1

La criatura gimió, asustada e incómoda.

Aquella criatura se detuvo, acurrucada contra el suelo, y miró fijamente los diminutos puntos de luz que brillaban ante ella, resplandeciendo suavemente a través de la oscuridad.

El mundo resultaba demasiado caliente y húmedo y la oscuridad demasiado densa. Existía mucha vegetación y demasiado grande y desproporcionada. La atmósfera se hallaba en violenta conmoción y la vegetación parecía hallarse sometida a un puro sufrimiento. A lo lejos, en la lejanía, se apreciaban unos vagos destellos de luz, que no aclaraban la noche, y en alguna parte lejana, algo parecía quejarse en unos largos y sordos ruidos prolongados. A su alrededor existía vida, mucha más vida de la que cualquier planeta tenía derecho a poseer; pero una vida estúpida y atrasada, parte de ella apenas algo más que un puro estremecimiento biológico; pequeños puñados de materia que apenas si podían reaccionar débilmente a ciertos estímulos.

Tal vez, se dijo aquella criatura a sí misma, no debería intentar con tanto ahinco el continuar abriéndose camino hacia alguna parte. Quizás debería contentarse con permanecer en aquel lugar sin nombre, donde no existía ningún otro ser, ni sensación de recuerdo excepto un conocimiento, extraído de alguna parte, de que debiera haber otros seres. Aquello, mezclado con ocasionales ráfagas de inteligencia, retazos inconexos de información que exacerbaban la lucha por escapar, como un individuo aislado, le impulsaban a saber por qué estaba allí y por qué medios se encontraba en semejante situación.

¿Y qué hacer entonces?

Volvió a acurrucarse y a gemir nuevamente.

¿Cómo podría haber tanta agua en un solo lugar? ¿Y tanta vegetación y tan ruidosa agitación de los elementos? ¿Cómo podría cualquier mundo ser tan absurdo y tan exageradamente superpoblado de elementos vitales? Resultaba casi un sacrilegio que hubiese tanta agua a la vista, discurriendo como un torrente bajo la ladera del lugar en que se encontraba, y encharcada en pequeñas lagunas sobre el propio suelo. Y no solo aquello, sino incluso el propio aire, que en aquella atmósfera estaba cargado de pequeñas gotas del líquido elemento.

¿Qué era aquel tejido sujeto a su garganta, que le cubría toda la espalda, cayéndole hasta el suelo, movido por el viento? ¿Alguna especie de protección? No debería ser así, probablemente. Su envoltura de piel plateada había sido siempre todo lo que había necesitado.

¿Antes?, se preguntó a sí mismo. ¿Antes de qué, o cuándo?

Luchó por volver a pensar en el pasado y obtuvo la obscura impresión de una tierra de cristal, en donde reinaba un aire frío y seco, con polvo de nieve y arena, con un cielo fulgurante de incontables estrellas y donde la noche era tan brillante como el día, alumbrada por el brillo dorado de varias lunas. Y entonces sintió también en su cerebro un vago recuerdo, desvaído en sus perfiles, de ir explorando en las profundidades del espacio para arrancar los secretos de las estrellas.

¿Era aquello un recuerdo o una fantasía, nacida de aquel lugar sin nombre de donde había escapado? No parecía haber medio de saberlo.

La criatura extendió su par de brazos, recogió el tejido del suelo y lo sostuvo, hizo con él dos pequeños fardos y los puso debajo de ellos. El agua se escapó cayendo en diminutas gotas en los charcos del suelo.

¿Y aquellos puntos de luz distantes? No eran estrellas, ya que se advertían demasiado bajos en el suelo, y de cualquier modo no se trataba de estrellas. Lo que por sí mismo resultaba imposible, ya que siempre había muchas estrellas…

Cautamente, aquella criatura dirigió su mente hacia la luz, percibiendo no solamente la luz, sino un intuitivo sentido de la existencia de mineral. Cuidadosamente rastreó sus ideas y se dio cuenta de que un enorme bloque de mineral se erguía en la oscuridad, demasiado regular en su forma para ser un afloramiento natural.

