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FUI una niña feliz, cónsul, pero en un mundo triste, opaco. Un mundo en blanco y negro. ¿Y por qué? Todavía me lo pregunto. Era muy poco lo que había en esa felicidad, si uno la miraba por dentro: paisajes nublados, personas grises que odiaban su vida y soñaban con algo distinto, gente que no lograba parecerse a nada de lo que creía bello, seres banales conscientes de su banalidad, prisioneros de algo que no tenía fin ni podía tenerlo. Fui una pequeña reina mientras creí que el mundo era igual para todos. Luego comprobé que no y me dio rabia. Una rabia que todavía no se me pasa, pero en fin, no es eso lo que quiero contarle.

Como en las historias infantiles o las novelas rusas, comenzaré por el principio. Aun si el principio es aburrido. Fui la consentida de mi casa hasta que, a los cuatro años, me anunciaron que tendría un hermano. Sentí que me habían traicionado y eso desató el odio, la sensación de abandono, incluso una cierta orfandad, y cuando el niño nació quise que muriera. Era un intruso, un polizón. Viéndolo gatear por mi espacio, notando con horror cómo se desplazaba sobre mis cosas, tuve muchas ideas: empujarlo por las escaleras, abrir la puerta para que se perdiera en la calle. Pero noté que a pesar de la novedad yo seguía siendo la niña mimada, y eso le salvó la vida. Mi puesto no estaba en peligro y para estar segura los obligué a elegir. Los puse a prueba. Papá siempre optaba por mí. Entonces me quedé tranquila. Mi pequeño mundo siguió funcionando más o menos como antes, y pasaron los años. Seguí ignorándolo. ¿No quieres a tu hermanito?, me decían, y yo, sí lo quiero, es el rey de mi país, y yo la reina, y todos se reían y decían que éramos lindos, pero no se daban cuenta de mi desprecio. Sus pañales, sus talcos, su llanto lúgubre. Lo detesté y me dije: dios lo mandó para ponerme a prueba, porque en esa época yo creía en dios, ¿sabe? Pensé: está aquí sólo para ver qué hago, pero luego dios lo quitará de en medio. Habrá que estar muy atenta. Fue lo que creí siempre, y esperé y esperé, pero dios no acababa de cumplirme.

Papá me idolatraba.

Nunca lo quise como él a mí. Era un pobre hombre al que le habían torcido el pescuezo y quebrado las alas. ¿Qué podía hacer? Decidí quedarme quieta, esperar. Mis amigas del colegio tenían más suerte, sus familias eran ricas e importantes y en sus vidas no había ese sabor rancio, esa atmósfera de desolación que se vivía en mi casa. ¿Qué hice? Quedarme quieta. Acechar.

Un día pensé que dios me había oído, pues mi hermano se enfermó. Lo llevaron a la clínica, y dije, adiós a todo esto, volverá el mundo sin él y será mejor. Pude ver en la cara de mis papás que era grave, pero noté (y de algún modo supe) que para ellos no iba a ser una gran pérdida. Me tenían a mí, ¿para qué querían más?

Un sábado me propusieron ir a visitarlo, y yo acepté, está bien, haré un pequeño sacrificio, pero mirando hacia arriba dije, dios, ya sé a qué estás jugando, iré a verlo y luego te lo llevas, ¿de acuerdo? Al entrar a su cuarto lo miré a los ojos y pasó algo muy extraño. Era la primera vez que lo miraba de ese modo, y lo que vi me cambió la vida. ¿Cómo explicarle? Supe que no había dios y que nadie lo había mandado a ninguna prueba; era sólo una personita terriblemente sola y frágil que parecía decir: aquí está la otra mitad de tu alma. Eso escuché en sus ojos, y había más, una especie de camino, o un mundo; yo en esa época aún no había leído a Rimbaud, pero más tarde lo comprendí: «En la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en ciudades espléndidas». Ahí estaban las palabras de esa marcha que, pensé, debíamos hacer él y yo, solos, porque en el fondo lo que había en sus ojos silenciosos era una voz, la de un fantasma que parecía susurrar: tú estás también aquí, contenemos el mismo soplo, mi alma y la tuya están unidas, no la desgarres, entonces alargué la mano y lo toqué, comprendiendo profundamente quién era, y acto seguido, por primera y única vez en mi vida, sentí amor, un cataclismo que casi me sepulta, una tormenta que me quitó el respiro, algo tan grande que llenó desde ese instante mi vida y ya no pude amar a nadie más, ni siquiera hoy, sólo a mi hijo que también se llama Manuel porque ambos están hechos con la misma materia: la carne y los huesos y la sangre y la mirada de ese amor.

No fue necesario hablar. No nos dijimos nada, ¡éramos muy niños! Pero supimos que estábamos juntos: nos habíamos reconocido. Por eso me dediqué a protegerlo. Era mi hermano menor. Lo protegí cuanto pude de la maldad de esa ciudad, y de eso tan cruel que es la infancia. Traté de protegerlo también de la familia. No sé si lo logré. Y luego, a medida que fue creciendo, percibí su inteligencia descomunal. Sus opiniones sobre la vida y el mundo, y más tarde sobre el arte, eran excepcionales. Todo en él era así: genial, enigmático, sobrehumano. En su interior crecía algo hermoso y yo estaba ahí para cuidarlo, como una brasa encendida a la que hay que acunar entre las manos para que se convierta en fuego. Eso nos dio fuerza. El valor nace a veces de dos cobardías. Fue nuestro caso.

Desde los quince años sentí que debía encontrar el modo de escapar. Un día vimos la película Papillon, con Steve McQueen y Dustin Hoffman, y nos dijimos que así debía ser para nosotros, salir de una isla prisión aprovechando las mareas, escapar obsesivamente, era eso o la muerte, dejar nuestra casa triste, el barrio de clase media con su arribismo, la odiada ciudad triste. Nuestra isla prisión. Debíamos saltar cuando la ola fuera gruesa, como en Papillon.

Desde muy niño Manuel empezó a leer y a ver cine, gracias a un amigo de la cuadra. Después, para mi sorpresa, comenzó a pintar grafitis. Cosas bellísimas, islas, mares, tormentas. Él tenía por dentro un mundo hermoso que yo quería conocer, tocar. Por eso debía conseguir plata para comprarle tarros de pintura en spray, libros y DVDs, en fin, para que tuviera todo lo que necesita un alma elevada, así que empecé a buscar trabajos pequeños en el colegio. Le hacía las tareas a los compañeros ricos, les hacía los trabajos, les soplaba en los exámenes o se los hacía yo misma, poniendo su nombre. Me pagaban y yo me iba feliz a buscarle lo mejor; mientras las amigas del curso miraban vitrinas de ropa y pedían precios, yo me paseaba entre libros tocando los lomos, siguiendo el orden alfabético, descubriendo yo también el inmenso placer de comprar libros, el olor de los anaqueles, ese silencio cargado de sabiduría que hay entre los libros y las personas que los compran, una atmósfera densa, y así volvía a la casa con dos nuevos, a veces tres, sabiendo que con ellos le daba a Manuel algo de la vida que no tenía y que era el espacio en el que ambos, más adelante, seríamos felices.

Déjeme contarle algunas cosas íntimas, cónsul, y disculpe. A los dieciséis años una compañera del colegio me dijo en el bus: ya la perdí. Era un lunes. Había estado con el novio en una fiesta el sábado anterior y luego ido a un motel. Estas cosas son importantes para una jovencita. Para mí, al menos. Un ejército de hormigas corrió por mis venas, y le pregunté, ¿qué sentiste?, y ella, casi me muero, creo que me desmayé. Y yo, curiosa, ¿pero te dolió? Un poquito al principio, dijo, pero es tan rico que se pasa. A partir de ese momento se me convirtió en una obsesión, pero no tenía novio ni quería tenerlo. En las fiestas bailaba y me abrazaba con tipos, pero no me los tomaba en serio. Por fin, poco después, conocí a uno. Era de un colegio extranjero y tenía plata. Cuando me pidió el teléfono, le dije: llámeme, le conviene. A mediados de semana llamó y la verdad es que me dio una pereza infinita, pues era bastante idiota, pero el sábado, cuando me recogió en la casa para ir a comer un helado, le dije, mire, le propongo más bien una cosa, vámonos a un motel y me desvirga, ¿sí? El tipo se quedó sorprendido y dijo, ¡de una!, aceleró y subimos por la vía a la Calera, y ahí, en un cuarto con jacuzzi y discoteca, con vista a Bogotá, la perdí, nada muy espectacular, más bien poca intensidad, pero al menos estaba hecho, así que a la semana siguiente se lo dije a mi compañera, listo, yo también la perdí, y empezamos a comparar, ¿como así de grande?, ¿y a qué le olió?, ¿y se vino en cuánto tiempo?, ¿y le puso el condón?, esas cosas.

A mediados de semana el tipo llamó a invitar a una fiesta, pero le dije, nada de fiestas, yo no soy su novia, si quiere tirar vamos y tiramos, pero no me proponga pendejadas, y el tipo, que era querido pero una completa hueva, me dijo, bueno, Juana, fresca, hacemos lo que usted quiera, y así tuve amante, y como no le paraba bolas el hombre se pegó la enamorada del siglo, en eso los tipos son todos iguales, así que me llamaba y decía, uy, Juanita, quiero verte, ¿puedo ir a tu casa?, y yo, ni muerta, llámeme el sábado, y no me tutee, no sea lobo, y el sábado llamaba y le decía, no, me voy al cine con mi hermano, y él, ¿y qué va a ver?, y yo, no, fresco, es de las que a usted no le gustan, y él, uy, Juana, al revés, si a mí me fascinan Fellini y Pasolini y todos esos apellidos italianos, en serio, y yo le decía, no, mil gracias, llámeme el próximo sábado, y entonces el tipo atacaba por el lado de mis amigas, pero como ninguna sabía dónde vivía yo ni modo, y llamaba como loco, mandaba mensajes y huevonadas por texto SMS, por Facebook, hasta que me sacó la piedra, que se estaba muriendo, que necesitaba verme, que no paraba de llorar, así que le mandé un mensaje diciendo, bueno, se acabó esta maricada, chao, lo voy a bloquear y lo voy a sacar de mi Facebook y de todo, ¿bueno?, así que mejor no insista, gracias, y claro, el tipo quedó vuelto nada y a través de amigos me mandó mensajes y regalos, y yo le devolví todo, lo puse en spam, hasta que se me apareció en el colegio llorando, se puso de rodillas, entonces le dije, bueno, párese, qué oso, hablemos el sábado, y el tipo se fue y el sábado llamó y yo le dije, recójame en el Pomona y nos vamos a un motel, pero a condición de que no me hable ni me cuente las pendejadas que me vive contando, y así fue, tiramos y el tipo mudo, y así sí me gustó y seguí viéndolo, aunque un día le dije, vea, lo mejor es que se vaya consiguiendo otra novia, si quiere seguimos tirando mientras la consigue, pero le anuncio que esto no va a durar mucho, voy a entrar a la universidad a estudiar Sociología y ya no quiero andar con gomelos ni volver a saber de gente como usted, ¿me entiende?, le tengo aprecio, prefiero no ser mierda y por eso se lo voy diciendo desde ahora para que no le vaya a dar la misma pataleta de la otra vez, ¿okey?

Me lo quité de encima al entrar a la Nacho, donde conocí gente muy chévere y encontré mi mundo. En mi colegio cabían ricos y gente de clase media, como yo, pero las reglas de lo bueno y lo chévere las dictaban los ricos, mientras que en la Nacional no era así, había otros valores. Ser culto, tener valor o nobleza, era mucho más importante que una camisa o unos zapatos. Lo contrario del mundo asqueroso del que acababa de salir y al que nunca pertenecí.

Mi lugar era la Nacional, con sus prados y edificios blancos llenos de grafitis y sus construcciones de ladrillo, su gente de clase media y baja preparándose para salir a la vida como leones o cocodrilos, con la barriga contra el suelo, todos por igual en esa enorme alacena, una muchedumbre gnoseológica, como decía un poeta cubano, y por eso al saber que me habían aceptado sentí las mejillas arder de orgullo, es la Colombia que se parece a mí, me dije caminando por un sendero que cruzaba un prado e iba a Sociología, y cuando pasaron lista de los inscritos en primer semestre se me aguaron los ojos, levanté la mano con fuerza al oír mi nombre, yo, yo, aquí estoy, tan emocionada que me miraron, y pensé, este es mi parche, quería conocerlos a todos, quererlos a todos, decirles cuánto los había esperado, qué alegría, pero claro, en la casa era al revés, un ambiente lúgubre, para evitar problemas le había dicho a papá que me iba a matricular en Derecho o en Ingeniería, luego dije que Sociología era mi tercera opción y me había tocado. No me creyeron, pero ya no se podía hacer nada.

Papá y mamá eran conservadores, pero no de una derecha ilustrada y aristocrática, sino de esa derecha barata, taimada y patriotera típica de allá. Ese grupo humano de los que están llenos de odio y resentimiento y buscan algo o alguien con quien (o a través de quien) expresar ese odio y resentimiento; con su admiración por la clase alta y su arribismo; con su clasismo y racismo. Por eso Marx decía que la clase media era la menos dispuesta para una revolución. Sólo se equivocó en parte, pero con respecto a mis papás, tuvo razón.

Usted se acordará, señor cónsul, que Uribe ganó esas elecciones con frases que encendieron al pueblo hablando de la patria, llenando los brazos de la gente de pulseras con banderitas y poniendo en la boca de todos una palabra: «seguridad». El pueblo quería guerra y él les prometió guerra. El pueblo quería muertos y él les prometió muchos muertos. El pueblo quería un patriarca, un soberano, un sátrapa, y él les prometió ser un patriarca, un soberano, un sátrapa. Su victoria se celebró con disparos al aire y motosierras rugiendo, ¿se acuerda? Los paramilitares celebraron y la izquierda dijo: ahora sí nos jodimos. Las FARC lo recibieron con una lluvia de granadas en Bogotá que mataron a un par de sopladores de basuco en una olla cerca del Palacio de Nariño. Las FARC dijeron, guerra es guerra, y Uribe contestó, vénganse, a ver quién es más verraco.

Porque él representaba a la gente verraca, católica y frentera. Los conservadores gritaron de alegría. Los liberales celebraron. Nuestros millonarios de la lista Forbes destaparon botellas de Veuve Clicquot y se frotaron las manos diciendo, preparémonos para ganar más billete. Los que no tenían nada se emborracharon con aguardiente o vino dulce y suspiraron diciendo: ¡ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano! Los paracos dispararon sus mini Uzis al aire, y esas balas hubo que agradecerlas porque no fueron a parar a cráneos o espinas dorsales de campesinos, sindicalistas, líderes comunales o indígenas. Los católicos se postraron ante el nuevo Mesías: «¡Lleva cosida en el puño una estampa del beato Marianito!», ¿no era en el prepucio?, no, ¡en el puño! Los evangélicos dijeron: «¡Adora a la Virgen María!». Las elegantes señoras rolas e hinduistas, celebraron: «¡Se levanta a las tres de la mañana a decir chacras y meditar!». Los judíos se abrazaron: «¡Este tipo es medio facho, pero es amigo de Israel!». Los paracos cantaron el himno nacional con una mano en el corazón, y dijeron: «Ahora sí van a ver lo que es bueno, hijueputas».

Acuérdese, acuérdese cómo fue eso, cónsul.

El país se llenó de banderas tricolores, todo el mundo gritó, ¡que viva Colombia!, o también, ¡que viva Colombia, hijueputa!, o incluso, ¡que viva Colombia, triple hijueputa! Otros decían, ¡se acabó esta huevonada de los derechos humanos!, ¡vamos a coser a bala a los vendepatrias! Y otros, ¡las regiones de la Autodefensa son zonas de progreso! O también, ¡las regiones de la Autodefensa son zonas de progreso, gracias, presidente!, ¡ahora sí a trabajar y a querer a la patria! Y otros, ¡a mí me cortan las venas y me sale Colombia! También se repetían a gritos, entre chorros de aguardiente, versos de nuestras ridiculas canciones populares: «¡No me den trago extranjero!», «lo de mi patria primero», «¡fiel surtidor de hidalguía!». El que criticaba a Uribe era un aliado del terrorismo; el que criticaba a Uribe era un terrorista; el que criticaba a Uribe era un hijueputa terrorista. Véalo, allá va. Hijueputas terroristas. Más vale que les den piso, pum, pum, matacán. Que se los bajen. Son anticolombianos, gente peligrosa.

En muchas regiones, empezando por Córdoba, donde el Soberano tenía su finquita, gritaron a voz en cuello: ¡Vivan las Autodefensas Unidas de Colombia!, ¡Viva el presidente Uribe!, ¡Viva el progreso y la pacificación!, y por encima de todo: ¡Que viva Colombia, hijueputa!, y más arriba, por encima de todo, en lo más alto: ¡Que viva la Virgen María, hijueputa!

Mis papás eran eso, cónsul. Dos partículas de esa masa que se sintió enaltecida. Nada une más que el odio y las ganas de ejercer el odio. Y el odio es lo mismo que decir el miedo. Buscar protección y hacer de eso algo perdurable, un himno marcial que habla de muertes y batallas y se cuela en el alma.

Cada vez que pasaba algo importante o grave, es decir todos los días, mis papás decían: «¡Tenemos que estar con nuestro presidente!». La palabra «presidente» reemplazó a muchas otras: padre, gurú, líder, jefe, benefactor, salvador, libertador, dios. Cada vez que se insultaba con algún mandatario vecino, decían: «¡Estamos orgullosos de nuestro presidente!». Podría haberse meado desde un helicóptero, encima del país, y el país habría seguido adorándolo. Podría haber gritado desde lo más alto, desde el pico Cristóbal Colón, a 5.800 metros de altura: «¡Colombianos malparidos!», y la gente se habría puesto de rodillas, hincado en el suelo, pidiendo perdón.

