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AL día siguiente, antes de subir al bus del colegio, miré mi dibujo sobre el muro. Una serpiente de luces, un oleaje algo psicodélico. Se me aceleró el pulso al ver mi firma, las letras en rojo, y quise contarlo, pero me contuve y no le dije nada a Juana. Mejor mantener el secreto por un tiempo y ver qué más había dentro de él.

En el salón, en la aburrida y malsana aula de clase, encontré una ocupación mejor a la de escuchar los graznidos de los monstruos: hacer planos de dibujos que, luego, en un futuro, podría reproducir en muros. Hice entonces, por primera vez, una isla rodeada de un océano feroz. En el centro había un enorme volcán y en la ladera, al principio de la cuesta, un pequeño hombrecito sentado, solitario, contemplando la furia del océano. Hice una prueba en lápiz y una segunda en color. El volcán, entonces, fue primero un cono azul oscuro, con bordes rojos y amarillos. Luego se oscureció en tonos ocres. Pensé que debía ser una isla volcánica, pero igual puse algo de vegetación. Mis brazos parecían moverse solos. Tenía trece años, señor cónsul. Acababa de hacer un descubrimiento importante, que debería darme fuerza. Por eso decidí mantenerlo en secreto, no exponerlo a nada ni nadie, por ahora.

Tiempo después ocurrió otro pequeño milagro.

Llegamos al primer curso del bachillerato y una nueva profesora nos pidió algunos libros. Los cinco en el páramo misterioso, de Enid Blyton. El ruiseñor y la rosa, de Oscar Wilde. Cinco semanas en globo, de Julio Verne. Yo había leído hacía un par de años varios libros de Los cinco, de Blyton. Me pareció buena señal y regresé a la casa muy animado.

Por supuesto, lo último que pensaron mis papas fue en comprarlos. Para ellos los libros se pedían prestados, así que mamá hizo una serie de llamadas y logró conseguir el de Enid Blyton y el de Verne. Para el de Wilde, enviaron una nota a la profesora diciendo que no habían podido conseguirlo, que me disculpara, y que era raro que mi hermana no lo tuviera en los útiles de los años anteriores, pero la profesora contestó indicando varias librerías donde podríamos conseguirlo y la recomendación de hacerle al niño su propia biblioteca. Mamá la leyó y se puso verde de rabia. Por la noche se lo contó a papá, que hizo un guiño de disgusto, pero dijo, bueno, no nos vamos a empobrecer por un miserable libro, ¿cuánto podrá costar? Al oírlo sentí náuseas. Luego me miró y preguntó, ¿y cómo es esta nueva profesora? No supe qué decir y me alcé de hombros. Es igual a las otras, papá, respondí. ¿Y es joven?, quiso saber, y yo le dije, no sé, papá, no sé cuántos años tiene, pero él insistió, ya con un metal vibrante que anunciaba la rabia, no te estoy preguntando la edad exacta, sólo que me digas si es joven, cualquiera puede saberlo, ¿es joven esa profesora? Sí, le dije, más que las otras, y es nueva, entró este año.

Papá soltó un bufido y dijo, ¡claro!, ahí está la explicación. Será una de esas mamertas recién graduadas que llegan a un trabajo y quieren trastocar todo, ponerlo patas arriba, las he visto en la oficina, ¡me las sé de memoria!, las que creen que por manejar rápido los programas y archivos de computador ya son reinas, y como son jóvenes y bonitas los jefes les dicen a todo que sí. Las detesto. En fin, Bertha, mañana le compra el libro al niño, no vamos a darle el gusto de humillarnos.

