11

EN esos años tuve un solo amigo, señor cónsul, un compañero del colegio bastante excéntrico, con una extraña vida. Un tipo silencioso, que se pasaba las tardes leyendo. Se llamaba Edgar Porras, pero a veces, por mamar gallo o por provocar, se hacía llamar Edgar Allan Porras. Como podrá imaginar su autor favorito era Poe, a todas horas cargaba un libro de él en su chaquetón, una especie de sobretodo muy teatral color verde olivo.

Vivía en Santa Ana Alta, él sí en la de los ricos, y su casa era un palacio de nueve cuartos y varios pisos, en la última fila antes del cerro. Sabía inglés y francés porque había vivido en varios países, pero casi nunca los hablaba. Decía que sólo le interesaban los idiomas para leer. A mí me impresionaba su biblioteca, me hacía sentir pequeño. Yo sólo sabía el poco inglés y francés del colegio, que no daba para leer nada en serio. El en cambio tenía, y bien leídos, libros en lengua original de Céline, Malraux y Camus, de Poe y Lovecraft, de Salinger y Dylan Thomas, de Roth y Bellow, y también de autores que yo apenas conocía como David Foster Wallace, Kurt Vonnegut, John Cheever o Thomas Pynchon.

Iba a su casa los fines de semana y a veces me quedaba a dormir. El pretexto era el estudio. Mis papás no eran muy dados a estos permisos, pero como la de él era una familia rica a papá le impresionaba y siempre acababa aceptando. Como buenos arribistas, les parecía un triunfo que su hijo frecuentara familias ricas, y mamá, adicta a las telenovelas «aspiracionales», hablaba orgullosa de los Porras en la floristería. Por supuesto que Edgar y yo nunca estudiábamos, estar allá era la disculpa ideal para hacer otras cosas, porque los Porras siempre salían a cenas o cócteles, y las pocas veces que estaban en la casa era porque daban fiestas o cenas multitudinarias, y como era tan grande podíamos estar en el cuarto y no oír nada.

El señor Porras era representante de una petrolera francesa, aunque nunca entendí bien cuál era su trabajo. Una especie de diplomático en su propio país. Los hermanos de Edgar eran mayores, dos hermanos y una hermana. Casi nunca estaban o casi nunca salían de los cuartos, ya le dije que era una casa extraña. No había obligación de sentarse a comer juntos así que cada uno iba a la cocina, se servía y se iba a comer a su cuarto chateando en Facebook, oyendo música o con otros amigos. La cocina era un pequeño restaurante en el que había de todo. La hermana se llamaba Gladys y era mayor que Juana.

Además de enfermo de letras, Edgar era también erotómano y una vez me dijo que sabía cómo espiar a Gladys mientras se bañaba. Un domingo insistió en que fuéramos a verla. El baño tenía una ventana alta que daba a un cuarto de aseo. Subiéndose a la repisa se podía ver el cubículo de la ducha. Le dije que no pero él insistió diciendo que estaba rebuena, que tenía unas tetas enormes y un culo espectacular. Me pareció raro que hablara así de su hermana, y se lo dije, pero para él era normal. La vida es la vida, decía, hay que tomar las cosas como vienen. Me confesó que le robaba los calzones y tangas usados para olerlos y hacerse la paja. Por fin fuimos a verla, ¡y qué sorpresa! Estaba con un tipo y tiraban de lo lindo. Alzada, abrazada a él, de espaldas y agarrada de las llaves, levantando la cola y al final, de rodillas, mamándoselo, una cosa increíble. Edgar quiso hacer un video y fue corriendo al cuarto por su BlackBerry, ¡lo voy a colgar en YouTube!, dijo. Yo preferí no mirar, pensando en mi hermana.

En esa familia todo era extraño, desmesurado, pero él me caía bien y además era muy generoso. Me regalaba la mitad de las cosas que le traían de los viajes. La única vez que tuve una camiseta Lacoste fue por él, también unos Adidas y una camiseta Nike. Esas vainas, a esa edad, son importantes. Después uno se olvida, pero a los diecisiete lo marcan a uno.

Su hermano mayor, Carlos, nos regalaba cajitas de fósforos llenas de marihuana y nos decía: gócensela despacio, suave, no se den muy duro en la cabeza, chinos, ¿estamos?, y si los pillan chitón, si te he visto no me acuerdo. El papá cerraba con llave el bar, pero Edgar sabía cómo abrirlo quitando una tabla, así que los sábados nos robábamos botellas de vino o de whisky, de lo que saliera, y las llevábamos en las correrías por los parques de Santa Ana y Santa Bárbara donde leíamos poesía, sobre todo Barba Jacob y León de Greiff, y claro, poemas de Poe en inglés que Edgar se sabía de memoria y gritaba al viento de las canteras y a los cerros, imprecándolos, desafiando a Bogotá cual Rastignac criollo.