Más allá de mis papás, el resto de la familia también era así. Sólo un hermano de mamá, que trabajaba de empleado en una compañía de seguros, dijo un día, en un cumpleaños familiar: «Colombia se está volviendo un campo de entrenamiento de paracos», y le cayeron encima, pues ojalá sea cierto, le gritaron, eso es lo que falta en este país de zánganos, disciplina y orden, y eso es lo que por fin tenemos ahora, disciplina y orden, y el pobre tío reviró, sí, pero ¿a cuánta gente hay que matar o desaparecer?, y entonces le dijeron, Ornar, usted está muy viejo para volverse comunista, ¿y sabe qué?, habrá que matar al que haya que matar, y a la gente que matan, pues por algo será, ¿no?, la gente de bien no tiene nada que temer, no podíamos seguir así, el que no sirve que no estorbe, ¿no ha oído eso?, aquí había que operar con dolor y es lo que se está haciendo, gracias a dios hay gente que decidió meterle el hombro, darse la pela, preocuparse por el futuro, y si no le gusta váyase a Venezuela y lo verá, ¿no? Ese tío nunca volvió a las reuniones familiares, y los demás dijeron, Ornar se volvió comunista, allá él. Pero en realidad pensaban: ojalá lo maten.

Ni mi hermano ni yo soportábamos esa atmósfera sucia y por eso empecé a tratar de ganar más plata. Si papá se enteraba me mataba; él decía con orgullo que podía mantener a su familia, pero la verdad es que no le alcanzaba, no era culpa de él, tampoco éramos pobres como el cincuenta por ciento de los colombianos, pero no podía, él lo consideraba una cuestión de dignidad y yo no quería herirlo, así que busqué y busqué, pero claro, en la universidad lo de hacerle trabajos a los demás no funcionaba, la gente no era rica y los trabajos eran complejos, a duras penas tenía tiempo para los míos, así que empecé a mirar anuncios. Una amiga que cuidaba ancianos me dijo que era fácil, uno podía estudiar mientras tanto, sólo había que sacarlos a pasear, darles la comida, leerles, y si era de noche aún más fácil, sólo estar ahí mientras dormían, administrar las medicinas a través del suero, velar el sueño.

Empecé a buscar hasta que encontré un anuncio, se trataba de cuidar a un anciano recién operado, buscaban una enfermera para la noche, y yo dije, qué huevo, me disfrazo de enfermera, mi amiga me podía prestar el uniforme, así que fui y me contrataron, era un señor muy flaco, un costal de huesos, el pobre, acostado en su cama y conectado a una bolsa. Yo llegaba después de la comida, cuando la otra enfermera acababa su turno, y me quedaba con él hasta la mañana siguiente. Debía reponer el suero, estar atenta con los calmantes, pasarle una toalla húmeda por la frente. Eran tres noches a la semana. En la casa dije que tenía grupos de estudio y debía quedarme donde amigos. La ventaja era que a mamá no le gustaban mis compañeros, así que no tenía problema; papá decía, vaya y quédese, pero si ve que no está cómoda me llama y vemos qué se hace, a lo mejor para que se devuelva en taxi, ¿bueno?, a mí me daba ternura oírlo, porque en la casa mencionar un taxi era como hablar de una botella de champán francés, cosas de ricos, ¡un taxi!

Comencé a guardar la plata en una cuenta de ahorros que abrí a escondidas, y de ahí sacaba para invitar a Manuel, comprarle libros, películas, mucha pintura acrílica para que saliera a pintar todos los muros que quisiera, pagarle entradas a cine. Lo estaba educando y quería lo mejor para él, era mi gran orgullo. En esas noches de guardia, oyendo la respiración entrecortada del anciano, me dediqué a leer. El viejo era una persona culta. No sé si mencioné que era francés, creo que había olvidado decirlo. Era francés pero vivía en Colombia desde los años sesenta. En su biblioteca había libros franceses y yo los miraba admirada. Algo entendía, pues estudié el idioma en el colegio. Libros de Jean Genet, de Albert Camus, todo Proust, André Gide. Tenía La condición humana, de Malraux, con una dedicatoria que parecía del propio Malraux, ¿lo habría conocido? Vivía en un viejo caserón de Chapinero alto, en la Cincuenta y ocho arriba de la Séptima. Tenía empleados, un chofer. Sus hijos venían todos los días, pero por las noches necesitaban a alguien. No querían internarlo en un hogar geriátrico. O mejor: no podían hacerlo hasta que no estuviera curado del todo. Me fui acostumbrando a esa rutina y a la universidad, a mis estudios y nuevos amigos.

Cuando el anciano, que por cierto se llamaba monsieur Echenoz, estuvo curado, empezamos a hablar. Le pregunté por qué había elegido quedarse en Colombia, un país tan atrasado y violento y del que todo el mundo quiere irse, y él me dijo, eso no es cierto, ¿tú te irías?, le dije que sí, si pudiera me iría en ese mismo instante, con mi hermano, ¿y adonde?, quiso saber, y yo le dije, a cualquier parte, cualquier rincón del mundo debe ser mejor que esto, me gustaría ir a Europa, a un país civilizado, y él me miraba sin juzgarme, la sábana cubriéndole la mitad del pecho, con vellos canosos que le salían por los ojales del piyama, y decía, ¿país civilizado?, tú no quieres irte de Colombia, lo que quieres es alejarte de algo que no te gusta pero que podrías encontrar en cualquier otra parte, y decía, yo conozco bastante el mundo, Africa sobre todo, de joven trabajé para petroleras francesas en Zaire y Ruanda, países llenos de cosas duras, pero también hermosas. Lo mismo te puedo decir de Asia. A pesar de las dificultades, la vida es mucho más hermosa que en los lugares «civilizados», ¿qué significa la civilización? En Europa no hay futuro. Un continente cansado y cascarrabias que quiere enseñarle a los demás a vivir, pero que de tanto mirarse al espejo se congeló. ¿Tú estudias Sociología? Italia y Francia gobernadas por payasos, ¿qué significa allá ser de izquierda?, no mucho, leer la prensa de izquierda, tener un viejo CD de Manu Chao, camisetas del Che Guevara y el Subcomandante Marcos, preocuparse por el medio ambiente, por los derechos humanos en algún país lejano, poco más; Europa, como toda sociedad opulenta, cae por la pendiente. Lo mismo que un individuo que lo tiene todo, que está enamorado de sí mismo y se admira, eso es lo que pasa allá, pero lo que no saben los europeos es que ellos no son el futuro de nadie. Es al revés: el futuro es la periferia. ¿Cómo vas a decir que este país es atrasado y violento, como si eso fuera un valor esencial, racial o cultural de una nación y no de otra? Lo que pasa es que es un país joven, muy joven, y aún está buscando un lenguaje. Lo que tú ves en Europa, esa paz de hoy, costó dos mil años de guerras, de sangre, torturas y crueldad. Cuando las naciones de Europa tenían la edad de Colombia eran enemigas entre sí y cada vez que se encontraban corrían ríos de sangre; había lagunas y estuarios, dársenas de sangre. La última guerra europea dejó cincuenta y cuatro millones de muertos. ¿Te parece que eso no es violencia? Nunca lo olvides. Sólo en la toma de Berlín por las tropas rusas, algo que duró un par de semanas, hubo más muertos que en todo un siglo de conflictos en Colombia, así que quítate esa idea, este no es un país especialmente violento. Sólo que tiene una gran complejidad y ha sido vapuleado, y lo peor, armado. Tiene riquezas y una ubicación notable, y eso siempre acaba por explotar. La violencia es parte de la cultura, de la Historia, de la vida de las naciones. De la violencia nacen las sociedades y los periodos de paz, es así desde el principio de los tiempos y Colombia está en medio de ese proceso; te aseguro que lo va a lograr más rápido y con menos sangre que Europa.

Yo escuchaba al señor Echenoz con escepticismo y le decía, pero en las guerras europeas la gente se mataba por un ideal, aquí no, aquí es pura barbarie, es la plata o las tierras o la hoja de coca, pero él decía, es lo mismo, las razones que cree tener alguien que va a disparar contra otro pueden variar, pero el hecho es el mismo, alguien oprimirá el gatillo, y cuando el plomo rompa la piel y trepane el cráneo e interese un lóbulo y lo perfore y abra un surco en el cerebro, una vida con una historia y un pasado quedará detenida y un cuerpo transformado en masa sanguinolenta caerá al suelo, y ese hecho, aborrecible en sí mismo y que no tiene ni puede tener explicación o justificación, hace que todos los motivos sean equivalentes; a mediados del siglo xx eran las ideologías, luego fue la tierra o el control de los recursos, las reservas de hidrocarburos. La política no es el motivo, sino el modo en que la política representa una necesidad para dar el paso siguiente, que es el ataque. Las ideologías no son más que profecías de autocumplimiento. La fuerza bruta es el argumento más utilizado por el hombre en su historia, sea de la cultura que sea, y no te preocupes, aquí no se hace nada que no se haya hecho ya en otras partes, y por los mismos motivos. Lo que pasa hoy en Colombia, en el fondo, es el resultado de una fórmula impuesta. ¿Sabes cuál es el nombre contemporáneo de la perversidad? Se llama democracia. Si un chimpancé con un tambor llega a ser popular y gracioso, podría ser elegido presidente. ¿Por qué el voto de quienes no tienen criterio ni educación ni cultura vale lo mismo que el de quienes sí la tienen?, ¿por qué un voto obtenido con un revólver en la cabeza o lavando el cerebro de la gente con publicidad o comprado con cincuenta mil pesos, vale igual que un voto expresado en libertad? Pregúntaselo a los defensores de la democracia. Esa es la gran perversidad, pero esto no se puede decir. Si todos tuvieran educación y las variaciones entre lo alto y lo bajo, en términos de cultura, fueran más pequeñas, la democracia sería universal y estaríamos en Suecia, pero no es así. En Africa la gente vota por los de su tribu y por eso siempre gana el partido de la tribu más grande, ¿y sabes cuál es la única forma que tiene una tribu para reducir el número de votantes de otra? El machete. En muchos países de Africa lo que ha llevado a la guerra civil no es la dictadura, sino la democracia. Las tribus pequeñas odian el sistema que le da el poder al clan más grande, ¿y qué es el poder? El derecho a apoderarse de un país. Aquí es diferente porque no hay tribus, pero sí clanes y, últimamente, caciques. ¿Cómo va a poder ganar en un medio así un candidato de izquierda, o un ecologista, por ejemplo? Gana el que tiene más plata, como en Italia, o el que tiene más armas y es más fuerte. Gana el macho alfa, porque la democracia, en términos de sexualidad, es una relación masoquista: se le da el poder al fuerte para que lo ejerza sobre el débil, y este adopta una actitud de sumisión que consiste en ponerse de espaldas, levantar la cadera y ofrecer el ano para evitar la confrontación.

Las opiniones reaccionarias del señor Echenoz me hacían brincar en la silla, y, al principio, se las discutía, pero luego me di cuenta de que no tenía sentido. De todos modos estar en desacuerdo con él era más estimulante que hablar y hablar durante horas con mis compañeros, que pensaban igual que yo. Tal vez porque sus ideas provenían de su experiencia, no sólo de los libros ni de los idearios políticos. Decía lo que se le pasaba por la mente. Para él, la utopía era un sistema donde los notables de una sociedad, la aristocracia del pensamiento, tomara las riendas. Una aristocracia de viejo abolengo que asegurara evitar lo único que le parecía un verdadero pecado, que era entregar el territorio a países o potencias extranjeras.

Cuando le preguntaba por las democracias adelantadas de Suecia y Noruega, él decía: ni las conozco ni me interesan. No me atraen los países donde la vida es apacible y justa, donde todos tienen niveles de protección, buena salud y felicidad estipulados. No me interesan las sociedades perfectas; sólo me digné mirarlas cuando supe, a través de las novelas negras, que allá también ocurrían crímenes abominables y dramas que les daban algo de humanidad. Cada uno de esos hombres de hielo esconde un infierno en su mente. Pero prefiero la vida en sitios donde, de tanto en tanto, la sangre corre por las calles. Por eso me quedé en Colombia.

De su vida supe poco. Había trabajado siempre con empresas francesas, pero después de su jubilación decidió quedarse en Bogotá, donde estaban sus hijos y sus nietos. Era viudo. Su esposa se había suicidado mientras él estaba en un motel con otra mujer. Tenía cuarenta y dos años cuando eso pasó. Su mujer se enteró por la secretaria, que, no sé por qué, aunque me lo imagino, prometió avisarle a la esposa cuando tuviera una cita con la nueva amante. Lo hizo y la esposa, en lugar de aparecerse y montar un escándalo, se cortó las venas en otro hotel. La secretaria lloró y lo confesó todo. El señor Echenoz asumió la culpa, renunció al trabajo y no volvió a ver a su amante. La esposa le dejó una carta en la que sólo había una pregunta: «¿Por qué?». Varias veces tuvo una pistola Browning en la mano, pero nunca reunió el valor. La esposa era belga y estaba en Colombia por él, se habían conocido en Africa. Habían hecho todo juntos. Cuando le pregunté si la amante era colombiana dijo que no, era húngara, y agregó: otro día te cuento esa historia, pero al final nunca me la contó. Lo que sí dijo fue que un hombre necesita la compañía de varias mujeres, y las mujeres también, aunque por motivos diferentes. El matrimonio y la monogamia son una estupidez, decía, y sobre todo, la mayor fuente de infelicidad; el mamífero necesita ejercer la sexualidad, y tanto en el hombre como en la mujer hay un principio vital muy fuerte: la curiosidad. ¿Tú tienes novio?, me preguntó, y yo le dije, no, señor, tengo amantes, gente que entra y sale pero nada más, y él dijo, haces bien, no te vayas a encadenar a nadie, la gente joven, por definición, es bastante estúpida, pero no tiene la culpa; es estúpida por algo que le inculcan los adultos, y es la fe en el futuro; es estúpida porque tiene esperanzas, algo que con el paso de los años se arregla; por eso lo peor es que una joven se case con un joven, la unión de dos estupideces; lo mejor que puede hacer una joven es estar con un hombre mayor, pero no casarse, no digo eso, digo estar con alguien mayor, y escucha mi consejo: usa a los jóvenes para divertirte, para el placer y obtener cosas materiales, déjalos que te halaguen, todo eso es normal, no le creas a las feministas que dicen que la mujer defiende su dignidad siendo independiente, eso son idioteces, la mujer no necesita plata porque tiene algo que es mucho más poderoso que la plata, y tú sabes qué es. He visto a los hombres más poderosos del planeta derrumbarse ante una vagina: Kennedy, Onassis, Rockefeller, ¿y qué tal París y el rubio Menelao? Eso sí es poder, y te doy un consejo: cuando quieras algo úsalo, y no te avergüences, muchos te van a decir cosas horribles, sobre todo las feministas y las lesbianas, te van a insultar, dirán que es por gente como tú que las mujeres sufren^ puede que tengan razón, pero tú sigue adelante porque la vida se vive individualmente. Los hombres hacen lo mismo cuando tienen la suerte de ser deseados, sobre todo por mujeres mayores. ¿A quién perjudican? Le hacen hervir la sangre a quienes ya comienzan el climaterio y obtienen plata, regalos, viajes. Todo el mundo es feliz, pero estos casos son raros. Lo común es lo contrario. Nadie le pide al hombre que sea bello. Se le pide que sea poderoso o rico. Que sea célebre y famoso, que sea un macho alfa. Cuando era más joven e iba al mar, en Europa, vigilaba los autos deportivos de los balnearios. Sus ocupantes eran siempre tipos ricos, por lo general gordos y groseros, y sus acompañantes mujeres hermosas. Nunca falló. Casi siempre eran rubias, aunque los vellos de los brazos y las cejas fueran negros.

Cada noche, el señor Echenoz tenía una historia nueva, algo que opinar o enseñarme, algo que contradecir, siempre con su desfachatado cinismo. Me pedía que le contara sobre mis cursos y yo le hablaba de autores como Mario Bunge, Ernest Cassirer o Georgy Lukacs, sobre todo El asalto a la razón, y él los conocía, los reducía a frases comprensibles, los desmentía y criticaba de un modo lúcido que, luego, en clase, yo repetía, y mis compañeros me miraban sorprendidos, ¿de dónde saca esas ideas? A veces el señor Echenoz se interrumpía por un violento ataque de tos que lo dejaba lívido. Tenía enfisema pulmonar. Había sido alcohólico tres o cuatro veces durante su vida. Estaba a punto de morir y me decía: si pudiera levantarme saldría a comprar cigarrillos y alcohol, ya no puede pasarme nada peor, voy a morir muy pronto; pensé en llevarle, pero si sus hijos se enteraban me podían denunciar e iría a la cárcel por suplantación.

Un día le pregunté si había conocido a Malraux y me dijo que sí: siendo muy joven, en Hong Kong, tuvo que acompañarlo durante una visita oficial, cuando Malraux era ministro de Cultura. Fue ahí que le dedicó el libro. Y agregó: un tipo arrogante y sin escrúpulos. Habría dado cualquier cosa por ser más rico, más famoso y más poderoso de lo que fue, pero en el fondo nunca dejó de ser un parvenú. En realidad lo desprecio, y si conservo ese libro es sólo para recordar el fastidio que me producen él y los que son como él. ¿A quién admiraba?, y él decía: a Céline, un escritor que tuvo el coraje de decir lo que pensaba toda Francia, y que lo siguió diciendo hasta el final, cuando decirlo costaba la cárcel. O Jules Barbey D’Aurevilly, acusado de pornógrafo y monárquico en un país donde todos son monárquicos y pornógrafos. Le gustaban Jarrés y Pierre Loüys. También Jean Genet, excepto en su militancia a favor de causas nobles, y decía, enfurecido: ¡aborrezco a los escritores que defienden causas nobles!, son oportunistas que medran con sangre ajena, hipócritas. Cuando la sangre corre por las calles lo único sensato es el consejo del barón Rothschild: comprar bienes. Entre los contemporáneos admiraba a Houellebecq, pues le reconocía ese mismo espíritu desligado de la moral bienpensante. Francia siempre había tenido escritores así, según él, porque esa crudeza y frialdad formaba parte del cromosoma galo. Ponía como ejemplo la propia lengua, y decía: el francés, que a los ignorantes les parece un idioma bonito y sonoro, es una de las más duras y hostiles. No hay más que ver sus expresiones crueles para referirse a cosas crueles: elle c’est fait violer! («se hizo violar» por «la violaron»). ¡Es una lengua de campesinos brutos! Sólo los malvados y los asesinos pudieron sacarle belleza, gente como Rimbaud o Baudelaire, o como el Marqués de Sade, encarcelado en una mazmorra y, según una pésima película, escribiendo con su propia mierda, algo bastante ridículo, por cierto.