Al otro día fuimos a la Librería Nacional de Unicentro, mamá con un gesto de resignación y yo secretamente feliz, y cuando uno de los empleados lo trajo no pude evitar una risa nerviosa, ¡era muy bonito! Mamá miró el precio y, haciendo cara de disgusto, preguntó si no había una edición más barata, así que el empleado se fue al fondo y yo me quedé cerca del mostrador, avergonzado, al lado de ella. Era extraño: mamá torcía la boca con un gesto de dignidad e incluso de soberbia, como si hubiéramos venido a que se nos resarciera de una afrenta, como si los empleados de la librería tuvieran que pagarnos por estar ahí. Al rato el joven volvió con otra edición, ilustrada, que por fortuna era más cara, así que mamá decidió comprar la primera. Por supuesto que al llegar a la casa hizo ironías sobre el precio, y dijo, habrá que forrarlo para que no se dañe, así lo podremos vender el año entrante, si es que esa profesorucha sigue dando clases en el colegio. Yo estaba tan feliz de tenerlo, aunque fuera por unos meses, que no me importó la mezquindad y subí a mi cuarto corriendo. ¡Por primera vez tenía un libro nuevo! Lo apreté en mi pecho y me dije, un solo objeto hermoso me ayudará a continuar.

Pero la vida siempre sigue y nos alcanza, señor cónsul, y por desgracia vuelve a empezar, así que después de esa pequeña alegría ahí estaba yo de nuevo, sentado en la mesa del comedor frente a un plato desabrido. Sólo con gran esfuerzo era capaz de tragar algo y soportar los comentarios de papá, que ya por esa época empezaba a pregonar, cada vez con más insistencia, la necesidad de un salvador para el país, de alguien que viniera con mano dura a poner orden, a restablecer la armonía, a limpiar el aire. A cambiar la atmósfera en que vivíamos.

No sé qué pasaba en su oficina o en su vida interior, si es que la tenía, pero lo cierto es que de repente, sin que ocurriera nada particular, papá se empezó a transformar. De tener pocas y muy medidas opiniones políticas pasó a hablar con fogosidad de lo que leía en la prensa y veía en los noticieros. Sus glosas y escolios mentales pugnaron por salir, extrañamente. Es muy probable que lo que nos dijera en la mesa fuera lo que le habría gustado decir en la oficina, pero allá no lo escuchaban. Sus opiniones no le interesaban a nadie. En la casa, en cambio, estábamos obligados a oírlas y era lo que hacíamos, estoicamente, oír y oír ese zumbido, una letanía impregnada de rencor hacia la realidad y el presente, el súmmum del resentimiento, pintando un país con una situación de caos y derrumbe moral del que sólo se podía emerger con un verdadero patriota, ¿y quién podía ser sino ese soldado de Cristo y paladín del orden que era Álvaro Uribe, que por esa época, muy cerca de las elecciones, ya volaba en las encuestas?

Papá quedó hipnotizado por Uribe.

Fue ese entusiasmo el que lo convirtió en opinador, en columnista amateur y clandestino, y es muy seguro que mamá, al oírlo hablar de temas que consideraba trascendentes, creyera que su marido había por fin dejado de ser un burócrata resentido y dócil para transformarse en alguien nuevo, un ciudadano cuyas ideas eran apreciadas y discutidas por los demás, y que él compartía generosamente con su familia para indicarles el camino, un faro ideológico y moral que a ella la llenaba de orgullo.

Tal vez por eso había que soportar esa pantomima y oírlo opinar de política, economía o historia reciente, como si en lugar de estar en el comedor de su casa estuviera en un programa de televisión, discutiendo con especialistas, y así nos iba dando argumentos y contraargumentos, sin que nadie lo contradijera. El mismo se hacía objeciones y las contestaba, se interrumpía y se daba la palabra, algo horrible, un espectáculo que me hacía sentir vergüenza ajena, hecho para exasperar mi sentido del ridículo y amor propio.