A veces me leía cosas escritas por él y me sorprendía. Nunca había conocido a nadie que quisiera ser escritor, eso que para mi papá era tan tenebroso. Edgar decía que ser escritor era lo máximo a lo que podía aspirar un ser humano y, para él, todo lo que tuviera forma de libro era sagrado.

Tenía un texto sobre la vocación que me leía a cada rato y que recuerdo palabra por palabra, no sé de quién lo copió o si realmente era suyo, pero me acompañó durante mucho tiempo. Decía más o menos esto:

Te das cuenta de que eres un escritor cuando lo que revolotea o reverbera en tu cabeza no deja que te concentres en nada; ni leer ni ver una película, ni oír las cosas que dicen los demás, ni siquiera tu profesor o tu mejor amigo. Cuando tu novia te grita: ¡no me estás oyendo!, da un portazo y se larga, y tú exclamas, qué descanso, y sigues pensando en lo tuyo. Es un alivio que los seres queridos nos dejen. Si lo que pasa dentro de tu cabeza es más potente que lo que hay afuera y eso se traduce en frases, eres un escritor. Si no escribes la verdad es que debes pensarlo, tal vez te convendría hacerlo. Si uno es escritor, es mucho peor cuando no escribe. La mala noticia, dados los tiempos que corren, es que se puede decir también que estás bastante jodido.

Yo, en cambio, nunca le dije que hacía grafitis. Ese era un mundo secreto, lo más cercano a mi corazón, y sólo podía compartirlo con Juana. Varias veces me preguntó, ¿y usted, man, no escribe?, ¿cómo puede no escribir si le gustan tanto las novelas?, ¿ni siquiera poesía?, y yo, prefiero leer, soy muy pasivo o muy cerebral, me gusta contemplar el mundo desde un sitio lejano, ver sin ser visto, es una idea de lo sublime que leí después, señor cónsul, lo sublime como lo terrible visto desde un lugar seguro, cosas así le decía a Edgar cuando él, adivinando secretos, comenzaba a hacer preguntas.

Cuando llegó la noticia del suicidio de Foster Wallace, Edgar se vistió de negro y me invitó a su casa. Tenía la cara pálida. Nos robamos del bar de su papá una botella de Martini, cuatro paquetes de papas fritas con vinagre importadas de Inglaterra, un frasco de atún finísimo y un queso holandés, y fuimos al cementerio de Usaquén a celebrar una cena en su honor. Edgar llevó un par de ediciones originales. Yo había logrado conseguir en español Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, y Entrevistas breves con hombres repulsivos, que según Edgar eran extraordinarias, en el original. Ya dije que me acomplejaba no saber inglés. O mejor: no hablar como hablaba la gente de colegios bilingües, con esa naturalidad y resonancia. Yo podía decir todo con pocas palabras, pero leer literatura era frustrante. En cada línea encontraba cosas que, a pesar de entenderlas por contexto, me dejaban la sensación de perderme lo mejor.

Para entrar al cementerio de Usaquén había que rodear el muro y pasar un corredor lateral hasta una puerta de garaje que nunca se abría. Como era de reja metálica uno podía trepar y saltar al otro lado. Por ahí nos metíamos.

A Edgar le gustaba la zona alta, hacia el cerro, colindante con los parqueaderos de un hipermercado, pues había una serie de tumbas sin lápida, de nombres escritos con el dedo sobre cemento fresco. Una de ellas decía: «Mi hijito». Ahí nos sentamos y abrimos la bolsa de viandas. Comimos y brindamos por el alma de Foster Wallace, invitándolo a venir a ese cementerio sencillo y pobre de un país sencillo y pobre en una de las regiones más sencillas y pobres del planeta. Nos fuimos pasando la botella de Martini hasta emborracharnos. Dimos tumbos, cantamos, gritamos el nombre de los libros de Foster Wallace e, increíblemente, me sentí libre, dueño de una libertad que me producía vértigo. Habría sido capaz de cualquier cosa, por absurda e imposible que fuera. Podría correr hasta la cima del cerro e irme para siempre de esa ciudad.

Para alborotar más la cosa, Edgar preparó un cacho de marihuana y nos lo metimos a enormes bocanadas, y al terminarlo leimos en voz alta, momento en que un golpe de viento derribó nuestros vasos de plástico y Edgar gritó, ¡ya está acá!, ¡es Foster Wallace! Le dimos la bienvenida con una venia y varios tragos consecutivos.