Cuando subía por las calles empinadas de Chapinero alto, oscuras y un poco lúgubres, me preguntaba, ¿qué me irá a contar hoy el señor Echenoz? Luego empecé a hacer los trabajos de clase con él. Me decía que le alcanzara tal o cual libro, que le leyera. A veces él mismo miraba el índice. Por supuesto no podía leer en voz alta, no le alcanzaba el aire, pero yo sí, y de ese modo avanzábamos. Yo escribía y le leía. El hacía comentarios, me ayudaba con la redacción. Era muy estricto con las palabras. Decía que las ideas eran una ilusión del lenguaje y que por eso al escribir uno debía ser hipnótico, preciso, contundente. La única verdad, decía, es esa: la que está bien expresada, la que convence por su forma. Yo tomaba nota y luego releía y me daba cuenta de la cantidad de cosas extraordinarias que aprendía con él.

Una noche, como a la una de la mañana, le dio un ataque de tos y un ahogo tan fuertes que debí llamar una ambulancia. Le pusieron oxígeno, se lo llevaron. Quise ir con él, pero había llegado uno de sus hijos y no me permitieron subir a la ambulancia. Pensé que iba a morirse y sentí angustia. Lo internaron en el Centro Médico de los Andes por tres semanas; yo las pasé vigilando mi celular con la esperanza de que llamaran y dijeran: ya puede volver, el señor Echenoz está de vuelta en la casa.

Por esos días, que para mí fueron de espera, la prensa habló de once jóvenes de Soacha, primero presentados como «desaparecidos» y luego reportados como bajas en combate con el ejército, cerca de Ocaña, en Santander. Fue un gran escándalo, ¿lo recuerda? Uribe salió por televisión y dijo que no eran desaparecidos sino delincuentes, que habían caído en combate contra el ejército. Los familiares decían que eran desempleados, no guerrilleros. Uribe protegió al ejército pero la gente empezó a protestar, a salir a la calle. Aparecieron casos en otras zonas del país y hubo más testimonios y acusaciones. El ejército se ocultaba diciendo: la tranquilidad de los ciudadanos reposa sobre nuestros hombros y nuestra sangre, el ejército no descansa en su tarea de construir la paz, son habladurías de terroristas y sus cómplices, la gente de bien no tiene nada que temer, somos un ejército derecho y humano, nuestras armas son la base de una nueva sociedad, libre del flagelo de la violencia, que viva el Estado de derecho, que viva el presidente Uribe.

Como era de esperarse, mamá sacó el tema en la mesa, durante la comida, y dijo, ¿qué tal el escandalito ese?, ¿tanta alharaca por una panda de marihuaneros y desechables? Papá no quiso meterse a la discusión con la esperanza de que muriera sola, pero yo no fui capaz de tragarme la lengua, así que dije, ¿desde cuándo estamos con los asesinos?, ¿qué pasa en esta familia?, ¿cuándo se van a dar cuenta de lo que pasa en este país?, y mamá peleaba, enfurecida, y decía, lo que pasa en este país no será lo que dicen los terroristas de la Nacional, allá se sabrá lo que pasa en el país de las FARC y el ELN, no en el nuestro; el presidente, que de todas maneras es el presidente y no un periodista cualquiera, ya explicó en televisión lo que había pasado, y el procurador también, y ya saben que esos tipos sí estaban combatiendo al ejército, y ahí sí, el que a hierro mata a hierro muere, y yo le decía, a esos pobres los asesinaron, eso es limpieza social, como hacen los paracos en otras regiones, limpieza social hecha por el ejército para cobrar premios, es un crimen de Estado y Uribe lo está ocultando, y entonces papá entraba a la discusión y decía, ay, Juanita, deje de decir pendejadas, cómo va a ser crimen de Estado que el ejército se enfrente con los bandidos, no faltaría sino eso, al contrario: crimen sería que no nos defendieran, Juanita, definitivamente lo que le dicen en la universidad sí está muy torcido, ya vio al presidente hablando, ya vio que el procurador confirmó que habían muerto en combate, y qué, a ver, ¿están diciendo mentiras?, ¿el presidente y el procurador, las dos máximas autoridades, están diciendo mentiras?, no, Juanita, tampoco exageremos, pero yo les decía a los dos, sí, están diciendo mentiras, a esos muchachos los mataron, yo le creo a las mamás, y entonces mamá decía, ¿ah, sí?, ¿y qué querías que dijeran las mamás de esos zánganos?, haberlos educado mejor.

Fue tanta la rabia que al domingo siguiente fui con dos compañeros a Soacha y nos metimos a una manifestación por los desaparecidos; vi a mujeres llevando las fotos de sus hijos, levantando pancartas, impotentes, y llorar y gritar los nombres de esos jóvenes que ya se los habían traído en bolsas, pero no a todos; algunas decían que sus hijos todavía no habían aparecido, ni siquiera muertos, y nosotros, con mis compañeros, empezamos a gritar, y yo sentí dolor y una infinita lástima, pues lo que pedían esas pobres madres, es decir justicia y verdad, parecía un deseo alocado, el capricho de un príncipe, algo lejano porque, como dijeron mis papás, quién iba a poner en duda al presidente y al procurador juntos, pero yo pensé, el que vea a estas mujeres caminar con dolor y dignidad, el que vea cómo alguna desfallece y cae al suelo y las demás paran el cortejo y la levantan, el que vea esto sólo podrá creerle a ellas, y entonces me agarré del brazo de una y empecé a gritar el nombre de su hijo, un muchacho que podía haber tenido mi edad o la de Manuel, empecé a gritar y ella me apretó y caminamos, y noté que la madre olía a aceite y a cebolla y a cilantro fresco, y pensé, antes de venir a manifestar estas mujeres le dejaron la comida hecha a los otros hijos, y tendieron camas y lavaron ropa, y sentí algo parecido al día que entré a la Nacional, y pensé de nuevo, ¡este es mi país! No el de los hipócritas, no el de los que se tapan los ojos ni el de los asesinos, y me emocioné tanto que empecé a llorar y fue la mujer quien me consoló, diciendo, ¿por qué llora, niña?, y yo le dije, lloro por todo esto, por lo que les hicieron a ustedes, porque hay cosas que no se pueden recuperar, y lloro de rabia por la mentira y el cinismo, y ella me pasó la mano por la cabeza y dijo, tranquila, niña, siga caminando, y pude hacerlo, pero a cada paso me decía, hay que saber y hay que vengarse, algo debo poder hacer.

A la semana siguiente el señor Echenoz volvió a su casa, así que fui a cuidarlo. Qué alegría subir por las callejuelas, cruzar el parque y trepar la escalinata que llevaba a su viejo caserón. Sólo ahí me di cuenta de hasta qué punto había entrado a formar parte de mi vida, de mi pequeña vida, el hilo de una historia para seguirla. El anciano estaba más flaco, con la piel acartonada y repleta de venas violáceas en torno a la nariz. Se alegró de verme y, como antes de su crisis, noté que esperaba ansioso que la otra enfermera se fuera para quedarse a solas conmigo.

Le conté lo que había visto en Soacha y le dije que quería hacer algo, y él me dijo, a esos jóvenes los mataron y mientras arman una historia salen a negar, presentando detalles que desvíen la atención, y al final habrá otro escándalo que distraiga, pero esas mujeres deben seguir saliendo a la calle y tú debes apoyarlas, me dijo, y luego, con una mirada picara, agregó: podrías intentar saber más, y hacerlo desde adentro. Lo miré sorprendida, ¿desde adentro? Sí, dijo. Eres joven, bonita, podrás acercarte a quien quieras y saber lo que quieras. Puede que sea difícil, pero no imposible. Trata de llegar hasta lo más alto, puede que desde allá logres ayudarlas. Ya te lo dije una vez: no hay nada que una mujer no pueda conseguir. El sexo es el arma más potente que hay sobre la tierra. Yo tengo ochenta y tres años y es la única cosa que añoro y por la que quisiera volver a ser joven. El que te diga lo contrario o es un soñador o es un imbécil que confunde la vida real con ideas y suposiciones de cómo debería ser la vida. Métete al mundo de esos sinvergüenzas y destrúyelos desde adentro, si en verdad los odias. Es un mundo de hombres, de machos brutos y sin escrúpulos. Si logras acercarte, bailarán en tu mano. Recuerda que una joven— cita gringa y boba, usando la boca, estuvo a punto de hacer caer al presidente más poderoso del mundo, ¿no lo ves? Y te digo algo: cóbrales bien caro y no tengas ningún escrúpulo. Destrúyelos y sácales lo que puedas, que la plata es en el fondo lo único que da libertad en este mundo miserable. Te van a decir que eres una prostituta y cerrarás los oídos. Que hablen y griten. Te van a decir que eres mala y bruja, déjalos que ladren. No pierdas de vista tus objetivos. Tu familia te va a criticar, olvídalos. Las madres les dicen a las hijas: cásate bien, elige bien, pero eso, en el fondo, quiere decir «véndete bien». Es la peor prostitución, a un solo cliente, y el pago es una mentira que se llama «respetabilidad». No entres en ese mundo de insectos, Juana, porque tú eres fuerte e inteligente, tú sí puedes tener un destino propio. Si optaste por la libertad vas a ser un arma verdaderamente letal. Destrúyelos.

Por las mañanas, bajando hacia la Séptima para ir a la universidad a desayunar, me repetía sus historias y consejos, y a medida que avanzaba, con ese escalofrío que da el viento de las siete de la mañana y el olor ya ácido de los exhostos, pensaba que a pesar de su cinismo y su fastidio hacia la vida el señor Echenoz tenía razón: el mundo no estaba hecho para la armonía y la bondad, sino todo lo contrario, para la confrontación. El mundo es un cuadrilátero, un campo de batalla. Y a los campos de batalla uno no va con sonrisas y palabras suaves, no señor, uno va armado hasta los dientes. Verlo de otro modo me parecía infantil y estúpido.

Recuerdo que ese día, caminando por la Cincuenta y siete, paré en un desayunadero, pedí unos huevos pericos con cebolla, café con leche y jugo de naranja, y me puse a ver la ciudad recién levantada: limpiadores de carros, mendigos, una mujer en uniforme baldeando la entrada de una farmacia, los empleados de una agencia de celulares encendiendo cigarrillos al lado de la puerta, la gente apelotonada en la esquina a la espera del bus, tiritando de frío, y un nubarrón negro encima, trayendo ese viento que parece húmedo. Saqué un cuaderno y escribí: «La vida es un puto campo de batalla y hay que estar armado hasta los dientes». Leí la frase como cien veces. Luego arranqué la hoja, hice una bolita y la tiré a la caneca.

Y seguí caminando hacia la universidad.

Pasó el tiempo. Una tarde sonó mi celular. Era la hija del señor Echenoz. Debo darle una noticia, me dijo, papá murió ayer. ¿Cómo? Fue durante el sueño, los médicos dicen que no sintió nada, estaba acobijado, parecía dormido. Me alegré por él. Ya se había ido al otro lado, lejos de esta vida que, de todos modos, conoció y analizó como nadie. Pregunté por la funeraria y el entierro, me dieron los datos y pasé un momento a saludar a los hijos. Quise verlo una última vez pero la caja estaba cerrada. Fue mejor así, pues me quedé con la imagen de sus ojos llenos de furia, y de sus palabras, apagadas por el ahogo del enfisema, pero que eran puro fuego. En lugar de rezar, me senté a un lado y, en una libreta, comencé a escribir lo que recordaba de él, sus frases cínicas, sus sentencias y opiniones. Quise que una parte de sus ideas sobreviviera, y por eso me propuse vivirlas.

«Las ideas no están hechas para ser pensadas, sino para vivirlas», dijo Malraux. Y el señor Echenoz tenía razón: si el mundo era cínico y cruel, lo mejor era ser cínica y cruel. Mi bondad y mi amor estarían, a partir de ahora, bajo tierra, detrás de una gruesa puerta de hierro, y serían sólo para Manuel. La realidad era el lugar en el que Manuel y yo debíamos sobrevivir, una solitaria y árida estepa, un desierto rocoso, infestado de víboras y escorpiones, en el que debíamos buscar agua o animales más débiles para alimentarnos, y sobre todo armas; armas para evitar que otros lleguen primero al valle, o a la llanura, al prometido lugar donde podríamos ser felices.

Desde la semana siguiente comencé a buscar otro trabajo y, tras una serie de entrevistas, volvieron a contratarme para cuidar a un anciano. Me alegré. Me gustaban los ancianos. Sería difícil encontrar otro señor Echenoz, pero estaba dispuesta a sacar provecho de lo que fuera. A este también lo habían operado. Tenía sobre el costado una horrible herida. Cuando llegué, una vieja me dio las drogas que debía suministrarle, me mostró la cocina, las toallas, cómo era la casa, y luego se fue a dormir a otro cuarto. Había que bañarlo. El viejo se acostó en la tina de agua caliente y me pidió restregarle la piel y limpiar la herida. Me dio asco, pero lo hice. Luego lo ayudé a salir y lo llevé a su cama. El anciano se quedó sobre las cobijas, desnudo, y me pidió que le trajera algo señalando un cajón. No le entendí bien. Fui a abrir y encontré un montón de cremas. Las traje y me pidió que se las untara. Luego señaló otro y mientras iba a abrirlo se acostó de espaldas. Dentro había una verga de plástico negro, y noté que el viejo, en medio de su cuerpo acartonado y herido, tenía una erección. Salí corriendo, paré un taxi. Me sentía humillada. Al llegar a la casa me lavé las manos durante horas y quise cortármelas, ser una salamandra que se mutila una extremidad para escapar del peligro y luego le vuelve a nacer, limpia.

Recordé al señor Echenoz y me dije, se acabó esta pendejada, ahora empieza la guerra.

Sabía de unas compañeras de Diseño Industrial que salían con tipos y les cobraban, y me les acerqué, decidida a ganarme su confianza, hasta que me propusieron salir a una fiesta. Unos estudiantes de Los Andes, de nuestra edad. Eran cuatro y cuando llegamos estaban hinchos y periqueados. Nos dieron trago, pepas, perico. Tenían de todo. En una ida al baño le pregunté a una de las compañeras cómo era la vuelta, y me dijo, les cobramos trescientos mil por mamárselo y tirar, pero, fresca, con lo que se han metido no creo que se les pare, gócese la rumba y no olvide cobrar apenas entre al cuarto, antes de empelotarse; si no, se duermen y no sueltan el billete. La única regla es no dar besos y no aceptar intercambios. Ya se los dijimos. Volvimos a salir y me senté en la sala. Los gomelitos estudiaban Filosofía y Letras. Los oí hablar de Wittgenstein y de Clément Rosset, pero estaban tan hinchos que no daban pie con bola, y además, me dije, ¿qué van a saber o entender estos pendejos del pensamiento trágico de Rosset? Todo era lujoso y me sentí cohibida, pero las palabras del señor Echenoz me dieron fuerza. De pronto el dueño del apartamento dijo, bueno, viejos, pongámonos a hacer algo serio con las nenas, ya estoy arrecho, y los otros dijeron que sí y pusieron vallenatos y nos sacaron a bailar, un baile que me iba saltando la piedra porque consistía en que al primer paso el tipo le metía a una la mano debajo de la falda, algo que me repugnó, y se lo dije, oiga, nene, le va a tocar ser un poquito más amable si no quiere hacerse una paja esta noche, y él dijo, uy, tan brava, ¿qué le pasa?, si yo le estoy pagando, pero le dije, todavía no me ha pagado y mi celular tiene once llamadas perdidas, así que si quiere me voy, entonces el gomelo dijo, no, uy, no, espere, no se empute, ¿usted quién es?, quiero decir, ¿cómo se llama?, y yo, Daisy, como la novia del pato Donald, pero no soy ninguna huevona, ¿me oyó?, si quiere vamos al cuarto pero me paga primero, y el tipo, qué nena, sí señora, ¿algo más?, y yo, sí, bájese los pantalones que se lo voy a mamar, cierre los ojos y piense en su profesora de Lógica o en Paris Hilton o en Ricky Martin, eso es cosa suya, y él, uy, qué nena generosa, ¿y puedo pensar en usted?, pero le dije, ni se le ocurra.

Esa fue mi primera noche. Me di cuenta de que podía hacerlo sin remilgos y así seguí, casi siempre con gomelos de los Andes o la Javeriana, o jóvenes ejecutivos que celebraban cumpleaños o hacían fiestas; unas veces en apartamentos y otras en moteles. Aprendí a despreciar a todos esos hijos de papi, viviendo de espaldas al país. Mi desprecio se fue convirtiendo en odio. Cada vez les cobré más caro y al ver que lo pagaban me sentí fuerte. El señor Echenoz encarnaba en mí y yo era feliz. Un día, aprovechando una confusión en una fiesta, me robé un computador portátil y un iPad. No me importó y luego, cuando el tipo llamó a preguntar, le dije que estaba loco, que debió haber sido otra puta, que yo no era la única puta que estaba ahí esa noche. Lo encendí para borrarlo y encontré una colección de fotos sexuales de niñas y niños; vaginitas penetradas con crueldad, niñas haciendo felaciones, niños sodomizados. Llamé de vuelta al tipo y le dije, tengo el computador pero hay un problema, baby, soy del DAS. El tipo empezó a tartamudear. No, mentiras, le dije, no soy del DAS pero le tengo un chisme buenísimo: soy una de las putas de la fiesta y está metido en un lío porque encontré las fotos. Me dijo que no lo denunciara, que me daría lo que fuera. Le pedí veinticinco millones en efectivo. Era un ejecutivo de una empresa de seguros bastante grande. Me dijo que era demasiada plata y que estaba loca. Bueno, le dije, el precio acaba de subir a cincuenta, si no ya mismo le entrego esto a sus jefes y a la policía. Le aconsejé que pidiera un préstamo, había bancos que tenían créditos rápidos para casos urgentes, y este era uno de esos. Muy urgente. Cincuenta millones. Le hice tres copias al disco duro con todo lo que tenía y sus propios datos personales. Lo cité en Unicentro, frente a la entrada de los cines. Le dije que si me pasaba algo todo le llegaría a la policía. El tipo entregó la plata, ¡pero qué le va a pasar, mamita, si aquí está todo! Le dije que metiera en la bolsa el celular, no quería que me volviera a llamar. Se quedó perplejo. Uy, pero ¿y mi tarjeta SIM? Consígase otra, le dije. Luego entré a la librería y compré los Diarios de Luis Buñuel, para regalarle a Manuel, y una novela de Martin Amis llamada Dinero. Estaba nerviosa. Era la primera vez que cometía un delito. Pero me dije, si ese cabrón llega a denunciarme lo mato. ¿Qué hacer con la plata? Ya había previsto un escondrijo en mi casa, en el techo del baño. Sería sospechoso meterla a mi cuenta. Volví y la guardé muy bien. Luego me fui al correo y expedí las tres copias del disco en tres sobres: uno al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, otro al director de su empresa de seguros y un tercero a su dirección, a nombre de su esposa. Cumplí lo prometido en no enviarlo a la policía. Por las dudas guardé una copia. Sentí placer imaginando al tipo enfrentado a la verdad, dándole explicaciones a los jefes y a su mujer. Sé que la vida en general es bastante asquerosa, pero tampoco hay que pasarse. Por cierto, el iPad lo borré y volví a cargarlo, y se lo regalé de cumpleaños a Manuel.

