EN Pekín todo parece grande. Y lo que no es grande es extremadamente pequeño; pequeños son los entreverados hutongs, las callejuelas de los barrios antiguos que serpentean entre las casas de ladrillo gris y techos de pagoda; pequeños, muy finos, son los talles de las jóvenes chinas, envueltos en púdicos vestidos; pequeñas son las casas y los comercios, al menos por cuanto puede verse desde afuera, en brusco contraste con los edificios públicos, los palacios del poder, las plazas y los parques. Tal vez la desproporción provenga de algo dramático, y es que Pekín ha sido reconstruida muchas veces sobre sus propias ruinas. Fue esto, al menos, lo que pensó el profesor Gisbert Klauss mientras caminaba por el antiguo barrio de las Legaciones Diplomáticas, al frente del Hotel Beijing, el mismo sector que fue cercado, incendiado y asolado por la furia de los Bóxers. Hoy las calles de este barrio, que se llama Zhengylu, están sombreadas por frondosos árboles; pocas cosas recuerdan el horror que se vivió allí hace exactamente un siglo.

De camino hacia el hotel, saliendo del aeropuerto, Gisbert había observado las imponentes avenidas y los colosales edificios del nuevo Pekín. A pesar de ser frías construcciones llevaban impresas, de algún modo, el sello de Oriente: en la forma de los techos, en los colores, en su estructura. «El Oriente es rojo», se dijo Gisbert, recordando una canción popular de la época del presidente Mao. Estaba satisfecho de su primer encuentro con el idioma. El taxista, un joven del Hunan, lo miró con sorpresa al escucharlo, y poco después lograron regularizar una charla en la que se habló del tiempo, del tráfico, de la polución, de los vientos arenosos que provienen del Gobi y que, cada tanto, cubren la ciudad con una capa de polvo que le da un aire de objeto en desuso.

Pero a medida que el taxi avanzaba en el dédalo de la ciudad, Gisbert fue sintiendo leves destellos de angustia. Estaba lejos de su terreno y debía sobreponerse. «No pasa nada», se dijo, a modo de terapia, «todos los hombres, cada tanto, se encuentran solos. Yo soy sólo uno más, uno de ellos». Él era nuevo, ése era su problema.

La llegada al hotel fue como un bálsamo, pues todo estaba en orden. Tenían lista su reserva, lo esperaban, reconocieron su nombre. Un botones lo acompañó hasta su habitación, que era espaciosa y cómoda, en el piso catorce del edificio, y le enseñó a utilizar los servicios, incluyendo una caja fuerte de combinación electrónica y un minibar, de cuya llave colgaba un abrelatas. Desde la ventana de su cuarto veía una calle repleta de restaurantes y bares. Pero la forma de la ciudad, en esa zona, le provocó inquietud. Parecía estar lejos del centro. Nada de lo que veía era reconocible. Las construcciones que tenía al frente, y, sobre todo, la proliferación de grúas y terrenos baldíos, lo llevaron a creer que estaba en un barrio de la periferia. No era así, según el mapa. Aún no comprendía la ciudad.

La excitación del viaje le impidió tenderse en la cama al llegar, así que se dio una ducha, vistió una ropa ligera —a pesar de ser septiembre aún hacía calor— y salió a la calle. «Al Hotel Beijing», le dijo al conductor, ya muy seguro de su chino, y éste ni siquiera lo miró con sorpresa. Todo iba bien. Por la tarde, a eso de las cinco, llamaría a Jutta para contarle los pormenores de su llegada. Habían acordado una llamada cada tres días y mensajes diarios por e-mail, pues previamente se había informado de que el hotel prestaba ese servicio.

Ahora paseaba por el barrio de las Legaciones, con el librito de Loti debajo del brazo, intentando encontrar alguno de los edificios a los que éste hacía referencia, y preguntándose si no debería hacer él lo mismo, es decir escribir un diario. La idea era atractiva, pero le supondría un compromiso que aún no estaba seguro de poder asumir. Si bien quería aprovechar a fondo su experiencia, tampoco quería sentir la obligación diaria de vivir grandes sucesos. Tenía ganas de conocer Pekín a un ritmo lento y, casi podría decir, caprichoso. «El carácter de esta ciudad me es totalmente extraño», pensó, así que debía acceder a ella despacio, como si fuera una persona silenciosa con la que debía convivir.

De ahí que en su primer paseo, Gisbert se dejara llevar por el antojo y la curiosidad, yendo de una calle a otra, hasta acabar comiéndose un helado en las escalinatas del Palacio del Pueblo, frente a la Plaza de Tiananmen, observando los ríos humanos que iban y venían, y diciéndose que al día siguiente visitaría la Ciudad Prohibida, pues hoy la fatiga le impediría disfrutar plenamente de ella.

Curiosos, vigilantes, parapetados detrás de las páginas de un periódico, muy cerca de él, unos ojillos oblicuos lo seguían sin perder uno solo de sus gestos.

Nelson Chouchén Otálora abrió un ojo a mitad de la tarde y se dijo: «¿Dónde chucha estoy?» El alcohol ingerido en el viaje, unido al jet lag, le pasaba factura; sentía el peso de un elefante oprimiéndole el cerebro. Tardó un segundo en comprender que ya estaba en su hotel, el Holiday Inn del Lido, pues su compañero de travesía, el doctor Rubens Serafín Smith, lo había dejado allí luego de una calurosa despedida en la que él sentenció, entre vaharadas de alcohol: «Te nombro mi proctólogo de cabecera, hermanito, pero si intentas tocarme el culo te mato.» A lo que el doctor respondió: «Tú, definitivamente, tienes el don de la palabra.» Recordaba también, aunque vagamente, que le había propuesto seguirla en el hotel tomándose la última, pero Serafín Smith, en un acceso de culpa y utilizando la que debía ser su última neurona lúcida, le dijo:

—Tengo que preparar la charla, hip, mi estimado, pero ya habrá tiempo, salú, obrigado, hip, chau.

También recordó haberle propuesto matrimonio de rodillas, durante el vuelo, a una de las azafatas, cantándole «Déjame que te cuente, limeña», pero ésta lo mandó a sentarse con cajas destempladas, sobre todo cuando intentó pellizcarle una nalga. Una vaga sensación de ridículo se apoderó de él, y, como le sucedía desde muy joven cada vez que bebía, un devorador remordimiento de conciencia le carcomió el ánimo, agravado por una fuerte opresión en el pecho.

Abrió las cortinas de la ventana y el panorama lo dejó estupefacto. Delante de él se extendía un campo que parecía infinito, enmarcado por abetos empolvados. Vio lejanas, improbables construcciones. Un camión cargaba escombros en una obra vecina. Una cuadrilla de peones trabajaba con palas, a torso desnudo, bajo un sol inclemente. Se acordó de la empleada de la agencia de viajes de Austin, quien le aseguró que se trataba de un hotel muy céntrico, y juró que, a su regreso, lo escucharía. No se iba a burlar de él tan fácil esa cojuda. Luego sacó el mapa y vio que, en efecto, estaba bastante al norte, cerca de la vía al aeropuerto.

Junto a sus documentos encontró una tarjeta del Hotel Kempinsky, que era donde se alojaba el doctor Serafín Smith. Abrió su maleta, sacó un tubo de pastillas Tylenol y se tragó dos, masticándolas, antes de meterse a la ducha y dejar que el agua purificara su doliente humanidad golpeada por el dolor de cabeza, la falta de sueño y trece vasos de ginebra con tónica.

Una hora después, sintiéndose algo mejor, abrió el cofre con los documentos de su abuelo y comenzó a estudiarlos. Curioso: en todos estos años nunca se había interesado por ellos, aunque siempre los guardó como un preciado tesoro. Esto le pareció un símbolo. De inmediato agarró un lápiz y escribió en su cuaderno:

Estas páginas esconden lo que fui, lo que pude ser, lo que soy.

Bebió un sorbo de Fanta, encendió un cigarrillo y continuó, entusiasmado:

Los trazos de esta caligrafía son las líneas de un mapa que prefigura mi rostro.

Y remató:

Mi vida está cifrada en este oscuro signo que quiere decir: Poema.

Es un haikú, pensó. Un poco largo, pero al fin y al cabo haikú. Caray, volvió a decirse, ¿cómo dejó pasar tanto tiempo antes de hacer este viaje? Jamás, en toda su vida de escritor, se había sentido tan inspirado. Pekín era su madeleine proustiana, su Rosebud, su Lara.

La mayoría de los documentos estaban en chino —las cartas habían sido traducidas a mano por el abuelo con ortografía vacilante—, así que eligió uno de los que estaba en español: era el certificado de ingreso al Perú por el puerto del Callao, el 1 de febrero de 1901. Al abuelito Hu le habían pedido una dirección en Pekín y él había dado la siguiente: Zhinlu Bajie, 7, Houhai, Beijing. Luego ojeó algunas de las cartas pero vio que no tenían remite. La mayoría estaban firmadas por Xen, el hermano menor del abuelo.

La emicrania lo disuadió de intentar descifrar lo que el abuelo había traducido, y pensó que ya tendría tiempo para hacerlo en la noche. «Hoy me dedicaré a conocer.» Pero al salir del hotel volvió a maldecir. En ese preciso instante un taladro perforaba el asfalto, al otro lado de la calle.

—Están construyendo un gran centro comercial —le dijo el botones, sonriente, en un inglés aproximativo—. Va a ser uno de los más grandes de Asia. ¿Adonde se dirige el señor?

—Al centro.

—¿A cuál, señor? —insistió el botones.

—Pues al centro de Pekín, ¿a cuál va a ser? —respondió Nelson, malhumorado.

—Es que en Pekín hay muchos centros, señor.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo el botones, sin perder la sonrisa.

—Pues voy al centro que queda más al centro, ¿me entiende?

—Creo que no, señor. ¿No tiene el nombre del centro?

Nelson creyó entender.

—No voy a un centro comercial, joven —le explicó—. Voy al centro de la ciudad.

—Ah, ya. Usted quiere decir al centro.

—Eso es.

—Ya mismo le llamo un taxi, señor.

El botones levantó un brazo y de inmediato un carro rojo se acercó. Le explicó al conductor para dónde iba Nelson y enseguida le abrió la puerta.

—Le deseo que disfrute de su estadía, señor. El conductor lo llevará a la Plaza de Tiananmen. ¿Le parece bien?

—Gracias.

Al salir a una de las avenidas, vio una ciudad de edificios altos, construcciones de ladrillo, cemento y vidrios sucios; un panorama opaco que le recordó las ciudades del este de Europa —Nelson no las conocía, pero las había visto en cine—: moles descoloridas, multifamiliares tristes, la abominable mezcla de suciedad y escritos en spray.

Uno poco más allá, bordeando otra avenida llamada Dongzhimen, vio un bellísimo templo lama y varios palacios al estilo tradicional, es decir de ladrillo gris, madera lacada en rojo y techos en forma de pagoda, con sus dragones retorcidos de finas garras, en lo alto, sus leones de porcelana y sus serpientes.

Vio carros viejos, destartalados, y se preguntó cómo harían esos armatostes de hierro y goma —algunos parecían «instalaciones» de artistas conceptuales— para producir el milagro del movimiento; vio un océano de bicicletas, triciclos, rickshaws, motonetas, moto-triciclos y motos con sidecar. Era el reino de las dos y las tres ruedas, evolucionando sin complejos en medio del tráfico de las avenidas, sorteando camiones y buses, arriesgando y retando, avanzando en los atascos, cruzando en rojo, invadiendo los pasos de cebra y los andenes, ocupando con peligro los carriles centrales y, muchos de ellos, convertidos en carretones para transportar cualquier cosa, desde muebles y electrodomésticos hasta materiales de construcción, todo en movimiento por la tracción de un solo hombre. El taxista, como si condujera por la sabana africana, aceleraba y frenaba de forma abrupta, daba golpes de cabrilla, hundía el pito con las dos manos.

De repente, Nelson se dio cuenta de que llevaba más de cuarenta y cinco minutos por las calles y observó, de reojo, su mapa. No creyó posible que la distancia, entre el hotel y el centro, fuera tan larga. ¿Se habrá querido vengar el botones de su tono irónico enviándolo a algún lugar perdido? De ser así ya se las verían. Se iba a acordar ese conchesumadre. Tal vez a la vista de su piel oscura y achinada —la sangre india confluyendo en el torrente sinológico—, creyó que era un filipino, o un vietnamita, y se quiso burlar. Y el chofer, ¿habrá comprendido bien adonde iba? Como no podía comunicarse, prefirió callar. Aún tenía dolor de cabeza y mareos; no era el momento de hacer reclamos. «Me cogieron cansado estos cojudos», se dijo. El tráfico era una pesadilla. Cada vez que llegaban a un cruce de avenidas Nelson tenía la impresión de atravesar por el centro de una plaza de mercado.

Un frenazo le hizo notar que se había dormido. Entonces levantó la vista y vio la gigantesca plaza. Y se quedó sin habla. «¡Estoy en Pekín, carajo!», gritó, emocionado, al tiempo que bajaba del taxi caminando lento, y habría seguido su marcha si no fuera porque el chofer se le interpuso, sonriente, con el precio de la carrera impreso en un papel. «Siempre hay un ser vulgar que interfiere en los momentos de gloria», se dijo, enfurecido, mientras pagaba. Había pensado discutirle, pero al ver la ridícula cantidad decidió ahorrar fuerzas. Luego siguió caminando, con los ojos húmedos. De esa ciudad había salido su abuelo cien años antes y ahora él estaba ahí. Con cuántas dudas y preguntas, con qué miedos habría partido ese joven de treinta años, Hu, que hizo posible su vida; y qué cerca estuvo, además, de cambiar el rumbo, de no embarcarse al Perú sino hacia Estados Unidos, o hacia Brasil, pues el origen de su familia no fue el resultado de una elección, sino que la dictó el destino del barco en el que Hu Shou-shen fue recibido como grumete. El que iba al puerto del Callao fue el único al que pudo subir, y por esa razón, hoy, él era peruano y su obra latinoamericana. Qué peripecias.

En estas mismas calles, en torno a la Ciudad Prohibida, cuando en ella aún habitaba un emperador, Hu debió cavilar, buscar consejo sobre qué hacer y adonde ir. Pero ahora que lo pensaba, nunca había sabido realmente por qué su abuelo se fue de China. Su padre —del que tenía pocos recuerdos por una muerte prematura, a sus doce años—, no le habló nunca de eso; del abuelo tenía una imagen que ya no sabía si provenía de un recuerdo propio o de una foto vista años atrás, en el Cuzco, en casa de la abuela, que era mucho más joven que Hu y que él sí conoció. Por cierto que la abuela, cuando se lo preguntaba, decía: «Tu abuelito siempre dijo que había venido al Perú para casarse conmigo.» Caramba: ¿por qué su abuelo emigró? Buena pregunta. Ésa era, sin duda, la primera respuesta que debía buscar.

El Hotel China World me dejó perplejo. Una enorme bóveda de fondo esmaltado brillaba en lo alto del lobby, y abajo, sederías amarillas, sillones cuadrados al estilo antiguo, multitud de objetos preciosos protegidos por fanales de cristal, espejos, arcadas de ébano esculpidas y caladas, un jardín interior con animales heráldicos en bronce.

Arrastrando el maletín de mano en el que guardo mi equipo, llegué hasta la recepción, acezante, y, tras regularizar mi entrada, subí al cuarto sintiendo una inmensa alegría, pues el hotel, además de muy elegante, contaba con una deliciosa zona deportiva que incluye baños turcos y sauna. Ya habrá tiempo para eso. En los viajes de trabajo suelo ser muy disciplinado y sigo un método riguroso que me evita perder tiempo y, sobre todo, estar sujeto a azares. Lo primero que hago al llegar a mi cuarto —éste es amplio y tiene una vista imponente de la ciudad, pues está en el piso 32—, es cambiar la disposición de los muebles, ya que, por lo general, no han sido distribuidos pensando en la gente que trabaja, o, al menos, en la gente que trabaja como yo, soldadito raso, sino en ejecutivos que no deben, como decimos en la profesión, «ensuciarse los dedos de tinta».

Por cierto que la información que me dio Pétit en Hong Kong no es la panacea de la claridad. El dichoso dossier del que habló consiste en una serie de mapas de la ciudad con publicidad de hoteles, restaurantes y night clubs, iguales a los que había en el quiosco de información del aeropuerto, más un folleto de información turística sobre viajes organizados a la Gran Muralla y el Palacio de Verano. Había también un cuadernillo publicado en el South China Morning Post sobre la gastronomía local, con atención a los platos cantoneses, en el que se afirma que el plato chino más conocido en Occidente, el chop suey, fue inventado en un restaurante de San Francisco.

Lo único claro, en realidad, fue una nota escrita a mano, cuidadosamente guardada junto al billete de avión, que decía lo siguiente: «Al llegar a Pekín no se mueva del hotel. Alguien vendrá a buscarlo. Pétit.» Qué misterios y qué urgencia. Pero así era mejor. Cuando estoy en misión de trabajo no hago turismo; si hay tiempo, prefiero hacerlo cuando el material está listo. Es que igual no lo disfruto. Por eso lo correcto era esperar el contacto descansando, y qué mejor lugar para hacerlo que la sala del Fitness Club, subsección Health Center.

En esto de la comodidad y el lujo, la verdad es que los asiáticos son insuperables —recuérdese, si no, la expresión «lujo asiático»—. El lugar era perfecto; sauna, cámara de vapor, piscina de inmersión con chorros de agua al estilo jacuzzi, sala de reposo en penumbra con sillones reclinados, mullidas toallas, y, al fondo, una piscina cubierta, sillas para recostarse y palmeras.

Había hecho tres entradas a la sauna y me encontraba deliciosamente recostado en una poltrona, leyendo a Malraux, cuando escuché mi nombre por los altavoces: «Phone call for Mister Sueires Salseidou.» Salí como un bólido y agarré el auricular.

—¿Aló?

—Señor Suárez Salcedo —una voz desconocida me habló en francés, con un lejano acento oriental—. Lo espero abajo. Estamos retrasados, así que, por favor, apúrese.

—Oiga, espere un momento, ¿quién es usted? —dije, molesto por el tono autoritario de mi interlocutor.

—Apúrese, por favor, ya le explicaré en el camino. Estaré en el bar. Tengo un diario en la mano y soy una persona de estatura baja.

—¿Baja? Déme más datos, aquí todos son bajitos y el vestíbulo está repleto de gente —lo conminé, mientras me frotaba los antebrazos y la barriga con la toalla.

—Ese dato es suficiente. Soy una persona extremadamente baja. Apúrese. Clic…

Fui corriendo a mi habitación, cogí el equipo y me precipité hacia el ascensor. La verdad, empezaba a cansarme de tanto misterio.

Al llegar al bar miré hacia las mesas y lo reconocí de inmediato. Era, en efecto, alguien extremadamente bajito. Era un enano.

—Me llamo Chow Zhencai. Vamos.

Chow se escabulló entre la gente; me costó trabajo seguirlo y sólo lo alcancé en la puerta. Allí lo esperaba un taxi en el que, colegí, había venido, pues tenía muy avanzado el contador. Le dijo algo al chofer y nos pusimos en marcha.

—Tengo enanismo hipertiroidal —explicó Chow—. Mi estatura es de un metro y trece centímetros. Si hubiera nacido en un país más moderno me lo habrían curado, pues no es de origen genético. Pero nací en la China de la Revolución Cultural. Qué le vamos a hacer.

Supuse que le hacía bien hablar, así que lo escuché en silencio, reprimiendo el caudal de preguntas que hacían fila en mi mente y que nada tenían que ver con su enfermedad.

—No vaya a creer, por lo que acabo de decir, que no me siento orgulloso de ser chino —continuó exaltado—. No se equivoque conmigo, señor Suárez Salcedo. Me siento orgullosísimo de mi patria, y si tuviera que volver a nacer, preferiría ser igual si ése fuera el costo de ser chino. Además, ser enano tiene sus ventajas. ¿Le digo una?

—Dígamela, por favor —asentí.

—Las mujeres —dijo, picando el ojo—. ¿Me entiende? Puedo mirar debajo de la falda con poco esfuerzo, sobre todo si son alemanas. Son muy altas.

Supuse que al acabar su terapia el enano empezaría a decirme cosas importantes. ¿Para dónde íbamos? ¿Quién diablos era él? ¿Qué era todo este misterio? ¿Por qué era un chino y no un francés el que venía a buscarme al hotel?

—Las mujeres de Mongolia Interior no me gustan demasiado —continuó Chow—, pero son las más fáciles. Bajitas, piernas gordas y tetas anchas. No hay nada más fácil en este mundo que acostarse con una mongola. Dígame, ¿por qué le estoy diciendo todo esto?

—No lo sé, señor Chow, usted hablaba de las ventajas de ser bajito…

—Ah, sí, pero me va a tener que perdonar —reviró—. En este momento no tengo tiempo para explayarme en detalles. Luego, cuando todo se calme, vuelva a preguntarme y ya veremos.

¿Estaba loco el señor Chow? La verdad es que los contactos de Pétit eran un verdadero lujo.

Permanecí en silencio mientras el taxi avanzaba por calles infinitas, sorteando bicicletas y «rickshaws», y si no me atreví a hablar fue sólo por temor a que mi «compañero» retomara el hilo de sus devaneos. Recordé, observándolo, el inicio de una novela de Julio Ramón Ribeyro: «Como todo hombre bajito y por lo tanto presuntuoso, el doctor Carlos Almenara consideraba…» Chow no sólo era presuntuoso. Era, además, autoritario. ¿Dónde habrá aprendido el francés? ¿Qué tendrá que ver con mi trabajo?

El taxi se detuvo en un barrio bastante feo e inhóspito. Chow pagó, saltó del carro y me invitó a seguirlo.

—Le agradezco que no haya hecho ninguna pregunta durante el viaje, y espero que ésta sea la tónica general durante su estadía —me dijo—. Esta ciudad tiene oídos. Olvidé decírselo antes de subir al taxi. Pero vamos, nos están esperando.

Subimos por unas escaleras de paredes húmedas. Olía a cebolla y a fritura. Por un momento tuve la sensación de que, en lugar de Pekín, estaba en la antigua Roma, y que debíamos buscar a los católicos en un escondite insalubre. Soy una persona confiada y creo en la gente hasta prueba contraria, pero a estas alturas ya era consciente de que en esta extraña misión había gato encerrado. Olía a gato encerrado.

Una puerta se abrió y entramos a un apartamento estrecho, decorado con muebles viejos.

—Usted espere aquí, por favor —dijo Chow, dejándome en una habitación en penumbra en la que había un pequeño sofá, una jarra de agua y tres vasos.

Pensé en salir de ahí y regresar al hotel en un taxi, pues empezaba a estar harto de tener que esperar a todo el mundo. Pero al pensarlo una puerta se abrió y entraron dos personas. No pude ver muy bien sus caras, pero noté que uno era chino y el otro occidental.

—Bienvenido a Pekín, señor Suárez Salcedo —dijo el occidental alargando una mano—. Mi nombre es Peter Oslovski. Reverendo Peter Oslovski. Él es Sun Chen, mi superior.

Estreché sus manos algo más calmado.

—Supongo, reverendo —dije—, que usted me dirá qué es exactamente lo que vine a hacer aquí.

—Sí, claro que sí. ¿Desea un poco de agua fría? Hace calor por esta época.

—Gracias.

Bebí un trago. La verdad es que estaba cansado. Muy cansado.

—Contamos con su ayuda —dijo el reverendo— para encontrar a un sacerdote de nuestra congregación que está en peligro; por causa de un, digamos, fatídico pero interesantísimo hallazgo, él se encuentra temporalmente desaparecido. Usted debe llegar hasta él y ayudarle a sacar de China un documento.

—¿Qué documento? —pregunté—. ¿Por qué es importante y por qué está en peligro ese sacerdote?

—Demasiados interrogantes, estimado amigo. Hay que proceder despacio y usted, por desgracia, tendrá que ser muy paciente.

Yo, la verdad, no estaba para lecciones de comportamiento.

—Quiero saber exactamente cuál es el enredo de ese cura y por qué me trajeron hasta acá —dije con brío, levantándome—. Yo vine a hacer un reportaje, no a salvar a nadie. Cuando conteste a mis preguntas, reverendo, le diré si estoy dispuesto a ayudar. Ya sabe en qué hotel estoy.

Dicho esto salí de la habitación. Bajé las escaleras, llegué a la calle, me alejé y empecé a buscar un taxi. Pero había pocos carros por esa zona. Entonces caminé hasta la esquina y vi, a lo lejos, una hilera de edificios. Seguí caminando con la esperanza de encontrar una zona más concurrida, pero en lugar de eso llegué a un terreno baldío. La parte trasera de los edificios era aún más inhóspita.

De pronto vi venir un carro. Se aproximó despacio, y, al estar a mi altura, se abrió una de sus puertas traseras. Dentro estaban Chow, Sun Chen y el reverendo Oslovski.

—Debe usted aprender la paciencia —dijo el reverendo—. Venga, suba. Lo llevaremos a su hotel. Por el camino le explicaré qué es lo que pasa.

Sentado en las escalinatas del Palacio del Pueblo, el profesor Gisbert Klauss extrajo su grabadora y empezó a hablar. Pekín. Primer día. Horas 15:45:

«Mis primeras impresiones de la ciudad sólo pueden ser de admiración. Lo que tanto he estudiado y entrevisto de lejos, ahora toma cuerpo. Pero hay, de cualquier modo, una distancia: la que suele haber entre los libros y la realidad, entre la teoría y la práctica. El país literario es otro. De algún modo, todo lo que está escrito es irreal, aunque haya existido. Lo que es verdadero, en cambio, es la Historia. Aquí, delante mío, está el mausoleo de Mao Zedong. Nunca antes otro ser humano tuvo bajo su mando la vida de tantas almas. Su cuerpo se puede ver.

Lo nuevo y lo tradicional conviven. Los rascacielos y los restos de la vieja muralla, la pobre muralla de la ciudad. Su destrucción supuso un gravísimo atentado contra el patrimonio, y no fue el único. Siento júbilo. Grandes personajes estuvieron aquí antes que yo; además de Loti, debo pensar en mi admirado Mateo Ricci. La plaza no existía en su época, pero sí la Ciudad Imperial y la populosa Ciudad Tártara.

Los emperadores y las autoridades comunistas comprendieron algo que en Occidente también se practica: la relación entre la grandeza arquitectónica y la grandeza del Estado. La primera es el símbolo de la segunda. No hay segunda sin primera. Lo sabemos nosotros, en Alemania. El Estado es un concepto que no se ve y sólo los grandes palacios hacen visible. La veneración no existiría sin palacios. La gente camina erguida, orgullosa de sus símbolos.»

Terminada su grabación, Gisbert Klauss guardó el aparato, revisó su mapa y cruzó de nuevo la plaza, con la intención de visitar una librería. Según su guía turística, el mejor lugar para ello estaba muy cerca, en la arteria comercial de Wangfujing, y para allá se fue, sin notar que alguien se levantaba tras él, y, a prudente distancia, se disponía a seguirlo, al tiempo que extraía del bolsillo un teléfono móvil y decía algo de forma apresurada.

Al llegar a Wangfujing se quedó sorprendido, pues, en efecto, parecía la avenida más moderna y animada de la ciudad. Enmarcada por gigantescos centros comerciales de techos curvos, Gisbert vio ríos de gente entrando y saliendo de sus mil almacenes de baratijas; objetos en jade y ágata, pequeños ídolos de alabastro, marfiles tallados, sedas y brocados, pero también tiendas de imitaciones, farmacias tradicionales, cafeterías con amplias terrazas, bares y restaurantes de moda. Más adelante, Gisbert eligió una enorme librería de varios pisos y buscó la sección de literatura china. Para su enorme sorpresa, no tenían ediciones recientes de la obra de Wang Mian. Entonces se dirigió a uno de los dependientes.

—Buenas tardes —dijo en chino, ya muy seguro—, ¿podría decirme dónde se encuentran las obras de Wang Mian?

El empleado lo miró con curiosidad.

—¿Puede repetirme el nombre?

—Wang Mian.

—Espere un momento, por favor.

Desde el fondo de la sala, escondidos detrás de un anaquel, los vigilantes ojillos no dejaban de mirarlo.

El dependiente fue a la caja y parlamentó con un empleado que, por su uniforme, parecía ser un superior jerárquico, el cual, a su vez, llamó por teléfono a otro dependiente. Reunidos los tres, el primero señaló a Gisbert, que continuaba ojeando las estanterías.

—Disculpe, señor —dijo el de más rango, acercándose a Gisbert—. ¿Es usted quien busca las obras de Wang Mian?

—Sí, soy yo.

—Es que, verá, debo decirle que por el momento están agotadas. ¿Buscaba algún título en especial?

—Bueno, sí. Quisiera una edición facsímil de Historia de los nombres cambiados, a ser posible aquella basada en la versión de la Cabaña del Reposo Yacente, Pekín, 1975, Editorial de Literatura Popular.

—Si tiene usted un poco de paciencia, señor —dijo el empleado—, tomaré los datos. Tal vez logre conseguirla en un par de días.

—Es muy amable.

El dependiente tomó nota y le dio a Gisbert una tarjeta.

—Llámeme al final de la semana, señor. Ahí tiene mi nombre y el número directo de esta sección de la librería.

Gisbert agradeció, pero antes de retirarse el dependiente volvió a hablarle.

—Si le interesan las ediciones antiguas, señor, le aconsejo dar un paseo por las librerías de viejo de Dongsi Nandajie. No está lejos de aquí. Si me permite se lo señalo en su mapa.

Gisbert lo desplegó y el empleado trazó varios círculos.

—También puede buscar en los anticuarios del parque Houhai. A veces se consiguen cosas valiosas. Veo que el señor es un especialista.

—Soy estudioso de la cultura china, joven —dijo el profesor—. Le agradezco mucho sus consejos.

La curiosidad y el afán filológico de Gisbert se erizaron de antenas, y volvió a la calle olvidando el cansancio. También olvidó la promesa de llamar a Jutta.

