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De París a Hong Kong
EL avión de la Cathay Pacific salió a tiempo. Tuve suerte, pues mi lugar daba a una de las puertas de emergencia, es decir que tendría más espacio para estirar los pies. A mi lado, Pétit se quitó los zapatos, se puso un horrible suéter de lana y desplegó sobre sus piernas el ejemplar del día de Le Fígaro. Qué grosería, qué mal gusto. Por cierto que al final, como lectura para el avión, agarré el primer libro que se me cruzó por delante, pues ya referí el modo apresurado en que tuve que salir de mi casa. Por suerte fue El fin de la aventura, de Graham Greene, uno de mis autores favoritos. De cualquier modo, y por las dudas, tengo en la maleta las Obras Completas de Malraux, y también René Leys, una deliciosa novelita del excéntrico viajero francés Víctor Segalen que leí hace años, y de la que recuerdo, entre otras cosas, una serie de pasajes en casas de placer pekinesas que me pueden ser de utilidad.
Pasó el tiempo, nos sirvieron unos aperitivos —yo pedí una botellita de vino blanco—, y Pétit seguía leyendo su ejemplar de Le Fígaro. No sabía que uno pudiera sacarle tanto provecho a un periódico. Las veces en que miré, de reojo, qué era lo que tanto leía, lo vi enfrascado en la página editorial, que versaba sobre los riesgos para Europa del conflicto en Kosovo; luego estaba sumergido en un análisis sobre la caída del euro, con el título ¿Para dónde va Duisenberg? Más tarde leía una sesuda interpretación sobre un partido de fútbol entre el Paris St. Germain y el Auxerre, en el que hubo empate a cero goles. Caramba, qué cosas tan aburridas lee este hombre. Lo más extraño era que cada tanto sacaba una libretita, una especie de agenda, y tomaba notas, como si la lectura del diario le sugiriera ideas.
Tras la cena, achispado por el vino y un par de whiskies de sobremesa, decidí iniciar una charla.
—Disculpe, señor Pétit —le dije—, ¿hace mucho que trabaja en la dirección de la radio?
—Sólo dos años. ¿Y usted? ¿Hace cuánto es periodista?
Milagro, pensé. Ya sabía yo que el licor y el cansancio acabarían por ablandarlo.
—Más de diez años —respondí, haciéndole señas a la azafata para que nos sirviera otros dos tragos.
—¿Y por qué se vino a vivir a Francia? —preguntó, limpiándose la grasa de la frente—. ¿Es que no hay radios en su país?
—Sí, sí hay.
—¿Y entonces?
—Muy sencillo: vivo en París y por eso trabajo en París. Si viviera en Colombia trabajaría allá.
—Todo el mundo quiere vivir en Francia —opinó—. Por eso estamos como estamos. No sé cómo vamos a terminar. O mejor dicho, sí sé: con la mierda hasta aquí —dijo, señalándose la calva—. ¿Me explico? Francia no puede seguir siendo el hospicio de todos los pobres del mundo.
—Yo vine a estudiar y luego me quedé —le dije—. No soy pobre, me quedé porque me gustaba.
—Ah, claro. ¿Y por qué no regresó a vivir a su país? ¿No le gusta?
—Me da un poco de rabia, pero voy cada vez que puedo. Hay franceses viviendo en Colombia, ¿sabía?
La azafata llegó con dos vasos de plástico, hielo y dos botellitas de Johnnie Walker. Pétit gruñó.
—Lo normal es que cada uno viva en su país. Así habría menos problemas.
Por fin apagaron las luces y empezó la película. Horror. Era El Doctor T. y las mujeres, de Robert Altman, con Richard Gere y Helen Hunt. Ella me gusta, pero a él no lo soporto. Así que decidí leer un poco más y luego dormir.
Llegamos a Hong Kong al amanecer. Desde la ventanilla se veía una espesa cortina de niebla, el agua espejeante del mar, varias islas. Al bajar del avión, Pétit empezó a maldecir.
