4

AL llegar a su casa, Teresa abrió una botella de ginebra y propuso salir a la terraza a mirar el río, el devenir del tráfico, las nubes. Ya era noche cerrada. Juana seguía sin poder hablar. En torno a sus ojos se había instalado un aro violáceo, como si tuviera los párpados en carne viva.

El Chao Praya reflejaba los focos alucinados de la ciudad, sus iridiscencias. Teresa se sentó junto a mí y bebimos en silencio, un vaso tras otro. Cuando Manuelito Sayeq se durmió Juana volvió a salir. Puse mucho hielo en un vaso y le ofreció un trago.

—Lo quiero doble, cónsul, gracias.

—Es lo único que podemos hacer —dije—. Mis condolencias.

Me agradeció por haberla buscado y traído de Teherán, por haberle permitido llegar hasta él, aunque fuera tarde.

—No puedo no pensarlo —dijo Juana—. Si hubiéramos venido ayer...

Eso también horadaba mi mente: si la DACCCE hubiera dado rápido una respuesta, si yo hubiera tomado antes la decisión de viajar, si la magistratura thai no hubiera adelantado el juicio. Si los mensajes hubieran llegado. Si, si...

—Si le hubiera escrito un mail o un mensaje de Facebook o le hubiera hecho una llamada a su celular —dijo Juana—, estaría vivo, es todo tan...

Volvió a llorar. Teresa la abrazó.

—No pienses más, Juana —le dijo—, nada va a devolverlo. Lo tendrás en tu hijo.

—Debo decidir qué hacer con el cuerpo —dijo Juana—, pero la verdad es que ya no me importa. Él no está ahí.

—¿Vas a llamar a tu familia? —le pregunté.

—No lo he pensado todavía —dijo Juana—; supongo que ellos querrán enterrarlo en Bogotá. Manuel preferiría no regresar, pero la verdad es que ya nada de eso importa.

Llené los vasos una y otra vez, hasta que hubo que bajar al 7 Eleven por otra botella. Bebimos hasta el amanecer.

Teresa y Juana se fueron a sus cuartos a las seis y yo me quedé en el sofá, cerca de la ventana, mirando emerger los rascacielos de la oscuridad a la luz limpia de la mañana.

Antes de dormir agarré mi bolsa de enseres, saqué el cepillo de dientes y fui al baño. Abrí la puerta despacio, procurando no hacer ruido, y noté que había alguien adentro. Era Juana. Estaba desnuda y se miraba al espejo. Me quedé paralizado. Nunca había visto un cuerpo así, con extraños y enormes tatuajes: ideogramas japoneses, soles, ojos budistas, yins y yangs, y en su vientre un verdadero cuadro, ¿qué era?, dios santo, pude reconocerlo: ¡Lagran ola de Kanagawa, de Hoku-sai! Sentí una fuerza irracional empujarme hacia ella, pero me contuve. Más abajo, en el muslo derecho, tenía una versión de La balsa de la Medusa, de Géricault, y en el izquierdo una pintura que luego, no en ese momento sino unos días después, identifiqué como La novena ola, del ruso Iván Aivazovsky, un cuadro al que el poeta Fernando Denis dedicó unos versos reveladores:

Ya casi es de noche en un cuadro de Iván Aivazovsky, la novena ola,

bajo el magnánimo cielo del mundo,

bajo la luz demente que da horror y belleza y empaña el sueño que delira en sus colores.

Tres naufragios más una cantidad increíble de signos religiosos o místicos. A eso se sumaban cicatrices y quemaduras circulares que parecían transmitir algún mensaje.

La miré sin mover un músculo, sin respirar para que no notara mi presencia. Era muy bella. Tenía el mismo gesto de cansancio que le vi en la cárcel y mecía la cabeza de un lado a otro, como siguiendo una canción de cuna. Luego empezó a moverse hacia los lados y con lentitud se acarició las caderas, el vientre, los pechos. Llevó la mano a su pubis trazando círculos, al principio lentos, pero luego un poco más rápidos y al final frenéticos. Yo sentí mi cuerpo derrumbarse, pero hice un esfuerzo y me mantuve. De repente agarró el tubo del dentífrico y se penetró con él, moviendo muy rápido sus dedos. Segundos después se estremeció, pero su gesto de cansancio no se borró ni siquiera en ese instante.