Yo sentía esos golpes en el estómago, la tenaza invisible, mi propio monstruo de Loch Ness que empezaba a emerger y cerraba los ojos, tratando de fugarme, de ir muy lejos, pero cuando mis alucinaciones terminaban y regresaba a la mesa él seguía ahí, opinando sin parar, pasando un bocado de arroz precipitadamente para no perder el hilo, diciendo frases que en su boca sonaban falsas aunque pudieran ser ciertas, ideas que, dichas por él, eran puras pendejadas: que en Colombia los terroristas se habían vuelto estrellas de la farándula, que todos querían hacerse fotos con ellos, que era increíble que alguien siguiera hablando de negociar, que la silla vacía de Tirofijo con Pastrana era el símbolo de la burla y la falta de principios, y repetía enardecido, concentrando la sangre en las mejillas, lo que aquí se necesita es mano dura, así haya que hacer un sacrificio, y si no miren el caso de Chile, que es hoy ejemplo en América Latina, aquí hay que pegar un timonazo, cambiar de carril y hacerlo con decisión, sentido del deber y amor a la patria, y mamá, sintiéndose obligada a confirmar lo que él decía, como si los estuvieran filmando en un alucinado show de Gran Hermano o programa de concurso de las tardes, le decía, ay, Alberto, dios lo oiga, Álvaro Uribe es el único que no habla de tratos ni de regalarle el país a la guerrilla, sino todo lo contrario, quiere darles bala, el único lenguaje que los terroristas entienden, bala y más bala, él les va a hacer frente, virgen santa, y ojalá que los otros sinvergüenzas, hijos de papi y vendepatrias, se vayan.

Y papá decía, sí, Bertha, los demás candidatos son los niños mimados de este país, fíjese, todos son de colegios extranjeros, mirando siempre para afuera, gente a la que le da pena ser colombiano, así son y por eso regalan el país, en cambio Uribe viene de la clase media y de las montañas de Antioquia, con la moral del campo y la verraquera de la tradición paisa, eso es lo que se necesita, un tipo que ame a Colombia, que si le abren las venas brote sangre colombiana, con orgullo, y esa vaina sí no la hemos visto nunca en un candidato, Uribe es el primero que habla de verdadero patriotismo, de dignidad nacional, de enaltecer los colores de la bandera y enfrentar el terrorismo, y por eso yo digo, Bertha, si Uribe no gana a este país habrá que recogerlo del suelo con cucharita, y puede que hasta tengan que venir los gringos con sus marines a arreglarnos el problema, como pasó en Panamá, y nos tocará tragarnos la humillación, ¿cómo puede haber gente que no se dé cuenta? No hay más que ver su eslogan: «Mano firme, corazón grande».

Hablaban y hablaban durante más de una hora, y como Juana estaba siempre estudiando o en casas de amigos yo debía afrontarlo solo, sin poderme parar hasta que no dieran por concluido su patético show.

Varias veces soñé con escapar, señor cónsul: salir una mañana y no subir al bus del colegio. O mejor: no subirnos. La fuga sólo podía ser con Juana. No podía dejarla atrás, en nuestra vida de todos los días. Alguna vez se lo dije, Juana, ¿cuándo nos vamos a ir?, ¿por qué hay que esperar tanto?, y ella respondía, tú no debes hacer nada, sólo esperar, yo voy a arreglarlo todo y cuando esté listo nos vamos para siempre, lejos de este infierno. Nos iremos sin dejar huella que les permita seguirnos.

Al oírla mi corazón saltaba en el pecho. Todo ese sacrificio iba a tener un fin, y ese fin, de algún modo, estaba cerca. Los dos trabajábamos para lo mismo: ella con su inteligencia y su fuerza y yo con mi capacidad de resistir. Lograríamos salir de este mundo rabioso y construir otro mejor.

Los libros me ayudaron, pero debí ganarlos.

Un vecino de la cuadra tenía una enorme biblioteca, pero no le gustaba leer. Sus papás eran profesores y le compraban libros juveniles, pero a él sólo le interesaban el fútbol, el sexo por Internet y las series gringas del canal cable. Teníamos catorce años. Se llamaba Víctor y un día le propuse un trato: si me los pasaba, yo los leería para luego contárselos, y así ambos estaríamos contentos: él podría dedicarse al fútbol, a RedTube y a HBO, y yo a leer.

Aceptó.

De ese modo leí Mark Twain, las historias deTom Sawyer y Huckleberry Finn, los cuentos de Colmillo Blanco, de Jack London, y también La llamada de la selva, y cosas de Joseph Conrad como Lord Jim o El corazón de las tinieblas, y las hazañas tristes y exóticas de David Balfour, de Stevenson, y el Ivanhoe de Walter Scott y las obras de Rudyard Kipling, sobre todo Kim. Muy pronto llegó, de a pocos, la colección de Sandokán y los Tigres de la Malasia, de Salgari, El conde de Montecristo, de Dumas, y Las minas del rey Salomón, de Ridder Haggard.