Efectivamente, la calle Dongsi estaba muy cerca y, en el lugar indicado, encontró una de las librerías. Era un salón bastante profundo y algo oscuro, con los muros repletos de volúmenes. Varios dependientes de bata blanca evolucionaban entre los libros, algunos de los cuales estaban expuestos en canastos. Gisbert empezó a buscar, emocionado, y al cabo de varias horas, tras haber encontrado una primera edición en español de José María Arguedas (Canciones y cuentos del pueblo Quechua, Ed. Huascarán, Lima, 1949), y algunos libros en inglés de viajeros a China, se dio por vencido, mareado por la tormenta de títulos, pero sin encontrar uno solo de su admirado Wang Mian.

El propietario se acercó a él y le ofreció ayuda.

—Veo que usted se interesa por los libros chinos, señor —dijo—. Supongo por ello que conoce nuestro idioma.

—Sí, aunque de modo aproximativo —respondió Gisbert Klauss—. Soy profesor de la Universidad de Hamburgo y me ocupo de Sinología.

—¿Busca algún título en especial?

Gisbert Klauss repitió la petición y el propietario, un apacible anciano de pelo cano y cara sonriente, le dijo que lo acompañara.

—Venga, venga conmigo —dijo abriendo una puerta—. Tengo otra sala de libros especiales. O mejor: para clientes especiales, como, presumo, es usted.

—Amable presunción —correspondió Gisbert.

Era un espacio más pequeño y mejor iluminado que daba a un patio central. Los libros estaban cuidadosamente expuestos en anaqueles y pudo reconocer, a primera vista, algunos de los títulos que tenía en su biblioteca de Hamburgo, como el Libro de los cambios, en la edición facsimilar de la Editorial de Libros Antiguos, de Shanghai, o el Diccionario de leyendas chinas (Zhongguo Shenhua Chuanshuo Cidian), de la Editorial Ci Shu. El propietario, pasando el dedo por los lomos —algunos de ellos encuadernados en piel—, sacó varios volúmenes y los colocó en la mesa.

—Esto es todo lo que puedo ofrecerle de Wang Mian.

Gisbert, con los nervios tensos, vio el Libro de los nombres cambiados en la edición que buscaba, más otros que también conocía en ediciones apreciables, todas facsímiles de las viejas impresiones del siglo XVIII: El lirio y la espuma, Los días de Oriente, Canción de otoño al mediodía, Numéricas. Antes de hacer la pregunta siguiente, es decir ¿cuánto valen?, Gisbert hizo un rápido cálculo de lo que podría pagar; convino, en íntima consulta con su contador, no más de cien dólares por volumen, lo que equivalía, tratándose de cinco libros, a cuatro mil yuanes. Con esta cifra en la cabeza se atrevió a preguntar.

—¿Y qué precio tiene éste? —dijo con el Libro de los nombres cambiados en la mano, sabiendo que le sería más fácil negociar uno por uno.

—Dos mil yuanes y son suyos, señor —respondió el propietario, uniendo las dos manos sobre la barriga.

—¿Dos mil yuanes por éste? —preguntó Gisbert.

—No, por todos.

El corazón le dio un golpe en el pecho, pues era una verdadera ganga. Entonces esperó un segundo, en silencio, hasta que el hombre volvió a hablar.

—Usted me cae bien, profesor. Llévelos por mil quinientos yuanes. ¿Le hago un paquete?

—Sí, por favor.

Un vago sentimiento de culpa se apoderó de él, pero apretó las mandíbulas y dejó que pasara. Luego preguntó:

—¿Y cree usted que sea posible encontrar otras obras de Wang Mian?

—Bueno, siempre se puede intentar —respondió el librero—. Por supuesto que no le puedo prometer Lejanas transparencias del aire, pero sí otros volúmenes de poesía como Agosto en brumas o El pez dorado.

Gisbert lo observó con curiosidad.

—¿Qué título dijo?

Agosto en brumas —respondió el librero—. O El pez dorado, depende de sus preferencias.

—No, me refiero al otro…

—Ah, Lejanas transparencias del aire —el librero habló en voz baja, se acercó a la ventana y la cerró—. Discúlpeme, si desea hablar de ese libro es mejor que nadie nos oiga. Trae mala suerte.

—¿Lejanas transparencias del aire? —preguntó Gisbert Klauss—. Qué raro. Nunca lo escuché nombrar. ¿Por qué trae mala suerte?

—Bueno, es un libro que hoy pocos conocen. Fue lo último que escribió antes de morir, alcoholizado. Al parecer trata el tema del viaje místico, de los diferentes estados de perfección a partir de una serie de iluminaciones. Se publicó tarde, pues el manuscrito no apareció hasta 1880. De él se hicieron cien copias.

—Qué interesante —Gisbert sacó una libretita y escribió el título—. No sabía nada al respecto. ¿Por qué dice que trae mala suerte?

El viejo librero invitó a Gisbert a sentarse. Le ofreció una taza, colocó dentro unas hojas de té y vertió agua hirviendo de un termo metálico.

—Verá, ese libro fue adoptado como doctrina sagrada por la Sociedad Secreta de los Yi Ho Tuan.

—¿Los Bóxers? —preguntó Gisbert Klauss.

—Bueno, ése es el modo erróneo en que se les llama en Occidente —dijo el librero—. Pero sí. Ellos.

—Y por eso trae mala suerte… —coligió Gisbert.

—Como usted sabe, esa aventura acabó muy mal. Supuso la destrucción de Pekín y el inicio de un largo período de oprobio para nosotros, de rodillas ante las potencias extranjeras.

—Lo sé —dijo Gisbert—, y sepa que me avergüenzo del oscuro papel jugado por mi país.

—Pues bien —continuó el librero—, se dice que en ese texto, que como le dije proviene de un sueño místico de Mian, se habla de la destrucción de los «enemigos de la cruz», que es el modo en que él llama a los cristianos, como paso previo a la instalación definitiva del paraíso. Ésa fue una de las razones por las cuales los Bóxers decidieron acabar con los sacerdotes, y por extensión con todos los occidentales, que fueron quienes trajeron la cruz. Debe usted recordar que China ya había sido humillada muchas veces en los años anteriores, sobre todo por Gran Bretaña y Francia. En esas condiciones, cualquier doctrina de venganza, bien estructurada y con la promesa de un paraíso, sería acogida por centenares de miles de personas que sufrían hambre, desempleo y falta de futuro.

Se escuchó un ruido del otro lado de la puerta y el librero, nervioso, se levantó. Luego abrió la puerta muy despacio. Un enorme gato pomerania le saltó a los brazos.

—¡Xiu! —exclamó, aliviado—. Es un gato muy curioso. Tan pronto ve una puerta cerrada quiere saber lo que sucede detrás.

Dejó el gato en el suelo, regresó al sofá y continuó hablando.

—Todos los ejemplares de Lejanas transparencias del aire se quemaron en la destrucción de Pekín, en 1900, pero existe el mito de que el manuscrito se salvó. La copia original, ¿me entiende?

—Sí, perfectamente —respondió Gisbert.

—Por eso le decía que trae mala suerte —explicó el librero—. Durante los días posteriores a la toma de Pekín por los aliados, cualquiera al que se le encontrara un libro de Wang Mian era decapitado y su cuerpo tirado a los perros. Las cien copias de Lejanas transparencias del aire desaparecieron entre las llamas, durante el incendio del cuartel general de los Bóxers, pues ellos los habían reunido en una especie de Biblioteca Sacra que sólo podía ser consultada de rodillas. Ese edificio estaba situado en el Tiantadongmen, cerca del Templo del Cielo, y dicen las historias que muchos Púgiles Sacros murieron quemados abrazando copias del libro. El manuscrito original, en cambio, parece haberse salvado. Se dice que un monje lo sacó de la biblioteca antes del ataque. Claro, nadie sabe dónde está, y, para serle sincero, ojalá que nunca aparezca. Hoy existe un grupo que lo busca, una sociedad secreta que se formó en plena República Popular y que espera con ello ganar más adeptos de los que ya tiene. El comunismo cambió la vida de todos y nos permitió construir esta gran nación, pero las tradiciones no se olvidan. China es un viejo país con buena memoria, profesor.

Dos golpecitos tímidos en la puerta marcaron el final del diálogo del librero. Era uno de sus colaboradores. Debía atender el teléfono para la compra de una biblioteca.

—Me va a tener que disculpar, profesor —dijo, levantándose—. El trabajo me llama. Vuelva por acá, intentaré conseguirle ediciones de los otros libros de poemas.

—Gracias —dijo Gisbert—. Y permítame felicitarlo. Más que un librero, que ya es un oficio noble, es usted un hombre muy culto. Me gustaría retribuirle de algún modo lo que me ha enseñado hoy.

—Los conocimientos no se ejercen, profesor —respondió el anciano—. Sólo se transmiten. Soy yo el que le agradece por haberme escuchado. Si lo desea, vuelva mañana a la hora del cierre, es decir a las seis de la tarde. Tendré mucho gusto en ofrecerle otro té.

—Seré puntual —respondió Gisbert, devolviendo la atención con una venia.

Al salir a la calle, con el intelecto bullendo de curiosidad, Gisbert pasó frente a un hombre recostado en el muro de la librería. Si se hubiera fijado en él le habría calculado cuarenta años, y por su vestido de dril y su corbata le habría supuesto un cargo medio en alguna oficina pública. Pero no lo hizo. El hombre, en cambio, escupió la colilla de un cigarro y se puso en marcha, tras él.

Después de caminar por los alrededores de la Puerta del Sur y de comprar algunas baratijas en los mercados populares en torno a Dazhalan Jie, Nelson Chouchén Otálora regresó a su hotel. Allí, sintiéndose aun algo mareado por los excesos del viaje, extrajo el cofre de las cartas y sacó un cuaderno de notas. Había llegado el momento de pasarlas a limpio corrigiendo la ortografía —el español del abuelito Hu, ya lo dijimos, era muy variopinto—, y adecuándolas a su estilo literario, pues pensaba utilizarlas en su gran novela china. Para ello eligió la de fecha más antigua, encendió un cigarrillo y se dispuso a trabajar.

«Querido Hermano,

Hemos terminado de levantar el muro trasero de la casa. Cuando llueve y el canal se desborda ya no entra el agua. Tampoco entran las ratas. Anoche debí matar dos perros hambrientos que merodeaban por el patio y que intentaron atacar a Xiu Lin. Los perros se acostumbraron al sabor de nuestra carne y ahora la quieren arrancar de los vivos. Por eso hay que matarlos. Los perros ya no son nuestros amigos. Sun Jie está bien, crece robusto y llora sólo de hambre. No hay comida y el olor del humo se quedó metido en los muros. La semana pasada matamos un caballo herido en Xiajing y pude traer carne. Estaba dulce, pero buena. Ya casi no nos persiguen. El mes pasado fue diferente. Estaba en la casa de Bin Liao, cerca de la Estación de Trenes, y alguien nos denunció, pues, en la noche, está prohibido detenerse a hablar en la calle. Vinieron los guardias con armas. Yo escapé por el techo y al saltar me clavé en el muslo una punta de madera. Cogieron a tres de nosotros y ahí mismo les cortaron el cuello. Las autoridades dicen que ya no nos fusilarán para no gastar munición y no inquietar a los vecinos. Estuve escondido en el caño trasero de la casa porque los soldados no se iban. Por fin, la segunda noche, pude salir. Me vendé la herida. Ya no sangraba, pero tenía muchas astillas dentro. Por el camino encontré a Chen y salimos juntos, arrastrándonos entre las sombras. Cerca del lago Xihai dos soldados japoneses nos vieron. Estrangulé a uno, pero mientras lo hacía me mordió la mano tan fuerte que volví a perder sangre. Chen lanzó su cuchillo sobre el otro antes de que hiciera fuego. Le erró al corazón, pero el filo le destrozó los pulmones y no pudo gritar. Les quitamos las armas y los uniformes. Los tiramos al lago con el estómago lleno de piedras. La lluvia se llevó la sangre. Le dimos sus vísceras a los perros.

»Ahora, en Beijing, somos muy pocos. Gao Shen dice que debemos esperar y organizarnos de nuevo. El bambú se agacha cuando llega la tormenta, pero luego vuelve a levantarse. Así dice Gao Shen. Organizarse. ¿Qué piensas de esto, hermano? Muchos preguntan por ti. Yo no he dicho que te fuiste. Digo que estás escondido. Que aparecerás un día. Que una mañana va a abrirse la puerta y tú entrarás. Así debe ser. Podrían buscarte o hacer que te capturen. No se lo diré a nadie. Lo que no debe saber tu enemigo, no se lo cuentes a tu amigo. Le tienen miedo a tu nombre. Degollaron a dos vecinos de Zhen sólo por llamarse como tú. Sigues peleando entre nosotros sin estar, hermano, porque aún infundes miedo. Escribe donde ya sabes.

Xen.»

El corazón de Nelson bombeó la totalidad de su sangre en un segundo: ¡Esto era dinamita pura! Su abuelo había luchado en alguna facción clandestina, y, por lo que creía comprender, era uno de los cabecillas. Lamentó el durísimo esfuerzo que le costaba desentrañar el significado de cada carta, pero supuso que era mejor así. «Sólo lo difícil es estimulante», había escrito Lezama Lima —Nelson nunca lo había leído, pero conocía su obra a través de sesudos escritos críticos—. El destino le enviaba señales muy claras. La historia de su vida, intuyó, había estado esperándolo en la gaveta de su escritorio, disimulada en las brumas de ese español inexacto, de esa caligrafía vacilante.

A pesar del picor en los ojos, abrió el cuaderno de poemas y escribió:

Soy el último de una larga y heroica estirpe de guerreros.

Nuestras armas están húmedas de victoria y de lluvia.

Los perros, ardorosos,

llevan el corazón del enemigo en sus fauces,

y al fondo del lago Xihai reposan sus cuerpos.

Si aceptas combatirme,

es porque no temes morir.

Es porque eres valiente.

Fue al vestíbulo central del hotel y preguntó si había restaurantes por allí cerca. Le dijeron que sí, pero que debía ir en taxi. Entonces se asomó a la calle y comprobó, horrorizado, que los taladros continuaban, que los trabajos en la obra del frente no paraban. Filas de camiones subían y bajaban. Centenares de obreros deambulaban entre la arena y el polvo. De vez en cuando, la oscuridad se iluminaba con el destello de un soldador.

—¿A qué hora terminan? —preguntó Nelson al botones de la puerta.

—Trabajan veinticuatro horas, señor. La construcción del nuevo Pekín no admite demoras. China es hoy un país moderno gracias al…

—¿Quiere usted decir que tendré que soportar este ruidajo toda la noche?

—Me temo que sí, señor. En la recepción podemos ofrecerle tapones para los oídos.

Nelson pateó al aire, enfurecido. Usaría dinamita contra la agencia de viajes de Austin. La demandaría ante la Corte Suprema de Justicia. Le enviaría a la empleada, en empaque transparente, una guía para la práctica del sexo anal con animales. «Se habrá querido burlar de mí al verme la cara», pensó, con odio, «y ahora se estará riendo, pero ya verá». Como escribió en su poema —y esto valía también para Norberto Flores Armiño—: «Si aceptas combatirme / es porque no temes morir.»

Frustrado, volvió a entrar y fue a sentarse a una mesa en el restaurante. No podía cambiar de hotel en los próximos quince días, pues había pagado por adelantado; al tratarse de un precio con descuento, no tenía reembolso. Cenó en el buffet y, luego, eligiendo otra de las cartas de su abuelo, decidió pedir un taxi.

—Al Hotel Kempinsky, por favor.

Pensó que podría preguntar los precios, beber algo en el bar y trabajar un poco. A lo mejor se encontraba con el brasileño del avión, el simpático proctólogo.

Pero al llegar al Kempinsky sus sueños se desvanecieron. Era un hotel de cinco estrellas, con un lujoso lobby de suelos relucientes. «Mierda», pensó, «éste es el hotel que debí elegir; si lo hubiera hecho desde Austin el precio habría sido accesible». De cualquier modo bebería el trago en el bar con la esperanza de ver a Serafín Smith. Había pagado de su bolsillo los tragos del avión y ahora el médico podría invitarlo. Se lo había prometido.

El proctólogo no estaba por ningún lado, así que pidió una cerveza y se sentó en la barra, carta y libreta en mano. Había mucha gente. Ejecutivos y turistas ricos evolucionaban entre las mesas, atendidos por bellas señoritas. Pero ése, por desgracia, no era su mundo. Podría serlo, se dijo, si sus libros se vendieran en varios países, si fuera un escritor exitoso, si recibiera premios internacionales y las universidades se lo disputaran para dar ciclos de conferencias, siempre con jugosos cheques en marcos, francos franceses o suizos. «Ya llegará todo aquello», pensó, «cuando regrese de China y escriba mi gran obra. El mundo va a tener que parar y abrirme un espacio. La Literatura Universal tendrá Chouchén Otálora para rato. La madre que sí».

En ésas estaba, bebiendo su cerveza y soñando, cuando le llamó la atención un hombre bajito, de aspecto delicado y facciones nórdicas. Tenía a su lado una pila de libros y notó que uno de ellos era en español: Canciones y cuentos del pueblo Quechua, de su compatriota José María Arguedas. Entonces aguzó la vista. ¿Estaba soñando? ¡Era la primera edición!

—Disculpe mi atrevimiento —le dijo—, pero supongo por este libro que habla usted español.

—Hablo una poquito, solamente, aunque puede leer sin problemas —dijo el hombre—. Me llamo Gisbert Klauss. Estoy alemán.

—Nelson Chouchén Otálora, peruano.

Gisbert bebía cerveza con whisky. Nelson acercó su vaso, guardó la carta del abuelito Hu y arrimó su silla.

—Le decía que me llamó la atención por ser un libro en español —dijo Nelson—, por tratarse de un autor peruano, y, sobre todo, por ser una primera edición.

Gisbert Klauss alejó hacia la derecha los libros de Wang Mian y extrajo el de Arguedas.

—Pues fíjese qué casualidad más afortunada la mía —dijo—. Estaba yo buscando libros y lo encontré durante la tarde, aquí, en una librería de Pekín, ¿no es fabuloso?

—Sí —dijo Nelson—. Realmente fabuloso. ¿Es usted coleccionista?

—No, no. Soy catedrático de Sinología en la Universidad de Hamburgo.

—Entonces somos cuasi colegas —celebró Nelson—. Yo soy profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Austin. En la biblioteca tenemos una copia idéntica a ésta. Por eso la reconocí.

—Ah, pues lo lamento —dijo Gisbert Klauss—. Tal vez usted debería haberlo encontrado y no yo.

—Al revés, profesor —concedió Nelson—. Si usted lo tiene estará al alcance de más gente. Debe haber pocos ejemplares como éste en Alemania.

Nelson lo ojeó, acercó su nariz a la costura, revisó el colofón. Estaba en muy buen estado.

La conversación, de inmediato, versó sobre el tema del que hablan todos los viajeros. ¿Qué hace en la ciudad? Nelson explicó que estaba de vacaciones, que era escritor y que había venido a recopilar material para una novela.

Este último dato hizo que Gisbert Klauss abriera los ojos con admiración.

—¿Y tiene algún libro publicado en Alemania? —preguntó.

Bebió un trago de cerveza que le supo amargo.

—No, no, pero mi agente está en negociaciones. No recuerdo el nombre de las editoriales que se han interesado.

—Entonces será usted un autor con trayectoria, ¿puede repetirme su nombre, por favor?

Nelson odiaba esa pregunta, pues sabía de memoria lo que venía después: el interlocutor repetía su nombre mirando hacia lo alto y luego decía no, no lo conozco, pero la verdad es que no estoy muy al día en literatura contemporánea.

—Nelson Chouchén Otálora.

Gisbert Klauss repitió su nombre mirando hacia lo alto y arrugó los ojos, buscando en su memoria.

—No, no. Pero no haga caso de lo que le digo, la verdad es que no estoy muy al día en literatura contemporánea.

Para la segunda ronda, Nelson se animó a acompañar su cerveza con un whisky.

Hablaron de literatura. Gisbert le confesó su pasión por los autores chinos y le explicó que estaba especializado en ellos, sobre todo en la obra de Wang Mian, novelista del siglo XVIII, que Nelson confesó no conocer, y luego pasaron a la revisión de los autores de sus respectivos países: Gisbert le dijo que había leído con placer a Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro y Bryce Echenique, mientras que Nelson se explayó en fórmulas admirativas hacia Heinrich Böll, Günter Grass, y, sobre todo, Thomas Mann, de quien, confesó, había leído toda la obra, y siete veces Muerte en Venecia.

—¿Tanto le gusta Thomas Mann? —preguntó Gisbert.

—Es que su vida de escritor es para mí un cuento de hadas —dijo Nelson, intercalando sorbos de cerveza con tiros de Jameson—. Fíjese. Los Buddenbrooks a los veintitrés años. El Tonio Kröger a los veintisiete. Y luego el gran éxito internacional. La montaña mágica, José y sus hermanos, y, si me permite, mi preferida, Confesiones del estafador Félix Krull, su novela más moderna. El premio Nobel, su huida de la Alemania nazi, sus diarios. Él es, para mí, el ejemplo de la vida literaria perfecta.

—Bueno, pero sólo literariamente —opinó Gisbert—. Dos de sus hijos se suicidaron y tres fueron drogadictos. Siempre estuvo ser un viejito, aun cuando tenía treinta años ya era un viejito.

—Cuando se dedica toda la fuerza a las letras y se obtienen esos resultados —intervino Nelson—, lo demás son minucias.

Gisbert Klauss bebió con lentitud un trago de cerveza y miró a su interlocutor. Charlar con un desconocido, de ese modo, era también una experiencia nueva. Antes, cuando lo vio acercarse, su reacción fue esconder los libros de Wang Mian, pero ahora esa actitud le parecía ridícula, reflejo de su vida de encierro. El viaje lo estaba cambiando. ¿Por qué había tardado tanto en hacerlo?

—Usted que es escritor —preguntó Gisbert—, ¿estaría dispuesto a vivir una vida trágica si ése fuera ser el costo de escribir un gran obra?

Nelson paladeó un sorbo de whisky, encendió un cigarrillo y sentenció:

—Para un verdadero artista, lo trágico es no producir una gran obra. La vida cotidiana no tiene ninguna importancia.

—Pero, si se trata de un verdadero artista —reviró Gisbert—, ¿cómo podría no producir una gran obra? Quiero decir: antes de producirla, el artista está una persona común y corriente. Se convierte en artista después de la obra, no antes.

—Buen punto, profesor —concedió Nelson—. Lo que pasa es que hay artistas que tienen la obra por dentro y no logran sacarla. Es lo que yo llamo «temperamento artístico».

Hábil respuesta, se dijo Gisbert. ¿Sería ése su caso? A lo mejor, como decía el peruano, su espíritu atesoraba una gran obra que pugnaba por salir, pero que al no disponer de un terreno donde germinar se había transformado en algo distinto: adoración por los libros y pasión filológica. Como un sacerdote que está lleno de amor pero que no puede realizarlo, así se sentía él con la escritura.

—Tendría mucho placer en leer un novela suya —dijo Gisbert—. Espero que tenga éxito y se publique en Alemania.

—Si me da usted una dirección —intervino Nelson—, tendré mucho gusto en enviarle una copia autografiada de mi último libro.

—¿Aquí, al hotel? —Gisbert Klauss no había comprendido bien la frase.

—Bueno, si lo desea sí —dijo Nelson—. Mañana mismo puedo dejarle una copia en la recepción.

—Es muy amable por parte de usted —dijo—. Estoy en habitación número 902.

—Mañana se la traigo —dijo Nelson—, será un honor ser leído por un profesor de tanto prestigio. Quisiera pedirle, si no es molestia, la dirección de la librería en la que encontró este libro. ¿Recuerda que tuvieran otros títulos en español?

—Si, si —respondió Gisbert—. Era una sección bastante grande. También algunos libros en inglés y francés.

Quien los observaba, de lejos, vio cómo Nelson extraía un bolígrafo y copiaba una dirección, luego esperó un rato a que bebieran otras tres rondas, y, al fin, hacia las doce de la noche, comprobó que el hombre viejo se despedía y subía a su cuarto. Entonces se levantó y siguió a Nelson Chouchén Otálora hasta la puerta del hotel. Al salir, el peruano intercambió unas palabras con una mujer joven, presumiblemente una prostituta rusa, y tras una negociación no muy exitosa decidió continuar solo. En la avenida tomó un taxi que se alejó hacia la salida norte de la ciudad Tras él, en un pequeño automóvil desvencijado con placas de Pekin, otro hombrecillo le seguía de cerca el paso.

«Uno siempre acaba por obtener lo que busca», dice el narrador de Apocalypse Now, y eso fue exactamente lo que sucedió: yo quería una explicación y la obtuve. Debo confesar que cuando subí al auto del reverendo Oslovski estaba muy nervioso, a punto de enviarlos a todos al carajo y con la absoluta convicción de que al llegar al hotel haría mis maletas y regresaría a París. Ya se sabe cómo somos los tímidos cuando estallamos: irascibles, fieros, agresivos. Pero dicen ciertas escuelas psicológicas que si uno no sigue sus impulsos de manera ciega es porque, en el fondo, no cree en ellos; otros opinan —los gurúes frecuentados por Corinne, mi ex mujer— que al no hacerlo uno pierde el círculo energético que genera cada acto, y que para reconstruirlo se necesitan meses de vida positiva. ¿Quién puede saberlo? Yo vivo de manera irresponsable y cuando me equivoco soy el primero en saber las razones de mi fracaso, pues mis problemas, por lo general, son de tres tipos: a) Los que se solucionan solos, b) Los que no tienen solución, y c) Los problemas económicos, que a su vez pueden ser de tipo a) o b).

Todo esto pensé, en silencio, con los ojos fijos en la calle, mientras cruzábamos la interminable ciudad, agradeciendo que los demás ocupantes del vehículo, es decir el reverendo Oslovski, su asistente Chow, al volante, y el silencioso Sun Chen, que hasta ahora no había modulado palabra, no sé si por no hablar el francés, por subrayar su jerarquía o, simplemente, por no tener nada que decir, agradeciendo que ellos, decía, respetaran mi recogimiento y no forzaran una charla, pues dado el nerviosismo lo único que podía salir de mi boca eran sapos y culebras. Mi curiosidad, en ese instante de helada cólera, rondaba la siguiente pregunta: ¿en qué tipo de problema estoy metido? Una cosa sí tenía clara, pues no soy idiota, y es que no me trajeron a Pekín a hacer un trabajo periodístico. Por eso Pétit fue tan misterioso desde el principio y, por qué no decirlo, tan desagradable. Uno se reconoce. Entre periodistas nos medimos el tiro, y Pétit tiene tanto de profesional de la comunicación como yo de bailarín clásico. ¿Y Casteram? En cuanto a mi jefe de París, había dos posibilidades: que estuviera al corriente de todo, o que no.

Sencillo análisis, por cierto. Pero en fin, que lo supiera o no es irrelevante, pues su papel era el de otorgarles un agente, un periodista del cual ellos pudieran servirse aquí en China.

Llegado a este punto la pregunta era obvia: ¿quién era ese «ellos» para el cual trabajaba Pétit? Lo primero que me vino a la mente fueron las autoridades francesas, ya que, de haber sido un particular, no habrían buscado a un periodista en los medios estatales. Además estaba Gassot, del consulado de Francia en Hong Kong. Esa posibilidad me hizo sentir alivio, sobre todo de cara a Casteram, pues de ser así nadie me pediría, al regreso, el dichoso informe sobre los católicos de China. Hechas estas consideraciones, y sintiendo que la cólera bajaba, decidí extraer los ojos de la ventana y dirigirlos hacia ellos.

—¿Se siente usted mejor? —me dijo el reverendo Oslovski.

—Sí, mejor —respondí—. Ahora estoy listo para escucharlos. Mi primera pregunta es sencilla: ¿qué relación tienen ustedes con Pétit?

—Pétit es un ex diplomático que trabaja para la oficina de Informaciones Generales —dijo el reverendo—. Cuando se nos presentó el problema con el sacerdote perdido y los documentos que le dije, naturalmente acudimos a él. No es la primera vez que Pétit, cuya especialidad es el Lejano Oriente, nos echa una mano.

—¿Su especialidad? —dije sorprendido—. Por lo que pude ver, detesta Asia.

—Usted sabe, estimado periodista —agregó Oslovski—. Los seres humanos no siempre logran lo que quieren de forma completa. Es una de las grandes paradojas. Si lo obtuviéramos todo la vida sería chata y, a la larga, insoportable. ¿Ha leído La piel de zapa, de Balzac? La imperfección nos mantiene vivos. Pero disculpe, me salgo del tema.

—No se preocupe —me apresuré a decir—. Yo también soy muy propenso a la reflexión y estos temas me interesan. Aunque, para serle sincero, en este momento tengo urgencia de saber otras cosas. Por ejemplo: ¿quién es ese dichoso sacerdote perdido y qué tipo de documento es el que usted menciona?

Un atasco en las proximidades de un mercado detuvo el automóvil. Chow sacó la cabeza con la vana pretensión de ver a la distancia. Con la ventana abierta, el aire se llenó de un olor fuerte. Flores secas. Picante. Especias.

—Es un sacerdote francés común y corriente —dijo el reverendo—. Su nombre y apellido, en realidad, no son relevantes. Lo que importa es que desapareció. Nosotros, que somos sus superiores, deberíamos conocer su paradero, pero debido a una serie de descuidos y, digamos, negligencias, lo perdimos de vista. Le soy sincero: no sé bien qué fue lo que sucedió. Yo, personalmente, le di orden de esconderse y de no hacer ningún movimiento hasta que llegara el agente de Pétit, es decir usted. Pero algo pasó y ahora no sabemos dónde está. Dicho de un modo grosero: alguien nos lo quitó.

El tráfico volvió a ser fluido y Chow regresó a su posición normal. El puesto del conductor había sido adaptado para enanos y parecía la sillita de un bebé. El padre Sun Chen, a su lado, observaba la calle con expresión petrificada; una expresión que no correspondía con la charla que en el puesto de atrás manteníamos Oslovski y yo.