—Qué mierda de calor.
Sudaba a chorros. Dos círculos de humedad adornaban su camisa debajo de las axilas.
El aeropuerto de Hong Kong se llama Kai-Tak y es muy moderno; el aire acondicionado estaba tan alto que debí ponerme la chaqueta.
La habitación era grande y, desde la ventana, se veía una parte de la ciudad. Al fondo había un brazo de mar y una hilera de rascacielos. Tampoco Gassot parecía ser el paradigma de la alegría, pero aprecié que nos dejara tiempo para una ducha. Fue un gesto humano. Observando el teléfono, en la habitación, pensé que habría sido agradable tener alguien a quien llamar. Alguien a quien decirle: «Llegué bien, el viaje fue tranquilo, no te preocupes». En ese momento extrañé a Corinne.
Bajé muy fresco, con una camisa limpia y un pantalón de lino, que era lo más ligero que había en mi maleta. Gassot bebía un café y leía un diario, el South China Morning Post. A su lado, Pétit mecía los pies, impaciente.
—¿Por qué tardó tanto? Habíamos dicho media hora.
—No me di cuenta, ¿es tarde? —según mi reloj, el retraso era de sólo tres minutos.
—Estaba a punto de llamarlo —se quejó Pétit—. Vamos a desayunar.
En el comedor había bandejas de plata repletas de comida: pollo al curry, verduras fritas, carne picante. ¿Son así los desayunos?
—Acostumbran hacer una comida fuerte por la mañana —explicó Gassot—. Sírvanse, les aseguro que vale la pena.
Un rato después salimos.
El consulado francés está en la isla de Hong Kong, al frente de Kowloon, es decir en la zona más exclusiva y costosa de la ciudad. Los rascacielos me dejaron con la boca abierta. Uno de ellos, el Banco de China, parecía hecho de hielo. Una gigantesca estalagmita. Tras varias vueltas, Gassot entró al parking de un edificio, estacionó el carro y nos condujo al ascensor, en el que subimos hasta el piso sesenta y seis. Debí tener cuidado de no acercarme a las ventanas para evitar el vértigo.
—Usted quédese aquí —me dijo Gassot señalando un sofá, en la sala de espera.
Al quedarme solo hice un rápido análisis del lugar: tres cuadros bastante feos que mostraban la Tour Eiffel, el Sacré Cœur y Nôtre Dame, un revistero con publicaciones turísticas sobre Francia, una mesa de centro con un cenicero, un televisor apagado, cuatro puertas cerradas, incluida la de entrada, y un corredor que, según mi apretado ángulo de visión, terminaba en otra puerta cerrada. Jugueteé con un lápiz, silbé, me levanté. Di tres vueltas en torno a la mesa.
Por fin se abrió la puerta y vi salir a Pétit.
—Venga.
Gassot estaba sentado del otro lado de un escritorio, con los pies en alto. Fue él quien habló:
—Bien, señor Suárez Salcedo, dígame: ¿es la primera vez que viene a China?
—Sí, primera vez —le dije—, aunque debe saber que soy un asiduo visitante del barrio chino de París, en especial del restaurante Tricotín, cuyas sopas de raviolis con langostinos considero óptimas.
Mi comentario no causó ninguna gracia. Más bien un cierto estupor, pues noté que Pétit y Gassot se miraron, perplejos.
—¿Para qué nos cuenta eso? —inquirió Pétit.
—Sólo quise romper el hielo —respondí—. A veces un apunte gracioso ayuda a distender el ambiente. Lo hacía Aristóteles Onassis con los banqueros. Está en su biografía.
—Bueno —dijo Gassot, bajando los zapatos de la mesa—, es importante que ésta sea la primera vez. Lo habíamos comprobado, claro, pero quería preguntárselo. A veces la gente de radio o los profesionales del espectáculo cambian de nombre por razones artísticas.