Por lo general nos reuníamos en su cuarto.

Pasó el tiempo.

Un día él estaba en el jardín interior de su casa, pateando una pelota contra el muro, mientras yo le contaba la última de las novelas de Salgari que le habían regalado. Sin que nos diéramos cuenta la mamá llegó y, desde el segundo piso, oyó todo. Cuando acabé la historia, que si no recuerdo mal era La venganza de Sandokán, Víctor dijo, bueno, ya le traigo el último. Yo me quedé en el jardín, esperándolo, y vi entrar a la mamá.

Hola, Manuelito, oí que le contabas una novela a Víctor, ¿tú lees los libros de él?

Me quedé paralizado. Nos habían descubierto.

Adiós novelas.

Pero la mamá dijo: puedes llevarte los libros que quieras. Te los presto yo. Y no es necesario que se los cuentes a Víctor. Si él no quiere leerlos ya veremos.

Un segundo después Víctor llegó con un libro en la mano y, al verla, lo escondió bajo la chaqueta, pero ella le dijo, no lo escondas, dáselo a Manuel. Los libros son de quienes los leen. Fue así como me gané una biblioteca.

En mi casa era al revés, debía esconderlos o hacer que parecieran del colegio para no llamar la atención, pues papá decía con orgullo que era incapaz de estarse sin hacer nada y por eso ni leía novelas ni veía películas, sólo biografías, prensa y noticieros, ahí podía pasarse la vida, sentado en su sillón, a veces con un cuaderno de notas y cifras que luego usaba en los discursos de la comida. Papá despreciaba el mundo de la cultura. Lo odiaba por sentirse excluido.

Cuando Uribe ganó las elecciones papá se puso tan contento que fue a la tienda del barrio por una botella de champán Molino Rojo y esa noche, ese domingo en la noche, la destapó en la mesa, nos sirvió a todos, incluido yo, y levantó la copa diciendo, se salvó este país, carajo, se salvó, que viva la vida, hay futuro, ahora van a ver esos terroristas. Yo me tragué ese líquido asqueroso y no dije nada. Juana hizo lo mismo, sin importarle mucho, pero papá y mamá se dieron un abrazo fuerte y cuando se separaron vi que tenían los ojos en lágrimas. Se salvó el país, Bertha, siguió diciendo, conmovido, y mamá repetía, se salvó, Alberto, y volvían a abrazarse, así hasta acabar la botella. Luego salieron a la calle a ver pasar por la Séptima las caravanas de carros celebrando con pitos y música, el estrépito de las chivas parranderas, la nube de alegría que llegó a posarse sobre el cerro.

Se salvó el país.

Papá compró pulseritas con la bandera de Colombia y calcomanías que decían «Soy colombiano». Se sentía orgulloso. Yo sólo pensé que dejaría de hacer sus discursos, así que me alejé de todo eso, que en el fondo no me importaba, y me dediqué a mi muro.

Con los tarros de aerosol dibujé otra isla rodeada de océanos, con acantilados protectores y una casita cerca de la orilla, donde imaginé que vivíamos Juana y yo, y debajo de la isla, que flotaba como un corcho, tracé dragones de fauces gigantes intentando tragarla, y un hermoso volcán humeante, y al lado, de nuevo, mi firma, «Mal», de la que estaba muy orgulloso, igual que papá con Uribe. Era la cuarta vez que dibujaba algo grande cerca del caño, y pensaba, ¿cuándo me atreveré a pintar en otros muros, lejos del barrio y de mi casa? Salir a la ciudad, de algún modo, era romper la caparazón protectora de la infancia.

La verdad es que estaba ansioso.

También comencé a experimentar con la forma de algunas letras. La S una víbora de fuego en el cielo que mordía la noche. La M una montaña, los pies de un extraño marciano. La U un viejo signo cabalístico, una herradura al revés, la inminencia del fuego y del dolor. La J un caballo de mar porque era la letra de Juana, es decir la de mi libertad, la de mi esperanza. Les di profundidad, volumen, escorzo. Hice formas kitsch, clásicas. Imité los tipos Garamond y Boldoni. Pinté amaneceres. Pinté una imagen del fondo del mar que me venía en sueños, una oscuridad densa con un ojo abierto, el ojo de algún pez.

