1. Los peligros

Que sepamos, ningún Grupo de Trabajo se ha enfrentado hasta ahora a un cometido tan extenso y de tan enormes proporciones como el nuestro. Se nos ha encomendado:

  • Identificar las amenazas que acechan al sistema capitalista de libre mercado y los obstáculos que existen para su generalización y conservación en el próximo milenio.
  • Examinar el rumbo actual de la economía mundial a la luz de dichas amenazas y obstáculos.
  • Recomendar estrategias, medidas concretas y cambios de orientación destinados a aumentar al máximo la probabilidad de que prevalezca el sistema capitalista globalizado de libre mercado[1].

Dedicaremos la primera parte del Informe a las amenazas y los peligros, y la segunda, a formular propuestas y recomendaciones.

El Grupo de Trabajo comparte sin reservas la premisa de los solicitantes del Informe: un sistema mundial liberal, basado en el mercado y globalizado no debe limitarse a seguir siendo la norma, sino triunfar en el siglo XXI. Consideramos que un sistema económico basado en la libertad individual y en el riesgo es el garante de otras libertades y valores.

También aceptamos el reto de los solicitantes de prescindir en lo posible de sentimentalismos, prejuicios e ideas preconcebidas en la elaboración de este Informe. Esperamos y confiamos en que nuestra formación académica y nuestro origen cultural sean idóneos para esta tarea.

Amenazas y obstáculos

Las amenazas y obstáculos para la visión liberal son omnipresentes y el sistema corre un peligro mucho mayor que el que comúnmente se cree. Protegerlo en el próximo siglo y más allá es más fácil de decir, que de hacer.

Que no se nos malinterprete: no prevemos el renacimiento de ningún imperio neosoviético. Abrigamos serias dudas de que, en las próximas décadas, un sistema político-económico mundial alternativo pueda competir razonablemente con la economía de mercado global, ni en el terreno teórico ni en el práctico. No cabe prever el resurgir de un marxismo verosímil ni de otro sistema alternativo. Tampoco creemos que haya algún dogma religioso que consiga una supremacía política o económica significativa, por muy conflictivo que pueda ser periféricamente.

Las amenazas para el sistema son más sutiles que las que pueda plantear la política, la ideología o la fe. No basta que este sistema muestre ventajas prácticas de fondo y una auténtica coherencia teórica: nadie puede negar que millones de personas se benefician actualmente de él, ya sea en sus bastiones tradicionales norteamericanos y europeos o en las enormes zonas del mundo que se han abierto más recientemente a sus beneficios.

Millones de personas creen fervientemente que ellas también pueden mejorar su suerte; pues el capitalismo no es una mera doctrina económica y un logro intelectual, sino también una fuerza revolucionaria y milenarista, y una fuente de esperanza, del mismo modo que lo fue en un tiempo el comunismo. Por esta razón fueron enemigos mortales en lo más hondo.

La aspiración al bienestar material aquí y ahora ha resultado ser más poderosa (por no decir más veraz) que las promesas del comunismo o de la religión, que aplazan la gratificación a un radiante futuro indeterminado o a la otra vida. En estas contiendas, el ruido y el estruendo del mercado siempre ganará a los coros terrenales o celestiales del paraíso aplazado. Entonces, ¿por qué ha de estar amenazado el sistema de mercado? Proponemos varias razones.

Una quiebra ecológica potencialmente catastrófica

Las señales de peligro se extienden a nuestro alrededor, pese a lo cual rara vez se registran en los modelos económicos normalizados. La naturaleza es el mayor obstáculo para el futuro del sistema de libre mercado, y no puede ser tratada como un adversario. El mensaje ha de ser «proteger o morir».

Con independencia de si los economistas profesionales están realmente ciegos ante el peligro ecológico, se comportan como si cuanto menos se hable de él, mejor. Quizá temen que revelar o analizar esta importante contradicción de nuestro sistema económico vaya en detrimento de su conservación, y que al mismo tiempo debilite las pretensiones científicas de su disciplina y el prestigio de su propia profesión.

Sean cuales fueren las limitaciones y la masiva actitud de negación de la corriente económica dominante, desde que se publicó la innovadora obra de Nicholas Georgescu Roegen[2] a principios de los años setenta (posteriormente divulgada por el profesor Herman Daly y otros), es evidente que, en última instancia, hay que analizar las economías en términos de flujos de energía real o potencial y de «entropía», o energía «agotada» o no disponible. En otras palabras, hay que comprender la economía, al igual que otros sistemas físicos (como el cuerpo humano) dentro del marco de la Segunda Ley de la Termodinámica[3].