Un fin de semana volví a Soacha a ver a las mujeres que se manifestaban. Las cosas habían cambiado y ya se sabía que los jóvenes sí habían sido asesinados. El ejército anunciaba una purga. Me reuní otra vez con la señora Martha, la que me vio llorar la vez anterior, y le dije, ¿cómo la puedo ayudar?, pero ella dijo, no hay nada que hacer, van a juzgar a unos militares pero todo es lento y difícil y a nosotras ya nos están llegando amenazas, dicen que somos de la guerrilla. Me tembló la voz y me temblaron las manos, de nuevo me llené de odio. Ese día pude haber matado. Regresé a mi casa en un Transmilenio repleto y disfruté el olor de los estudiantes, de la gallada pobre: los que debían cruzar la ciudad para un trabajo y luego correr a una clase nocturna y tener la fuerza de no dormirse sobre los libros. Pobre gente. Sólo la esperanza y probablemente la fantasía les daba fuerzas para soportar esa vida de mierda. ¿A qué hora les sucedía algo placentero? Casi nunca. Yo iba a ser su ángel vengador.

El siguiente paso era meterme con el Estado y sus yuppies, con su oficina de seguridad y esa panda de machitos, muy machos detrás de sus fusiles y sus chequeras de plata pública y la complicidad del gran macho alfa, del supremo cacorro de la nación.

Ya verían, malparidos.

Yo los busqué, cónsul. Me infiltré en el DAS, ¿y cómo? Me convertí en su puta. Fui su puta porque quise. Preferí venderles el cuerpo en vez del alma, que es lo que todos vendían en ese asqueroso país. Todo el mundo menos yo, yo hice al revés. Les di mi cuerpo. Míreme, soy bonita y puedo ser una mamasita bien linda si me pongo tacones, minifalda, un buen escote y listo. Me pasaron el dato de un bar donde iba gente del DAS y allá enganché a uno de la pesada, se llamaba Víctor. El tipo andaba con un fajo de dólares, botella de whisky sello azul y una bolsa de perico en el carro. Todo viene de los decomisos, mami. íbamos a tirar al motel El Paracaídas, luego al de la Calera, y luego a los del norte. A él no le gustaba aficionarse a uno preciso, por seguridad. No sea que me estén siguiendo, decía. La maldad no descansa, ese era su lema. Salíamos con uno de apellido Piedrahita que era su jefe en Narcóticos y las fiestas acababan en un reservado de La Francachela, en la sala VIP. Los dueños del motel los invitaban, nunca pagaban. Contrataban otras putas para que hicieran striptease y les juguetearan, pero al final Víctor tiraba conmigo y Piedrahita con Mireya, una chocoana que parecía un travestí y era su locura, su amor, pues al jefe le gustaban de raza negra. Melanina y pelos enredados, así decía. Las fiestas duraban tres y cuatro días, hasta que los llamaban de la central y se iban a resolver algún caso. Cuando les iba bien se volvía a armar la fiesta. Metíamos perico, bebíamos whisky fino, comíamos paella y veíamos películas porno; Piedrahita, que debía de tener unos cincuenta años, se emborrachaba muy fuerte y a veces se le salían los diablos y hacía cosas feas, le daba billetes de cien dólares a las putas para que se la chuparan a la chocoana delante de él, y si alguna decía que no sacaba el revólver y lo ponía sobre la mesa, golpeando, a ver, nenas, ¿luego es que no les gusta o qué?, ¿me salieron racistas?, ¡el racismo es anticonstitucional! Mireya le decía al oído, no te pongas así, papi, vámonos para el cuarto, y se lo llevaba a trancazos. Un día se le escapó un tiro que fue a dar al techo y le tocó a Víctor salir con la placa del DAS a calmar a los vecinos.

Otra noche estábamos en los cuartos y vino a golpear llamando a Víctor: hermano, pilas, vístase en bombas, el deber nos llama, este hijueputa país no lo deja a uno pichar tranquilo. Víctor salió al corredor. Espere nos nivelamos, le dijo Piedrahita, y armó cuatro rayas. Se las metieron. Ay, nenas, no lloren por nosotros, esto de ser servidor público es muy sacrificado, ahí les dejo para que se diviertan pero nada de ponerse a arepear, ¿no, mis reinas?, y puso media de sello azul, un fajito de dólares y lo que le quedaba de perico sobre la mesa. Mireya vino al sofá, hablamos. ¿Qué tal es en la cama?, le pregunté. Se sirvió un whisky en un pocillo de café y encendió un cigarro. A él lo que le gusta es que yo le dé por atrás con la mano; toma kilos de viagra pero no le funciona; en el año y pico que llevamos de novios sólo me la ha metido unas diez veces, ¿no me cree? A una siempre le hace falta. Pero si se llega a enterar que le conté nos pega un tiro a ambas.

Víctor era casado y tenía tres hijos. No era mala persona, pero yo lo odiaba. Decía que conmigo podía compartir el estrés laboral, pues las salvajadas que hacía no se las contaba a su mujer, por respeto. Malparido. Una noche llegó untado de sangre. Habían agarrado a unos traquetos en una casa de Modelia, unos muchachos jóvenes; la información se la había dado un desmovilizado. Les encontraron veinte kilos, tres metralletas y diez pistolas. Una bolsa con doscientos mil dólares. Piedrahita estaba muy empericado y empezó a pegarle cachazos a uno de ellos, preguntándole por la caleta con la plata grande, ¡¿dónde, dónde?! Le habían dicho que había más dólares. Víctor trató de calmarlo. Ya, jefe, con esto es suficiente, entregamos una parte y la vuelta queda hecha, pero Piedrahita se enloqueció con el traqueto y le pegó un tiro en la cabeza, y ya no hubo nada que hacer, tocó pegarle su plomazo a los demás. Eran cinco. Cinco muñecos. Tres agentes del DAS los bajaron a un garaje. Víctor temblaba y Piedrahita le dijo: súbanmelos a la camioneta. Fue a hablar por teléfono y regresó diciendo, aquí no ha pasado nada, se los voy a mandar a un compadre del batallón Lanceros, a ellos les sirven más que a nosotros, y se volteó y le dijo a Yesid, el agente más joven, vea, mijo, llévele estos muñecos a mi comandante Suárez, ya hablé con él y los está esperando, pero vuélese, y luego me llama, mijo, que esta platica es nuestra, ¿okey?

Esa noche Víctor llegó con fajos de dólares en los bolsillos, y cuando le dije que tenía suerte con ese trabajo tan bien pagado respondió, qué va, si casi no puedo disfrutar esa plata, sólo regalarla y gastarla en trago, ni comprar una casa porque me agarran los de la DIAN, ni meterlos al banco, sólo regalos a mi esposa y a mis niños, pero cosas pequeñas, y mandarle a la mamá, poquito, era lo malo, una de las cosas injustas de la vida, según él, después de tanto sacrificio. Ese día estaba muy borracho y le pregunté, ¿y qué hacen los soldados con los muertos?, ¿los entierran?, y él dijo, no, mamita, ellos con eso ganan plata, pero no pregunte tanto que se indispone y la hace peligrar. Usted no sabe las cosas tan feas que hay que hacer para proteger a este hijueputa país.

Yo me hacía la boba y pensaba: ya sé lo que hacen, gran huevón, no necesito que me lo diga, lo que sale en los periódicos es cierto, están matando gente, ya les llegará su turno.

Salía con él dos o tres veces al mes, cuando «coronaba» alguna detención buena. El resto del tiempo estudiaba, leía, iba a cine. Pasaban cosas y presentía otras. La vida iba pasando como un viento que me erizaba, me daba escalofríos, me hacía mojar. Todo sucedía muy rápido. Un día una compañera de la facultad me invitó a un bar del norte. Allá van políticos, gente chévere, dijo, tipos con billete. Me dio miedo encontrarme a alguien del DAS, pero era un lugar exclusivo, al que sólo llegaba gente con estilo. A los tres vasos de ron ya tenía a un man simpático revoloteando, haciendo sonrisas y chateo de pestaña. Al fin se decidió a hablarme. Me invitó a meterme un perico y se lo acepté, una raya de un kilómetro. ¿Bailamos? Era asesor de un senador, no me acuerdo de cuál. De ahí nos fuimos a un apartamento en la circunvalar a seguirla. Un sitio de lujo, de una nena que venía con ellos. Lo raro es que yo no iba de escort, pues nadie me había ofrecido plata, pero me parecía que era lo mismo. El tipejo se llamaba Juan Mario y cuando me preguntó qué haces, dónde estudias y esas cosas, le dije que en la Nacional, y se rió, ¿en serio?, uy, marica, ¿de verdad?, me dijo, y yo, sí, estudio Sociología, y él, uf, marica, ¡Sociología en la Nacho!, ¿no serás de las FARC? Eso mismo cree mi papá, le dije, pero me arrepentí de haberle contado porque al rato vino un amigo, se abrazaron ebrios y Juan Mario le dijo, uy, marica, venga le presento a esta vieja, ¿a ver si adivina dónde estudia?, y el tipo, ni idea, o sea, no sé, marica, pues dónde va a ser, ¿en Los Andes?, y Juan Mario, soltando una carcajada, le dijo, no, marica, frío, frío, es increíble, huevón, ¡en la Nacional!, y el otro, y cuál es el chiste, huevón, del putas, la Nacho, marica, es una universidad del putas, cuál es el chiste, ¿cierto? Me cayó bien y le dije, ¿y tú cómo te llamas?, y él, Daniel, espera, te doy una tarjeta, la sacó y leí, «Asesor, Congreso», así que le dije, ¿y qué es lo que tanto asesoran ustedes? El tipo se rió y le dijo al otro, si ve, huevón, la gente de la Nacho es del putas, mira, estudiamos proyectos, ¿te puedo tutear?, gracias, sugerimos qué temas pueden ser presentados, estudiamos la constitucionalidad, soy abogado, por cierto, en fin, esos rollos, aburridísimo, uno es el que trabaja, el congresista sale y remata, y a veces la caga, mejor dicho, por lo general la caga, así es esto, ¿y cómo va la Nacho?, uf, qué putería, yo soy súper Mockus, en serio, mi perro se llama Antanas, un labrador inteligentísimo, te lo juro, ¿no?, luego me pidió el celular y se lo di, y un sexto sentido me dijo que si quería agarrarlo debía irme de la fiesta; llamé un taxi y me fui a mi casa, pero al otro día, efectivamente, el tipo me llamó, hola, nos conocimos anoche, ¿te acuerdas?, te fuiste rapidísimo, ¿no te gustó la rumba?, uf, la verdad estaba aburrida, mucho lagarto, muy solemne, ¿no?, oye, ¿te acuerdas de mí?, soy el asesor, no, el otro, el segundo que conociste, Daniel, ¿estás en clase?, ¿me marcas cuando salgas?, y así empecé a salir con él, un poco a escondidas, tenía una novia oficial pero decía que yo era más chévere, que conmigo podía ser natural, decir lo que pensaba, así que le pregunté, ¿y qué cosas piensas?, y él dijo, pues no sé, esto que te digo, me gustas un montón, nena, contigo puedo hablar de cine, de libros, y yo le decía, ¿y a tu novia no le gusta el cine o qué?, y él, no, pues sí, pero sólo las películas románticas o chistosas, y se la pasa bajando videos de YouTube y chateando, ¡imagínate!, el otro día tuvimos una discusión y... ¿sabes lo que me dijo?, mira, no soporto hablar contigo, mejor pasémonos al chat, ¿eso se hace?, o sea, ¡qué le pasa a esa vieja!, ¿qué tal?, ¿nos pasamos al chat?, y lo peor es que tiene razón, me entiendo mejor por chat, ¿quieres verla?, y mostraba fotos de la nena en su BlackBerry, una mónita chusca, tenía hasta una foto mostrando el trasero con su buena tanguita, ¿y tiran rico?, le pregunté, y él, sí pero es muy histérica, si la abrazo dice que no, que tiene que surgir natural, no le gusta que me acerque con ganas, dice que se siente una perra, y entonces yo le digo, pero, nena, ¿si no nos acercamos cómo va a surgir?, y ella, ¡pues natural!, que nazca de los dos, no tú ahí, como si tocara tirar, por obligación, no, deja que las cosas se den, y yo, bueno, no entiendo cómo se van a dar si nos quedamos a un kilómetro, pero en fin, y un segundo después ya se ha dormido, vive muerta del sueño y ocupadísima, y cuando tiramos, no sé, yo le digo, o mejor, pienso, que es una nueva forma de sexo anal, ¿sabes?, consiste en tirar haciendo cara de culo, para que sea rico toca meterle una botella de vino, es una mamera, por eso me gustas tú, no le pones tanto rollo a esto, puedo hablar y decir las vainas que pienso en serio, es lo que me gusta de la gente de la Nacho, yo soy súper Mockus, ¿ya te lo dije?

Tirábamos en su apartamento, en La Cabrera, y no le cobraba porque lo que me interesaba era el Congreso, saber cosas, tener información. Yo le hacía preguntas como si fuera una niña tonta, una estudiante, ¿quién es este senador?, ¿por qué tiene tanto poder aquel otro?, y él empezaba, pues mira, nena, ese man es un duro, de los duros duros, y así me soltaba cosas que yo iba montando, y me decía, a través de este pendejo voy a llegar a otros, tuve paciencia y así fue. Una vez me dijo, nena, ¿te vendrías a Buenos Aires?, hay una reunión del Foro Latinoamericano de Administración Pública, ¿conoces Buenos Aires?, ¿no?, uy, es una chimba, te va a encantar, hay un millón de librerías y gente súper intelectual, como te gustan a ti, nena, ¿vienes? Viajé con él y ahí conocí a más asesores, entre ellos a uno del secretario privado de la presidencia, y me dije, ese es el que andaba esperando, mi pez gordo. La oportunidad se dio muy rápido porque las reuniones de Daniel acababan tarde y él siempre llegaba al final, así que un día me encontré al asesor de presidencia en un cóctel del hotel, un sitio elegantísimo en Recoleta, y me le acerqué haciéndome la pendeja, una sabe cómo llamar la atención sin que se note, y el tipo cayó en la red, me vio en la fila de la mesa de tragos y se adelantó, ¿qué va a tomar?, y yo le dije, una copa de vino tinto, y él, ¿Malbec?, y yo, sí, es mi preferido, así que agarró dos y me dijo, ¿la puedo tutear?, gracias, me llamo Andrés Felipe, soy asesor del secretario privado de la presidencia, y yo le dije, ya sé, Daniel me habló de ti, y él, ¿vienes con Daniel?, le dije que sí, pero uno de esos sí de mujer que quieren decir: «sí mientras consigo algo mejor». El tipo se dio cuenta y dijo, ay, lástima, qué tristeza o qué envidia porque yo en cambio vengo solo, así que le dije, ¿solito en esta ciudad tan fría?, no le creo, con esas argentinas tan bellas que se ven por la calle, y él, pues mira, hermosura, esas podrán ser muy lindas, pero a mí lo que me gusta es el género nacional, para qué mirar afuera teniendo tan lindo adentro, ¿no?, mirá aquella, por ejemplo, y señaló el espejo en que yo estaba reflejada, y me reí justo cuando entraba Daniel por la puerta, buscándome, lo vi por el espejo, así que le dije a Andrés Felipe, encantado, paisita, a mí me fascinan los paisas, ¿en qué cuarto estás?, y me dijo, el 711, allá tiene su casa, princesa, servicio veinticuatro horas.

Llegó Daniel haciendo cara de cansado, hola, nena, ¿qué estás tomando?, uy, Malbec, deli, espera me sirvo una, ¿ya te conociste con Andrés Felipe?, y le dije, sí, muy simpático, y él, sí, es un man súper poderoso, bien preparado, con buena agenda y protegidito de Uribe, obvio, uf, pero te voy a decir algo, nena, o sea, ¡en Bogotá ya estamos mamados de tantos paisas!, en Palacio ya no cabe uno más, en fin, no se puede hacer nada, y yo le dije, bueno, han debido pensar en eso antes, ¿no?

Al otro día, a las once de la mañana, llamé al 711 y me contestó Andrés Felipe, hola, belleza, hoy capé reunión porque un pajarito me dio un consejo, me dijo, vea, quédese que le conviene, quédese que le va a pasar algo bueno. Le dije que iba para allá y un minuto después nos besábamos en el tapete; tiramos en el sofá y sentada en el mueble del lavamanos y por fin en la cama, que digan lo que digan es el mejor sitio para tirar; me contó que estaba casado, que tenía dos hijos y que sólo por ellos no se separaba. La mujer era una histérica, y yo le dije, ¿en serio?, ¿y eso por qué?, y él, casi nunca hacemos el amor, siempre que yo quiero me dice, no me acoses, a mí me gusta que surja natural, entonces le dije, ah, sí, conozco eso, y al final se duerme, ¿verdad?, se rió y dijo, exacto, se duerme, y uno ahí, mirando un chispero.