La cabeza me daba vueltas y empecé a vomitar, lo que me obligó a alejarme; a un joven como yo esas cosas le daban vergüenza. El era rico, libre, criado al vaivén de su gusto, mientras que yo ocultaba en mi casa un pequeño infierno. Yo era tímido. Cuando apareció le dije que había ido a mear y que había sentido la necesidad de estar solo. El dijo, claro, hermano, lo entiendo, pero se nos acabó el trago y la bareta, volvamos a la casa.

Los hermanos estaban encerrados en sus respectivos cuartos, pero nos dieron más hierba y media de aguardiente, así que empezamos a meternos todo eso oyendo Queen, la «Bohemian Rapsody». Yo adoraba esa canción y le confieso, señor cónsul, que en esos años pensaba que había sido escrita para mí, nada más que para mí.

¿Se acuerda de esa parte que dice...?

Is this the real Ufe?

Is this just fantasy?

Caught in a landslide

No escape from reality

Open your eyes

Look up to the skies and see

I’m just a poor boy (Poor boy)

I need no sympathy

Nunca entendí por qué le gustaba a Edgar, que no era ni pobre ni triste. El jugaba a ser un espíritu atormentado, atribulado, en conflicto con el universo, pero en realidad ni vivía atormentado y mucho menos tenía ningún tipo de conflicto, ni con el universo ni con nada. La realidad era generosa con él. Cuando se lo contaba a mi hermana, ella decía: los ricos siempre se las ingenian para estar deprimidos. Les gusta ser infelices. Es muy elegante estar triste.

Vuelvo a esa noche, a las dos de la mañana, oyendo Queen y leyendo a Foster Wallace, bebiendo aguardiente con la sensación de que era agua, ya hinchos, hasta que comprendí que estaba al borde del desmayo. Entonces fui al baño, abrí la ducha y metí la cabeza con la esperanza de que el agua me limpiara, y la verdad me hizo bien e incluso sentí placer en esas gotas frías escurriendo por el cuello, corriendo hacia mi pecho. Al terminar casi caigo de la sorpresa: ahí estaba Gladys, mirándome. Tenía puesta una breve camiseta por encima del ombligo y una tanguita Gef azul.

¿Estás muy hincho?

Ya me está pasando, gracias, pero ella dijo, ven a mi cuarto. Repetí que me sentía mejor pero insistió, me agarró del brazo y me llevó por el corredor. Su cuarto era más grande que el de Edgar y daba al jardín; sonaba una música que no conocía, una especie de rap francés. Con ella estaba un tipo, también en calzoncillos, distinto del que habíamos visto en la ducha. Gladys le dijo que me sentía mal, que estaba borracho, y el tipo sacó una bolsita con perico, armó una raya sobre un espejo y me la ofreció. Métete esto, aspíralo bien, dijo. Luego armó otras cuatro para ellos. Al principio no sentí nada, pero luego me llegó una marea de bienestar. Salí del cuarto agrádeciéndoles y volví donde Edgar, que se había quedado dormido con la bragueta abierta, unas gafas oscuras y los audífonos de su iPad puestos, conectado en la página porno Youjizz, sección Amateur Asiáticas.

A pesar de que, en el fondo, Edgar y yo sabíamos que no éramos iguales, fue una amistad respetuosa. Le conté mi vida con detalle y lo único que dijo fue, mierda, si yo hubiera experimentado eso ya sería novelista, y poeta seguro. En el fondo usted es muy afortunado, hermano. Una infancia triste es el mejor regalo que puede recibir un escritor. Yo voy a tener que meterme por otro lado: o hacer vainas al estilo Carlos Fuentes o tirarme de frente contra los míos, desclasarme, como Bryce Echenique. Esas son mis dos opciones. Si no, estoy jodido, pero usted está hecho.

Lo miré con sorna y le dije, el problema, hermano, es que yo no soy escritor.

Porque Edgar, señor cónsul, era plenamente consciente de su vocación, incluso sin haber escrito todavía nada o sólo pequeños fragmentos. Le gustaba decir, citando a Monterroso, «fragmento: género muy usado en la antigüedad». Para mí era una gran incógnita su seguridad, su tremenda cultura para ser tan joven, sus ideas exuberantes y a veces geniales, ideas que no contrastaba con nadie más que conmigo, algo que tampoco debía ser un estímulo. Así era él, Edgar Porras, joven millonario e intelectual que quería conocer un sufrimiento que no tenía, y tal vez por eso, señor cónsul, me eligió a mí como amigo, su perfecto contrario. Pero yo no podía elegir. El pobre no puede elegir ser rico, ni siquiera por juego.