—Y en cuanto al documento —continuó el reverendo—, se trata de algo sumamente delicado. Es el manuscrito original de una colección de poemas de un escritor chino del siglo XVIII, Wang Mian, un autor bastante conocido aquí. Este libro en particular tiene una historia trágica, pues fue tomado como texto sagrado por una secta que quiso acabar con los cristianos. Le ahorro detalles escabrosos, pero sepa que las persecuciones en la antigua Roma serían juego de niños al lado de lo que ocurrió en China. ¿Ha oído hablar de los Bóxers?

—Sí —le dije—, fue una de las rebeliones que acabó con el Imperio. Vi una película.

—Exacto —asintió Oslovski—. La secta fue vencida militarmente, pero por una serie de azares el manuscrito fue a parar a una caja fuerte de la Legación Francesa, y todo el mundo se olvidó de él. Hace dos décadas, por una reestructuración, la embajada entregó parte de su archivo muerto a nuestra iglesia, que es la sede de los católicos de Francia. Fue transportado allí, sin que nadie supiera de qué se trataba, y hace unas semanas, por casualidad, alguien lo encontró.

—Disculpe que lo interrumpa, padre —dije—, pero, hoy, ¿por qué sigue siendo peligroso ese manuscrito?

—Ahí está el quid del asunto —dijo, al tiempo que carraspeaba, como tomando fuerzas para lo que debía decir—. La secta de la que hablamos fue vencida, pero no desapareció. Sus herederos desean revivirla y para ello necesitan el manuscrito. Por eso pedimos ayuda. Los tiempos han cambiado, pero comprenderá si le digo que nosotros, los católicos, tenemos ciertos reparos en aceptar a una secta que, hace cien años, degolló a más de veinticinco mil creyentes. ¿Comprende? Por eso alertamos a las autoridades, recomendando sacar de aquí ese peligroso documento.

—¿Y por qué no lo destruyen, padre? —pregunté.

—No podemos hacerlo —dijo Oslovski—, pues a la larga sería peor. Por adverso que sea, ese manuscrito forma parte de un patrimonio histórico ajeno y debe ser respetado. Nos basta con sacarlo de aquí y colocarlo en buenas manos, listo para ser restituido cuando la situación cambie.

Al escuchar esto, Chow asintió tan fuerte que se meció en su sillita.

—¿Cómo se enteró la secta de que el manuscrito estaba en sus manos? —volví a preguntar.

—Por una extraordinaria casualidad —dijo Oslovski—. Un limpiador de nuestra cafetería, que resultó ser de la secta, lo vio. Esa misma noche vinieron a buscarlo, a la fuerza. Un joven que colabora en el archivo está en el hospital. Y ahora estamos así, con el sacerdote perdido y el manuscrito en el aire. ¿Entiende la gravedad de la situación?

Hacía rato que los desvencijados edificios, soplados de humedad y grietas, habían dado paso a modernas construcciones de vidrio. Estábamos en la zona centro, cerca de mi hotel. Muy pronto tendría que dar una respuesta.

—Entiendo, padre, claro que sí —dije—. Pero, en medio de todo, ¿qué es lo que esperan de mí? Si debía sacar del país un documento que ya no tienen, o que perdieron, ¿qué es lo que debo hacer?

En ese momento, y por primera vez, el padre Sun Chen giró su cabeza hacia nosotros. En realidad, lo hizo para mirar a Oslovski. Fue un instante en que los ojos fríos de los dos ancianos estuvieron anclados. No sé que diálogo hubo. No sé qué se dijeron. Luego Sun Chen volvió a su posición inicial y Oslovski me dijo:

—Usted debe ayudarnos a encontrarlos. Al sacerdote y al documento. Y luego sacarlo de China.

Me quedé mirándolo, sorprendido por la determinación de sus palabras.

—Yo no vine para eso, reverendo —le dije—. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Porque es lo que haría una persona buena. Uno puede actuar sin saber, y actuar mal. Pero cuando se sabe qué es lo correcto, entonces lo difícil es no hacerlo. Usted nos ayudará a cambio de nada, porque es lo correcto. Es lo que haría una persona buena.

Me quedé de piedra. Su argumento tenía la solidez de la roca; mi cerebro, confundido y cansado, no fue capaz de rechazarlo. Así que callé. Pero al ver a lo lejos el hotel, comprendí que el tiempo apremiaba.

—Hay algo que quisiera saber, padre —dije—. Cuando usted define el asunto como «peligroso», ¿a qué niveles de peligro se refiere exactamente?

—Bueno, verá —dijo, algo incómodo—. No lo voy a engañar. A nuestro ayudante de archivo le introdujeron un embudo en el ano y le vertieron agua hirviendo.

—Ah, comprendo —dije.

El automóvil subió una rampa, giró en torno a una plaza y se detuvo frente a la puerta del hotel.

Creí que debía darles una respuesta, pero Oslovski, para mi tranquilidad, dijo:

—Vaya a su habitación, descanse y reflexione. Y luego duerma. Mañana por la mañana vendré a tomar el desayuno con usted y hablaremos. Buenas noches.

Chow, como un conductor solícito, abrió mi puerta haciendo una venia. Luego se marcharon.

Estaba cansado, así que decidí cenar en el restaurante del hotel: raviolis al vapor, humedecidos en soja y puré de ají. Un bol de arroz blanco y tres platillos: pato lacado, verduras a la parrilla y carne encebollada. Té verde, para la digestión, y sobre todo por el gusto de verlo servir con una extrañísima tetera de pico largo. Estos sacerdotes, me dije, son realmente unos tipos especiales. Ayudarles a encontrar un cura perdido y sacar un documento de China. ¿Por qué habría de hacerlo? Al fin y al cabo ese libro pertenece a los chinos. Bueno o malo, es de ellos. ¿Qué habría hecho mi admirado Malraux en un caso así? Malraux era un hombre de acción y, sin duda, no habría vacilado. Los Bóxers. Recordé 55 días en Pekín, con Charlton Heston y Ava Gardner. Es curioso ver cómo la historia se repite.

Era una aventura interesante y la verdad es que mi vida, salvo dos o tres asuntos románticos que ya conté, andaba un poco escasa de acción. Ésta parecía una aventura real, diferente a todo lo que había hecho hasta ahora. ¡Pétit un ex diplomático reciclado a agente secreto! Qué divertido. La vida, de algún modo, parecía decirme lo siguiente: «Te hemos visto y hemos decidido darte la oportunidad de ser algo más que un exiliado adiposo y tristón; si recortar programas grabados en la radio y pelear con tus periodistas cumple con tus expectativas espirituales, regresa a París en el primer avión; si no, si aún queda algo de sangre en tus venas, ayúdales, acepta esta aventura. Ya escuchaste al sacerdote: cuando uno sabe qué es lo correcto, lo difícil es no hacerlo.»

Tras beber unos tragos con el simpático profesor peruano, Gisbert subió a su habitación, abrió el minibar y extrajo una cerveza fría. Luego organizó los libros adquiridos y comenzó a ojearlos con delectación, saltando de uno a otro, celebrando su buena suerte e imaginando un artículo muy personal, una especie de narración de viajes, en el que contaría cómo encontró esos volúmenes y, por supuesto, la historia del librero sobre el texto perdido de Wang Mian, que bien valía una investigación. Al pensar en ello, Gisbert abrió el libro de Loti y empezó a releer los párrafos que había señalado, sin encontrar nada que no supiera ya, hasta que algo lo detuvo: «Viendo los restos carbonizados del edificio y la estela de cadáveres diseminados en torno, me pregunté si alguna vez, en la historia de la humanidad, tantas personas murieron de un modo tan atroz por la defensa de un libro. Valdría la pena buscarlo, saber qué decían sus páginas. No hay antecedentes para semejante horror.» El párrafo lo electrizó. ¡Loti sabía del manuscrito! ¿Cómo fue posible que esa mención, en su primera lectura, no hubiera despertado su curiosidad? La verdad es que había pasado por ella sin escribir ninguna nota, lo que, en términos científicos, podía considerarse una falta grave. Intentó comprenderlo para salvaguardar su autoestima, pero lo único que pudo decirse fue que lo había leído en un rapto de pasión, fijándose sobre todo en la espinosa relación entre escritura y experiencia.

Lo importante, al fin y al cabo, era que ahora lo tenía. De algún modo, el profesor Klauss percibió una línea invisible entre el librero parisino, quien le dio la historia, y el de Pekín, que le reveló lo más importante de su contenido. Lo único seguro era que se había movido bien, que había tomado el rumbo correcto. Loti se interesó por ese manuscrito. No podía ser otro. Con esta seguridad, y una nueva antena en su cerebro, empezó a releer el diario.

Entonces fue más adelante y comprobó, sorprendido, que había una parte del libro que aún no había leído, y que correspondía a un segundo viaje a Pekín hecho por Loti a partir del 18 de abril de 1901. En su primera lectura, Gisbert se había detenido al regreso de Loti, hacia noviembre del año 1900, y ahí lo había dejado suponiendo que el resto sería la narración de su viaje a Francia. Pero a pesar de haberse ido de Pekín, Loti no se fue de China, y unos meses después regresó a la capital, pues ocurrió un hecho insólito: el Palacio de la Emperatriz, ocupado por el mariscal de campo alemán de Waldersee, fue destruido por un incendio, y, consecuencia de ello, el jefe del Estado Mayor, el general Schwarzhof, pereció. Ante la noticia, el almirante francés le pidió a Pierre Loti que regresara a Pekín para dar el pésame del gobierno francés y estar presente en los funerales.

Y así regresó, esta vez en tren, pues las vías férreas, destruidas por los Bóxers, ya habían sido restablecidas, y asistió a la ceremonia fúnebre de un soldado alemán que, como él mismo escribe en su diario, «fue uno de los grandes enemigos de Francia».

Tras el funeral, Loti decidió quedarse un tiempo en Pekín, para lo cual obtuvo un permiso del almirantazgo francés. Ya instalado en una estancia del Palacio de Verano, su primera visita fue a monseñor Favier, uno de los obispos de la concesión católica francesa, a quien encontró dirigiendo la restauración de la catedral, «que, de arriba abajo, está ceñida por andamiajes de bambú». El mismo obispo dijo a Loti, con una sonrisa retadora, que los trabajadores chinos encargados de la obra eran casi todos antiguos Bóxers.

En este punto, Gisbert sintió confluir la sangre a su cerebro, pues pronto encontró la siguiente mención: «Todas las copias del famoso libro se quemaron, pero, al parecer, el manuscrito está a salvo. Es lo que dice mi guía, el joven que puso a mi disposición la Legación Francesa. Dice que escuchó hablar de él y que está tratando de informarse con una cuadrilla de obreros chinos, los cuales intentan devolverle el brillo a los techos de porcelana del Palacio del Cielo, ese bello lugar que, por causa de los combates, tiene su fachada ennegrecida de humo y metralla. Algunos de estos jóvenes son ex combatientes rebeldes, qué duda cabe. Muchos se reconocen mirándose a los ojos, en silencio, pero nadie quiere más muertos. Tal vez mi curiosidad sea superflua, pero me extraña que nadie, entre la maraña de gritos, órdenes y pelotones de ejecución, se haya detenido a pensar en el manuscrito.» La última mención de Loti le pareció prometedora e intrigante: «El guía, solícito, realizó un contacto. Alguien quiere verme con respecto a aquello que tanta curiosidad ha despertado en mí.» Loti no menciona el manuscrito en la última cita, y de hecho no vuelve a hablar de él, pero Gisbert, botellín de Ballantine’s en mano, estuvo seguro de que se trataba del texto de Wang Mian.

A pesar de la exuberancia de la narración, de la cantidad de detalles y de personajes que desfilan por sus páginas, el profesor creyó notar que Loti adoptaba una atmósfera especial de escritura cuando se refería al manuscrito. Al fin y al cabo era un hombre de letras, sensible a estos asuntos. Luego Loti se fue de Pekín, la capital destruida, al lado del coronel Marchand, un oficial francés. Juntos cruzaron el Puente de Mármol, el mismo que Marco Polo describió con entusiasmo en su crónica, y luego se marchó, seguro de haber asistido, como dice, al «derrumbamiento de un mundo».

En este punto las elucubraciones de Gisbert Klauss se desataron: ¿Por qué Loti no volvió a mencionar el manuscrito? Dos hipótesis surgieron en su mente: porque no supo nada más de él, y, ante la cantidad de experiencias a las que se vio sometido, éste quedó relegado a un segundo plano. O porque, habiéndolo encontrado, decidió no dejar testimonio escrito, pues sabía que tarde o temprano publicaría sus diarios y temía que el asunto le trajera complicaciones. La segunda hipótesis era la más interesante.

Entonces accionó su minigrabadora y empezó a hablar:

«Hotel Kempinsky. Pekín. Dos de la madrugada.

La existencia de un volumen poético llamado Lejanas transparencias del aire, y, aún más, desconocía la relación directa que ese texto tuvo con la rebelión Bóxer de 1900. A pesar de que no soy una persona supersticiosa sino todo lo contrario, un hombre de ciencia, es difícil no rendirse ante las casualidades, pues fue precisamente el libro de Loti sobre dicha rebelión el que me empujó a la aventura. Creo que el impulso que nació en París se está llenando de sentido. No hay que ser muy perspicaz para notar que estoy detrás de algo grande. Mi idea es que Loti obtuvo de alguien ese manuscrito, y que sin duda lo estudió —ignoro si conocía el chino, pero en cualquier caso pudo disponer de intérpretes de confianza en la Legación Francesa—. Lo que pasó después entra en el terreno de la hipótesis: ¿Se lo llevó para Francia y lo entregó a las autoridades? ¿Lo conservó? ¿Lo dejó escondido en Pekín, con la idea de regresar por él, o de hacérselo enviar cuando las aguas estuvieran más tranquilas? Si existe el mito de que el manuscrito se salvó, tal como dijo el librero de Dongsi Dajie, es posible que éste jamás haya salido de China, o que haya regresado. Este asunto será, a partir de hoy, el objetivo central de mi viaje.»

Hacia las ocho de la mañana, un golpe sacó del sueño al escritor Nelson Chouchén Otálora. Alguien había abierto su puerta y, súbitamente, vuelto a cerrarla. «¿Quién es?», gritó, aún entre sueños, pero no obtuvo respuesta. Con el corazón agitado saltó de la cama y alcanzó a ver, en mitad del corredor, dos empleadas empujando un enorme carrito con sábanas limpias, toallas y fundas. «Sorry, Sir», le dijeron a coro.

Cerró la puerta y las maldijo, pues con el estruendo de los taladros jamás podría volver a conciliar el sueño.

Agradeció la precaución, la noche anterior, de tomar una aspirina antes de dormir, pues a pesar de sentir una gran pesadez en todo el cuerpo no tenía dolor de cabeza. Luego bebió un jugo de naranja y se metió a la ducha con la idea de adormilarse debajo del chorro, único lugar al que no llegaba el ruido infernal de las obras.

A eso de las nueve salió muy limpio, recién afeitado y oliendo a agua de colonia, y fue a una de las terrazas del jardín interior para desayunar. Allí también se escuchaba el ruido, y algo peor: el aire estaba impregnado de polvo. Pensó, muerto de rabia, que no sería mala idea llamar desde su habitación a la oficina turística de Austin para realizar un anónimo anuncio de bomba, pero luego pensó que en los hoteles el teléfono es carísimo, y decidió guardarse su odio, intacto, hasta el regreso.

De vuelta a su habitación, reanudó el trabajo sobre las cartas. La siguiente, en el orden en el que el abuelo las había catalogado, decía así:

«Querido Hermano,

Los días de esplendor nos han abandonado, pero estamos vivos. La sangre de los combatientes está al fondo de la tierra y en su superficie sólo quedan escombros, huesos y metralla. Pero la sangre podrá renacer, pues lo más sagrado está aún en nuestras manos. Las palabras que animaron nuestra lucha, al lado de los preceptos, están a salvo. Ellos perderán, pues no saben por qué vencieron. Nosotros, en cambio, comprendemos las razones de nuestra derrota. Somos superiores. Hemos sufrido y eso nos da valor. El texto está a salvo. Yo mismo, con estas manos en las que tanta sangre se ha secado, lo saqué del palacio en llamas. Tres impactos estallaron en mi cuerpo, pero no flaqueé, pues el contacto con él me dio fuerzas. Mi cuerpo estaba herido, pero no el ánimo, y corrí, combatí, volví a correr. Al llegar al refugio sangraba por siete orificios, pero las páginas estaban limpias. Ellas engendrarán, con los soles futuros, nuestra victoria.

»La ciudad está llena de soldados y cada vez es más difícil salir. Es fácil reconocernos, pues tenemos cicatrices. La semana pasada cuatro hombres fueron detenidos en Xianmen. Les pidieron mostrar el cuerpo, y, al verles las rasgaduras en la piel, decidieron fusilarlos. Se acercan. Observan y buscan debajo de cada piedra. Nosotros seremos sombras. Ayer un hermano nos propuso poner a salvo el libro. Habló de un extranjero. Dice que es un hombre distinto, que está con nosotros, pues se entristece y llora al ver nuestros palacios derruidos. Dice que ayudó a una mujer a la que iban a violar antes de fusilarla. Él no lo permitió y habló de dignidad. Es el primer extranjero que habla de dignidad. Si él nos ayuda tendremos más posibilidades de salvarlo. Nos están acorralando. La vida de cada uno de nosotros es como una hoja seca. Retoñará, pero hoy está seca. Tal vez podamos confiar en él. Lo han visto llorar ante el mármol pisoteado por los caballos y las efigies devastadas de nuestros dioses. Lo han visto. Tal vez pueda salvarnos. Hablaré con él mañana y después decidiremos.

»Te extrañamos,

Xu.»

Era casi mediodía y Nelson, agotado, confirmó que aquella historia era un diamante en bruto, precisamente lo que buscaba para su gran obra. Entonces pensó en darle forma: sería una novela, eso seguro, y ésta, por fuerza, debería ocurrir en dos tiempos. Entusiasmado, sacó su libreta de notas y empezó a trazar un esquema. 1º Historia del abuelito Hu, de la rebelión y de su fuga. Tercera persona. 2º Cartas de Xu, el hermano, en las que narra los hechos posteriores a la rebelión. 3º Su propia historia en presente, investigando, cien años después. Primera persona.

El plan de trabajo parecía razonable. Luego repasó sus otros apuntes y encontró la frase inicial del libro: «Vine a Pekín porque me dijeron que aquí vivió mi abuelo, un tal Hu Shou-shen.» La frase era buena, pero lo obligaba a hacer un largo flash-back explicando al lector quién era la voz que narraba. Todo estaba listo para empezar a trabajar, excepto por un detalle técnico: no tenía computador. No imaginó que iba a encontrar tan rápido el tema, y por eso no tomó la precaución de traer su Compaq portátil. Le disgustaba la idea de escribir a mano cuando la escritura iba a ser larga. ¿Qué hacer? Podría preguntar en la recepción del hotel. Tal vez pudieran prestarle uno. Sería un modo de paliar las incomodidades a las cuales lo estaban sometiendo.

En la recepción, el empleado lo recibió con una sonrisa amplia.

—Disculpe, necesito pedirle un favor —dijo Nelson.

—Dígame en qué puedo serle útil —respondió el joven, solícito—, ¿quiere más tapones para los oídos?

—No, es algo más complicado. Necesito un computador.

—Ningún problema, señor. Tenemos un pequeño salón, nuestro Bussiness Center, en donde puede escribir lo que quiera. Cuesta sólo cien yuanes la hora.

Nelson levantó la nariz, como un galgo oteando el aire, y realizó una rápida conversión.

—¿Doce dólares? —gritó, aterrado—. No lo puedo creer, ¿incluye el almuerzo?

—No, señor, pero puede pedir lo que quiera al servicio de restaurante y le será servido allí mismo, sin recargo alguno sobre el precio. ¿Quiere verlo?

Nelson dijo que sí y el hombre lo llevó hasta una puerta en la que, efectivamente, decía «Bussiness Center». Adentro olía a humedad. Era obvio que nadie lo usaba desde hacía mucho.

—Puede también, si lo desea, conectarse a Internet —agregó el botones.

—¿Por el mismo precio? —dijo Nelson.

—Sí, mismo precio. ¿Desea usarlo ahora?

—No, ahora no, pero lo usaré pronto. Gracias.

Pensó que podría tomar notas a mano y, luego, cuando tuviera unas veinte o treinta páginas, pagar los doce dólares de la sesión, pasarlas a limpio y enviarlas a su correo electrónico. Una forma extraña de trabajar que lo obligaría a ser rápido y disciplinado. Serían, eso sí, las palabras más caras jamás escritas por él.

Sintió hambre y miró el reloj: casi la una. Ya había trabajado bastante. Pero algo llegó a su memoria: ¡La copia del libro para el profesor alemán! Lo había olvidado por completo, con la concentración y el ajetreo. Entonces fue a su habitación, sacó un Cuzco Blues de la maleta, buscó la tarjeta de visita para hacer la dedicatoria y escribió: «Para el filólogo Gisbert Klauss, colega y amigo, descubridor de incunables peruanos en las librerías de Pekín. Con un cordial saludo del autor, Nelson Chouchén Otálora.» Hecho esto tomó un taxi y se dirigió al Hotel Kempinsky.

Al ponerse en marcha y doblar la esquina de la obra, un automóvil se dispuso a seguirlo; luego un joven chino entró al vestíbulo del hotel. Era, sin duda, un profesional, pues lo primero que hizo fue sentarse en uno de los sillones del lobby, observar su reloj y leer una copia del China Daily. Minutos después, cuando los empleados se acostumbraron a su presencia, se levantó, caminó hacia los ascensores y subió al tercer piso. De ahí fue hasta la puerta y, usando una tarjeta maestra, entró a la habitación de Nelson.

El desconocido hizo lo posible por no dejar huellas, así que se colocó dos guantes de plástico e inició el reconocimiento. Revisó los cajones de la mesa de noche, los dos armarios, el baño, abrió con sumo cuidado la maleta y miró con atención los cuatro ejemplares de Cuzco Blues, tomando fotos de las carátulas con una minicámara de fabricación china. Luego, en la mesa, estudió los papeles en los que Nelson había estado escribiendo, y trató de leer, interesado, aunque su desconocimiento del español le impidió ver de qué se trataba. El maletín de mano, con el cofre de las cartas, estaba cerrado con una combinación secreta. Con cierta pericia, el desconocido hizo girar las rueditas numeradas una y otra vez, aunque sin lograr abrirlo, por lo cual desistió. Volvió a concentrarse sobre los papeles, hasta dar, al fondo de una carpeta, con dos de las cartas originales, en chino, escritas por Xu a Hu. Al leerlas el rostro del joven se transformó, y debió sentarse un momento al borde de la cama para recuperar la calma. Entonces les tomó fotos de cerca y de lejos, copió ambos textos en una libreta y volvió a salir, eufórico por su descubrimiento.

Nelson, ajeno a lo que sucedía en su cuarto, cruzó el vestíbulo del Hotel Kempinsky y pidió que avisaran al profesor Gisbert Klauss.

—Un momento, por favor —le dijo una señorita.

Tras dos intentos sin respuesta, la joven lo invitó a dejarle un mensaje.

—Claro que sí —respondió Nelson—. Es suficiente con que le entregue esto.

Le dio el libro en un sobre del hotel Holiday Inn, marcado con su nombre y su teléfono. Ya estaba por irse cuando sintió un manotazo en el hombro.

—¡Estimadísimo poeta! —era el proctólogo Rubens Serafín Smith—, ¿no me diga que se cambió de hotel?

Nelson se dio la vuelta y lo saludó con un abrazo.

—Qué más quisiera —dijo Nelson—. Por los engaños de una operadora turística acabé en ese otro, que está lejísimos. Ya me va a oír cuando vuelva. Vine a preguntar por un conocido.

—Pues estamos de suerte, entonces —dijo Serafín Smith—. Permítame que le presente a una colega: doctora Omaira Tinajo. Nelson Chouchén, poeta y peruano.

—Mucho gusto —dijo Nelson—. Supongo que es usted latinoamericana.

—El gusto es mío, soy cubana —respondió la doctora—. ¿Cómo supo que era latinoamericana?

—Bueno —dijo Nelson—, tengo por costumbre pensar lo mejor de los demás.

—Ay, qué amable —respondió la doctora Tinajo, sonrojada—. El doctor Serafín lo llamó poeta, lo felicito. ¿Escribe poesía?

El cerebro de Nelson trabajó muy rápido para hacer un cálculo: ¿cuántos años tendría la doctora? Cuarenta y dos. Máximo cuarenta y cinco. Tenía un cuerpo bonito. El amarillo del pelo no era natural.

—Bueno, poesía y novela —respondió Nelson—. Pero no le digo más, pues definirse escritor delante de un cubano es mucha responsabilidad. Con esa cantidad de genios que han tenido ustedes.

—Gracias, señor, muy amable —dijo la doctora—. No es para tanto. Ustedes con César Vallejo no tienen de qué quejarse. Y le digo una cosa: todos mis amigos peruanos son poetas. Qué riqueza.

—A lo mejor es por el ceviche —dijo Nelson—. Es la gloria nacional.

Se rieron. Luego la doctora dijo:

—De pronto hasta lo he leído, ¿sabe? Dígame el nombre de un libro suyo.

—Bueno —respondió Nelson—. Mi obra más conocida se llama Cuzco Blues.

Omaira Tinajo repitió su nombre mirando hacia lo alto y arrugó los ojos, buscando en su memoria.

—No, me parece que no. Pero no haga caso de lo que digo, la verdad es que no estoy muy al día en literatura contemporánea.

Hubo un silencio ensordecedor. Duró tres segundos: uno, dos, tres…

—Imagínese, mi estimado —dijo Serafín Smith—, que vinimos al hotel a refrescarnos, pues las sesiones de este dichoso congreso son agotadoras. Pero le propongo que nos encontremos a las nueve para cenar juntos, ¿le parece? Aquí al frente hay unos restaurantes que parecen buenísimos.

Tras acordar la cita, Nelson regresó a la calle. Ahora debía buscar la casa de su abuelo. Extrajo su libreta de bolsillo y leyó: Zhinlu Bajie, 7, Houhai. Beijing. Entonces se acercó a un botones y le pidió que escribiera la dirección en una tarjeta. Hecho esto salió, paró un taxi y la entregó al conductor.

Durante los siguientes veinte minutos, Nelson tuvo la impresión de estar en la misma avenida, infinita, hasta que los edificios empezaron a cambiar y vio la arquitectura tradicional, con madera lacada y techos de porcelana. Luego el taxi llegó hasta una calle ancha y bastante concurrida que le recordó la limeñísima Avenida Chiclayo, y, a continuación, todo cambió. Las casas, de ladrillo gris, eran de un solo piso; todo en ellas parecía viejo y decrépito, aunque sobrellevado con gracia. El conjunto era muy bello. Sobre las puertas tenían bandas de tela roja con letras doradas, y encima de los techos, los infaltables dragones, las formas de cuernos y garras que los chinos colocan en lo alto para ahuyentar los malos espíritus.

Las calles se fueron estrechando. En las esquinas, grupos de ancianos jugaban al mah jong. Algunos vestían la famosa chaqueta azul al estilo Mao, lo que les daba un aire, a los ojos de Nelson, de empleados de la limpieza. «Es la China de la Revolución Cultural», pensó, «este barrio será uno de los más antiguos». A pesar de la pobreza, el paisaje era bello. Las farolas de papel rojas colgando de los techos. Las puertas circulares. Los techos curvos. Olor a frito. De repente, al fondo de una calle, apareció un lago bordeado de sauces, una pequeña llanura acuática con islotes, tapizada de hojas de loto y cañas, de flores rosadas, surcada por barquitos de enamorados y por el vuelo rasante de los patos.

El corazón de Nelson empezó a latir al ver que el conductor señalaba un callejón. El carro no podía entrar, pues era demasiado estrecho. Debía de ser ahí.

Bajó del taxi con la idea de llegar a la casa dando un rodeo, demorando el encuentro para disfrutarlo más. Así que extrajo su libretita y tomó algunas notas del entorno: «Lago grande. Sauces. Callejuelas. Huele a caucho quemado y frutas podridas. La gente me observa con curiosidad, pero nadie se acerca. Ellos dirán: ¿qué hace aquí un extranjero? Me ven como extranjero, a pesar de que mi abuelo salió de este barrio. De no haberlo hecho, yo sería uno de ellos.»

Buscó un nombre para ubicar en su mapa dónde estaba —el callejón de su abuelo no aparecía—, pero fue inútil, pues todos estaban en chino. Entonces fue hacia la casa. Al llegar a la primera esquina una fuerte pestilencia le golpeó los tabiques. ¿Qué era? A pocos metros había un urinario público. Entonces encendió un cigarrillo. Su corazón siguió comprimiéndose hasta avistar el número siete, pero lo único que pudo ver fue un muro de ladrillo gris y una vieja puerta de madera. Todas las casas parecían iguales, aunque ésta tenía algunos ladrillos pulverizados en los costados y muchas grietas. No se atrevió a golpear. ¿Qué podría decir? Se recostó en la pared del frente y la observó, durante un buen rato. De algunas ventanas se asomaron cabezas alertadas por la curiosidad. Lo miraban sin sonreír o hacer el más mínimo gesto. Simplemente lo miraban, como si no estuviera ahí. Sólo unos ojos, al fondo de la calle, lo observaban de un modo distinto. Un hombrecillo enjuto. Era su seguidor. Su fiel y seguro seguidor.

El cerebro de Nelson bullía. Vio abrirse la puerta de pronto, e imaginó a su abuelo, joven, saliendo con sus cuadernos de estudio. Luego vio a su tío abuelo Xu llegando ensangrentado, disimulándose entre las sombras.

En su imaginación, la puerta se abría y se cerraba. Su abuelo salía con maletas, y esperaba que alguien, desde la esquina, le diera el vía libre: «No hay soldados, puedes venir.» ¿Habrá cruzado en barca el lago? La imagen le gustó: una silenciosa lancha empujada por un barquero, en medio de la bruma, y su abuelito sentado en el centro, abrazado a un maletín. Diablos, debía tratar de averiguar exactamente dónde estaba el barrio. Ya le picaban los dedos. Quería escribir.

