Willow Grove, había dicho Cambiador. Cien millas. Podría llegar allí al amanecer si marchaba a la misma velocidad que lo había estado haciendo hasta ahora. ¿Qué es lo que podía aguardarles a los tres cuando llegasen a Willow Grove? Willow era un árbol y Grove un grupo de árboles[2]. Resultaba de lo más extraño cómo los humanos determinaban ciertos puntos geográficos. Había poca lógica en ello, ya que un bosquecillo de sauces podía morir y desaparecer y entonces el nombre del lugar no tendría significado.

Inestable, pensó. Los humanos, por lo visto, también ellos mismos como raza, eran algo inestable. Su continuo cambio de vidas, eso que ellos llamaban progreso, no conducía más que a la inestabilidad. Había algo que decir en pro de forjar una especie de vida, que una raza deseara vivir, construirla sobre unos valores básicos y después sentirse satisfecho.

Dio un paso colina abajo, se detuvo y se quedó tenso, escuchando.

Aquel sonido llegó de nuevo, como algo débil y aún lejano.

Un perro, se dijo. Un perro que sigue un rastro.

Siguió rápidamente, pero con cautela, colina abajo, dirigiéndose hacia adelante pero de soslayo y hacia un lado y otro. Al llegar al filo del bosque se detuvo para inspeccionar la faja plana del valle que se extendía frente a él. No se advertía nada que inspirase peligro y así emprendió un trote por el valle, llegó a una valla, la saltó con ímpetu y continuó.

Por primera vez sintió la sensación de una verdadera fatiga. A despecho de la relativa frialdad de la noche, estaba poco acostumbrado al calor de la Tierra. Había marchado tenazmente, intentando cubrir el mayor terreno posible, para alcanzar Willow Grove al amanecer. Tendría que tomarse las cosas con más calma durante un rato, hasta recobrarse y dar el segundo empujón.

Cruzó el valle al trote, sin galopar, alcanzó la ladera opuesta y la subió lentamente. En la cima, se hizo el propósito de sentarse y descansar un rato para que cuando comenzase la carrera de nuevo pudiese seguir el ritmo del comienzo.

A medio camino de la ladera, oyó el ladrar de los perros una vez más y entonces le pareció más fuerte y más cerca. Los ladridos le llegaban ayudados por el viento, sin embargo no podía estar seguro de a qué distancia estaban ni en qué dirección.

En la cima, se sentó. La luna salía por el horizonte y los árboles proyectaban unas largas sombras a través de una pequeña pradera que se extendía sobre la pendiente ladera de la colina.

El ladrar de los perros estaba definitivamente más cerca ahora y había más de uno. Intentó contarlos. Por lo menos había cuatro, tal vez cinco o seis.

Quizás se dedicaran a la caza del mapache. El duende había dicho algo respecto a ciertos humanos que usan perros para cazar los mapaches, llamando a aquello un deporte. Por supuesto que en aquello no existía el menor deporte. Pensar en llamarlo así, era una perversión, aunque puestos a pensar, los humanos parecían pervertidos en más de un aspecto. La guerra honesta, por supuesto, era otra cosa parecida; pero en aquello no había ni guerra ni honestidad.

Los ladridos aumentaban subiendo por la ladera que quedaba a su espalda y se aproximaban rápidamente. Ahora era un sonido frenético propio de unos perros enardecidos por un rastro y lanzados a todo correr.

¡Estaban sobre su rastro!

Indagador saltó sobre sus pies y dio media vuelta, dejando a sus sensores captar lo que subía por la ladera. Allí estaban no solo los perros, sino que se oían otros ruidos que ya no correspondían a los canes y éstos, enloquecidos, seguían el olor del rastro con firmeza.

El darse cuenta le produjo una fuerte impresión, ya que debía haberlo hecho antes en la otra colina, cuando comenzó a escuchar el ladrido de los perros. Estos no perseguían a ningún mapache. Perseguían a una pieza de caza mayor.

Un estremecimiento de horror le recorrió todo el cuerpo y se lanzó en tromba colina abajo. Tras él, una vez que la jauría llegó a la cima del cerro, estalló el salvaje canto de la caza, no amortiguado ya por el terreno. Indagador estiró el cuerpo comenzando una loca carrera a toda velocidad, con la cola flotando tras él. Llegó al valle, lo cruzó y atacó la ladera que presentaba la colina siguiente. Ya había ganado distancia a los perros; pero una vez más comenzó a sentir el cansancio correrle por las venas, y se dio cuenta de cuál sería el final, podía sobrepasar a los perros en frenéticos impulsos de velocidad corriendo al máximo de sus fuerzas, pero al final la fatiga acabaría con él. Tal vez, pensó, lo más inteligente sería elegir el terreno adecuado y volverse para plantarles cara. Pero había varios. Podría dar cuenta de dos o tres. Pero había más de tres. También podría tirar la mochila y, aliviado de aquel peso y del efecto de desequilibrio que le producía, correr con mayor rapidez. Pero la ventaja sería ligera y además había prometido a Cambiador que no la dejaría. Cambiador se enfadaría si así lo hacía. Ya se había enfadado por haberse olvidado de que tenía brazos y manos.

Resultaba extraño, pensó, que los perros pudieran perseguir su rastro. Como una criatura extraña en este planeta, él debería ser diferente a todo lo que los perros conocían o hubieran conocido jamás, y debería dejar tras de sí un diferente tipo de rastro, y un olor distinto. Pero la diferencia (si es que había diferencia) parecía no producirles temor, sino más bien inducirles a una caza aún más frenética. Tal vez no fuera tan desemejante a las criaturas de este planeta como se había imaginado.

Continuó, aunque a un paso menor, sin detenerse, creyendo que conservaba el mismo ritmo; pero cansándose con mayor rapidez. Hacía ya rato que se había esforzado al límite y comenzaba a creer que llegaba su fin.

Sabía que podía pedir a Cambiador que adoptara su forma. Tal vez así los perros perdiesen su rastro, al convertirse en humano o, incluso si lo seguían, no le atacarían. Pronto desechó la idea. Debía llegar hasta el fin. Surgió en él un orgullo obstinado que le impedía llamar en auxilio a Cambiador.

Llegó a la cima y bajo él se extendía el valle y en éste aparecía una casa con luz en las ventanas. Entonces, comenzó a formarse un plan en su mente.

No sería Cambiador, sino Pensador. Aquello podía tener éxito.

–Pensador, ¿podrías extraer energía de una casa?

–Pues claro que sí. Ya lo hice antes.

–¿Y desde el exterior de la casa?

–Basta con que esté bastante cerca.

–De acuerdo, pues. Cuando llegue…

–Adelante -dijo Pensador-. Ya sé lo que tienes pensado.

Indagador trotó ladera abajo, dejó que los perros se aproximaran, incrementó su velocidad cuando llegó al valle y se dirigió hacia la casa. Los ladridos eran ya enloquecedores, con la presa ya a la vista, y ponían en juego todas sus fuerzas, el aliento de sus pulmones y sus últimas energías para atrapar a la tan deseada pieza.

Indagador se volvió y los vio, apretados en una jauría espantosa, como algo terrible, a la luz de la luna y cruzando el espacio existente, ladrando y aullando, excitados ante la inmediata matanza.

Y entonces, súbitamente, Indagador entró en acción. La casa estaba muy próxima y, al aumentar el ladrido de los perros, se encendieron más luces en las ventanas, todas procedentes de un poste situado en el centro del patio, como una fuente emisora de energía.

Una pequeña valla separaba la casa del campo y entonces Indagador de un potente salto entró en el interior del patio. Se aproximó inmediatamente al poste de energía radiante, pegándose literalmente a él.

–¡Ahora! – gritó a Pensador-. ¡Ahora!

26

Hacía frío, un frío que mordía la carne, como un golpe físico que dañaba el cuerpo y la mente.

El satélite del planeta parecía suspendido por una línea cortada de alta vegetación, y la tierra estaba estéril y seca, mientras que a través de la construcción que los humanos llamaban una valla saltaban unas enloquecidas criaturas llamadas perros por los humanos.

Pero cerca de allí había un banco de energía y Pensador se asió a él, con urgencia, con desesperación, casi con pánico. Se aferró a él y tomó mucha más de la que necesitaba, mucha más de la que hubiese necesitado jamás. La casa se obscureció y el poste de conducción de energía con su luz radiante, comenzó a apagarse y cayó finalmente en la oscuridad.

El frío había desaparecido y su cuerpo, conformado en forma de pirámide, resplandecía. Los datos estaban nuevamente allí, como lo habían estado antes, más precisos, más claros, más concisos de lo que jamás lo hubieran estado, alineados en renglones y filas, esperando ser utilizados. Dentro de su mente el proceso lógico era claro, brillante y agudo.

Hacía ya tiempo que no lo había utilizado.

–¡Pensador! – gritó Indagador-. ¡Acaba pronto! ¡Los perros! ¡Los perros!

Tenía razón, por supuesto. Ya tenía idea de lo que eran los perros y del plan de Indagador, un plan que ya estaba en funcionamiento.

Los perros daban vueltas a su alrededor, ladrando, chillando, arañando con sus uñas el suelo, detenidos en su carrera, como aterrados ante el súbito cambio que se había operado y la aparición que había reemplazado al lobo que habían venido persiguiendo y cazando.

Existía demasiada energía, comprobó Pensador con un ligero pánico. Demasiada, mucha más de la que podía manejar.

Y se liberó de ella.

Se produjo una terrible llamarada.

Un espantoso relámpago iluminó por un momento el valle con el tremendo resplandor. La pintura de la casa se chamuscó, derritiéndose en goterones.

Los perros volvieron a saltar la valla en sentido opuesto y aullaron aterrados al alcanzarles el relámpago. Salieron como alma que lleva el diablo con el rabo entre las piernas y la grupa todavía humeando de la chamusquina que se les había venido encima de una forma tan prodigiosa e inesperada.

27

Willow Grove, para Blake, era un pueblo que había conocido alguna vez en el pasado. Aquello era imposible, por supuesto. Tal vez fuese un lugar que pudo haber leído en alguna parte, haberlo visto en imágenes; pero donde no había estado personalmente jamás.

Y con todo, estando allí en la esquina de la calle a la luz del amanecer, los viejos recuerdos comenzaron a surgir de su mente, conformando una pauta de algo sabido y conocido, que hacía coincidir todas las cosas cada una en su lugar; la forma en que los escalones conducían al Banco del pueblo en una esquina de la calle, los macizos olmos que crecían en el pequeño parque de la villa y otros muchos detalles. Tenía que haber, lo sabía como cosa cierta, una estatua en el parque, erigida en el centro de una fuente que estaba más seca que con agua y un viejo cañón, montado en su maciza cureña y sus grandes ruedas, con el tubo ensuciado por las palomas.

No todo encajaba perfectamente en su lugar; había, no obstante, algunas diferencias. Una tienda de regalos y una joyería ocupaban el edificio donde había estado el almacén del jardín; una nueva fachada se había construido en la peluquería, que todavía seguía siéndolo, y en especial, sobre todo el conjunto de la calle y la villa, parecía cernerse un aire de antigüedad que no estaba la última vez que la había visto.

¡Que la había visto!

¿Es que pudo haber visto alguna vez aquella población?

¿Cómo pudo haberla visto y haberla olvidado hasta entonces? Técnicamente, al menos, debería estar en posesión de todo lo que hubiese conocido. En aquel instante, allá en el hospital, todo había vuelto a su mente, todo lo que había sido, todo lo que había hecho. Y si las cosas habían sucedido así, ¿por qué y cómo los recuerdos de Willow Grove se apartaban de él?

Una vieja ciudad, muy antigua, sin casas volantes colocadas en sus cimientos ya predeterminados, sin grandes masas de grandes edificios complejos que surgieran en sus alrededores. Eran casas sólidas, fabricadas en la antigüedad, de madera, ladrillo y piedra, construidas en el lugar que debían ocupar, sin tendencias vagabundas insertas en ninguna instalación robótica de su interior. Algunas de ellas tenían, según pudo comprobar, unas instalaciones de energía solar, torpemente esparcidas por los tejados de las casas y, al borde de la población, otra planta solar municipal, aparentemente utilizada para llevar la energía necesaria a las casas que no tuvieran el equipo solar propio.

Se puso la mochila de forma más confortable sobre el hombro y se apretó el capuchón de lana de su traje más cerca del rostro. Cruzó la calle y caminó sin plan fijo por la acera, curioseándolo todo y sintiendo de vez en cuando afluir a su mente viejos recuerdos perdidos en la nebulosa del olvido. Estaban aquellos nombres y aquellos sitios. Jake Woods había sido banquero y seguramente que ya no estaría vivo. Pues, si alguna vez había visto aquel poblado, desde luego tenía que haber sido hacía más de doscientos años.

