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Algunos pormenores sobre la vida del doctor Gisbert Klauss, filólogo, y de su búsqueda enloquecida

LA vida del doctor Gisbert Klauss, como la de tantas almas destinadas a medrar en las ciencias del espíritu, dejó pocas huellas en la época de su infancia y primera adolescencia. Su juventud transcurrió en la Westfalia de los años cincuenta, más exactamente en un pueblecito llamado Bielefeld, y quienes dieron razón de él en los diarios —es decir, después de obtener una dramática notoriedad—, afirman que de niño siempre tuvo un balón de fútbol entre las piernas. Pero el destino, ese pájaro oscuro que revolotea sin que lo llamen y que mete el pico en todas partes, estaba harto de futbolistas, y para que no hubiera lugar a dudas lo castigó rompiendo un tendón de su pierna derecha. Con esto la existencia del joven dio un vuelco, y, de los campos deportivos, pasó al estudio. La madera de Gisbert era de la buena y el mismo destino, que se había portado mal en un principió, decidió compensar dándole otra gran pasión: la filología. Entonces ingresó a la Universidad de Colonia, o de Köln, como escriben los alemanes, dirigiendo su lúcida mente hacia la sinología, es decir el estudio de la lengua y la cultura chinas.

De su vida de estudiante en Köln también se sabe poco, apenas que la pasión sinológica fue tan fuerte que le impidió realizar cosas normales como cortejar mujeres, salir a fiestas y hacer vida bohemia. En realidad esto lo suponemos por el hecho de que Gisbert Klauss se casara muy tarde, ya viejo, con una empleada menor de la Universidad de Hamburgo, centro docente en el que impartía sus lúcidas clases. No hay que ser caracterólogo para imaginar que el de Gisbert y Jutta, Jutta Krugg, fue uno de esos matrimonios aceptados, de parte de la dama, por admiración y ascenso social, y de parte de él por la necesidad de resolver asuntos prácticos de la vida. Sobra decir que no tuvieron hijos.

El detonante de la pasión sinológica, sin embargo, tuvo que ver con el descubrimiento de un legendario sacerdote jesuita, el italiano Mateo Ricci, uno de los occidentales que, después de Marco Polo y del franciscano Juan de Piano, conoció mejor ese universo que en Occidente llamamos China, pero que en lengua nativa quiere decir «Nación Central».

Y es que la vida de Ricci, que llegó a las costas de Macao en 1582 —dos años después de la partida del fidalgo portugués Luis de Camóes, autor de Los Lusíadas—, contiene todos los elementos necesarios para despertar la pasión de un filólogo. Lo más llamativo fue la rapidez con la que aprendió el idioma chino. Dicen las crónicas, en efecto, que Ricci tardó apenas un año en hablarlo con fluidez, una empresa cuya dificultad podría ser comparada, en términos de masas, con la construcción de la Gran Muralla. Por esta ilimitada capacidad de aprendizaje, Ricci se ganó los favores de los gobernadores imperiales, los cuales le permitieron instalarse en la provincia de Guandong, en el centro del país, e iniciar una serie de viajes pastorales por China que lo llevarían muy lentamente a Pekín —llegó en 1601 y allí permaneció hasta 1610, fecha de su muerte—, a la corte imperial, en donde obtuvo el beneplácito del Emperador, quien se interesó por su prodigiosa memoria.

¿Cuál era el método utilizado por Mateo Ricci para recordar? Él mismo lo llamó El Teatro de la Memoria, y consistía en una representación mental de ideas, abstracciones y esencias, organizadas por afinidad semántica o sonora en los diversos espacios del gran teatro. De este modo, cuando Ricci necesitaba acudir a cualquiera de sus múltiples conocimientos, sumergía su mente en ese espacio hasta dar con él, como un utillero que busca una prenda en una bodega, y lo increíble, lo que no ha podido ser jamás igualado, es que en este proceso tardaba sólo unos pocos segundos. No es de extrañar que gran parte de la instalación de los jesuitas en China haya tenido que ver con este prodigio, ya que el Emperador, interesado en conocer su método, le dio a Ricci todo su apoyo, a cambio de que, cada tanto, hiciera para él o sus invitados alguna circense demostración de su infinita memoria.