Recuerdo una de sus historias. Me la contó varias veces, cambiando algún detalle. No sé si al final la escribió. Era así:

Un joven bogotano hacía un chat sexual con una mujer llamada Asaku, presumiblemente japonesa. Asaku ponía el computador en el borde de la ventana y ahí se sentaba, abría las piernas y se metía cosas, cuellos de botella, pepinos y dragones de plástico. El joven bogotano se pajeaba intensamente, excitado por el hecho de que Asaku, a diferencia de sus amigas, tenía pelos en el pubis, lo que parece ser tradición en Japón, o al menos eso creía él.

Detrás de ella, en el edificio del lado, se veía una ventana que era como el backstage de Asaku, y que a pesar de estar iluminada tenía una cortina. La historia entraba en materia cuando el joven bogotano, en plena masturbación mientras Asaku se metía un Gormiti en la vagina, ve que la cortina del backstage se abre; detrás, un hombre levanta la mano con algo punzante y la clava siete veces en la silueta de una mujer, más baja y frágil, hasta que esta cae al suelo, sin duda muerta. Asaku no ve ni escucha nada, pues justo en ese instante entra en orgasmo; el crimen ocurre a sus espaldas; el joven bogotano se suelta el miembro y grita por su micrófono, pero ella, sumergida en un océano de endorfinas, tarda en reaccionar, y cuando él le explica que hubo un crimen ella ríe y ni siquiera se da vuelta, le dice que está borracho o fumado, pero él insiste y dice, hay que denunciarlo, ¿dónde vives?, ¿en qué ciudad? Ella se niega y contesta: estás inventándote todo eso para fisgonear, ni se te ocurra, nunca lo sabrás.

La historia de Edgar comenzaba con ese crimen. Quería escribirla para saber quién era el asesino y quién la mujer y por qué la mató al lado de la ventana, a vista de cualquiera que estuviera haciendo sexo virtual con una desconocida.

Opiné que parecía de Murakami y él, después de pensarlo un rato, dijo, es posible, pero yo creo en las influencias inconscientes.

En el colegio los compañeros no entendían cómo Edgar, un tipo de buena familia, políglota y bien plantado, pudiera ser amigo mío. Por eso empezaron a correr chismes, la gente decía cosas crueles, que yo era su sirviente, que los papás me pagaban para que le ayudara a estudiar y le soplara en los exámenes. Supe de esas habladurías y nunca dije nada, pero a Edgar sí le afectó. En los recreos me decía, qué sarta de malparidos resentidos y qué manada de perras chismosas.

Una de ellas, Daniela, cumplía dieciocho años y organizó una gran fiesta en su casa. Vivía en un apartamento muy burgués cerca de la circunvalar y, para ponerle más picante, anunció que los papás no iban a estar, o sea que la rumba iba a ser larguísima, lo que los llenó de entusiasmo. Por supuesto a mí ni se me ocurrió ir a semejante imbecilidad, y me mantuve al margen. Todos comentaban lo que querían hacer, a qué viejas se querían morbosear y con qué trago pensaban emborracharse. Las mujeres se preguntaban qué vestido llevarían y con qué zapatos, qué collares y aretes, esas cosas que le turban la tranquilidad a cualquiera, y que a mí, además, me ponían en estado depresivo, así que me hundí en mi concha y en los recreos opté por refugiarme en los baños.

Como soy persona educada, no bien recibí el sobre con la invitación —una tarjeta ridicula, por cierto, con emoticones bailando bajo el lema, «acompáñame en mis dieciocho abriles»— me apresuré a responder con una esquela en la que agradecía la invitación y la declinaba por tener un evento familiar en la misma fecha.

A Daniela le importó un bledo mi negativa, por supuesto, pero cuando supo que Edgar tampoco vendría entró en pánico. Tragándose su desprecio decidió hablarme en un recreo, escoltada por su mejor amiga, una tal Gina, tipa desagradable y torva que vivía chismoseando cosas horribles de Daniela —que era súper puta con los de otros colegios, que metía pepas, que había abortado—, cuando la verdad es que las dos eran groseras, putas y tontas, ambas obsesionadas por ser las bonitas del curso cuando no eran más que dos muy mediocres, Daniela una lobita embadurnada de maquillaje y con tetas operadas, estilo escort de lujo, y Gina una pochonga entrada en carnes, bajita y con algo muy grave en esa ciudad que era una carita india, de ojos achinados, famosa por ser el típico raspado de olla de las fiestas, la nena que todos se morboseaban al final, ya hinchos y empericados, cuando ninguna de las otras les daba nada, en fin, Gina y Daniela me buscaron en el recreo largo y vinieron a verme al lugar donde yo leía, en el potrero del fondo.

