7

Por lo general, Flora era de esas personas que siempre suelen estar de buen humor. Pero al día siguiente, a la hora de comer, se produjeron una serie de acontecimientos que lograron que surgiera en ella un sentimiento de melancolía que resultaba tan inusual como desagradable. No paraba de llover, y, además, la granja y todos sus edificios anejos parecían hundirse ante sus ojos en la más terrible de las ruinas. Por si fuera poco, el propio aspecto de sus familiares resultaba de lo más deprimente.

«Esto no funcionará», pensó, mientras miraba lánguidamente los campos empapados de lluvia desde la ventana de su alcoba, a donde se había retirado para arreglar algunas florecillas y ramas que había cogido en su paseo matutino. «Probablemente lo que me pasa es que tengo hambre; el almuerzo me levantará el ánimo».

Y sin embargo, si lo pensaba mejor, parecía probable que una comida como aquélla, preparada por un Starkadder y despachada en soledad, únicamente conseguiría empeorar las cosas.

Había logrado sortear la comida familiar del día anterior con bastante éxito. A la una, Judith le había preparado una chuleta de ternera y un poco de cuajada, y se la había servido junto a un fuego humeante, en un pequeño saloncito empapelado de un verde desteñido, justo al lado de la lechería. Flora también había tomado allí el té, y había cenado. Aquellas dos comidas se las había servido la señora Beetle: una agradable sorpresa. Debía de ser que la señora Beetle venía a la granja y hacía el trabajo de su hija en aquellas ocasiones en las que Meriam se encontraba pariendo. La llegada de Flora había coincidido con una de esas ocasiones que, como sabemos ya, eran bastante frecuentes. La señora Beetle también subía a la granja cada día para preparar las comidas de la tía Ada Doom.

De modo que, por el momento, Flora había podido evitar un encuentro directo con Seth y Reuben, o con cualquiera de los otros hombres Starkadder. Su conocimiento respecto a los moradores y sirvientes de la granja se limitaba, pues, a Judith, Adam, la señora Beetle y a algún encuentro accidental con Elfine.

Pero no estaba contenta del todo. Deseaba encontrarse con sus jóvenes primos, y con la tía Ada Doom, y con Amos. ¿Cómo iba a ponerse a organizar todo en Cold Comfort si no conocía prácticamente a ninguno de los Starkadder? Y, sin embargo, su ánimo se ensombrecía ante la perspectiva de tener que entrar abiertamente en la cocina en la que toda la familia se sentaba a manger, y presentarse. Una actitud semejante rebajaría su dignidad y, por lo tanto, su cuota de poder en el futuro. Todo resultaba demasiado complicado. Tal vez Judith no intentaba apartar a Flora premeditadamente de un encuentro con el resto de la familia, pero resultaba evidente que era precisamente ese resultado el que había obtenido con sus arreglos.

En todo caso, Flora había decidido que aquel día conocería por fin a sus primos Seth y Reuben. Pensó que la hora del té sería la oportunidad perfecta para llevar a cabo su propósito. Si los Starkadder no tomaban té (cosa que era bastante probable), ella misma lo prepararía y les diría que pretendía —desde luego con su permiso— hacerlo todas las tardes mientras permaneciera en la casa.

Pero ese detalle podría dejarse para más tarde. Por el momento, bajaría a Howling para comprobar si había algún establecimiento que sirviera comidas. En cualquier otra casa un proceder semejante habría sido suficiente para poner fin a su estancia. Pero en Cold Comfort ni siquiera se darían cuenta de su ausencia.

Así pues, a la una en punto, Flora entró en una taberna llamada El Hombre Condenado, de hecho el único establecimiento de ese tipo abierto al público en Howling, y le preguntó a la propietaria, la señora Murther, si «daban» comidas.

—Al menos sólo un par de días en agosto, y no siempre —contestó la señora derrochando alegría.

—¿Y no puede hacerse usted a la idea de que ahora estemos en agosto? —preguntó Flora, que estaba hambrienta.

—No —replicó concisamente la señora Murther.

—Bueno. ¿Y si compro un filete en la carnicería, querría usted preparármelo?