Y Charley Breen y él se habían escapado de la escuela y se habían ido a pescar en el arroyo, consiguiendo de vez en cuando algún leucisco.

Era increíble, se dijo a sí mismo, es más, era imposible.

Y con todo, los recuerdos seguían martilleándole en la mente, no de una forma vaga y nebulosa, sino con todos los incidentes, rostros e imágenes del pasado, en sus verdaderas dimensiones y características. Recordó que Jake Woods había sido cojo y llevaba siempre un bastón, sabía qué clase de bastón era, pesado y brillante, de una buena madera pulida a mano. Charley había sido siempre muy pecoso y le había acarreado muchos problemas. También estaba Minnie Short, una vieja borracha, vestida con harapos y andrajos que caminaba con un raro trotecillo y que había trabajado como oficinista en el depósito de maderas. Pero aquel viejo almacén de madera había desaparecido y en su lugar se levantaba una agencia de cristal y plástico para flotadores.

Llegó hasta un banco situado enfrente de un restaurante al otro lado de la calle y cerca del Banco local y sentóse pesadamente. Había muy poca gente en las calles y, conforme pasaban, se le quedaban mirando con fijeza.

Se sintió a gusto. Incluso después de la dura noche sufrida por Indagador en su alocada carrera, su cuerpo estaba todavía fresco y fuerte. Tal vez fuese a causa de la captada energía de Pensador, una energía transferida de Pensador a Indagador y de éste a él mismo.

Dejó caer la mochila del hombro y la puso junto a él en el banco, y echó hacia atrás la capucha de lana.

La gente comenzaba a abrir sus tiendas y almacenes. Un coche pasó sin gran ruido por la solitaria calle.

Leyó los letreros y signos y ninguno le resultaba familiar. Los nombres de los comercios y los de las personas que eran sus propietarios, le eran totalmente desconocidos. Todo había cambiado.

En el primer piso de las casas, las ventanas ostentaban letreros con la indicación de sus habitantes, dentistas, médicos, abogados. Alvin Bank, doctor en Medicina; H. H. Oliver, dentista; Ryan Wilson, abogado; J. D. Leach, óptico; etc…

Pero… ¡un momento! ¡Vuelta atrás! ¡Ryan Wilson, allí estaba!

Ryan Wilson era el nombre que había mencionado el mensaje que le dejaron en el postálgrafo. Allí, al otro lado de la calle, se hallaba la oficina del hombre que estaba indicado en la nota y que tenía algo importante que comunicarle.

El reloj situado encima de la puerta marcaba las nueve en punto. Wilson debía estar ya en la oficina; o estaría a punto de llegar. Si la oficina estaba cerrada, podría esperar un poco.

Blake se levantó del banco y cruzó la calle. La puerta que daba a la escalera estaba abierta y chirrió sobre sus goznes al empujarla. La escalera estaba a obscuras y era muy empinada; la pintura del papel que recubría las paredes también se hallaba muy descuidada.

La oficina de Wilson estaba al fondo de la entrada espaciosa y tenía la puerta abierta. Blake se dirigió al despacho exterior, que estaba vacío en aquel momento. En el interior, un hombre aparecía sentado en mangas de camisa, manipulando una serie de papeles y documentos, junto a otros almacenados en una bandeja de alambre.

Aquel individuo le miró.

–Pase -le dijo.

–¿Es usted Ryan Wilson?

El hombre asintió con un gesto.

–Mi secretaria no ha llegado todavía. ¿En qué puedo servirle?

–Usted me envió un mensaje. Mi nombre es Andrew Blake.

Wilson se echó hacia atrás y le miró con fijeza.

–¡Bien, que me aspen! – dijo finalmente-. Nunca pensé que le vería. Supuse que se habría ido por su bien.

Blake denegó con un gesto, asombrado.

–¿Ha visto usted los periódicos de la mañana? – le preguntó Wilson.

–No.

Aquel hombre alargó la mano y abrió un ejemplar que yacía en la esquina de su despacho, poniéndolo frente a Blake:

La cabecera del periódico decía en enormes caracteres:

¿EL HOMBRE DE LAS ESTRELLAS ES UN HOMBRE-LOBO?

y como subtítulo:

TODAVÍA CONTINUA LA BÚSQUEDA Y CAPTURA DE BLAKE.

Y, a continuación, Blake observó claramente una gran fotografía de su propia persona.

Blake sintió que se le retiraba la sangre de las mejillas; pero luchó para no traicionar su emoción.

Dentro de su cerebro sintió a Indagador removiéndose inquieto.

–¡No! ¡No! – gritó mentalmente a Indagador-. Déjame que maneje yo esta situación.

Indagador se sintió calmado.

–Es interesante -dijo con calma a Wilson-. Gracias por mostrármelo. ¿Sabe usted si han hecho pública alguna recompensa?

Wilson giró la muñeca, cerró el periódico y volvió a dejarlo en la esquina del despacho.

–Todo lo que tiene usted que hacer -dijo Blake-, es marcar un número de teléfono. El número del hospital es…

Wilson levantó una mano interrumpiéndole.

–Eso es algo que no me concierne. No me importa quién es usted.

–¿Aunque yo fuera el hombre-lobo?

–Sí, aunque lo fuera usted. Puede usted marcharse ahora mismo si lo desea y yo volveré a mi trabajo. Pero si desea quedarse aquí, hay un par de preguntas que se supone debo hacerle, si es que quiere responder a ellas, por supuesto…

–¿Preguntas? – Sí. Dos sencillas preguntas.

Blake vaciló.

–Sepa que estoy actuando -le dijo Wilson-, en nombre de un cliente. Por un cliente que murió hace ciento cincuenta años. Este es un asunto que ha venido barajándose y manteniéndose pendiente, generación tras generación, dentro de esta firma. Mi bisabuelo fue el hombre que aceptó la responsabilidad de llevar adelante el deseo de ese cliente.

Blake sacudió la cabeza, intentando quitarse de encima como una niebla de su cerebro. Allí había algo terriblemente equivocado. Lo sabía desde el mismo momento en que había puesto el pie en la villa.

–Está bien -dijo-. Adelante: pregunte lo que quiera.

Wilson abrió un cajón de la mesa y sacó dos sobres. Dejó uno a un lado y después abrió el otro, que contenía un papel que crujió al quitarle los dobleces.

El abogado se puso frente a los ojos el primer papel.

–Bien, Mr. Blake. Primera pregunta: ¿Cómo se llamaba su maestra de la escuela primaria?

Blake rebuscó frenéticamente en su mente y de pronto halló lo que buscaba.

–Su nombre era Jones -repuso-. Miss Jones. Creo que la señorita Ada Jones. Eso hace ya mucho tiempo…

Pero, de algún modo, parecía que no hacía tanto. Aún habiendo dicho que había pasado mucho tiempo, le pareció en aquel momento ver a la vieja maestra, solterona y cascarrabias, con el pelo desmañado y un gesto duro en la boca. Vestía una blusa de color púrpura. ¿Cómo podía olvidar aquella blusa que solía ponerse casi siempre?

–Está bien -dijo entonces Wilson-. ¿Qué hicieron ustedes, es decir, usted y Charley Breen a las sandías del huerto del diácono Watson?

–Vaya… pues… ¿y cómo ha sabido usted eso?

–No importa -le contestó Wilson-. Limítese a contestar.

–Bien -dijo Blake-. Creo que un truco sucio, propio de muchachos algo alocados. Los dos nos arrepentimos después de hacerlo. Nunca se lo dijimos a nadie. Charley se apoderó de una aguja hipodérmica de su padre, porque era médico, ¿sabe?

–Yo no sé nada -repuso secamente Wilson.

–Pues bien, tomamos la jeringa y un jarro de petróleo de quemar y fuimos poniendo una inyección de keroseno a cada sandía. No mucho, claro, y así las sandías tomaron un sabor terrible.

Wilson dejó el papel que tenía en la mano y sacó el otro sobre.

–Ha pasado usted la prueba. Ahora esto es suyo.

Y alargó el sobre a Blake.

Blake tomó el sobre y vio lo que había escrito en el exterior, palabras formadas con la elegante escritura de viejos tiempos pasados con la tinta ya casi desvaída, de un marrón sucio.

Lo escrito allí decía lo siguiente:

Para el hombre que tiene mi mente.

Y bajo aquella escritura, la firma: Theodore Roberts.

La mano de Blake se estremeció como por una descarga eléctrica y dejó caer el sobre, mientras que luchaba intensamente por evitar el temblor que le sacudía ya todo su cuerpo.

Entonces lo supo todo, ahora sabía una vez más que todo estaba allí, todas las cosas que había olvidado, todas las viejas identidades y rostros.

–Soy yo… -murmuró forzando sus labios a moverse-. Era yo. Teddy Roberts. No soy Andrew Blake.

28

Llegó hasta la gran puerta de hierro, que estaba cerrada y se introdujo por la puerta trasera, caminando sobre la blanda grava del camino que sonaba suavemente bajo sus pies. Bajo él se extendía el pueblo de Willow Grove. Allí, a su alrededor, todo marcado por las viejas piedras recubiertas de musgo y junto a los pinos de la vieja verja de hierro, estaban todos aquellos ancianos que fueron jóvenes, mientras él había sido un niño.

–Siga el camino a la izquierda -le había dicho Wilson-. Encontrará usted la huerta familiar a medio camino de la colina, a la derecha. Pero Theodore no está muerto. Está en el Banco de las Mentes y está en usted igualmente. Es solo sus restos los que están allá. No consigo comprenderlo.

–Ni yo tampoco -repuso Blake-. Pero siento que tengo que ir.

Y así es como había ido, subiendo la pendiente del áspero camino raramente utilizado, a las puertas del cementerio. Mientras subía por la ladera de la colina, pensó que todo lo que había en aquel cementerio le resultaba familiar. Los pinos, dentro de la verja de hierro, eran más altos y más grandes de como él los recordaba, y a la luz del día, estaban más obscuros y sombríos de lo que había imaginado que estarían. Pero el viento, susurrando y gimiendo a través de las agujas de sus hojas parecía entonar una melodía que llegaba hasta los remotos recuerdos de su niñez.

Theodore… así estaba firmada la carta. Pero no había sido Theodore, más bien Teddy. El pequeño Teddy Roberts y más tarde, aún Teddy Roberts, joven físico de la Universidad Técnica de California y Miembro del Instituto de Tecnología, ante quien el Universo había tenido que rendirse como un genio, brillante y espectacular a quien era preciso comprender. El Theodore llegó más tarde, el doctor Theodore Roberts, un anciano ampuloso de paso lento y voz sonora, de cabellos blancos. Sí, había sido un hombre a quien jamás había conocido él, Andrew Blake, y jamás le conocería. Y aquella mente gloriosa, la que llevaba superimpuesta en su cerebro sintético dentro de su cuerpo sintético, había sido la mente de Theodore Roberts.

Ahora todo lo que precisaba era, para hablar con Teddy Roberts, tomar un teléfono y marcar el número del Banco de las Mentes e identificarse a sí mismo. Y después, tras una corta espera, tal vez surgiría una voz y tras la voz, la mente de Theodore Roberts. Pero no la voz del hombre mismo, ya que la voz había desaparecido con la muerte, ni la mente de Theodore Roberts, sino la más antigua, más sabia y más firme mente que había desarrollado procedente de Teddy Roberts. Pero meditándolo bien, Blake pensó que no sería nada bueno, sería una extraña conversación. ¿O tal vez no? El que había escrito la carta había sido Theodore, no Teddy, un hombre que la había redactado desde la profundidad de su anciana edad, con la débil y temblorosa mano, enviándole sus saludos y su mensaje.

¿Podría la mente ser todo lo que es un hombre? ¿O la mente era una cosa solitaria que se mantenía aparte del hombre que la sustentaba? ¿Cuánto de hombre tenía la mente y cuánto el cuerpo? ¿Cuánto de humanidad representaba él cuando residía como una simple noción humana dentro del cuerpo de Indagador y cuánto menos, tal vez, dentro del cuerpo de Pensador? Pensador era un ser muy lejos del concepto de humano, un ingenio biológico que convertiría la energía, con sentidos que no correspondían por completo con los sentidos humanos y provisto de una lógica-instinto-sabiduría que tomaba el lugar de la mente, según el concepto antropológico.

En el interior de la puerta trasera se detuvo y permaneció en la densa oscuridad umbrosa de los pinos. El aire estaba cargado con el punzante olor perenne del entorno y el viento soplaba y gemía; a cierta distancia un hombre trabajaba entre las pequeñas moles de granito recubiertas de musgo y el sol, en la quietud de la luz mañanera, hacía lanzar destellos a la herramienta que utilizaba en sus labores.