Tras una última ojeada a la puerta, que en realidad nunca se abrió, Nelson regresó a la esquina para bordear el lago. Un poco más adelante encontró, por fin, un nombre escrito en pinyín —la transcripción del chino a caracteres latinos—: Liuhaihutong. Se sentó en una banca a buscarlo en su mapa, hasta que supo dónde estaba: ¡Era el lago de Xihai! El mismo al que hacía referencia su tío abuelo en una de las cartas: en él había sumergido los cuerpos de dos enemigos. Todo empezaba a tener un enorme sentido, y su mano tembló mientras escribía anotaciones. «Por Dios», se dijo, «si no la pego con ésta, no la pego con nada». Era la experiencia de su vida. La EXPERIENCIA con mayúsculas; sólo debía escribirlo, «pintar los garabatos», como decía Mozart en la película de Milos Forman. Un timbre, escuchado a lo lejos, rompió el aire y lo extrajo de sus elucubraciones. Entonces se dio la vuelta y vio que un hombre, tres bancas más allá, respondía a un teléfono celular. Era su seguidor. Una voz que Nelson no pudo escuchar y, en cualquier caso, mucho menos comprender, le dijo al hombrecillo: «Regresa. Ya lo tenemos.»

Oslovski llegó a las nueve de la mañana, hora en la que yo ya había tomado unos huevos revueltos con salchichas, dos lonchas de jamón con queso, un café con leche, dos croissants y un plato de cereales dietéticos con yoghurt 0% de grasa. Estaba nervioso, debo confesar, y los nervios me tiran de cabeza al plato. Qué le vamos a hacer. Es lo que se llama tener alma de gordo. Y estaba nervioso porque sabía que en la superficie no pensaba aceptar la propuesta, pero en el fondo sí. Lo que quería, en realidad, era que la presencia del reverendo rascara esa fina costra de inseguridad.

—Buenos días, espero que haya podido descansar —dijo el reverendo estirando la mano—. Supongo que si usted está acostumbrado a viajar, como creo que es el caso, una buena noche de sueño habrá sido suficiente.

—Sí, reverendo —le dije—. Hoy soy otra persona.

Llamé a uno de los empleados para que sirviera café, pero el padre negó con los dedos y dijo algo en chino al mesero.

—Té, té —dijo—. Una buena jarra de té verde y el cuerpo queda listo para lo que sea. Se lo recomiendo.

—Le recuerdo que soy colombiano, reverendo —dije—. Cualquier cosa distinta al café, a esta hora, puede ser mortal.

Trajeron el termo con agua caliente, sirvió una tacita pequeña y me miró a los ojos.

—Bueno, yo vine a escucharlo —me dijo—. ¿Tiene ya una respuesta?

Le di un sorbo largo al tercer café con leche de la mañana.

—Ayúdeme, reverendo —le dije—. Quiero colaborar con ustedes, pero aún tengo mis dudas.

—No creo que tenga dudas, si me permite. Usted lo que debe de tener es miedo, ¿me equivoco?

—Tal vez, reverendo, tal vez —le dije—. Sí, siento miedo.

—Nada de lo que yo pueda decirle se lo va a quitar —respondió—. El miedo es irracional, y ¿sabe? Yo también siento miedo. Por eso lo necesitamos.

—Déjeme decirle lo que me inquieta, lo que no acabo de comprender: si en verdad ese manuscrito es tan importante para ustedes, ¿por qué confiarlo a alguien como yo? Quiero decir, hay profesionales, personas infalibles.

—Muy buena pregunta, mi estimado —repuso Oslovski—. Y le voy a responder con sinceridad: porque usted es la persona que nos enviaron. En París no saben aún que perdimos al sacerdote y, por lo tanto, al manuscrito. Eso sería algo incómodo para nosotros. Por eso le pido que nos ayude. Claro, si se decide tendrá a su lado a un profesional, alguien nuestro, de toda confianza. Usted sólo tendrá que seguirlo, ¿qué dice? ¿Nos ayudará?

—Yo no soy un héroe, reverendo, míreme. Soy sólo una persona común.

—Dios nos libre de los héroes —repuso Oslovski—. Los héroes acabaron con China. No, lo que necesitamos es una persona buena, como usted.

El sacerdote no me transmitía serenidad, pero supuse que tarde o temprano saldría con él e iría a ayudarlos. Así que me decidí.

—Acepto a condición de que no siga filosofando, reverendo —le dije—. ¿Nos estamos jugando la vida?

—En realidad no lo sé. Yo mismo no lo sé. Vamos.

Lo seguí por el vestíbulo hacia la puerta. Afuera nos esperaba el mismo carro del día anterior, con Chow al volante, luciendo una elegante corbata amarilla. El silencioso Sun Chen no estaba.

El reverendo Oslovski explicó que no podían llevarme a la Iglesia Francesa, pues temían que alguien nos viera. Nadie de la sociedad secreta debía relacionarme con el asunto del manuscrito, ya que, de ser así, tendría serias dificultades a la hora de sacarlo de China. Luego me dejaron a las afueras de un feo centro comercial en una zona de Pekín que parecía una periferia pobre de París, llena de grafitis y paredes sucias. La indicación no podía ser más sencilla: debía ir al ultimo piso, a una rotonda de comidas rápidas, y esperar a que alguien viniera a mi encuentro. Recomendaron que me sentara al extremo opuesto de la caja registradora.

El trabajo era fácil, así que bajé del carro sin hacer más preguntas y busqué la escalera mecánica para ir al último piso. El centro comercial me pareció bastante llamativo. En la planta baja había almacenes de ropa, puestos ambulantes de acupuntura y de revelado fotográfico. Un piso más arriba había una mesa con encendedores de fantasía: pistolas que al accionarlas disparaban fuego, estatuillas de dragones, inodoros, sombrillas. El tercer piso era de artesanías y el cuarto de electrodomésticos. Por fin, en el quinto, encontré la rotonda de comidas. Era cerca del mediodía, así que estaba bastante concurrida; tras una rápida observación, y al comprender que me sería difícil expresar mis preferencias, opté por la vieja técnica del dedo. Aquello, aquello y aquello. Carne con verduras al vapor, un plato de tofú y maíz, bolitas de cerdo al perejil, y té verde frío para bajar. Con el apetito abierto me senté en la primera mesa, pero al hundir los palillos en el tofú recordé la indicación: debía sentarme en el extremo opuesto de la caja registradora.

Miré por encima de las cabezas y me quedé perplejo, pues el salón tenía dos cajas registradoras, una en cada extremo. Por detalles como éste, me dije, se podría perder una guerra. Pero en fin. Me levanté y busqué un lugar apartado de ambas, lo que me hizo sentir ridículo ya que por ahí las mesas estaban llenas. Sentí frío en la espalda, pues, al cabo de dos vueltas, imaginé que hasta los niños se habrían dado cuenta de que tenía una cita secreta. De repente un joven chino retiró su bandeja y me hizo un lugar. Éste es, me dije. Así que me senté, sin observarlo mucho, y sólo al segundo bocado me animé a mirarlo. Parecía un estudiante a juzgar por su camiseta estampada, sus jeans y su bolso. Cruzamos la vista y, nervioso, bajé la cara, dándole a entender que era yo, pero él hizo ademán de ignorarme. Supuse que en la sala habría gente que nos espiaba, pues de otro modo el juego no tendría sentido. ¿Quiénes serán nuestros enemigos? Eché un vistazo y sólo vi rostros corrientes. Padres de familia, estudiantes, oficinistas, jovencitas que reían y cuchicheaban. Los platos, que un segundo antes me habían parecido exquisitos, quedaron atravesados en mi estómago haciendo aflorar una vieja hernia hiatal.

El joven, impávido, seguía sin decir nada, así que me levanté, dejé la bandeja en una repisa y caminé, apresurado, hacia las escaleras. Necesitaba aire. La opresión en el estómago era muy fuerte y temí vomitar. Al llegar abajo vi al joven al pie de la escalera. ¿Cómo pudo llegar antes?

—Sígame —dijo en francés.

Bajamos al parking y me invitó a subir en la parte trasera de una camioneta de reparto. Si estuviera en Bogotá, diría que era el vehículo de una lavandería. Él subió adelante y encendió el motor. No había ventanas, así que no pude ver hacia dónde nos dirigíamos —en el supuesto, claro, de que ver me permitiera saber en dónde me encontraba, lo que tampoco era el caso—. De nuevo sentí aquello que venía siendo ya una constante desde que salí de París: que todo el mundo, menos yo, sabía lo que estaba pasando. ¿Cómo diablos podía ayudarles si era el único que no entendía un carajo de nada?

Un rato después el furgón se detuvo y alguien abrió la puerta. Estábamos en un garaje.

—Venga, por favor —me dijo el joven—. Sígame.

Trepó una escalera y llegamos a una habitación sin ventanas.

—Me llamo Zheng y seré su colaborador. Es un placer saludarlo.

—Gracias, Zheng. Me llamo Suárez Salcedo. ¿Dónde estamos?

—En un lugar seguro. Acérquese a la luz.

El joven abrió una carpeta y me mostró algunas fotos.

—Éste es el sacerdote que estamos buscando —me dijo—. Se llama Régis Gérard. Es su foto más reciente.

Me pareció un tipo bastante común. Podría tener cuarenta años. En ningún caso más de cuarenta y cinco.

—Desapareció hace tres semanas. Él tiene el manuscrito.

—¿Y por qué desapareció?

—Alguien se introdujo en la cadena de contactos y cuando nos dimos cuenta estaba fuera de alcance. Es el problema de moverse clandestinamente. Lo estábamos cambiando de lugar, pero nos interceptaron. Alguien se lo llevó.

—¿Quiénes pudieron ser? —pregunté.

—Le voy a hablar claro: pudo ser el gobierno, en cuyo caso no volveremos a encontrarlo. Pudo ser otra sociedad secreta para evitar que el Lirio Blanco, la heredera de los Bóxers, se haga fuerte. No es el Lirio Blanco, pues hemos comprobado que nos siguen, y si lo hacen es porque no lo tienen. Hay más candidatos, agentes de otras iglesias. Tal vez los metodistas, o los adventistas. Ellos llevan mucho tiempo en China y también han sufrido, en el pasado, retaliaciones de sectas.

Zheng me cayó bien. Al fin alguien respondía de forma directa a mis preguntas.

—¿Es esto, en realidad, tan peligroso como dice el reverendo Oslovski?

—Bueno, él es un hombre de fe, y la fe genera un sentimiento trágico —respondió con seguridad—. Le hicieron daño a un joven ayudante del archivo, pero hemos podido saber que fue una pequeña facción del Lirio Blanco que, en términos de mayoría, no los representa. En toda organización hay grupúsculos violentos, pero éstos casi nunca logran el poder.

—Me gustaría creer en su teoría, Zheng, pero siento decirle que ya sucedió en Alemania. Hubo cincuenta millones de muertos.

—Tal vez eso suceda allá, pero no aquí. Nosotros somos gente pacífica.

Su aplomo al hablar me desconcertó.

—Zheng, aprecio su sinceridad y quiero hacerle una pregunta muy directa.

—Adelante —dijo.

—¿Quién es usted?

—Depende. Para usted soy un amigo. Para ellos, alguien supremamente peligroso.

—Pero… ¿es usted un sacerdote?

—Sí, hoy sí. Todas mis energías están consagradas a Dios, pues hice mis votos hace tres años con la congregación francesa. Pero antes fui soldado. Formé parte de los escuadrones especiales de contrainteligencia en el Sinkián. Recibí entrenamiento en Moscú y en Ho Chi Minh City. Hablo cuatro idiomas. No exagero si le digo que soy capaz de desarmar un bazooka en seis minutos, aceitar sus piezas en cinco y volverlo a armar en ocho. Jamás he matado a nadie, pero sí herido. Un herido es más eficaz que un muerto. Estuve en la policía secreta que luchó contra la revuelta de los estudiantes, en Tiananmen, y le digo una cosa: ustedes, en Occidente, no entendieron nada de lo que pasó aquí.

De nuevo me quedé perplejo. Comprendí que no era el momento de iniciar un debate político.

—Supongo que fue así —le dije—. Supongo también que usted es el hombre de confianza de Oslovski.

—Nos entendemos bien —respondió—. Antes de ser misionero en China él fue capellán en África Oriental. No le tiene miedo a los combates. O mejor: sólo le teme a los combates inútiles. Fue el padre Sun Chen, nuestro superior, quien nos pidió encargarnos del caso. ¿Podemos continuar?

—Sí, gracias por su sinceridad —dije.

Zheng abrió un mapa de la ciudad y me mostró varias coordenadas.

—Éste fue el lugar en donde Régis Gérard desapareció —dijo, señalando un punto al noreste—. Nuestro contacto debía llevarlo a este punto, Babaoshán, cerca del cementerio, es decir en el extremo opuesto de la ciudad. Si Gérard está vivo, lo que es aún teóricamente posible, cabe la posibilidad de que no sepa que está en manos equivocadas. Pero hay algo más. En el último sobre que le hicimos llegar, antes de perderlo, había una foto suya.

—¿Mía?

—Sí, y algunos datos. Él debía poder reconocerlo. Ahora bien: Gérard tenía la orden de destruir las comunicaciones después de leerlas, para el caso de que fuera interceptado. Suponemos que así lo hizo, pues de otro modo usted no estaría aquí, hablando conmigo. No lo reconocieron al llegar, a pesar de que tienen el aeropuerto sometido a estrecha vigilancia. Esto nos hace pensar que Gérard cumplió con las disposiciones. Pero no se inquiete. Le digo esto sólo para que esté prevenido; es posible que conozcan su cara.

Mi mano derecha, actuando por sí sola, se dirigió al bolsillo, extrajo el paquete de cigarrillos y me colocó uno en la boca. Cuando me di cuenta estaba fumando.

—¿Qué debo hacer si me interceptan? —dije, mientras una gota de sudor atravesaba mi espalda.

Zheng abrió un maletín y me entregó un teléfono celular.

—Oprimir este botón —dijo, señalando una tecla verde—. El teléfono tiene en memoria mi número. Si logra conectar la llamada y permanecer así por tres minutos, lo encontraré.

—¿Y si no?

—Si no, pueden pasar muchas cosas, dependiendo de quién sea el que lo intercepte. Si son los del Lirio Blanco, no creo que le hagan daño. Como mucho lo encerrarán en algún lugar insalubre por un tiempo, mientras encuentran el manuscrito. Si es el gobierno tal vez lo deporten. Con los demás, no sé. ¿Es usted creyente?

—No, por desgracia no.

—Entonces no puedo decirle que rece —se rió.

Pensé en mi apartamento parisino de la Avenue des Gobelins; en mis libros; en mi insulso trabajo y, sobre todo, en mis viejas aspiraciones de ser escritor. Todo eso, de pronto, me pareció lejano, episodios de una vida pasada. De algún modo, Pétit había sido como esos mendigos sabios de las fábulas que desvían la ruta del protagonista y lo transforman. Supuse que si Malraux estuviera en esta habitación no haría tantas preguntas.

—Continuemos —le dije, guardando el celular en mi bolsillo—. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Averiguar, con exactitud, quiénes lo tienen. Luego saber dónde. Por último, sacarlo de allí, empacar el manuscrito en su maleta y subirlo a usted en un avión hacia Hong Kong.

—Visto así parece sencillo.

—Es sumamente sencillo, pero la realidad no está hecha sólo de palabras, por desgracia. Vamos a hacer algunas visitas.

Volvimos al garaje. Esta vez Zheng no usó el furgón, sino una camioneta Cherokee.

—Ya no hay peligro de que lo vean —me dijo—. Esta zona está limpia.

Estacionó, poco después, en el andén de una avenida, al lado de algo que parecía ser un almacén de telas. Pero no entramos, sino que recorrimos un callejón lateral hasta una segunda fila de casas. Había una puerta con un aviso en chino. Lo seguí sin preguntar hasta un patio lleno de cuerdas con ropa secándose al sol. Olía a pobreza, es decir a coliflor hervida y cebolla. Un niño hacía círculos en la tierra y saltaba sobre ellos. Al fondo, Zheng golpeó en una puerta.

—¿Wei? —escuché.

—Soy Zheng, abre —dijo, para mi sorpresa, en español.

Al abrir apareció un hombre calvo. Por su aspecto, era fácil suponer que dormía una siesta. Vestía una franela sudada.

—¿Quién coño es éste? —le dijo a Zheng, señalándome.

—Un amigo de Colombia.

—Ah, disculpe —dijo—. No sabía que hablara español.

—Me llamo Suárez Salcedo —dije, extendiendo la mano.

—Crispín Oreja, para servirle a usted y a Dios —me respondió—. Sigan, estaba a punto de beber un té.

La habitación olía a calzoncillo sucio, pero era espaciosa. En la pared del fondo había un afiche de Manolete y una foto del rey Juan Carlos, ambas pegadas con tachuelas a la pared. Crispín Oreja tendría cuarenta y cinco años. En ningún caso más de cincuenta. Era delgado y robusto. Sacó tres tazas, puso unas cuantas hebras de té y vertió agua caliente. Bebimos.

—¿Qué los trae por esta… humilde morada? —preguntó.

—Necesitamos información —dijo Zheng—. Información sobre la actividad de tus jefes.

Luego se dirigió a mí en francés.

—Es un ex misionero jesuita. Lo expulsaron porque embarazó a una enfermera durante una misión evangélica en Mongolia Interior, y también por alcohólico. Ahora está curado y es chofer de la congregación metodista. Me debe varios favores.

Caramba, me dije, todos aquí son ex algo. Ex jesuitas, ex sacerdotes, ex alcohólicos. Al fin y al cabo todo el mundo fue antes otra cosa. Yo soy ex aspirante a escritor. Tras esta aventura, tal vez sea un ex periodista.

—¡Ya estás otra vez hablando en gabacho, coño! —le dijo Crispín a Zheng—. ¿Pues sabes lo que te digo? Uno de estos días lo voy a estudiar y te fastidio el invento.

—Tengo que hacerte unas preguntas —respondió Zheng—. ¿Te acuerdas del padre Régis Gérard?

—Sí, el francés.

—¿Lo has visto últimamente?

—Pues no, ¿le ha pasado algo?

—Lo estamos buscando. ¿Has visto movimientos extraños en la congregación? —precisó Zheng—. Me refiero a gente nueva, choferes nuevos, carros que salen sin justificación, llamadas, conversaciones confidenciales y esas cosas.

—No he visto nada —respondió Crispín Oreja—, pero ya sabes que yo soy muy bruto. Lo único nuevo, así que podamos decir nuevo, es que vino de visita el sobrino de uno de los pastores canadienses. Un tío joven, creo que no es sacerdote.

—¿Y cuándo llegó?

—Hace un mes —respondió Oreja—. La semana pasada estuvo en Shanghai. Yo lo llevé al aeropuerto.

—¿Cómo se llama?

—Tony. Así le dicen. No sé el apellido.

Oreja se rascó la calva intentando recordar más detalles. Luego se levantó, acercó el termo y volvió a servirnos agua caliente en las tazas.

—¿Dónde duerme?

—Con ellos, en las habitaciones de huéspedes.

—Obsérvalo, por favor —le dijo Zheng en tono autoritario—. Y de lo que hablamos, ni una palabra a nadie. ¿Entendido?

—Sí, sí. Ni una palabra.

Luego Oreja se acercó a Zheng y le dijo en voz baja:

—¿Sabes algo de lo mío?

—Lo estoy resolviendo.

Al salir de la casa el aire de Pekín me pareció limpio como brisa de glaciar.

—¿Cuál es el problema de Oreja? —le pregunté a Zheng.

—Le pido disculpas, pero es un asunto confidencial.

—Ah, no tiene importancia —dije.

Volvimos al carro. El cielo empezó a teñirse de un ligero color violeta. Las avenidas, imposibles, se fueron sucediendo una tras otra hasta que cayó la noche. De pronto Zheng se detuvo y me señaló un lugar con el dedo. Un lugar lleno de luz.

—Es su hotel —dijo—. Vaya a pie. No es conveniente que yo lo lleve. Mañana tome un taxi y dele esta tarjeta. Lo espero ahí a las diez de la mañana.

Paseándose por los alrededores del lago Beihai, Gisbert Klauss encontró un poco de sosiego para su alma de filólogo, asaetada por los descubrimientos y las presunciones de la víspera. Observó las flores de loto, siguió con la vista las barcas de enamorados evolucionando sobre el agua, analizó los juncos de las orillas. A los alrededores había vegetación y palacios tradicionales, con sus techos de porcelana amarilla, y en el centro, en un islote al que se accede a través de un puente de mármol, una pequeña colina, la Colina de Jade, con una pagoda blanca de arquitectura tibetana desde la cual se veía una perspectiva grandiosa de Pekín: las torres del palacio imperial, los edificios del Partido Comunista, los rascacielos y la aguja de la televisión estatal. Era un bello lugar, propicio a la divagación. En medio de ese panorama, Gisbert Klauss sintió un extraño fuego en el pecho. Era afecto. Llevaba poco tiempo en Pekín, pero ya la quería.

En el parque corría un viento muy fresco que hacía sonar los encinos y los cedros, así que Gisbert se tendió en la hierba a pensar. Pero al cabo de unos minutos, se quedó plácidamente dormido.

A las seis en punto acudió a la cita con el librero de Dongsi Dajie.

—Profesor —lo saludó el hombre—, es un gran honor para mí recibirlo por segunda vez. Su presencia en esta modesta librería nos honra y alegra. Venga, vamos al estudio.

Xiu, el gato, se colocó de un salto entre los brazos de su amo. Sabía que si lo dejaba ir se quedaría detrás de la puerta. De nuevo lo invitó a una taza de té.

—Espero que esté conforme con su compra de ayer —dijo el librero.

—Mucho —respondió Gisbert—. Quería, de nuevo, agradecerle. Pasé la noche observándolos, deleitándome con el olor del papel y la encuadernación. Los libros son objetos muy bellos.

—Pienso lo mismo y por eso soy librero —dijo, acariciando el lomo del gato—. De niño viví entre libros, pues mi padre era profesor de filosofía tradicional en la Universidad de Estudios Superiores. De esto hace ya mucho. Los japoneses habían tomado la Manchuria y en Pekín todos, incluido mi padre, estaban con el Kuomintang. Las sublevaciones comunistas ocurrían lejos, en el sur. Éste es un país muy grande, profesor.

—¿Recuerda usted esa época? —preguntó Gisbert.

—Tengo setenta y ocho años, pero mi memoria es buena.

El librero dirigió su mirada hacia arriba. Un punto en el techo. Pero no lo veía. Buscaba los recuerdos.

—Me alisté en las tropas del Kuomintang para luchar contra los japoneses cuando Mao y Chang Kaishek unieron sus fuerzas. En ese momento la prioridad era salvar la nación. Luego acabó la guerra en Europa y Japón capituló. Fue entonces cuando se inició la Larga Marcha. Nadie daba un grano de arroz por Mao y su ejército de campesinos desarrapados, pero yo les tenía simpatía. Por primera vez alguien tenía una idea del país que coincidía con la mía. Había que construir una nación moderna. Fui al Hunan. Logré cruzar las líneas de combate y trabajé como profesor en las zonas liberadas por el Ejército Rojo. Luego Chang Kai-shek, vencido, dejó Pekín y se fue a Taiwán. Los nobles se fueron con él y nosotros fundamos nuestra República. No hay día en que no recuerde el orgullo que sentí ese primero de octubre. ¿Lo estoy aburriendo?

—De ningún modo, profesor —dijo Gisbert—. Conozco la historia, pero recibir su testimonio es un privilegio.

—Gracias, es usted muy amable. Como le decía, mi sueño eran los libros, así que abrí una librería. Pero las cosas se pusieron difíciles. Éramos muy pobres. La gente se moría de hambre y yo me sentía un inútil. Entonces cerré la librería y fui a trabajar de voluntario a una cooperativa agrícola. Tiempo después, durante la Revolución Cultural, me denunciaron. Alguien recordó que yo tenía una bodega llena de libros y una noche los guardias rojos los quemaron. Tuve suerte, pues sólo me detuvieron algunos meses. Del presidio fui a una granja de reeducación y allí pasé siete años, siete largos años sin leer, profesor. Mi antídoto fue simple: recordar lo leído. Todas las noches repasaba un libro y así pude soportarlo. Luego me consideraron regenerado y se me permitió regresar a Pekín. A principios de los ochenta pude abrir esta librería, aunque seguíamos siendo muy pobres. Me limitaba a distribuir las publicaciones del gobierno y los autores del Partido, pero recibía muchos libros de manos anónimas, gentes que los habían conservado y que querían venderlos. Así pude reconstruir una biblioteca. Ahora todo ha cambiado. El gobierno controla los listados de obras, pero hay más flexibilidad. Cada mañana, tiemblo de emoción al imaginar lo que me traerán los revendedores. Me gusta ver que un cliente se va contento con un libro, claro, pero me gusta más ver a ese hombrecito que trae un paquete envuelto en hojas de periódico, lo deshace frente a mí, sobre el mostrador, y comienza a contarme que el abuelo murió dejando una biblioteca, que van a vender la casa y que ya no hay lugar para los libros. Es curioso, profesor, pero la mayoría de las personas que construyen bibliotecas luego tienen herederos a los que no les interesan los libros. Yo lo encuentro trágico.

—Efectivamente, es trágico —dijo Gisbert—. Bueno, en mi caso no será así, pues no tuve hijos ni tengo sobrinos. Mis herederos serán los lectores de la biblioteca de la Universidad de Hamburgo.

—Son muy afortunados —dijo el librero, levantándose—. Disculpe, profesor, pero acabo de darme cuenta de algo insólito: no nos hemos presentado. Mi nombre es Cheng Biao.

Le alargó la mano.

—Gisbert Klauss.

Tras esto, el librero volvió a sentarse.

—Anoche hablé por teléfono con un colega de Shanghái —dijo— y es posible que la semana entrante reciba otro libro de Wang Mian. Yo sé lo que tienen las librerías de Pekín y puedo asegurarle que, salvo milagro, aquí no encontrará nada nuevo.

Gisbert agradeció el interés y observó al gato. Había cerrado los ojos, pero estiraba las patas para desperezarse.

—Lo que usted me refirió ayer —continuó el profesor— me llenó de curiosidad. La historia de los Bóxers es apasionante. Me estaba preguntando si no existirán libros de testimonio, escritos por las personas que la vivieron directamente.

De nuevo Cheng Biao alzó los ojos hacia el techo. Luego se levantó, buscó entre los anaqueles y regresó con varios libros en la mano.

—Bien —dijo—, no sé si usted sabe que ese episodio ha sido algo «cubierto» por los historiadores. De hecho, los jóvenes estudian en las escuelas que, en el año de 1900, China fue invadida por una alianza internacional, pero no se les enseña por qué. Se les hace comprender que el único móvil fue, una vez más, apoderarse de las riquezas del país, lo que también es cierto. Es cierto, pero incompleto. Si usted le pregunta a un estudiante por los Bóxers, es probable que éste no sepa de qué le está hablando. Las sociedades secretas siempre han sido una molestia para el poder, por eso prefieren decir que fue una agresión sin motivo. De ahí que no haya muchos libros. Pero mire, yo tengo éstos.

Cheng Biao dispuso sobre la mesa tres viejos volúmenes. Dos estaban en chino y uno en francés. Crónica de la destrucción de Pekín, de Xuan Jin; Cenizas, de Li Shusheng, y Al filo de la muerte, de Dominique Aristide.

—De estos libros, estimado profesor —dijo Cheng Biao—, sólo podría venderle el francés. Los otros puedo prestárselos.

—Se lo agradezco mucho —respondió Gisbert—. Será para mí un gran placer estudiarlos y devolvérselos.

Gisbert salió de la librería con los tres volúmenes en su bolso de viaje. Para no perder tiempo, tomó un taxi en la misma calle Dongsi y regresó de inmediato al hotel. Los mismos ojos oblicuos del primer día lo observaron de lejos, con curiosidad y cautela.

Al llegar al Kempinsky la joven de la recepción le entregó un correo electrónico enviado por Jutta y un paquete con un libro. Lo abrió intrigado y leyó: Cuzco Blues, de Nelson Chouchén Otálora. ¡Era el libro del simpático profesor peruano! Leyó con interés la dedicatoria y se dijo que debería llamarlo a su hotel para agradecerle, pero en ese preciso instante lo vio entrar al lobby.

—¡Profesor Chouchén, profesor! —lo llamó.

El peruano lo reconoció de lejos y le regaló una amplia sonrisa.

—Acaba de recibir su libro que me honra —dijo Gisbert—. Soy muy complacido por el presente.

—El honor es mío —respondió Nelson—. Tener un ejemplar de mi obra en su biblioteca es motivo de orgullo. Soy yo el que le agradece.

—¿Está transferido aquí al hotel? —preguntó Gisbert.

—No, profesor, qué más quisiera. Lo que pasa es que tengo una cita para cenar con unos amigos.

—Entonces no la molesta más —dijo Gisbert—. Mañana en la mañana, si me permite, lo llama a su hotel para vernos.

—Con mucho gusto, profesor. Espero su llamada.

Gisbert se dirigió a los ascensores y subió a su habitación. Pidió un sándwich, tres cervezas heladas, y, tras quitarse los zapatos y ponerse cómodo, comenzó a ojear el libro de Dominique Aristide.

Se trataba, en efecto, de una narración testimonial. Según los datos del prefacio, Aristide era un joven sacerdote belga que había vivido el ataque de los Bóxers con la congregación francesa. La dedicatoria del libro era para el rey Leopoldo II de Bélgica, «gran civilizador de naciones».

Pero las descripciones que Aristide hacía de los chinos le parecieron sospechosas. Por doquier, en las páginas preliminares, los acusaba de ser un pueblo «vago, vicioso y jugador, capaces de apostar hasta su propia coleta con tal de seguir lanzando los dados». También los llamaba «desagradecidos», pues, según él, en lugar de bendecir a Occidente y a la Santa Iglesia Católica por su labor civilizadora, «nos observan con torva faz, desconociendo que si hemos decidido aceptar estar aquí, en medio de sus salvajes costumbres, su aridez de espíritu y su repulsiva comida, es sólo por el bien de ellos». Estas consideraciones causaron en Gisbert Klauss una gran decepción, pues imaginó que todo el texto sería un catálogo de improperios e insultos. Sin embargo continuó. Las descripciones de los ataques a la Legación le parecieron algo más realistas, aunque el tono era siempre el mismo: «Sus ojos, brillando como luciferes en la noche, están henchidos de muerte y odio. Se comen sus propios cadáveres y me han dicho que en uno de los ataques por el costado sur del barrio, un grupo de asesinos, drogados y desaforados, mataron a una mujer a mordiscos, profiriendo aterradores gritos y chillidos, que es su particular modo de invocar a los dioses del Averno.» Era imposible establecer cuánto había de verdad en este alucinado texto, así que, con las sosegadas armas del filólogo, Gisbert se introdujo en él, tomando algunas breves notas, esperando encontrar al menos un párrafo que sirviera a sus pesquisas.