Manuel, dijo Daniela, me sentí remal cuando supe que no venías a mi fiesta, no, uf, qué mal, ¡si es para que estemos todos juntos! Entonces le pedí a mi mami que llamara a tu casa y hablara con tus papás, y fíjate qué sorpresa, me acaba de mandar un mensajito diciendo que habló con la tuya y que no hay problema en que vengas.

Las odié, señor cónsul, con esa importancia pendeja que le dan las mujeres a sus cumpleaños, pero me contuve para no darles el gusto de insultarlas, así que le dije, mira, Daniela, a mí no me gustan las fiestas, no voy a ser buena compañía, no lo tomes a mal, pero ella, echando fuego por los ojos, destapó sus cartas y dijo, uf, qué mal, mira, pues sí que me lo tomo muuuy mal, o sea, y no porque me importe un carajo si tú vienes o no, ese es tu video, ¿no?, yo no me meto, pero es que Edgar dice que tampoco va a venir y seguro es por ti, así que debo pedirte que vengas, te estoy pidiendo un favor, o sea, un puto favor nada más, te lo pago como quieras, hablo en serio, para mí es importante que él venga, cuando llegue te puedes largar, si quieres te mando con el chofer a tu casa o a donde digas, pero no me dañes eso, ¿sí?, ¡es mi cumpleaños, mierda!

Le expliqué que era demasiado: si salía de mi casa no podría regresar media hora después, así que dijo, bueno, pues dime qué putas te gusta hacer y yo te invito, o sea, ¿quieres ir a un cine en la sesión de noche?, ¿quieres ir a un restaurante? De verdad te invito, lo que tú digas, pídeme lo que quieras, mierda, tiene que haber algo que te guste, ¿no?

En el fondo estaba sufriendo, así que le dije: trataré de convencer a Edgar pero a mí no me jodas la vida. Ya me la jodiste llamando a mi casa. Y no te preocupes, ni en mil años podrías entender lo que a mí me gusta.

Antes del fin del recreo hablé con Edgar y le dije que fuera a la fiesta, que para ellas era importante. Entonces él, que era impredecible, me dijo: tengo una idea, man, ¡una súper idea! Me tumbo el carro de mamá, lo recojo y pasamos un rato donde Daniela. Y luego nos vamos de putas, ¿ah? Llegó la hora de conocer la experiencia de los parnasianos, que es entre burdeles, donde está la vida real, el verdadero mundo, ¿se le mide? Le dije que sí.

Y fuimos, señor cónsul, en un Citroën que nunca había visto, yo muy nervioso porque Edgar no tenía pase, aunque con sus contactos y suerte lo más probable es que no pasara nada. Cuando Daniela abrió la puerta se le iluminó la cara. El tronar de la música nos pegó de frente. Abrazó a Edgar y le dio un beso mientras entramos. Tenía una minifalda pegada, medias de red y unos tacones altísimos. La perfecta puta de salón. Edgar le entregó su regalo y ella, sin mirarme, lo agarró del brazo y lo empujó hacia adentro. Yo me quedé atrás, con mi regalo en la punta de los dedos.

Preferí no entrar hasta donde estaban todos, así que me instalé en el living, cerca de una ventana. Un minuto después pasó un mesero con una bandeja de bebidas y le hice un gesto, pero no se detuvo. Luego avancé hasta un segundo living desde donde se veía el salón. Todos mis compañeros estaban allá, y gente de otros cursos. Algunos no eran del colegio. Habían instalado una pantalla alta que emitía videos. Pensé en salir a la terraza a fumar un cigarrillo, pero en ese preciso momento una mujer con delantal se acercó y me preguntó si quería comer.

Le dije que sí, pero no volví a verla.

Un rato después vi a Edgar entre la gente. Bailaba con Daniela y en torno había otras mujeres que levantaban vasos y brindaban siguiendo un reggae o rap o no sé qué música. Miré el reloj: había pasado una hora y media. Sentí hambre y comencé a impacientarme. Edgar no parecía con ganas de salir. Con pasos lentos volví por el corredor, abrí la puerta y caminé hacia los ascensores. Cuando uno de ellos se abrió aparecieron dos compañeras que llegaban tarde, entre carcajadas.

¿Qué tal la rumba?, ¿sí está buena?, preguntaron.

Muy buena, les dije, y les señalé la puerta del fondo. No les llamó la atención que yo estuviera saliendo.

Bajé a la calle. Lloviznaba.