En la distancia, aquel murmullo sin sentido continuaba, lo mismo que el resplandor de la lejana luz que parecía subir hasta el cielo.

¿Debería continuar, imaginó, dando vueltas alrededor de aquella luz? ¿O sería preferible dirigirse rectamente hacia ella para descubrir de lo que se trataba? Tal vez sería mejor volver sobre sus pasos en un esfuerzo para regresar una vez más al vacío de donde provenía… Aunque, en realidad, desconocía en absoluto adonde tendría que volver en tal caso. Cuando había quedado libre, el lugar ya no estaba allí. Y, desde el momento en que había quedado en libertad, había viajado muy lejos.

¿Dónde estaban aquellos otros dos que también habían estado en aquel lugar de la nada? ¿Habían quedado igualmente en libertad, o habrían permanecido atrás, percibiendo, tal vez, la opresiva extrañeza que se extendía al exterior del lugar? Y si no habían escapado, ¿dónde podrían hallarse entonces?

Y no solamente dónde, sino quién…

¿Por qué no habían respondido nunca? ¿O es que no habían oído la pregunta? Quizás no existían las condiciones adecuadas en aquel lugar sin nombre para ser contestada una pregunta. Era extraño, pensó la criatura, ocupar el mismo espacio, el mismo sentido de posible existencia, con otros dos seres y nunca estar en condiciones de comunicarse con ellos.

A pesar del calor de la noche, la criatura se estremeció interiormente.

Se dijo que no podría continuar allí. No erraría sin fin. Era preciso encontrar un lugar como refugio, aunque buscar un refugio en un mundo tan loco como aquél era algo que no había calculado hasta entonces.

Se movió hacia adelante con lentitud, inseguro de sí mismo, con la incertidumbre de adonde ir y qué hacer…

¿Las luces?, se preguntó.

¿Debería investigar qué eran aquellas luces o…?

El cielo explotó. El mundo se llenó de un inmenso resplandor mezclado con una cegadora tonalidad azul. La criatura, privada de la vista, con todos sus sentidos anulados, retrocedió y un grito de espantosa angustia pareció estallar también en su cerebro. Después, aquel grito quedó interrumpido, la luz desapareció de sus ojos y de nuevo se encontró, una vez más, en aquel lugar de la nada.

2

La lluvia azotaba a Andrew Blake en el rostro y la propia tierra temblaba con el estampido del trueno; las grandes masas de la hendida atmósfera rugían juntas de nuevo y, según parecía, por encima de su cabeza. El aire tenía el penetrante olor del ozono y se dio cuenta del frío barro que se mezclaba en los dedos de sus pies.

¿Cómo es que había llegado hasta allí, en plena tormenta, sin tener con qué cubrirse la cabeza, con la ropa mojada y chorreando y sin sandalias?

Blake había comenzado a andar, tras la cena, para echar un vistazo a la tormenta que parecía gestarse al oeste de la montaña y allí, segundos más tarde, se encontraba inmerso en la propia tormenta, o al menos, esperó que lo fuera.

El viento rugía entre un grupo de árboles y desde el pie de la ladera en donde se hallaba pudo oír claramente el sonido del agua corriendo y, justamente al otro lado del arroyo, ver la luz brillando en las ventanas de un edificio.

Su casa, tal vez…, pensó con una sensación de embriaguez. Pero allí donde estaba edificada su casa, no existía ninguna ladera en el monte, ni ninguna corriente de agua. Había árboles, pero no muchos, y debería haber otras casas.

Levantó la mano y se la pasó por la cabeza con un gesto de perplejidad. El agua que le empapaba los cabellos chorreó libremente por su rostro.

La lluvia, que había cesado por unos momentos, comenzó a golpearle nuevamente con nueva intensidad, y se volvió hacia la casa. No era la suya, con toda seguridad; pero era una casa y allí habría alguien que le dijese donde estaba y…

Pero… ¿decirle dónde estaba? ¡Qué insensatez! Un segundo antes había estado en su patio contemplando las nubes tormentosas, y no había habido lluvia.