La historia del país avanzaba.

No pasó mucho tiempo —¿un año, seis meses, usted se acuerda, señor cónsul?— antes de que la alegría uribista empezara a resquebrajarse y el sol se colara por las fisuras. Como suele pasar, fueron algunos intelectuales los que hicieron sonar las alarmas. Le criticaron a Uribe el airecito de Mesías de provincia, con la virgen María siempre en la boca, y se empezó a hablar de su relación con los escuadrones de la muerte y los paramilitares.

Papá se tapaba los oídos, no lo podía aceptar. Su rechazo al mundo intelectual se volvió asunto de seguridad nacional —así decía él—, y al ver lo que pasaba se llenó de justificaciones y motivos.

¡Ya lo había dicho yo!, gritaba, lo que le sobra a este país es esa manada de opinadores mamertos, y no sólo ellos, toda la ralea de intelectualillos que viven de cóctel en cóctel, hijos de papi, vagos que se la pasan criticando al presidente sin proponer algo mejor y hablando mal del país, porque no nos engañemos, son ellos los que de verdad le hacen mala prensa a Colombia, ¿qué les importa?, como la mayoría son de colegios extranjeros están educados para admirar a Francia o a Inglaterra o a Estados Unidos, ¿qué les puede importar? Por eso critican al presidente y sólo hablan de lo malo que pasa acá, contándolo en Europa y en Estados Unidos, ¿por qué nunca hablan de las cosas bonitas?, ¿por qué no mencionan a los héroes de nuestra historia o a los mártires?, ¿por qué no dicen que Colombia es una potencia en biodiversidad, en flora y fauna, que tiene todos los climas y mucho verde y agua limpia y cielos azules?, ¿por qué no hablan de lo bien que se vive en Bogotá, a pesar de los problemas, y de lo sabroso que es tener a sólo cuarenta minutos un clima templado como el de Melgar o Girardot?, ah, no, eso no se puede decir porque a nadie le interesa, hablar bien de Colombia no vende, ¿sí ven?, por eso se la pasan hablando de los asesinos del país y de los narco-traficantes del país y de los sicarios y las prostitutas y los muertos del país, ¡como si de eso no hubiera en todas partes!, esa es la verdad, la triste verdad, decía papá cada vez que por algún motivo alguien, generalmente mi hermana, mencionaba la opinión de algún escritor o intelectual en contra del gobierno.

Y con los años se hizo cada vez peor.

Le bastaba oír algún nombre mencionado por Juana y de inmediato retomaba su cantinela: nosotros dando la pelea al lado del presidente, contra las FARC y contra Chávez y contra los comunistas del continente, y ellos criticando, como si no supieran que lo que dicen le ayuda a nuestros enemigos, ¿cuántos de esos melenudos no serán en realidad comunistas, chavistas o incluso de las FARC? ¡Si tanto les gusta que se vayan para el monte o a Venezuela o a Cuba!, a ver si allá los dejan criticar, ¡ahí los quiero ver! Si dijeran en Caracas o en La Habana la mitad de lo que dicen en Bogotá los meterían presos, y como la mayoría son columnistas, peor, por eso la gente de bien tiene que rodear al presidente, un hombre recto y además un creyente. Este país siempre ha sido católico, eso no es ninguna novedad, ¿qué es esa criticadera porque menciona a la virgen en sus discursos?, ¿qué problema hay en que rece por televisión? Eso es normal en un país católico, ¿no han visto cómo Bush asiste a misas y habla de dios y nadie le dice nada?, ¿recordarle al presidente eso? ¡Si el mismo Chávez cita la Biblia cada vez que puede! Les da rabia y critican pero la verdad es que nunca habíamos estado mejor y nunca en Washington nos habían respetado tanto.

