CARTA V
SEÑORA:
Bien lejos estaba de haber perdido el corazón cuando os prometí mi libertad; al contrario, me encuentro desde aquel día el corazón mucho más grande: creo que se ha multiplicado y, como si no tuviera bastante con recibir uno de entre todos vuestros embates, se ha esforzado en reproducirse por todas mis arterias, donde lo siento palpitar, a fin de estar presente en más lugares y convertirse en el único objetivo de todas vuestras saetas. Sin embargo, señora, la libertad, ese preciado tesoro por el que en otro tiempo Roma arriesgó el Imperio del mundo, esta adorable autonomía, me la habéis hechizado y, de hecho, nada de lo que se desliza en el alma a través de los sentidos puede conquistarla ya; vuestro espíritu solo merecía esta gloria —su vivacidad, su dulzura, su entendimiento y su fuerza—, aunque vos merecíais que la abandonase[30] a tan nobles hierros.
Esta alma bella y grande elevada al Cielo se encuentra tan por encima de lo razonable y tan próxima a lo inteligible que con razón posee todo lo bello; y hasta diría mucho más del soberano creador que la ha formado si, de todos los atributos que son esenciales a su perfección, no le faltara en ella el de misericordiosa. ¡Sí!, ¡si se puede imaginar en una divinidad algún defecto, os acuso de ése! ¿No os acordáis de mi última visita, cuando quejándome de vuestros rigores a la salida de vuestra casa me prometisteis que os encontraría más humana si me hallaseis a mí más discreto y que, si viniese, me diríais adiós al día siguiente porque os habíais resuelto a hacer una prueba? Mas, por desgracia, pedir el espacio de un día para aplicar el remedio a las heridas del corazón, ¿no es esperar para socorrer a un enfermo que ha dejado ya de vivir? Y lo que me asombra todavía más es que vos me desafiéis a que este milagro no pueda acontecer y que huyáis de vuestra casa para evitar mi encuentro funesto.
¡Pues bien, señora! ¡Pues bien! Evitadme, escondeos hasta de mi memoria; debemos huir y escondernos cuando se ha cometido un crimen. ¡Qué he dicho, grandes dioses! ¡Ah! Señora, excusad el furor de un desesperado; no, no, apareced, que es una ley hecha para los hombres, no para vos, porque los soberanos jamás han dado cuenta de la muerte de sus esclavos. Sí, debo estimar mi muerte como harto gloriosa por haber merecido que os tomarais la molestia de causar mi ruina; porque, al menos, el que os hayáis dignado a odiarme constituirá para la posteridad el testimonio de que no os era indiferente. ¡Así, la muerte, por la que vos creísteis castigarme, me causa alegría! Y si os cuesta trabajo comprender a qué obedece este júbilo, es por la satisfacción secreta que siento de haber muerto por vos haciéndoos ingrata. Sí, señora, estoy muerto y preveo que tendréis mucha dificultad en concebir cómo ha podido ser; pues si mi muerte es verdadera, ¿cómo os he podido dar yo mismo la noticia? Sin embargo, nada hay más verdadero; mas aprended que el hombre ha de sufrir dos muertes sobre la tierra: la una, violenta, que es el amor; y la otra, natural, que nos devuelve a la indolencia de la materia. Y esta muerte, que se llama amor, es tanto más cruel por cuanto comenzando a amar, se comienza en seguida a morir. Es el paso recíproco de dos almas que se buscan para animar en común lo que aman y donde, cuando han llegado, una mitad no puede ser separada de la otra sin morir.
Señora,
vuestro fiel servidor.