Terminado su paseo por la antigua propiedad familiar, al lado del lago Xihuan, Nelson se dirigió al Kempinsky para la cita con el doctor Serafín Smith y su acompañante cubana, la bella Omaira Tinajo. Sentía una extraña melancolía, como la nostalgia de una vida que estuvo reservada para él y que, de forma abrupta, perdió. Esa vida, se dijo, estaba detrás de la puerta de Zhinlu Bajie, 7, Houhai. Esto último le gustó, entonces extrajo su libreta y escribió un borrador de poema:

La vida que perdí está detrás de esa puerta,

y es de leña vieja y astillas.

Zhinlu Bajie, 7, Houhai.

Mi rostro tiene la mano en el pomo, del otro lado.

Pero no la abre.

Más bien se aleja hacia adentro.

Hacia lo profundo de la casa.

Entró al Kempinsky, aún sumido en la duermevela poética, cuando escuchó su nombre:

—¡Profesor Chouchén, profesor!

Reconoció, de lejos, al catedrático alemán, pero en lugar de alegría sintió como si un intruso irrumpiera en su ensoñación. A pesar de ello, hizo un esfuerzo y le regaló una amplia sonrisa.

—Acaba de recibir su libro que me honra —le dijo Gisbert—. Soy muy complacido por el presente.

Nelson pensó: «Este cojudo trata a las patadas el español.»

—El honor es mío —respondió—. Tener un ejemplar de mi obra en su biblioteca es motivo de orgullo. Soy yo el que le agradece.

—¿Está transferido aquí al hotel? —preguntó Gisbert.

—No, profesor, qué más quisiera. Lo que pasa es que tengo una cita para cenar con unos amigos.

—Entonces no la molesta más —dijo Gisbert—. Mañana en la mañana, si me permite, lo llama a su hotel para vernos.

—Con mucho gusto, profesor. Espero su llamada.

Lo vio alejarse hacia los ascensores y, culpable por no haberlo invitado, fue al vestíbulo central a buscar a sus amigos. Pero no los vio, así que consultó su reloj y comprobó que aún era temprano. Las nueve menos diez. Había tiempo para corregir su poema, para lo cual sacó su libreta, pero al releerlo se sintió conforme. Entonces, poseído por una fiebre creativa sin precedentes, hizo una anotación para su novela: «Nos gustaba la casa de Zhinlu Bajie, 7, Houhai, porque además de amplia y espaciosa, estaba cerca del lago Xihai.» Ese tono también le gustaba. Tendría que hacer varias pruebas.

—¡Querido y excelso poeta!

La voz de Serafín Smith irrumpió en su cerebro y lo extrajo de lo más profundo del socavón creativo. Alzó la vista y vio al gracioso brasileño vestido con jeans, tenis Reebok y una camiseta de manga corta que le forraba el estómago sin elegancia. Era el típico atuendo del ejecutivo en día domingo. Omaira Tinajo, en cambio, vestía el mismo traje blanco de la tarde.

—Parece que te sacamos la inspiración, vaya —dijo Omaira Tinajo—. No te va a quedar más remedio que acompañarnos a cenar.

Cruzaron la avenida y entraron a un enorme restaurante.

—Aquí lo bueno es pedir muchos platos —dijo Serafín Smith—. A ver, yo propongo que cada uno elija dos y luego picamos de todos.

La propuesta tuvo eco. Nelson pidió una cerveza. Los doctores prefirieron agua helada. Hacía calor.

—¿Cómo va ese congreso? —preguntó Nelson.

—Bien, muy bien —respondió Rubens—. Hoy, un colega chino nos presentó un caso interesantísimo, ¿verdad doctora? Imagínese, un joven con quemaduras de tercer grado en el colon provocadas por agua hirviendo. Algo rarísimo. Lo están tratando con medicina tradicional y ya está casi curado. Un milagro.

—¿Agua hirviendo? —preguntó Nelson—. ¿Y cómo pudo ser eso?

—No sabemos —respondió la doctora—. Los motivos de las dolencias son secreto profesional. Pero le confieso, compañero, que yo me hice la misma pregunta, sobre todo porque las quemaduras son muy internas.

—¿Es usted también de la rama espiritualista? —le preguntó Nelson a la doctora Tinajo.

—¿Espiritualista? ¿Qué cosa es ésa?

—Es una vertiente de la proctología muy en boga en los Estados Unidos —dijo Serafín—. No se basa sólo en datos científicos, sino que considera otros factores como el gusto, el placer, los estados de ánimo.

—Ay, qué interesante —dijo la Tinajo—. Bueno, en Cuba eso lo tomamos siempre en cuenta. Pero no me digan que nos vamos a pasar la noche hablando del trabajo.

—No, tiene razón —se disculpó Nelson—. Era para romper el hielo.

—Ay, chico —dijo Omaira—. En Cuba el hielo se rompe con una cuchara.

Omaira Tinajo contó que era médica jefe en el Hospital Central de La Habana, que estaba casada con un pediatra y que tenía dos hijos ya grandes, de veintidós y diecinueve. Uno, Gastón, estudiaba abogacía. El otro, César, era veterinario y trabajaba en una granja en Santiago de Cuba. Serafín Smith habló de sus hijas, tres, que aún estaban en el colegio, Jennifer, Vanessa y Sonia Patricia. Nelson confesó que no había querido tener hijos, pues la paternidad era incompatible con la creación estética, al menos tal como la entendía él.

—¿Y tu mujer qué opina de eso? —preguntó Omaira.

—Pues ella me apoya —respondió Nelson—. Desde que nos casamos estamos de acuerdo. La vida de un escritor no es fácil. Debe concentrar todas sus fuerzas en la creación, de lo contrario no se triunfa.

—Pues ojalá te den el premio Nobel, chico —bromeó Omaira—, porque, ¡tamaño sacrificio!

Nelson detectó al fondo de la frase una ligera burla. Entonces llamó al mozo y pidió una botella de vino.

—Nos estamos poniendo trascendentales —dijo—. Aquí lo que hace falta es algo más espiritual, si me permiten.

El mozo les sirvió vino chino, y, los tres, al probarlo, arrugaron el gesto. Era muy fuerte. Nelson revisó la botella y vio que, en efecto, se llamaba vino, pero era licor de arroz.

—Da lo mismo, es un digestivo y está bueno —dijo Serafín Smith, levantando su copa—. Permítanme saludar este encuentro con un brindis: Por la libertad de los pueblos, por la emancipación de las clases oprimidas, por que la justicia recaiga sobre los malvados, por que las relaciones Norte/Sur sean más justas, y, sobre todo, porque el tramo final del accidentado camino alimenticio deje de ser una condena para el hombre; en suma, por la noble ciencia de la proctología, ¡salud!

—Salud —dijo Omaira—. Oye, mi vida, te voy a llevar a La Habana para que nos eches un discurso.

—Salud —acompañó Nelson volviendo a servir; luego levantó su copa, carraspeó y dijo—: Por la unión de los pueblos de habla hispana y portuguesa, por una globalización que tenga en cuenta la dignidad del individuo, por la lengua del Quijote, por el bolero, la cumbia, la samba y los valsecitos criollos, por la negritud de América, por la poesía de Guillén, de Neruda y de César Vallejo, por la prosa de Lezama y de Rulfo, por Los subterráneos de la libertad, de Jorge Amado, y por las hermosas mujeres de nuestra tierra, con especial atención a usted, doctora Tinajo, ¡salud!

Vaciaron las copitas, pero de inmediato volvieron a llenarlas. Era el turno de la doctora.

—Uy, me están poniendo en un compromiso, caballeros —repuso Omaira—. Bueno, ¿ahora me toca a mí? Ahí voy: por la hermandad andina y caribeña, por el folclor y el arte popular, por el internacionalismo y la solidaridad, por el eco de nuestra cultura aquí en Oriente, porque tres «sudacas», como nos dicen en España, puedan emborracharse felices y unidos en Pekín, por las telenovelas, el mambo y el chachachá, por el ron, el aguardiente, la cacica y el pisco, por todo lo que nos une, que es mucho, compañeros, ¡salud!

Se dieron un abrazo triple por encima de la mesa. A Rubens Serafín Smith se le aguaron los ojos. A Nelson se le paró. En un volar llegó la segunda botella de licor de arroz y el triunvirato continuó enumerando, con nostalgia y cariño, todo eso que allá lejos, en ese malhadado continente, los hacía sentirse hermanos.

—A mí lo que más me gusta comer de tu tierra —le dijo Nelson a Omaira—, es la ropa vieja, aunque el arroz de moros y cristianos también está para chuparse los dedos.

—Bueno —intervino Rubens—, pero no me dejen por fuera el mojito, el Señor de la coctelería caribeña.

—Ay, caballeros, a mí lo que más me gusta del mojito es morder la hoja de menta. ¿Y el daiquiri? Se me hace agua la boca. Pero usted qué me va a decir de la comida cubana, doctor Serafín. La feijoada es un plato renacentista. Y usted, Nelson, con los anticuchos y el ají de gallina tienen para rato.

A medianoche les cerraron el restaurante y salieron a la calle. El calor había amainado y corría una brisa fresca.

—Conozco aquí en la esquina un sitio de música latinoamericana, señores —dijo Omaira—. Vamos, yo pago la primera ronda.

El lugar se llamaba Salsa Cabana. Nelson se quedó muy sorprendido al ver que tenía orquesta: ¡una orquesta colombiana! La barra estaba llena de gente. Un joven barman de aspecto anglosajón servía los cócteles haciendo malabarismos con las botellas. Se sentaron cerca de la pista de baile y pidieron una ronda de cubalibres.

—Ay, compañeros, las piernas me bailan solas.

Rubens invitó a Omaira a bailar y Nelson se quedó en la mesa, observando a la concurrencia. Jovencitas chinas bailaban con desparpajo. Había ejecutivos de corbata y mujeres sumamente elegantes. De pronto, notó que una bellísima rubia lo miraba a los ojos. Tenía puesta una agresiva minifalda. Su escote parecía el balcón de una quinta colonial. Un segundo después la muchacha le sonrió y le hizo un gesto que, al menos en Lima, quería decir ven, papacito, acércate. Se sintió un superhéroe. Aún podía seducir a una jovencita atractiva. Cuando estaba a punto de levantarse, sus compañeros regresaron a la mesa.

—La música está muy buena, poeta —le dijo Rubens—, pero veo que le están disparando con bala de alto calibre.

La doctora Tinajo volteó a mirar a la joven y le dijo a Nelson:

—No es por ser aguafiestas, chico, pero esa niña, aquí, está trabajando.

—¿Quieres decir que es…?

—Exactamente, mi vida. Una proletaria del amor.

Nelson invitó a bailar a la doctora y, con los tragos en la cabeza, empezó a acercarla. Era una bellísima mujer. ¿Podría seducirla? Bailando le sintió el talle, las piernas. En una vuelta miró dentro de su escote y vio cómo nacían un par de suculentas tetas. Se le volvió a parar. Luego, llevado por el baile, vio que Omaira le pegaba las caderas. ¿Lo estaría calentando ella también? Cuando terminó la pieza la retuvo en la pista, pero ella se le soltó para dirigirse a la mesa.

—Vamos a sentarnos, Nelson —dijo Omaira, riéndose—. No sé qué tienes ahí, pero me vas a sacar un morado en el muslo.

A las dos de la mañana el doctor Rubens Serafín Smith dormitaba sobre la mesa. De vez en cuando levantaba el índice, como para decir algo, pero no le salían las palabras. Nelson comprendió que había llegado el momento así que se arregló el pelo, acercó su silla a la de Omaira y le dijo:

—Vamos a brindar con champagne a mi hotel, doctorcita. Tienen un servicio a los cuartos que es una maravilla.

Ella soltó una carcajada.

—¿Pero tú estás loco? Ya te dije que soy una mujer casada.

—Aquí estamos lejos de todo, Omaira. Nadie lo va a saber.

—Yo, chico, yo lo voy a saber.

—Será nuestro secreto. Quiero ver cómo es tu cuerpo cuando tiembla de placer.

Omaira volvió a reírse, esta vez algo nerviosa.

—Ay, chico, de verdad que eres un poeta —dijo—. Pero te lo vas a tener que imaginar. Lo siento.

—Me lo puedo imaginar —dijo Nelson—, pero preferiría verlo.

Le acarició el brazo, le acercó los labios a la cara. Omaira lo retiró con suavidad.

—No, mi vida, muchas gracias por la propuesta. Lo que sí te digo es que me rejuveneciste como veinte años.

—Eres una mujer muy bella, Omaira. ¿Qué importa que estés casada? —insistió Nelson—. Si es por eso, yo también estoy casado.

—Pero yo a mi marido no lo cambio por nada.

Nelson, luchando contra sí mismo, retiró su ejército diciéndose: «Primer round perdido, pero queda combate por delante.» Luego llevó cargado a Serafín Smith hasta los ascensores del hotel. Al despedirse de la doctora le propuso acompañarla hasta su habitación.

—De verdad que no, chico —le dijo ella—. No dañes esta noche tan linda.

—Sólo quería que acabara mejor, nada más.

—Así está acabando muy bien. De verdad. Buenas noches —dijo Omaira. Luego la puerta del ascensor se cerró.

Nelson, borracho, regresó al bar trastabillando y se acomodó en la barra. «Another ccu, cubalibre for me», se oyó decir.

La residencia de la congregación metodista era un enorme y oscuro edificio al norte de la ciudad, no lejos del tercer anillo periférico. Nada, en su aspecto exterior, podía indicar la naturaleza de las actividades que en él se realizaban, pues no tenía ninguna insignia. Un muro protegía un patio interno, desde el cual se accedía al edificio.

—En el primer piso está la clínica y una capilla —dijo Zheng—. En el segundo hay oficinas administrativas y un gimnasio. Las habitaciones comienzan a partir del tercero. Si tienen a Gérard, es posible que lo hayan escondido aquí. Si lo tienen en otro lugar, tendrán que hacer movimientos especiales. Crispín quedó en avisarme si Tony, el visitante, sale del edificio.

Desde el otro lado de la avenida, apostados en un restaurante mongol, observábamos la entrada. Según Zheng habíamos tenido suerte, pues el mejor lugar para la vigilancia era precisamente éste, y la comida era óptima. Yo, al principio, observé con desconfianza la paila de agua hirviendo en el centro de la mesa, pero Zheng me enseñó a usarla. Se trataba de introducir rollos de pescado y trozos de verdura, que luego debían mojarse en una salsa de pistacho. Según él, el mejor acompañamiento para este exquisito platillo, amén del té verde, era una deliciosa y helada cerveza Tsing Tao. En ésas estábamos, cuando se oyó el timbre del celular de Zheng.

—¿Wei? —respondió—. Ah, sí. Gracias.

Colgó al tiempo que se levantaba.

—Vamos —me dijo, dejando algunos billetes sobre la mesa.

Yo apuré un nutrido sorbo de cerveza y lo seguí hasta la camioneta Cherokee, justo en el momento en que la puerta del edificio se abría. De ella emergieron tres autos marca Audi de color negro. Zheng empezó a seguirlos a distancia.

—La técnica del seguimiento es compleja —dijo—. Observe bien. No se coloque nunca en la mira de sus espejos retrovisores. Si lo hace, debe inmediatamente accionar la direccional de cruce. De este modo no llamará su atención. Deje al menos tres automóviles entre usted y ellos. Si por algún motivo debe estar cerca, suba el volumen del radio y canturree la música, o hable por teléfono. La psicología es fundamental.

—Ya lo veo —dije, admirativo.

—Si lo detectan y hacen movimientos bruscos continúe en línea recta, busque un estacionamiento, deje el auto y suba a un taxi para continuar el seguimiento. En el 90% de los casos, si consideran que era una falsa alarma, regresarán a la ruta de la cual se alejaron.

—¿Y cuál es el mejor modo para involucrar al conductor del taxi sin levantar sospechas? —pregunté.

—Es sencillo —respondió Zheng—. Usted sube y le dice: ¡Siga a ese auto! A los taxistas les gusta creer que están haciendo algo inusual.

Los tres Audi de color negro avanzaron por el periférico y doblaron en la ruta hacia el aeropuerto. Era una avenida enmarcada por pinos. Un poco más adelante salieron de la autopista y tomaron una calle poco transitada. Una carretera comarcal.

—Ahora es más difícil seguirlos —dijo Zheng—. Pueden vernos. Estoy seguro de que van a una casa de campo.

Les dimos varias curvas de ventaja, perdiéndolos de vista en casi todo el trayecto. De repente, a lo lejos, vimos que entraban a una villa. Zheng estacionó la Cherokee un poco más adelante, cerca de un caserío.

—Ahora hay que ir a pie, por la montaña —dijo—. Si tenemos suerte no habrá vigilancia.

Me dio una chaqueta de color verde, extraída de su maletín, y una gorrita con visera.

—A partir de este instante —dijo—, somos inspectores forestales, y usted es un especialista en la biodiversidad de las zonas húmedas, ¿de acuerdo? Lo mejor será llegar a la casa por la parte norte.

—De acuerdo —respondí, obediente—. Aunque supongo que es el camino más largo.

—En China todas las casas tienen la espalda hacia el norte —dijo—. ¿Ha oído hablar del Feng-shui?

—Poco.

—Es largo, y, sobre todo, no es momento de explicaciones. Bastará con saber que al norte está ubicada la puerta de atrás. Por ahí entraremos.

La subida por la montaña me dejó sin aliento. Tras un par de cerros repletos de arbustos y de un camino de trocha bastante accidentado llegamos a lo que debía ser el muro de la propiedad. Adentro vimos un jardín bastante bien cuidado, un laguito con flores de loto y una terraza. No se veía a nadie.

—Usted espéreme aquí —dijo Zheng, para mi cobarde alivio, pues por nada del mundo pensaba introducirme en propiedad ajena escalando techos.

Me quedé sentado en el suelo, espalda contra el muro, ojo avizor, acezando por la larga caminata, sudando a chorros y con un molesto vacío en el estómago de pensar en lo que podría suceder si nos descubrían. Hacía calor. En lo alto de la montaña había una torre de energía eléctrica de la cual partían dos gruesos cables. Sin saber por qué, pensé de nuevo en Corinne, mi ex mujer; ¿qué diría si supiera que estoy sentado en el campo, a las afueras de Pekín, disfrazado de especialista en biodiversidad? La verdad es que uno vive de sorpresa en sorpresa, y la rutina, esa que tanto critico cuando estoy en París, es un modo eficaz para contrarrestar los sobresaltos. Corinne no soportaba que yo regresara de la radio diciendo que debía partir al día siguiente, en el primer vuelo, para una misión de trabajo. Para ella, mi gusto por la aventura evidenciaba un temperamento infantil. «Complejo de Peter Pan», así lo llamaba. Y agregaba:

—Mientras tú vives en una crisálida, jugando a ser el Tigre de la Malasia, la vida real llega al buzón de correos y soy yo la que debe contestar las cartas del banco, del seguro médico, la que sabe cuándo se vence el plazo para pagar los impuestos.

—Yo no tengo la culpa de que escribir en francés sea tan difícil —le decía—. Si viviéramos en Bogotá lo haría yo.

Al observar el reloj comprobé que Zheng se había marchado hacía más de diez minutos. ¿Habrá logrado entrar a la casa sin ser visto? Me puse en puntas de pie para observar sobre el muro y vi, aterrado, a un grupo de hombres bebiendo café en la terraza. Todos eran rubios y vestían abrigos oscuros. Si hubieran tenido un perro me habrían descubierto. Luego escuché un ruido en la esquina del muro y vi aparecer a Zheng.

—Ése de allá es Tony —me dijo, señalando a uno de los hombres—. Puede ser que, en verdad, sea sobrino de uno de los pastores, pero en su maleta encontré varias ganzúas, cable eléctrico, guantes, una minicámara fotográfica y unos binóculos infrarrojos. ¿No le parece extraño?

—Pues sí, es muy extraño —respondí—. ¿Y cómo logró llegar hasta su habitación?

—Caminando descalzo para no hacer ruido —dijo Zheng—. ¿Ha oído hablar de los Ninjas?

—Sí, pero no me diga que usted…

—No, claro que no —repuso—. Es sólo un ejemplo. Le tengo varias noticias. La primera es que no tienen a Gérard, pues pude establecer que están buscando el manuscrito.

—¿En serio?

—Sí, y además el supuesto sobrino, Tony, tiene en su bolso un libro de poesías de Wang Mian. Dentro, en una página de fax con los datos aéreos de lo que, supongo, fue la información para su vuelo a Pekín, tiene escritos a mano varios nombres: Ambrose, Barc, Gérard, Oslovski, Sun Chen y Mallet. Al frente de ellos hay una interrogación, y luego el título del famoso manuscrito, Lejanas transparencias del aire. ¿Me sigue?

—Creo que sí —le dije—. Son los nombres de quienes, según él, pueden tenerlo. De ahí la conclusión de que lo están buscando.

—Excelente —dijo Zheng—. Veo que aprende rápido. Ahora debemos estar alerta con ellos, pues lo más seguro es que empiecen a seguirnos.

—Es gracioso —repuse—: nosotros tras ellos y ellos detrás de nosotros.

—Pues sí —dijo Zheng—, la verdad es que si no fuera tan grave, sería divertidísimo.

Dicho esto empezó a alejarse del muro.

—¿Ya nos vamos? —pregunté.

—Bueno, si ellos están buscando el manuscrito, no creo que puedan ser de gran ayuda por ahora.

—Es cierto, vamos.

Al llegar a la Cherokee, Zheng hizo una llamada y habló en chino. Yo me puse a mirar el paisaje, que era algo tristón: un canal de aguas que corrían lentas, un sembrado infinito de melocotones, al fondo unos árboles ligeramente velados por la bruma. Luego, sin hablar, emprendimos el regreso.

—Lo que sigue será más interesante —me dijo—. Espere y lo verá.

—¿Qué es?

—Un colaborador identificó al ayudante de cafetería que reconoció el manuscrito —dijo—. Me acaban de dar su dirección.

Era al sureste de Pekín, en un barrio tradicional que estaba siendo demolido para dar paso a una gran avenida. Hacia allá nos dirigimos.

Al llegar, Zheng dio dos golpes en la puerta y me dijo:

—Es mejor que esté preparado, aquí puede pasar de todo.

Tensé los músculos. Luego escuchamos unos pasos y el ruido de una llave. Abrió una señora muy vieja. Zheng saludó y le habló en chino. La anciana negó moviendo la cabeza, pero Zheng insistía, hablándole con tal autoridad que, aun sin entender, me helaba la sangre. Un instante después, sin que yo notara nada especial, vi a Zheng erizarse como un felino y saltar sobre el muro. La mujer gritó y, sólo en ese momento, vi una figura corriendo sobre el techo. Luego sentí una lluvia de piedras que me obligó a buscar protección a la entrada de la casa, con el problema de que la señora cerró el portón y sólo por un pelo no me cortó los dedos. Un segundo después apareció Zheng llevando del brazo a un joven. Tenía el pómulo rojo y la nariz reventada.

—Vámonos —me gritó—. ¡Usted conduce!

En ese instante, un segundo torrente de piedras cayó sobre nuestras cabezas, así que eché a correr hacia la avenida. Al llegar a la Cherokee di gracias al cielo, con las piernas temblando. Zheng subió atrás empujando a nuestro rehén y lo inmovilizó en el suelo, boca abajo.

—Tenemos suerte —le dije a Zheng—. Si hubiéramos estado en mi país, en lugar de piedras nos habrían llovido balas.

—Nunca he estado en su país —me dijo—. Debe ser por eso que no lo comprendo.

—No crea —le respondí—. Yo nací allá y tampoco lo entiendo. ¿Cómo diablos se enciende este carro?

Tres pedazos de teja golpearon contra el techo de la camioneta.

—Con la llave —me dijo—. Si logra evitar el temblor de manos podrá introducirla en el arranque. Apúrese.

El motor hizo un estruendo, luego hundí el pie en el acelerador y la Cherokee se puso en marcha. Atrás quedó, sobre el asfalto, la marca de los neumáticos y una densa polvareda de arena.

Fue en el capítulo final del libro de Aristide, el jesuita belga, que Gisbert encontró lo que buscaba: «Ya diezmados los demonios, ya marcadas con cruces estas tierras salvajes, podemos intentar comprender qué fue lo que los llevó a esta furia devastadora. Oh lector, que ya has debido soportar las infamias que este cronista contempló, muy a su pesar, prepara ahora tu espíritu para lo que viene, pues, al parecer, además de sus ídolos paganos, además de sus equívocas y perjuras creencias, he aquí que aparece un libro, qué digo, apenas un manuscrito, un poco de tinta vertida sobre el papel, el cual, por cierto, hace aborrecer, a la vista de sus atroces resultados, que jamás el ser humano haya descubierto tal arte; un manuscrito, insisto, que al decir de quienes pueden desentrañar esta lengua alocada, dio ánimo a los púgiles para destruirnos. No sé cómo dicho texto acabó en las manos de un alto oficial francés, ni es mi deber averiguarlo, ni por qué dicho oficial tenía a bien protegerlo. Sólo sé que fue archivado en la caja fuerte de la Legación a la espera de que se decidiera su suerte. El oficial ya se marchó y pronto yo me iré. Sólo espero que esas letras de odio, que rimaron nuestra destrucción, no sobrevivan. Que la hoguera del olvido las consuma.»

Tras una noche de estudio, Gisbert, temblando de emoción, obtenía su recompensa: ¡Loti había recibido el manuscrito de Lejanas transparencias del aire, tal como él pensaba!, y luego lo había entregado a la Legación francesa, tal vez con la idea de recuperarlo más tarde, cuando las aguas se calmaran y todo regresara a su cauce. El jesuita Aristide, según su propia crónica, supo del manuscrito pero no tuvo contacto con él, lo que permitía suponer a Gisbert que no había sido destruido. ¿Cuántas personas podían saber a qué se refería Aristide cuando hablaba del «manuscrito»? Pocas. La prueba era que él mismo, en cuarenta años de estudios exhaustivos, jamás había oído nombrarlo. Por un prurito de investigador, Gisbert fue al teléfono y despertó a su secretaria en la Universidad de Hamburgo. Le pidió que buscara en el banco de datos de la biblioteca, que estaba conectada con los archivos de la mayoría de las bibliotecas universitarias de Europa y Estados Unidos, todo lo relacionado con ese título, Al filo de la muerte, de Dominique Aristide, publicado en las Éditions du Sacré, en 1908, y por supuesto con Lejanas transparencias del aire, de Wang Mian. Hecho esto bajó al restaurante del hotel y comió un plato de vegetales hervidos con carne, a la espera de que la secretaria lo llamara con los resultados.

Una hora después recibió la respuesta:

—No encontré absolutamente nada, profesor —dijo ella—. En cuanto al autor belga, no hay la más mínima señal ni por la editorial ni por el autor. Tampoco hay nada sobre el título de Wang Mian del que me habla. Esos libros, sencillamente, no existen.

Con estas presunciones en la mente, Gisbert regresó al lobby del hotel, pidió la dirección de la embajada francesa y ordenó un taxi. Era muy temprano. Mientras se adentraba en la ciudad, pensó que por primera vez su labor de filólogo parecía una pesquisa detectivesca.

Al llegar a la embajada, sita en el moderno barrio diplomático que enmarca la avenida Jianguomen, un lugar arbolado de apacibles residencias, Klauss se identificó con sus credenciales de catedrático y pidió hablar con el jefe de Asuntos Culturales. Un rato después, luego de que analizaran y dieran por buenos sus documentos, un hombrecillo de aspecto nervioso, delgado y de pelo cano, lo invitó a pasar a una oficina.

—Quisiera una autorización para estudiar los archivos de la Legación relativos al año 1901, señor —dijo Gisbert, en perfecto francés—. Estoy realizando una investigación sobre la revuelta de los Bóxers y considero que ustedes deben de tener información valiosa.

El diplomático lo observó con interés, en silencio. Luego carraspeó y dijo:

—¿Está usted trabajando en un libro o se trata de una investigación puramente universitaria?

—De momento es sólo una investigación —dijo Gisbert—, pero no descarto la posibilidad de escribir un libro. Como usted tal vez sepa, es un período histórico sobre el que hay muchos sobreentendidos, pero poca información real.

—¿Ha presentado previamente una solicitud oficial? —preguntó el funcionario.

—No señor, aún no —respondió Gisbert—. Pero si lo desea, puedo hablar con la embajada alemana para que, a través de ellos, ésta se tramite. Estoy pasando unos días en Pekín y no lo tenía previsto, pero el curso de mis investigaciones se precipitó y sería de vital importancia poder estudiar esos archivos.

—Lo único que puedo hacer por usted, ahora —dijo el hombrecillo armándose de papel y lápiz—, es tomar sus datos y transmitir su petición espontánea a las altas instancias. Luego, le pediría una carta de la dirección de su departamento en la universidad.

—El director del departamento soy yo, señor —alegó Gisbert—. Puedo hacérsela ahora mismo.

—No es posible, profesor, pues debe estar impresa en hoja oficial con el membrete y el sello de la universidad.

—Ah —exclamó Gisbert—. Hoy mismo se la puedo hacer llegar por fax si me da un número.

El diplomático le dio una tarjeta con los datos. Luego agregó:

—También sería de utilidad una carta oficial de la embajada alemana en Pekín, aunque sería mejor si ésta proviene directamente de la cancillería. Asimismo, tendrá que explicar por escrito el objeto de sus investigaciones, con una descripción de lo que piensa buscar y, en tal caso, encontrar en nuestros archivos. Mientras tanto déjeme hacer una fotocopia de sus documentos y tomar nota de su alojamiento en Pekín.