La capilla se alzaba junto a la puerta, con las tablillas blancas de sus paredes brillando en las verdes sombras de los pinos y con sus agujas dirigidas hacia arriba, intentando inútilmente igualarse con la altura de los árboles. A través de la puerta abierta, Blake echó un vistazo al interior y a sus apagadas y suaves luces. Con lentitud, Blake pasó la capilla y comenzó a andar. Bajo sus pies, la gravilla del sendero crujía al ser pisada. A medio camino de la colina y hacia la derecha. Y cuando llegase allá encontraría la marca escrita en una piedra, proclamando sin palabras al mundo que el cuerpo de Theodore Roberts yacía bajo ella. Blake vaciló.

¿Por qué deseaba ir?

Para visitar el lugar en que reposaba su cuerpo… no, no su cuerpo, sino el del hombre cuya mente portaba en su cerebro.

Y si aquella mente todavía seguía estando viva -si dos mentes seguían estando vivas-, ¿qué importancia tenía el cuerpo? Solo era un desperdicio y su muerte no debería lamentarse, ni el lugar en donde estuviera tendría la menor significación.

Lentamente volvió por el sendero, dirigiéndose a la puerta. Cuando llegó a la capilla, se detuvo y permaneció mirando, a través de la puerta, la población allá abajo.

Sabía que no estaba dispuesto aún para volver a la villa, si es que alguna vez lo estaba. Ya que, cuando volviera al poblado de nuevo, necesitaba saber qué hacer. Y aún no sabía qué es lo que tendría que hacer, ni idea de cómo lo haría.

Se dirigió hacia la capilla y se sentó en las escaleras. ¿Qué tendría que hacer ya? ¿Qué quedaba por hacer?

Ahora, sabiendo por fin quién era realmente, no había necesidad alguna de seguir huyendo. Ahora que sentía el suelo firme bajo sus pies, se encontraba con que aquel suelo carecía de significación alguna.

Se buscó en los bolsillos de su traje y tomó la carta. La desdobló, y la volvió a leer. El contenido decía así:

«Mi querido señor:

»Supongo que esta manera de dirigirme a usted es extraña y torpe. He ensayado otras formas de saludos como encabezamiento y todas me han sonado a falso e impreciso, por lo que he optado por la que me parece más formal y, al menos, digna.

»En este momento, desde luego, ya sabe usted quién soy yo y quién es usted, por lo que no hay necesidad de otras adicionales explicaciones que conciernan a nuestra mutua relación que, doy por descontado, es la primera en su género que existe sobre la faz de la tierra y, tal vez, un tanto embarazosa para ambos.

»He vivido con la esperanza de que algún día volviera usted y los dos pudiéramos sentarnos, tal vez con una copa en la mano, y pasar una hora agradable comparando notas. Ahora, tengo cierto temor de que usted no pueda regresar, ya que se ha ido tan lejos; temo que algo haya ocurrido que impida, por tanto, su retorno. Pero aunque usted lo hiciera, para mí tendría que ser muy pronto, ya que el fin de la vida está sobre mí cerniéndose como una fatal e inevitable circunstancia.

»Digo el fin de la vida y esto, con todo, no es algo absolutamente cierto. El final de la vida, por supuesto, se refiere a lo que a mí respecta físicamente. Pero mi mente continuará existiendo en el Depósito de la Inteligencia, una mente entre otras, capaz de continuar funcionando como unidad independiente, o actuando en colaboración, como una especie de singular simbiosis con otras mentes que allí continúan existiendo.

»No ha sido sin cierta vacilación el que lo haya aceptado finalmente. Me doy cuenta, por supuesto, del honor que supone; pero incluso habiendo aceptado, bien sea por mí mismo o en bien de la Humanidad, no estoy cierto de que un hombre pueda vivir confortablemente como una mente solitaria y temo, también, que la Humanidad, con el tiempo, pueda llegar a depender en exceso sobre la acumulada sabiduría del llamado Banco de las Mentes. Si permanecemos, como es por el momento la situación de hoy día, simplemente como un recurso consultivo a quien se someten preguntas para su consideración y recomendación, entonces el Banco Mental puede servir para un útil propósito. Pero si el mundo de los hombres llega a depender de la sabiduría del pasado solo, glorificándolo o deificándolo, inclinándose ante él e ignorando la sabiduría del presente, entonces se convertirá en un estorbo y un detrimento.

»No estoy muy seguro de por qué le escribo esto a usted. Posiblemente porque usted es el único a quien puedo escribirlo, ya que, en muchos aspectos, usted es mi otro yo.

»Parece extraño que en la vida, la mía en este caso, un hombre haya de enfrentarse a dos decisiones tan similares, ya que cuando yo fui seleccionado como el único cuya mente debería ser impresa en su cerebro, sentí muchas de las reservas que ahora estoy sintiendo. Lamento que, en muchos aspectos, mi mente podría no ser la clase de mente que pudiera resultar la mejor para usted. Yo tenía tendencias y prejuicios que más bien pudieran prestarle a usted un mal servicio. Todos estos años no me he sentido a gusto, imaginando con frecuencia si mi mente pudiera servirle para bien o para mal.

»El hombre, ciertamente, ha venido desde lejos, procedente de la simple bestia que era cuando consideramos cuestiones como éstas. Me he imaginado, a veces, si no hemos llegado demasiado lejos, si en la vanidad de la inteligencia, no hemos irrumpido en un terreno prohibido. Pero estos pensamientos me han llegado solo últimamente. Son las dudas acumuladas de un hombre que se ha hecho anciano y por tanto, es algo que tiene que ser descartado.

»Puede que a usted le parezca esta carta una errática divagación y de propósito poco definido. Si es usted tan amable de soportarme, voy a intentar, dentro de un razonable espacio de tiempo, dilucidar el pequeño propósito que la anima.

»A través de los años, he pensado en usted frecuentemente y he intentado imaginarme dónde estaría, si aún seguiría con vida y cuándo volvería. Pienso que usted tiene que haberse dado cuenta ya de que algunos, tal vez muchos, de los hombres que le fabricaron a usted, le consideraron como un problema de bioquímica. Ahora creo, habiendo vivido todos estos años, que no se sentirá usted confuso por la franqueza de esta declaración. Pienso que usted es la clase de hombre que puede comprenderlo y aceptarlo.

»Pero sepa que nunca he pensado en usted en otra forma distinta a la de considerarle como otro ser humano, verdaderamente como otro hombre igual a mí mismo. Como usted sabe, yo fui hijo único. No tuve hermanos ni hermanas. Con frecuencia he pensado en usted como el hermano que nunca tuve. Pero en los últimos años, creo que sé la verdad de esto. Usted no es un hermano. Usted está más cerca de mí que un hermano. Usted es mi otro yo, igual a mí en cualquier forma, y en ningún aspecto secundario.

»Permanezco con la esperanza de que si vuelve, aunque yo haya muerto físicamente, pueda usted ponerse en contacto conmigo, razón por la que escribo esta carta. Siento curiosidad por saber lo que está usted haciendo y qué puede usted estar pensando. Me parece a mí que, visto lo que ha sido y el trabajo que ha estado llevando a cabo, ha debido usted haber desarrollado algunos interesantes y reveladores puntos de vista.

»Si toma contacto conmigo, es preciso que todo quede a su propio juicio. No estoy enteramente seguro de que ambos pudiéramos charlar, aunque me gustaría muchísimo. Permanezco en la confianza de que sabrá usted qué es lo mejor que tiene que hacer.

»Por el momento, me preocupa mucho la cuestión de si es prudente para la mente de un hombre seguir y seguir siempre investigando. Se me ocurre que mientras la mente puede ser la mayor parte de cualquier hombre, el hombre no es solo una mente. En un hombre hay muchas más cosas implícitas que la sabiduría y la memoria para absorber hechos y desarrollar puntos de vista. ¿Puede un hombre por sí mismo orientarse en las regiones desconocidas en donde debe existir cuando solo sobrevive la mente? Puede permanecer como un hombre, por supuesto, pero queda todavía la cuestión de su humanidad. ¿Se convierte en algo más o menos que humano?

»Quizás, si por alguna causa, pudiéramos hablar ambos, dígame usted qué piensa de todo esto.

»Pero si usted quiere que permanezcamos aparte, tenga la seguridad de que si de alguna manera yo pudiese saberlo, lo comprendería. Y en tal caso, quisiera que sepa que mis mejores deseos y mi entrañable afecto van con usted unidos para siempre.

»Con el mayor afecto,»Theodore Roberts.»

Blake dobló la carta y volvió a guardarla en el bolsillo de su chaquetón de lana.

Todavía Andrew Blake, y no Theodore Roberts; Teddy Roberts, tal vez, pero Theodore Roberts, no.

Y si tomara asiento frente a un teléfono y marcase el número del Banco Mental, ¿qué es lo que tendría que decir cuando Theodore Roberts se pusiera al otro extremo de la línea? ¿Qué podría decirle? La verdad, es que no tenía nada que ofrecerle. Serían dos hombres, ambos necesitando ayuda, cada uno mirando al otro en busca de la ayuda que ninguno podría dar al otro.

Blake podría decir: Soy un hombre-lobo, así es como me llaman en los periódicos. Yo soy solo parte de un hombre,

no más de un tercio de hombre. El resto de mí es otra cosa, algo que usted no ha oído jamás ni lo ha imaginado. Yo ya no soy un humano y no hay sitio para mí en este mundo, ningún lugar de la Tierra. No pertenezco a ninguna parte. Soy un monstruo, un fiasco y puedo, además, dañar a cualquiera con quien me ponga en contacto.

Aquello era cierto. Blake había herido y dañado a todos los que había conocido. Elaine Horton, a quien había besado… Una joven que pudo haber amado, que quizás amaba todavía. Aunque podía amarla con la parte de humano que quedaba en él, solo sería con la tercera parte de su propio yo. Y podía herir también a su padre, aquel maravilloso anciano, con sus rígidos principios y sus inquebrantables convicciones del pasado. También dañaría al joven doctor Daniels, quien había sido el primero, y por cierto tiempo, su solo amigo.

Podía hacer daño a todos y a todo, a menos que…

Así era. A menos que…

Había algo que tenía que hacer, alguna acción que debía llevar a cabo.

Exploró en su mente por aquello que tenía que hacer y no estaba allí.

Se levantó con lentitud del escalón en que había estado sentado, y se volvió hacia la puerta, volvió de nuevo sobre sus pasos y se dirigió hacia la capilla, caminando despacio por el pasillo.

El lugar estaba en la mayor quietud y en la penumbra. Un candelabro eléctrico, montado en el facistol, apenas disipaba las sombras como el resplandor de un débil fuego ardiendo en la obscura vaciedad de una llanura desolada.

Un lugar para meditar. Un sitio para poner en orden las ideas, sin sentir los apremios del tiempo. Un lugar para planear el orden de sus pensamientos y ver qué es lo que tenía que hacer.

Se apartó hacia uno de los asientos; pero no se sentó, sino que se quedó de pie, arrullado por el suave soplar del viento en los pinos del cementerio. Había llegado al punto de la decisión definitiva, allí disponía del tiempo y el lugar apropiados para resolver sus problemas, sin retirada posible. Había estado huyendo hasta entonces, y huyendo para cierto propósito; pero ya no tenía objeto ni sentido el impulsivo acto de huir, ya que, por lo demás, tampoco había ningún sitio a donde ir; había alcanzado el último punto y entonces, si tuviera que huir de nuevo hacia alguna parte, necesitaba saber hacia dónde.

Allí, en aquella pequeña ciudad, había hallado quién y qué era y la ciudad era en sí un callejón sin salida. Todo el planeta era un callejón sin salida, no había lugar para él sobre la Tierra, ni en la Humanidad.

Aún procediendo de la Tierra, no tenía nada que reclamar a los humanos, ni a la Humanidad. Era algo híbrido, el producto del más terrible logro biológico que hubiese existido jamás antes que él.

Era, además, todo un equipo, equipo formado por tres seres diferentes. Aquel conjunto tenía la oportunidad y la capacidad de trabajar unido y, tal vez, la de resolver un problema universal básico; pero no era un problema que tuviese que ver específicamente con la Tierra, o con la vida que residía en ella. No tenía nada que hacer en este mundo, ni este mundo nada tenía tampoco que haber hecho por él.

Quizás en algún otro planeta, desierto y en un primitivo estado evolutivo, donde no hubiese cultura ni distracción cultural, podría llevar a cabo su función, él, el equipo; no él, el humano, sino él, los tres conjuntamente.

Lejos, muy lejos, al margen ya del tiempo y la distancia, existiría la posibilidad de resolver el propósito y el significado del Universo. O en caso de no hacerlo así, el haber ahondado hasta el máximo del problema, en forma tal, que jamás antes ninguna inteligencia lo hubiera hecho.

Volvió a pensar de nuevo en lo que yacía en el poder de aquellas tres mentes que habían sido eslabonadas y unidas por la inconsciente e impremeditada inventiva conformada por las mentes de los hombres; el poder, la fuerza y la belleza, lo maravilloso y lo horrible. Y se sintió acobardado ante la comprobación de que tal vez con ello se había forjado un instrumento que ultrajaba todo el propósito y el significado para el cual estaba destinado ahora a investigar a través del Universo.