Se dice que Ricci, antes de viajar a Oriente, decidió aprehender todos los conocimientos que, hasta entonces, la cultura cristiana había atesorado, pues deseaba transmitirlos en China, pero que no contaba con espacio físico para transportarlos, pues se encontraban en enormes libros y tratados de los que, en muchos casos, no había más que una copia. De este modo, para poder viajar con una ligera mochila, optó por llevarlos en su memoria.

Fue con estos datos que Gisbert nació al legado de Mateo Ricci. Como el Emperador y tantos otros, Gisbert Klauss soñó con poder repetir el milagro de la memoria, aunque basado en presunciones filológicas. Un idioma, y esto lo saben los filólogos, no es otra cosa que una ordenación del universo enunciada a través de un sistema de lenguaje. Si bien éste se debe aprender, gran parte de la estructura que lo conforma responde a un método, a una columna vertebral que coincide con la visión del mundo de la sociedad que la produce. Ésta imprime su huella en el idioma, aun si en todos hay estructuras que se repiten, tales como las diferencias de género, número, los casos, las funciones pronominales, el plural y el singular, los tiempos verbales, etc.

Los idiomas derivados del latín tienen estructuras idénticas. Los distingue el particular recorrido de cada una en la «romanización», es decir, la transformación del latín en lenguas romances, con diferentes resoluciones regionales para un tronco común. Hay, claro, otras raíces igualmente sólidas, como las lenguas germánicas o las semíticas; están también las lenguas indígenas americanas, de las cuales sobreviven, según la Unesco, ciento sesenta y siete, y a las cuales no se les ha encontrado un tronco común, pero que tienen estructuras similares. Y en medio está el chino, el más importante de los idiomas sinotibetanos, y que es, en sí mismo, un racimo de dialectos y lenguas derivadas como el mandarín, el cantonés y otros, los cuales tienen la inusitada particularidad de compartir la misma escritura, una de las más grandes creaciones, por cierto, de la historia humana, y que está en el origen de la grafía de otras lenguas de la región, caso del japonés o el coreano.

Y aquí venía la gran sospecha de Gisbert: si Mateo Ricci logró aprender esa lengua en tan poco tiempo, fue sin duda por haber encontrado un sistema que unía al idioma chino con las lenguas indoeuropeas. Con todas las lenguas, en suma, lo que equivaldría a un código universal de lenguaje, ese idioma bíblico perdido en la confusión de Babel, durante aquella aciaga tarde filológica en la que Dios decidió castigar la soberbia del hombre condenándolo a la incomprensión. Tal vez Ricci, en su Teatro de la Memoria, había encontrado el sistema perfecto, el lenguaje de las primeras esencias.

Era posible, pensó Gisbert, que este idioma fuera hijo, descendiente al menos, del supremo lenguaje con el que fue creado el universo. Ese que, según los evangelios, usó Dios para ir poblando el mundo, para inventar la Naturaleza, animal por animal, árbol por árbol, para generar el sabor de las cosas, el orden de la vida y de la muerte, los azares y el arrepentimiento, la injusticia y el triunfo, la derrota y el dolor. Todo, pensaba Gisbert, fue nombrado para que existiera, y esta lengua, aun siendo de índole divina, debió dejar su huella en algún lado. Enunciarla, para él, era acercarse a quién sabe qué misterios, a qué lejanías, pues se supone que al pronunciar una sola de esas palabras uno sería igual a Dios, sería Dios, pues podría crear.

Por su frenética preparación Gisbert Klauss ya sabía griego, español, inglés, francés, italiano y portugués. Tenía nociones de ruso y de otras lenguas eslavas como el polaco o el serbo-croata, y podía comprender el árabe, el turco y el hebreo. También había estudiado, aunque de forma puramente teórica, algunas lenguas malayas. Su gran reto sería la lengua china, entendiendo por «chino», como mínimo, el mandarín y el cantonés, y, en su proyecto mental de joven estudioso, abrasado por la sed del saber, pensaba seguir con el quechua, el swahili, el vasco y el húngaro —que al parecer tienen una raíz común—, el esquimal y el maorí. El hombre que más lejos llegó en el conocimiento de los idiomas fue un neozelandés llamado Harold Williams (1876-1928), corresponsal en las islas del Pacífico del periódico Times, quien llegó a hablar con corrección cincuenta y ocho, y aunque la vanidad de Gisbert no llegaba al punto de desear superarlo, supuso que estaría obligado a ello, tarde o temprano, al alcanzar, como Ricci, el resumen de las lenguas, necesario para enunciar el sistema universal, la caja negra de todos los idiomas, dando un aporte invaluable a la ciencia filológica. Otro caso, muy caro a Gisbert, era el de Richard Burton, pero no referido al célebre actor, eterno marido de Elizabeth Taylor, sino al legendario cónsul inglés en Trieste, allá por el año 1872, traductor de las Mil y Una Noches, quien, según Borges, «soñaba en diecisiete idiomas y que llegó a dominar treinta y cinco, contando entre ellos lenguas dravidias, semitas, indoeuropeas y etiópicas». ¿Cuál es el límite de la memoria? A esta pregunta los científicos no han dado respuesta y por lo tanto Gisbert podía pensar que era infinita. Ricci era el ejemplo y él, modestamente, pensaba seguirlo.