Debió soñarlo o había sufrido una alucinación. Pero el golpeteo de la lluvia no tenía nada de sueño, y el olor a ozono fluctuaba todavía en el aire. ¿Y quién había notado jamás el olor del ozono estando en sueños?

Comenzó a caminar hacia la casa, y al mover el pie derecho, éste entró en contacto con algo duro. Un ramalazo de dolor flameó a través del pie y la pierna. Terriblemente dolorido levantó el pie agitándolo al aire, mientras se sostenía sobre la otra pierna. Un agudo dolor se había concentrado en el dedo mayor del pie levantado y tuvo que apretar los dientes perdiendo casi el equilibrio. El pie sobre el que se sostenía resbaló en el barro y él cayó desplomado al suelo, esparciendo el barro en todas direcciones. El suelo estaba encharcado y frío.

Se quedó allí momentáneamente. Atrajo hacia sí el pie dolorido e intentó a ciegas, con las manos, calmarse el agudo dolor que sufría.

No, no se trataba de un sueño. Soñando, ningún hombre era tan estúpido como para tropezar con el dedo mayor del pie.

Algo había sucedido. Alguna cosa, en una fracción de segundo, le había transportado, sin saberlo, tal vez a muchas millas de distancia desde el patio en que se encontraba. Le habían transportado corporalmente, colocándole, en medio de la lluvia y el trueno, en una noche tan obscura que no se veía nada.

Se frotó nuevamente el pie y se sintió algo mejor a los pocos momentos. Cuidadosamente se levantó e intentó caminar con el pie dañado. Apoyándose en el talón y con todo el cuerpo tenso, pudo servirse de la pierna. Como un borracho, dando tumbos y resbalando en el barro, fue descendiendo por la ladera y a través del arroyo, para seguir por la ladera opuesta hacia arriba y en busca de la casa.

Los relámpagos iluminaban el horizonte y por un instante vio destacarse la silueta completa de una casa contra el resplandor lejano de uno de ellos, como algo macizo, con pesadas chimeneas y ventanas situadas profundamente, como ojos, en la propia piedra.

Una casa de piedra…, pensó. ¡Qué anacronismo! Una casa de piedra y alguien viviendo en ella…

Se dirigió hacia la valla, sin sufrir daño, ya que caminaba con la mayor cautela y despacio. Siguió la valla a ciegas hasta dar con el hueco de la entrada. Más allá, tres pequeños rectángulos de luz marcaban lo que tomó por la situación de una puerta.

Unas piedras lisas se extendían bajo sus pies y siguió el sendero que formaban. Cerca de la puerta, disminuyó aún más su marcha hasta no ser más que un inaudible deslizamiento. Tal vez hubiera algunos escalones que condujesen a la puerta y tenía que cuidarse el pie tan dolorido. Efectivamente, había unos escalones. Los halló con el pie todavía dolorido y se quedó, deteniéndose un momento, rígido y tembloroso, con los dientes apretados, hasta que el agudo dolor hubo pasado.

Después, subió los escalones y encontró la puerta. Buscó algún timbre o señal de llamada; pero no existía ningún aparato parecido. Siguió buscando y encontró una aldaba.

¿Una aldaba? Por supuesto, se dijo a sí mismo, una casa como aquella tendría una aldaba para llamar a la puerta. Una casa tan hundida en el pasado…

Un miedo incontrolable surgió en su interior. No era el espacio, sino el tiempo, imaginó. ¿Había sido desplazado -de haberlo sido-, no en el espacio, sino en el tiempo?

Levantó la aldaba y golpeó con ella. Esperó. Parecía no existir señal alguna de haber sido oído. Volvió a golpear de nuevo.

El sonido de unos pasos se oyó a su espalda y un cono de luz se esparció envolviéndole por completo. Dio rápidamente la vuelta y el ojo redondo de la luz de la linterna le cegó momentáneamente. Tras aquella luz creyó ver dibujada la figura de un hombre, vagamente, con un débil perfil entre las espesas sombras de la noche. A su espalda se abrió la puerta de acceso a la casa de piedra, y la luz de su interior contrarrestó la otra, viendo al hombre que sostenía la linterna en una mano, abrigado con una chaqueta de piel de oveja y llevando en la otra un objeto metálico que Blake tomó sin duda por una pistola.