Me cuadré con Andrés Felipe y al volver a Bogotá empezamos a vernos, primero en los moteles del aeropuerto y luego en La Calera; los del aeropuerto eran buenos pero el ruido de los aviones no lo dejaba hablar por celular. Un día estaba con él y llamó Daniel, pero no le contesté. Otro día me entró una llamada de Víctor, el del DAS, y me dijo, ¿por qué tan perdida, mami?, le tengo un regalito, vamos a rumbear todo el fin de semana con mi jefe, y yo le dije, listo, pero ahorita no puedo, le marco en un rato, qué delicia oírlo; me moría de miedo de que me interceptara así que apagué el celular y le dije a Andrés Felipe, me tengo que ir, papichurris, chao, y él, ¿pasó algo con Daniel?, y yo, mira, no sé si sepas que tengo una vida privada y a veces se me aparece, después te cuento, lo besé en la boca y salí corriendo llevada por el pánico, nunca me había dado tanto miedo Víctor; me fui a la casa de mi amiga, en Chapinero, me cambié de ropa, ah, porque no le conté que yo tenía ropa distinta para unos y otros y no podía dejarla en la casa; la de los asesores era fina, cosas de marca que una amiga me guardaba.

Me puse algo sencillo y provocador, y llamé a Víctor. Me contestó al tiro, mijita, ¿mando ya por usted?, dígame dónde está, y yo, para que no sospechara, le contesté, listo, papi, estoy donde una amiga, que me recojan en la Trece con Sesenta y siete, en las escalinatas del Cinelandia, y él, listo, va Yesid en la camioneta negra, y al rato ya estaba con ellos, Piedrahita borracho con Mireya en las piernas, Víctor pasadísimo, no en un motel sino en un apartamento en el norte, cerca de San Cristóbal, así que les dije, fingiendo alegría, ¡hoy la fiesta está elegante!, me hubieran avisado para ponerme de largo, y Piedrahita contestó, no, mami, qué golpe de suerte tan verraco, este apartamento lo vamos a entregar después, pero por ahora nos lo podemos gozar, es de un forajido que cayó esta tarde, ¡pum, pum!, le dimos piso y lo agarramos preñado, ¿cierto Víctor?, sí, jefe, dijo él, bien preñadito, y sacó un fajo y me lo puso en el bolsillo, cuatro mil dólares, después los conté en el baño, y empezamos a darle al trago y al perico y mandaron a Yesid a traer pollo asado con porciones de papas chorreadas, ¿les gusta Kokoriko, Cali Mío o Distraco, damiselas?, preguntó Piedrahita, y Mireya, ay, no, gas, a mí tráiganme Kentucky Fried Chicken, tan corronchos, dizque Kokoriko, eso da colitis, y con papas a la francesa me hacen el favor, así estuvimos como tres días, Yesid entrando y saliendo con caldos de costilla, arepas, trayendo botellas de aguardiente porque, al cabo de los días, Piedrahita y Víctor se aburrían de tomar whisky y les volvía el paladar patrio, ¡tráiganos un guarito, Yesid!, le gritaban, y de nuevo uno o dos días, ni me acuerdo porque el tiempo pasa, además había jacuzzi y sauna y ahí nos metimos, un poco caótico con los perniles de pollo y el huacamole, pero en una de las idas a la cama le pregunté a Víctor, ¿qué fue eso tan bueno que agarraron?, y él, con los ojos en la nuca, me dijo, hicimos fue moñona, mamita, ¿ah, sí?, ¿y por qué?, yo me hacía la boba mientras se lo mamaba, y él seguía hablando, agarramos a cuatro bien popochos y nos bajamos a dos, ¿y sabe qué?, los dos que quedaron nos van a servir para otra vuelta, hay que arreglar a un periodista que tiene nervioso al jefe, un man que no hace sino meter la nariz por todas partes, la orden la dieron de bien arriba hace rato, que le encontráramos algo como fuera, pero nada, más limpio que calzón de monja. Con estos dos manes se lo vamos a montar de película para que quede bien cagado, ya están escribiendo el texto de lo que tienen que decir en la Fiscalía para que quede bien chévere, en fin, no vaya a creer que esto es cosa de chichipatos, mamita, esto viene de bien arriba y por eso el premio fue grande, nos dejaron el botín a nosotros, y entonces le pregunté, y a los dos manes que van a declarar qué les pasa, ¿los condenan?, y él dijo, a esos los escondemos un poco y luego pin pin, es lo más seguro, mejor dicho, lo que ordenen de arriba, ay, dios, en este país la vida no vale nada, ¿me prepara una rayita, mami?, y así me seguía contando, de aquí y de allá, hasta que oíamos los gritos de Piedrahita, salíamos a ver y estaba en calzoncillos, con la pistola en la mano, gritando, ¡Yesid!, ábrase la otra bolsa que se acabó el basuco para Mireya, y luego le subía al estéreo, un reggaetón asqueroso, el apartamento parecía un bailadero de la Caracas, entonces Víctor le hablaba, jefe, bájele que los vecinos se van a quejar, y era peor, que vengan esos hijueputas y les meto plomo en la boca, o por el culo, no sea paranoico, Víctor, los muros están insonorizados, ¿o es que cree que los traquetos no rumbean? A usted si es que el perico le entra en reversa, ¿no?, ¿qué está tomando?, y agarraba una botella de Chivas veinticinco años o una de sello azul y le llenaba el vaso hasta el borde, y le decía, hágale, para que se nivele, y volvía a meterse al cuarto donde se veía a Mireya con una tanga muy rara, metida entre la nalga y con tremendo paquete por delante, y Piedrahita decía, uy, esa es mucha negra tan mamasota, ¿sí les conté que estamos buscando muchachito?, y se devolvía al cuarto.

Cada vez era más difícil, decía Víctor, el jefe está muy nervioso, lo están presionando de arriba, en esta operación también se le fue la mano, a uno de los tipos lo quebró a golpes con la cacha de la pistola, le hundió el cráneo, me tocó agarrarlo para que no le siguiera dando cuando ya estaba muerto, jefe, jefe, el hombre ya se blanqueó, déjelo, porque a Piedrahita se le salen los diablos, se pone energúmeno, hasta a mí me da miedo y eso que yo soy su alumno, en fin, con lo de hoy de pronto me ascienden, los jefes quedaron bien contentos y allá están dando declaraciones a la prensa; hay un tipo en la oficina que es el duro de las historias, le decimos el poeta: es el que organiza las vainas para que se vean bien, porque aquí a uno le toca pelear con todo, esos terroristas son peor que los alacranes y nos han dado duro, imagínese, a dos amigos les pegaron unas matadas bien feas el mes pasado, con esa gente no se puede andar con güevonadas, se lo clavan a uno en vivo, con perdón, ay, ¿sí ve?, se me está dañando el hablado por andar con Piedrahita, yo no era así, qué man tan grosero, lástima que sea mi jefe para corregirlo, y lo peor es que ya se me están saliendo estas palabras delante de mi mujer y mis hijos, y entonces le pregunté, por primera vez, ¿cuántos años tiene su esposa?, y él, veintinueve, y los niños siete y cinco, una parejita, la niña es la mayor. Sacó una foto de la billetera y los vi, dos pelaos feísimos, la verdad, porque eso es algo típico de Colombia, cónsul, cómo son de feos los niños pobres, ¿no le parece?, a mí me gustan ya grandes, y no es que Víctor fuera pobre, tenía bolsas de dólares de los decomisos, pero era humilde, la mamá tenía una tienda de abarrotes en un pueblo de Boyacá, en fin, los niños, no le dije lo que pensaba sino lo contrario, obvio, tan lindos, el niño es igualito a usted, y él, ay, mamita, ahí sí me mató, y sacó otro fajo de dólares y me dijo, vea, reina, para que vea cómo la aprecio, y me lo entregó, otros dos mil, o sea que ya llevaba seis, era lo bueno de las detenciones gordas.

Después yo me ponía a buscar por Internet a ver qué era lo que había pasado. En el caso de esa rumba que duró cuatro días, más dos de recuperación, habían dado de baja a un testaferro con plata del narcotráfico, pero de un frente de las FARC; poco después se dijo que uno de los detenidos había acusado a un periodista, y que todo se corroboraba en unos correos electrónicos, que le habían pagado no sé cuántos dólares y que el DAS seguía investigando porque ese periodista había hecho denuncias contra el gobierno, sobre todo contra un ministro, se sospechaba que detrás podrían estar las FARC, una conspiración, en fin, ese era el lenguaje que se usaba en esa época, ¿se acuerda de eso, cónsul?

A pesar de las salvajadas, a Víctor y su jefe nunca les pasaba nada. No se sentían en peligro, todo lo contrario: se creían héroes, y lo peor es que tal vez lo fueran. Héroes de ese asqueroso país. Yo les oía las historias, se bajaron a estos, le dieron matacán a aquellos, inculparon a tal, le crearon pruebas a cual, arrestaron a uno que antes protegían, amenazaron a otro, en fin. Un día me llevaron a una celebración con otra gente del DAS y ahí me di cuenta de que todos estaban en el mismo juego. Jugaban a matar. Eran policías de civil y se sentían protegidos. Al jefe le tenían varios apodos: Gran Jefe o Cacique Pluma Blanca.

Cada vez que oía de alguien al que le habían metido plomo, yo me decía, es gente como yo o mi hermano, personas que quedan enterradas para siempre en potreros, abandonados, qué soledad estar muerto en un potrero, sin que nadie sepa dónde, ¿no le parece? Así quedaba la mayoría de los que agarraban porque, según Víctor, el país estaba jodido por la cantidad de sapos, y por eso había que meterles bala. Y yo, viéndolo con Piedrahita, les decía en mi mente, sigan creyéndose dioses, sigan mientras puedan, malparidos, porque muy pronto se les va a acabar la dicha, y seguía tomando nota y preparando la venganza, haciendo cuentas y cábalas.

Lo primero era sacar a Manuel del país, mandarlo a Europa a que estudiara cine. Mi sueño era pagarle la carrera que él quisiera, ya no Filosofía sino cine, y que fuera un gran director, así yo tuviera que bajar de rodillas al infierno. Ahorré y ahorré, pero claro, también tenía gastos. Me puse la meta de cien mil dólares; incluso pensé en pedírselos a Víctor, decirle que eran para ayudarle a mi hermano a estudiar, pero luego recapacité: mejor no darle nada de mí ni hablarle de nuestros proyectos, que era lo único bonito de mi vida.

En la casa me la pasaba contando mentiras: que había estado en los Montes de María en una investigación con una comunidad indígena, que por allá la situación está tenaz con la guerrilla y los paracos, y mamá exclamaba, ay, dios, Juana, ¿y viste terroristas de las FARC?, y yo, por mamarle gallo, claro, mamá, si el trabajo era con ellos, y mamá se ponía furiosa, y decía, ay, mijita, ya me está dando la razón, lo dije desde el primer día suyo en ese campo de entrenamiento que es la universidad, ¿no?, pero papá me defendía, Bertha, quédese tranquila, ¿no ve que la niña le está tomando el pelo?, y así hasta la hora de dormir, y cuando ya no había ruidos iba y me le metía al cuarto a Manuel, y le decía, ¿qué piensas?, ¿qué ves?, cuéntame esas cosas tan bonitas que tienes en la cabeza, y entonces él me abrazaba, me tapaba los ojos con sus manos divinas y decía: hay una constelación nueva, un cielo diferente donde no hay estrellas sino volcanes y tú y yo estamos sentados al borde de uno de esos volcanes, viendo cómo los otros escupen lava, eso veo; la lava parece oro líquido; hay un silencio terrible en esa constelación y las erupciones retumban, pero nosotros estamos tranquilos, hay un viento que refresca y lo que nos llega es el eco, un eco que viene de muy lejos, y entonces, señor cónsul, yo cerraba los ojos y lo oía hablar, y las palabras de Manuel, esos mundos que él tenía por dentro, existían porque existía él, y así me quedaba dormida, soñando con esos cielos y esos volcanes, él y yo abrazados. Y podía verlos no sólo por sus palabras, sino porque los pintaba en los muros del barrio flotando en el aire, o en el agua del mar, planetas solitarios repletos de volcanes, ese era su hermoso mundo. En esas noches era muy feliz, usted no se imagina cuánto, pero me daba angustia ser tan feliz, tan aterradoramente feliz. Por eso cuando dijo que le gustaba el cine yo pensé: al fin podré ver nuestra historia, más de lo que él tiene por dentro, y podré protegerlo, y me reafirmé en la idea de hacer todos los sacrificios, lo que fuera con tal de lograrlo, así tuviera que robar un banco.

Me veía entrando con Manuel al estreno de su primera película, en Cannes o en Venecia o en San Sebastián, y luego dormía, acunada por estas fantasías, y a la semana siguiente continuaba con más fuerza, ahorrar plata, vivir sin miedo, y le contestaba las llamadas a Andrés Felipe, que siempre volvía al ataque cuando yo estaba con Víctor, como si tuviera un radar, y le ponía citas y tirábamos de lo lindo y le oía los rollos de su esposa frígida, todo con tal de que me tuviera confianza, porque no olvidaba la cara de esa mujer en Soacha y la promesa que le hice, ¿sabe?, yo soy de ideas fijas y si le digo algo a alguien lo cumplo, esa pobre mujer y su hijo, yo imaginaba muy bien dónde podía estar, o mejor sus huesos, porque ese maldito país está construido encima de una fosa, en cualquier parte que uno escarbe choca con huesos, llevamos años sacando huesos y buscándoles un nombre, y todavía hoy siguen saliendo, qué horror, pero qué le voy a decir yo, usted sabe de lo que hablo, ¿verdad que sabe?

Un día llamé a Andrés Felipe al celular y le dije, entonces qué, paisita, ¿se aburrió de mí? Todo lo contrario, cariño, me dijo, pensaba llamar ahorita para que me acompañés a una convención en Cartagena, ¿te gusta Cartagena?, y yo le dije, uy, divino, tengo un vestido de baño nuevo, y él dijo, traelo que vamos para el Santa Clara, el hotel más lindo, y allá fuimos, ¿convención de qué?, quise saber, y él dijo, pues de qué va a ser, linda, de asesores, y yo le dije, carajo, eso de ser asesor está muy bueno, pero al llegar allá me di cuenta de que la vaina era más bien sobre seguridad, no una cosa abierta al público sino privada, se reunían con gringos, asesores en seguridad, y casi me da un infarto cuando oigo a Andrés Felipe decir que con ellos estaba el jefe del DAS, porque el presidente iba a asistir al tercer día, él mismo pidió que se convocara, por eso yo debía quedarme en el hotel, un poco escondida, las reuniones eran en sitios privados y no era bueno que lo vieran con una desconocida, me explicó, pero yo le dije, peor para ti, paisita, y me fui a pasear y a comprar artesanías, aunque con una preocupación, carajo, si vino el jefe del DAS habrá un esquema de seguridad, ¿y qué tal que Víctor y Piedrahita anden por ahí y ya me tengan entre ojos? No, no, me decía, ellos están en Narcóticos, pero igual me daba miedo, no estaba haciendo nada malo pero eran policías y a todo le veían lo malo, era mejor andarse con cuidado, así que me pasé la tarde paseando y en la noche fui al hotel a esperar a Andrés Felipe, y cuando le pregunté qué tal había ido lo encontré furioso, furioso con los gringos que les daban lecciones y furioso con el del DAS, que decía que el problema era que tenían que respetar los derechos de la gente y que en un país como este, en guerra, o se peleaba para ganar o se protegían derechos, y claro, Andrés Felipe, que había hecho cursos en Princeton, se sentía mal, no le cuadraba la teoría, pero se la tenía que tragar, porque la orden era seguir las instrucciones de los gringos, y luego, cuando los gringos se fueron, el mismísimo jefe les dijo, bien, muchachos, ya saben lo que tienen que hacer, los terroristas están metidos entre nosotros, no sólo en el monte, ojalá se hubieran quedado allá para ametrallarlos, pero no, ahora andan de corbata por los corredores y oficinas de la Corte Suprema, en las redacciones de prensa, en las universidades, en los sindicatos y las oenegés, y ahí no los podemos ametrallar, la guerra consiste en sacarlos a la luz, así que vamos a espiarlos, a escucharles lo que dicen al teléfono, y como esta pelea no da tregua y hay que ganarla rápido, conviene precipitar la cosa con testigos y testimonios, no podemos esperar a que los terroristas caigan por sí solos, es un modo de salvar vidas de compatriotas, ¿me están oyendo?, ¿alguien está en desacuerdo?, y todos, ¡no, no!, muertos de miedo, así me lo contó Andrés Felipe, porque según él lo que sentían ante el Supremo era sobre todo eso, miedo, un tipo tan frío y autoritario, con esa mirada gélida, desprovista de escrúpulos, como la de una serpiente que está a punto de morder, y todos salían a obedecerlo. Nadie es capaz de mantenerle dos frases en contra, me dijo, pero en fin, más tarde, con unos traguitos en la cabeza, fumando un bareto y después de que nos pegáramos una fornicada espectacular en la terraza, Andrés Felipe me dijo que el jefe era una persona dura pero, eso sí, inteligente y leal, y que a veces lo ponía a uno a hacer cosas feas pero el resultado al final era bueno, ¿cómo es que es esa frase?, ay, reinita, vos te la debés saber, seguro, ¿el fin qué..?, y yo le decía, el fin justifica los medios, bestia, ¿no te sabes eso tan sencillo?, cómo será lo que asesoras...