Con el tiempo, quizás las tres mentes se convertirían en una simple mente y si tal sucedía, entonces su humanidad ya no importaría nada, puesto que habría desaparecido. Entonces, los lazos que le ligaban a aquel planeta llamado Tierra y la raza de bípedos seres que habitaban la Tierra se habrían perdido en el olvido y él se encontraría libre. Y entonces también, se dijo a sí mismo, sería la ocasión de quedarse a su gusto y descansar, y por tanto olvidar. Y, cuando hubiese olvidado, cuando ya hubiera dejado de ser humano, podría considerar los poderes y capacidades mantenidos dentro de aquella mente común, como nada más que una cosa vulgar, ya que la mente del hombre, le constaba, si bien era inteligente, era limitada, muy limitada. Se embobaba ante lo maravilloso y vacilaba frente a la total comprensión del Universo. Pero mientras pudiese ser limitada, estaba segura y se sentiría confortable.

El había superado a la Humanidad con lo que estaba especialmente dotado, pero aquellas dotes ultrahumanas herían. Le dejaban débil y vacío, fuera del reposo y la comodidad.

Se acurrucó sobre el suelo y se abrigó con sus propios brazos. Aquel pequeño espacio, pensó, incluso aquella diminuta habitación que estaba ocupando, no le pertenecía, ni él pertenecía a ella. No había ningún sitio para él. Era una nada enmarañada que había sido engendrada por accidente. El nunca había imaginado ser lo que era. Era un intruso. Un intruso, tal vez, sobre este planeta solamente, pero la humanidad que aún se adhería a él hacía que este planeta tuviera importancia, el único lugar del Universo que la tuviera todavía.

Con el paso del tiempo se vería libre de todo recuerdo de la Humanidad; pero esto, de suceder, pasaría en milenios por venir. El presente y la Tierra, no el eterno futuro y el Universo.

Sintió el calor de la simpatía queriendo llegar hasta él, sintiendo también obscuramente de donde procedía, incluso en su amargura y su desesperación; le dio la sensación de hallarse en una trampa y luchó contra ella.

Luchó débilmente; pero los otros hablaban mentalmente entre ellos y podía oír sus palabras y comprender sus pensamientos, que pasaban entre los dos, y las palabras con que le hablaban a él, aunque no las comprendiese.

Ellos se aproximaron a él, le miraron y le abrigaron junto a ellos y su extraño calor le hizo sentirse seguro y acompañado. Y se hundió poco a poco en la comodidad y el olvido y, en el fondo de su angustia, le pareció sentirse fundido en un mundo donde nada existía sino ellos tres, solo él y los otros dos, ligados juntos por toda la eternidad.

29

Un viento de diciembre, fino y mordiente como agujas de hielo, soplaba por los campos, arrancando las últimas hojas obscuras, ya marchitas, del solitario roble que se erguía a medio camino de la colina. En lo alto, donde se hallaba el cementerio, los pinos gigantes susurraban en el frío ambiente del fin de año. Unas nubes espesas y multiformes corrían por el cielo, sintiéndose la presencia de la nieve arrastrada por las nubes. Dos figuras vestidas de azul se hallaban a las puertas del cementerio y el pálido sol del invierno, brillando por un momento a través de las rotas nubes, resplandeció sobre los pulidos botones y el cañón de los rifles de aquellas figuras.

A un lado de la puerta, un pequeño grupo de visitantes y curiosos se apretujaba, mirando ávidamente, a través de los barrotes de hierro, la blancura de la capilla.

–Hoy no hay muchos -dijo Ryan Wilson a Elaine Horton-. Cuando el tiempo es bueno, especialmente en los fines de semana, tenemos toda una multitud.

Wilson se levantó el cuello de su traje gris abrigándose la garganta.

–No es que apruebe lo que pasa -continuó Wilson-, pero es Theodore Roberts quien está ahí. No importa la forma que adopte, sigue siendo Theodore Roberts.

–El doctor Roberts, tengo entendido -dijo Elaine-, estuvo muy bien considerado en Willow Grove.

–Ciertamente. El fue el único de nosotros que ganó honores y distinciones. La ciudad está muy orgullosa de él.

–¿Y lamenta usted todo esto?

–No sé si llamarlo molestia. Mientras que se mantenga el decoro debido, creo que no importa. Pero a veces, las multitudes toman un aspecto de día de fiesta y eso no nos gusta.

–Tal vez no debería haber venido -dijo Elaine-. Lo he estado pensando mucho. Pero cuanto más lo meditaba, más sentía la necesidad de venir.

–Usted le brindó su amistad -dijo Wilson con aire grave-. Tiene usted derecho a venir. Me imagino que él no tendría muchos amigos.

El pequeño grupo de personas que se apretujaba en las puertas del cementerio se había deshecho y comenzaba a bajar la colina.

–En un día como éste -comentó Wilson-, no hay mucho que ver para la gente. Por eso no se quedan mucho tiempo. Solo la capilla. En el buen tiempo, las puertas de la capilla están abiertas y se puede echar un vistazo a su interior; pero incluso así, hay poca cosa que ver. Para empezar, hay un pasillo obscuro, donde apenas si se puede ver algo. Pero ahora, cuando se abren las puertas, se obtiene la sensación de un resplandor, de algo que brilla allí dentro. Al principio no se aprecia. No se puede apenas ver nada. Es solo como mirar a un agujero que cuelga justo encima del suelo. Todo está borroso. Supongo que debe ser un campo de fuerza de alguna especie. Pero después, gradualmente, el escudo, o las defensas o sea lo que fuere, parecen desprenderse y puede apreciarse ese resplandor.

–¿Me dejarán entrar? – preguntó Elaine.

–Supongo que no tendrán inconveniente -repuso Wilson-. Le he enviado recado al capitán. No se puede culpar a la Administración del Espacio por custodiar el sitio tan rígidamente. La responsabilidad por lo que pueda haber allí les concierne solo a ellos. Ellos comenzaron el proyecto, hace doscientos años. Lo ocurrido aquí, no habría sucedido de no haber sido por el «Proyecto del Hombre-Lobo».

Elaine se estremeció.

–Le ruego que me perdone -se excusó Wilson-. No debería haber dicho eso.

–¿Por qué no? Aunque sea desagradable, así es como se le llama por todo el mundo.

–Ya le conté lo del día en que llegó a mi oficina -le dijo el abogado-. Era un joven agradable.

–Era un hombre aterrado -dijo Elaine-, huyendo de todo el mundo. Si me lo hubiera dicho a mí…

–Quizás entonces no sabía…

–Sabía que estaba en dificultades. El senador y yo le hubiéramos ayudado. El doctor Daniels también lo habría hecho.

–Seguramente no quiso implicarla a usted. Este es una clase de asunto para no mezclar en él a los amigos. Y Blake quería conservar su amistad. Tenía miedo, más que seguro, que de habérselo dicho a usted habría podido perder su amistad.

–Comprendo que pudiera haberlo pensado así. Soy yo la que me lo reprocho. Pero no quería herirlo en sus sentimientos. Pensé que debería tener la oportunidad de encontrar la respuesta por sí mismo.

La gente descendía colina abajo, pasando a su lado y siguiendo el camino.

30

La pirámide se erguía a la izquierda y frente a la fila de asientos. Resplandecía de una forma misteriosa; pulsando suavemente y fuera de ella parecía envolverla una cortina de luz.

–No se acerque mucho -advirtió el capitán-. Podría asustarla.

Elaine no respondió. Se quedó mirando fijamente aquella pirámide y el horror y la maravilla surgieron juntos apretándole la garganta.

–Puede usted quedarse a dos o tres filas de asientos de distancia -volvió a decir el capitán-. Podría ser peligroso si intenta acercarse demasiado. Realmente no lo sabemos.

Hizo un esfuerzo para hablar, ya que las palabras se negaban a salir de su garganta.

–¿Ha dicho usted asustarla? – preguntó.

–No lo sé -repuso el capitán-. Así es la forma en que actúa. Como si estuviera asustada por nuestra presencia. O sospechara de nosotros. O puede que no quiera saber nada de nosotros tampoco. Hace poco que está así resplandeciente. Estaba apagada, corrió un trozo de la nada, como si ahí no existiera ninguna cosa. Es como si hubiera creado por sí misma un mundo especial para ella, con sus defensas exteriores preparadas.

–¿Y ahora sabe que no queremos hacerle ningún daño?

–Habla usted como si fuese una persona…

–Andrew Blake -afirmó ella.

–¿Le conoce usted, señorita? Mr. Wilson lo ha dicho.

–Le vi tres veces.

–Respecto a que sepa que no queremos hacerle daño, puede que sea eso -explicó el capitán-. Algunos científicos lo creen también. Muchos de ellos han intentado estudiar eso; bien, perdone, señorita, estudiarle. Pero no han conseguido apenas nada. No hay mucho que calcular ni comprender.

–¿Están seguros? – preguntó la joven-. ¿Están seguros de que es Andrew Blake?

–Ahí abajo, por debajo de la pirámide -le dijo el capitán-. En la base, a la derecha.

–¡El traje de lana! – exclamó Elaine-. ¡Ese fue el que yo le di!

–Sí. El único que vestía. Está debajo, ahí en el suelo. Solo sobresale un trozo por debajo de la pirámide. Ella dio otro paso y se detuvo.

–No demasiado lejos -advirtió el capitán-. Ni demasiado cerca.

Esto es una locura, pensó Elaine. Si él está aquí, tiene que saberlo. Sabría que soy yo y no estaría asustado… Debería saber que solo le traigo mi amor…

La pirámide, entonces, emitió unas suaves pulsaciones.

Pero quizás lo ignora, se dijo Elaine. Tal vez se haya cerrado para el resto del mundo, sí, eso es lo que ha hecho.

Y tiene razón para hacerlo… ¿Cómo tiene que sentirse al saber que su mente es la de otro hombre; una mente prestada, ya que no tiene ninguna suya propia, a causa de la simpleza de los hombres, que no han sido lo suficientemente grandes para fabricarle una mente? El ingenio suficiente para conformar su carne y sus huesos, y un cerebro; pero no una mente. Y cuánto peor, tal vez, sea el conocer que es parte de otras dos mentes, por lo menos…

–¿Capitán? – Sí, señorita Horton.

–¿Saben los científicos cuántas mentes hay? ¿Podría haber más de tres?

–No parecen saberlo -repuso el oficial-. Dada la situación, tal y como está, parece no haber límite.

Sin límite, pensó Elaine. Allí había lugar para una infinidad de mentes, capaces de captar todo el conocimiento que existe en el Universo. Y yo me encuentro aquí, hablando silenciosamente a la criatura que ha sido Andrew Blake. Aquí estoy. ¿Puedes decir que estoy aquí? Si alguna vez me necesitas, Andrew, si es que cambias de nuevo y te conviertes en hombre… Pero, ¿cómo podría volver de nuevo a convertirse en un hombre? Quizás se hubiera transformado en aquella pirámide por no tener necesidad de ser un hombre, para no tener que encararse con una Humanidad con la que nada tenía que compartir…

Se volvió y dio un paso vacilante hacia la parte frontal de la capilla, después se volvió una vez más.

La pirámide estaba brillando suavemente y parecía tan pacífica y tan sólida y, con todo, tan aislada del resto del mundo, que se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas se escaparon de sus bellos ojos.

No debería llorar, se dijo a sí misma. No lloraré… ¿Por quién tengo que llorar? ¿Por Andrew Blake? ¿Por mí misma? ¿Por la embriagada raza del hombre? No está muerto. Quizás sea peor que la muerte. Si había sido un hombre y hubiera muerto, ella podría haberse marchado diciéndole adiós.

Una vez se había vuelto hacia ella en demanda de ayuda. Ahora estaba más allá de toda ayuda, de cualquier ayuda humana. Tal vez mucho más allá de toda la Humanidad…

Se volvió de-nuevo.

–Me iré ahora -dijo Elaine-. Capitán, por favor, ¿quisiera caminar a mi lado?

El oficial la tomó del brazo y echó a andar a lo largo del pasillo.

31

Todo estaba allí. Las grandes y negras torres como ancladas en la corteza granítica del planeta parecían alcanzar el cielo. El espacio verde con sus árboles y flores y sus animales correteando alegremente permanecían como inmóviles en el tiempo. La estructura rosada se elevaba en aéreas curvas y espirales por encima del mar de color púrpura recubierto de espuma. Y, en la aridez de la gran meseta, las cúpulas de color mostaza que albergaban inteligencias solitarias, como anacoretas, funcionaban tan lejos como sus sentidos especiales podían alcanzar.