Gisbert le dio todo lo que pedía y salió de la embajada, algo frustrado por la serie de obstáculos que veía en su camino. Pero era lógico que los archivos de una embajada fueran relativamente secretos. No debía olvidar, además, que él era alemán, y que a pesar del Tratado de Maastricht y la Unión Europea aún existían reticencias entre ambos países.

En la embajada alemana, muy cerca de la francesa, fue recibido por el ministro plenipotenciario.

—¿Una investigación sobre los Bóxers? —le dijo—. Caramba, qué temita. Lo primero que debo decirle, muy a mi pesar, es que nuestros archivos de esa época ya no existen. Todo ese material fue remitido a la cancillería en Berlín y, por desgracia, destruido durante la guerra. Bombardeos. Incendios. Gran parte de nuestra memoria se perdió para siempre. Imagínese, todo ese laborioso trabajo administrativo reducido a cenizas.

Una empleada china, vestida con delantal, dejó sobre la mesa una bandeja con cafés y galletas. Luego se retiró.

—Lo que vengo a pedirle, excelencia —dijo Gisbert—, es que me ayude a obtener un permiso para estudiar los archivos de la embajada de Francia. Una carta firmada por usted sería fundamental. Es una sugerencia del agregado cultural francés.

—Ah, los franceses —dijo el ministro plenipotenciario—. No hay otro pueblo en el mundo capaz de superarlos cuando se trata de burocracia. Pero quédese tranquilo, mi estimado profesor, explíqueme bien de qué trata la historia que anda buscando y yo le haré esa carta.

Gisbert le contó el objeto de su investigación, dejando por fuera muchísimos detalles que consideró «delicados». No habló, por supuesto, del libro de Mian. Se limitó a decir que en los viejos archivos de la Legación Francesa podría haber infinidad de testimonios útiles para comprender lo que había pasado. De ahí su interés.

Tras escucharlo, el diplomático llamó a su secretaria y le pidió que tomara algunas notas. Luego lo despidió asegurándole que en un par de horas la carta estaría lista.

—Tengo una nieta estudiando en su universidad, profesor —dijo el ministro plenipotenciario, ya en la puerta—. Y debo decirle que la tengo en el más alto concepto. Es uno de los centros docentes que más orgullo nos da a los alemanes.

—Gracias, ministro —dijo Gisbert dándole la mano—. Hasta más tarde, entonces.

De regreso a su hotel, Gisbert volvió a llamar a su secretaria para que enviara por fax la carta de presentación a la embajada de Francia. Luego se fue a su cuarto a estudiar los demás libros que le había prestado el librero. Ahora estaba seguro de que perseguía algo grande. Algo que cambiaría para siempre su carrera de filólogo.

Lo despertó el timbre del teléfono. Una voz, que parecía provenir del centro de su cerebro, le decía: «¿Cómo estás, cholito?» Era su mujer. Nelson se incorporó y le dijo yo muy bien, chola, gracias. Con un esfuerzo sobrehumano logró hilvanar algunas frases.

—¿Qué hora es allá? —preguntó Elsa.

—Todavía está oscuro, mamita. Llámame más tarde.

Colgó sintiendo un dolor intenso en el cuerpo. ¿Qué era? Se revisó, palpándose, y comprobó que estaba desnudo. Tenía, además, puesto un preservativo. La presión del caucho le había hinchado el pene como un globo. Intentó quitarlo, en la oscuridad, pero sintió una lacerante punzada de dolor. Entonces escuchó una voz que lo hizo estremecer:

—¿Shto?

Encendió la luz y vio, a su lado, a una joven rubia. Ella también estaba desnuda.

—¿Qué pasa? —volvió a preguntar la joven en inglés.

Sin hablar, Nelson le indicó su bajo vientre. Su falo inflamado y de color carmín.

La joven abrió su bolso, sacó unas tijeras de uñas y se dispuso a rasgar el condón. Nelson pegó tres alaridos, pero al final la joven logró cortar el caucho y retirarlo. Luego trajo un vaso con agua fría y se lo acercó, colocando dentro el miembro maltrecho.

—Así te bajará la inflamación —dijo, con un fuertísimo acento eslavo—. Tienes suerte de que te llamaran por teléfono. Si pasas la noche con eso puesto te habría dado una necrosis y ahí sí no habría nada que hacer. Sólo ¡chuk!, cortar, y, da svidania, adiós al hermanito pequeño.

—Gracias, —dijo Nelson, aterrorizado, aún borracho y sin entender muy bien quién era ella—. ¿Cómo te llamas?

—Irina. Nos conocimos en el bar, anoche. Por cierto, me debes doscientos dólares.

—¿Cuánto? —la noticia pareció despertarlo del todo, pero al incorporarse dio otro aullido de dolor.

—Doscientos —dijo ella—. En realidad cobro trescientos, pero tus amigos ya me dieron cien y pagaron el taxi. Fíjate cómo soy de honrada.

—¿Qué amigos? —preguntó él sin entender—. ¿Rubens y Omaira?

—No sé cómo se llaman —dijo Irina—. Eran chinos.

—No tengo amigos chinos —dijo Nelson—. Debe tratarse de un error.

—Allá tú, el caso es que me los debes. Dijiste que toda la noche y aquí estoy. Si quieres hacer algo por la mañana puedes pedírmelo, aunque dudo que puedas. ¿Te sigue doliendo?

—Sólo cuando respiro —dijo Nelson, recordando a Jack Nicholson en Chinatown.

—Ja, qué gracioso —se rió Irina—. ¿Eres filipino o vietnamita?

—Soy peruano.

—¿Ah sí? —repuso, incrédula—. Si tú eres peruano yo soy una princesa del Congo. Dame el dinero, sweet heart, y luego aquí me tienes, para lo que sea.

Nelson abrió la mesa de noche y sacó varios billetes. Luego escondió el resto en una de sus medias y la colocó debajo de su almohada.

—No seas tonto —dijo Irina, guardando el dinero en el bolso—. Si hubiera querido robarte ya lo habría hecho. Roncabas como un oso de Siberia. Les prometí a tus amigos que te trataría bien.

—Y dale con eso —repuso Nelson—. Ya te dije que aquí en Pekín no conozco a nadie.

—Supongo que el alcohol te habrá provocado un repentino acceso de locura. Se ve que no tienes costumbre de beber.

Al decir esto Irina se levantó, caminó a tientas hasta la ventana y alzó la persiana. Nelson, en la penumbra, alcanzó a entrever un bellísimo trasero de color rosado y un pubis amarillo.

—Pues si no son amigos tuyos —dijo ella—, entonces serán miembros de una sociedad protectora de borrachos peruanos. Míralos, ahí siguen.

—¿Siguen? —dijo Nelson—. ¿Quiénes siguen?

—Tus amigos. Están estacionados en la calle y esperan dentro del carro.

El chiste estaba yendo demasiado lejos, así que Nelson decidió levantarse. En efecto, dos sombras fumaban al interior de un automóvil. Esto lo inquietó. Tal vez la gerencia del hotel había llamado a la policía, pues recordaba haber leído que en China la prostitución estaba prohibida. Caray, se dijo, sólo le faltaba esto.

—Vístete, por favor —le dijo—. Vístete y vete. A lo mejor son de la policía.

—Qué policía va a ser —respondió Irina, muy tranquila—. Tú no sabes cómo es aquí la policía. Lo que te aconsejo es dormir un poco más, pues te noto algo nervioso. Cuando despiertes te acordarás de todo, pediremos el desayuno a la cama, haremos chuk-chuk si ya te bajó la inflamación, y chau, hasta la próxima, ¿te parece bien?

Nelson pensó que podía tratarse de una pesadilla y prefirió seguir el consejo de Irina. Antes de cerrar los ojos se tragó dos pastillas de Tylenol.

Pero no era una pesadilla, pues al abrir el ojo, temprano en la mañana, la joven rusa seguía a su lado. Su cabellera olía a un perfume que él conocía a la perfección: Amarige, de Givenchy. Aún dormía, de espaldas a él. Era muy hermosa. Pensó que podría escribir un poema en prosa: «Cuando desperté, Irina todavía estaba allí.» Pero esa frase ya existía. Qué lástima.

Había pasado el dolor y pudo levantarse, sin hacer ruido. Entonces fue a la ventana y comprobó que el automóvil con los dos hombres también seguía allí, estacionado frente al hotel. ¿Serían agentes de la secreta? Sólo había un modo de saberlo, así que se puso un pantalón, una camisa y salió al corredor, con la idea de abordarlos. Al llegar a la recepción el botones vino a su encuentro.

—Señor Chouchén, por favor —dijo.

—¿Sí?

—Sus amigos lo están esperando afuera. Me pidieron que se lo recordara.

—Gracias.

Salió a la calle y caminó hacia el automóvil. Si alguien hubiera analizado su estado de ánimo habría encontrado miedo, curiosidad, sumado a un ligero malestar, mezcla de rabia, sentido del ridículo e inquietud. Al acercarse al auto, el vidrio de la ventanilla empezó a bajar.

—Buenos días, profesor Chouchén —dijo alguien, en perfecto inglés.

Nelson se agachó y vio a dos chinos. El que habló le tendió la mano.

—Usted no me conoce —continuó diciendo el extraño—. Me llamo Wen Chen y tengo muchas cosas que contarle.

Era un hombre mayor, de al menos sesenta y cinco años. En ningún caso más de setenta. Tenía una larga cabellera cana y aspecto atlético. Su compañero, en el puesto del copiloto, era más joven. Ambos vestían trajes raídos, pero que evidenciaban un cierto decoro. Los modales de los dos eran extremadamente educados.

—Me alegra oír eso —dijo Nelson—, pues tengo que hacerles muchas preguntas. La primera: ¿quiénes son ustedes? La segunda: ¿qué hace esa jovencita rusa en mi cama? La tercera: ¿por qué saben mi nombre? La cuarta: ¿por qué me vigilan?

El viejo bajó del automóvil, extrajo de su chaqueta un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Nelson. Ambos fumaron. Era muy temprano. Una densa bruma cubría el aire. Desde ahí, la vista no llegaba muy lejos.

—Llevamos años esperándolo —dijo el anciano—. Usted es nieto de Hu Shou-shen, ¿no es verdad?

Nelson se quedó perplejo. Algo parecido a una luz empezó a encenderse en su mente.

—Sí, ¿por qué me lo pregunta?

—Su abuelo fue un gran hombre —dijo—, un gran luchador y un gran patriota. Es un honor para mí saludar a su nieto.

En ese instante Irina salió del hotel y caminó hacia ellos. Llevaba un pantalón ceñido y un top color azul turquesa. Tenía un arete de plata clavado en el ombligo.

—Me abandonaste, sweet heart —le dijo a Nelson—. ¿Ya recuperaste la memoria? Te presento a tus amigos.

Un leve bochorno le hizo colorar las mejillas al poeta, pero se repuso.

—Buenos días, señorita. Éste es…

—Ya nos conocemos —respondió Wen Chen—. No olvide que anoche la trajimos hasta acá.

—¿Ustedes?

—Sí, señor Chouchén. ¿No lo recuerda? Usted quería compañía pero no tenía suficiente dinero. Así que decidimos… Colaborar. Pero no tiene importancia.

Dicho esto el viejo habló en chino con su acompañante. Luego invitó a Irina a subir al automóvil.

—Mi amigo la llevará adonde usted desee, señorita. Fue un gusto conocerla.

Irina subió al carro, no sin antes darle un beso a Nelson en la mejilla. «Da svidania, sweet heart», le susurró.

—Si quiere tenerla de nuevo esta noche dígamelo, señor Chouchén. Para nosotros será un placer complacerlo. Es una jovencita muy bella y graciosa. Lo envidio.

Caminaron hasta la cafetería del hotel, ordenaron café, té y croissants y continuaron la charla.

—Dígame una cosa, señor Chen —preguntó Nelson—. Cuando usted dice «nosotros», ¿a quién se refiere exactamente?

—Usted debe saber que su abuelo era el líder de un grupo de patriotas que quiso purificar el país en uno de los momentos más difíciles de su historia.

—Bueno, no sé muchos detalles sobre él, pues murió cuando yo era un niño —dijo Nelson—. Sé que dejó la China huyendo, pero no sé de qué.

Un mesero trajo el pedido y ambos bebieron. Nelson sintió que su sistema circulatorio empezaba a reaccionar al contacto con el café.

—Le voy a explicar por partes lo que sucedió y, sobre todo, por qué estamos aquí —dijo Wen Chen—. En primer lugar, su abuelito huyó de China porque los invasores lo perseguían para matarlo. Los invasores, no sé si lo sepa, fueron los ejércitos de ocho naciones aliadas que vinieron a robar las riquezas de nuestro país, con la complicidad de la emperatriz regente, Cinxi, un funesto personaje de nuestra historia. La rebelión popular de los Yi Ho Tuan, llamada en Occidente de los Bóxers, fue la primera del nuevo siglo en China, la cual precipitó, tiempo después, la caída del sistema imperial. Su abuelo fue uno de los líderes militares aquí en Pekín. Por eso tuvo que irse. Pero se fue con la promesa de regresar, algo que nunca pudo hacer, pues jamás se dieron las condiciones de seguridad requeridas. La sociedad secreta quedó diezmada, pero hombres como mi padre y su abuelo mantuvieron y transmitieron sus ideales por mucho tiempo, incluso cuando todos creían que estábamos acabados.

Nelson observó al anciano con afecto.

—¿Y cómo me encontraron?

—Verá —dijo Chen—. Hace unas semanas ocurrió un milagro, algo que, a mi modo de ver, anuncia grandes cambios para nuestro grupo y, claro, para nuestra nación. Uno de los textos sagrados de la congregación del Yi Ho Tuan, un libro que su abuelito y mi padre adoraron, y que su tío abuelo rescató de los invasores, apareció hace pocos días, aquí en Pekín. Nosotros ya no teníamos esperanza de encontrarlo, pero uno de nuestros hermanos, de forma casual, aun si sabemos que las casualidades no existen, pero en fin, de forma casual, dio con él en el viejo archivo de la Iglesia Católica Francesa. Esa aparición es una señal para nosotros, pues se trata de un texto que nos fue arrebatado. Como es lógico, los sacerdotes no quisieron devolverlo a sus dueños legítimos, es decir nosotros, y lo escondieron. Creemos que piensan sacarlo del país, para lo cual decidimos vigilar a todas las personas provenientes de ciudades europeas, pues sin duda habrán enviado a alguien para llevárselo, ya que ninguno de ellos podría hacerlo sin que lo notáramos. Siguiendo a un extraño profesor alemán, dimos con usted.

—¡El profesor Klauss! —exclamó Nelson.

—Exactamente, aunque tal vez él no sepa nada del asunto —explicó el viejo—. Fíjese cómo son las casualidades: un extranjero que no tiene nada que ver, y que, sin querer, nos conduce hasta usted. Debo confesarle, y le pido disculpas de antemano, que uno de nuestros hombres se introdujo en su habitación la noche pasada, y que hizo algunas fotos de los documentos de su tío abuelo. Fue por esa razón que supimos que usted era quien es, y que, de algún modo, Hu Shou-shen había regresado. ¿Ahora me comprende?

El cerebro de Nelson bullía. La historia que pensaba escribir venía a su encuentro de un modo vertiginoso. Lo envolvía y arrollaba. Poco antes estaba en Austin, llevando una vida gris, y ahora, en Pekín, resultaba ser el descendiente de un héroe. Imaginó, por un momento, la absurda cara de Norberto Flores Armiño si llegara a enterarse de quién era realmente él, Nelson Chouchén Otálora, novelista, poeta, y además héroe. «Te pusiste en la vía del tren rápido, conchetumadre, y lo quisiste parar con un dedo. Te aplastaré.» Todos los que se habían burlado de él iban a tener que morderse el codo de envidia cuando publicara su libro e informara a los lectores del planeta de su verdadera identidad. Ni a Somerset Maugham le había ocurrido algo así.

—¿Y qué texto es ese? —preguntó Nelson.

—Un escrito filosófico en forma poética —dijo Chen—. Tal vez lo haya oído nombrar, se llama Lejanas transparencias del aire, de Wang Mian, un sabio filósofo del siglo XVIII.

—No, no me suena —dijo Nelson—. Conozco poco la literatura china.

El anciano bebió un largo sorbo de té, se enjuagó los labios con la servilleta y lo miró a los ojos.

—Nuestro deseo, señor Chouchén, es que ocupe el lugar de su abuelo. Todos, en la organización, estamos dispuestos a jurarle fidelidad. Es por eso que estoy aquí.

Nelson se acabó el café de un sorbo y dijo:

—Cuente conmigo. ¿Qué es lo que debo hacer?

Tras un cambio de mandos en el carro —Zheng pasó al timón y yo fui atrás, a vigilar al joven chino que, boca abajo, tenía las manos amarradas y no podía moverse—, llegamos a la casa, bajamos al rehén y lo llevamos, a leves empujones, hasta uno de los cuartos del fondo.

—Antes de seguir —le dije a Zheng—, quiero dejar sentado que no estoy de acuerdo con los malos tratos. Este joven, hasta prueba contraria, merece el respeto y la consideración de toda persona a la que se le confiere la presunción de inocencia. ¿Estoy siendo claro? Detesto la violencia.

Zheng, mientras lo amarraba a una silla, me miró muy serio.

—Le recuerdo que soy sacerdote —dijo—. Respeto los Evangelios, los Derechos Humanos y la Convención de Ginebra. Debe saber, además, que como soldado me formé en las teorías militares de Mao Zedong, según las cuales todo prisionero es un potencial aliado. No se preocupe, yo también detesto la violencia.

Dicho esto alzó el brazo y le dio una sonora cachetada al joven. En su mejilla quedaron pintados, por un segundo, los cinco dedos de Zheng.

—Lo que sucede, mi amigo —continuó diciendo—, es que él debe poder obtener algo a cambio de lo que me va a decir, ¿me explico?

Preferí no hacer más comentarios, pero por las dudas tomé asiento y me quedé allí, vigilante. Zheng le habló muy fuerte. Dio uno, dos gritos. El joven, aterrado, respondió algo y así continuaron, por un rato. No entendí nada de lo que se dijeron, pero al menos no hubo más golpes. Tras un nuevo intercambio de gritos, el joven se puso a llorar.

—Ya lo tengo —me dijo Zheng—. Ahora nos dirá lo que necesitamos saber.

—¿Y qué es, exactamentente, lo que el joven debe decirnos? —pregunté.

—Bueno, muchas cosas, aunque no lo que yo pensaba —respondió Zheng—. Si en realidad su sociedad secreta tiene al padre Gérard, este pobre diablo no debe saber dónde está. Ese tipo de información circulará sólo entre los altos jerarcas. Eso seguro. Por eso le estoy pidiendo un nombre y, en lo posible, una dirección. Alguien a quien podamos seguir.

—¿Y lo va a decir?

—Creo que sí.

—Si va a golpearlo de nuevo, prefiero salir de la habitación.

—No hará falta —respondió Zheng—. Está muy asustado.

—¿Qué le dijo? ¿Por qué está así?

—Nada especial —contestó Zheng—. Sólo que la persona a la que él señaló, el ayudante del archivo, está muy grave en el hospital, y que si no colabora con nosotros lo entregaré a la policía. Aquí la policía es cosa seria. Le dije que por un delito así podría ser deportado al interior del país, y que lo más seguro es que a su madre le quitaran la casa. Con eso fue suficiente.

El joven dejó de llorar. Luego dijo algo que Zheng anotó. Al terminar de escribir, Zheng alzó la mano y le dio otra cachetada, ésta más suave que la primera.

—¿Y ahora por qué le pega? —pregunté, nervioso.

—Por traidor —dijo—. Uno no debe denunciar, ni siquiera bajo presión. Él mismo me pidió que lo hiciera.

Volví a callar. Decididamente, este mundo era algo nuevo para mí.

—¿Y ahora qué vamos a hacer con él? —pregunté.

—Se quedará con nosotros por un tiempo —dijo Zheng—, hasta que resolvamos este enredo. Él mismo aceptó ir a una de nuestras residencias, pues sabe que, por ahora, está en peligro. Con los informes que me dio podemos continuar. Vamos. Alguien se ocupará de él.

En el carro, Zheng me dio otros datos. El nombre y la dirección de la persona dados por el joven, eran los de un dirigente de la secta en Pekín. Uno de los más radicales, por cierto.

—Juró que no sabía que iban a hacerle daño al ayudante del archivo —agregó Zheng—. Dijo que estaba en desacuerdo con los métodos de ese grupo, que no representa a la totalidad de la secta, y que por eso los denunciaba. También dijo que no sabía nada de un sacerdote francés perdido.

—¿Y usted le creyó? —dije, sin pensar mucho en mi pregunta.

—Bueno —dijo Zheng—. Si quiere regresamos y usted lo golpea.

—No, está bien. Era sólo una pregunta. Disculpe.

La indicación en el mapa señalaba un lugar al norte de Pekín. Pero yo no podía saber si estábamos lejos o cerca. Todavía no lograba entender cómo funcionaba esta endemoniada ciudad, aun si ésta ya me parecía familiar.

—Prepárese —me dijo Zheng, de pronto—. Estamos llegando.

En ésas estábamos cuando sonó el teléfono de Zheng. Debía ser Oslovski, pues Zheng habló en francés.

—¿Un alemán? —preguntó.

Luego, con el celular en la oreja, me pidió sacar de la guantera una libreta y un bolígrafo.

—Ya, deletréeme el nombre, por favor —dijo al teléfono, e inició a dictarme—: G-i-s-b-e-r-t, ¿Gisbert? Ok, sí, ¿es el nombre? Sí, dígame, K-l-a-u-s-s, Klauss, sí, Gisbert Klauss, ok, Hotel Kempinsky, habitación 902, sí señor, ya lo tenemos, adiós.

Colgó y me dijo:

—Parece que enviaron a un agente alemán a Pekín. Habrá que ir al Hotel Kempinsky a comprobar quién es y de qué se trata. Esto se está poniendo más complicado de lo que yo suponía.

Zheng pensó un rato, luego detuvo el carro, escribió algo en chino sobre un papel y me lo entregó.

—Lo mejor es que usted vaya al Kempinsky a ver de qué se trata, mientras yo voy a comprobar los datos de nuestro joven rehén. El hotel está siempre lleno de extranjeros y usted pasará desapercibido. Ese es el nombre y el número de habitación. ¿Sabe abrir puertas de hotel?

—No si no tengo la llave —le dije.

—En esos hoteles las puertas no se abren con llave sino con tarjeta. Tenga llévese esto.

Me entregó una especie de portadocumentos metálico con un bombillo en la parte superior.

—Enciéndalo aquí —me explicó—, luego pase esta lama por la ranura del lector de la puerta que va a abrir. Él mismo lee la información y la transfiere a la tarjeta que está adentro. A continuación sáquela y abra. Es sencillo.

Hice la prueba de abrirlo y cerrarlo y, en efecto, me pareció algo fácil.

—Le doy algunas recomendaciones: llegue al lobby, elija un lugar en la cafetería, pida un café y lea un periódico. Deje que la gente del lugar se familiarice con su presencia. Si no nota nada extraño a su alrededor, y si no reconoce el objetivo entre la gente, vaya a los teléfonos y llame al número de la habitación. Si no le responden, insista dejando intervalos de tiempo cortos. Cuando esté seguro de que no hay nadie, vaya a los ascensores y suba hasta un piso superior, distinto al que debe ir. Es una medida de precaución. Luego baje por la escalera hasta el piso correcto. Compruebe, antes de abrir, que en la puerta no haya astillas, cabellos, trocitos de papel o, en general, cualquier cosa que pueda caerse. Si los hay, vuélvalos a colocar al salir. Antes de entrar al baño revise que el piso no esté mojado, pues podría dejar huellas. Muchas de las maletas con cerradura de código se abren con el 000. No se lleve nada. Observe y vuelva a dejar todo en su sitio. No toque los objetos de vidrio o lámina. Empuje la puerta usando un pañuelo, ¿tiene?

—Sí, por suerte sí —respondí, nervioso.

—Es todo lo que se me ocurre, por ahora. Ah, y coloque el celular en silencio y vibración. Yo no lo voy a llamar, pero puede que alguien marque su número por error. Ya le ha sucedido a agentes en plena acción y ni le cuento las consecuencias.

Bajé del carro, pero antes de que Zheng se fuera me asaltó otra duda. Entonces le hice señas para que bajara el vidrio.

—¿Cómo se pronuncia «Hotel Kempinsky» en chino? —pregunté—. Es para decírselo al taxista.

—Tiene razón, no lo había pensado —dijo Zheng—. Caramba, es por detalles así que se pierden las guerras.

—Yo pienso lo mismo —dije.

Lo escribió en un pedazo de papel y me lo entregó.

—Muéstreselo al conductor, para ellos es normal que los extranjeros lleven su destino escrito en un papel.

—Como en el Islam.

—¿El Islam? —preguntó Zheng.

—Sí —le dije—, pero no sólo el de los extranjeros. El de todos.

—Tema interesante y sugestivo —repuso, con cara seria—, pero me temo que no es el momento apropiado para un debate religioso. Le deseo suerte. Y tenga cuidado, los alemanes son personas sagaces. Si usted vive en París ya debe conocerlos. A las nueve de la noche en punto lo llamaré al celular, así que procure estar en un lugar apartado.

Bajé en una calle bastante transitada, parecida a la Carrera Trece, de Bogotá. Infinidad de comercios, vendedores conversando en el andén, algarabía, puestos de comida. Me hubiera gustado tener tiempo para recorrerla despacio, curioseando, pues de pronto sentí una profunda nostalgia de mi ciudad, que desde aquí veía tan lejana. Pero debía apresurarme, así que tomé el primer taxi.

La recepción del hotel Kempinsky estaba sumamente concurrida y, por el flujo de extranjeros, y por estar comunicada con un centro comercial, supuse que nadie sospecharía de mi presencia. Así que tomé asiento y, fiel a las indicaciones de Zheng, pedí un café, cogí un ejemplar viejo del Herald Tribune que encontré sobre una mesa y me puse a leerlo, observando de reojo a la gente. ¿Cuál de todos estos rubios, de pantorrillas rosadas y panzas prominentes, será el tal Gisbert Klauss? Aun tratándose de un agente, supuse que estaría vestido con ropa de turista. Entonces una idea me atravesó el cerebro: si él es un profesional, lo lógico será que detecte mi presencia mucho antes. Claro, a menos que sea igual que yo, es decir un agente improvisado, en cuyo caso estaremos en manos de nuestros tutores. ¿Quién le dará sus consejos? Ni siquiera intenté elucubrar las razones por las cuales Alemania está interesada en el famoso manuscrito, así que decidí pasar a otro tema, por ejemplo al de intentar saber si ya era el momento apropiado para subir a revisar su habitación. Eran las cuatro de la tarde. A esta hora, salvo enfermedad, la mayoría de las personas que se alojan en un hotel están fuera. Desconozco las costumbres de los agentes alemanes, así que me dirigí a una cabina, marqué el número y dejé que sonara un buen rato. Repetí otras tres veces la llamada hasta que no hubo dudas —podría estar en el baño—, y luego me dirigí a los ascensores.

Un grupo de personas subió conmigo, pero al llegar al décimo piso estaba solo. Entonces salí al corredor, bajé por la escalera, localicé la puerta y extraje el artilugio de Zheng. Éste funcionó a la perfección y la puerta se abrió, pero al cerrarla me di cuenta de que había cometido el primer error, que fue no fijarme en lo de los pelitos y los trocitos de papel en la ranura. En fin, ya miraría al salir. El corazón me saltaba en el pecho mientras recorría el diminuto pasillo que daba a la habitación, pero hice un esfuerzo por contener los nervios.

Todo estaba en orden, ¿por dónde comenzar? Sobre la cama había un estuche de baño abierto, así que me dispuse a revisarlo. Cuál no sería mi sorpresa al ver que tenía escrito, en español, la siguiente frase: «Cremas para análisis proctológicos.» Luego revisé unos documentos que versaban sobre las inflamaciones en el recto y el colon, y una revista en inglés llamada Science and Proctology in America. Qué raro, me dije. Por lo visto se trata de un agente con graves problemas hemorroidales. Muy humano. Continué el análisis mirando en la mesa de noche, pero sólo encontré una revista Cosmopolitan atrasada, así que me dirigí al armario. Ahí sí que mi sorpresa fue mayor, pues al abrir un cajón encontré un montón de calzones de diferentes colores, formas y texturas. ¿Habrá venido con su mujer? No tenía información al respecto y, a decir verdad, las dimensiones del cuarto y, sobre todo, de la cama, daban para pensar que era una habitación doble. Luego abrí una de las puertas del vestier. Dentro encontré colgados varios vestidos de mujer; uno de ellos, de color blanco, estaba doblado en el suelo, ya usado.

Extraje el papel que me había dado Zheng y comprobé el nombre: Gisbert Klauss. ¿Gisberta? No. Era imposible que Gisbert fuera una mujer, así que continué buscando. En el baño encontré un tocador femenino: colorete, toallas higiénicas, una extraña crema de nombre Vagisil, esmalte de uñas. Había una plancha de viaje desconectada, y, colgado de un gancho, un traje de noche color azul celeste, listo para usar. Junto al vestido había otras prendas: un diminuto calzón de bordados azules, un sostén compañero y unas medias veladas transparentes. Nada que permitiera sospechar la presencia de un hombre.

De pronto escuché un ruido en el corredor. Contuve el aliento, pero no sucedió nada. Alguien había entrado a la habitación del lado. El susto, de cualquier modo, me hizo caer en la cuenta de que me estaba arriesgando al permanecer tanto tiempo, así que apresuré la búsqueda. En alguna parte debían de estar las cosas de Klauss. Pero al abrir las maletas encontré lo mismo: ropa de mujer y libros de proctología. Esto me decidió a salir, pensando que la información que me habían dado contenía algún error.

Por suerte no había nadie en el vestíbulo al abrir la puerta y pude buscar pelos y trocitos de papel en el suelo. Pero no vi nada. Hecho esto salté al ascensor, momento en el cual dejé de sentir un vacío de angustia en el estómago, y bajé al lobby a llamar a Zheng. Caray, pero encontré otro problema: era demasiado temprano para llamarlo. No quise crearle dificultades con el timbre o la vibración del teléfono. Podría llamar a Oslovski, pero no tenía su número. Así que decidí esperar, dándome una vuelta por el centro comercial que estaba a los pies del hotel —Lufthansa Center—, y al analizarlo, comprobé que ahí todo era de origen germano, tanto el hotel como el Mall, lo que lo convertía en el lugar ideal para un espía alemán.