Luego, en su soliloquio enmariguanado, Andrés Felipe me contaba que su familia era amiga del presidente hacía varias generaciones, y que a pesar de eso había cosas con las que él no estaba de acuerdo, aunque sabía que tocaba, sobre todo por los contactos con la gente de azul, así les decía, y yo preguntaba, ¿y quiénes son los de azul, paisa?, y él, rulando otro baretico y pegándose un sorbo de whisky, decía, pues quiénes van a ser, preciosa, blanco es gallina lo pone, por supuesto cada vez que alguien lo denuncia ahí mismo lo ponemos bajo escucha y le metemos esquema, porque lo que yo sí he pensado es que hay momentos de la Historia, de la Historia con mayúsculas, en que uno debe tomar partido y arriesgarse, así la cosa se salga un poquito del tablero, ¿sí me entiende?, y yo, como una niña sumisa, a sus pies, le decía, claro que sí, y le preguntaba, ¿y tú cómo te estás arriesgando en esta guerra?, y él contestaba, pues... ¿le parece poco?, estar al lado del jefe, asesorarlo en vainas con las que ni yo mismo estoy de acuerdo, llevar mensajes, cruzar información, proteger la causa, todo eso que yo no haría, por decir algo, si viviéramos en Suiza o en Costa Rica o en Estados Unidos, países que no lo ponen a uno contra las cuerdas, pero qué le vamos a hacer si vivimos en Colombia y este verraco país que tanto nos gusta nos obliga a hacer cosas complicadas, ¿sí me entiende?, y yo le dije, sí, claro que entiendo, tengo un amigo que dice lo mismo, ¿y por qué le gusta tanto este país?, quise saber, y él, pues porque es el mío, ¿por qué más va a ser?, yo adoro a este hijueputa país, mejor dicho, a mí me cortan una vena y lo que sale por ahí es... ¡Colombia!, ni más ni menos, ¿a vos no te pasa lo mismo?, y yo le decía, no, a mí lo que me sale es sangre, pero te entiendo, y para que no me viera con desconfianza le encendía el baretico y me deslizaba sobre él y me lo volvía a fornicar hasta que decía, mirándome a los ojos, romántico, más bien cursi, ay, Juana, vos sos el lucero de mi alma y el polvo de mi vida, ¿cómo se llama lo que estamos haciendo?, y yo le contestaba, culear, paisa, y él, tan grosera, no señora, ¡esto es hacer el amor!, de verdad, ¿vos no sentís lo mismo o qué?, y yo le decía, claro que siento lo mismo, los dos tenemos corpúsculos de Krause en las mucosas, y él, no, pues, ¿me la va a montar de universitaria o qué?, y me daba besos, y decía, venga para acá, mi bella genio, que si no tuviera esos tres niños le juro que me separo, y yo le decía, no te separes, ni se te ocurra, esos niños se lo merecen todo.

En el cierre de la reunión hubo un cóctel en el centro de convenciones, y, al final, cuando los jefes se fueron y la gente del DAS ya estaba volando de vuelta a Bogotá en su avión privado, Andrés Felipe me llevó a una fiesta en un apartamento muy lujoso de Bocagrande. Allá conocí a otros asesores, todos de seguridad. La rumba cogió vuelo hacia las dos de la mañana, con la llegada de una ex Señorita Colombia que le metió picante a todos, cantó vallenatos y animó al personal con unas acompañantes muy chuscas. Me extrañó que llegara sola, quiero decir sin pareja, pero luego vi que se sentaba en las piernas del dueño de casa, un tipo que me parecía conocido, un viejo actor o antiguo presentador de televisión. Rodaban pepas, los ceniceros de cristal estaban rellenos de perico. En una de las vueltas vi a un asesor pasarle una pepa en la lengua a la novia, y luego a la ex Señorita Colombia meterse un pase pero de un polvo café que no parecía perico. Me asusté. Yo le daba a lo que fuera, pero dentro de ciertos límites. Después de un par de horas le dije a Andrés Felipe que me sentía mal, que nos fuéramos, pero él no quería irse y dijo, ve a recostarte a un cuarto, princesa, yo te llamo. Fui al segundo piso, entré por un corredor y abrí una puerta al azar, pero volví a cerrarla al ver al dueño de casa, en la cama, con un muchacho negro. Ahí lo reconocí y me dije, claro, ¡era un viejo actor! Más adelante, en una especie de living, encontré un sofá y me quedé dormida.

No sé cuánto tiempo pasó, pero al despertar ya había amanecido y la atmósfera era muy irreal. Tenía dolor de cabeza, flojera en los músculos. Un grupo de empleados acababa de sacar una mesa de frutas, huevos y arepas al balcón, al lado de la mesa de licores. Había gente en vestido de baño, saliendo de una piscina y de un jacuzzi que había al fondo. No vi a Andrés Felipe por ningún lado, pero no me importó. Fui a comer un plato de frutas. Luego me metí un pase, pues alguien rellenaba regularmente los ceniceros, y caminé hasta el jacuzzi. Encendí un cigarrillo y me sentí algo mejor. La ex Señorita Colombia estaba ahí, en ropa interior, con una tanga negra que parecía de hilo. Tenía un vaso de ginebra en la mano y charlaba con dos tipos. Me quité el vestido y entré al agua, que me hizo renacer. Qué delicia un jacuzzi a esa hora. Me dieron los buenos días. Alguien dijo que habían visto a Andrés Felipe en la otra terraza, pero yo me alcé de hombros. Los escuché hablar desde muy lejos, con el agua tibia en el cuerpo y la brisa todavía fresca de la mañana. Me preguntaron quién era y les dije cualquier cosa, un nombre inventado, y que estudiaba Sociología en la Nacional. Uno de los tipos me ofreció un pase, pero dije que había metido hacía poco. Los tres se jalaron su par de rayas y siguieron charlando, hablaban de lo difícil que era conseguir créditos por la fluctuación del dólar y, lo peor, dijo la ex Señorita Colombia, la maldita revaluación del peso que nos tiene fregados, ¿no?, una ahorrando por fuera y resulta que ahora es al revés, lo bueno es tener pesos. Tenía una agencia de modelos en Bogotá y según entendí algunas de las niñas de la fiesta eran suyas. Hablaron del reinado nacional de belleza, dijo que este año le apostaba a Atlántico, pero que en Miss Universo sí era difícil porque, según ella, Chávez lo tenía comprado, y entonces los dos tipos dijeron, ese payaso, ese malparido, pobres venezolanos, no entiendo cómo los gringos no se lo han bajado, y el otro opinó: deberíamos bajárnoslo nosotros, qué pendejada depender siempre de los gringos, y el primero, sí, pero si se llega a saber, ¿se imaginan?, y la ex Señorita Colombia, lástima que aquí en Colombia el gobierno no les ayude a las misses ni a las modelos, nos toca solas, debería haber subvenciones para la belleza, en ese sentido las venezolanas dan envidia porque sí están protegidas, y entonces uno de los tipos dijo, a ver, ¿pero a ti qué te falta?, y ella, no, a mí nada, gracias a la agencia tengo todo, mis niñas son las mejores y me las llaman de todas partes, el problema es que a veces me las dañan, me las devuelven con kilos de más o con vicios, y uno de los tipos, pasándole el espejito de la perica, se rió y dijo, ¿y con qué vicios te las devuelven?, y la ex Señorita Colombia, metiéndose una por cada fosa, dijo, con el peor de todos, el vicio de la plata fácil, ese es el peor de este país, el que todos tienen, hasta nosotros aquí, en esta terraza de Cartagena, en este jacuzzi delicioso, sin tener que madrugar a trabajar como la demás gente, y uno de los tipos, señalándome con los ojos, dijo, bueno, no exageres, qué va a pensar nuestra invitada, somos empresarios, ya nos partimos la espalda construyendo un patrimonio, generando empleo y masa crítica, haciendo país, ya ahora nos merecemos un poco de alegría, ¿no? Yo me reí y les dije, merecidísimo. Me serví un trago de aguardiente de una bandeja y les dije, salud, este es el primero del día, los tres aplaudieron y dijeron, espera te acompañamos, se sirvieron tres copitas y brindamos, y la ex Señorita Colombia me dijo, eres bonita, ¿qué haces estudiando con los guerrilleros de la Nacional? Yo me volví a alzar de hombros, pero ella insistió, deberías venir a mi oficina, en Bogotá, tienes un cuerpo lindo, a ver, ¿te importa pararte un momento? Le di gusto y dijo, mira, con un mes de gimnasio quedas perfecta, tengo profesoras que te pueden formar, ¿te gustaría?, y yo le dije, sí, claro, mil gracias, entonces llamó por su BlackBerry a alguien y al rato vino una jovencita con tarjetas y me dio una, ¿en serio me llamas la semana entrante?, le dije que sí y siguieron hablando, uno de ellos le dijo, oye, tú eres la única que trabaja en las rumbas y a esta hora, pero la ex Señorita Colombia dijo, es que el talento y la belleza de este país no admiten tregua, hay que tener bien abiertos los ojos, y siguieron hablando de política, todos querían que el presidente fuera reelegido por tercera vez, este país nunca ha estado mejor, decían, ¿no?, y todos sí, tenemos inversión extranjera, seguridad, se hacen buenos negocios, ah, nos vale verga la Constitución del 91, ¿cómo es que no vamos a poder cambiarla?, y volvieron a llenarse las copitas y me llenaron la mía, y dijeron, a ver un brindis, ¡por nuestro querido presidente!, nos empujamos el aguardiente, yo atragantándome, claro, pero callada, y uno de los tipos alcanzó el espejo y nos metimos otros pases, y como se acabó llamaron a una sirvienta, una negra con un delantal, que parecía del siglo xix, y le dijeron, hágame el favor y nos arma otras rayitas, y volvieron a brindar, ¡por el presidente que nos va a hacer ganar la guerra!, y otro dijo, ¡alabado sea!, y si los países vecinos se alebrestan les damos garrote, Chávez está capando invasión, y Correa, que sepan que nos metemos a su territorio cuando se nos dé la hijueputa gana a matar terroristas, para eso tenemos medio millón de soldados y policías, a ver, que se vengan, aquí los estamos esperando.

Desde una de las mesas de la terraza, un grupo de invitados volteó a mirar hacia nosotros, y levantando la copa dijeron, ¡por el presidente más frentero y verraco!, y los que estaban asomados en las ventanas del segundo piso, al oír el brindis, levantaron sus copas también, igual que los que estaban en los cuartos y la azotea, todos juntos; los empleados dejaron sus bandejas, de otros apartamentos se asomaron y levantaron la mano y gritaron al unísono, ¡¡viva nuestro presidente!!, un grito estruendoso, envolvente, abrasador, que se fue repitiendo de edificio en edificio, ¡¡viva nuestro presidente!!, como si una tormenta invadiera el cielo, algo oscuro y eléctrico, un nubarrón cargado de presagios. Luego el grito se fue por el aire hasta perderse muy lejos, en una zona nubosa donde ya no había diferencia entre cielo y agua y que a mí, desde ese jacuzzi, me pareció la entrada del infierno.

Luego me tomé otro aguardiente y siguió la rumba.

Al volver de Cartagena llamé al número de la ex Señorita Colombia y fui a verla. Tenía oficina en la Setenta y ocho, abajo de la Once. En la puerta de entrada había una placa: «Escuela de Modelos».

Ay, qué bueno que te animaste, dijo, ¿me recuerdas tu nombre?, saludó y escribió algo en una agenda barata, de otro año, y después dijo, ¿y cómo quieres llamarte?, ah, sí, le dije, pues mira, me gustaría llamarme Jessica, pero ella, no, mi amor, ya tengo tres Jessicas, así que dije, bueno, recomiéndeme uno, como en el hotmail; nos reímos, miró su cuaderno, está bien, viéndote como te he visto, viendo lo verraca y echada pa’lante que eres, yo te bautizaría con un nombre francés bien del putas, y el mejor es Emanuelle, ¿te acuerdas de la película?, le dije que sí, yo sabía todo de cine, pero le dije de frente, oye, tengo una curiosidad, ¿todas las modelos tienen nombre falso?^ la ex Señorita Colombia dijo, bueno, eso es para protegerse, mija, porque usted sabe cómo son los hombres, y yo le dije, ¿pero lo del modelaje consiste sobre todo en irse con tipos o qué?, y ella, carraspeando, dijo, ay, mija, aquí toca jalarle a todo, con esa olla en la que andamos, con la crisis económica y la revaluación del peso, con la caída de Wall Street, si sale algo de modelar pues bien, pero mientras tanto la mayoría de las niñas se le miden a lo que sea, obviamente con un buen pago y sabiendo quién es el cliente, nosotros no le servimos ni a traquetos ni a paracos ni a jefes guerrilleros, nada de eso, sólo empresarios y ojalá extranjeros, diplomáticos, gente de altas esferas, es que hoy por hoy la vida ha cambiado mucho, fíjese que a la fiesta de Cartagena yo llevé a siete chicas y a todas les pagaron súper bien y quedaron felices, porque al fin y al cabo les pagan por hacer lo que les gusta, que es rumbear, meterse sus pepas y su perico, tomarse sus traguitos, echarse un par de polvetes que ni se dan cuenta y listos, se ganaron dos milloncitos, a veces tres, y yo pensé para mis adentros, pobres muertas de hambre, ¿tres millones?, ¿para eso les sirven esos traseros y esas puchecas operadas?, si a mí Víctor me pasa promedio tres mil dólares por rumba, pero claro, es clase media, que es más generosa, así que le dije a la ex Señorita Colombia, mire, le dejo mi celular, a mí no me interesa modelar ni esas pendejadas, sólo salir con tipos de muy alta categoría, sobre todo abogados, me matan los abogados y le sirven a una cuando hay algún problema, ¿está bien?, y la ex Señorita Colombia, que cuando dije esto me miró sorprendida, respondió, muy bien, jefa, muy bien, ¿y cuánto les cobramos?, a lo que yo dije, cinco millones, mínimo, el resto es para su oficina, y ella dijo, no, mamita, eso es muy alto, entonces le dije, okey, está bien, cuatro y medio, aquí está mi teléfono, encantada de conocerla.

A los tres días estaba yo en la cafetería del Centro Cultural García Márquez leyendo Juego de damas, de R.H. Moreno Durán, cuando sonó el celular. Era ella. Mija, le tengo el primer cliente, y yo, ¿condiciones okey?, y ella, okey, más que okey, ¿está presentable?, y yo, depende, ¿de qué se trata?, y ella, es un amigo muy querido, tiene sesenta y siete años, ¡pero es un roble!, le conté de usted y dijo que quería conocerla, es abogado, esta es la dirección; me fui a mi casa, me puse una tanga negra Punto Blanco, un bluejean Diesel y me cambié de camisa; en lugar de los tenis unos zapatos de tacón bajo, me maquillé al estilo gata y pedí un taxi. Miré la dirección: era en el edificio El Nogal. Chévere. No lo conocía.

Llegué y resultó ser un tipo genial, un papacito sénior; me hizo pasar a la biblioteca y había de todo, libros de historia, literatura, diccionarios de cine y películas, me ofreció algo de tomar y mientras traía hielo para un whisky saqué un libro de Lévi-Strauss que en la biblioteca de la universidad siempre estaba prestado, El pensamiento salvaje, lo tenía en español y en francés; al volver con los vasos me dijo, ¿te interesa Lévi-Strauss?, y le dije, disculpe, sólo quería ver este libro, llevo meses esperándolo en la biblioteca, y entonces dijo, te lo regalo, y además ven, mira, y sacó Lo crudo y lo cocido y también Tristes trópicos, libros que parecerían de ciencia ficción en la biblioteca de la universidad, y dijo, llévatelos, son tuyos, yo ya los leí y los tengo en francés, los libros son de los que los leen y los aprecian, desde hace años nadie saca esos pobres volúmenes, me dará gusto saber que los vas a leer y que se los vas a prestar a tus amigos, para eso son, para ser leídos muchas veces y por gente diferente.

Nos sentamos en el sofá y hablamos de literatura y de historia, de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, los aforismos de Lichtenberg y los de Elias Canetti; luego habló de la vida y me leyó un fragmento de un poema de William Blake, que decía:

Ese Hombre debería trabajar y entristecerse y aprender y olvidar y regresar

al oscuro valle del que vino para empezar de nuevo sus tareas.

Así era él, dijo, intentando regresar a algún lugar, buscándolo ansioso, pero tal vez su valle estuviera en los libros o en la memoria o en el cine, ya le quedaba poco. Me contó que era viudo, sus hijos vivían en Europa y por el momento no tenía novia. Estaba en receso. Su verso de Blake me había hecho pensar en uno de Maiakovski, y él dijo, ¿te lo sabes?, ¿me lo puedes decir?, y se lo dije:

Sin beber ni una gota

he llegado a la meta de mi alma.

Mi solitaria voz humana

se eleva

entre gritos

entre llantos

en el día naciente.

Me dio un abrazo y, de repente, noté que tenía los ojos vidriosos. Es muy bueno, y me habló de Maiakovski, «el desdichado Maiakovski», como lo llama Sabato. Dijo que en Moscú había un Museo Maiakovski al lado de la antigua central de la KGB, un extraño museo elíptico y teatral que buscaba reproducir su poesía y su mundo. Algún día lo visitarás.

Con mucha elegancia me fue acariciando y besando y yo quedé encantada, cónsul, se lo juro, y tiramos muy rico; luego pidió disculpas para poner el noticiero en la televisión y le dije que no deseaba interrumpirlo, que ya era hora de irme, pero dijo no, acompáñame, y lo vimos ahí, desnudos en la cama. Entonces nos pasó por encima ese huracán de horror que es cualquiera de los noticieros de ese maldito lugar, con las masacres y la violencia y la hipocresía, y luego esas tontas que presentan la parte final, como si su noticiero hablara de Disneyworld y no de un país con más desplazados que el Zaire y más ejecuciones que Liberia; al llegar a este punto, Alfredo, así se llamaba, me dijo, no soporto a estas pendejas, y apagó, y entonces le dije, me ha dado mucho gusto conocerlo, ya me tengo que ir, y él dijo, espera, se levantó y se vistió y cuando iba yo saliendo me alargó un fajo de billetes, pero le dije, no se preocupe, Alfredo, con los libros es más que suficiente y le quedo debiendo, entonces él insistió y yo me mantuve, no señor, usted y esta casa son un oasis, no sé por qué le digo esto, y él me abrazó y me dijo, entiendo por qué lo dices, ¿puedo volver a verte?, y yo, sí, y le di mi teléfono, llámeme cuando quiera, no importa la hora, llámeme y vendré de inmediato.

Salí con la extraña sensación de haber tocado algo limpio, incontaminado. Por supuesto que el señor Echenoz también lo era, aunque de un modo luciferino, cínico. Alfredo no, y eso que era rico y bogotano. Me fui caminando por la Séptima hacia el norte, ojeando los libros con la luz de los postes, y cuando llegué a la casa Manuel no estaba, se había ido al cine, así que me encerré a leer y a tomar notas, recordando la voz de Alfredo al decir: «Me dará gusto saber que los vas a leer y que se los vas a prestar a tus amigos», justo eso pensaba hacer, y me dormí con una sonrisa.