El hombre que había abierto la puerta preguntó secamente:

–¿Qué es lo que ocurre?

–Alguien que intenta entrar, senador -respondió el hombre de la linterna-. ¿Cómo se las habrá arreglado para esquivarme?

–Conque le ha esquivado -dijo el senador-. Es natural, estaría usted acurrucado en cualquier sitio, huyendo de la lluvia. Si ustedes, amiguitos, quieren jugar a ser guardias, me gustaría que de verdad hicieran bien su papel.

–Estaba obscuro -protestó el guardia-, y se deslizó… y…

–No creo que se deslizara -continuó el senador-. Este hombre, sencillamente, ha llegado hasta aquí y ha utilizado el picaporte. Si hubiera intentado pasar inadvertido, no veo para qué lo hubiera utilizado. Ha venido hasta aquí, como cualquier ciudadano corriente, y usted no le ha visto.

Blake se volvió lentamente para ver al hombre que estaba en el marco de la puerta.

–Lo siento, señor – dijo-. No lo sabía… No tuve la menor intención de causar ningún trastorno. Simplemente vi la casa, y…

–Y eso no es todo, senador -interrumpió el guardia-. Esta noche han ocurrido otras cosas extrañas. Hace un momento vi un lobo…

–Vamos, no diga tonterías. No hay lobos. No existen en absoluto. No los hay desde hace más de un siglo.

–Pero yo he visto uno -insistió tozudamente el guardia-. Se produjo un gran relámpago y lo vi, en las colinas, al otro lado del arroyo.

El senador se dirigió a Blake.

–Lamento tenerle hasta ahora en la puerta con todo este parloteo. No está la noche para eso.

–Parece que me encuentro perdido -repuso Blake, luchando por evitar que le castañetearan los dientes-. Si fuese tan amable de decirme dónde estoy y señalarme el camino…

–Apague esa linterna -dijo el senador al guardia- y vuelva a su puesto.

La linterna se apagó.

–¡Lobos, pues no está mal! – exclamó el senador en tono zumbón-. Si tiene la bondad de entrar -le dijo a Blake-, podría cerrar la puerta.

Blake entró y el senador cerró la puerta. Se encontró en una espaciosa estancia, flanqueada a ambos lados, y desde el suelo hasta el techo, por unas enormes puertas de madera. En una habitación contigua, más al fondo, ardía un fuego delicioso en una gran chimenea de piedra. La habitación estaba repleta de pesados muebles tapizados en colores brillantes.

El senador pasó delante y se detuvo para mirar a Blake.

–Me llamo Andrew Blake -dijo éste-, y me temo que esté manchándole el suelo. Lo siento, señor.

La lluvia caída sobre sus ropas iba formando pequeños charcos en el piso y una línea de huellas de sus pies mojados venía desde la entrada hasta el sitio en que se hallaba.

El senador era un hombre alto, esbelto, de cabellos blancos y un bigote plateado, bajo el cual se hallaba una boca de labios finos en cuyo trazo se apreciaba una mueca de firmeza e inteligencia. Vestía una bata blanca en cuyos bordes aparecía un motivo de color rojo parecido a una sierra dentada.

–Tiene el aspecto de una rata ahogada -le dijo el senador-, si no le importa que lo diga así. Y por lo que veo, además, ha perdido usted sus sandalias.

Se volvió, abrió una de las grandes puertas laterales de la estancia y apareció un inmenso perchero lleno de ropa. El senador eligió una bata gruesa de color marrón.

–Tome esto -dijo entregándosela a Blake-. Le servirá. Es de lana pura. Estoy seguro de que tiene frío.

–Sí, ciertamente -repuso Blake con el mismo esfuerzo de siempre para no rechinar los dientes.