Tras dar un paseo entre las tiendas y comprar algunas ediciones de los diarios Le Monde, El País y Libération, regresé a la cafetería adyacente a la recepción, contento de poder disfrutar de unas horas de descanso y lectura, pues la verdad es que los acontecimientos de la mañana me habían dejado un poco nervioso. Una buena cerveza, pistachos o papitas fritas, y a ponerme al día de noticias.

La primera cerveza fue sólo el preludio de la segunda, y ésta de la tercera, y cuando estaba por la mitad de una nota editorial de Serge July, en Libération, sobre el problema de Kosovo, escuché una voz que requería mi atención.

—¿Permite? —un hombre de aspecto regordete pedía permiso, en un evidentísimo español de América, para leer El País.

—Claro, bien pueda —le dije.

—Gracias, en un segundo se lo devuelvo.

El hombre se sentó en la mesa del lado y empezó a leer. Su acento era extraño. Más que hispanohablante, parecía alguien que hablaba muy bien el español. Lo observé por el rabillo del ojo e intenté hacer un análisis físico. ¿Sería Klauss? Imposible. Sé que los nombres no indican, ni mucho menos, una forma física, pero la verdad es que por Gisbert Klauss yo esperaba un rubio teutón. Será una simple casualidad, me dije, y pedí otra cerveza.

Un rato después, al devolverme el diario, el hombre volvió a dirigirme la palabra.

—Muchas gracias, ¿el señor es español? —preguntó.

No supe qué responderle, pues no podía olvidar que me encontraba en misión confidencial. Pero mi cerebro, atascado, no pudo encontrar otra nacionalidad posible, así que respondí:

—No, soy colombiano.

—Caramba, qué gusto —dijo el hombre—. El café más suave del mundo. García Márquez. Botero. La cumbia y el vallenato. Permítame que me presente, soy Rubens Serafín Smith, brasileño de los Estados Unidos.

—Serafín Suárez Salcedo, encantado —dije, y de inmediato me arrepentí, no porque deteste decir mi nombre completo, que es algo que realmente aborrezco, sino porque supuse que no debía hacerlo. La verdades que Zheng no me dio ninguna instrucción al respecto.

—¿Y qué hace un noble hijo de Juan Valdés y de Totó La Momposina por estas lejanías, si no es indiscreción? —continuó preguntando el hombre.

—Pues… Verá —le dije—. Soy periodista, estoy haciendo un reportaje sobre las religiones en China.

—¡Uy, qué tema más interesante! —exclamó—. Yo siempre quise ser periodista. Pero fíjese, en la repartición de tareas en este Valle de Lágrimas, a mí, en cambio, me tocó ser proctólogo.

Al decir esto me quedé frío. Proctólogo. Revistas y apuntes de proctología en la habitación. ¿Será, realmente, Gisbert Klauss? ¿Me habrá detectado y ahora busca información? De no ser así, pensé, le llevo un punto de ventaja, pues él no sabe que so sé quién es él.

—Permítame que lo invite a un trago para celebrar este encuentro, amigo —dijo el hombre, pasándose a mi mesa y llamando al mozo—. ¡Dos whiskies con hielo! ¿Le parece bien un whisky con hielo?

—Sí, está bien —dije, algo superado por la situación—. Muchas gracias. Es mi trago preferido.

—No todos los días se encuentran un colombiano y un brasileño en Pekín.

Era un hombre simpático y dicharachero. Estaba, según dijo, asistiendo a un aburridísimo congreso de proctología. Me confesó que, como siempre, lo único que salvaba las cosas era la gente. El factor humano. Luego me explicó algo que no entendí, y que tenía relación con una cierta rama espiritualista al interior de su profesión. Estaba nervioso, pero hice esfuerzos por parecer amable. El whisky, depositándose en mí de un modo placentero y pausado, me ayudó a encontrar sosiego.

Eran cerca de las ocho cuando algo sucedió. Hacía rato que mi simpático contertulio, ya por el tercer trago, me contaba una infinita serie de chistes de argentinos, cuando noté que alguien se acercaba a la mesa. Era una mujer de unos cuarenta años, sumamente hermosa, vestida con un traje azul celeste. Un rayo recorrió mi espalda: ¡Era el traje que había visto en el baño de Gisbert Klauss! La respiración me falló y debí buscar aire en el vaso de whisky, pero lo único que logré fue tirarlo sobre la mesa, tosiendo.

—Ay, chico —me dijo la recién llegada—, ni que se te hubiera aparecido la muerte.

—Disculpe —le dije—, se me fue por mal camino… Serafín Suárez Salcedo, encantado.

—Es un amigo colombiano, Omaira —dijo el médico—. Lo que pasa es que tú, con tu belleza, le cortas a uno la respiración. ¡Mozo! ¡Tres whiskies!

La mujer se sentó y encendió un cigarrillo.

—Omaira Tinajo, encantada, y disculpe por haberlo hecho toser… ¿Le doy un golpecito en la espalda?

—No, gracias —le dije—. Ya me pasa. Ya pasó, gracias.

Al levantar la cara choqué con sus ojos. Recordé, por un instante, los de Corinne. Una mirada cálida, sin la altanería de la juventud, con esas diminutas arrugas que dan misterio y profundidad a las mujeres maduras.

Llegaron los tragos y no supe qué hacer, algo achispado por el whisky. Lo bebí despacio, escuchando los chistes del proctólogo sobre Fidel Castro. Omaira se reía de modo escandaloso. Cada vez que volteaba a mirarla encontraba sus ojos puestos en mí.

—Tienes cara de ser una persona muy buena —me dijo Omaira—. Dime, chico, ¿qué estás haciendo en Pekín?

—Soy periodista —respondí nervioso, encandilado por su belleza—. Trabajo para la Radio Estatal Francesa.

—No me digas que vives en París…

—Sí, vivo en París —respondí—. Hace casi veinte años.

—Ay, qué envidia me das —exclamó Omaira—. Mi sueño es vivir allá. El Louvre. El Sena. Los Champs Elisés, ¿se pronuncia así?

—Sí, así —dije—. ¿Conoces?

—Qué más quisiera. Nunca me han invitado… —dijo.

—Bueno, aquí tienes a alguien que te invita, ¿no es cierto, periodista? —intervino Ruben Serafín Smith.

—Claro, Omaira, claro —respondí, llenándome la boca de whisky, seguro de estar cayendo en una dulce trampa, pero al mismo tiempo, viendo que una puerta se abría allá al fondo, detrás de las pupilas de Omaira, pues sentí que su espíritu y el mío estaban extrañamente unidos. Era una locura. Debía salir de ahí cuanto antes.

—Pues ten cuidado con esa invitación, chico —me dijo, picando el ojo—, mira que de pronto te la acepto.

—Puedes aceptarla —le dije—. El problema de mis promesas es que siempre las cumplo. A lo mejor por eso me quedé solo.

—¿Solo? —repuso Omaira—. Quién te cree. Con esa pinta de picaflor.

En ese instante sentí un torbellino en mi pantalón. Era el teléfono celular. Zheng. Casi me había olvidado.

—Disculpen —dije, levantándome.

—¿Sí? ¿Aló?

—Soy Zheng. Descubrí algunas cosas interesantes que podremos desarrollar mañana. ¿Y usted?

—Debió haber un error. La habitación a la que entré no era la del espía alemán, sino la de una médica cubana.

—¿Está seguro? Espere un momento que verifique… ¿El 902?

—Ahí está —le dije—, en mi papel dice 907.

—Bueno, si puede inténtelo de nuevo con el 902. Si no, regrese a su hotel. Lo espero mañana a las diez en el mismo lugar.

No tenía ninguna gana de regresar, pero qué remedio. Estaba en misión secreta y debía hacer sacrificios. Al volver a la mesa Omaira estaba sola. Cuando me vio su expresión cambió. Parecía aliviada.

—Rubens fue un momento al baño —me dijo.

—Tengo que irme, fue un placer conocerte.

Me miró en silencio. Al fondo de sus ojos creí reconocer una súplica. Entonces se levantó del sillón dejando ver unas piernas fuertes y bien torneadas, se acercó a mí y me agarró del brazo.

—¿Y por qué no nos acompañas a cenar? Ya vienen a recogernos para ir a un restaurante muy típico de la ciudad.

—Me encantaría —le dije—, pero mañana trabajo muy temprano. Buenas noches.

Ahora estaba tan cerca que podía oler su respiración. Entonces me dijo al oído:

—Tú no te vas de aquí ni un carajo. No sé si me volví loca, pero no quiero que te vayas. Proponme algo. Rápido. Proponme lo que sea.

Mi corazón batía fuerte. Supuse que a esa distancia podría escucharlo.

—Ven conmigo.

Sus ojos expresaron alivio, entonces cogió su cartera y salimos. Al subir al taxi vi al doctor brasileño cruzando el vestíbulo.

—Al China World Hotel —le dije al taxista, entregándole una tarjeta con el nombre escrito en chino.

La doctora observó la transacción con cierta extrañeza.

—Tengo el destino escrito en un papel —le expliqué.

—Como en el Islam —repuso ella.

—Exactamente… —dije—. Como en el Islam.

Era casi el mediodía cuando Gisbert decidió regresar a la embajada alemana a recoger la carta que le permitiría acceder a los archivos franceses. Hacía un día muy bello en Pekín. Nada que ver con las tempestades de arena y niebla de las que tanto había leído. Al contrario, se respiraba un aire limpio. Esto lo animó a caminar un poco, así que pidió al taxi que lo dejara sobre la avenida Jianguomen, muy cerca de la Tienda de la Amistad, lugar en el que los turistas compran recuerdos de viaje, artesanías y algún que otro aparato electrónico a bajo precio. No bien puso un pie en el asfalto, tres jóvenes chinos saltaron sobre él para ofrecerle discos compactos y películas DVD falsas a precios irrisorios, pero él los dejó atrás con amabilidad y continuó su paseo, riéndose de sus temores iniciales y pensando que ahora se sentía de maravilla, como si hubiera hecho viajes toda la vida.

El ministro plenipotenciario lo esperaba en su oficina.

—Ya está lista su carta, profesor —dijo, invitándolo a tomar asiento—. Léala y revise que todo esté en orden.

Le alargó la hoja. Gisbert se acomodó sus gafas y leyó.

—Todo está bien, excelencia, muchas gracias.

La misma empleada de la mañana llegó con cafés, bizcochos y barritas de chocolate.

—No me acostumbro a beber tanto té, como hacen aquí —dijo el ministro—. Es curioso. De todos los países que conozco, China es el único totalmente insensible al café.

—Tal vez de ahí provenga su calma —acotó Gisbert.

—¿Los considera usted un pueblo sosegado?

—Bueno, ahí está la historia para comprobarlo —dijo el profesor—. Siendo un imperio tan grande nunca han invadido a nadie. Todas sus guerras han sido de defensa, exceptuando la guerra civil.

—¿Y el Tíbet? —preguntó el ministro.

—Eso es objeto de discusión, excelencia. Sobre tres mil años de historia, la mayoría del tiempo ha sido una provincia china. Por eso la reivindican. Yo no tengo una opinión al respecto, pero no veo cómo el Tíbet podría sostenerse cuando sus únicos productos son las lanas y la leche del Yak.

—En eso tiene usted razón, profesor —dijo el ministro—. Tal vez algunos actores de Hollywood puedan colaborarles.

Se rieron.

—Y ahora sí dígame, profesor, esa investigación que está haciendo, ¿tiene algo que ver con las sociedades secretas actuales?

—En principio no, excelencia, pues sé que es un tema delicado. No hay más que ver el escándalo que ha habido aquí con Falún Gong. Mi interés es puramente histórico, aunque no está excluido que pueda mencionarlas.

—Si lo hace ya sabe los riesgos que corre —dijo el ministro—. El gobierno de Pekín está realmente histérico con el tema. Pero hay más. Se lo pregunto porque, ejem, no sé si sabe que hoy existe una sociedad secreta que reivindica el legado de los Bóxers.

—Lo sé, excelencia, lo sé —repuso Gisbert, sabiendo que debía pesar cada palabra—. Es algo que tendré que asumir, aunque está lejos de mi interés principal.

—Ahí está la parte difícil de su investigación —continuó diciendo el ministro—. Debe saber que en medio hay mucha gente del propio gobierno, y que si las cosas se van a los extremos podemos tener problemas de orden diplomático. Sé que estoy llevando las cosas demasiado lejos, pero conviene que sepa que una de nuestras prioridades, hoy, es reforzar nuestra presencia aquí. Usted tal vez no esté al corriente de la magnitud del mercado que se abre hoy en China. Nuestros empresarios hacen esfuerzos enormes para ganar centímetros, en competencia con los empresarios de Estados Unidos, Francia, Japón y otros países asiáticos. La China de Mao está sepultada, profesor, y este país, en diez años, será una potencia económica. No sé cómo lo han hecho. A veces creo que el comunismo, aquí, sí funcionó.

—Estoy de acuerdo con usted, excelencia —repuso Gisbert.

—Pero no le digo todo esto para darle una lección de economía, pues sé que usted está muy bien informado. Lo digo porque, si en su investigación llega a tocarse algún punto sensible, podríamos perder un espacio valioso. Le repito: sé que estoy exagerando, pero prefiero que lo sepa. Prefiero saber que tuvimos esta conversación. El gobierno chino es extremadamente quisquilloso, y, por pequeña que sea la afrenta, cuando la hay, son capaces de derribarlo todo y obligarnos a comenzar de cero.

—Le agradezco su sinceridad, excelencia —afirmó Gisbert—. Sólo puedo pedirle que confíe, como ya lo ha hecho, en mi seriedad profesional y científica. Quiero que sepa, además, que soy una de las personas que más admira y respeta la cultura china. Lo demuestra el hecho de que he dedicado mi vida a estudiarla. No habrá afrentas ni malentendidos en mi trabajo. Eso puedo asegurárselo.

—Estaba seguro de que iba a ser así, profesor, por eso me sentí en confianza para hablar claro. ¿Más café?

—No, excelencia, gracias. Ahora debo irme.

Gisbert se levantó, guardando la carta en el bolsillo de su chaqueta. Caminaron hasta la puerta.

—Ha sido usted muy amable, excelencia, de verdad —dijo, estrechándole la mano.

—La amabilidad es suya, profesor —respondió el ministro—. Ah, y una cosa más, un detalle sin importancia. Lo de la Plaza de Tiananmen, ¿sabe? Lo de los estudiantes… Eso es mejor no nombrarlo, ¿me entiende? Hoy todos estamos mirando al futuro. Los alemanes sabemos la importancia de dejar atrás el pasado.

—Claro que sí, excelencia, claro que sí.

Gisbert salió a la calle algo mareado, pero contento por tener en el bolsillo lo que necesitaba. Su secretaria ya debía haber enviado el fax, así que podía ir directamente a la embajada de Francia.

El encargado de Asuntos Culturales vino a la sala de espera a recibirlo. Mientras esperaba en un vestíbulo, Gisbert no se dio cuenta de que alguien, detrás de un vidrio, le hacía varias fotos.

—Disculpe la demora, profesor —dijo el funcionario—, pero es que por estos días estamos sumamente ocupados.

—Lo comprendo, no se preocupe.

En la oficina, Gisbert entregó la carta de la embajada alemana. También le anunciaron que los documentos enviados por su secretaria habían llegado.

—Le tengo una excelente noticia, profesor, y es que usted podrá ir al archivo a partir de hoy.

—Qué suerte —dijo Gisbert—, ¿tan rápido llegó la respuesta de la cancillería francesa?

El hombrecillo se acomodó un mechón de pelo hacia el centro de la cabeza. Con él, trazaba una línea oscura en el horizonte de su calva.

—Bueno, verá —dijo—. Es que sobre ciertos temas, y con el apoyo de valiosas cartas oficiales, como es su caso, podemos apresurar el curso ordinario. Sólo de algunas peticiones, claro.

—Ah, pues me alegro.

—Lo único que le pediremos, profesor —continuó diciendo el hombrecillo—, es que en su visita al archivo vaya acompañado por un funcionario de la embajada. Es una cuestión puramente formal que no podemos soslayar.

Gisbert Klauss se quedó algo perplejo por la exigencia. ¿Desconfiaban de él? En cualquier caso era mejor que nada, así que aceptó, agradeciendo de nuevo.

Media hora después se dirigía a la Iglesia Católica Francesa en un automóvil de la embajada de Francia. Era obvio que lo vigilaban, pero él, se dijo, no tenía nada que ocultar.

De nuevo la arquitectura vino a sorprenderlo, pues al ver el edificio, Gisbert pensó que nada en él permitía suponer que se trataba de una institución religiosa. Dejando de lado una cruz muy pequeña y descolorida, más parecía un galpón industrial. Un sacerdote los recibió en la puerta y los llevó, directamente, a la sala de archivos, en la parte trasera de la casa. Cruzando el patio, Gisbert escuchó los coros de una misa cantada. Olía a incienso, a flores podridas y a humedad.

El archivo tenía dos naves con los muros cubiertos de estanterías. Dos sacerdotes de sotana y tres jóvenes trabajaban en medio de las carpetas. Pasaban a limpio las fechas y los nombres con los cuales el material había sido clasificado. El aire estaba lleno de polvo. Un tragaluz, al fondo de una de las naves, iluminaba el recinto como si fuera una linterna. El eco hacía resonar los pasos.

—¿Los años 1900 y 1901? —preguntó uno de los sacerdotes—. Sí, venga por acá. Ésos están al fondo.

La sección de los estantes relativos a esa fecha tenía los números escritos en chino.

—Es todo esto —dijo—, ¿busca algo especial?

—Bueno, no exactamente —dijo Gisbert—, quisiera mirar un poco al azar, si es posible.

—Claro que sí —dijo el monje—, sólo que no podré acompañarlo. Si encuentra algo que le interese, por favor llámeme. Tengo la obligación de anotar en un registro los documentos consultados.

Gisbert observó al sacerdote, y, de reojo, a su acompañante.

—No se preocupe, le avisaré apenas encuentre algo de interés para mi investigación.

Gisbert se quitó su chaqueta, la acomodó en el respaldo de una silla y comenzó a revisar, una por una, las carpetas de la inmensa estantería. Su acompañante, un joven francés que tenía en la embajada el cargo de tercer secretario, se sentó a observarlo con gesto abúlico.

Había registros de nacimiento, bautizo, matrimonio y deceso. Había informes de sacerdotes que realizaban trabajos pastorales en los pueblos. En una de las carpetas, encontró una serie de quejas por el maltrato de un pastor metodista alemán, en una vereda, presentadas por una familia de agricultores. Era extraño. A juzgar por lo que estaba viendo, podría afirmarse que esos dos años fueron un período de paz, ya que no encontraba la más mínima mención a los asaltos de los Bóxers, y mucho menos a la retaliación de los ejércitos extranjeros. Maliciando, Gisbert habría podido pensar que alguien había limpiado cuidadosamente el archivo, retirando todo lo que pudiera recordar aquel doloroso episodio. Pero surgía la pregunta: ¿qué interés podía tener Francia en borrar esos hechos dramáticos? No lo comprendía. De cualquier modo continuó buscando, hasta dar con un informe sobre los palacios históricos de la ciudad. En él se hablaba de varios templos arrasados y de muchos palacios que estaban siendo utilizados como depósitos. A pesar de no encontrar nada de interés para su investigación, había en él, al menos, una huella de lo que había sucedido en esos años.

Tres horas después, cuando Gisbert tenía las manos y los antebrazos cubiertos de polvo, el joven funcionario de la embajada vino a decirle que era hora de irse.

—Será mejor continuar mañana —dijo el diplomático—. Están cerrando.

Quedaron en encontrarse en la puerta al día siguiente, a las nueve de la mañana, pues Gisbert deseaba caminar un poco esa noche y desentumecer los músculos. El sacerdote le preguntó si había encontrado algo y Gisbert Klauss, con amabilidad, le dijo que aún no, pero que tenía interesantes indicios. Antes de marcharse, el funcionario de la embajada le indicó en un mapa dónde se encontraban, trazando un itinerario posible para dar un paseo. Era un lugar al noroeste de Pekín. Cerca de allí había un parque que podría ser interesante conocer, el Zhizhuyuan, o Parque del Bambú Púrpura. Y para allá se fue.

En el camino, Gisbert encontró un canal que, según su guía turística, conducía al Palacio de Verano. Lo siguió, dejando atrás un templo y una bella casa tradicional, hasta llegar a la entrada del parque. El ingreso costaba dos yuanes, así que los pagó y se adentró en él, emocionado por la belleza del entorno, hecho de colinas y selvas de bambú, juncos, enormes sauces y caminos de piedra. Tras pasear por uno de los senderos encontró un lago, y junto a la orilla, sobre una plataforma que parecía flotar en el agua, una Casa de Té. Entonces fue a la terraza, ordenó una jarrita de té verde y se sentó a reflexionar sobre todo lo que llevaba descubierto en este viaje iniciático, revelador, de interés filológico y, sobre todo, vital.

Lo primero que escribió en su cuaderno de notas —había decidido no usar la grabadora, pues supuso que ésta podía poner nerviosos a los franceses— fue que Pekín lo había cambiado. Y lo había cambiado por una sencilla razón: la amaba. Apenas la conocía, pero ya sentía el deseo perentorio de regresar, de conocerla a la perfección, de enseñarle a Jutta cada uno de sus recovecos para que ella viera en la ciudad un reflejo suyo. Se ama a una ciudad cuando se pretende ser amado a través de ella, y era eso, exactamente, lo que Gisbert sentía. Pekín lo había convertido en una persona mejor. Pasear por sus calles, desentrañar sus hutongs, oler sus olores. Todo aquello, ahora, era tan suyo como su viejo nombre. Entonces empezó a escribir algo que, para su sorpresa, tomó forma de poema. ¿Qué idea lo llevó a tan extravagante resultado? Algo sumamente simple: le agradaría que alguna vez, a su paso por cualquier calle de Hamburgo, alguien exclamara en voz baja:

Ahí va el que tanto extraña Pekín,

el que tanto la conoce y quiere.

Ahí va el que cada día,

donde quiera que esté,

se pregunta si habrá niebla en Beihai,

o si llueve y no se ven los sauces.

Son las cosas que él quisiera saber,

las cosas que a él le importan.

Ahí va el que tanto extraña todo aquello…

¿Habrá caído esa vieja casa de Fengtai?

¿Qué color tendrán hoy los muros

que circundan el Tiantan?

Ahí va ese hombre silencioso,

arrastrando su mundo.

Luego, repuesto de su ensoñación —cuyos cómplices fueron la visión del lago y el lentísimo atardecer sobre los bambúes—. Gisbert hizo un rápido esquema del archivo de la Iglesia Francesa y un memorándum de las charlas que había tenido con los diplomáticos de las embajadas. Subrayó con tinta roja los nombres de los funcionarios, aunque omitió, cuidadosamente, nombrar el manuscrito de Wang Mian y los datos del librero. A pesar de ser un hombre pasivo, sabía que estaba manipulando información delicada.

Con el atardecer algunos edificios se llenaron de luz. La aguja de la televisión, una de las construcciones más altas de la ciudad, empezó a cambiar del amarillo al rojo; un rascacielos de vidrio, a su izquierda, brilló como una espada en medio de la noche. La Casa de Té se llenó de animación. Empezó a sonar música y, de repente, surgieron parejas de ancianos bailando al borde del agua, hombres y mujeres haciendo ejercicios, sincronizados unos, en solitario otros. Más tarde se levantó de la mesa y paseó por los oscuros caminos del parque, en medio de los matorrales de bambú, hasta llegar a una de las salidas. Allí vio la hora y pensó que sería buena idea regresar al hotel, así que empezó a buscar un taxi. En ésas estaba cuando dos automóviles pararon frente a él.

—Acompáñenos, por favor —dijo un hombre, en un inglés autoritario y exacto.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Gisbert.

—Eso ahora no importa —dijo otro.

Dos poderosas manos atenazaron sus brazos y, de modo enérgico, lo empujaron al asiento trasero de uno de los carros.

—¿¡Qué es esto!? —volvió a exclamar Gisbert.

Pero no hubo respuesta. Los automóviles se pusieron en marcha y alguien le dijo:

—Cierre los ojos, profesor.

—¿Para qué?

—No nos obligue a ponerle una venda, haga el favor de cerrarlos hasta que yo le diga —dijo el que parecía ser el líder.

Escuchó ruidos de pitos. Automóviles que frenaban. Acelerones. Ninguno de sus acompañantes habló. Pasado un rato, que a Gisbert le pareció eterno, llegaron a un garaje, el cual comunicaba con un inmenso patio. Los dos autos lo cruzaron con las luces apagadas. Al fondo se abrió una puerta doble. Luego otra. El carro se detuvo y alguien abrió la puerta.

—Acompáñenos, profesor.

—¿Puedo abrir los ojos?

—Aún no, por favor.

Las mismas manos de hierro lo condujeron por un corredor. Al caminar, Gisbert Klauss tropezó con algunas cajas, y, por el olor a humedad, supuso que se hallaba en un lugar abandonado. Finalmente, tras subir una escalera y entrar a un recinto que a Gisbert se le antojó frío e inhóspito, los brazos lo liberaron.

—¿Ya puedo abrir? —preguntó.

—Espere —dijo la voz—. ¿Conoce el Padre Nuestro?

—Sí —respondió Gisbert.

—Entonces dígalo en voz alta, y cuando termine abra los ojos.

Gisbert empezó a decirlo despacio, pero al hacerlo se dio cuenta de que no había hecho una pregunta fundamental: ¿en qué idioma debía decirlo? De cualquier modo sólo lo sabía en alemán, así que continuó, modulándolo en voz cada vez más baja.

Al terminar abrió los ojos, pero de poco le sirvió. No había nada, excepto una habitación en penumbra, y un denso silencio.

La sala central de la asamblea de miembros, que en nada distaba de cualquier aula de reunión del comité de barrio, estaba repleta. Hombres y mujeres conversaban, fumaban, reían a la espera del inicio de la actividad. Nelson Chouchén se sintió algo cohibido, pues era evidente que todos esperaban algo de él, y la verdad es que aún no sabía qué podía decir. Wen Chen no le había dado ningún detalle o explicación. «Quieren verlo, quieren escucharlo.» Eso fue todo.

De pronto Wen Chen pidió silencio y habló. Nelson, sin entender, supuso que lo estaba presentando.

Qué extraño, pensó. Más que la reunión de una sociedad secreta, aquello parecía una clase universitaria, y esto le dio ánimos. Al fin y al cabo era su terreno. Entonces, cuando Wen Chen le pasó el micrófono, decidió que lo mejor sería hablar de su abuelo.

—Hable en inglés —le dijo—. Yo traduzco.

—Es un inmerecido honor el que se me otorga al permitirme estar aquí —empezó diciendo Nelson—, pues la verdad es que son ustedes los que me han ayudado a comprender quién soy. Hasta hace pocos días yo era sólo un profesor peruano de literatura, un escritor de novelas, poemas y ensayos que vivía en Austin, Texas, con una visión del mundo y de la vida limitada al horizonte de Europa y de América. Pero gracias a un feliz azar, a mis cuarenta y cinco años, tomé la decisión de realizar este viaje a Pekín, un viaje que debía ser una especie de descenso a los orígenes, pues a pesar de no tener mucha información siempre supe que mi abuelo había nacido en China, y que por razón desconocida, siendo aún joven, emigró al Perú.

Nelson hizo una pausa para la traducción, se sirvió un vaso de agua mineral y lo bebió hasta la mitad, lo que le permitía, de paso, vigilar la reacción del público ante sus palabras.

—De mi abuelo puedo contarles algunos recuerdos de infancia, aunque pocos, pues murió siendo yo muy joven. Se estableció en el Cuzco, bella ciudad colonial en lo alto de los Andes peruanos, pues decía que le recordaba a Lijiang, su aldea natal, y allá se desempeñó como sastre, una profesión en la cual la comunidad china del Perú goza de amplio prestigio. De allí es mi familia. Allí nació mi padre y allí nací yo también, antes de dejar el Perú para instalarme en los Estados Unidos. De la vida en esta ciudad, por cierto, he dado cuenta en una de mis obras más conocidas, Cuzco Blues, que espero algún día pueda ser traducida al idioma chino, en la cual narro, entre otras peripecias, las costumbres de una familia chino-peruana de los años cincuenta.

Al hacer una segunda pausa Nelson comprobó, emocionado, que los oyentes tomaban notas. Entonces pensó en Elsa, en lo orgullosa que se sentiría al verlo ahí, en ese estrado. Sin duda, muy pronto sus obras estarían en los anaqueles de las librerías de Pekín y podría regresar con ella a cosechar triunfos.

—Toda mi obra, de algún modo, busca indagar en este tema, y es, en suma, una reflexión sobre las enriquecedoras relaciones de Oriente y Occidente, aunque vistas de modo individual, a través de personajes sencillos, en los cuales, creo yo, se encuentra la esencia del verdadero ser humano. Si estos libros que he podido escribir existen, hoy, y son leídos en América, es porque hace cien años un joven chino, con el cerebro hirviendo de sueños, subió a un barco y llegó a las costas peruanas. Como les decía al principio yo sabía poco de ese hombre valiente, pues jamás transmitió a nadie el secreto que hoy ustedes, aquí en Pekín, me están revelando: que era un gran patriota, que luchó por la libertad, que era un héroe. Los héroes contemporáneos, dicho sea de paso, son personas así, sencillas, silenciosas, modestas, como somos la mayoría de los seres humanos, provengamos de Oriente o de Occidente.

De nuevo hizo una pausa. De pronto sintió que había estado hablando mucho de sí mismo, y que debía centrar sus palabras, de una vez por todas, en la figura del abuelo. Pero su mente estaba bloqueada. No se le ocurría ninguna anécdota. ¿Qué hacer?