Esta ley es aplicable por la sencilla razón de que nuestro sistema económico es un subsistema del mundo natural, al que no abarca. Considerar la economía como el sistema englobador, y la naturaleza como un mero subsistema, y examinar, por tanto, los fenómenos económicos empleando una «epistemología mecanicista» (término acuñado por Georgescu-Roegen) es un constructo totalmente artificial. Y nosotros creemos que, además, es una receta para el desastre.

En la mecánica, todos los fenómenos son reversibles. De modo similar, la reversibilidad es asumida por casi todos los economistas neoclásicos, keynesianos y marxistas. Ningún acontecimiento, por así decir, deja una huella duradera; todo, con el paso del tiempo, puede volver a las «condiciones iniciales». Como deja claro Georgescu-Roegen, esto es absurdo:

El proceso económico no es un proceso aislado que se sostiene por sí mismo. Este proceso no puede desarrollarse sin un intercambio continuo que altera el entorno de una forma acumulativa y sin ser influido, a su vez, por estas alteraciones.

Reconocer esta verdad fundamental implicaría reestructurar gran parte del canon académico que se transmite actualmente de una generación a la siguiente, tarea que suscita un limitado entusiasmo teórico y práctico.

Nuestro deber, sin embargo, no es proteger ninguna profesión, sino describir el mundo tal cual es. Negar las enormes presiones que ejercen sobre la naturaleza las economías capitalistas (y más aún las que fueron socialistas) es una insensatez. Los cálculos económicos normalizados tratan el consumo de los recursos renovables y no renovables (el «capital natural») como si fueran ingresos y contribuciones al crecimiento. El crecimiento, a su vez, es considerado sinónimo de bienestar económico.

En un sistema de estas características, un bosque arrasado y vendido en forma de troncos, madera cortada, carbón, muebles y productos similares sólo figura en la columna del haber del libro de contabilidad. En cambio, la destrucción del capital natural que representaba ese bosque y los «servicios» que éste presta, como su capacidad para absorber anhídrido carbónico, estabilizar el suelo y dar cobijo a la diversidad de especies, no aparecen en ninguna parte.

El aire, el agua y el suelo se consideran bienes gratuitos, o casi gratuitos; no se reconoce ni se calcula su valor en función de su escasez. La disminución de las reservas de peces, de la capa superficial del suelo, de los minerales, de la capa de ozono, de las especies animales y vegetales, de las plantas poco comunes, etcétera, se considera un ingreso o se compensa con subvenciones para que esos mismos productores sigan provocando su disminución (como la industria agropecuaria y las empresas de recursos naturales).

Para que el liberalismo alcance el éxito a largo plazo, esta actitud es suicida. La economía está contenida en un mundo físico y finito, y no al contrario. La realidad de la biosfera es algo dado; sus recursos no se pueden ampliar; su capacidad de absorción no se puede aumentar merced a la intervención humana; una vez dañada, no vuelve a las «condiciones iniciales», o sólo lo hará como expresó Keynes, «a largo plazo, cuando todos estemos muertos».

La economía, por el contrario, transforma aportes de energía y material en bienes y servicios, liberando en la biosfera los residuos, la contaminación y el calor (entropía) que genera este proceso. En otras palabras, la economía es un sistema abierto que actúa dentro de un sistema cerrado.

Las actuales técnicas de descripción, cómputo y contabilidad no nos dicen lo que necesitamos saber. Son herramientas inadecuadas porque las contabilidades empresariales y nacionales son construcciones matemático-mecánicas y parten del supuesto de que la economía actúa con independencia de la naturaleza.

Por tanto, se subestiman los bienes y servicios obtenidos de la biosfera, o no son valorados en absoluto; la contaminación, los residuos y el calor que se devuelven a la biosfera no se miden como costes. Los costes ecológicos reales se repercuten en el exterior y, como tales, han de ser soportados por la sociedad y el planeta en su conjunto.

Así pues, se plantean de inmediato varias preguntas sobre la escala. Si la escala de la economía es pequeña en relación con la biosfera, como ha sido hasta el presente siglo, las cuestiones ambientales no son pertinentes, y mucho menos de primordial importancia, o lo son sólo de forma ocasional y local. Sin embargo, a medida que crece la economía, la escala adquiere una importancia fundamental.