En contra de lo esperado, la señora Murther dijo que sí; y añadió —de modo más sorprendente aún— que si Flora quería, podía comer un poco de lo que ellos mismos tenían para su almuerzo, una oferta que Flora aceptó un poco temerariamente.

Al final, en el bar tenían tartaleta de manzana con verduras, así que Flora hizo bien en quedarse. Consiguió su filete tras ciertas maniobras dilatorias en la carnicería, puesto que el carnicero pensó que estaba loca; y le pareció que transcurrió un tiempo sorprendentemente corto entre la adquisición del filete y el acto de sentarse delante del mismo, ya tostado y sazonado, en el comedor del Hombre Condenado.

Ni siquiera la presencia de la señora Murther rondando a su alrededor logró enrarecer lo suficiente el ambiente como para que Flora perdiera el apetito. La señora Murther parecía resignada, más que desesperada. Su rostro y sus gestos le recordaron a Flora aquella frase tan querida por los obreros cockney, allá en Londres: «Bueno, está bien, no refunfuñemos», aunque Flora entendió que con más razón podría oírse esa expresión en Howling, donde todo el mundo sabía que tenía derecho a refunfuñar, y, además, de un modo continuado.

—Ahora debo irme; va a llegar mi otro cliente, un caballero —dijo la señora Murther, después de haber rondado lo suficiente alrededor de Flora como para asegurarse de que la joven tenía a su disposición toda la sal, toda la pimienta, todo el pan, todos los tenedores y todo el resto de cosas que precisaba.

—¿Tiene usted otro cliente? ¿Un caballero, quizás? —preguntó Flora.

—Sí. Se hospeda aquí. Creo que es un escritor —añadió Mary Murther.

—No podía ser otra cosa —murmuró Flora—. ¿Y cómo se llama? —Se dijo que quizás lo conociera.

—Mybug —fue la improbable contestación.[15]

Flora simplemente no se lo creyó, pero estaba demasiado ocupada deglutiendo como para enredarse en una discusión terminológica larguísima y agotadora. Una persona que tuviera un mínimo de talento se habría cambiado ese nombre oficialmente sin dudarlo.

«¡Qué pesadez!», pensó. ¿No bastaba con tener que alojarse en Cold Comfort? Ahora, para remate, se presentaba un genio llamado Mybug en el mismísimo pueblo en que se encontraba, a una milla escasa de la granja. Pensó que muy probablemente se enamoraría de ella. Por experiencia propia sabía que aquellos intelectuales y genios rara vez se enamoraban de mujeres de su misma especie (mujeres intelectuales con serios problemas en lo que se refería a los zapatos y la peluquería, y sin embargo reconcentradas y reservadas), sino de personas normales y vestidas adecuadamente, como ella. Mujeres que se sentían a un tiempo repelidas y aterrorizadas (por no decir aburridas) con las proposiciones amorosas de dichos genios e intelectuales.

—Qué bien. ¿Y qué clase de libros escribe? —preguntó.

—Ahora anda haciendo uno sobre un muchacho joven que escribe libros, y entonces sus hermanas le dicen que escriba sobre ellas, y entonces todas se mueren de tisis, las pobrecitas.

«¡Ah, ya! La imagen misma de Branwell Brontë», pensó Flora. «Debería haberlo imaginado. Últimamente ha ido en aumento el descontento entre ciertos intelectuales masculinos ante la idea de que fuera una mujer quien escribiera Cumbres borrascosas. Me imaginaba que alguno de ellos acabaría por sacar algo de este tipo, tarde o temprano. Bueno, lo único que tengo que hacer es evitarlo. Eso es todo».

Y empezó a dar cuenta de su tartaleta de manzana con más avidez de la que era aconsejable, pues estaba nerviosa. Temía que en cualquier momento entrara por la puerta el señor Mybug y se enamorara de ella.

—No se apure, señorita; nunca se presenta aquí antes de las dos y media —le espetó la señora Murther, leyendo sus pensamientos con desconcertante habilidad—. Anda por ahí, por las colinas de los Downs, truene o nieve, y siempre viene a casa cargado con un montón de flores. ¿Estaba todo a su gusto? Son un chelín y seis peniques, por favor.

