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Mats

«La reacción de mi cuerpo al pánico está cambiando».

Asombrado porque todavía era capaz de autoanalizarse, Mats percibió un ardor en el estómago que no había sentido nunca de esa manera. En situaciones de estrés era propenso a una sequedad excesiva en la piel, a un enrojecimiento de la misma, a la aparición de pequeñas llagas en los labios y, como únicas consecuencias positivas, a la falta de apetito y a la pérdida de peso.

Por suerte no había sufrido hasta entonces ni acidez de estómago ni tampoco retortijones.

«Ahora bien, unas circunstancias extraordinarias conllevan unos síntomas extraordinarios».

Era como si a Mats le hubiera salido de repente una úlcera de estómago peleona. Los espasmos, semejantes a llamaradas, habían comenzado en el preciso momento en el que vio aquella sombra en los ojos de Kaja, esa ofuscación repentina acompañada de una contracción fugaz del labio superior.

Mats sabía a la perfección que con sus palabras iba a echar a rodar la primera piedra. Ella se preguntaría lo que había querido decir él, si entonces había considerado realmente las experiencias de ella como una «versión» y una «historia», y no como lo que fueron: una verdad espantosa, el terrible destino de Kaja Claussen.

Teniendo en cuenta los problemas psíquicos que le estaba causando a ella, el dolor de estómago estaba más que justificado.

Mats tragó saliva con dificultad y, tras un chasquido, el murmullo de las turbinas volvió a sonar con algo más de claridad en sus oídos. Alzó la mano, la extendió al frente y observó cómo le temblaban los dedos, como si fueran plumas al viento. Mats tuvo algunas dificultades para sacar el mando a distancia encajado en aquella mesa a la que llevaba sentado ya más de una hora en contra de la dirección del vuelo. Al cabo de tres intentos encontró el botón para las persianas, que se levantaron sin hacer ruido hasta desaparecer en el costado.

Por detrás de la luna, ahora transparente, había un agujero negro. La luz de detrás de las filas de ventanillas traseras se derramaba como un líquido brillante en el oscuro abismo que la absorbía. Mats se quedó mirando fijamente el extremo del ala donde la luz roja de señalización rompía la oscuridad a un ritmo constante. Sus intervalos intermitentes eran demasiado regulares, y eso que tendría que estar transmitiendo «SOS» en morse.

Save Our Souls.

Más de seiscientas almas tenían que ser puestas a salvo.

«De un extorsionador loco… No… —se corrigió Mats—. ¡De mí! Yo soy aquí el mayor peligro que hay a bordo».

Se llevó las manos con torpeza a la cara y suspiró.

Había pensado en tantos riesgos antes de decidirse a dar el paso a volar: en la posibilidad de colisionar en la pista de rodaje con un avión que aterrizaba, de ser pasto de las llamas al despegar, de un secuestro por parte de un terrorista, en un artefacto explosivo en la bodega del equipaje.

Sin embargo no pensó en esa arma de destrucción masiva perfecta, el arma que suponía el peligro público número uno, la única bomba que cualquiera puede subir a bordo y que ninguna máquina en el mundo puede detectar: la psique humana.

Tal como le había dicho siempre su mentor: «Toda persona carga en su interior con la facultad de matar. Cada uno tiene un punto en el que se quiebra. Por suerte solo unos pocos poseen la suficiente falta de escrúpulos para encontrar en otros ese punto psíquico más bajo».

«Pero ¡qué idiota soy!», pensó Mats.

Formado y doctorado en Psiquiatría, con un sinfín de certificados y de diplomas en la pared de su consulta, no había dedicado ningún pensamiento al hecho de que en cada persona se oculta una bomba de relojería que puede ser activada en determinadas circunstancias con el detonador adecuado.

Mats sintió cómo la presión aumentaba en su cuerpo. Por lo visto, el piloto había variado la altura de vuelo. Un vistazo a la pantalla plana de 55 pulgadas situada encima de su cabeza y que estaba conectada al monitor con los datos periódicos sobre la ruta le confirmó que habían ascendido a los 10 200 metros.

Se intensificaron los espasmos en su estómago. Se quitó la americana y la dejó a un lado encima del sofá.

Se encogió de hombros y decidió ignorar los cinturones de seguridad. No iban a serle de ninguna ayuda contra las turbulencias en las que se encontraba.