En la actualidad, el mundo produce en menos de dos semanas el equivalente a toda la producción física del año 1900. La producción económica (o «rendimiento», que es un término que transmite una sensación más dinámica del proceso de captación, transformación y eliminación de recursos) se duplica aproximadamente cada 25 o 30 años. A comienzos del próximo siglo, la escala de la actividad ejercerá una presión extrema sobre los límites de la biosfera e incluso sobre la capacidad del planeta para sostener la vida.

El avance de la tecnología puede retrasar este proceso, pero no puede detenerlo. Varias señales indican que el competitivo sistema de mercado ya está haciendo que se sobrepasen ciertos umbrales naturales, incluidos algunos que quizá no reconozcan las autoridades políticas hasta que sea demasiado tarde. Algunos de estos umbrales son conocidos: la desaparición de la capa de ozono, el cambio climático causado por el hombre, el colapso de las zonas pesqueras, y otros por el estilo.

Uno de los costes económicos más palpables e inmediatos de la injerencia humana en los sistemas naturales es la frecuencia cada vez mayor con que se desatan fuertes tormentas tropicales, que muchos científicos asocian al calentamiento global. Los huracanes son los desastres naturales más caros en América y los meteorólogos creen ahora que los costes derivados de ellos podrían alcanzar vertiginosamente nuevas cumbres.

Las mayores compañías aseguradoras del mundo han reconocido que la frecuencia mucho mayor de estos desastres naturales provoca una sangría económica significativa y potencialmente insostenible para el sector. Ya proponen novedosos instrumentos financieros con la esperanza de endosar los futuros gastos derivados de las reclamaciones a unos inversores dispuestos a apostar a que no se producirán tormentas catastróficas.

Las tensiones ecológicas también se traducirán en una mayor inestabilidad política y en el aumento de los conflictos armados. Puede que el 70% de la población mundial viva ya en zonas donde el agua escasea. Los ecoconflictos se producirán primero en Oriente Medio, el Sahel en África, y en Asia, y después afectarán a regiones mejor dotadas, lo que tendrá resultados impredecibles para la economía.

Ni las empresas gigantes ni las comunidades ni las personas acaudaladas pueden, con independencia de los bienes que posean, librarse de las consecuencias de la degradación ecológica. Incluso ellas parecen impotentes para detener el proceso, y son un ejemplo de la paradoja de unos beneficiarios que son incapaces de proteger al sistema que les beneficia, paradoja que encontraremos con frecuencia en este Informe.

El problema de fondo es el usuario que no paga por el servicio. Aunque sólo algunos pagarían los costes necesarios para invertir radicalmente estas tendencias destructivas, todos se beneficiarían de ello. Si una empresa dejara de pescar con redes de arrastre para permitir que se recuperasen las pesquerías, entraría en escena algún rival menos escrupuloso que se llevaría el pescado que quedase y además arruinaría a la empresa más responsable ecológicamente. Los intereses a corto plazo son primordiales.

Nadie quiere ser el primero, por lo que todos terminan siendo los últimos. Los empresarios no quieren unos Estados poderosos que puedan imponer normas estrictas a la actividad empresarial, y mucho menos un gobierno global, por lo que nadie regula nada. Nadie puede permitirse el lujo de detenerse y cambiar el rumbo, por lo que la destrucción continúa. Pero nadie puede vivir en un planeta muerto.

El crecimiento pernicioso

Decir que la economía de libre mercado está amenazada por el crecimiento suena disparatado o herético. Todo el mundo sabe que el crecimiento es el motor de nuestras economías, y que no crecer implica estancamiento y decadencia. Para emplear una metáfora, del mismo modo que el viajero en el duro entorno del Sahara o del Ártico debe avanzar sin cesar para no arriesgarse a perecer, los viajeros en el gran viaje del mercado no pueden quedarse quietos.

Pararse significa, tarde o temprano, quedar marginado y ser eliminado, morir en la cuneta. Por tanto, el crecimiento se ha convertido en la eterna búsqueda del sistema, pese a que gran parte de lo que se toma por crecimiento refleja ahora tendencias no sólo contraproducentes, sino también dañinas y destructivas. Hay que reexaminar y redefinir el concepto. Hay que agudizar la distinción entre crecimiento y bienestar. Más y más grande no significa necesariamente mejor.