Pero al iniciarse en la lengua china y al descubrir a través de ella su poesía y sus novelas, Gisbert Klauss empezó a aplazar el proyecto multilingüe para demorarse, cada vez con mayor fruición, en los textos literarios. Algo nuevo tomaba forma en su mente y era la percepción de un nuevo sistema. Como es de rigor en cualquier espíritu que busca la perfección, Gisbert Klauss había dedicado mucho tiempo a la literatura. Había disfrutado con los poemas de Goethe y François Villon, conocía la obra de Dante Alighieri y de Cervantes, había leído a Eça de Queiroz y a Walt Whitman, a Milton y a San Juan de la Cruz, a Ibn Arabi y a William Blake, a Quevedo y a Omar Khayam, a Shakespeare y a Heine; en fin, la lista de sus lecturas sería tan larga como los húmedos pasillos de la biblioteca de la Universidad de Köln, pero al leer estos libros siempre había predominado la antena del filólogo, del investigador atento, ocultando la posible emisión de otras señales.

Y ese fue el gran cambio. Al adentrarse en la literatura china, la irradiación de algo nuevo hizo vibrar su corazón, opacando las ondas del intelecto. La limpia precisión de los versos de Li Po, por poner un ejemplo conocido, conmovieron sus fibras más íntimas sin que él llegara a saber por qué. «¿Cuál es este extraño sistema que desconozco y que me hace feliz?», llegó a preguntarse una noche, temblando de emoción, ante una página de Lin Hsú. El oscuro cielo alemán, entrevisto por una de las claraboyas de la biblioteca, no le dio respuesta. Esas páginas eran el envoltorio perfecto de su alma, más allá de la razón, frente a las cuales las armas de su oficio se quebraban como lanzas de cristal. «Ese sistema se llama Literatura», se dijo una noche, «toda mi vida lo he tenido delante de la nariz, sin llegar jamás a descubrirlo».

Desde un punto de vista filológico, era irracional que una selección de lenguaje provocara placer. Si una de las frases de Lin Hsú, por decir algo, se reprodujera reemplazando cada palabra por un sinónimo —es decir, sin alterar un ápice su sentido—, el perverso y placentero efecto desaparecería. Gisbert hizo esa prueba y muchas otras hasta determinar que el sistema escapaba a las reglas por él conocidas, y que si bien era posible explicar los efectos que producía un texto literario, e incluso saber cómo y por qué los producía, no se podía elaborar ninguna teoría, ya que el efecto era irrepetible. La explicación de un texto determinado no servía para entender otro, lo que significaba que no era un saber universal, verificable y comprobable, sino una impresión, palabra que a un científico como él producía urticaria. Y sin embargo ahí estaba, subyugado por ese ciego universo; feliz y al mismo tiempo aterrado de haber abierto esa oscura puerta que, supuso, ya no podría cerrar jamás.

Entonces decidió convivir con ambas pasiones, con la consecuencia de que su ímpetu de conocimiento filológico, al encontrar en la literatura un contrapeso, se hizo más tenue, se adecuó a la realidad. Ya no quería consagrar cada segundo de su tiempo al trabajo científico, pues ahora le era indispensable obtener cada tanto una dosis de ese placer recién descubierto, de esa lectura sin finalidad práctica que tanto hacía vibrar su espíritu. Y así, de los grandes sueños, Gisbert pasó a las grandes realidades, obteniendo un cargo de profesor supernumerario en la Facultad de Filología de la Universidad de Hamburgo, que, con el tiempo, pasó a ser de maestro de planta, y, años después, de catedrático.