–La lana le calentará -dijo el senador-. No se ve con frecuencia. Ya no hay más que tejidos sintéticos. Esta lana la consigo de un tipo medio "chiflado que vive en las Colinas Escocesas. Tiene una forma de pensar bastante parecida a la mía… en que hay una cierta gran virtud al hecho de seguir apegado a las viejas realidades.

–Estoy seguro de que tiene usted razón -repuso Blake.

–Considere esta casa -dijo el senador-. Tiene ya tres siglos de antigüedad y aún es fuerte y tan sólida como el día en que se construyó. Construida con verdaderas piedras y buenas maderas. Y por hombres trabajadores y honrados… -Entonces miró fijamente a Blake-. Pero aquí me tiene declamando, mientras que usted está helándose. Suba por esas escaleras a la derecha. La primera puerta a la izquierda. Es mi habitación. Encontrará sandalias en el armario. Supongo que su ropa interior estará chorreando…

–Supongo que sí.

–Encontrará lo que necesite. El baño está a la derecha, conforme se entra. Creo que no le vendrá mal un buen baño caliente, aunque tenga que esperar diez minutos. Mientras, le diré a Elaine que prepare un buen café y yo descorcharé una buena botella de brandy.

–¡Oh! No tiene por qué molestarse tanto. Ya ha hecho demasiado…

–En absoluto -dijo el senador-. Me alegro de que haya venido.

Apretando contra sí las- ropas de lana que le había entregado el senador, Blake subió la escalera y llegó al primer piso entrando en la habitación que le había indicado su anfitrión. Pronto descubrió el metálico resplandor de la bañera. Aquello era magnífico. Se metió en el baño y al hacerlo se dio cuenta de que estaba tan desnudo como un arrendajo. En alguna parte y de algún modo, había perdido hasta los calzoncillos.

3

Cuando Blake volvió a la gran habitación de la chimenea, el senador le estaba esperando. Estaba sentado en un sillón y en el borde de uno de los brazos lo estaba una mujer de cabellos obscuros.

–Bien -dijo el senador-, ya apareció usted, joven. Me dijo su nombre, pero me temo que lo he olvidado a medias.

–Mi nombre es Andrew Blake.

–Lo lamento. Mi mente parece no tener ya el poder de retención de que tiempo atrás hacía gala. Esta es mi hija Elaine y yo soy Chandler Horton. No me cabe duda, a juzgar por lo que ocurrió en la puerta, que ya sabe usted que soy un senador.

–Me siento muy honrado, senador -dijo Blake-. Señorita Elaine, es un placer conocerla.

–¿Blake? – Preguntó la joven-. He oído ese nombre alguna vez. Muy recientemente, además. Dígame, ¿por qué es usted famoso?

–Pues creo que por nada en absoluto.

–Pero apareció en todos los periódicos. Y además, apareció usted en el dimensino. ¡Sí, ahora me doy cuenta! Usted es el hombre que ha regresado de las estrellas…

–¡No me digas! – exclamó el senador, adelantando el cuerpo en el sillón-. Pero qué interesante, señor Blake. Ese sillón de ahí es muy confortable. Es el sitio de honor de la casa, pudiéramos decir. Cerca del fuego.

–Papá -comentó entonces Elaine- tiene la tendencia a volverse aristocrático y a sentirse todo un caballero a la antigua usanza cada vez que alguien cae por aquí. No debe hacerle mucho caso.

–El senador -repuso Blake- es un maravilloso anfitrión.

El senador tomó un frasco de cristal y buscó unos vasos.

–Recordará que le prometí a usted una copa de buen brandy.

–Tenga cuidado en alabarlo -dijo Elaine sonriendo-. El senador tiene el orgullo de considerarse un gran juez respecto al brandy. Bueno, algo más tarde, supongo que le gustará un poco de café y lo tomaremos todos. Ya he puesto en marcha la autococina.

–¿Otra vez en funciones la autococina? – preguntó el senador.

Elaine hizo un gesto con la cabeza.

–No es nada especial. Para hacer café en la forma en que lo he programado y además huevos fritos y jamón. ¿Quiere usted tomar un poco? – preguntó a Blake-. Creo que están aún calientes.

Blake denegó con la cabeza.

–No, muchísimas gracias.