Flora se sintió mejor mientras caminaba de regreso a la granja. Decidió que pasaría la tarde ordenando sus libros.

Cuando cruzó el patio pudo oír el trajín de la gente afanada en sus labores. Las herradas entrechocaban en los establos y hasta ella llegaron los bramidos del toro procedentes del cobertizo. («No creo que haya salido jamás a tomar el sol al campo», pensó Flora, y se prometió hacer algo al respecto, así como respecto a los Starkadder). Se oyó un bullicio pendenciero procedente del gallinero, pero allí no se veía a nadie.

A las cuatro bajó las escaleras para tomar el té. No se molestó siquiera en mirar en su pequeño comedor para ver si tenía su taza sobre la mesa. Bajó directamente a la cocina.

Por supuesto, en la cocina nadie había organizado nada ni había indicio alguno de que se estuviera preparando el té; en cuanto vio aquel fuego ceniciento y las migas y las mondas de las zanahorias que se habían quedado en la mesa tras la comida, Flora se dio cuenta de que había sido bastante optimista por su parte esperar nada de los habitantes de Cold Comfort Farm.

Pero no se desmoralizó. Llenó la tetera de agua, echó un poco de leña en la chimenea y puso la tetera encima, no sin antes sacudir los restos de la comida que había sobre la mesa con el trapo que Adam utilizaba para secar los cacharros (y que estaba colgado en las tenazas de la chimenea); dispuso luego un círculo de tazas y platillos en torno a la abollada tetera de peltre. Encontró unas rebanadas de pan y un poco de mantequilla; sin embargo, no había ni rastro de jamón, ni, por supuesto, de ningún afeminamiento semejante.

Justamente cuando el agua comenzó a hervir y Flora corrió a retirarla del fuego, una sombra oscureció el vano de la puerta. Cuando levantó la vista, vio allí a Reuben bien plantado, observando los sofisticados preparativos de Flora con una expresión de inconcebible asombro no exento de furia.

—Hola —dijo Flora, cuando se dio cuenta de su presencia—. Estoy segura de que tú debes de ser Reuben. Yo soy Flora Poste, tu prima, ya sabes. ¿Cómo estás? Encantada de que alguien haya venido para acompañarme a tomar el té. Siéntate. ¿Lo tomas con leche? (Sin azúcar, claro… ¿O sí quieres azúcar? A mí me gusta con azúcar, pero a la mayoría de mis amigos no).

La fabulosa corpulencia de aquel varón, recortada en amenazadores perfiles contra la tenue luz que penetraba por los escuetos ventanucos, no se inmutó. Los pensamientos de Reuben se arremolinaban (como un límpido arroyo en su torrencial discurrir) tras los surcos empapados y grisáceos de su rostro. ¡La mujer! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea.…! Había llegado para arrebatarle la tierra cuyo amor fermentó en sus venas, como la lenta levadura. Ella, la mujer. Joven, pálida, insolente. La mirada de Reuben repentinamente se nubló con sanguinarios tintes. ¡Arrebátale la vida! ¡Arrebátale la vida! Quédate con la tierra y consérvala, y amárrala bien. La tierra, los férreos surcos de tierra helada bajo la feraz lluvia, los fecundos regadíos de la lluvia, la floración, el lento estallido de las semillas envainadas, el denso olor de las vacas y su mugido, los seguros pasos del toro en el sendero del apareamiento, cuando llega su momento. Y todo era suyo… Suyo…

—¿Vas a querer pan y mantequilla, también? —preguntó Flora, sujetando delante de él una taza de té—. Ah, no te preocupes por las botas. Adam se ocupará de limpiar el barro después. Anda, entra.

Frustrado, Reuben entró.