Tomemos un ejemplo trivial de la prensa estadounidense: según las cifras del sector estadounidense de las aseguradoras, en 1995 el robo de automóviles costó 8.000 millones de dólares; ese mismo año, los conductores instalaron en sus vehículos dispositivos electrónicos antirrobo por valor de 675 millones de dólares. Se prevé que este mercado alcance los 1.300 millones de dólares en el año 2000. Es bastante miope exclamar: «¡Pero eso es bueno, porque así crecerá la industria de los equipamientos para automóviles!».

No obstante, esta actividad económica figura como «crecimiento» en el Producto Interior Bruto (PIB), al igual que los tratamientos contra el cáncer, la construcción de prisiones, los centros de rehabilitación para drogodependientes, las reparaciones provocadas por atentados terroristas, etc. Probablemente la forma más eficaz de aumentar rápidamente el PIB sea librar una guerra.

Aunque hubo un tiempo en que el crecimiento tuvo una estrecha correlación con los aumentos del conjunto del bienestar, esto ya no es así. El crecimiento económico está provocado cada vez más por fenómenos sociales de los que la mayoría de la gente podría prescindir. Es imposible la medición exacta del crecimiento basada en correcciones o reparaciones de fracasos anteriores, pero hacemos hincapié en la necesidad urgente de examinar esta paradoja económica bajo una luz nueva y más rigurosa.

En lugar de dar la bienvenida al crecimiento por el crecimiento, debemos calcular su coste total, incluidos los ecológicos y los sociales, que actualmente repercuten afuera quienes se benefician de este crecimiento pernicioso.

Extremos sociales y extremismo

El futuro del libre mercado depende también de quién recibe los beneficios del crecimiento. Si la recompensa va a parar a la mitad inferior de la población, la inmensa mayoría de estas personas relativamente pobres utilizarán su dinero para el consumo y mantendrán una demanda boyante. Si, por el contrario, la recompensa va destinada al tramo superior de la escala social, los receptores colocarán sumas aún mayores en los mercados financieros en lugar de adquirir bienes y servicios. Como consecuencia, la demanda caerá, trayendo consigo el aumento de las existencias, la superproducción y el estancamiento. Por tanto, la naturaleza de la distribución de los ingresos es crucial para el bienestar a largo plazo del sistema.

En eso reside el peligro: las economías desreguladas y competitivas, al mismo tiempo que benefician a muchos, benefician sobre todo al sector superior. Las pruebas que ofrecen una gran variedad de países son abrumadoras al respecto: tras la liberalización y desregulación, mejora la situación del 20% de la población que percibe más ingresos. Cuanto más cerca están de la cumbre, más ganan. La misma ley se aplica, a la inversa, al 80% restante: todos pierden algo; quienes están en peor situación son los que, proporcionalmente, más pierden.

Las divisiones marcadas de clase y la «lucha de clases», como tal vez sigan denominándola los marxistas, constituyen una auténtica amenaza. Más allá de cierto umbral, las disparidades son peligrosas para el sistema y deben vigilarse con atención. El hecho de que las grandes diferencias en riqueza y condiciones de vida pueden provocar ira, conductas problemáticas y violencia apenas es noticia, pero las postrimerías del siglo XX han añadido una nueva arruga a esta vieja verdad: la tendencia de los que son ricos en información a provocar la ira y la violencia de los que son pobres en información. Los pobres en información son una categoría que se extiende por todo el mundo y que unas veces coincide con los materialmente pobres y otras no.

Los pobres en información, precisamente porque no pueden producir, absorber o manipular información en cantidades suficientes o con la suficiente velocidad, se han convertido en seres disfuncionales, cuando no han sido descartados socialmente. Su disposición a trabajar, la fuerza de sus músculos, es cada vez menos relevante en la era de los ordenadores.

Algunas sociedades ricas como la de los Estados Unidos, pese a las grandes divisiones de riqueza que separan los estratos sociales, parecen aún capaces de absorber las fricciones de clase, aunque la existencia de miles de comunidades privadas autosuficientes, amuralladas y vigiladas revela un profundo temor. No está claro cuánto tiempo más podrá durar esta relativa tranquilidad, particularmente cuando las clases medias ya no pueden contar con las prestaciones sociales de las que antes disponían sin tener que hacer un desembolso económico directo, como una enseñanza pública satisfactoria o unos barrios seguros.

