquel amable acontecimiento. Y disfrutándolo del modo más usual entre el común de la raza humana. No porque estuvieran violando a alguien, o porque lo estuvieran golpeando, o porque lo estuvieran sometiendo a una persecución religiosa o condenándolo al ostracismo por culpa de un orgullo sádico o vicioso, o porque adoraran el terruño con el feroz deseo de un pervertido, ni por ningún otro motivo parecido. No, simplemente estaban disfrutando de un sencillo acontecimiento mundano, como lo haría cualquier ser humano en el mundo.

Y, ciertamente, cuando pensaba a lo que se parecían todos ellos sólo cinco meses antes…

Asintió con la cabeza. Había realizado un magnífico trabajo. Y aquellas personas tenían mucho por lo que darle las gracias. ¡Y aquel día vería coronados todos sus afanes!

¡Por fin! El órgano se arrancó con furia a interpretar el Here Comes the Bride![41] Todas las cabezas se giraron hacia la puerta, y todas las miradas se clavaron en un coche enorme que se había detenido justo delante de la puerta de la iglesia. Se elevó de la concurrencia un leve murmullo de curiosidad.

La gente estaba de lo más animada. Un algo vaporoso, alto, blanco y elegante como una nube se desprendió del coche, y flotó ligero sobre el camino que conducía a la puerta de la iglesia.

¡Aquí viene la novia! Ya llegaba Elfine, pálida y seria, y con los ojos brillando como estrellas, como tiene que ser en una novia, apoyada en el brazo de Reuben. Ya llegaba también Dick Hawk-Monitor, con su amable rostro colorado intentando no dejarse traicionar por los nervios. Ya llegaba también la señora Hawk-Monitor, que parecía un poco imprecisa embutida en su vestido gris; y la metomentodo de Joan Hawk-Monitor, en organza rosa (una elección deplorable… absolutamente deplorable, pensó Flora, con pesar).

La comitiva caminó hasta los escalones del altar y allí se detuvo.

La música cesó. En el silencio que se hizo en la iglesia, la voz del vicario se escuchó un tanto apresurada, pero gravemente:

—Nos encontramos aquí reunidos…

Hasta que Flora no estuvo en la sacristía, observando sonriente cómo el padrino (Ralph Pent-Hartigan) besaba a la novia, no sintió esa rara sensación en la palma del guante de su mano derecha. Miró hacia abajo, y vio con enorme sorpresa y cierto regocijo que estaba completamente rasgado.

Se dio cuenta entonces de que llevaba toda la mañana enferma de los nervios por si algo salía mal. Pero nada había salido mal; y ahora estaba desesperadamente feliz.

Susan, Letty, Phoebe, Prue y Jane estaban sonándose la nariz y mugiendo como vacas a la puerta del matadero, y Flora tuvo que decirles en un tono bastante cortante que no hicieran tanto ruido. Varias personas ya les habían preguntado, con amable interés, si es que les dolía algo o si quizás habían recibido alguna mala noticia.

—Bueno, bueno… —le decía el señor Mybug a Rennet, que también estaba llorando porque ella sólo había tenido una boda de pega en el registro civil, y no había disfrutado de un vestido precioso ni de guirnaldas ni de nada de nada—. ¡Pero si todo esto no es más que una muestra de la pura incultura! Es algo absolutamente pagano… y un poco obsceno también, si observamos lo que subyace en el ritual. Como todo eso de tirar el zapato, por ejemplo…[42]

—Señor Mybug, ahora subiremos todos a la granja. Nos acompañará, ¿verdad? —Flora le había interrumpido, o eso le pareció, en el momento más propicio. En tono dubitativo, el señor Mybug le prometió a Rennet otra boda, una boda de verdad, si dejaba de llorar de una vez, y salió a toda prisa de la iglesia con ella del brazo, pisándole los talones al resto del grupo.