CARTA XIII

SEÑORA:

Muy lejos de haber perdido el corazón ante vuestra visión, como predican los apasionados del siglo, me encuentro desde aquel día convertido en un hombre mucho más honrado. Mas ¿cómo es que os perdí también a vos? Como si temiera no ser suficiente para encajar todos vuestros golpes, lo sentí palpitar como un acceso en todas mis arterias: era el pequeño celoso, que se reproducía indivisible en cada átomo de mi carne para ocupar él solo mi cuerpo entero, y participar sólo él del honor de ser herido por vos.

Tampoco diré de ningún modo, como hace el vulgo, que sois un basilisco ni que vuestros ojos me mataron[42]. Ninguna de vuestras armas salió de vuestra vista y ninguna entró por la mía. Cuando vuestra boca me hechizaba, era mi oreja la que aportaba el veneno. Cuando fui provocado por el amable dulzor de vuestra piel bien formada, me condenaba al fuego al tratar de apartar mis manos de ella.

Vuestra belleza misma no hizo antaño un gran esfuerzo contra mí, porque entonces vuestro rostro era también vuestro cementerio: y tantos hoyuelos como allí se distinguían me parecían ser las fosas donde la viruela había enterrado vuestros atractivos. Sin embargo, la libertad por la que Roma arriesgó el Imperio del mundo en otro tiempo, esa divina autonomía, me la habéis encantado y, de hecho, nada de lo que se desliza en el alma a través de los sentidos puede conquistarla. Vuestro espíritu solo merecía esta gloria: vuestra vivacidad, vuestra dulzura, vuestro coraje bien valían que me entregara a hierros tan bellos. Sin embargo no creo que seáis un ángel, pues sois tangible; ni pienso que vos seáis como yo, ya que sois insensible. Con esto me imagino que os encontráis en medio de lo razonable y de lo inteligible; hasta yo mismo habría dicho que tenéis naturaleza humana y divina si, de entre todos los atributos que son necesarios para la perfección del primer ser y que a vos os son esenciales, no carecierais del de la misericordia[43]. Sí. Si se puede imaginar en una divinidad algún defecto, os acuso de éste. El mismo día en que me heristeis me prometisteis una cura de urgencia para los otros tres atributos, además de dar remedio demasiado tarde a un mal que había llegado hasta el corazón; pero finalmente no acudisteis; mas hicisteis bien, pues uno debe esconderse cuando se ha matado a un hombre. Salid no obstante sin temor alguno, salid, que es una ley para el vulgo que no os atañe en absoluto: sería una gran novedad que se requiriera a un tirano por haber matado a su esclavo.

Os asombráis de que sea posible que el hombre tenga que sufrir dos muertes sobre la tierra: la del amor y la de la naturaleza. Puedo, pues, creer que cuando comencé a amaros comencé también a morir, ya que la muerte es considerada como la separación del alma y el cuerpo y perdí el espíritu en el momento en que os quise: pero cuando con pena de amor os sufra aún en la parte a que la condición animal nos obliga (aunque no sienta más los dolores en la primera[44]), no dejaré de acordarme eternamente de ello en el más allá; y si en el otro mundo, al igual que en éste, se distinguen calidades seréis siempre mi soberana; y yo, aunque sea entre las llamas que devorarán mi sustancia,

seré siempre vuestro servidor más ardiente.