La primera vez que Gisbert Klauss leyó la Historia de los nombres cambiados, de Wang Mian, sintió golpear un oleaje placentero en las dársenas de su cerebro. Era un libro perfecto. Su deliciosa armonía y sus historias tenían esa envoltura de dificultad para la cual él, filólogo, estaba preparado, permitiéndole sumar al placer estético la comprensión del intelecto. Wang Mian parecía haber escrito para él y, sin embargo, qué vidas tan dispares: Wang Mian satirizó la Academia, y él, Klauss, formaba parte de ella. Mian era un derrochador irresponsable y Klauss un ciudadano serio, un dócil contribuyente con las cuentas al día. Wang Mian murió en la miseria, alcoholizado, mientras que Klauss, cotizando el seguro social hacía más de veinte años, tenía una pensión que le prometía, salvo catástrofe, guerra mundial o acceso al poder de los skin-heads, una vejez apacible. En suma: dos seres opuestos, pero con almas gemelas. «Sólo el mundo de las letras puede conciliar tales distancias», pensaba Gisbert. El único parecido entre ambos, eso sí, era el gusto por los destilados, ya que Gisbert, hijo de su región, mecido en la maternal espuma de la cerveza, tenía inoculado en su organismo, en su ADN, una cadena LDNG suplementaria que quería decir: «Ligera Dipsomanía Nada Grave», y que como su nombre indica nunca llegó a extremos censurables; más bien, ésta le daba una plusvalía espiritual que lo acercaba a sus congéneres, convirtiendo su frío empaque de hombre de ciencia en un caparazón cálido después del tercer vaso, sobre todo si había delante un buen partido de fútbol, y ya no digamos cada vez que el equipo de la Bundes Republik ganaba un torneo internacional. Si bien es cierto que todos sueñan con destacar, no hay nada más tranquilizador, a fin de cuentas, que saberse igual al resto de los mortales. La seguridad de ser alguien común y corriente.

De este modo, los artículos de Gisbert sobre la obra de Mian fueron saltando en varias publicaciones universitarias hasta darle cierta fama en el mundo académico. Y así fue un hombre feliz, pues a pesar de que sus mayores aportes a la sinología eran explicaciones del grafismo en los ideogramas chinos, lo que más orgullo le daba, lo que más halagaba su vanidad, eran los artículos sobre obras literarias por las que sentía pasión y, por qué no decirlo, que se habían convertido en una segunda escala de ascenso en la carrera docente. A punta de ideogramas, pero también de comentarios eruditos, Gisbert había logrado una jerarquía bastante alta en la Facultad de Filología de la Universidad de Hamburgo, con un salario que le permitía adoptar con calma ese aire de persona retraída, alzada del suelo, nefelibata que deambula en el mundo de las esencias y no por estas groseras trochas de la realidad, senderos de tierra por los que arrastran sus insulsas vidas la mayoría de los mortales.

La revelación le llegó a Gisbert durante una visita a París, en uno de los puestos de libros a la orilla del Sena —los célebres bouquinistes—: fue un libro sobre la China que no había leído y que, de inmediato, acaparó su atención. Era el Diario de Pierre Loti, viajero y escritor de la Academia Francesa, sobre sus experiencias de oficial en una expedición militar contra el Imperio en el año de 1900. «La guerra de los Bóxers», pensó Klauss, y sin pensarlo dos veces sacó del portafolio un billete de cincuenta francos, lo alargó al bouquiniste y se fue con el viejo ejemplar para el hotel.

Digamos aquí, para la anécdota, que el viaje a París fue una idea de Jutta, su mujer, algo que venía proponiendo sin éxito desde hacía más de siete años. Cada verano la paciente mujer se lo recordaba, obligando al obsesivo sinólogo a elaborar una disculpa: que París está llena de extranjeros por esta época; que debía trabajar en un artículo para la publicación trimestral de la facultad; que la conferencia sobre el proceso histórico del ideograma Tang. En fin, de todo. Pero este año la pasiva terquedad de la mujer lo dejó sin excusas, y al Herr Professor no le quedó más remedio que doblegarse, hacer maletas y subirse a un tren matutino, algo que le producía verdadero horror, pues él, como su querido Jules Verne, jamás había salido de su tierra. Los conocimientos lo llevaban lejos y eso le bastaba. Nada hasta ahora, ni siquiera su adorada cultura china, le había parecido suficiente justificación como para empujar su trasero a un asiento de avión y bajarlo en algún lugar perdido y lejano. París, al fin y al cabo, no estaba tan lejos.