Aquellas y muchas otras, y no imágenes de ellas solamente, arrebatadas de las estrellas heladas que se esparcían como una bóveda de cristales desparramados por el cielo del planeta, aquel planeta de arena movediza y de arena, con las ideas, pensamientos y conceptos que componían aquellas imágenes.

La mayor parte de las ideas y conceptos eran simples piezas aisladas que no tenía correlación entre sí; pero todas ellas eran como piezas de un gigantesco y fabuloso rompecabezas dentro de una red lógica.

La tarea era enorme y a veces confusa; pero, poco a poco, los diversos datos iban cayendo en sus lugares respectivos dentro de una pauta general, y una vez identificados, eran suprimidos de la consideración activa a que habían sido sometidos; aunque siempre preparados para disponer de ellos, si había necesidad de hacerlo.

Trabajaba con satisfacción y con felicidad… lo que le molestaba. La satisfacción era una cosa perfecta y agradable; y completamente permisible, además; pero la felicidad era un elemento extraño y equivocado. Era algo que había sido desconocido y no debería sentirse, era una cosa extraña y suponía una emoción. Para el mejor resultado no debería existir la emoción, lo que le irritaba por sentir aquella felicidad y se dispuso a erradicar tal sensación.

Debía ser un contagio, se dijo a sí mismo. Un contagio que debía haber sufrido a causa de Cambiador y tal vez de Indagador, que era, desde luego, la criatura más inestable. Una situación contra la que tenía que ponerse en guardia, ya que la felicidad era algo nefasto y malo para él; pero había otras emociones ilógicas inherentes a los otros dos que aún podían ser peores.

Y así, barrió de su mente la felicidad y puso una guardia permanente contra ella, continuando con su trabajo, reduciendo las ideas y los pensamientos a puros conceptos, hasta donde podían ser reducidos a fórmulas, axiomas y símbolos, permaneciendo con todo cuidado atento al proceso para no perder la sustancia del mismo, ya que tal sustancia sería necesitada más tarde.

Se producían titánicos esfuerzos que debían ser guardados como entre paréntesis para una mayor consideración y eventualmente, incluso a falta de más datos. La pauta lógica del proceso era segura; pero, extrapolada demasiado lejos, dejaba algún hueco para el error y le era preciso obtener mayores datos que indicasen la dirección correcta. Había tantos posibles desvaríos y desviaciones, que no existía potencialmente nada que fuese fácil. El proceso exigía una fuerte disciplina y una constante revisión y autoexamen para estar cierto de que el concepto emanado de sí mismo fuese eliminado. Aquello era lo que hacía que la felicidad fuese una cosa mala y un estorbo.

El material de la torre negra, por ejemplo. Tan sutil, parecía imposible que se mantuviese y que, dejada a sí misma, poseyese fuerza. Y no había duda respecto a su sutileza y finura: aquella información la obtuvo de forma clara y sólida. Pero el choque de los neutrones era ya otra cosa; neutrones apretados tan sólidamente juntos que asumían las características del metal, todo sostenido en una rígida asociación por una fuerza para la que no había definición. El choque significaba e indicaba el concepto del tiempo, pero, ¿era el tiempo una fuerza? Un tiempo dislocado, pensó, tal vez. Un tiempo trastocado que tomaba su propio sitio tanto en el pasado como en el futuro, esforzándose eternamente hacia una meta imposible para cualquier fantástico mecanismo que mantuviese al tiempo fuera de lugar. ¿Sería aquello posible?

Y la idea de los pescadores del espacio, que esparcen sus redes a través del vacío de años luz cúbicos, captando la energía arrojada al espacio por tanto sol ardiente. Captando en el proceso los increíbles pecios de cosas desconocidas que una vez cruzaron o vivieron en la inmensidad espacial, los desperdicios de las infinitas vastedades del espacio abandonado. No se trataba de tales pescadores o de qué clase de redes lanzaban o cuáles podrían atrapar la energía. Era solo el pensamiento de que tales pescadores pescasen. Alguna fantasía, quizás de alguna mente común sombría, una religión o una fe, o un mito… ¿O es que podrían existir tales pescadores?

Aquellos pensamientos y muchos más y aquella débil impresión, tan débil que apenas estaba registrada; débil, quizás porque procedía de una estrella tan distante que incluso la luz llegaba a debilitarse. Una mente universal, decía, y era todo lo que decía. Una mente quizás, de la cual procedían todos los pensamientos. Una mentalidad tal vez, que reunía en sí todo el pensar. O una mente que disponía la ley y el orden que hace que los electrones giren alrededor de los núcleos atómicos y que dispone la cadencia del dispositivo de las galaxias.

Había más, y todo ello fragmentario y muy confuso.

Y solo era el comienzo. Esto era únicamente la simple cosecha de un momento de tiempo en un simple planeta. Pero todo ello era importante, cada detalle informativo, la más débil impresión del conocimiento. En alguna parte, todo coincidiría, todo encajaría, cada cosa en su sitio, de algún modo tendría que haber un lugar para ello, dentro de la pauta de la ley y el orden, de la causa y el efecto, de la acción y la reacción; lo que componía el Universo.

Todo lo que se precisaba era tiempo. Con más datos y mayor lógica, todo volvería a convertirse en una entidad.

Y el tiempo, como factor, podía ser cancelado. Había una eternidad por delante.

Pensador, quieto en el suelo de la capilla, emitía suaves pulsaciones, con el mecanismo lógico que era su mente encaminado hacia la verdad universal.

32

Cambiador luchó.

Tenía que marcharse. Debía escapar. No podía permanecer, enterrado en aquella negrura y en aquella quietud, en el confort y la seguridad, en aquella hermandad que lo rodeaba y lo engullía.

De otro modo, no quería luchar. Permanecería exactamente donde estaba, quedándose todo tal cual era. Pero algo le hacía luchar, le impulsaba a hacerlo, no algo propio de su interior, sino algo existente exteriormente, una criatura, un ser o una situación que le exigía entrar en acción y que le decía a gritos que no debía seguir allí, sin importar cuánto lo deseara. Había algo que quedaba sin hacer y no podía de ningún modo ser dejado sin llevarlo a cabo, y él era el único capaz para llevar a cabo la tarea, cualquiera que fuese.

–Calma, calma -dijo Indagador-. Estás mejor así. Hay demasiadas penas, demasiadas amarguras ahí fuera en el exterior, fuera de aquí.

¿Fuera de aquí?, pensó. Y recordó algo de aquello. El rostro de una mujer, los altos pinos en la puerta, otro mundo visto como se puede ver a través de una cortina de agua, remoto y distante, improbable. Pero Blake sabía que estaba allí.

–¡Me habéis encerrado! – gritó-. ¡Tenéis que dejarme ir!

Pero Pensador no le prestó ninguna atención. Siguió pensando, todas sus energías dirigidas hacia todos los datos de información y de hechos, las grandes torres negras, las cúpulas de color mostaza, y la indicación de algo o de alguien dando órdenes para el Universo.

Su fuerza y su voluntad se desplomó y volvió a hundirse en la negrura y la quietud.

–Indagador -dijo.

–No -repuso éste-. Pensador está trabajando de firme.

Blake se recogió sobre sí silenciosamente y se irritó contra los dos en su mente. Pero el irritarse no era bueno.

Yo no les he tratado en esa forma, se dijo para sí. Cuando estaba en el cuerpo, siempre les escuché. Nunca les dejé abandonados ni apartados.

Siguió descansando, y el pensamiento indicó a su mente" que lo mejor era seguir en aquella comodidad y en aquella quietud. ¿Qué importaba todo lo demás, fuese lo que fuese? ¿Qué importaba la Tierra?

Pero allí estaba la clave: ¡La Tierra! La Tierra y la Humanidad. Y ambas cosas importaban. No, tal vez, para Indagador y para Pensador, aunque lo que importase a uno tenía que importar a los tres.

Luchó de nuevo débilmente y se encontró con que le faltaban las fuerzas precisas, o tal vez la voluntad necesaria. Siguió en aquella quietud de nuevo, esperando, reuniendo fuerza y paciencia.

Ellos se cuidaban de él, se dijo a sí mismo. Ellos se habían arriesgado y le habían protegido en una hora de angustia y ahora le tenían prisionero, encerrado, y no le dejaban ir…

Intentó mostrar una vez más su angustia, con la esperanza de que en una situación angustiosa, encontraría la fuerza, la voluntad. Pero no pudo. Había sido algo borrado. Le pareció aferrarse a sus bordes, pero sin poder captarlo en su verdadera dimensión.

Y así volvió a quedarse quieto contra la oscuridad y dejar que la calma volviera a llegarle; pero mientras lo hacía así, sabía que debería luchar para ser libre de nuevo y, aunque le parecía de otra parte difícil, si seguía luchando sin cesar, habiendo en todo aquello algo que no comprendía totalmente, su razón le impelía a tener que hacerlo.

Permaneció quieto y pensó de qué forma se parecía a un sueño, un sueño en donde uno sube a una montaña, pero en el que jamás se llega a la cima; o a la clase de sueño en que uno se halla colgado al borde de un precipicio, hasta que los dedos resbalan y cae por algo que no tiene fin, cayendo, cayendo, sin llegar jamás al fondo.

El tiempo y lo fútil del propósito se extendieron ante él, sabiendo que el tiempo, en sí mismo, era inútil, ya que conocía que el Pensador consideraba al tiempo como un factor negativo, o más bien, como un factor inexistente.

Intentó colocar su situación dentro de una correcta perspectiva, pero rehusó caer dentro de una pauta, en que la perspectiva pudiese ser medida. El tiempo era algo borroso y la realidad una bruma y, nadando inmerso en aquello, llegó a divisar un rostro, un rostro que al principio no tenía para él un especial significado; pero que finalmente supo que era alguien a quien conocía y después, al fin, aquel rostro humano, medio entrevisto en la oscuridad, quedó impreso en su mente para siempre.

Sus labios se movían y no pudo oír sus palabras; pero aquellos labios, el recuerdo de ellos había quedado indeleblemente impreso en su mente.

Cuando puedas, hazme saber algo de ti…

Sí, allí estaba. Ahora tenía que hacerlo.

Surgió abruptamente fuera de la oscuridad y de la quietud y le pareció sentir una fuerte protesta a su alrededor; la ofendida protesta de los otros dos.

Negras torres giraban en la oscuridad a su alrededor, un negro girar en la negrura, con el sentido del movimiento; pero no de la vista. Y repentinamente, la vista también.

Se encontró de pie en la capilla del cementerio y el lugar estaba sombrío con la débil luz de los candelabros y desde el exterior pudo oír el susurro de los pinos acariciados por el viento.

Se produjeron unos gritos y vio a un soldado corriendo pasillo arriba hacia él, mientras otro permanecía perplejo con el fusil apuntándole.

–¡Capitán! ¡Capitán! – gritaba el que corría.

El otro soldado se adelantó un paso.

–Tómalo con calma, hijo -dijo Blake-. No voy a ir a ninguna parte.

Se dio cuenta de que algo se había enredado en sus tobillos y vio que era su traje. Se liberó de él y se agachó para recogerlo y ponérselo por los hombros.

Un militar con unos galones en las charreteras llegó a buen paso caminando por el pasillo. Se detuvo frente a Blake.

–Soy el capitán Saunders, señor -dijo-. De la Administración del Espacio. Estamos custodiándole.

–¿Custodiándome? ¿O vigilándome?

El capitán hizo un leve gesto ambiguo.

–Tal vez un poco de ambas cosas. Me congratulo, señor, de que, una vez más, se haya convertido en un ser humano.

Blake se apretó aún más la ropa en los hombros.

–Está usted equivocado -dijo-. Tiene ya que saber que está en un error. Usted sabe que no soy un ser humano… no completamente humano.

Quizás, pensó, solo humano en la forma externa y que tenía la conciencia de poseer, aunque debía haber algo más en ello, ya que había sido diseñado como un ser humano, y fabricado como hombre. Se habían producido cambios, por supuesto, pero no tantos, como para ser algo no humano. No algo que fuese inaceptable, ni que diese la impresión de un monstruo para la Humanidad.

–Hemos estado esperando -dijo el capitán-. Hemos esperado que…

–¿Cuánto tiempo? – preguntó Blake-. ¿Cuánto tiempo han esperado?

–Casi un año.

¡Un año! No había parecido tan largo el suceso. A Blake le pareció que era cuestión de horas. Cuánto tiempo, imaginó Blake, había estado apoyado y sostenido, sin saberlo, en las protectoras profundidades de la mente comunal antes que hubiera llegado a saber que necesitaba quedar libre… ¿Lo habría sabido desde el principio y luchó desde el momento en que Pensador le había transferido? Era difícil de saber. El tiempo, dentro de una mente desasociada, podía quedar totalmente desprovisto de su significado, quedando convertido en algo inútil como medida de duración.