No tenía plata para un taxi así que empecé a caminar sin preocuparme del agua. Me habría gustado tener mis tarros para dibujar, y pensé que si escampaba saldría al muro. Tenía una urgente necesidad de expresar algo: disgusto, rabia, humillación. Extrañé mis colores, pero aún faltaba camino. Pasadas unas cuadras noté algo en el bolsillo de la chaqueta. Metí la mano, era el regalo que no alcancé a entregar. Lo abrí para ver qué había comprado mamá y, la verdad, me alegré de tenerlo conmigo. Un estuche de pañuelos. Lo tiré en la siguiente caneca de basura y seguí por la Séptima. Con suerte podría encontrar un bus que fuera a Usaquén.

Al llegar a la casa las luces estaban encendidas, así que decidí esperar. Papá y mamá veían televisión en la sala. Saqué el celular con la idea de llamar a Juana pero recordé que estaba de viaje. Debajo del alero del garaje había un lugar seco y me senté a esperar. Seguía lloviendo con fuerza. Tenía frío y estaba cansado, pero había recibido una lección más importante que el frío y el cansancio.

No volví nunca a la casa de Edgar, a pesar de sus reiteradas invitaciones. En los recreos nos veíamos y me preguntaba, ¿qué pasó, hermano?, pero yo le decía, nada, problemas en la casa, después le cuento. Me contó de la fiesta, que se le había pasado el tiempo y que lo habían emborrachado.

Me comí a Daniela en el baño, man, dijo, en cuatro y contra el lavamanos, y casi me clavo también a la otra zorra.

Pero yo no lo escuché, sólo sonreí y me alcé de hombros. Con el tiempo se cansó de buscarme.

Fue mejor así.

Perder al único amigo me fortaleció, señor cónsul. La soledad acentúa lo que uno tiene por dentro, así que me volqué sobre los muros. Ya tenía visto uno en la parte alta de Usaquén, de más de cien metros. Era el cerco de un lote donde debía iniciarse una obra. No estaba completamente limpio, claro, tenía ya algunos trazos, cosas groseras, palabras sueltas, corazones, algo de publicidad vieja, pero esto, lejos de molestarme, me dio fuerza, como si el alma del muro estuviera en bruto, a la espera de una imagen.

Fui al otro día, aún con el disgusto de la noche anterior. Me temblaron las manos al agarrar el spray. Era el primer muro por fuera de mi barrio y eso equivalía a una conquista, a empujar y ampliar mis fronteras. Lo observé un rato desde el andén del frente y lo sentí palpitando, así que lo primero que pinté fue eso, la silueta de un corazón palpitante, un corazón que era al mismo tiempo un pequeño continente a la deriva, y a medida que lo contemplaba, desde el andén, adquiría relieve, surgían sus vetas y pliegues y el contorno del agua alrededor, los monstruos devorantes, las tormentas que lo acechaban.

Los tarros rodaban por mis dedos como si todo existiera desde antes, en el espíritu o el alma del muro, hasta que no pude más y me senté a mirar las estrellas, las luces de las casas. Luego, ya más sosegado, contemplé mi dibujo, ese pedazo de mi mundo en una calle lejana, al inicio de la noche, y me sentí confortado. Volví a mirarlo desde la esquina y me dio ánimos. De pronto sentí algo en mis mejillas, ¿qué era? Estaba llorando.

Cuando le conté la historia de Edgar a Juana me escuchó con calma, sin juzgar a nadie, y al final volvió con su pregunta, ¿y tú sigues siendo virgen?

Yo había cumplido dieciocho años y ni siquiera me imaginaba seduciendo mujeres, así que le contesté, ¿y qué crees?, ¿cuándo me has visto con una vieja?

Pero ¿sí tienes ganas?, dijo, y yo, pues claro, no hago sino pensar en eso, me sale de adentro, entonces dijo, ven conmigo a una fiesta el próximo sábado, una amiga divina y que es una mamacita te va a enseñar, ¿bueno?

Pasé la semana pensando, pero no sólo en la fiesta y en la amiga de Juana. Eran los últimos meses del año y ya pronto acabaría el colegio. ¿Qué iba a ser de mi vida?, ¿qué iba a ser de Juana y de mí? La pintura me daba fuerza, pero la realidad se abría ante mí de un modo más amplio, con vastos y oscuros espacios por cubrir. Yo pensaba y pensaba. Me habría gustado ser poeta, dirigir todo ese vacío y esas preguntas hacia adelante, proyectarme en el porvenir e incluso tener visiones. Había leído a Schelling y quería entender a fondo mi propia experiencia, la suerte, el destino, el bien y el mal. Me sentía por fuera de esa realidad y necesitaba comprenderla, esbozar una pequeña teoría que me permitiera seguir adelante. Lo que nos pasaba a mí y a mi hermana era ínfimo comparado con los grandes males del mundo, pero uno vive las cosas individualmente. De ahí la ausencia de entusiasmo, ese choque brutal con la vida, pura y simple. ¿Qué pensar? Me gustaba estar solo, ir a los campos de agricultura, sentarme entre los surcos a esperar el toque de campana.