Pero volvamos al libro, en cuyas páginas Gisbert Klauss se sumergió de inmediato.

Pierre Loti, joven oficial francés, desembarcó en las costas chinas por el Golfo de Petchilí, playa de Ning Hay, el 24 de septiembre del año 1900, tras un largo periplo a bordo del Redoutable, un navio de guerra francés que viajaba con refuerzos y pertrechos. Los Bóxers estaban ya muy diezmados y Pekín había sido tomada por las fuerzas aliadas, pero los combates continuaban en otras regiones. «De todo hay en esta playa —escribió Loti— entre los sacos de tierra que en ella se habían amontonado para una precipitada defensa. Hay cosacos, austríacos, alemanes, midships ingleses, al lado de nuestros marineros armados; soldaditos del Japón, sorprendentes de hermoso aspecto militar, con sus nuevos uniformes a la europea; rubias damas de la Cruz Roja de Rusia y bersaglieri de Nápoles, con las plumas de gallo colocadas sobre sus salacotes coloniales.» Gisbert, cada vez más contento con su hallazgo, disfrutó con la descripción de la primera pagoda encontrada por Loti: «Muy cerca, surge de entre los árboles una vieja construcción gris, retorcida, bicorne, erizada de dragones y de monstruos… Es una pagoda.» Ja, ja, se divirtió Gisbert.

Esa noche, rompiendo sus promesas, envió sola a Jutta a comprar algo de mortadela, pan de baguette, queso, jamones y cerveza, pues le anunció que pasaría la velada en el cuarto del hotel leyendo el libro. Como contrapartida, le dio varios billetes de cien francos para que fuera a ver un espectáculo que a él le parecía sórdido pero con el cual ella soñaba: el Folies Bergère. Y así todos contentos: él en un confortable sillón del Hotel de Buci, sumergido en el alucinado viaje de Loti, y ella muerta de risa, dándole gusto a esa pasión de la clase media alemana que, según Gisbert, consistía en ver, al llegar a París, las bailarinas del Lido —de esto no había podido escapar, el día anterior— y rematar con el ridículo escándalo del Folies Bergère.

Una vez solo, Gisbert destapó una cerveza König Pilsener, le pegó un mordisco de tiburón a uno de los sándwiches y volvió a sumergirse en el libro. Tras la sorpresa de la llegada, la narración adoptó un aspecto sombrío, pues lo que el joven oficial francés fue encontrando a medida que se acercaba a Pekín era sólo muerte, destrucción, tierra abrasada. Loti viajó en un junco, una pequeña embarcación, río Pei-Ho arriba, acompañado por cinco sirvientes chinos y dos soldados bien provistos de fusiles y munición. Las aguas estaban negras de sangre, y, cada tanto, aparecían cadáveres de vientres hinchados flotando a la deriva, miembros humanos enredados entre los cañaverales y buitres alzando el vuelo con trozos de carne humana.

Así fue el viaje. Así es. Cada tanto se detienen y pasan la noche en tiendas militares. Durante un crepúsculo, en un pueblo a orillas del río, Pierre Loti ve a unos soldados rusos sacando de las casas muebles antiguos, de madera tallada, para alimentar el fuego de una hoguera. Lentamente va llegando a Pekín, para encontrarse con un panorama aún más sombrío. «La rabia de destrucción, el frenesí del asesinato se encarnizaron contra esta desventurada Ciudad de la Pureza Celeste —escribe—, invadida por las tropas de ocho o diez naciones diversas. Ella ha sufrido los primeros embates de hereditarios odios. Primero pasaron sobre ella los Bóxers. Vinieron después los japoneses, chiquitos y heroicos soldados que yo me abstengo de calificar, pero que matan y destruyen como los ejércitos bárbaros de antaño. Menos aún quiero hablar mal de nuestros amigos rusos; éstos han enviado aquí cosacos vecinos de Tartaria, siberianos medio mongoles, hombres todos admirables en la lucha, pero que aún entienden las batallas al modo asiático. Han llegado crueles jinetes de la India, delegados por la Gran Bretaña. América ha arrojado aquí sus mercenarios. Y nada quedaba intacto ya cuando aquí llegaron, en la primera excitación de venganza contra las atrocidades chinas, los italianos, los alemanes, los austríacos y los franceses.»