Pasaron unos días así, saliendo de vez en cuando con Víctor y con otro par de clientes de la ex Señorita Colombia que no resultaron gran cosa, hasta que Andrés Felipe el Asesor, como yo le decía, me volvió a llamar. ¿Qué dice mi preciosa?, y yo, aquí aburrida, como ya se olvidó de mí, y entonces él, no, preciosa, si precisamente la llamo para que me acompañe a un paseíto muy sabroso, es a una finca en Antioquia, ¿le suena?, sí me suena, le dije, ¿y para cuándo?, y él dijo, ya, para ya, prepárese que mando a recogerla, deme una dirección. Le dije que en la entrada del Centro Andino y me fui para allá con un maletín de mano. Vino un carro con placas oficiales y me llevó al aeropuerto de Catam, junto a El Dorado. Andrés Felipe me esperaba en una de las pistas con dos señores vestidos de oscuro que no conocía; ahí nos subimos a un helicóptero y arrancamos; yo estaba contenta porque nunca había visto Bogotá desde un helicóptero, es decir como la ven los pájaros, los gallinazos y los chulos, y la verdad es que apenas levanta el vuelo y se alza en el aire la ciudad parece un pesebre de casitas de azúcar y caminos serpenteantes; claro que si uno sube más ya parece una mancha de vómito, al lado del cerro; después me puse a mirar las montañas y los ríos, esos paisajes tan lindos que tiene el país, y me los imaginé llenos de guerrilleros y de paracos, nuestros hermosos campos, las veredas y valles repletos de minas y huesos y casquillos de fusil, y así seguimos, sin que nadie hablara, hasta que uno de los tipos, mirado una BlackBerry, le dijo a Andrés Felipe, ya, mi don, ya nos mandaron las coordenadas, espere se las doy al piloto, y entonces la aeronave dio un viraje y agarró más velocidad y dos o tres horas después vimos que se abría un claro en medio del verdor y al ir bajando apareció una finca con dos piscinas y jardines cuidados, simétricos, coloridos. Un grupo de personas nos hacía señas al lado de un árbol.

Bajamos y Andrés Felipe dijo, aquí toca hablar poquito, belleza, ¿sí me entendés?, y yo le dije, sí, ¿y estos amigos quiénes son?, y él, no preguntés tanto, preciosa, después te explico. Nos recibieron con abrazos y nos llevaron al cuarto de huéspedes, que parecía la suite de un motel cinco estrellas, con aire acondicionado y baño con tina de mármol, vasijas de porcelana, jabones españoles Heno de Pravia y espejos enmarcados en madera. Sólo faltaban los condones Benetton. Dejamos los maletines y nos invitaron a sentarnos en la terraza, al lado de la piscina, y alguien dijo, ¿quieren un aguardientico bien fresco? Yo acepté, pero Andrés Felipe pidió una Coca-Cola Light. Estaba nervioso, miraba a los lados y cada rato parlamentaba en voz baja con los de la casa. Una señora muy querida, que parecía la esposa del anfitrión, preguntó si quería ponerme el vestido de baño; le dije que sí y me llevó al vestier, y mientras tanto me puse a hablarle, ¿usted vive acá?, y ella respondió, no, vengo sólo a descansar, y entonces le dije, ¿y en qué trabaja? No, yo no trabajo, vivo con mi marido. Me dieron ganas de preguntarle, y si no trabaja, ¿de qué necesita descansar?, pero preferí quedarme muda, había que ser ciego y tonto para no darse cuenta de que era una casa de paracos, o de narcos a secas, así que más bien le dije, la casa está linda, la felicito por el buen gusto, y ella, gracias, contratamos a un decorador extranjero, mi marido no quería hacer la típica finquita antioqueña sino algo de alto standing, y le salió bien, ¿no es cierto? Que si qué, le dije, ¡súper alto standing!

Salimos a la terraza y, con el calor, me metí de una a la piscina. Estaba fresquita. Un mesero me alcanzó mi copa de aguardiente, pero noté que los demás no tomaban, así que me dije, esta fiesta está un poco rara. Mejor hacerme la boba y no preguntar; luego le escuché decir a uno de los hombres que el señor no vendría hasta el día siguiente, que lo esperáramos. Con eso Andrés Felipe se relajó y se tomó unos whiskys. La señora de la casa nos puso conversación pero yo no pude decir nada porque hablaron sobre todo de fútbol colombiano. De nuestro fútbol que es pobre y feo, como el país: pobre y feo, y por eso no me gusta. Como hablar obsesivamente de una enfermedad, como esa gente que sólo habla de accidentes o de la locura. Pero nada más parecía importarles, y hablaban y hablaban, que si el Júnior o el DI M, o una cosa rarísima que se llama La Equidad, puro nombre de un supermercado de rebajas para pobres, y lo raro es que la que más insistía en el asunto era la dueña de casa. Comprendí que hablaban de eso porque no tenían otro tema y porque el motivo de la visita era secreto y sólo podía tocarse con el esposo, que llegaría al otro día. El papel de ella era distraernos. Cuando sirvieron la comida nos hizo pasar a un comedor muy emperifollado, con cubiertos de plata y una vajilla finísima azul y blanca, con escenas de cacería en relieve, y por supuesto vino, pero no argentino ni chileno sino francés, Pomerol, un tinto riquísimo, aunque raro en medio de ese calor tropical; igual me tomé como cuatro copas con el primer plato, que era un consomé de espárragos; luego cambiaron por uno blanco, Sancerre, también delicioso y muy frío, y llegó el seco que era pescado, un rollo de salmón a las finas hierbas con ensalada de puerros y puré, una vaina deliciosa, y como a mí me encanta hacer preguntas incómodas, haciéndome la pendeja, quise saber si el salmón era de algún río cercano, y la señora se rió y dijo, sí, del río Orkla, pero no de aquí de Antioquia sino de Noruega, y todos se rieron y yo quedé como una joven preguntona y boba pero ella me miró con afecto, pues le di la oportunidad de hacer su chiste y quedar bien.

Por la noche refrescó, encendieron la chimenea y nos sirvieron brandy y ofrecieron tabacos, Montecristo y Davidoff; ahora la charla era sobre Shakira, si representaba bien o no a Colombia en el exterior. La señora lamentaba que cantara en inglés, le parecía mal porque en Colombia no se habla inglés, pero yo dije, sí se habla, es lengua materna en San Andrés y Providencia, entonces dijo, bueno, y también de los yuppies del Parque de la 93 de Bogotá, ¿no? Otra vez todos se rieron. Andrés Felipe me miró agradado, estaba cumpliendo perfecto mi papel de novia bonita y tonta.

Después del brandy pasaron bandejas con un whisky oscuro y delicioso, servido en copas de cognac, sin hielo, pues decían que era demasiado fino, y se habló vagamente de lo bien que iba el país; como a la medianoche nos retiramos al cuarto y le comenté a Andrés Felipe, haciéndome la pendeja, qué gente tan elegante, nadie se metió un pase ni se encendieron baretos, y él dijo, no, linda, aquí es distinto, por eso te dije que lo mejor es no hablar mucho y seguir el ritmo, aunque lo estás haciendo muy bien, preciosa, estoy contento de que hayas venido. Me dormí después de una buena fornicada, pero antes pensé: ¿serán paracos o sólo narcos?

Al día siguiente llegó por fin el anfitrión cabalgando un alazán con una montura finísima, rodeado de guardaespaldas. Se saludó con Andrés Felipe y le dijo, qué bueno verlo, ¿sí me lo están atendiendo como se merece?, y Andrés Felipe contestó, claro, don Fermín, ni en la casa de mi abuela me atendían así, y entonces el señor dijo, hombre, Andrés Felipe, tampoco exagere que yo alcancé a conocer la casa de su abuela, a lo mejor usted no lo sabe pero mi mamá fue una de sus empleadas. Andrés Felipe no supo qué decir y todos quedamos desconcertados, hubo un silencio que pareció eterno, se oía pasar el aire, entonces metí la cucharada, por pura intuición, y dije, es lo bueno de este país, las oportunidades que nos da para progresar, lo felicito por su casa, señor Fermín, nos hemos sentido como en el Palacio de Versalles, y entonces el hombre se echó a reír y manoteando a Andrés Felipe le dijo, ¿y esta muñequita tan educada quién es?, y él, una amiga, la invité porque sé que a usted le gusta ver gente joven y simpática, y él dijo, pues hizo muy bien, venga, reina, me llevó del brazo hasta la terraza y me dijo, antes de que te vayás de acá te voy a hacer un regalito, y yo lo miré y le dije, no hace falta más regalo que esta invitación, pero se lo recibo porque a usted le nació, y él dijo, sí, me gusta la gente inteligente y sensible, pero vaya y métase a la piscina que yo me tengo que poner a trabajar con Andrés Felipe hasta el almuerzo, ¿sí?

Salieron como a las dos de la tarde. En un momento Andrés Felipe quiso encender su BlackBerry pero uno de la seguridad de don Fermín se le acercó nervioso y le quitó el aparato con brusquedad. Almorzamos y después llegó otro helicóptero. Antes de la despedida don Fermín me llevó a su estudio, cerró la puerta y dijo: le voy a dar su regalito, tal como le prometí. Abrió una gaveta del escritorio y sacó una caja envuelta en papel dorado. Luego me dio un abrazo y dijo: cuidá bien a ese pendejo y saludes al jefe. En el helicóptero, ya volviendo, abrí la caja y encontré un reloj finísimo. Me quedó perfecto. Cuando aterrizamos en Bogotá, Andrés Felipe me puso en un taxi y se fue a la carrera. Lo esperaban en Palacio. Yo entendí todo pero no dije nada.

Veo que no le he contado de mis compañeros de facultad, cónsul. Uno de ellos era Jaime, sacerdote esculapio, con permiso especial de la curia para no estudiar en la Javeriana sino en la Nacho; un tipo de aspecto extraño, más parecía noruego o húngaro, o incluso ruso. Barba y pelo amarillos, piel rijosa y muy blanca. Vivía con su comunidad en un barrio cerca de Usme, con un sacerdote holandés. En realidad era un hogar de niños de la calle y él estudiaba Sociología porque quería entender cómo debía hacer para cambiar el mundo. Era santandereano. Buena gente y muy comprometido. Decía que Cristo, si viviera hoy, estaría precisamente ahí. Le repugnaban las capillitas del norte y los matrimonios de la gente rica. Decía que fusilaría sin que le temblara la mano a los que daban misa en esos barrios, aunque dejaba claro que no todos los ricos eran iguales, que había matices, incluso que había ricos buenos. Los que sí eran todos unos malparidos, según él, eran los curas de los ricos: engreídos, oportunistas, mentirosos.

Otros amigos eran Tamara, José y Carlos Mario. Los tres de Cali, muy pilos, mejor dicho, buenos estudiantes. Les gustaba la rumba y a veces yo me hacía con ellos para preparar trabajos o exámenes, porque al final, al acabar, siempre nos íbamos a tirar paso a Café y Libro o a Son Salomé. Les gustaba la salsa, como a mí, aunque también el rock en español. Con ellos fui a conciertos de Chocquibtown y Aterciopelados y Side Stepper. Todos eran de izquierda pero las FARC y el ELN les parecían de lo peor. Queríamos un cambio, simplemente aspirar a algo distinto. La guerrilla era un sistema corrompido por el billete del narcotráfico y los secuestros, por la actitud pasiva de afianzarse en las regiones, como caciques, y aguaitar. La universidad era un espacio abierto. A veces venían los farianos o los elenos y hacían paradas en la plaza del Che, pero no era nada, nadie les paraba bolas. Ese era mi grupo, con los que salía de clase; nos echábamos en el prado a conversar, a dormir una siesta al sol, a hablar de cine o de libros o de nuestras vidas, o de política, claro, lo más sencillo y banal, lo más común del mundo, éramos jóvenes estudiantes de universidad pública.

A mí me parecía increíble que todos creyeran que la Nacional era de la guerrilla, cuando adentro la verdad era otra. La mayoría de los estudiantes eran de clase media o baja, y eso es lo que a todos les parece raro. Que los pobres tengan dónde estudiar, que la mejor universidad del país sea para ellos. Por eso quisieran verla cerrada y los terrenos usufructuados en algo rentable, por ejemplo un centro comercial, con parque de diversiones y hotel, eso es lo que quisieran algunos, por eso sueñan con verla cerrada y a sus estudiantes en fosas comunes. Les da rabia que la gente pobre tenga oportunidades, que haya buenos maestros y un presupuesto alto, se les hace agua la boca pensando en esos millones que podrían usarse en contratos o en fusiles y helicópteros para defender la patria, y resulta que se gastan en libros y en dotar laboratorios, no, a los ricos no les gusta porque, a ellos, la universidad de sus hijos les cuesta carísimo, en Los Andes o en el exterior, y por eso se sienten defraudados, ¿cómo es eso de darle lo mejor a los pobres?, ¿cuál es la gracia, entonces, de ser rico? Dicen que sus impuestos mantienen al país, pero usted sabe que no es verdad. Los que mantienen el país son los pobres y la clase media, que son los que sí pagan impuestos. Por eso Colombia es un país pobre y de clase media. En fin, qué le voy a explicar lo que usted ya sabe, cónsul.

Yo andaba con mi grupo de compañeros, y además estaban Brigitte y Lady, que me habían ayudado a meterme en esta vida. Una vez me las encontré en uno de los potreros de Artes y me preguntaron por mis amigos del bar, y les dije, muy bien, del putas el contacto, gracias, no quise decirles que ya andaba volando más alto, para qué, y en esas me llamó otra vez la ex Señorita Colombia y me dijo que fuera a su oficina.

Te tengo algo muy bueno, me dijo, pero no es para ya, sino para que lo pienses un poco y me dices, y yo, ¿qué es tanto misterio?, le conté que el señor Alfredo me había gustado, que volvería cuando me llamara, pero la ex me dijo, lo que te propongo es mucho mejor, se trata de agarrar un avión e irse a Japón a trabajar seis meses, máximo un año; allá vas a estar en una residencia muy sabrosa, con todo cubierto: hospedaje, comida, luz y calefacción, todo. Trabajarás con japoneses, que son tímidos, limpios y bien educados, y en un año podrás ganarte, libres, unos cien mil dólares, allá el pago a mujeres de alto standing, como tú, es muy alto, es una gran oportunidad que yo no le propongo a todas, ahí verás, piénsalo unos días y me llamas, apenas te decidas te vas, tenemos un cupo libre.

Salí pensativa, ¿Japón?, ¿cien mil dólares? Era lo que estaba esperando para sacar a Manuel, pero parecía difícil justificar en la casa un tiempo tan largo; tendría que decirles a mis papás que me había ganado una beca o algo así, era complicado, demasiadas mentiras y papeles falsos. La cosa sonaba bien pero daba un poco de miedo. Tenía sus pro y sus contra. Pensé que podría ver cómo era la vida en Japón y más tarde traer a Manuel para que estudiara japonés y aprendiera a hacer cine, con Kitano y Kurosawa y Ozu, seguro que hay universidades muy buenas, me dije, pero el problema era siempre el mismo, ¿cómo explicarle lo que hacía?, de sólo pensarlo me entraba vértigo, como si tuviera que desnudarme y abrir las piernas en el centro de una plaza, ante la mirada fría y amenazante del mundo, no, él veía en mí la virtud, no podía mostrarle mi otra cara, aun si la finalidad fuera salvarlo, o salvarnos a los dos. Por eso cuando él entró a la Nacho a estudiar Filosofía evité que conociera a mis amigos, me daba nervios que por algún motivo llegara hasta Lady o Brigitte y supiera, me daba pánico. ¿Cómo podría estar con él en Japón sin contarle? Era difícil, pero una buena oportunidad. La tendría en mente a ver si pasaba algo que me ayudara a decidirme o si se presentaba algo mejor. Y también estaba lo otro: la promesa que me hice y que, de algún modo, le hice al señor Echenoz. Su memoria seguía muy viva dentro de mí.

Aquí ya la historia se va precipitando, cónsul, pues lo siguiente que pasó, un tiempo después, fue que Andrés Felipe me llamó una tarde muy nervioso y me dijo, preciosa, tengo que verte, ¿sí?, ven a la habitación 507 del hotel Charleston, estoy registrado con el nombre de Boris Salcedo, ¿te vienes ya? Llegué y lo encontré hecho un atado de nervios: que los estaban acusando de tener vínculos con los paramilitares, que en una operación conjunta de la policía y el DAS habían agarrado a una gente de don Fermín con un computador donde aparecía el nombre de él, de contacto, y que ya la prensa lo tenía, ¿te acordás de don Fermín, el de la finca en Antioquia? Dijo que ir a esa puta casa había sido un error, que estaba cumpliendo órdenes, que la prensa estaba encima y también la Fiscalía, que además don Fermín les había dado tres días para solucionar el problema o se ponía a contar cosas, y que el presidente estaba nervioso; los asesores le habían dicho que lo mejor era quemarlo a él, ¡a mí!, gritó Andrés Felipe, metiéndose una raya de perico, ¿te imaginás eso?, lo que le sugieren mis colegas asesores es que me tiren a mí al charco, malparidos, decir que yo me reuní con don Fermín por mi cuenta para obtener beneficios o plata, y me están diciendo que el gobierno va a estar a mi lado para protegerme, y a mi familia, pero tengo que declarar que fui por motu proprio, ¿te imaginás?, eso pueden ser diez o más años de cárcel y el fin de mi carrera, ¿qué voy a hacer después?, ¿qué les va a pasar a mis hijos y a mi esposa?, por eso quería hablarte, preciosa, yo me voy a negar a declarar, me voy a defender, pero como tú viniste conmigo a lo mejor te van a buscar, van a pedirte que me denuncies, te van a ofrecer cosas o a lo mejor hasta te amenazan, yo no sé, por eso quiero que salgás del país por un tiempo, si necesitás plata yo te la doy, y yo le dije, pues claro, Andrés Felipe, claro que necesito, y él dijo, mirá, en ese maletín tengo diez mil dólares, agarralos ya pero vete a algún lado, hoy mismo, y entonces le pregunté, ¿y yo qué hice de malo?, y él, nada, pero estabas ahí, preciosa, a vos no te va a pasar nada, es sólo por si te buscan y te interrogan, y si llega a pasarme algo feo, eso sí, quiero que tengás bien presente y recordés que yo esa noche, cuando volvimos de la finca en el helicóptero, me fui directo a Palacio a informar de la reunión, ¿te acordás de eso?, y yo, sí, claro, me dejaste en un taxi, y él, perfecto, lo mejor es no tener que llegar a decirlo, pero si toca no podés olvidar cómo fue, ¿bueno?, vete a algún lado, deja que pase el chaparrón.