El sábado siguiente Juana me llevó al apartamento de un tipo rarísimo —aunque hoy, señor cónsul, me habría dado sólo risa—, con aretes, tatuajes en los brazos y una camiseta sin mangas pegada al cuerpo, como si en lugar de Bogotá estuviéramos en Acapulco. Se oía música de Metallica, rock ochentero y Kiss. Juana me lo presentó y me sirvió un whisky. Me dijo que tomara despacio y que si me sentía mal le dijera.

No te preocupes, ya me he emborrachado otras veces y hasta metido perico, así que no te preocupes.

Casi se desmaya, ¿perico?, ¿y quién te dio esa porquería? La hermana de Edgar, dije, pero sólo una vez. Te lo juro. Típico de esos niños ricos, dijo ella, luego se alzó de hombros y se internó en el baile. Alargó los brazos hacia mí y dijo, ven, baila conmigo, pero yo me negué, nunca lo había hecho, no era algo divertido. Ella insistió, tienes que aprender, cuando aprendes es divertido, comprenderás la música de un modo que sólo puedes hacer bailando, así que ahí fui, siguiéndola, dando pasos torpes agarrado de su cintura, mirándola a los ojos, y poco a poco, muy despacio, apareció el ritmo y un cierto equilibrio que pude incorporar, y entonces bailé siete canciones seguidas y bebí otros dos vasos de whisky hasta sentirme alegre, eufórico, algo que nunca había sentido en las borracheras con Edgar.

Luego supe que los anfitriones eran dos compañeros de la universidad, homosexuales, uno de Sociología, el que abrió la puerta, y otro de Historia, profesor, un tipo de unos cuarenta años que no sólo no tenía tatuajes ni aretes ni nada de esas vainas, sino que además era gordo, no obeso, razonablemente gordo, alguien muy tranquilo y relajado, de vuelta de mil peleas y debates.

Lo que más me gustó fue su casa.

Un apartamento en la Sesenta con Cuarta lleno de libros y antigüedades, precolombinos y cosas traídas de Asia, el Pacífico y Oceanía. Lo primero que hice al entrar, antes de saludar a los demás invitados, fue recorrer la biblioteca. Heidegger, Deleuze, Virilio, Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, de Richard Senett, las obras de Lacan en francés, las obras de Michel Foucault en francés, Chomsky, el Mahabaratta, una edición del Libro Verde de Gadafi, tres biografías de Mao, Del poder y la gramática, de Malcolm Deas, The intelectual and the masses, de John Carey, la biografía del Che, de Paco Ignacio Taibo 11, An Idea of justice, de Amartya Senn, la poesía completa de Rubén Darío, tres tomos de poesía completa de León de Greiff, la obra completa de Maiakovski, Rimbaud en francés, Baudelaire en francés, libros que, después, con el tiempo, fui buscando y adquiriendo, y por supuesto leyendo, usted no se imagina, señor cónsul, lo importante que fue para mí ir a esa fiesta, sobre todo después del fiasco de mi compañera de clase.

En el comedor, en torno a una enorme jarra de pisco sour, había otro grupo de Filosofía, de posgrado y de otras universidades. Fue precisamente ahí donde conocí a su amigo Gustavo Chirolla. Me llamó la atención el modo en que argumentaba, con su acento costeño y un enorme afecto y respeto hacia los que discutían con él. Esa noche hablaron de varios temas y yo escuché desde un rincón, imantado por la charla, ahora no recuerdo en detalle pero seguramente se habló de política, ese era el gran tema de esos días horribles, la política local, todos se sentían concernidos, con la necesidad de dejar clara su posición, ¿se acuerda, señor cónsul?, era un deber implícito, parecíamos cubanos, y a partir de ahí surgían amores y odios, algo que terminó cuando Uribe se fue y Colombia volvió a ser un país normal, o mejor, volvió a ser un país de mierda pero de los normales, y entonces la gente regresó a la grisura y lobotomía de siempre, que por contraste nos parecía signo de equilibrio e incluso de progreso.

Se habló de todo aquello y también de cosas muy específicas, Leibniz, las estructuras sociales o el nuevo pensamiento crítico. Me quedé deslumbrado oyéndolos, sobre todo a Gustavo. Este man sabe de todo, me dije, y en una vuelta, con gran timidez, le pregunté dónde era profesor, y fue cuando me contó un par de cosas de su trabajo y sus clases en la Universidad Javeriana. Yo le hablé de mi interés por Filosofía y por la Universidad Nacional, y él dijo que me la recomendaba, que seguro por allá nos volvíamos a ver.