—Nunca lo he cambiado —le dije—, aunque le confieso que he tenido la tentación de hacerlo.
—¿Y por qué? —preguntó Gassot.
—Me da un poco de vergüenza. Oiga, espero que no se esté haciendo una falsa idea de mí. No soy una celebridad ni nada por el estilo.
—Lo sé, lo sé —respondió Gassot, mientras que Pétit volvía a sumergirse en uno de sus gélidos silencios.
Y agregó:
—Supongo que usted ya está informado de qué es lo que debe hacer en Pekín.
—Sí —le dije—, un reportaje sobre los católicos en China, su situación, historia, costumbres, relación con las autoridades. En fin, un dossier lo más completo y objetivo posible. Conozco mi trabajo, señor cónsul.
—Me alegro, es la primera buena noticia del día —al decir esto le lanzó una pérfida sonrisa a Pétit—. Pero vamos al grano: usted debe saber que, a pesar de que el catolicismo es tolerado, la situación de muchos religiosos es bastante precaria. De ahí que su trabajo deba hacerse con sumo cuidado y que, por decirlo de algún modo, comporte un cierto riesgo.
—El ejercicio del periodismo siempre comporta riesgos —le dije—, y más cuando se trata de un país totalitario. No es la primera vez que se me confiere una misión delicada. Estoy preparado para lo que sea.
—Otra buena noticia —celebró Gassot—. Presiento que éste va a ser un gran día.
Pétit encendió un cigarrillo. Yo extraje mi paquete de Gitanes y lo imité, no sin antes ofrecerle a Gassot, quien lo rechazó.
—Hay otra cosa que debe saber —continuó el diplomático—. Una parte de su trabajo ya está hecho. Lo único que debe hacer es recogerlo. Se trata de testimonios que, por su sinceridad y, sin duda, dureza, no pueden ser detectados por las autoridades. Alguien de confianza los tiene en su poder. Usted debe reunirse con esa persona, colocar lo que le entregue en una maleta y regresar aquí, a esta oficina. Como ve, es muy sencillo.
—Pensé que debía hacer un reportaje —dije, sorprendido.
—Y es lo que va a hacer —reviró Gassot—, mientras establece los contactos que le permitirán llegar hasta la persona de la que le hablo.
Mi curiosidad comenzó a desplegar antenas.
—¿Por qué esa persona no envía el paquete en una valija diplomática? De este modo yo podría dedicarme al trabajo periodístico.
—No es tan sencillo. Todo lo que sale por valija debe ser sellado por las autoridades, y, aunque usted no lo crea, controlan muy a fondo. Es su país. Tienen miedo de que algo se les escape.
Iba a hacer otra pregunta, pero Pétit me interrumpió.
—El señor Gassot le preparó un primer contacto en Pekín para su reportaje. Esa persona lo llevará hasta nuestro hombre, que por razones que no podemos explicarle ahora no debe ser identificado. Jean-Pierre, por favor, entrégale el sobre.
Gassot abrió un cajón y tiró hacia mí un sobre de manila cerrado.
—Ahí dentro está todo, incluido dinero, pasajes de avión y reserva de hotel. Le sugiero que vaya a su habitación a leer con cuidado todo esto, y que descanse, pues viaja a Pekín mañana en el primer avión.
—Caramba —dije mirando a Pétit—, pensé que tendríamos más tiempo para recorrer Hong Kong.
Pétit me miró con sorna.
—Bueno, hay algo que no le he dicho: usted va solo a Pekín. Yo me quedo aquí, con Gassot.
—¿Y por qué? —pregunté.
—El periodista es usted, mi estimado. Yo, a fin de cuentas, no soy más que un burócrata. Se sentirá bien estando solo, créame. Hay ocasiones en las que la mejor compañía es uno mismo, y ésta es una de ellas. Ahora vaya a descansar, un automóvil lo está esperando abajo.