En la Unión Europea, aunque los extremos sociales son menos flagrantes, el desempleo crónico, el estancamiento de los salarios en los niveles inferiores y el predominio de los empleos temporales (en la Europa continental) o el gran aumento del número de trabajadores pobres (en Gran Bretaña) provocan resentimiento y temor.

Los gobiernos europeos han hecho y deshecho en la cuestión del desempleo, y sus ciudadanos tratan en vano de alcanzar la cuadratura del círculo. Los europeos quieren empleos, pero no quieren renunciar a sus prestaciones sociales a cambio de unos mercados laborales más flexibles. Muchos observadores se han referido al «punto medio que desaparece» y a la ansiedad de las personas de clase media que viven temiendo perder su seguridad y la de sus hijos. Se culpa cada vez más de esta situación a la globalización.

En muchos países del Tercer Mundo, especialmente en Latinoamérica, donde los extremos de riqueza y pobreza siempre han sido la norma, los beneficios de la prosperidad ya son contrarrestados por sus inconvenientes. Los guardas de seguridad privados son indispensables, los hijos de padres ricos no pueden ir solos a la escuela por miedo a un secuestro, las empresas deben pagar sobornos de protección, las mujeres no pueden llevar joyas en la calle, correr o montar en bicicleta es imposible, conducir el propio automóvil o tomar un taxi es arriesgado, pero el transporte público es impensable, etcétera.

La ira de los pobres de todas partes aumenta gracias a las fantasías televisadas en las que aparecen estilos de vida opulentos (acompañados habitualmente de una conducta flagrantemente inmoral). Millones de personas se toman en serio esas series; y, además, creen que la riqueza es finita, y que una minoría disoluta se ha apropiado injustamente de ella, robándola, por tanto, a la mayoría que la merece, entre la que se incluyen.

Otras disparidades podrían ser totalmente intrascendentes para la dialéctica ira-violencia. Un ejemplo que citan con frecuencia los moralistas es el de los alrededor de 450 multimillonarios que se dice valen lo mismo que tal vez 500 millones de personas del Tercer Mundo (tomando como medida la renta per cápita media según el PIB de esos países).

Los multimillonarios y la comparación de miles de millones carece de importancia para que continúe el éxito del libre mercado porque la riqueza del mundo no es finita, sino elástica y, hasta ahora al menos, está en crecimiento constante. La fortuna del multimillonario no se percibe como algo de lo que ha despojado a los pobres porque los dos grupos no habitan el mismo espacio físico. Lo más probable es que esos 500 millones de personas nunca conozcan a los 450 multimillonarios ni reclamen sus bienes, pero, incluso si lo intentasen, no podrían hacer valer dicha reclamación.

La contigüidad física de ganadores y perdedores hace que la vida de los primeros sea menos agradable de lo que, por derecho, debería ser. Pero por razones paradójicas, incluso en casos de riesgo grave, los ganadores rara vez propugnan la redistribución de la riqueza con los perdedores, aunque al hacerlo podrían reducir de forma significativa los peligros que sufren. El lema de los ganadores sigue siendo, como siempre, «después de nosotros, el Diluvio».

Mientras tanto, los políticos occidentales invocan «los valores familiares» en la equivocada creencia de que estos valores podrían servir de algún modo para mantener unidas las sociedades que sufren una tensión cada vez mayor. No explican cómo masas de personas pueden adaptarse instantáneamente al desempleo, a unas condiciones laborales inferiores o precarias, al desplazamiento geográfico y a un horario más prolongado, al mismo tiempo que dedican el tiempo y la atención necesarias a sus familias. En la mayoría de las familias de Norteamérica y Europa, actualmente trabajan ambos padres para poder llegar a fin de mes. Por tanto, también se está debilitando la contribución de la familia a la estabilidad social.

En un clima de privatización y de reducción de los servicios que presta el Estado, se espera que los ciudadanos asuman más responsabilidades respecto de sus comunidades locales y sus compatriotas más desfavorecidos. Tampoco aquí está claro cómo unas personas que deben competir necesariamente y poner en primer lugar su propio interés durante toda su vida laboral pueden cambiar radicalmente de mentalidad y dedicarse a los desfavorecidos y a los oprimidos en su tiempo libre.

La combinación de presiones económicas inexorables con el desgaste del tejido social indica que no estamos entrando en otra era más de ricos y pobres, como en la Gran Depresión. El nuestro es un mundo de incluidos y excluidos. Los optimistas insisten en que habrá muchos más ganadores que perdedores, más personas dentro que fuera. Nosotros consideramos que la integración social —que conlleva un enorme número de excluidos— es un reto extraordinario para la capacidad de recuperación del sistema.