Se quedó de pie junto a la mesa, enfrente de Flora, soplando pesadamente el té y con la mirada clavada en la joven. A Flora no le importó. Resultaba bastante curioso: era como tomar el té con un rinoceronte. Además, en alguna medida, sentía bastante lástima por él. Entre todos los Starkadder, parecía como si a Reuben le hubieran correspondido los desperdicios emocionales de la vida. Después de todo, a cada uno de los miembros de la familia le había caído en suerte algún tipo de pasión. Amos tenía la religión, y Judith la pasión por Seth; la de Adam era la crianza de sus animales, y Elfine disfrutaba de la suya bailando y correteando por las colinas entre la niebla, ataviada con aquel abrigo verde tan raro, mientras que Seth, por su parte, se entregaba a sus enredos con las mujeres. Pero Reuben, simplemente, parecía que no tenía pasión por nada.

—¿Está demasiado caliente? —preguntó Flora, y le acercó la leche, con una sonrisa.

La blanquecina curva se derramó suavemente sobre las tostadas profundidades de la taza. Él continuó soplando, y mirándola fijamente. Flora sólo quería que se sintiera a gusto (si es que alguien así podía encontrarse a gusto alguna vez), así que siguió sorbiendo tranquilamente su té, al tiempo que echaba de menos la presencia en la mesa de algunos sándwiches de pepino.

Después de un silencio que duró siete minutos —tal y como pudo comprobar Flora con disimuladas miradas a su reloj—, una serie de visibles temblores recorrieron todo el rostro de Reuben, acompañados de una serie de ruidillos graves y preliminares procedentes de su garganta, que la convencieron de que aquel hombre estaba a punto de romper a hablar. Cautelosa como un fotógrafo que se dispone a captar la imagen de una familia de catorce leones, Flora no movió ni un dedo.

Su serenidad recibió su recompensa. Tras esperar aproximadamente otro minuto más, Reuben profirió la siguiente frase:

—Pues desde las cinco de la mañana me he hecho en un momento doscientos surcos de cabo a rabo.

Se trataba de una observación un tanto compleja, pensó Flora, y de difícil réplica. ¿Era una queja, quizás? Si lo era, tal vez podría responder: «Vaya, querido, es tremendo…». Pero quizás no fuera una queja; tal vez se tratara solamente de una fanfarronada, y en ese caso la respuesta apropiada sería exclamar: «¡Bravo, muchacho!»; o más sencillamente: «¡Vaya, eso son palabras mayores!». Flora no se atrevió a proferir ninguna de aquellas hipotéticas contestaciones y optó por una observación comparativamente más segura:

—¿Ah, sí? —exclamó con una voz viva y aparentando un tono de interés.

De repente, Flora comprendió que aquélla no había sido la respuesta correcta. Las cejas de Reuben se fruncieron y su mandíbula se abrió. ¡Horror! ¡Aquel animal pensaba que Flora estaba dudando de su palabra!

—Pues sí, claro que lo hice, no te… ¡Doscientos! ¡Doscientos surcos me he hecho mismamente en un momento entre Ticklepenny’s Corner todo para abajo hasta Nettle Flitch! Anda que sí, y sin que nadie me echara siquiera una mano. A ver, ¿es que te crees que serías capaz de hacer algo así tú sola?

—No, no, desde luego… —contestó Flora efusivamente, y su ángel de la guarda (que, tal y como pensó más tarde, debía de estar haciendo horas extraordinarias) la impelió a añadir—: Pero vaya; tampoco es que tenga mucho interés en hacerlo.

Aquello, que aparentemente era una inocente confesión, había conseguido sorprender a Reuben. Dejó bruscamente la taza sobre la mesa y adelantó su cara hacia la de la joven, escudriñando fijamente su mirada.

—¿Así que no lo harías, entonces? Ah, pero seguro que pagarías a un jornalero un buen dinero para que lo hiciera por ti; claro, lo que yo digo: ¡a gastar todo lo que da la granja!

Flora estaba empezando a comprender cuál era el problema. ¡Reuben pensaba que ella tenía interés en quedarse con la granja!

—No, desde luego que no: no contrataría a nadie —replicó inmediatamente—. No me importaría que Ticklepenny’s Corner no estuviera arado en absoluto. Y no quiero tener nada que ver con Nettle Flicht. Yo dejaría… —sonrió amablemente a Reuben—. Yo dejaría que lo hicieras todo tú. Eso es.