Me dio un abrazo, se metió dos rayas de perico de los nervios, y le pregunté, ¿pero usted ya está clandestino o qué?, y él, no, lo que pasa es que no puedo tener citas en ninguna otra parte, no sé qué hacer, he pensado en declararle a la prensa desde acá, mi abogado viene a hablar conmigo más tarde y ahí decidimos, pero quería resolver lo tuyo primero, ¿vos le dijiste tu nombre a alguien en la finca de don Fermín?, y yo, no, que yo me acuerde no, y él, menos mal, con eso es más difícil que te ubiquen, bueno, preciosa, mucha suerte y no te comuniqués conmigo por celular, borrá mi número y las llamadas, ¿okey?

Me fui nerviosa y haciendo cálculos, ¿qué podía pasarme? Supuse que Víctor podía ayudar, al fin y al cabo era del DAS, así que le mandé un mail, que era el único modo, y le escribí, ¿por qué tan perdido, papito? La cosa funcionó y al segundo día me llamó, hola, reinita, ¿mando por usted?, le dije que sí, en el Metro Riviera, y al verme me dijo, no, es que hay un bollo ni el hijueputa, yo creo que Piedrahita va a estar toda la semana en la calle, andan nerviosos allá arriba, yo me volé un ratico para verla, reina, pero más tarde me toca trabajar, estoy en un seguimiento, y yo, haciéndole chupadas en el cuello, le decía, ay, no me asuste, Víctor, ¿y a quién andan siguiendo tan peligroso?, y él, no, no es peligroso, es un hijueputica de cuello blanco que se le quiere torcer al jefe, es lo que me dijeron, hay que tenerlo en la pupila no vaya a ser que le dé por hacer alguna cagada, y claro, a mí se me fue el aire, ¿un hijueputica de cuello blanco?, tenía que ser Andrés Felipe, y si lo estaban siguiendo seguro me habían visto entrar al Charleston y hasta oído lo que hablamos, pero me pareció raro que Víctor estuviera tranquilo conmigo, así que no dije más y me concentré en lo que estaba haciendo, una fornicada clásica, y cuando acabamos y él se estaba duchando vi temblar su celular varias veces, me estiré para ver la pantalla y sólo titilaban dos C mayúsculas, CC, era eso, una y otra vez. Se vistió rápido, me dio un fajito de dólares y nos metimos un par de rayas de perico; luego vio su teléfono y dijo, uy, espera, reinita, que esto es urgente, y marcó y yo lo oí decir, sí, sí, ay, hijueputa, ¿en serio?, bueno, espérenme allá, ¿y tienen todo grabado?, ¿no?, bueno, ya les caigo, y me dijo, me tengo que volar, reina, toca ponerse a buscar a una vieja que habló con el mansito, ay, dios, esto me está oliendo a podrido, cuántas veces se lo he dicho, este país está lleno de gente mala.

Salimos del motel y me dejó en la Séptima con Ciento cuarenta, muerta de pánico, segura de que esa mujer era yo. Empecé a enumerar qué sabía Víctor de mí, y pensé con alivio que casi nada, ni el nombre, sólo el celular, y como era para este trabajo lo había sacado con papeles falsos. Igual tendrían una descripción o fotos: los del hotel, los del helicóptero que nos llevaron a la finca. Tocaba andarse con cuidado.

Sentí miedo por Manuel y por mis papás, ¿qué tal que llegaran a la casa? Víctor y su jefe y los del DAS en general no se andaban con remilgos, tenía que hacer algo rápido. Entonces me vino a la mente la propuesta de la ex Señorita Colombia. Irme a Japón un año, dejar que las cosas se enfriaran y mandar más adelante por Manuel. Era la única solución, pero necesitaba hablar con alguien. Estaba sola, ¿qué hacer? No sé cómo se me iluminó la mente, y pensé, ¡Alfredo!, el abogado, él podría decirme qué tan grave era el problema y si valía la pena irse. No tenía su número y no quise llamar a la ex Señorita Colombia, así que fui directo a su casa. El portero, al verme, se acordó, y de inmediato levantó el auricular del citófono.

Me dijo que siguiera. Alfredo me esperaba en el ascensor, muy sorprendido. ¿Y a qué debo este milagro?, dijo, y yo, tengo que hablarle, es la única persona en la que puedo confiar, tengo un problema, disculpe, si está ocupado puedo esperar, y él dijo, no te preocupes, ven, ¿quieres un trago?, y yo, sí, por favor, cualquier cosa, doble, y empecé a contarle mi vida, mire, yo soy esto y esto y por eso me metí con un tipo del DAS y luego con gente del Congreso y del gobierno, y por eso había acabado en esto y aquello; le conté de la visita a don Fermín y él abrió los ojos, ¿Fermín Jaramillo?, y yo, supongo que sí, no le pregunté el apellido, y Alfredo dijo, caramba, espera te muestro una foto, buscó un periódico y me la mostró, ¿es este? Le dije que sí, ese es, estuve en su finca con el asesor que le dije, y Alfredo, haciendo gestos cada vez más graves, siguió escuchando la historia, y acabé con Víctor, y le dije, creo que me están buscando, no sé qué tan grave es lo que hice, eso es lo que más miedo me da, no saber, y él dijo, bueno, no es un delito ir de acompañante, no trabajas para el gobierno, el problema no es la ley sino los que están borrando las huellas y tratando de proteger a ese asesor, ¿Andrés Felipe?, pregunté, y él dijo, sí, la prensa investiga el contacto entre el gobierno y los paramilitares, los pactos secretos, y en eso el nombre de ese muchacho se volvió clave, lo más seguro es que lo presionen para que se declare culpable y diga que actuó solo, es lo que hacen siempre, por eso tu problema no es con la ley, digamos, con la ley legal, sino con la ley de ellos y del gobierno, que harán lo que sea por protegerse. No me extrañaría que a tu amigo lo metan en algún asunto sórdido que haga parecer la visita a don Fermín algo secundario.

Se levantó, recibió una llamada por el celular y al rato volvió. No te preocupes, yo te voy a proteger. Si no tienes un sitio seguro quédate aquí, ¿tu familia sabe que yo existo?, ¿quieres llamarlos? No, le dije, eso no es problema, están acostumbrados a mis ausencias. Sentí vibrar mi celular y al mirar la pantalla mi pecho se contrajo. Era Víctor. Se lo dije a Alfredo, ¿debo responder? No, dijo él, más bien apaga el teléfono para que no te rastreen.

Pasé la noche en una habitación de huéspedes, mirando las luces de Bogotá y sintiendo miedo. Era cuestión de esperar. En el noticiero no hubo menciones al caso, pero yo sentía que algo estaba a punto de estallar. Tres días después Alfredo arregló para que yo viajara por tierra a Quito. Tenía un amigo, un magistrado de la corte ecuatoriana, que podría recibirme mientras las cosas se apaciguaban. Al fin me decidí a salir para ir a mi casa, inventar una disculpa y recoger mi pasaporte, pero al llegar no había nadie, sólo la empleada. Mamá había salido y Manuel, que ese día no tenía clases, se había ido a la Luis Angel Arango. Me dio dolor no poder despedirme de él, pero me dije, es por poco tiempo. Dejé una nota diciendo que me iba a los Llanos, que llamaría apenas pudiera. Saqué la plata que me había dado Andrés Felipe y pensé que debía ir al apartamento de Chapinero por los demás ahorros. Cogí un taxi y fui, pero al acercarme había dos camionetas iguales a la de Víctor en la esquina de la calle. Regresé al edificio El Nogal, asustada, pero desde la Séptima vi otras camionetas del DAS en el parqueadero del edificio. ¿Qué estaba pasando? ¿Me habían rastreado? Me quedé un rato escondida del otro lado de la avenida, pero no pasaba nada así que decidí irme.

Fui volando al centro. Ya no tenía dónde ir pero por fortuna todo estaba listo para viajar a Ecuador. Desde una cabina llamé a mis amigos de la universidad. Tamara me tranquilizó diciendo que nadie había ido a buscarme por la facultad. No me pidió detalles, era una buena amiga. Luego llamé a Jaime, el sacerdote esculapio, y le dije, mira, necesito que me ayudes, es una cosa de vida o muerte, tengo que esconderme por unas horas, tal vez hasta mañana, pero es muy peligroso, ¿te le mides?, y él dijo, claro, aquí en la comunidad te protegemos. Me fui para allá y, yo creo, eso me salvó la vida, cónsul. Estuve todo el día siguiente agarrándome la cabeza, hasta que por fin decidí que no había otra salida y llamé desde un celular de pago al amigo de Alfredo, el que iba a sacarme del país. Estaba inquieto, insistió en que debíamos irnos esa misma noche. Me recogieron dos horas después y empezamos el viaje. Me dijo que habían detenido a Alfredo y que le habían montado una acusación con unas grabaciones montadas. Cruzamos Rumichaca con un pasaporte falso.

Al otro día compré el periódico y vi la noticia: ex magistrado Alfredo Conde, detenido en su casa. Después me metí a Internet y vi los noticieros. Una autoridad daba declaraciones diciendo que se harían todos los esfuerzos para esclarecer las relaciones del abogado con el terrorismo. Detrás de él, junto al jefe de la policía, reconocí la cara seca y aindiada de Piedrahita, y pensé: supieron que yo estaba ahí y lo inculparon, y ahora me buscan. También vi que Andrés Felipe estaba detenido en una casa fiscal de la Picota, que lo habían agarrado tratando de salir del país.

Desde Quito llamé a la ex Señorita Colombia y le dije, acepto lo de Japón, pero necesito que me hagan el pasaje saliendo de Ecuador, y así fue, me enviaron por una ruta que parecía un bus de pueblo con paradas en Sao Paulo, Dubai, Bangkok y por fin Tokio. Cinco días viajando.

En Tokio todo me pareció fantasmagórico. Había leído a Murakami e imaginaba la ciudad como una suma de frases frías, a veces heladas, que hablaban de gente solitaria, cafeterías abiertas toda la noche y jóvenes que no lograban encontrar un lugar en el mundo y se aislaban en pequeños pueblos de montaña, así me lo imaginaba yo, un lugar en el que todos vivían sumergidos en sus obsesiones, y al llegar, yendo del aeropuerto al centro en una camioneta, miré por la ventana y me dije, estoy sola y estoy lejos, dejé a Manuel pero volveré por él, no pude hacer nada distinto a escapar para salvarme, para salvarnos a los dos, porque si yo estoy en peligro él también está en peligro, y me dolían las articulaciones y los lóbulos del amor al pensar que no podría escribirle ni llamarlo, ¿qué podría decirle?, ¿qué explicación darle? Lo mejor era vivir rápido este tiempo y luego, mirándolo a los ojos, revelarle la verdad. Sería doloroso estar separada de él, pero ya llegaría el día, había que ser fuerte.

De pronto, en medio de la ciudad, la camioneta se metió a un garaje subterráneo: era mi destino final. Bajamos las cosas y subimos a un apartamento en un piso alto, con vista a los tejados. Entonces me senté a esperar que las cosas fueran pasando, que el tiempo corriera, era lo único que quería. Le pregunté a la mujer que vino a recibirme qué iba a pasar, pero ella se limitó a decir, descanse, mijita, usted debe de estar muerta, dedíquese a dormir por lo menos tres días que la primera semana es para que se acostumbre y le pase el jet lag y se le quiten las ojeras. Así estuve encerrada una semana. Quise salir pero no me dejaron, y cuando por fin salí me llevaron escoltada. No quiero contarle nombres ni muchos detalles de lo que viví en Tokio, usted entenderá que es peligroso y que hay gente que podría dedicarle la vida a buscarlo a uno.

Trabajé con un grupo de japoneses que eran los clientes de la organización de mi mamiya, una colombiana amiga de la ex Señorita Colombia. No fue una experiencia traumática, pero sí dura. Al poco tiempo me asfixió la falta de libertad. No podía salir a la calle sola. Ganaba bien pero de ahí iban sacando para los gastos del viaje y mi llegada, el arreglo de los documentos y no sé qué más cosas. Cada vez que preguntaba mi deuda había aumentado. Un día le pedí cuentas a un japonés y el tipo, un enano asqueroso, me pegó una cachetada y me tiró al suelo. Supe que debía prepararme para una nueva metamorfosis: ser la mujer sumisa para luego golpear, cuando el enemigo bajara la guardia. Me prometí que ese enano japonés acabaría con el cerebro reventado y empecé una estrategia de seducción. El señor Echenoz volvió a tener razón y un mes después lo tuve delante de mí, desnudo. Supe lo que quería hacer tan pronto me obligó a ponerme de rodillas y chupárselo. La orea asesina. Se lo apreté entre los dientes pero algo extraño ocurrió: cuando estaba a punto de cortarle la piel el tipo gimió de placer y eyaculó a borbotones. Quiso que le caminara sobre la espalda con los tacones puestos, y que me parara fuerte. Qué extraño. Luego agarró un encendedor y extendió el brazo, lleno de cicatrices keloides. Lo quemé y el tipo eyaculó otra vez dando gritos de dolor.

Pronto me di cuenta de que era el jefe de mi sector, así que me pareció bien seguirlo. Se llamaba Junichiro, pero yo le decía Juni. Sabía inglés, aunque hablaba poco en general. Tenía treinta y cuatro años. Una noche me contó que, de niño, al entrar a la escuela militar de la provincia donde nació, los compañeros lo obligaron a lamerle el ano a los diez jefes de dormitorio. Durante un año le dieron golpizas en los baños, le orinaron en la cara y por supuesto se lo culearon miles de veces. Por lo que le entendí se sentía culpable de haber sentido placer y por eso se hacía castigar. Eso lo purificaba y excitaba. Estuve con él como un año. Una noche sentí ruidos en uno de los salones del apartamento y cuando fui a ver lo encontré casi desmayado. Sangraba por el ano. Quise saber qué le había pasado pero no dijo nada, y un segundo después vi entrar a Tarek, un guardaespaldas iraní, con una toalla y un poco de drogas para cauterizarle. Me pareció asqueroso y me fui. No quise verlo más y, afortunadamente, él me respetó.

Después conocí a Jaburi, que también era guardaespaldas. En las salidas iba con él y una noche, al volver al apartamento, le dije que me acompañara a ducharme. Me lo comí debajo del agua y luego lo fui enamorando. Era buen polvo. Mantuvimos la relación hasta que una mañana sentí algo, mareos, tenía un retraso, estaba embarazada. Sólo podía ser de él, pues culeábamos sin condón. Creo que mi inconsciente lo hizo para que me sacara de ahí, para recordarme que mi vida no era eso, y funcionó. Jaburi pagó mi deuda y fue a hablar con los jefes de zona. Nos casamos y me dieron un pasaporte iraní, porque el mío colombiano se había quedado en el bolsillo de un jean y en la lavadora se borró, tal vez porque era falso. Poco después nos autorizaron y pudimos viajar a Teherán, donde nació Manuelito. Pero esto no lo saben en Tokio: la organización les dijo a las otras compañeras que yo me había escapado; creo incluso que dijeron que me habían agarrado y torturado, no sé bien.

En Teherán fui demorando el momento de comunicarme con Manuel, cada día me decía: mañana, la semana entrante... Debía acumular fuerzas. Me moría por decirle que tenía un sobrino, en realidad un hijo. Manuelito era nuestro hijo. Hice el trámite de los pasaportes sin que Jaburi supiera. Esperaba escaparme a algún lado antes de escribirle a Manuel, pero sin darme cuenta pasó el tiempo. Nunca imaginé que él viniera a buscarme. Es difícil explicar lo que hice, pero eso fue lo que pasó. En Japón estuve casi todo el tiempo empastillada; fue lo que elegí para escapar. Tengo grandes lagunas. A veces miraba un reloj calendario y decía, ¿ya estamos en septiembre?, y luego, diez minutos después, estábamos en otro mes, y de pronto alguien me decía al oído, feliz año, y yo sonreía y me tomaba otra pastilla. Jaburi me salvó pero yo le di mi cuerpo y un tiempo que para él fue feliz. No le di un hijo porque Manuelito es sólo mío. Una vez me pegó, aunque digamos que me lo busqué. Prefiero no hablar de esto, pero la verdad es que no le cogí odio, más bien lástima. Me pareció un pobre pendejo, un animal inferior. Se lo voy a contar, cónsul: una noche me negué a dárselo y él dijo, soy tu esposo, estás obligada. Le dije que nadie me obligaba a hacer lo que no quería y me levanté y me encerré en el baño. Luego comencé a gritar por la ventana. Los vecinos se despertaron, sus padres y hermanos, que vivían en los pisos de abajo, vinieron a nuestra casa. Yo empecé a decir que Jaburi era un cobarde, que me pegaba porque era incapaz de tener una erección y satisfacerme, y dije que no era un hombre porque me obligaba a meterle un dedo por el ano y refregarle, y que yo, como esposa, se lo hacía pero muerta de asco, y grité que Jaburi era un podrido maricón que no disfrutaba con las mujeres y que sólo tenía erecciones cuando me pintaba bigotes con un corcho quemado. Los vecinos comenzaron a reírse y a responder, diciendo, «mujer virtuosa», momento en el que Jaburi derribó la puerta y me agarró a golpes mientras yo gritaba y reía. No se le pega a una mujer, pero lo disfruté. Fue un modo de decirle: tú tendrás la fuerza y la religión de tu lado, pero yo soy la que tiene entre las piernas lo que tú quieres, y te puedo destruir. De nuevo alcé los brazos y oré por el señor Echenoz.

Por lo demás Jaburi lo pasó bien conmigo. El pago que obtuvo por salvarme fue más que suficiente. Lo pasará mal un tiempo y luego se repondrá y más tarde será feliz. Así es siempre en la vida. Entre más rápido uno sufre, a la larga, es mejor.

Y eso es todo, cónsul. El resto ya lo sabe.