Ahora que el terror y la agonía mental habían desaparecido de él y podía enfrentarse con la realidad de que no era humano en suficiente medida para reclamar un lugar sobre la Tierra, se dirigió al oficial.

–Bien, ¿y ahora?

–Mis órdenes son las de llevarle a Washington, a la Administración del Espacio, tan pronto como sea seguro el poder hacerlo.

–Ahora puede ser algo seguro. No voy a causarles ningún problema.

–No es a usted a quien me refiero -dijo el capitán-. Es a la multitud que hay ahí fuera.

–¿Qué quiere decir con la multitud?

–Esta vez es toda una muchedumbre de adoradores. Hay cultos, parece, dirigidos a considerarle como una especie de Mesías enviado para liberar al Hombre de todo el mal que hay en él. En otras ocasiones, son grupos que le denuncian a usted como un monstruo… perdone, señor, si he empleado ese término. Lo había olvidado. Por favor, discúlpeme.

–Y esos grupos, tanto el uno como el otro, ¿le han proporcionado problemas?

–A veces -explicó el capitán-. En ocasiones, muchos. Por eso es por lo que debemos escaparnos de aquí con el mayor sigilo.

–Pero, ¿no sería mejor salir caminando tranquilamente?

–Desgraciadamente, ésta no es una situación que pueda manejarse tan fácilmente como usted la ve. Puedo ser franco con usted. Nadie, excepto unos pocos de nosotros, sabrán que usted se ha marchado. La guardia continuará en sus puestos…

; – ¿Va usted a dejar a la gente creyendo que aún sigo aquí?

–Sí. Es lo más fácil.

–Pero algún día…

El capitán denegó con un gesto.

–No. Pasará mucho tiempo. Usted no será visto. Tenemos una astronave esperándole. De esa forma puede marcharse, si quiere, por supuesto.

–¿Para liberarse de mí?

–Tal vez -concluyó el capitán-. Pero también sirve para que usted se libre de nosotros.

33

La Tierra deseaba librarse de él, quizás por miedo, tal vez simplemente disgustada por su presencia, como un nefasto producto de sus propias ambiciones e imaginación que debía ser rápidamente quitado de la circulación. Para él ya no había sitio en la Tierra, ni en la Humanidad y con todo él era humano, un humano producto, y había sido hecho posible por los grandes cerebros y el conocimiento de los científicos terrestres.

Había pensado en aquello cuando entró por primera vez en la capilla de Willow Grove y ahora, hallándose de pie apoyado en una ventana y mirando las calles de Washington, sabía que había tenido razón y que había juzgado correctamente la reacción de la Humanidad.

No había forma de saber cuál era mayor, si la actitud de la gente del mundo, o la de los componentes de la Administración del Espacio. Para la Administración del Espacio él constituía un viejo error, un planteamiento ya pasado de moda y cuanto antes se lo quitasen de encima, sería muchísimo mejor.

Había también aquella muchedumbre de personas, en la ladera de la colina del cementerio, al exterior; una muchedumbre reunida allí para rendir homenaje a quien pensaban que se lo merecía. Chiflados, ciertamente; ocultistas, con toda probabilidad; la clase de gente que se aferran a cualquier nueva sensación que llene sus vidas vacías de contenido, todavía siendo seres humanos, todavía la propia Humanidad.

Siguió allí junto a la ventana, mirando con fijeza las calles de Washington, por las que transcurrían muy pocos coches en un sentido u otro, y los perezosos paseantes que acababan por tomar asiento en los bancos bajo los árboles de la avenida. La Tierra, pensó, la Tierra y las gentes que vivían en ella, gente que tenía su trabajo y su familia y un hogar a donde ir, que tenía quehaceres y aficiones, sus fracasos y triunfos y sus amigos. Pero eran gentes que pertenecían plenamente a este mundo. Incluso si él pudiera pertenecer por igual, si por determinadas circunstancias más allá de lo que pudiera imaginar se volvía aceptable para la Humanidad, ¿podría considerarse así? Porque Blake no era él solo. No se podía considerar un individuo, ya que había los otros dos que estaban en él, en plena mezcolanza, como una masa de materia que conformaba su cuerpo.

El que estuviera atrapado en una cuestión emocional era algo que no importaba en absoluto a los otros, aunque allá en la capilla del cementerio de Willow Grove, le pareció que sí. Que ellos fuesen incapaces de emoción humana alguna, estaba fuera de discusión; sin embargo, pensándolo bien, Blake consideró si Indagador podría tener una capacidad emocional casi igual a la suya.

Pero convertirse en un proscrito, el ser arrojado de la Tierra, para vagar por el Universo como un paria, le parecía más de lo que era capaz de aceptar para encararse con ello.

La astronave le estaba esperando, ya casi dispuesta y de él dependía elegir entre marcharse o quedarse. Aunque la Administración del Espacio parecía sentirse mucho más inclinada a que se fuera para siempre, de una vez por todas.

Por otra parte, no había nada que pudiera ganar quedándose, solo la débil esperanza de que cualquier día pudiese convertirse en hombre de nuevo.

Y si podía… ¿lo deseaba realmente?

Su cerebro bullía confuso con la ausencia de una respuesta adecuada y siguió apoyado en la ventana, apenas viendo lo que sucedía en la calle.

Un golpe dado en la puerta le remitió súbitamente a la realidad.

La puerta se abrió y en ella vio al guardia echándose a un lado en su puesto de vigilancia. Entonces entró un hombre y por un momento, medio cegado por las luces de la calle y el resplandor del exterior, Blake no le reconoció. A los pocos instantes se dio cuenta de quién era.

–Senador -dijo, dirigiéndose hacia él-, ha sido usted muy amable en venir. No pensé que lo haría.

–¿Por qué no tendría que haber venido? – repuso Horton-. Su mensaje expresaba el deseo de hablar conmigo.

–Pero no sabía si usted deseaba volver a verme. Después de todo, yo he contribuido probablemente al resultado del referéndum.

–Tal vez -convino Horton-. Sí, tal vez usted lo hizo. Stone se comportó con la mayor falta de ética al utilizarle a usted como un horrible ejemplo. Utilizó sus argumentos de la forma más efectiva.

–Lo lamento. Eso es lo que quería decirle. Yo habría ido a verle a usted; pero por el momento me hallo, digamos, sometido a una suerte de atenuada especie de arresto.

–Bien, ahora creo que tenemos algo más de qué hablar. El referéndum y sus consecuencias son, como puede suponer, algo doloroso para mí. Hace unos días he presentado mi dimisión y debo confesarle que me llevará algún tiempo hacerme a la idea de que ya no soy senador.

–¿No quiere tomar asiento, por favor? En aquel sillón -dijo Blake indicándole uno-. Creo que puedo ofrecerle una copa de buen brandy.

–Bueno, esa es una idea que aplaudo. Creo que ya es hora de poder tomarse una copa. En aquella ocasión en que vino usted a mi casa, también tomamos brandy. Y, si mal no recuerdo, había una botella especial.

Se sentó en el sillón y miró a su alrededor.

–Yo diría que le están cuidando bien. Un suave arresto domiciliario, nada más.

–Y con un guardia en la puerta.

–Creo que tienen un poco de miedo de usted, con toda probabilidad.

–Supongo que puede ser así. Pero no creo que sea necesario.

Blake se dirigió al mueble bar y sacó una botella y dos vasos. Volvió y se sentó en un sofá, de cara al senador Horton.

–Tengo entendido -dijo Horton-, que está usted a punto de abandonarnos. Según me han dicho, la astronave está ya dispuesta o casi a punto.

Blake asintió con un gesto, mientras escanciaba el brandy. Alargó una de las copas al senador.

–He estado pensando acerca de la astronave -dijo-. No tiene tripulación alguna. Solo yo exclusivamente en ella. Es enteramente automática. Y para llevar a cabo todo esto solo en un año…

–Oh, no se trata del tiempo de un año -protestó el senador-. ¿No se ha tomado nadie la molestia de hablarle de ella?

Blake denegó con la cabeza.

–Creo que lo han abreviado todo. Esa es la palabra: abreviado. Me han explicado qué palancas debo manejar y qué diales girar para que me lleve a donde quiera ir, cómo funciona el proceso de la alimentación, el mantenimiento de la nave y demás detalles técnicos. Es todo cuanto me dijeron. Yo pregunté, por supuesto; pero no parecía haber más respuestas. El punto principal de la cuestión era el que me fuera cuanto antes de la Tierra, como un borracho cuando se le echa a golpes de una taberna.

–Comprendo -repuso el senador-. El viejo juego de los militares. Un truco de los días de antaño. Mucho papeleo, canales diferentes de información y cosas parecidas, imagino. Y en todo ello, supongo, un poco de su ridícula seguridad nacional.

El senador dio vueltas a la copa en sus manos y miró a Blake.

–No tiene que tener miedo, si eso es lo que está pensando. No es ninguna trampa. Están haciendo las cosas como dijeron que las harían.

–Me alegro de oír eso, senador.

–Esa astronave no ha sido construida -dijo Horton-. Pudiéramos decir que ha crecido. Ha estado continuamente en los tableros de dibujo de los ingenieros y científicos desde hace más de cuarenta años. Diseñada y vuelta a diseñar una y otra vez. Construida y después desmontada para incorporarle mejoras o algún nuevo diseño o dispositivo. Comprobada una y otra vez, por muchas veces. Millones de hombres-día de trabajo y miles de millones de dólares gastados en ella. Y siempre, en cualquier momento dado, cada vez que ha estado terminada y han pasado más o menos dos años, han vuelto a añadírsele nuevos refinamientos. Es una astronave que puede funcionar para siempre y un hombre puede vivir en ella por la eternidad, prácticamente. Es la única forma en que una persona equipada como usted puede salir al espacio y hacer el trabajo para el cual fue construida.

–Una pregunta, senador. ¿Para qué tanta molestia?

–¿Molestia? No comprendo.

–Bien, mire, cuanto dice usted está bien. Esa extraña criatura de la que estábamos hablando, de la cual yo soy una tercera parte, puede salir en tal nave para recorrer y vagar por todo el Universo y llevar a cabo nuestra tarea. Pero, ¿cuál es la recompensa? ¿Qué le va en ello a la raza humana? ¿Cree usted, quizás, que algún día, después de millones de años luz volveremos para ponerles en la mano lo que hemos aprendido?

–No lo sé. Quizás sea esa la idea. Tal vez puedan ustedes hacerlo. Quizás haya en usted la suficiente humanidad como para desear volver alguna vez.

–Lo dudo, senador.

–Bien, creo que no hay mucho que discutir al respecto. Quizás, aunque usted lo deseara, la cosa resultaría imposible. Estamos conscientes del tiempo que le llevará su trabajo y de lo que ello implica, y el género humano no es tan estúpido, o al menos así lo creo yo, como para imaginar que permaneceremos para siempre. Para el tiempo en que usted o ustedes tengan la respuesta adecuada, si es que la obtienen, puede que ya haya dejado de existir la raza humana.

–Conseguiremos la respuesta. Si salimos, conseguiremos la respuesta.

–Otra cosa -dijo el senador-. ¿Ha pensado usted que la Humanidad pudiera ser capaz de enviarles al espacio, de hacerlo posible, para que salgan al Universo en busca de esa respuesta, incluso sabiendo que no le serviría de ningún beneficio? Y sabiendo que en alguna parte del Universo tiene que haber alguna inteligencia para quien sus datos y sus respuestas serían útiles.

–No había pensado en eso -dijo Blake-, y no estoy seguro de creerlo.

–Se siente usted amargado respecto a nosotros, ¿verdad?

–Tampoco estoy seguro. No sé realmente qué es lo que siento. Un hombre que ha vuelto a su hogar de nuevo y no se le permite que permanezca en él. Y a quien se le echa a puntapiés en el momento de llegar.

–No tiene que salir, por supuesto. Yo había creído que lo deseaba usted. Pero si quiere quedarse…

–¿Quedarme? ¿Para qué? ¿Para ser encerrado en una vitrina y rodeado de la amabilidad oficial? ¿Para que se me mire fijamente como a un bicho raro y se me apunte con el dedo? ¿Para tener de rodillas a una partida de idiotas fuera de la jaula como han estado arrodillados y rezando allá en el cementerio de Willow Grove?

–Supongo que eso no tendría objeto. Quedarse, permanecer aquí, quiero decir. En el espacio exterior usted tiene un trabajo que hacer y…

–Esa es otra cosa -dijo Blake-. ¿Cómo es que conoce usted tanto sobre mí? ¿De qué forma lo ha averiguado? ¿Cómo ha descubierto usted todo lo que hay implicado en este asunto?

–Comprendo que sea solo cuestión de una deducción básica -repuso el senador-, cimentada en una intensiva observación y búsqueda de hechos. Pero no habríamos conseguido nada sin la ayuda de los duendes.