—¡«Dejaría», «dejaría…»! —gritó Reuben, dando un puñetazo en la mesa—. «¡Dejaría!». Vaya palabra: demasiado confusa y enredada como para decírsela a un hombre que ha cuidado de la granja durante años como si fuera un ternero enfermo… A un hombre que conoce cada pulgada de suelo y cada matojo de parravirgen que hay plantado por ahí.… Ay, «dejaría, dejaría…». Anda que.… bonita palabra…

—Creo que lo mejor será tratar este asunto abiertamente —interrumpió Flora—. Así las cosas serán mucho más fáciles. Yo no quiero la granja. De verdad que no la quiero. En realidad… —dudó si debería decirle que le resultaba completamente increíble que nadie pudiera quererla, pero decidió que aquella observación sería un tanto brusca y tal vez poco amable—, bueno, jamás se me ha pasado por la cabeza semejante idea. Yo no sé apenas nada del campo, ni quiero. Así que la dejaría en manos de personas que lo supieran todo al respecto, como tú. Además, imagina qué desastre sería si yo me encargara de sacar adelante la cosecha de parravirgen, y de todo eso. Tienes que comprender que yo soy la última persona en el mundo que te sería útil a la hora de arar. Estoy segura de que me creerás.

Una segunda serie de temblores, de un tipo ligeramente más complejo que los primeros, recorrieron el rostro de Reuben. Pareció que estaba a punto de hablar de nuevo, pero al final no lo hizo. A punto estuvo de arrojar la taza sobre la mesa. Lanzó una última mirada a Flora y salió intempestivamente de la cocina.

Fue un final desagradable para aquella conversación que había comenzado de un modo tan prometedor; pero Flora no se quedó preocupada. Era obvio que, incluso en el caso de que Reuben no creyera sus palabras, él deseaba creerlas, y eso era tanto como haber ganado ya la mitad de la batalla. Reuben había estado a punto de creerla cuando Flora hizo aquella afortunada observación a propósito de las casi inexistentes intenciones que tenía de dedicarse a arar los campos, y sólo se lo había impedido su natural grosería de granjero y su temperamento susceptible. La próxima vez que le asegurara que no pretendía quedarse con Cold Comfort Farm, Reuben se convencería de que le decía la verdad.

Ahora el fuego de la chimenea ardía con fuerza. Flora encendió una vela que había bajado de su habitación y se puso a coser para entretener el tiempo hasta que le subieran la cena a su habitación. Se estaba cosiendo una combinación, y decorándola con dibujos bordados.

Un poco más tarde, mientras ella seguía tranquilamente con su labor de costura, Adam entró desde el patio. Llevaba, para protegerse de la lluvia, un sombrero que había perdido —quién sabe en qué oscuros tiempos remotos— todos los atributos habituales de los sombreros: forma, color, tamaño, amén de aquellos rasgos propios que excitan las asociaciones de ideas y que contribuyen a identificar los sombreros como tales; y ahora parecía un parásito oscuro y vivo, una especie de hongo o esponja que se hubiera adherido de algún modo a su huésped.

Traía sujeto entre el índice y el pulgar un manojo de ramas de espino. Flora supuso que las acababa de arrancar de alguno de los zarzales del patio; Adam las sujetaba ostentosamente delante de sí, como una antorcha.

Mientras cruzaba de parte a parte la cocina, Adam lanzó una mirada maliciosa a Flora por debajo de la visera del sombrero, pero no le dijo nada. Cuando estaba colocando las ramas cuidadosamente en la repisa que había sobre el lavadero, volvió a mirarla, pero ella continuó cosiendo y no abrió la boca. Así que, tras aderezar las ramas de zarzal una o dos veces, y después de toser generosamente, Adam murmuró:

—Pues sí, éstas por lo menos me duran hasta San Miguel para restregar los platos… Desde luego que no hay nada como estas ramas de zarzal para restregar la vajilla. Pues sí, con buen burro, tanto me da cuerda como ronzal. Las maldiciones, como los grajos, vuelan sobre la casa y acaban pudriendo los corazones y los graneros.