Del mismo modo que los ciudadanos del mismo país están repartidos a lo largo del continuo de riqueza <–> pobreza y de seguridad <–> inseguridad, todas las regiones geográficas están sometidas a las disparidades generadas por la liberalización y la competencia global. Estas regiones también se clasifican en ganadoras y perdedoras.

La región sudoriental de Inglaterra y algunos barrios de Londres están en auge, mientras que gran parte del norte es un erial y otras zonas de la capital están en decadencia. El cinturón de óxido de los Estados Unidos ofrece un enorme contraste con otras zonas más dinámicas del sur y del oeste del país. A escala global, el Tigre o Dragón asiático se solía considerar una zona ganadora. Sin embargo, cuando estábamos finalizando nuestro Informe, la intensificación de la crisis económica podría relegar a estos países a una categoría inferior. África puede ser considerada la perdedora por excelencia.

Con independencia de que los perdedores reaccionen psicológicamente culpándose a sí mismos y a sus líderes o culpando a otros y negándose a aceptar la culpa y la responsabilidad de su situación, tarde o temprano tratarán de compensar sus deficiencias. Los medios que escogerán pueden ser diversos: desde el suicidio individual a la migración masiva; desde la protesta política y las manifestaciones pacíficas hasta la creación de milicias privadas y el terrorismo abierto.

Sean cuales fueren las estrategias individuales o colectivas, los perdedores son invariablemente desestabilizadores para el sistema imperante o dominante. La protesta organizada o difusa contra las desigualdades debe ser tomada en serio y hay que preverlas desde el punto de vista económico, cultural y, en su caso, desde el militar.

El siglo XXI tendrá que caminar en la cuerda floja, entre la conservación de la necesaria libertad de mercado y la prevención o contención de los efectos secundarios sociales que esta libertad no puede evitar engendrar. En caso contrario, los costes serán muy pronto superiores a los beneficios, incluso para quienes están en la cúspide de la escala, tanto de la geográfica como de la económica.

Capitalismo gangsteril

La delincuencia en gran escala puede socavar los cimientos de la actividad económica legítima. En concreto, desde la disolución del imperio soviético y la adopción por China de algunos aspectos de la economía de mercado, el capitalismo ganasteis (como lo ha llamado cierta revista económica) se ha hecho con el control de grandes zonas del globo y amenaza con tomar muchas más. Se calcula que las economías paralelas basadas en el narcotráfico, el contrabando de armas, el blanqueo de dinero y la corrupción de todo tipo mueve actualmente billones de dólares y atraen a nuevos adeptos cada hora que pasa.

Ya existen enormes regiones del mundo fuera de la jurisdicción de cualquier Estado. Las autoridades legítimas no siempre conocen la ubicación de los aeropuertos privados, de los laboratorios de cocaína o de los cuarteles generales de los carteles, y mucho menos los controlan. Estos carteles han adquirido no sólo poder económico, sino también estratégico: está extendido el rumor de que un poderoso barón de la droga latinoamericano chantajeó a un gobierno legítimo amenazándolo con abatir sus aviones comerciales desde su base privada utilizando misiles que había comprado en el mercado negro.

Las bandas y las mafias amplían su alcance, y el dinero y la política van detrás de ellas. El torbellino succiona los negocios legítimos. Las bandas pueden permitirse comprar a conveniencia los elementos necesarios de los gobiernos nacionales.

Algunos altos cargos mexicanos de la «guerra contra las drogas» están en la nómina de los barones de la droga, que también contratan a ex boinas verdes estadounidenses para utilizar su experiencia en operaciones contrainsurgencia contra la policía y el FBI. Algunos oficiales del ejército de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética completan sus penosos sueldos comerciando con armas (probablemente nucleares) robadas. En Bolivia, los mineros del cobre desplazados están más que encantados de cultivar coca y transformarla en cocaína. La enorme tasa de desempleo fomenta esta tendencia: las organizaciones clandestinas pueden contratar toda la mano de obra que necesiten, incluidos ejércitos privados.

