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—¡Socorro! Ladrones…

El grito de la mujer en silla de ruedas acabó en unos sonidos sofocados, ahogados, porque Livio le tapó la boca con la mano. Ella era demasiado débil para defenderse. En conjunto parecía no pesar mucho más que el pijama de seda de color lila en el que estaba embutida.

—Tranquila, calma —dijo el salvador de Feli, y se arrodilló hasta ponerse a la altura de los ojos de la anciana—. No vamos a hacerle nada, ¿entendido? No somos ladrones ni tampoco queremos hacerle nada malo.

Los ojos de la mujer se dilataron y ella dejó de gritar.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Feli al joven. En la agitación había pasado al tuteo.

—Lo mismo te pregunto a ti —respondió Livio, y se volvió un momento hacia ella—. Solo quería devolverte la cartera que perdiste en mi coche.

Feli se palpó el bolsillo de la chaqueta, que estaba, en efecto, vacío. Entretanto, la mujer en silla de ruedas había dejado de gritar y Livio se atrevió a aflojar la presión de su mano.

—Ha sido una suerte llegar a tiempo.

La anciana tosió y se limpió un hilo de baba del labio inferior.

—Por todos los diablos, ¿quién es usted?

Feli avanzó un paso y se arrodilló también ante ella como había hecho Livio.

—Soy la doctora Felicitas Heilmann —dijo con la esperanza de poder ganarse algo de su respeto con la mención de su título académico y, así, recuperar la confianza de esa persona. Y le salió bien.

—¿Es usted médica? —preguntó la anciana, recelosa.

—Sí.

—Entonces ¿qué hace aquí, en mi vivienda? ¿Qué se le ha perdido dentro de mi baño?

—Buscamos a Franz Uhlandt. ¿Vive aquí?

—¿Es así como se llama ese tipo? —oyó decir a Livio, que entretanto se había vuelto a colocar detrás de la silla de ruedas. Tenía un pie en el baño y el otro en el pasillo. Feli recordó que no había estado presente en la conversación con Klopstock.

—¿Mi Franz? —preguntó la mujer en silla de ruedas.

No fue hasta entonces que Feli tuvo la calma suficiente para mirarla con más detenimiento a la cara. Era muy delgada, con la escualidez que solamente se adquiere a consecuencia de una enfermedad grave. Apenas conservaba tejido adiposo bajo la piel, la cual estaba tan tensa sobre los huesos del cráneo que a Feli le dio miedo de que pudiera reventar como un globo si se la arañaba con la uña de un dedo. Se le había caído casi todo el pelo, con excepción de unos pocos mechones de color ceniza. Si alguna vez había sido una persona atractiva, y en su favor hablaban los rasgos simétricos de la cara, la frente alta y las mejillas uniformes, en la actualidad debía sufrir por fuerza muchísimo al mirarse al espejo. La enfermedad que padecía le había robado toda su belleza a la anciana.

—Creemos que Franz está metido en problemas —dijo Feli, henchida de repentina compasión.

La anciana se rio sin ganas.

—Para ese pronóstico no se precisa ser ninguna vidente. «Problemas» es nuestro segundo apellido.

—¿Recibe siempre a los desconocidos con una macheta? —preguntó Livio detrás de ella.

—¿Entra usted a robar siempre a personas impedidas físicamente?

Al ver cómo la anciana giraba el cuello arrugado hasta incluir a Livio en su campo visual, Feli no pudo evitar pensar en una tortuga.

—Puede decir que es una suerte que no tenga ninguna escopeta en casa. ¿Cómo demonios han entrado?

—Me abrió su vecino —le explicó Feli—. Usted no lo hacía y, aparentemente, él me ha tomado por su cuidadora.

La mujer en silla de ruedas se golpeó en la cabeza.

—Ese idiota de Petereit está demente. Ayer ya estuvo aquí la cuidadora de ancianos. ¡Qué imbécil! Le pedí que abriera la puerta porque a veces, con los medicamentos, no oigo el timbre. Pero no hoy. Mi hijo me ordenó que no me acercara a la puerta pasara lo que pasase. Me avisó de que alguien podría entrar a robar.

—¿Franz es su hijo? —preguntó Livio.

—Solo tengo cincuenta y cinco años. Sí, ya lo sé. Tengo pinta de tener el doble. Esta maldita atrofia ósea. —La madre de Uhlandt hizo un gesto de resignación con la mano—. Mi Franz dice que es por culpa de la leche.

—¿Cómo dice?

Clavó una mirada sombría en Feli y se encogió débilmente de hombros.

—Es vegano, ¿sabe? Tiene sorbido el coco con la idea de que los productos animales nos enferman a todos. Y, por encima de todos ellos, la leche. Por todos los cielos, desde que vive conmigo no deja que haya queso, ni yogur, ni siquiera una chocolatina en la casa. Dice que el ser humano es el único mamífero que sigue bebiendo leche después del destete y que esta es la causa de mi enfermedad. A mí me parece más bien que se debe a una mala genética, pero mi Franz no quiere oír hablar de tal cosa.

Llevó las manos a los radios de la silla para salir del baño, pero Livio la retuvo.

—¿Por qué le dijo su hijo que no se acercara hoy a la puerta y que contaba con que podían entrar ladrones? —quiso saber él.

—Da igual. ¿Qué hago aquí hablando con ustedes? Lárguense o llamo a la policía.

—Está hablando con nosotros porque queremos ayudar a su hijo —dijo Feli, que se dio cuenta de que Livio le prestaba ahora la misma atención que a la madre de Uhlandt—. Y puedo asegurarle que Franz no desea para nada que usted avise a la policía. Ha desaparecido una mujer. Una mujer embarazada. Es la hija de un amigo mío y me temo que su hijo podría tener algo que ver con ese asunto.

—Vaya, ¿podría, dice? —La madre de Uhlandt se derrumbó visiblemente en su interior. Se encorvó en su silla de ruedas y se miró las manos juntas en su regazo—. ¿Una chica embarazada, ha dicho?

—Sí.

Sus labios empezaron a moverse, pero pasó un rato hasta que Feli por fin les oyó decir algo; fue casi como si hubiera tenido que entrenar a la boca antes de atreverse a pronunciar aquellas palabras.

—No tengo ni idea. Franz ha estado tramando algo, de eso estoy segura. No voy a hablar mal de él. Es un chico majo y me cuida muy bien, pero desde que conoció a su nuevo amigo…

—¿Qué amigo? —preguntó Feli.

—No lo he visto nunca. Ni siquiera sé si es un hombre, pero debe de serlo porque Franz todavía no ha tenido ninguna amiga de verdad. Siempre habla de su «alma gemela» y que «por fin alguien que me entiende, mamá». Y también comentaba que estaban planeando algo sobre lo que hablaría el mundo entero. Para ello le dieron incluso dinero.

—¿Para qué?

—¿Qué sé yo? Creo que fue para un equipo de vídeo. Ha estado trabajando día y noche. De verdad que no tengo ni idea de qué ha estado maquinando durante todo este tiempo.

Se volvió hacia Livio y dirigió la mirada hacia la puerta que estaba enfrente del baño, al otro lado del pasillo.

—Nunca me deja entrar en su habitación.