Estaba claro que no había olvidado el consejo de Flora a propósito de utilizar un pequeño estropajo para limpiar los platos. Cuando Adam se fue, arrastrando los pies, Flora pensó que tenía que acordarse de comprarle un estropajo la próxima vez que bajara a Howling.

Flora apenas había tenido tiempo de cavilar sobre aquel asunto cuando oyó unos pasos en el patio y, acto seguido, un hombre apareció en el umbral de la cocina: sólo podía ser Seth.

Flora levantó la mirada y le mostró una amable sonrisa.

—¿Qué tal? Tú debes de ser Seth. Soy tu prima, Flora Poste. Me temo que llegas tarde para el té… A menos que te apetezca preparar un poco más.

El joven se acercó a ella con la displicente elegancia de una pantera, y se apoyó en la repisa de la chimenea. Flora de inmediato comprendió que no era el tipo de hombre al que se le puede dar largas con ofertas de té. Y decidió seguirle el juego.

—¿Qué es eso que estás haciendo? —preguntó Seth.

Flora supo que él esperaba que fueran unas bragas. Con toda seriedad, sacudió los pliegues de la combinación y contestó que era un vestido para el té vespertino.

—Ah, ya… Bobadas de mujeres —dijo Seth en un tono apenas perceptible. (Flora se preguntó por qué Seth había considerado apropiado bajar una octava su voz.)—. Todas las mujeres sois iguales… Siempre andáis por ahí enredando con vuestras artimañas y poniéndoles ojitos a los hombres, cuando en realidad lo único que queréis es chuparnos la sangre y sacarnos las entrañas, y el alma, y el orgullo…

—¿Ah, sí? —dijo Flora, buscando unas tijeras en su costurero.

—Pues sí. —Su voz profunda dejaba escapar notas discordantes que curiosamente se fundían en una armonía animal, como los chillidos de un hurón o de una comadreja—. Eso es lo que queréis todas las mujeres: la vida de un hombre. Y luego, cuando ya lo tenéis bien enredado en vuestras artimañas y en vuestras zalamerías y vuestras delicadezas, y él se queda paralizado por el ansia que siente por vosotras y reclama lo que está en su naturaleza de hombre, ¿sabes lo que hacéis entonces?

—Me temo que no —dijo Flora—. ¿Te importaría acercarme la bobina de algodón que hay en la repisa de la chimenea, justo al lado de tu oreja? Muchas gracias.

Seth se la entregó mecánicamente y continuó.

—¡Nos coméis! ¡Lo mismo que una de esas arañas que se comen a sus machos! Eso es lo que hacéis las mujeres… Si el hombre os deja, claro.

—Claro, claro… —repitió Flora.

—Pues sí… Pero es lo que yo digo: si el hombre os deja. Ahora que yo… Yo no dejo que ninguna mujer me coma. Al revés: ¡me las como yo a ellas!

Flora pensó que un silencio valorativo era la mejor opción a adoptar en este punto. En realidad, le pareció difícil incluso contestarle con palabras, puesto que aquel tipo de conversaciones, en las que ya había participado antes (tanto en las fiestas de Bloomsbury como en los salones de Cheltenham), era, después de todo y principalmente, una especie de maniobra encaminada a alcanzar una posición, un determinado movimiento de piezas en el tablero antes de que comenzara el verdadero juego. Y si, como era su caso, uno de los jugadores simplemente se aburría un poco y lo único que le interesaba era si iba a prepararse un poco de leche caliente antes de irse a dormir aquella noche, la verdad es que el juego perdía todo su interés.

Lo cierto era que en Cheltenham y en Bloomsbury los caballeros no utilizaban tanta palabrería para decir que si odiaban a las mujeres era en defensa propia, pero no cabía duda alguna de que eso era precisamente lo que querían decir.

—A que te has quedado helada, ¿eh? —dijo Seth, malinterpretando su silencio.

—Sí, creo que es horrible —replicó Flora, concediéndole de buena gana la victoria.

Él dejó escapar una carcajada. Era un sonido cruel como el gruñido de un hurón cuando clava sus zarpas en el cuello de un conejo.

