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Todavía 48 minutos
hasta el aterrizaje previsto en Berlín

La serpiente volvía a hacer acto de presencia. Durante un buen rato se había mantenido agazapada, había estado al acecho en alguna cámara oscura y bien camuflada de su consciencia, donde se había puesto a cubierto y se había ido alimentando con sus pesadillas. Pero ahora había despertado de su sueño de maldad y volvía a anunciarse con renovadas fuerzas.

«Pero ¿qué se propone? ¿Va a estrellar Kaja el avión? ¿Está en situación de poder hacerlo?».

Mats sintió como la pitón del miedo iba enroscándose en torno a su pecho y constriñéndolo más fuertemente con cada pregunta. Con mayor firmeza que las ataduras que tenía en torno a las muñecas y a los pies.

«¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué he puesto en marcha?».

Si era cierto que el objetivo real del extorsionador no era la caída del avión, entonces también adquiría sentido que el mismo criminal se hallara a bordo. Y si el destino de Nele era completamente independiente del que iban a tener las muchas, muchísimas personas de a bordo, entonces al final la culpa era suya si la situación derivaba en una catástrofe.

«Debería haber tenido un mejor conocimiento de la situación», recordó Mats las últimas palabras de Kaja, para las cuales solo podía haber una interpretación. Estaba al corriente, sabía que él intentaría destrozarla anímicamente. Una cómplice que pensó que podría intervenir en esta mascarada como actriz y resistir sus intentos de manipulación psicológica.

«Pero usted es sencillamente un fuera de serie, doctor Krüger».

Él había acabado consiguiendo lo inesperado y, en contra de todas las previsiones, la había devuelto al estado del trauma de su pasado; seguramente, gracias al vídeo en el que él había reconocido algo que había permanecido oculto hasta entonces para todos los implicados. Y ahora sí, ahora Kaja era en efecto una bomba viviente, cuyo detonador había activado él y que en estos momentos se encontraba en algún lugar buscando el punto más sensible del avión. Lista para explotar.

—¡Maldita sea!

A Mats apenas le llegaba el aire a los pulmones. El pánico le tenía cortada la respiración y hacía que la presión en su cabeza aumentara, como si fuera un buzo sumergiéndose cada vez más profundamente en el océano de su miedo. Le dolían las orejas, le lagrimeaban los ojos, y estos últimos le hicieron captar aquello que habían rozado con la mirada.

¡El cigarrillo!

Encima de la mesa.

Kaja lo había aplastado distraídamente, dejando una quemadura negra en la madera noble de color claro.

A toda prisa y con las manos temblorosas, sin gran esmero, razón por la cual seguía ascendiendo un hilo de humo casi invisible desde la punta de la colilla aplastada hacia el techo de la cabina.

«¡Sigue ardiendo!».

Aunque, a decir verdad, eso de arder era para ser más exactos un rescoldo débil, un recuerdo de la brasa que había sido anteriormente, no mucho más que un eco moribundo.

«Y, sin embargo…». Era su única oportunidad. Quizá la última que iba a tener en la vida.

Mats se inclinó sobre la mesa todo lo que le permitían las ataduras, pero era inútil. No llegaba.

El cigarrillo estaba a tan solo dos centímetros de su barbilla, pero podrían haber sido perfectamente dos metros, pues el resultado habría sido el mismo: Mats no podía alcanzarlo.

Extendió la lengua hacia la colilla que iba extinguiéndose, pero también esto resultó inútil. Además, con ese intento corría el peligro de apagar definitivamente el cigarrillo.

Mats miró a su alrededor.

El vaso, el mando a distancia, la botella de agua… todo estaba fuera de su alcance.

Se sintió como alguien que se muere de sed frente a una máquina expendedora de bebidas. Dejó caer la cabeza encima del tablero por la frustración y profirió un grito. En su desesperación se había olvidado de su nariz rota. Ahora la sintió como si le hubieran atravesado a propósito un destornillador por el tabique nasal aplastado.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para permanecer del lado de la consciencia y, al regresar desde el borde ardiente de la oscuridad iluminada por el dolor al lado de la consciencia, se preguntó si no habría sido mejor optar por el desmayo.

¿Estaría Nele sintiendo ahora algo similar?

No, con toda seguridad a ella le iba peor. Él solo podía rezar para que no hubiera complicaciones durante el parto, para que alguien se ocupara de ella y del bebé. Sin embargo, apenas albergaba esperanzas al respecto si tenía presente su foto y su grito.

Mats sacudió la cabeza, como si así pudiera borrar esas horribles imágenes de su mente. A continuación, parpadeó y abrió los ojos. Necesitó un poco de tiempo para darse cuenta del cambio.

El cigarrillo.

Encima de la mesa.

Se había movido. Solo unos pocos milímetros, pero en la dirección correcta. La sacudida del tablero de la mesa por el cabezazo había proporcionado la desviación precisa.

—Vale, vale, eso está bien —dijo Mats, henchido realmente por una euforia que le anestesiaba el dolor.