Juana, que ya estaba en décimo y se había vuelto bien contestona, le reviraba diciendo, qué respetado, papá, al revés, somos puro banana republic, a mí me da vergüenza ver a Uribe yendo a Washington a mostrar las tareas por el asunto del TLC, que nunca lo van a dar mientras él esté de presidente, ¿y sabes por qué?, porque allá tienen informes de crímenes y responsabilidad del Estado en masacres, informes hechos por ellos mismos, ¿o es que crees que los gringos se basan en los columnistas de aquí para juzgar a Colombia?

Papá montaba en cólera y decía, qué crímenes de Estado ni qué nada, ¿desde cuándo luchar contra el terrorismo es un crimen?, si a los gringos les pusieran en Irak o en Afganistán las mismas oenegés que nos pusieron acá, estarían todos presos, del secretario de Defensa para abajo, pero es que los terroristas, ¿cómo decirlo?, no son estudiantes que tiran frasquitos de alcohol con mecha, por eso el ejército debe moverse como cualquier ejército del mundo y en eso siempre hay víctimas, ¿qué tal? Por mucho que digan esos mamertos que tú lees, acá no está pasando nada que no haya pasado ya en todos los países en que ha habido guerra alguna vez, sólo que por ser nosotros, se nos pide que la hagamos con guantes de cirugía.

¡Papá!, ¡eres un fascista y un paraco!, gritaba Juana, como la mayoría de este puto país, ¡qué oso de país!, ¡qué ceba!

Luego agarraba su chaqueta y se iba tirando la puerta, simultáneo al grito de mamá, ¡muchachita malcriada!, pero papá intervenía, déjela, Bertha, ya está bien de peleas, esta adolescencia de Juanita va a acabar con nosotros, pero hay que entenderla, déjela que se dé una vuelta y se calme, uno de joven es rebelde y siempre quiere llevar la contraria.

Yo quedaba pegado a la silla, con ganas de sacar mi reloj congelante, y tan pronto había una posibilidad me iba sigilosamente a mi cuarto, agarraba un libro y me ponía a leer con devoción, como si esos signos fueran palabras mágicas que podían sacarme de ese lugar y llevarme lejos, para siempre.

Cuando cumplí quince años papá y mamá decidieron hacer una fiesta, y a pesar de mis súplicas insistieron en invitar a la familia y algunos amigos. No vaya a creer que lo hacían por mí, señor cónsul, obviamente que no; era por ellos, para darle gusto a esa ridicula ficción social que obliga a festejar los quince años de los hijos. Juana tenía un viaje de estudio y no podía cancelarlo, así que yo iba a estar solo. Como querían que hubiera amigos le dije a Víctor, el de la cuadra, pues me negué a invitar compañeros del colegio.

Fue horrible ir con mamá a comprar la ropa de la fiesta. En cada almacén se quejaba de los precios, regañaba y pedía rebajas, preguntaba si no había lo mismo más barato. Los empleados la miraban con burla y conmiseración. Hasta que llegó el día de la fiesta. No sé cómo describirle semejante cosa, señor cónsul. Me pasé la tarde rogando que nunca fueran las siete, hora en que empezaron a llegar los invitados, tíos y primas de mamá, y un par de colegas del banco, todos con sus regalos, cosas absurdas, un marco de fotos en plástico, una bolsa para los afeites del baño de Avianca, dos pares de medias, un estuche de gafas, una caja de pañuelos con extrañas iniciales, una corbata que decía en la parte inferior Carvajal S. A., cosas que debían de haberles regalado en navidades o cumpleaños y que iban evacuando, hasta que llegó Víctor con su papá y me entregó dos regalos. El primero era unos guantes de portero de fútbol y unas rodilleras, y el segundo una caja de libros. Dentro había una nota que decía:

Para el joven lector del barrio en sus quince años. Una docena de novelas. Con orgullo,

P y C

Mamá miró con desdén y dijo, valiente bobada, con esa caja tan grande pensé que era algo bueno, y papá, que agradeció a los vecinos, miró y dijo, hum, ¡cómo estarán de vaciados que andan desocupando estanterías!, pero en fin, a caballo regalado no se le mira el colmillo, estos los podemos guardar para otros cumpleaños, hay que verle el lado bueno a todo, ¿verdad, Manuelito?, y yo le dije, no, papá, estos libros son míos, y él, que ya se había tomado unos tragos, dijo, bueno, quédeselos si quiere, hijo, pero no se me vaya a convertir en uno de esos intelectuales mechudos, ¿ah?