—Horrible… ¡claro! Sois todas iguales. Y tú eres exactamente igual que el resto, a pesar de esos modales que traes de Londres. Tan modosita como una niña en la escuela. Ya te digo yo que no entiendes ni la mitad de lo que estoy diciendo, ¿a que no? ¡Pobrecita inocente!

—Me temo que no estaba prestando mucha atención a todo lo que decías —contestó Flora—, pero estoy segura de que era muy interesante. Tienes que contármelo todo acerca de tu trabajo algún rato de estos… Por cierto, ¿qué haces por las tardes cuando no estás… eeeh… comiendo mujeres?

—Bajo a Beershorn —contestó Seth, con gesto bastante sombrío. El amor propio inherente a su orgullo masculino no concebía siquiera que pudieran burlarse de él.

—¿A jugar a los dardos, quizás? —Flora también había leído algo de A. P. H.[16]

—Qué va… ¿Es que acaso me imaginas perdiendo el tiempo con un juego de niños, y rodeado de una caterva de viejos? Pues vaya diversión. No. Voy al cine.

Y hubo algo en la inflexión que Seth confirió a las últimas palabras de su discurso, una lentitud, una melancolía, una nota casi arrulladora que envolvió su curiosa voz animal, que obligó a Flora a dejar la labor en el regazo y levantar la vista hacia él. Su mirada se clavó con aire pensativo en aquellos rasgos irregulares pero agraciados.

—¿Al cine, dices? ¿Te gusta el cine?

—Más que ninguna otra cosa en el mundo entero —dijo Seth apasionadamente—. Más que mi madre y más que esta granja y más que Vicky, la de la vicaría de abajo, y más que cualquier otra cosa en la Tierra.

—Vaya, vaya… —musitó su prima, mirando aún el rostro de Seth con gesto meditabundo—. Qué interesante. Muy interesante, desde luego.

—Tengo lo menos setenta y cuatro fotos de Lotta Funchal —confesó Seth. La pasión de su discurso le había hecho adquirir el aspecto de uno de esos simios que se describen como «casi humanos»—. Sí, sí… Y otras cuarenta de Jenny Carol, y cincuenta y cinco de Laura Vallee, y veinte de Carline Heavytree, y quince de Sigrid Maelstrom. Vaya que sí. Y otras diez de Panella Baxter. Y algunas las tengo incluso firmadas.

Flora asintió, mostrando un educado interés, pero sin dejar entrever ni un ápice del plan que había ido pergeñando inesperadamente; y entonces Seth, después de lanzarle una mirada desconfiada, de repente decidió que se había traicionado hablando con una mujer de algo que no fuera amor, y se enfadó consigo mismo.

Y así, mascullando que se bajaba a Beershorn a ver Dulces pecadores (estaba evidentemente iracundo por aquella conversación a propósito de su verdadera pasión), se marchó.

Lo que quedaba del día transcurrió apaciblemente. Flora cenó una tortilla francesa y un poco de café que ella misma se preparó en su salita privada. Después de cenar acabó el dibujo que adornaba el pecho de la combinación, leyó un capítulo de Macaria, o los altares del sacrificio, y no eran las diez en punto cuando se metió en la cama.

Estos quehaceres le resultaron bastante agradables. Y mientras se desvestía, pensó que su campaña para adecentar y ordenar la vida en Cold Comfort iba avanzando muy satisfactoriamente, teniendo en cuenta que sólo llevaba allí dos días. Había roto el hielo con Reuben. Había instruido a Meriam, la moza a jornal, en las artes de la contracepción y había conseguido que le lavaran las cortinas de su habitación (ahora lucían plenamente con su color carmesí a la luz de las velas). También había descubierto la verdadera naturaleza de la grande passion de Seth, que no eran las mujeres, sino el cine. Y había pergeñado un plan para obtener el máximo rendimiento posible de Seth; pero ya estudiaría aquello en detalle más adelante. Apagó la vela de un soplido.

Pero al tiempo que acomodaba la frente fría en la almohada gélida, pensó que aquella costumbre de pasar las tardes tranquilamente y sola en su salita privada no debía hacerle olvidar su plan principal. Era evidente que tendría que comer alguna vez con los Starkadder y conocerlos mejor.

Suspiró. Y luego se quedó dormida.