Con que era aquello, pensó Blake. Otra vez los duendes…

–Estaban interesados en usted -dijo Horton-. Parece que están interesados en todo lo que vive. Ratones de las praderas, insectos, puercoespines, incluso en los seres humanos. Supongo que podríamos llamarles sicólogos. Aunque en realidad ésa no sea la palabra adecuada. Sus capacidades están más allá de la sicología.

–No era por mí -dijo Blake-. No en Andrew Blake, quiero decir.

–No. Como Andrew Blake, usted no era más que otro humano cualquiera. Pero ellos han percibido la existencia de ustedes tres, mucho antes de que lo supiéramos nosotros. Emplearon mucho tiempo con Pensador. Simplemente sentándose frente a él y mirándole, aunque sospecho que harían algo más que mirarle.

–Entonces, entre ustedes, los humanos y los duendes, han conseguido los hechos básicos.

–No todos -repuso el senador-, pero lo bastante para conocer las capacidades que usted posee y lo que puede usted hacer con ellas. Llegamos a la conclusión de que semejantes capacidades no pueden ser desperdiciadas. Tiene que aceptar la oportunidad de utilizarlas. Y sospechamos, también, que no pueden ser usadas aquí en la Tierra. Por eso es por lo que la Administración del Espacio ha decidido dejarle que utilice la astronave.

–Bien, ahora está la cosa clara -dijo Blake-. Tengo un trabajo que hacer y, tanto si lo quiero o no, sigue habiendo un trabajo que llevar a cabo.

–Supongo que eso depende de usted.

–No es un trabajo que haya solicitado por mi gusto.

–No -convino Horton-. No, imagino que no lo solicitó. Pero debe haber una cierta satisfacción en su magnitud.

Permanecieron sentados y silenciosos por unos momentos, ambos un poco incómodos por la forma en que había ido desarrollándose la conversación y el giro de la misma. Horton apuró el brandy y dejó la copa a un lado. Blake alargó la mano hacia la botella.

Horton denegó con la cabeza.

–No, gracias. Tengo que irme ya. Pero antes de irme, debo hacerle una pregunta. ¿Qué espera usted descubrir por ahí en el espacio? ¿Qué es lo que sabe ya?

–Por lo que concierne a lo que esperamos saber, no tengo la menor idea. Y respecto a lo que sabemos… pues un montón de cosas que añadir a la nada.

–¿Ninguna idea? ¿Ninguna pauta a seguir para comenzar?

–Hay solo una indicación. No demasiado definida; pero la hay. Una mente universal.

–¿Se refiere usted a una mente que rige el Universo… que pulsa los diferentes botones de todo el mecanismo cósmico?

–Puede ser -repuso Blake-. Algo parecido a eso.

Horton dejó escapar un suspiro.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó.

–Sí, ¡oh, Dios mío!… -repitió Blake, no burlándose; pero muy cerca de la ironía.

Horton se puso en pie bruscamente, un tanto rígido.

–Tengo que irme. Gracias por el trago.

–Senador -le dijo Blake-. Envié un mensaje a Elaine y no ha habido respuesta. Intenté telefonearla.

–Sí, ya lo sé.

–Necesito verla, señor, antes de irme. Hay ciertas cosas que debo decirle y…

–Mr. Blake -dijo Horton-, mi hija no quiere verle.

Blake se levantó y se encaró con el anciano senador.

–Pero, ¿cuál es la razón? ¿Puede decirme por qué?

–Pues pienso que, incluso para usted, la razón es bastante obvia.

34

Las sombras fueron extendiéndose por la habitación, y Blake todavía se hallaba sentado en el sillón, inquieto, angustiado y con el cerebro sumido en la mayor confusión dándole vueltas a un círculo sin fin frente a las últimas palabras del senador Horton.

Ella no quería ya ni verle ni hablarle… y había sido el recuerdo de su rostro lo que había hecho finalmente que surgiera de las sombras y la quietud en que se hallaba inmerso. Si lo que había dicho el senador era cierto, entonces, toda su lucha y su esfuerzo había sido algo totalmente estéril. Podía haberse quedado mejor donde estaba hasta que Pensador hubiese finalizado sus pensamientos y sus cálculos, sumido en aquella especie de nirvana.

Pero… ¿habría dicho el senador toda la verdad? ¿Ocultaría algún resentimiento por la parte que él había jugado en la derrota del proyecto de bioingeniería? ¿Le habría pagado con la misma moneda, al menos en parte, la decepción que había sufrido?

Esto no parecía muy verosímil, se dijo Blake a sí mismo, ya que el senador conocía la política lo bastante como para haber comprendido que aquel asunto de la bioingeniería había sido un juego político como otro cualquiera. En todo aquello había algo extraño. Para comenzar, Horton habíase comportado afablemente y no había dado la menor importancia al referéndum, para después, y súbitamente, volverse brusco y frío. Casi como si hubiera jugado un papel aprendido de antemano, aunque aquello, tan simple, carecía de sentido a primera vista.

–Lo estás tomando todo de la mejor forma. Excelente -dijo Pensador-. Nada de tirarse de los pelos, ni rechinar los dientes, ni protestar.

–Vamos, ¡cállate! – Restalló Indagador-. Deja al hombre solo.

–Solo quería ofrecerle un consuelo y prestarle un apoyo moral -persistió Pensador-. Se aproxima a un nivel cerebral de altura, sin estallidos emocionales. Esa es la única forma de intentar solucionar un problema como ése.

Pensador emitió un suspiro mental.

–Sin embargo, debo admitir que no puedo desenmarañar la importancia de semejante problema.

–No le prestes ninguna atención -dijo Indagador a Blake-. Cualquier decisión que tomes será estupenda para mí. Si quieres quedarte en este planeta por algún tiempo, a mí no me importa en absoluto. Ya nos las arreglaremos.

–¡Oh, seguro! – dijo Pensador-. No habrá problema. ¿Qué es la duración de una vida humana? Supongo que no querrás permanecer más tiempo que el de una vida normal humana, ¿verdad?

–Señor -preguntó entonces la habitación-. ¿Debo encender las luces?

–Todavía no -repuso Blake.

–Pero se está haciendo de noche, señor.

–No me importa la oscuridad.

–¿Desea entonces que le prepare la cena?

–Por el momento, no, gracias.

–La cocina puede hacerle lo que desee.

–Dentro de un rato. Todavía no tengo apetito.

Le habían dicho que nada les importaría si quería quedarse en la Tierra, si es que decidía hacer un intento para convertirse en humano… pero, ¿de qué serviría?

–Podrías intentarlo -le dijo mentalmente Indagador-. Esa hembra humana podría decidirse a cambiar de opinión.

–No creo que lo haga -repuso Blake.

Y aquello era lo peor de todo, que Blake podía comprender por qué ella no cambiaría de opinión, por qué no quería tener nada que ver con un ser semejante a él.

Pero no se trataba de Elaine solamente, aunque sabía que ella era la parte principal. Lo era también la cuestión de cortar el último lazo con aquellas gentes a quienes había reclamado un parentesco, el ansia de un hogar que jamás había tenido; pero que la Humanidad que existía en él gritaba como suya, el ser forzado a renunciar al derecho a haber nacido antes de que hubiera tenido la oportunidad de reclamarlo. Sí, aquello era, se dijo a sí mismo, el hogar, el derecho a nacer y el parentesco, cosas preciosas para él porque en lo más profundo de su corazón sabía que jamás podría tenerlas.

Un timbre sonó suavemente.

–El timbre está sonando, señor -le advirtió la habitación.

Se levantó del sofá hasta situarse frente al teléfono. Pulsó el botón. La pantalla resplandeció, pero no se produjo ninguna imagen.

–Esta llamada -dijo la voz del operador-, tiene que efectuarse sin transmisión visual. Está usted en su derecho si quiere rehusarla.

–No -dijo Blake-. Adelante. No tiene para mí ninguna importancia.

Una voz, concisa y helada, hablando en palabras directas sin ningún especial matiz de entonación, dijo:

–Esta es la mente de Theodore Roberts al habla. ¿Es usted Andrew Blake?

–Sí. ¿Cómo está usted, doctor Roberts?

–Perfectamente. ¿Cómo podría estar de otra forma?

–Lo siento. Lo había olvidado. Ni lo había pensado.

–Como usted no ha tomado contacto conmigo, me he decidido yo a hacerlo. Creo que deberíamos hablar. Tengo entendido que se dispone usted a marcharse pronto de la Tierra.

–La astronave está casi dispuesta para mí -contestó Blake.

–Y sale usted a aprender.

–Así es.

–¿Ustedes tres?

–Nosotros tres.

–He pensado en eso con frecuencia -dijo la mente de Theodore Roberts-, desde que fui informado de su situación. Un día llegará, por supuesto, cuando los tres no formen sino uno solo.

–Yo también lo he pensado. Pero llevará tiempo; mucho tiempo.

–El tiempo no tiene significado para ustedes -dijo la mente del doctor Roberts-. Para ninguno de nosotros. Ustedes disponen de un cuerpo inmortal, que solo moriría por la violencia. Yo no tengo cuerpo y soy inmune a la violencia. La sola cosa que puede matarme es el fallo de la tecnología que sostiene mi mente. Tampoco tiene sentido ni significación especial la Tierra. La Tierra no es más que un punto en el espacio… un diminuto punto en el espacio, y además, insignificante. Hay solo una pequeña cosa en todo este Universo, una vez se piensa en ello, que es lo único que importa. Cuando lleguen ustedes al fondo de las cosas, todo lo que contará realmente será la inteligencia. Si buscan ustedes un denominador común en el Universo, busquen la inteligencia.

–¿Y la raza humana? – preguntó Blake-. ¿La Humanidad? ¿Es que tampoco importa?

–La raza humana -repuso aquella helada y precisa voz- es un pequeño destello de inteligencia, no como ser humano, ni como alguna clase de ser.

–Pero la inteligencia… -comenzó a decir Blake, y después se calló.

Era inútil, se dijo, intentar presentar otro punto de vista a aquella cosa a quien hablaba; no a un hombre, sino a una mente sin cuerpo, que estaba tan firme en sus convicciones dentro de su ambiente tecnológico, como lo estaría un ser de carne y hueso en el suyo. Perdido para el mundo físico, recordando el mundo real como lejano y difuminado, tal vez en la forma en que un hombre adulto recuerda su niñez, la mente de Theodore Roberts existía solo en un mundo unidimensional. Un pequeño mundo de flexibles parámetros, pero un mundo también en donde no ocurría nada, excepto lo que sucediese como un ejercicio intelectual. – ¿Qué era lo que estaba diciendo… o quería decir?

–Supongo -repuso Blake ignorando la pregunta-, que usted me dijo eso…

–Se lo dije -dijo Theodore Roberts-, porque sé que usted necesita que le aclaren ciertas cosas, ya que precisa hallarse grandemente perplejo. Y puesto que usted-es una parte de mí…

–Yo no soy ninguna parte de usted -afirmó Blake-. Usted me dio una mente, hace dos siglos. Esta mente ha cambiado. Ya ha dejado de ser su mente.

–Yo había pensado…

–Lo sé. Ha sido muy amable de su parte. Pero no es nada bueno. Yo me mantengo sobre mis dos pies. Tengo que hacerlo. No hay elección. Demasiada gente tiene una mano puesta sobre mí y no puedo despedazarme para dar a cada uno lo que solicita, ni a usted, ni a los biólogos que diseñaron los fotocalcos de mi cuerpo, ni a los técnicos que conformaron mi esqueleto, mis músculos, mis nervios, etcétera…

Se produjo un silencio y Blake añadió rápidamente:

–Lo siento mucho. Tal vez no debiera haber dicho eso. Espero que no esté usted irritado.

–No estoy irritado -dijo la mente del doctor Roberts-. Me siento agradecido, tal vez. Ahora ya no tengo necesidad de preocuparme más, imaginando si mis prejuicios y mi forma antigua de ser puedan prestarle más bien un menguado servicio. Pero me he permitido extenderme sobre el particular, quizás hablando demasiado. Hay algo que quería especialmente decirle a usted y pienso que debería usted saberlo. Existe otro ser como usted. Otro hombre sintético, que se envió en otra astronave…

–Sí, sabía algo al respecto -dijo Blake-. Con frecuencia he pensado… ¿qué es lo que sabe usted de él?

–Volvió a la Tierra -dijo la mente del doctor Roberts-. Lo trajeron en una forma muy parecida a la suya.

–¿Quiere decir usted en forma de animación suspendida?

–Sí. Pero esta vez la astronave volvió a la Tierra. Volvió unos pocos años después de haber sido lanzada. La tripulación se aterró de lo que había sucedido y…

–Entonces, ¿no causó ninguna gran sorpresa? ¿Ni la causé yo?