Se levantó y miró a su alrededor buscando algo con lo que escribir. En la otra fila de ventanillas había un pequeño secreter de madera de nogal, delante del cual había un sillón giratorio. Mats abrió el cajón y sacó de él un lápiz y un bloc con el logo de LegendAir. A su izquierda descubrió una neverita de cristal y sacó de ella una botella de agua.

Estaba fría, casi dolorosamente fría, y Mats tuvo la leve esperanza de que algunos tragos mitigarían sus constantes dolores de cabeza.

Había dejado su equipaje de mano con las medicinas en el asiento de la clase turista.

«Bien, intentemos proceder con lógica», se dijo a sí mismo después de echar un vistazo al reloj y calcular el tiempo que le quedaba.

«Todavía 10 horas y 16 minutos».

Se sentó.

Ni siquiera medio día para solucionar el mayor y, tal vez, último problema de su vida.

«Sin embargo, cuando menos tiempo se tiene, con mayor cuidado hay que prepararse», recordó otra frase de su mentor. Se refería a casos de emergencias médicas y no a la prevención de catástrofes aéreas, pero Mats siempre había defendido el criterio de que criminología y psicología estaban estrechamente relacionadas. Si uno quería ir hasta el fondo de las cosas, tenía que conocer en ambos casos la causa del problema. Cogió el bloc y escribió:

1. El móvil

Si averiguaba por qué el extorsionador le exigía hacer esa locura, entonces daría un paso de gigante para conocer su identidad. Lo siguiente que escribió Mats debajo, un poco sangrado a la derecha fue:

a) Consecuencias

¿Qué consecuencias habría si él hacía lo que Johnny le exigía? ¿Y quién podría sacar algún provecho de aquella situación?

—Muerte

Habría centenares de muertos. ¿Un atentado terrorista?

Por una parte, eso sería muy amargo, ya que con los móviles políticos, los autores quedaban por regla general en un segundo plano. Por otro lado, los atentados tenían a menudo objetivos más importantes, como la liberación de detenidos, por ejemplo; es decir, se producían negociaciones.

Mats puso un gran signo de interrogación al lado del primer párrafo. Por un lado, el modo de proceder no parecía ser un acto violento por causas políticas; por el otro, tampoco encontraba ningún argumento de peso que fuera concluyente.

—Dinero

La corporación LegendAir era una sociedad anónima. Alguien sacaba siempre provecho de las desgracias, las guerras y las catástrofes. Por desgracia eran tantos quienes podían hacerlo, que resultaba imposible efectuar aquí una delimitación útil.

Todo era imaginable, desde especuladores que habían apostado contra las aseguradoras en caso de accidente aéreo, hasta la competencia, empeñada en arruinar a sus rivales.

Mats movió de forma involuntaria la cabeza en un gesto negativo.

Posiblemente la cosa no tenía nada que ver con las personas que iban a bordo, sino con una determinada mercancía que había que destruir.

Se propuso preguntarle a Kaja por las mercancías más llamativas que transportaba el avión de las que ella tuviera conocimiento, si bien no se hacía muchas ilusiones a este respecto.

Pero podía ser también que al autor o a los autores no les importara en absoluto el avión entero sino tan solo una única persona.

Podía ser tanto una cosa como la otra…

—Venganza

Era concebible. Alguien que a ojos del extorsionador merecía la muerte de tal modo que justificaba así sacrificar con él a otras seiscientas personas.

O el objetivo era un prisionero que, vigilado en alguna parte por un agente de paisano en el vuelo, iba a ser entregado de incógnito.

¿Y un espía? ¿Alguien con acceso a secretos de Estado o un testigo principal poseedor de algún conocimiento peligroso para la economía o la política?

—¡¡Ja!! —Mats profirió un grito y golpeó el tablero con el lápiz, de modo que se rompió la punta.

«¡Mierda!».

Arrancó la hoja del bloc con rabia y la estrujó.

Había demasiadas posibilidades, era así de sencillo.

«Y demasiado poco tiempo. Demasiado…».

El sonido de su móvil detuvo la espiral decreciente de sus pensamientos.

Le había entrado un SMS.

¡¡¡URGENTE!!!

… ponía en la vista previa. Como es natural, a Mats le resultó imposible ver el número de quien lo mandaba. Se lo habían enviado a su teléfono en forma de correo electrónico a través de un servicio anónimo de publicidad en línea.

Mats pinchó en la imagen, una fotografía de un papel de carta en formato DIN A4. En ella, con letra negra de imprenta, podía leerse:

¡Encienda inmediatamente su monitor!

Canal de películas 13/10