Los países muy endeudados ganan mucho más exportando drogas, armas pequeñas o inmigrantes que materias primas legítimas. Algunos analistas consideraban que la guerra entre Rusia y Chechenia era un conflicto entre bandas rivales que luchaban por el control de recursos estratégicos. Las grandes economías proscritas como la de Rusia podrían inclinarse en cualquier dirección; cabe la posibilidad de que las alianzas impredecibles entre repúblicas o grupos étnicos antes pertenecientes a la Unión Soviética y Estados islámicos radicales acaparen una parte significativa del suministro mundial de petróleo.

La desregulación, un fin deseable en sí mismo, podría dar un giro completo y frustrar su propia finalidad inicial. El lucrativo capitalismo ganasteis paralelo podría convertirse en algo auténticamente explosivo, un peligro claro y presente para el sistema legal de mercado. Si logra suplantar a las empresas legítimas, las normas de la competencia tradicionales saltarían por los aires y el terrorismo empresarial estaría a la orden del día. El clima empresarial relativamente predecible de la actualidad sería sustituido por una anarquía duradera y por una guerra hobbesiana de todos contra todos entre personas, empresas y naciones.

El accidente nuclear financiero

El riesgo de que se produzca un importante accidente financiero se intensifica; de hecho, nos sorprende que no se haya producido aún[4]. Aquí señalamos que la volatilidad inherente de los mercados financieros es una grave amenaza para la economía de mercado.

Los índices de los mercados de valores del mundo como el Dow-Jones, el FTSE, el CAC-40 o el Nikkei tienen un margen muy pequeño. Desde el punto de vista del peso de sus respectivas capitalizaciones, estos índices descansan sobre las fortunas de un número muy limitado de gigantes transnacionales, quizá 50 o 60 en total. Los mercados de derivados están valorados actualmente en decenas de billones de dólares, al menos en teoría, cifra que supera con mucho el PIB de los Estados Unidos, que es la mayor economía nacional del mundo.

Aunque la mayor parte de las veces y en la mayoría de los lugares, el mercado tiene una sabiduría inherente, sufre históricamente ataques periódicos de locura y crisis mentales que ponen en peligro todo el sistema que nuestro Informe tiene la misión de defender. Este peligro es ahora mayor que nunca y constituye, por tanto, una preocupación primordial que abordaremos con más detalle en el siguiente capítulo.

Poner de relieve las contradicciones

Para expresarlo con sencillez, los solicitantes del Informe nos han preguntado si el sistema económico global está a salvo de un daño importante, si se está moviendo en la dirección correcta para evitar el peligro y, en caso contrario, cómo podría ser protegido. Todas las amenazas para este sistema arriba expuestas contienen aspectos paradójicos; sus contradicciones inherentes no auguran nada bueno para la seguridad futura del sistema:

  • El mercado es el mejor juez de la sabiduría y del valor de la actividad económica humana, pero no puede decirnos cuándo podríamos estar cruzando un umbral ecológico hasta que ya es demasiado tarde.
  • El crecimiento es el alma de la economía, pero el bienestar general ya no guarda necesariamente una correlación con el crecimiento, que en muchos casos es cada vez más contraproducente, al provocar empobrecimiento en lugar de enriquecimiento.
  • La economía está en el centro de la sociedad, pero los efectos sociales indeseables podrían ser lo suficientemente fuertes como para debilitar los beneficios económicos. Las empresas deben seguir teniendo libertad para invertir y prosperar siempre que las condiciones sean idóneas, pero las personas que dejan atrás se comportarán de una forma impredecible y desestabilizadora. Hay que evitar la regulación excesiva, pero un mercado totalmente desregulado (o autorregulado) corre el riesgo de ir hacia la autodestrucción porque, abandonado a sí mismo, generará demasiados pocos ganadores y demasiados perdedores, más excluidos que incluidos.
  • Las economías proscritas paralelas están cobrando fuerza financiera y políticamente; las alianzas entre bandas y Estados delincuentes podrían provocar trastornos geopolíticos que destruirían el clima empresarial normal.
  • A finales del siglo XIX, Walter Bagehot dijo: «Las personas son más crédulas cuanto más felices». A finales del siglo XX, John Kenneth Galbraith dijo: «El talento financiero precede siempre a la caída». Los mercados financieros son inherentemente inestables y no cabe esperar que se comporten con una racionalidad perfecta: también ellos pueden crear perdedores a una escala tal que la década de 1930 parecería, en comparación, un mal día en el hipódromo.

Los peligros que afronta el sistema de mercado exigen atención urgente. A continuación abordaremos las modalidades de control y protección establecidas hasta ahora.