Todavía me acuerdo de los títulos.

Cuatro de los doce eran una sola novela, El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell; La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Todos los fuegos el fuego, de Julio Cortázar, y Aura, de Carlos Fuentes; el resto era literatura colombiana: Los funerales de la Mamá Grande, ¡Que viva la música!, La nieve del Almirante, Sin remedio y El desbarrancadero.

Víctor me ayudó a pasar el horrible trago de la fiesta, en la que, por primera vez, pude tomar gaseosa con ron Cordillera, el más barato que había en el supermercado. Debí hacer un esfuerzo para soportar la marea de parientes y amigos, todos ahí por obligación. Era fácil sorprenderlos cruzándose miradas de burla. Los colegas del banco, al probar el ron, arrugaron los ojos, miraron con desprecio los vasos y contuvieron una carcajada, como diciendo, qué menjurje nos da este muerto de hambre en la fiesta de su hijo. Lo peor era ver a papá acercarse y, con una sonrisa algo babosa, decirles, ¿sí los están atendiendo bien?, a ver, brindemos, y los dos tipos levantaban los vasos, lo abrazaban y hacían pistola por detrás, con la otra mano. Las primas de mamá, que sólo tomaron gaseosa, agarraban entre los dedos la tela barata de las cortinas o pasaban la mano por el forro brillante de los muebles y se miraban con un gesto ridículo que las obligaba a contener la risa.

Todos los asistentes a esa fiesta se burlaban de papá y mamá, pero ellos no se daban cuenta, todo lo contrario: a cada rato proponían brindis absurdos, pedían silencio para hacer discursos en los que felicitaban al hijo y agradecían a los invitados, e incluso, en segundas palabras, papá llegó a decir, ridículamente, que «se sentía honrado» por la asistencia de sus compañeros de oficina, los cuales se reían de él ya sin remilgos, de frente, pero él no se daba por enterado y seguía con su patética farsa, él y mamá, sintiéndose grandes anfitriones, sirviendo con la comida un asqueroso vino dulce que a todos hizo reír.

Ante ese espectáculo insoportable me pareció que un monstruo se metía en mi estómago y lo cortaba en hilachas; sentí ganas de pasarme del lado de los invitados y hacer burlas, pero ¿cómo podría? Una hora después papá estaba completamente borracho, exigiendo abrazos de amistad a sus colegas, que le seguían haciendo chistes cada vez más pesados y que él celebraba con carcajadas, en fin, señor cónsul, disculpe si le cuento tantos detalles de esa noche, no sé por qué hoy la recuerdo con tanta intensidad.

Juana no estaba, ya se lo dije.

Por esa época comenzó a ausentarse cada vez más.

A veces llegaba muy tarde, en la madrugada, y venía a mi cuarto. Se quitaba una ropa que olía a cigarrillos, a alcohol y a cosas dulces, se ponía una de mis camisetas y se pegaba a mí, diciéndome al oído: abrázame con toda la fuerza que tengas, eres lo único que amo en este puto mundo, y yo la abrazaba y ella seguía diciendo, sólo a ti te protegería, sólo a ti te daría mi vida, no sabes la porquería que hay allá afuera, no creas que es mejor que esto; allá también hay tiburones y aguas estancadas, cielos helados y nubarrones, pero vamos a pelear y nos vamos a largar a un país donde no nos conozcan y podamos ser felices, y entonces se ponía a llorar, estaba un poco ebria.

Yo la abrazaba y le decía, estoy listo, cuando digas me voy a ciegas, de tu mano. De pronto me daba cuenta de que dormía, que llevaba un rato susurrando palabras sordas en su oído, y me preguntaba de qué universos volvía, tan frágil y a la vez valiente, tan llena de cosas que prefería callar y yo no saber.

Al rato yo también dormía, escuchando su corazón.