–Sí, me inclino a pensar que usted sí la produjo. Nadie le creía a usted ligado a lo sucedido hacía tanto tiempo. Muy pocas personas de la Administración del Espacio lo sabían. No fue sino hasta muy poco antes de que escapara usted del hospital, tras la encuesta sobre la bioingeniería, cuando alguien comenzó a pensar si usted no sería el otro. Pero, antes de que pudiera hacerse nada al respecto, usted había desaparecido.

–¿Y ese otro? ¿Está todavía en la Tierra? ¿Lo tiene quizás la Administración del Espacio?

–No lo creo. Realmente no lo sé. Desapareció.

–¡Desaparecido! ¡Quiere usted decir que lo destruyeron!

–Lo ignoro.

–¡Maldita sea, tiene usted que saberlo! – gritó Blake-. ¡Dígamelo! Saldré de aquí y destrozaré cuanto se ponga en mi camino. Le encontraré y…

–Es inútil. No está aquí.

–Pero… ¿cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?

–Hace ya varios años. Mucho antes de que usted volviera del espacio.

–Mire… ¿cómo lo sabe usted? ¿Quién se lo dijo?

–Aquí estamos varios millares -dijo Theodore Roberts-. Lo que sabe uno, está a disposición del resto. Hay muy poco que se pierda.

Blake sintió la futilidad de intentar desvelar ni aproximarse a los íntimos pensamientos de aquella mente encerrada en el Banco de las Mentes, ni de descubrir nada sobre él mismo. El otro hombre había desaparecido. El doctor Roberts lo había dicho, y, sin duda, debería saberlo. Pero… ¿dónde? ¿Muerto? ¿Escondido en cualquier parte? ¿Enviado otra vez al espacio?

El único hombre, el solo otro ser en el Universo con el que podía haber tenido una íntima relación de parentesco… y ahora había desaparecido sin dejar el menor rastro.

–¿Está usted seguro?

Tras un silencio, Roberts preguntó:

–¿Va usted a volver al espacio? ¿Lo ha decidido ya?

–Sí -dijo Blake-. Ya no hay nada que me ligue a la Tierra, nada que tenga que hacer aquí.

Sí, ciertamente no había nada que hacer en la Tierra. Si el otro hombre había desaparecido, ya no le quedaba nada en la faz de la Tierra. Elaine Horton había rehusado hablar con él y su padre, una vez tan amigable, se había comportado como un hombre frío y distante cuando le dijo adiós. Theodore Roberts no era más que una voz helada hablando desde el vacío de una sola dimensión.

–Cuando usted vuelva -dijo entonces Roberts-, todavía estaré aquí. Por favor, llámeme por teléfono. ¿Se pondrá en contacto conmigo?

Si vuelvo alguna vez, pensó Blake. Si usted está todavía aquí. Si es que queda alguien. Si volver a la Tierra vale la pena…

–Sí -repuso al fin-. Sí, por supuesto, le llamaré por teléfono.

Alargó la mano y apagó el aparato.

Y se sentó, rígido, en la oscuridad y en el silencio, sintiendo cómo la Tierra huía de él, dejándole lejos, muy lejos, en un círculo en constante expansión, en donde se encontraba total y absolutamente solo…

35

La Tierra se había quedado muy atrás. El sol se había encogido en su tamaño; pero todavía seguía siendo el Sol y no se confundía aún con otra estrella cualquiera. La astronave estaba cayendo a lo largo del túnel de vectores gravitacionales que haría, en poco tiempo, aumentar su velocidad hasta el punto en que las estrellas comenzarían a borrarse de su visión y mezclarse sus colores y comenzar entonces su lenta traslación a otro Universo que existía más allá de la velocidad de la luz.

Blake estaba sentado en el sillón del piloto, mirando con atención la curva transparencia que se abría en el espacio exterior. Había allí tanta quietud, tanta paz y tranquilidad… era la absoluta falta de acontecimientos del vacío que existe entre las estrellas, con su infinita extensión. Dentro de poco, daría una vuelta por la astronave para comprobar que todo marchaba bien, aunque ya sabía por descontado que así sería.

–Vamos a casa -dijo Indagador, hablando quietamente en la mente de Blake-. A casa de nuevo…

–Pero no por mucho tiempo -le contestó Blake-. Solo por el tiempo preciso para recoger los datos que antes perdimos, y que tú no tuviste tiempo de conseguir. Después, seguiremos, a donde tú puedas estar al alcance de otras estrellas.

Y así viajaría por el espacio, pensó, siempre moviéndose en la inconmensurable vastedad del Universo, manipulando con los datos reunidos por aquella computadora biológica que era la mente de Pensador. Buscando, siempre buscando, investigando todos los matices y datos que pudieran constituir el todo del mecanismo universal, de forma que constituyese una estructura comprensible. ¿Y qué encontrarían? Muchas cosas, tal vez, que ninguno, ahora, pudiese sospechar.

–Indagador está equivocado -dijo Pensador-. No tenemos casa ni hogar. No podemos tenerlo. Cambiador encontró uno. Con el tiempo comprobaremos que realmente si lo necesitamos.

–La astronave será nuestro hogar -dijo Blake.

–No la astronave -opinó Pensador-. Si insistes en un hogar, entonces tendremos todo el Universo. Todo el espacio es nuestro hogar. La totalidad del Universo.

Aquello podría ser, en sustancia, lo que la mente del doctor Roberts había intentado decirle. La Tierra no es más que un punto en el espacio, había dicho. Y así, desde luego, eran todos los demás planetas, todas las otras estrellas, solo puntos de materia y de energía, concentrados en remotas entidades, con el vacío de por medio. La inteligencia, había dicho Roberts, es todo lo que cuenta; es lo único de significación y de valor. No la vida sola, ni la materia, ni la energía; sino la inteligencia. Sin inteligencia, toda la materia esparcida, todo el inmenso vacío del Universo, toda la flamígera energía radiante, no tenía significado alguno, puesto que sí carecía de sentido. Era solo la inteligencia la que podía hacer que la materia y la energía cobrase significación.

Sin embargo, pensó Blake, sería bueno siempre tener un ancla en alguna parte de aquella vasta inmensidad del vacío del espacio, estar en condiciones de apuntar a un sitio preciso, aunque solo fuese el producto de una sola mente, y señalar a un lugar cualquiera donde existiera materia y energía y decir: este es mi hogar… El tener un lugar al que sentirse ligado, poseer algún punto de referencia.

Siguió sentado en su sillón de piloto, mirando fascinado a las estrellas, recordando, una vez más, aquel momento en la capilla del cementerio de Willow Grove, en donde había sentido por primera vez su falta de hogar, y de que nunca podría pertenecer, no a la Tierra, sino a ninguna parte; y que siendo de la Tierra, no podía permanecer en ella, ni tampoco con su figura humana, formar parte de la Humanidad. Pero aquel momento, recordó ahora, también le había mostrado que sin importar lo falto de hogar que estaba, no se encontraba solo, ni jamás lo estaría. Tenía a los otros dos con él; había suficiente. Tenía al Universo y a sus ideas, todas las fantasías, todo el hirviente fermento intelectual que había surgido en él.

La Tierra pudo haber sido su hogar, tenía derecho a esperar que lo hubiera sido. Un punto en el espacio… La idea era correcta, un punto en el espacio, la Tierra solo era un diminuto punto del espacio. Pero a despecho de lo pequeño que pudiera ser tal punto, era una señal hogareña. El Universo no era suficiente, por ser demasiado grande. Como hombre de la Tierra se es alguien, se posee alguna identidad; pero el hombre del Universo estaba perdido entre las estrellas.

Sintió de pronto el suave sonido de unos pasos, se levantó rápidamente y giró sobre sí mismo.

Elaine Horton estaba apoyada en la puerta de la cabina.

Blake adelantó un paso y se quedó helado de asombro.

–¡No! – gritó-. ¡No! No sabes lo que estás haciendo…

Un polizón, pensó, un mortal viajando en una astronave inmortal. Y había rehusado hablar con él, y…

–Sí -afirmó ella con su bella sonrisa a flor de labios-. Sé lo que estoy haciendo muy bien. Yo pertenezco a este lugar.

–Un androide -repuso él con tristeza y decepción-. Un ser simulado, que me han enviado para hacerme feliz… Y mientras, la verdadera Elaine…

–Andrew -dijo ella, sonriendo-. Yo soy la verdadera Elaine.

Blake abrió los brazos, hizo un gesto y, súbitamente, ella se lanzó hacia ellos. Andrew la estrechó amorosamente, sintiendo un agudo dolor por la intensa felicidad de tenerla allí; de tener con él a alguien también humano con la característica intimidad de lo humano, mezclado con un gran amor también humano.

–Pero… ¡no puedes hacerlo! Yo no soy humano. No te das cuenta de lo que está sucediendo. Yo no aparezco siempre en esta forma. Me convierto en otras cosas.

Ella levantó la cabeza graciosamente y le miró fijamente.

–Pero.si yo lo sé, Andrew. No comprendes… Yo soy el otro de nosotros.

–Había otro hombre -dijo él casi estúpidamente-. Había…

–No era otro hombre. Era una mujer. El otro era una mujer.

Aquello era fantástico, pensó Blake. Theodore Roberts, ignorándolo, había dicho que era otro hombre.

–Pero el senador Horton… Tú eres la hija de Horton.

Ella negó con un gesto.

–Hubo una Elaine Horton; pero murió. Se suicidó por una horrible y sórdida razón. Aquello pudo haber destrozado la carrera del senador.

–Entonces, tú…

–Te lo explicaré. No es que no supiese nada al respecto. Cuando el senador rebuscó entre los datos del «Proyecto del Hombre-Lobo», descubrió lo que concernía a mi persona. Me vio y quedó perplejo por el formidable parecido con su hija. Por supuesto, yo estaba en animación suspendida entonces, y lo había estado por muchos años. Nosotros éramos un feo problema, Andrew. Me parece que no dimos el resultado que pensaron al hacernos.

–Comprendo. Lo sé. Me alegro ahora de que no fuese así. Entonces, tú lo has sabido todo el tiempo…

–No, solo recientemente. El senador tenía acceso a la Administración del Espacio. Ellos deseaban a toda costa ocultar al máximo el «Proyecto del Hombre-Lobo». Pero cuando el senador llegó hasta ellos, frenético, enloquecido por la pena de haber perdido a su hija, me entregaron a él, ya que se hallaba como loco, un hombre deshecho hasta la médula. Yo pensé que era su hija. Le quise como a un padre. Yo ya había sido sometida a un lavado de cerebro, acondicionada, o sometida al proceso, sea el que sea, a que te debieron someter a ti, para hacerme creer que en realidad yo era su hija.

–Tuvo que haber sido toda una prueba. Ocultar la muerte de su hija y después tomarte a ti…

–El era el único que podía arreglarlo. Era un hombre encantador, un padre amante, aunque rudo y sin entrañas en cuestiones políticas.

–El te quería…

Elaine aprobó con un gesto.

–Así es, Andrew. En muchos aspectos, sigue siendo mi padre. Nadie puede figurarse lo que le costó decírmelo.

–¿Y tú? A ti también te costaría…

–Desde luego. Pero no podía quedarme. Una vez que lo supe, ya me fue imposible la idea de seguir en tal situación. Yo habría sido un fiasco, al igual que tú. Viviendo eternamente. Y una vez que el senador hubiera fallecido, ¿qué me hubiera quedado?

Blake aprobó con la cabeza, comprendiéndolo todo, pensando en dos personas que tienen que encararse con una situación como aquélla.

–Además -dijo ella-, yo te pertenecía. Creo que lo supe desde el principio… desde el primer instante que llegaste, mojado y muerto de frío, a aquella vieja casa de piedra…

–El senador me dijo…

–Que yo no quería verte más, que no deseaba hablar más contigo.

–Pero, ¿por qué?

–Intentaron asustarte y dejarte a un lado. Tuvieron miedo de que no quisieras marcharte de la Tierra, de que intentases echar raíces en ella. Querían que pensaras que nada te quedaba por hacer en la Tierra. El senador, la mente de Roberts y el resto. Porque teníamos que salir al espacio, querido. Somos instrumentos de la Tierra, el regalo y el don de la Tierra al Universo. Si las inteligencias del Universo tienen alguna vez que descubrir qué es lo que ha sucedido, qué es lo que tiene que ocurrir, en qué consisten todos los misterios, nosotros podemos ayudar a conseguirlo.

–Entonces… ¿somos de la Tierra? La Tierra todavía nos quiere…

–Por supuesto, Andrew -afirmó ella-. Ahora que ya saben quiénes somos, la Tierra está orgullosa de nosotros.

Andrew la abrazó estrechamente y se dio cuenta de que la Tierra era finalmente, y para siempre lo sería, su hogar. Que dondequiera que fuesen, la Humanidad estaría con ellos. Pues ellos eran la extensión de la Humanidad, las manos y la mente del género humano extendida hacia los misterios de la eternidad.

FIN

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22/04/2008

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