Gisbert, con sorna, notó que Loti descargaba el peso de la destrucción sobre los asiáticos, pero la verdad es que la saña de todos los soldados, y en particular de los alemanes, prefigura los horrores que vendrían en el recién inaugurado siglo. El libro de Loti era rico en detalles y Gisbert, destapando la cuarta König Pilsener —tenía dos paquetes de seis latas en el pequeño refrigerador del minibar, así que podía beber tranquilo—, se relamió al imaginar cada una de las escenas.

Al llegar a un palacete, Loti ve la mitad inferior de un cuerpo de mujer, y, buscando entre los rincones, encuentra la cabeza en una bolsa, junto a un gato muerto. Hay otro detalle y es que le repugna la costumbre de ciertos soldados occidentales (no dice de qué nación) de servirse carne y cortarla sobre las tablas de los ataúdes. Pero la imagen más aterradora es el macabro encuentro de los últimos defensores de Pekín. Dice Loti:

«En cuanto a descubrimientos, esta mañana hemos encontrado un montón de cadáveres; los últimos defensores de la Ciudad Imperial caídos aquí, en el fondo de su baluarte supremo, unos sobre otros, con sus contorsiones de agonía. Los cuervos y los perros, llegando hasta el fondo del agujero, les han vaciado el tórax y comido los intestinos y los ojos; es un revoltijo de miembros en los que apenas queda carne; se ven las espinas dorsales rojas, retorcidas entre jirones de vestidos. Casi todos conservan sus zapatos, pero no su cabellera. Con los perros y los cuervos, otros chinos han llegado hasta el agujero profundo y los han despojado de su pelo para hacer coletas postizas. Los añadidos para hombres están en boga en Pekín; todos los cadáveres que yacen a nuestro lado tienen la piel del cráneo arrancada con la trenza, dejando ver el hueso pelado.»

Estas revelaciones, ya iniciando el segundo envoltorio de seis latas, dejaron a Gisbert algo intrigado: ¿Realmente Loti vio todo aquello? Él, poniendo por caso, sería incapaz de sobrevivir a una visión semejante. Y mucho menos escribirla. Le intrigaba la pasividad con la que Loti observaba el horror. Había algo que se le escapaba, que no llegaba a comprender, pues, según él, la contemplación de ciertos hechos atroces, cuando el ser humano procrea lo peor de sí mismo, es una experiencia intransferible, como las visiones místicas, los rasgos de ese impenetrable rostro divino del que hablan algunos poetas. Pero Gisbert tenía estas opiniones por sus lecturas, no por la experiencia. «¿Qué sabes tú de la vida, Herr Professor?», le dijo una voz, díscola, en su oído, que sin duda tenía que ver con el hecho de que ya sólo le quedaba una lata, y que en algún lugar de su mente tomaba cuerpo la idea de abrir el minibar y escanciarse uno de los diminutos botellines de whisky. Más que tomar cuerpo, la idea se convirtió en realidad, pues para alargar el benéfico y maternal sabor de la última König Pilsener, Gisbert se acurrucó, abrió la nevera, sacó un frasquito de Johnnie Walker etiqueta negra y lo sirvió en uno de los vasos de vidrio que la piedad del hotelero había dejado en el baño, sin duda para los cepillos de dientes. Él tenía una gran reverencia por los escritores, pero esto lo llenó de preguntas. Se trataba de un diario, lo que quería decir, en suma, que no tenía finalidad argumental; era la vida cotidiana, los hechos tal como sucedieron, inconexos a veces, repletos de imágenes. «La vida, Herr Professor, la vida», continuó diciéndole esa voz, y entonces levantó el auricular del teléfono, marcó el nueve de la recepción y pidió en un francés bastante limpio que le consiguieran cerveza alemana König Pilsener, que daría una buena propina y que por favor lo hicieran rápido, muy rápido.