Desde hacía tiempo me gustaba la filosofía. Era lo único que podía darle una respuesta a mi fallida experiencia, a ese fastidio que sólo desaparecía con la pintura, los libros o el cine. El arte y sus historias humanas me hacían comprender que no estaba solo, pero estudiar Literatura me parecía innecesario y el cine era una utopía. Juana quería que yo hiciera una película, pero yo le decía, para eso hay que ser millonario o hijo de millonarios, no seas ilusa. A Kubrick un tío rico le pagó su primer film, ¿no te acuerdas? Y si conseguimos un productor, cosa fantasiosa, habría que olvidarse de hacer arte. No puedes hacer la película que quieres si la plata no es tuya.

Ella creía ciegamente en mí y decía que no le importaba pasarse la vida trabajando para pagarla. Yo la dejaba fantasear, pero sabía que era imposible, entre otras cosas porque la película que traigo adentro es tan dura que nadie iría a verla.

Quedaba la filosofía, Anaxágoras, Epicteto, Pedro Abelardo, san Anselmo, Escoto Erígena, Emmanuel Kant. Ellos lo habían pensado todo. ¿Cómo explicar ese profundo rechazo?, ¿la seguridad de que algo en la vida era erróneo, profundamente equivocado?, ¿cómo nombrar ese sentimiento de lo insustancial y vacuo? Eran las respuestas que buscaba.

Al oírlos confirmé mi decisión de estudiar en la Nacional, aunque, la verdad, tampoco es que hubiera mucho de donde elegir. Los Andes estaba fuera de alcance, lo mismo que la Javeriana.

Además estaría cerca de Juana.

A la medianoche, después de varios whiskys y un bareto, vino una mujer llamada Tania y me invitó a bailar. Me susurró al oído: ¿eres el hermano de Juana?, no sabía que eras tan churro, y tan jovencito. Bailamos un rato, se pegó a mí desde el primer paso y me besó en la boca, me chupó la oreja y me dijo, papi, ¿follamos? Yo había oído esa expresión en cine, así que le dije, nervioso, claro que sí, claro.

Fuimos a un cuarto del segundo piso y sin que mediaran palabras me abrió la bragueta y me hizo una mamada. Tenía un piercing en la lengua y lo refregó con fuerza contra mi glande. Después se quitó la ropa y se sentó en un puff, haciendo a un lado la tanga. Tiramos y fue muy sabroso, me hizo sentir que no era la primera vez. Tenía experiencia, se movía bien y supo llevarme. Gracias a eso no me vine en los primeros treinta segundos, pero cuando terminamos era otra persona. Se molestó porque no encontraba el brassier, luego quiso encender un cigarrillo y el bricket no le funcionó. Por fin encontró su ropa, se vistió dándome la espalda y acto seguido se metió una raya por cada fosa nasal. Le pedí su número, pero ni siquiera respondió. De pronto me miró, como extrañada de verme aún ahí, y dijo, ¿se va a quedar a dormir o qué? Luego pasó algo que acabó de crispar el ambiente: al agacharse a buscar unas gigantescas botas Dr. Martens se le escapó un ruidoso e inconfundible pedo. No una ventosidad vaginal, sino un pedo clásico. Una flatulencia que por desgracia retumbó, lo que acabó de irritarla, aunque no dijo ni «perdón» ni «se me escapó». Insistí con lo del celular, pero dijo:

Mira, no vale la pena que nos volvamos a ver. Tengo novio, un español bravísimo que ahora está de viaje. Y a mis treinta y dos años no me voy a enmozar con un niño.

Con esas palabras salió del cuarto, por donde ya corría un viento ácido. Oloroso.

Me quedé muy mal y no supe qué hacer.

Me dejó solo en un cuarto maloliente que, de pronto, me pareció el lugar más sórdido y triste del mundo. Busqué mi ropa y me vestí. Luego abrí la ventana y aspiré el aire limpio de la noche. De alguna estrella o de la montaña llegó una voz que decía: acostúmbrate a perderlo todo. Me quedé perplejo. Parecía una frase de Edgar, de esas que él inventaba sin que salieran de sus tripas, por el puro placer de combinar sonidos. Luego pensé que más bien parecía de Paulo Coelho y decidí borrarla.

Bajé las escaleras y volví a la fiesta.

Al verme, Juana se acercó, ¿y entonces?, ¿te gustó? Le dije que había sido rico, y ella, para no herirme, dijo, desde que te vio, Tania estaba que te comía. Es ella la que tiene que agradecer. Le di un abrazo y le dije, vamos a bailar, olvidemos esto, enséñame más pasos.