Luego volvió a hacer lo mismo. Dejó caer de nuevo la cabeza, pero esta vez procuró que solo la frente chocara con el tablero. Eso bastó para que renaciera el dolor desde los dientes hasta detrás de los ojos. Le entraron náuseas. Al mismo tiempo se sintió feliz porque el cigarrillo había avanzado de nuevo en la dirección salvadora. Y seguía ardiendo, razón por la cual Mats volvió a hacerlo otra vez. Y otra. Y otra.

Lo hizo tantas veces que llegó a tener la sensación de que en su frente había un chichón del tamaño de una ciruela, que le había crecido como un tercer ojo hinchado.

Con una destreza de la que no se habría creído capaz al no ser fumador, giró la colilla con la lengua unos cincuenta grados hasta que pudo tomarla por el final del filtro con los labios, y dio una calada.

Con avaricia, como un fumador muy viciado. Le seguían lagrimeando los ojos, ahora por el dolor, y por ello no veía si la brasa se avivaba de nuevo o no, pero pudo degustarlo. Aparte del hierro y de la flema, saboreó de pronto algo con gusto a madera que le irritaba la garganta. En esa misma respiración olió el humo. Y ahora vio que el fino hilo se había convertido en una columna, aunque el júbilo interior no duró mucho.

Ahora tenía que llevar a la práctica su idea, concebida en plena angustia mortal, para ver si era viable de verdad.

Había muchos puntos en contra.

Uno: solo podía disponer de su boca para situar el ascua en la posición correcta.

Dos: era muy improbable que Mats chamuscara tan solo el plástico de las ataduras. Seguramente también quemaría la piel por debajo y a los lados.

Pero no tenía ninguna otra opción y debía aprovechar el tiempo que le quedaba, fuera el que fuera. Justo ahora que la serpiente del miedo se había relajado un poco y por el momento parecía estar solo al acecho.

«Así que vamos allá…».

Mats alzó la muñeca, se encorvó y presionó el cigarrillo contra el plástico justo por encima de la arteria del pulso de la mano izquierda. Aspiró y la entrada inhabitual de humo en sus pulmones le hizo toser. El cigarrillo se deslizó hacia la piel, lo cual no le dolió en un primer momento, pero luego lo hizo con tanta intensidad que a Mats estuvo a punto de caérsele el cigarrillo de la boca.

«No grites, no debes mover los labios», se conminó a sí mismo y trató de expresar su sufrimiento solo mediante gemidos y lamentos. Tenía que proferir algún sonido. Las quemaduras producen los peores dolores del mundo. Nadie las soporta callado.

«Igual que ninguna mujer soporta un parto en silencio».

De nuevo, Mats no pudo evitar pensar en Nele y en ese grito de «¡aaay!» alargado, lleno de dolor, y ese horroroso recuerdo lo motivó a volver a hacerlo otra vez.

Llevar la boca a las manos, aspirar el humo, presionar la brasa contra el plástico. Reprimir los dolores, gemir, pasar por alto el sonido de la quemadura y aguantar la colilla más y más tiempo sobre la atadura. Aunque tenía la sensación de que el agujero no se estaba haciendo únicamente en el plástico, sino que también le estaba fresando la muñeca hasta el hueso.

—¡Síii!

Alzó la cabeza gritando, al tiempo que intentaba extender los brazos. El grito se hizo añicos en su boca por el horror cuando se dio cuenta de que todavía no estaba libre, de que sus manos seguían atadas una junto a la otra, pero que él había perdido la colilla, que se le había caído de la boca y había rodado hasta llegar al canto de la mesa y precipitarse al suelo. A medio metro de sus pies y, por tanto, a una distancia infinita.

—¡Nooo!

Mats se puso a dar sacudidas a sus ataduras como un poseso, separó todo lo que pudo las manos, las golpeó contra el canto de la mesa, tensó los brazos hacia fuera con todas sus fuerzas y acabó dándose un puñetazo en la barbilla al ceder repentinamente el plástico y desgarrarse por la parte más débil, por la parte dañada por la brasa.

—¡Sí, sí, sí!

Mats continuó lanzando gritos, pero ahora de alegría y de alivio.

Tenía las manos libres. Ahora pudo alcanzar el vaso, que hizo añicos, y con las esquirlas pudo eliminar el resto de las ataduras.

Arrastrado por una oleada de actividad y de dinamismo, Mats confiaba ahora por primera vez en poder intervenir decisivamente y por decisión propia en esta crisis.

Hasta que el comunicado de Kaja Claussen por megafonía destruyó súbitamente esa esperanza:

«Atención, me dirijo a todos los pasajeros, pilotos y miembros de la tripulación. Permanezcan tranquilos. No hagan ninguna tontería. Si alguien se levanta de su asiento, intenta utilizar la fuerza contra mí o cambia la altura del vuelo, la velocidad o lo que sea… ¡moriremos todos de inmediato!».