El nuevo problema teórico, recién aterrizado en su mente, tenía que ver con la forma de expresar las vivencias. ¿Cuántos escritores han contado la verdad, entendiendo por verdad lo que han experimentado, olido, palpado? Gut, gut. Céline vivió dos guerras, fue soldado, médico, y estuvo preso por difundir panfletos antisemitas. Sus libros se alimentaron de su vida. Henry Miller, en la misma ciudad que se agitaba detrás de su ventana, padeció, fornicó, adquirió blenorragias —«purgaciones», las llama él—, y finalmente escribió. La vida, la vida. Lo mismo hicieron Proust y Thomas Mann. Un golpe seco en la puerta lo sacó de sus cavilaciones y Gisbert miró el reloj, contrariado, pensando que si era Jutta no le iba a quedar mucho tiempo para pensar. Pero no, era aún temprano; al abrir encontró a un mozo del hotel con dos paquetes de seis latas de su adorada cerveza. Destapó una, apuró lo que quedaba en el frasquito de whisky y volvió a sentarse, con la luz apagada, pues estaba convencido de que la penumbra era la mejor atmósfera para la reflexión.

El primer sorbo, helado y lleno de espuma, estimuló su cerebro. Entonces pensó en Salgari y en Jules Verne: ellos no vivieron, imaginaron. Lo que estaba en sus libros no provenía de hechos vividos, de experiencias concretas. Pero, ¿no es experiencia también lo que surge únicamente de nuestro intelecto, de nuestra imaginación? Ahí estaba el quid del asunto. Los sueños, las ideas, las elucubraciones a las que los hombres se entregan para sobrellevar la aridez de la vida, ¿no son acaso reales? Éste era su punto fuerte, pues su vida, al fin y al cabo, había transcurrido entre libros. Su columna vertebral, diezmada por la escoliosis, tenía la forma de un cuerpo inclinado sobre un libro. Sus ojos estaban acostumbrados a la luz de las lámparas y a la agradable penumbra de los salones de lectura. Vivía encerrado en su mente como en una casa sin puertas, con apenas dos balcones desde los cuales podía ver la calle, pero sin comunicación con ella. El golpe del abridor y el chisguete de espuma sobre la camisa, acompañaron su idea de que, tal vez, la vida mundana también merecía la pena. ¿Por qué no? Es raro, se dijo. Su pasión por el fútbol —un doloroso recuerdo de infancia— le producía enorme placer, lo que ratificaba, a sus ojos, que meter los pies en el fango de vez en cuando no era malo, por muy alta opinión que tuviera de sí mismo. También Camus jugó al fútbol, y en una ocasión declaró que lo más interesante que había hecho en su vida fue un gol de tiro libre. Tal vez, pensó Klauss, en el organigrama de su existencia faltaba una entrada mayor de realidad, ¿sería capaz, como Loti, de escribir un diario? Sobre este tema algo recordaba. Era una clasificación de los caracteres humanos hecha por un psicólogo francés, René Lésaine, en la que se dividía a las personas en tres tipos: nerviosos, sentimentales y apasionados, y a su vez, a cada uno de éstos en activos y pasivos. El diarista, según Lésaine, sería el producto natural del «nervioso pasivo». Nunca antes lo había pensado, pero supuso que un diario suyo acabaría por convertirse en bitácora de ideas, abstracciones y conceptos, al estilo del de Witold Gombrowicz. Podría ser interesante ponerse a prueba. Experimentar. Pero, ¿cómo? Las páginas de Loti, cuyas letras apenas distinguía en la penumbra, le quemaron las manos. Tal vez había llegado el momento, a sus sesenta y seis años, de darle un remezón a la vida. «La vida, la vida, Herr Professor, ¿qué sabes tú de la vida?», continuaba gritando en su cerebro, ensordecedor, un geniecillo, un Pepe Grillo dilemático que de vez en cuando aparecía cuando los efluvios del alcohol le abrían grietas en el intelecto.

Un rato más tarde la puerta se abrió y el chorro de luz produjo a Jutta en el centro del cuarto. Tenía las mejillas encendidas.

—Te perdiste un espectáculo muy divertido, Herr Professor —le dijo, respetuosamente—. Espero que no hayas bebido demasiado.

—Regresamos mañana a Hamburgo, querida —respondió él, sin mirarla—. Debo preparar un viaje. Ella lo miró con ojos sorprendidos.

—¿Un viaje…?

—Sí, como lo oyes.

—Pero… ¿adonde?

—A Pekín.