Me pareció la mujer más hermosa del mundo, y sentí que la amaba. Desde un lugar lejano e imposible la amaba.

Luego me retiré sin hacer ruido y me fui a dormir, excitado, culpable, triste.

Al despertar hubo noticias. El abogado llamó para decir que el ministerio se haría cargo de la estadía de Juana hasta que decidiera qué quería hacer con el cuerpo, como una deferencia. No querían un escándalo.

También dijo que el jefe de las investigaciones especiales en Narcóticos le había informado de dos casos parecidos al de Manuel, con traficantes e inculpados franceses e indonesios. No en el Regency Inn, pero sí en otros hoteles de la misma zona.

—Esto conducirá a la verdad —dijo el abogado—, y permitiría entablar una demanda contra el Estado para obtener, al menos, una indemnización.

Y agregó:

—Dígaselo a la señora Manrique, y dígale también que estoy en óptima posición para llevar a cabo esa demanda. Conozco a mucha gente.

Me dieron ganas de insultarlo, pero era Juana la que debía decidir, así que le transmití una a una las palabras del abogado. Miró un rato por la ventana y dijo:

—Me podría interesar oír las condiciones. También quisiera hablar con el fiscal para aceptar la hospitalidad del ministerio mientras resuelvo el asunto.

A los dos días Juana se trasladó a un apartamento estatal con Manuelito Sayeq. Teresa y yo la acompañamos a la puerta y yo llevé sus maletas. Había hablado con su familia (no me dio detalles, no se los pregunté) en Bogotá y habían decidido repatriar a Manuel.

Al despedirnos me dio un abrazo largo, y me dijo al oído:

—Me di cuenta de que estaba en el baño la otra noche, cónsul. Sentí cómo me miraba, con qué intensidad me miraba. Lo oí respirar, estarse quieto, y me gustó.

No supe qué decir.

—Tus tatuajes... Son hermosos.

—Otro día se los muestro con calma y le diré el porqué de cada uno, aunque supongo que ya se lo imagina. Gracias por todo.

Me despedí diciéndole que la llamaría al llegar a Delhi, que estaría en contacto para ayudarla. Cuando llegaron por ella me dio otro abrazo nervioso, rápido. Quise preguntarle qué haría después, dónde pensaba ir, pero no me atreví. En esos días fue muy claro que Juana manejaba sola sus cosas, sin apenas contar con los demás, aun cuando estos pretendieran ayudarla. Igual noté algo raro en su comportamiento, pero fui incapaz de descifrar nada. Luego subió al niño al automóvil oficial, un Toyota Crown negro, y la vi irse. Le hice adiós con mi mano triste hasta ver que se perdía en medio del tráfico, al fondo de la avenida.

¿Había hablado con sus papás? ¿Qué palabras dijo para contar (tal vez explicar) esa difícil historia? Comprendió que la decisión no le pertenecía sólo a ella y tal vez pensó en regresar a Colombia, al menos por un tiempo. Al fin y al cabo era su país.

Ese mismo día tuve que regresar a Delhi. Teresa me llevó al aeropuerto.

—¿Volverás por acá, ahora que ya se resolvió? —quiso saber.

—Me gustaría volver a verte —le dije.

—Charlemos por teléfono, escribámonos —dijo—.Y ahí vamos cuadrando. De todos modos yo estaré pendiente de Juana, creo que podremos ser amigas.

—Gracias por todo —le dije—, sin ti no habría podido siquiera empezar esta historia.

Teresa me miró con cara triste.

—Pero salió mal.

Le di un abrazo. Caminé hacia la entrada de inmigración y, un poco más adelante, cuando me di vuelta para saludarla por última vez, vi que ya se había ido.