—La fibra de Hu Shou-shen, o de Juanito Chouchén, como le decían en el Perú, muy pronto mostró el fino material del que estaba hecha. Durante las revueltas sociales en contra de la dictadura de Sánchez Cerro, a principios de los años treinta, él organizó a un grupo de campesinos y pequeños comerciantes, formando una milicia que protegió las zonas rurales de los abusos del ejército. Recuerdo, especialmente, la liberación de un grupo de presos políticos que habían sido detenidos injustamente por la policía en una zona cerca de Rancas, un pueblo de los Andes. Juan Chouchén, al mando de un grupo de ocho hombres, tomó por asalto la cárcel y liberó a sus compañeros llevándoselos hacia las montañas. Durante dos semanas fueron acosados por las tropas, pero él, enviando por delante a los liberados, decidió quedarse solo en el filo de un cerro para enfrentarse a un batallón entero, dándole tiempo a sus compañeros para salvarse. Con dos fusiles, una pistola y una caja de munición, mi abuelo repelió el ataque de los soldados de la dictadura, y luego, cuando sus armas se atascaron y consideró que sus amigos ya estaban a salvo, escapó disimulándose entre las sombras.

Había dado resultado. Algunos de los oyentes, al oír la traducción, vertieron lágrimas. Un grupo, sentado en primera fila, inició un aplauso.

—Fue así como el nombre de Juan Chouchén se convirtió en un mito en las montañas de los Andes. Los campesinos y los modestos comerciantes, al oírlo, se sentían protegidos. Muchas veces, al decir de mi abuela, fueron a buscarlo a la casa, pero él siempre lograba huir, disimulándose entre la gente, pues jamás le habían visto la cara. Y es que el rostro de Juan Chouchén era el rostro de todos los campesinos oprimidos, golpeados por una dictadura cruel, y que al desmoronarse, con el asesinato del dictador por parte de uno de sus propios esbirros, devolvió a la gente la honra, la dignidad por la cual mi abuelo luchó. ¿Y qué hizo, entonces, Juan Chouchén, cuando mi país recobró la libertad? En lugar de reclamar un puesto de honor, en lugar de pedir privilegios por su heroico comportamiento, regresó modestamente a su sastrería y continuó trabajando, lo mismo que todas las personas sencillas a las que había protegido.

Nelson terminó de beber el agua mineral y esperó los aplausos, que fueron aún más fuertes. Los tenía en la mano. En la sala había lágrimas, puñetazos de orgullo, caras decididas.

—Ahora, gracias a ustedes, me entero de que mi abuelo hizo lo mismo aquí en China antes de emigrar, que luchó para proteger a los débiles, que asaetó al enemigo hasta enloquecerlo, y que su nombre, al igual que en las montañas andinas, se convirtió en leyenda. Yo, su nieto, he venido esta noche a decirles que es necesario continuar ese ejemplo, que hay que seguir luchando por la vida, por la honra del hombre común, por los valores de la solidaridad universal y por una humanidad mejor, más sincera y limpia, por la cual hombres como Juan Chouchén lucharon. Muchas gracias.

La sala se vino abajo. Los que estaban delante se abalanzaron sobre la mesa a abrazarlo, saludarlo, tocarlo. Wen Chen debió pedir calma para que regresaran a sus sillas. Luego dijo algo y todos fueron saliendo, en silencio, saludando a Nelson con respetuosas venias.

—Lo felicito por sus palabras —le dijo Wen Chen—. Es usted un gran orador. Veo que las ideas de su abuelo se conservan intactas dentro de usted. Quiero agradecerle, además, que haya aceptado venir.

Nelson se sentía radiante. En su mente había varias ideas grandiosas, pero la más grande tenía que ver con su obra literaria. Si se había convertido en alguien tan influyente a causa de su apellido, no era alocado suponer que muy pronto sus libros estarían traducidos al chino. Imaginó los viajes de promoción por Pekín, Shanghai, Cantón y Hong Kong, confirmando su éxito en Oriente. Un éxito que, de inmediato, llamaría la atención de los editores europeos y norteamericanos, y entonces empezaría lo bueno, lo que tanto había soñado, aquello que era el eje central de su vida desde hacía al menos diez años.

—Ahora tenemos que hablar del futuro —le dijo Wen Chen.

—Claro que sí —repuso Nelson—. Precisamente, una de las cosas de las que quiero que hablemos tiene que ver con un texto que pienso escribir, en clave literaria, sobre la vida de mi abuelo. Creo que sería de gran interés aquí, siempre y cuando haya buenos traductores, ¿no le parece?

—Sí, sí —dijo Wen Chen—. Pero vamos, ya habrá tiempo de hablar de libros.

Wen Chen, junto con otros dos miembros de la sociedad, lo condujeron a una oficina en la planta tercera del edificio. Al sentarse, uno de ellos colocó tres tazas sobre la mesa, esparció hebras de té y vertió agua hirviendo.

—Tenemos que hablar muy seriamente —le dijeron—. Lo primero que queremos es que nos autorice a examinar, en detalle, las cartas de su abuelo. Todas. Podemos sacar copias, pues respetamos el valor familiar que tienen para usted. Ahora bien, a pesar de ser personales, sabemos que tienen que ver con acciones de nuestro grupo en el pasado, lo que las convierte en documentos internos.

Nelson sintió que bajaba a la tierra. De verdad, todo el mundo parecía más serio. Algo estaba cambiando.

—No hay problema —dijo—. Las cartas están a su disposición para sacar las copias.

—En segundo lugar —dijo Wen Chen—, está la discusión sobre el lugar que usted tendrá al interior de nuestra sociedad secreta. Ya lo hemos pensado y hay varias posibilidades. Hay quien cree que usted debe tomar la dirección absoluta, obviamente después de un proceso de preparación. Otros dicen que usted, por razones culturales y lingüísticas, no podrá asumir la dirección, pero sí una especie de presidencia honoraria, con la responsabilidad de dirigir las relaciones de la sociedad en el extranjero, con especial atención a los Estados Unidos. Hay muchos «hermanos» entre los miembros de la diáspora, sobre todo en Nueva York y San Francisco. Estamos aún pensándolo, como le digo, y en cuanto lo decidamos, puede estar seguro de que será el primero en saberlo.

Nelson sintió una vaga inquietud.

—Tendré en cuenta sus propuestas, mis queridos amigos —dijo—, y pueden estar seguros de que mi decisión será la mejor para todos.

—¿Decisión? —dijo Wen Chen—. Creo, señor Chouchén, que usted no ha entendido. Me temo que usted no podrá tomar ninguna decisión.

—Bueno, bueno… —repuso, algo nervioso—. Me refería a la decisión de ustedes. Sin duda será la mejor.

La oficina tenía dos ventanas interiores. Al fondo, tras una hilera de techos, se veía un pedazo de cielo, y más allá la punta de un moderno rascacielos en forma de pagoda.

—Lo que usted sí puede decidir, señor Chouchén —continuó diciendo Wen Chen—, es si desea permanecer en su hotel, o si prefiere mudarse a una casa privada.

—Estoy bien en el hotel, gracias. Es un poco lejos del centro, pero ya me acostumbré. No es necesario que se molesten.

Wen Chen abrió un cajón del escritorio y extrajo algunos libros. Sobre sus lomos Nelson leyó el nombre de un mismo autor: Wang Mian.

—Éstos son para usted —dijo Chen—. Léalos. Así empezará a conocer algo de nosotros.

—¿Es el poeta que usted mencionó esta mañana? —preguntó Nelson.

—El mismo.

—¿Y qué piensan hacer para encontrar el famoso manuscrito?

—Lo estamos buscando, pero hubo un problema. Los franceses lo perdieron. Sabemos que uno de los sacerdotes se había escondido con él, pero al parecer perdieron al sacerdote.

—¿Y cómo saben ustedes todo eso? —preguntó, curioso, Nelson.

—Tenemos orejas muy largas, amigo, muy largas. Es difícil que suceda algo en Pekín sin que lo sepamos.

—Entonces les será fácil recuperar el manuscrito, ¿no?

—Ya veremos —Wen Chen arrugó la frente, encendió un cigarrillo y continuó diciendo—. Nos preocupa una posibilidad, y es que un grupo de los nuestros lo tenga. Un grupo muy radical con el cual he tenido varios enfrentamientos, y que está fuera de la organización. Son pocos. No llegan a las mil personas, pero usan métodos violentos. Los asesora, desde Hong Kong, un ex militar israelí, que en realidad los tiene dominados. Tratan de quitarnos la credibilidad ante nuestros «hermanos», que son varios centenares de miles en todo el país. Teniendo el manuscrito, ellos podrían reivindicarse como los verdaderos Púgiles Sagrados. Cuando el manuscrito apareció, torturaron a un empleado del archivo. Suerte que el «hermano» que lo vio nos lo dijo a nosotros primero.

—¿Qué piensan hacer, entonces?

—Bueno, de momento lo tenemos a usted —dijo Wen Chen—. Tener de nuestro lado al nieto de Hu Shou-shen es una garantía de que el legado central de los Yi Ho Tuan está con nosotros. Y en cuanto al manuscrito, supongo que acabaremos por encontrarlo. Lo primero será saber quién lo tiene.

—Y si no son ellos —preguntó Nelson—, ¿quién más puede tenerlo?

—Otras congregaciones católicas, o el gobierno, o agentes de algún gobierno extranjero. Franceses, canadienses, alemanes, ingleses. ¿Quién puede saberlo?

—¿Cree usted que mi amigo, el profesor alemán, pueda ser un agente?

—Personalmente no lo creo, aunque sabemos que se interesa en las obras de Wang Mian. Ha estado haciendo averiguaciones con un librero. Es profesor de cultura china. Lo estamos siguiendo.

—¿Y qué puedo hacer ahora?

—Quedarse con nosotros —respondió Wen Chen—. Cuando encontremos el manuscrito, deberá ser usted quien lo presente a nuestros hermanos.

—Ah, ya entiendo —dijo Nelson.

—Ahora regrese a su hotel, estudie los libros que le di y entréguele las cartas a mi asistente. Dos personas lo estarán vigilando. Y una cosa más: si desea ver de nuevo a la jovencita rusa, dígaselo a mi asistente. Él se la traerá.

La avenida parecía un carrusel de luces y, de pronto, la realidad me cayó encima. ¿Qué hacía? Iba hacia mi hotel con una desconocida. O mejor, con alguien de quien tenía una información vaga e innecesaria —que tenía puesto un calzón azul, que usaba crema Vagisil—, y que a pesar del error en la numeración de los cuartos, todavía no estaba exenta de sospecha.

—Por Ochún y Yemayá —dijo Omaira—. Tú me rezaste. Algo me echaste en el trago. Me estoy enloqueciendo.

Y volvía a besarme con fuerza, aspirando mis labios dentro de los suyos, como una medusa que se traga a un pez pequeño. Luego sentí su mano buscando entre mis piernas. El pulso le temblaba.

Por fin llegamos al China World Hotel. Supuse que no habría ningún problema en subir con ella a mi cuarto, ya que no era china, así que me dirigí a los ascensores. Mientras subíamos, volvió a decir:

—Virgen de la Caridad del Cobre, me enloquecí. Estoy rezada. Esto no es normal.

—¿Te sientes bien? —pregunté, alarmado.

—Me siento de maravilla, me siento como si estuviera drogada. Eso es lo raro. Si yo a ti apenas te conozco, chico.

Entramos a mi habitación. Fui directamente al minibar, con la intención de servir dos tragos, pero Omaira no me dio tiempo a abrirlo. Se sacó el vestido por la cabeza, se tendió en la cama y me dijo:

—Ven acá para que veas lo que es bueno. ¿Has estado en el Caribe cuando hay huracán? Pues agárrate.

Había algo de celulitis en sus muslos, pero aún tenían una forma bella. Sus nalgas eran redondas. Jamás hubiera pensado, cuando vi el calzón celeste en el baño, que lo iba a ver tan rápido sobre su propietaria. Al quitárselo me empujó a su lado y empezó a lamerme el cuello, el pecho, a meterme la punta de la lengua en la oreja. «Mira mi bollo, ¿te gusta?», murmuró soez, excitada, respirando fuerte y caliente, «Mi bollo quiere tragarse esa pinga tuya, corazón, dásela despacito», y fui sintiendo su cuerpo, envolviéndome, alterado por súbitos temblores, y me pareció que no era la primera vez, que había habido otras, antes, y que la conocía de tiempo, y que sin duda iba a sentirme solo, muy solo, cuando por fin se fuera, pues la gente se va, claro, y más cuando uno la quiere, la vida es así. Entonces le dije, susurrando, «Omaira, emperatriz de Oriente», y ella me respondió, gimiendo, rodeándome con brazos y piernas, con su barriga pegada a la mía, «¿Cómo supiste que soy de Gibara, chico?, ay Dios, esa pinga tuya me va a matar», y yo, muy excitado, sintiendo el olor de su pelo, hundiendo mis dedos en sus nalgas, pregunté, «¿Qué es eso de Gibara?», a lo que ella, haciendo círculos con su pelvis, mordiéndome el lóbulo de la oreja y chupando, respondió, «Gibara, provincia de Oriente, Cuba, chico, dale, esa pinga tuya es un lingote de oro, no pares», y yo seguí, moviéndome en sus entrañas, sintiéndome feliz, ahogado, borracho de placer, y murmuré, «Yo decía emperatriz de Oriente por Pekín, no por Cuba, pero es lo mismo, Señora de Gibara, Podestá del Oriente», y ella, ya sin aire, con los ojos en blanco, con un hilo de voz aguda, con los pezones erguidos como misiles, me dijo «Ah, ya entiendo, creí que lo decías por Cuba, ay Ochún, yo esa pinga me la llevo p’al Museo del Hombre, Obatalá, allá la dejo en una urna, y le rezo, ay Santa Bárbara, perdóname, pinga de jade, Virgen del Agarradero, pinga de azúcar, ¡me vengo!, ay, chico, ayay, ¡me vengo con todo! Ochún, bótalo tú también, corazón, siénteme, ¡¡¡siénteme!!!».

Quedamos exhaustos, sorprendidos, aún sin comprender realmente por qué estábamos ahí, pero felices. Tuve miedo de que ahora le viniera la culpa, así que me levanté, serví dos botellitas de whisky en los vasos del baño, le puse hielo y regresé a la cama.

—Casi me matas —dijo Omaira—. Mira, todavía tengo espasmos, toca. ¿Lo ves?

Era cierto, y muy raro. No es que me considere una nulidad, pero la verdad es que jamás había visto algo semejante. Omaira encendió un cigarrillo, bebió un traguito de whisky y me dijo:

—Soy una mujer casada y esto quiero que lo sepas desde ahora. Casada y con dos hijos.

Me quedé en silencio. No supe qué responder.

—¿No te lo esperabas? —preguntó.

—Sí, claro que sí, ya había visto tu anillo —le dije—. Tienes suerte. Yo no tengo hijos a pesar de haber vivido períodos largos con dos mujeres.

Omaira continuó mirando hacia el techo, sin mover los párpados. Tal vez buscaba fuerzas para lo que iba a decir.

—Pero quiero que sepas que es la primera vez que pongo tarros. Yo quiero mucho a mi marido. Parecerá raro que lo diga aquí, después de lo que pasó, pero es cierto.

—Te creo —le dije.

Habría dado la vida porque se quedara, pero supuse que en cualquier momento empezaría a vestirse. Así que me fui al baño. Al salir, Omaira seguía en la cama.

—Me está dando hambre, Serafín, ¿pedimos algo en el cuarto o bajamos?

Escuchar mi odiado nombre me puso los pelos de punta, pero en boca de ella se atenuaba. Quería decir, además, que no se iba. Y por eso la amé, consciente de que era absurdo. Apenas la conocía.

—Cuéntame de ti —me dijo.

Le hablé de mis amores malogrados, de mi trabajo en la radio estatal francesa, de mi decisión de no regresar jamás a Bogotá, mi ciudad, y, al final, sólo al final, de mi secreto deseo, ya casi convertido en frustración oficial, de ser escritor.

—Caray —me dijo—, qué manía con lo de ser escritor. Ayer conocí a un novelista peruano. Me dijo que la escritura era incompatible con los hijos, ¿es por eso que tú no has tenido?

—No, no es por eso —le dije—. Las mujeres con las que viví no querían tenerlos. ¿Qué escritor peruano conociste?

—Se llama Nelson, es un amigo de Rubens. Se conocieron en el avión. No recuerdo el apellido.

—Pues no he leído a ningún peruano que se llame Nelson —dije, sintiendo algo muy parecido a los celos—. Que yo sepa, no hay un solo escritor en Latinoamérica ni en España que se llame así. ¿Es bueno?

—No sé porque tampoco lo he leído, pero puedo decirte cómo baila.

Una nubecilla gris atravesó mi estómago. No dije nada.

—Baila pésimo —concluyó, riéndose—, dando saltitos. Por cierto que me lo tuve que zafar a la fuerza. Y no hagas esa cara que no pasó nada.

Un empleado del hotel llegó con una bandeja. Había dos sándwiches club, fruta y una botella de vino blanco. Omaira, desnuda, empezó a comer sobre la cama. Me habló de su marido y de sus hijos. Se había casado a los veinte años y, desde entonces, no había estado con ningún otro hombre.

—Desde que te vi sentí una fuerza extraña —me dijo—. Tú me rezaste, confiésalo.

Le dije que no. Nos reímos.

—Si te hubiera dejado ir por pensar en mi esposo —continuó diciendo—, lo habría odiado. Fíjate qué contradicción. Ahora, en cambio, lo quiero más que nunca.

—Me alegro, estas cosas pasan.

—¿Y por qué no quieres volver a tu país? —preguntó—. Ay, yo no podría vivir fuera de Cuba.

—Porque perdí lo poco que tenía —le dije—. Mis amigos cambiaron, la familia que me queda se alejó… Una vez intenté regresar, pero no conseguí trabajo. Allá, si no conoces gente influyente, estás jodido, y yo no conozco a nadie. París no es mejor, pero al menos uno vale por lo que hace. Claro, añoro muchas cosas. Muchos días, en muchos momentos, me duele no estar allá.

—Bueno —dijo ella—, pero tú eres un privilegiado, Serafín. Tú pudiste elegir. ¿Cuántos pueden hacerlo?

—Muy pocos, lo sé —dije—. Muy pocos en estas condiciones, al menos. Hoy muchos se van por la violencia, por los secuestros, porque no hay trabajo para la gente sencilla. Mi país está en manos de gente que lo desprecia, ése es el problema.

—Cuba no está mejor, chico, qué me vas a decir. Pero yo tengo confianza en el futuro. Por cierto, ¿tú sabes cocinar?

—Sí, no mucho, pero sí —le dije—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Es una tontería, me gustan los hombres que cocinan.

El timbre del teléfono interrumpió nuestra charla.

—¿Yes? —dije, suponiendo que se trataba de una llamada desde la recepción.

—Soy Pétit, desde Hong Kong, ¿ya tiene en su poder el manuscrito?

—Yo estoy bien, muchas gracias por preguntar —le dije, molesto, ahora que sabía exactamente quién era, o, al menos, quién no era.

—No sea formalista, Suárez. El manuscrito. ¿Qué pasa con él?

—Pregúntele a su amigo Oslovski.

Mientras hablaba, Omaira se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo. Al fondo de la Avenida, detrás de una fina capa de bruma, podían verse las luces del Palacio del Pueblo.

—No puedo llamarlo, puede estar bajo escucha telefónica.

—Entonces tenga paciencia.

—La paciencia no es eterna —dijo Pétit—. No olvide que con una llamada a París puedo hacer que le quiten el trabajo, y con otra su permiso de residencia en Francia. No se haga el gracioso conmigo.

—¿Gracioso? No le veo la gracia. Es usted quien debería darme las gracias.

—Controle su lenguaje —dijo Pétit, francamente molesto—. Usted es sólo un pobre de espíritu muy bien dotado para la aliteración. Pero no olvide que está en mis manos.

—Llámeme mañana a esta hora —le dije, harto ya de su voz.

Pétit no me respondió, simplemente colgó. Omaira continuaba fumando de espaldas.

—Hablas bien el francés —me dijo.

—Era mi jefe, quería saber en qué iba el trabajo.

—¿Tu jefe? Por un momento, al escuchar el tono, pensé que era tu mujer. Pero te creo.

No supe qué decir.

—No te preocupes —agregó ella—, te estoy vacilando. Sé que no era una mujer. Entiendo el francés perfectamente. Trabajé de voluntaria en un hospital de Port-au Prince.

Dicho esto se levantó y fue al baño. Yo supuse que había llegado el momento de decirle adiós, y así fue. Al regresar tenía puesto el vestido y los zapatos.

—¿Me acompañas abajo?

Fui con ella hasta el lobby del hotel. Un empleado escribió en una tarjeta «Hotel Kempinsky», luego salimos a buscar un taxi.

—Llámame mañana al mediodía, si puedes —me dijo, besándome en la boca—. No te vas a librar de mí tan fácil. Te lo digo yo.

La vi irse y quedé, por unos segundos, flotando entre la ebriedad y la idiotez. Omaira era perfecta. Sin saber a cuento de qué, recordé las palabras de Oslovski: «Cuando uno sabe qué es lo correcto, lo difícil es no hacerlo» Algo estaba sucediendo dentro de mí.

Luego subí a mi habitación sintiéndome profundamente solo, un sentimiento, por cierto, que conozco a la perfección, pues tengo en él varios doctorados cum laude. Todo parecía indicar que iba a suceder de nuevo: amar, gozar del amor y luego sufrir. Todas las personas que he amado han sido efímeras. Observando por la ventana las luces de Pekín, pensé en mi vida. O he tenido muy mala suerte o el mundo está mal hecho. Cuánta razón tenía Albert Camus. ¿Por qué diablos murió tan joven? Tal vez la respuesta a mis preguntas estaba en uno de los libros que él habría podido escribir.

Sólo cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Gisbert se atrevió a levantarse. Dio dos pasos vacilantes. Creyó entrever una ventana y caminó hacia ella, dándose cuenta de que los hombres que lo trajeron se habían quedado con su libreta de apuntes. Sin duda esto tenía que ver con el manuscrito de Wang Mian.

De pronto, una luz se encendió en el centro de la habitación y Gisbert sintió miedo. Luego escuchó una voz.

—¿Habla usted francés?

La voz denotaba una cierta edad. Ni muy viejo ni muy joven. Cuarenta y cinco años. En ningún caso más de cincuenta.

—Sí —respondió con firmeza—. ¿Quién es usted?

—Me llamo Régis Gérard —dijo la voz—. Soy sacerdote de la Iglesia Francesa. ¿Y usted?

—Soy Gisbert Klauss, profesor de Filología de la Universidad de Hamburgo.

Hubo un silencio demasiado largo. Alguien trataba de comprender a fondo sus palabras.

—Acérquese —dijo la voz—. ¿Puede decirme qué está haciendo aquí?

Gisbert dio dos pasos hacia la luz y vio una sombra. Un brazo lo invitaba a acercarse.

—Bueno —respondió el profesor—. Eso es lo que me gustaría saber. Qué diablos estoy haciendo aquí.

La sombra se iluminó la cara con la linterna, luego lo iluminó a él y le extendió una mano.

—Es un placer conocerlo —dijo.

—Diría que para mí también es un placer —repuso Gisbert—, aunque, le confieso, no sería del todo sincero. ¿Quiénes son los hombres que me trajeron?

—No lo sé —susurró la voz—. Supongo que son las mismas personas que me están protegiendo. Venga, siéntese. ¿Desea fumar?

—Sí, por favor.

Al encender un fósforo volvió a ver la cara del hombre. Vestía una sotana oscura. Tenía el pelo ensortijado. Sus mejillas estaban pobladas por una barba descuidada y canosa.

—¿Es usted alemán? —dijo el hombre—. Qué raro, esperaba a un colombiano. Habrán cambiado de planes.

Yo he cumplido con mi misión, y ahora que usted está aquí, podré irme. ¿No es así? Bueno, no perdamos más tiempo, dígame la clave.

Gisbert pensó que era un demente. Un sacerdote demente. Su aspecto era tan explícito como sus palabras.

—Disculpe, pero no le entiendo —dijo Gisbert Klauss, con mucho tacto—. ¿A qué clave se refiere?

Ahora fue el hombrecillo quien permaneció en silencio. En algún lugar de la habitación algo se movió haciendo un ruido seco, pero ninguno de los dos se movió.

—Le agradecería, si no es molestia —continuó diciendo Gisbert—, que me explicara de qué está hablando. ¿A qué misión se refiere y por qué ahora puede irse? Yo estaba por tomar un taxi cuando vinieron esos hombres y, con pésimos modales, me trajeron aquí. Es todo lo que sé. Por lo que veo, debió tratarse de un malentendido. Usted espera a otra persona.

—No conozco a esa otra persona —dijo el sacerdote—. Pero… ¿quién de nosotros conoce realmente? Es el modo en que Dios se manifiesta. ¿Es usted creyente?

—No, padre —respondió Gisbert—. Soy un científico. ¿A qué viene todo esto? Aquí hay un gran malentendido, y, de corazón, le agradecería que se lo explicara a sus hombres. Con gusto me quedaría a hablar con usted, pero tengo cosas que hacer. No me interesan los temas teológicos.

Los ojos del sacerdote se abrieron. Gisbert vio dos discos muy blancos, y, en el centro, un par de puntos negros.

—No estoy hablando de teología, profesor, no, no… —dijo—. Hablo de la vida, de la vida sencilla. ¿Es teología decir que un hombre que espera, en la oscuridad, es una especie de profeta? ¿Es teología decir que cualquier cosa, por simple que parezca, puede revelarnos la verdad, si la observamos con atención? No, profesor, usted se equivoca. La teología se ocupa de grandes temas. De saber, por ejemplo, si Cristo era propietario de su manto. De saber si la cruz, como símbolo, nos libera de la fatalidad. ¿Me comprende?

Gisbert lo observó con cierta piedad. Supuso que era inútil. Ya se darían cuenta, él y sus hombres, que habían cometido un error. Debía tener paciencia.

—Le repito, yo hablo de las cosas sencillas de la vida —continuó diciendo el sacerdote—. ¿Tienen alma los objetos, o es el reflejo de la nuestra lo que vemos en ellos? Oiga, hay algo que no entiendo: si no vino usted a llevárselo, ¿qué diablos hace aquí?

—Es lo que trato de explicarle, padre —dijo Gisbert, con un hilo de voz—. Es precisamente eso lo que trato de explicarle. Hay un malentendido.

El sacerdote volvió a abrir los ojos. Luego hundió la cabeza en sus manos.

—Ya entiendo —dijo—. Su papel, entonces, será igual al mío. Ser el dragón que cuida el tesoro. El dragón de las fábulas, ¿me sigue? Usted parece una persona buena. Sin duda lo enviaron para que yo no esté solo. Nadie más podría haber llegado hasta aquí. Esto es como el fondo de una caverna. De día hay más luz. Antes estaba en otro lugar, con ventanas en el techo y una salida secreta. Pero desde hace un tiempo, no sé cuánto, me trajeron aquí, que es un poco menos confortable. No hay salida. Si lo desea puede darse una vuelta por el recinto. Es espacioso y allá, al fondo, hay una ventana. Detrás de la ventana hay un patio, y, si observa bien, verá que las gotas que caen del techo del frente están haciendo un hoyo en la roca. Elija un lugar y póngase cómodo. No se moleste en elegirlo lejos del mío. Supongo que cada tanto deseará recogerse, estar solo, reflexionar. ¿Cultiva usted la vida interior? Si lo hace, debo decirle que ha llegado al lugar ideal. Yo, antes de venir, era una persona vulgar. El trato conmigo mismo, las reflexiones que, modestamente, he podido realizar, me han convertido en una persona distinta. Por cierto, ¿lee usted el chino?

—Sí, soy profesor de sinología —respondió Gisbert, ya sin mirarlo.

El sacerdote abrió mucho los ojos y los dirigió hacia arriba con lentitud, como si, de repente, hubiera comprendido algo importante, o como si hubiera visto detenerse algo en el aire.

—Ah, ¡ahora entiendo para qué lo enviaron! —dijo—. Usted está aquí para que yo pueda leer el manuscrito.

Dicho esto levantó su sotana. Gisbert, inquieto, vio un torso fuerte y delgado. ¿Qué hacía? Tenía amarrado un cable en torno al estómago, y ahora lo deshacía. El cable estaba cubierto de sangre seca; al retirarlo, la piel volvió a sangrar. De la espalda, extrajo un paquete en el que también había manchas de sangre.

—Yo cumplí con mi misión —dijo—. Mis enemigos no pudieron quitármelo. Aquí está.

Gisbert, con el pulso tembloroso, leyó en el sobre: «Lejanas transparencias del aire. Manuscrito original.» No era posible. Empezó a abrirlo con cuidado, observando al sacerdote. Dentro apareció una vieja carpeta, y, en su interior, un manuscrito en tinta negra con una bellísima caligrafía. «Lejanas transparencias del aire. De todo lo que vi y no pude contar. Wang Mian.» El corazón de Gisbert Klauss saltó, dentro del cuerpo, como una pelota de goma. Debió levantar la cabeza para recuperar la respiración. Allí estaba. Era el tesoro al que se refería el pobre sacerdote. Una gota de sudor le recorrió la espalda. Lo que tenía en sus manos podía cambiar, de forma inmediata, el curso de su vida. Sus sueños adolescentes de filólogo volvían a asomar, aunque mitigados por la sabiduría de la edad. Una sabiduría que anteponía el placer del conocimiento. El premio de sus investigaciones era ése: estar ahí, con ese texto en las manos. Un texto que muy pocos podían comprender y disfrutar. Tal vez sus captores lo habían traído allí por sus investigaciones. ¿Habrá sido su amigo, el erudito librero, quien les informó sobre él? No parecía posible, pues casi todo lo que sabía sobre el manuscrito provenía de esas charlas. Todo era muy extraño. Lo único seguro era que si se encontraba ahí, en ese oscuro recinto, era por Lejanas transparencias del aire, y eso, de momento, le parecía razón suficiente. Ya comprendería el resto cuando llegara el momento.

El sacerdote, con sus ojos como lunas, lo observaba sin moverse, en silencio. Entonces Gisbert se acomodó cerca de la linterna y empezó a leer la primera página del manuscrito, sintiendo un leve cosquilleo. El sacerdote tenía razón: era como el dragón que protegía el tesoro.