–Los dispositivos mecánicos han estado constantemente de moda durante muchos años -comentó el senador-. A mí no me gustan -se levantó, repartió los vasos y se sentó en su sillón-. Por eso es por lo que me agrada este sitio. Es un domicilio sin complicaciones. Fue construido hace trescientos años por un hombre que impregnaba de dignidad todas sus cosas y tenía un cierto sentido ecológico que le hacía construirlas con sus materiales verdaderos y genuinos. Esta casa la construyó con piedras nobles y con maderas de los bosques próximos. No impuso su casa sobre el habitat; hizo de la misma una parte de él. Y excepto por lo que respecta a la autococina, aquí no hay ni el menor chisme mecánico.

–Estamos chapados a la antigua -dijo Elaine-. Yo he sentido siempre vivir en un lugar como éste; es algo semejante, bueno, digamos, a vivir tranquilamente en una antigua cabaña a estilo del siglo xx.

–Sin embargo -comentó Blake-, hay en ello un cierto encanto. Y la sensación de seguridad y solidez.

–Tiene usted razón -intervino el senador-. Así es; la tiene. Puede escucharse el murmullo del viento. Y la lluvia.

Y dio vueltas a la copa en las manos, calentando el brandy.

–No vuela, por supuesto -añadió el senador-, y no le habla a uno. Pero quién desea una cosa que vuele y…

–¡Papá! – exclamó Elaine.

–Tiene que excusarme, señor mío -dijo el senador-. Tengo mis entusiasmos y me gusta charlar sobre ellos y a veces no me doy cuenta de que solo hablo yo, y sospecho que a veces no tengo buenas maneras. Mi hija dijo algo respecto a haberle visto a usted en el dimensino.

–Desde luego, papá -dijo Elaine-. Tú, es que no pones nunca atención. Estás tan envuelto en tus cuestiones políticas y en la bioingeniería que no tienes interés por lo demás.

–Pero, querida -protestó el senador-, las audiencias y la política son cosa importante. La raza humana necesita decidir antes de que pase mucho tiempo qué debe hacer con todos esos planetas que estamos encontrando. Y te digo que el terraformarlos[1] es la solución de un lunático. Piensa en el tiempo que eso se llevará y las ingentes cantidades de dinero que habría que gastar.

–Y a propósito -interrumpió Elaine-. Lo había olvidado. Mamá ha telefoneado. No vendrá a casa esta noche. Ha oído hablar de una tormenta y se quedará en Nueva York.

El senador dejó escapar una sorda exclamación.

–Me parece muy bien. Es una noche de perros para viajar. ¿Cómo estaba Londres? ¿Dijo algo al respecto?

–Ha disfrutado mucho con la representación.

–Music-hall -explicó el senador a Blake-. Es el resurgimiento de una forma antigua de entretenimiento. Muy primitivo, lo comprendo. Pero a mi esposa le encanta. Es una persona muy sensible a las cuestiones artísticas.

–Es una cosa horrible decirlo -dijo Elaine.

–En absoluto -repuso el senador-. Es la verdad. Pero volvamos a nuestro tema de la bioingeniería. Quizás, señor Blake, tenga usted algunas opiniones sobre el asunto.

–No, no puedo decir que las tenga. Me encuentro en cierta forma como desplazado.

–¿Desplazado? ¡Ah, sí, comprendo! Supongo que debe estarlo. Este asunto de las estrellas. Ahora recuerdo la historia. Encapsulado, si mal no recuerdo y encontrado por algunos mineros de los asteroides. ¿De qué sistema se trataba?

–En la proximidad de Antares. Una pequeña estrella, solo un número en los catálogos estelares, sin nombre. Pero no recuerdo nada de eso. Esperaron a revivirme hasta que fui traído a Washington.

–¿Y no recuerda nada?

–En absoluto -repuso Blake-. Mi vida comenzó, por lo que a mí respecta, hace menos de un mes. No sé quién soy, y…

–Pero usted tiene un nombre.

–Un mero convencionalismo -indicó Blake-. Uno que elegí al azar. John Smith habría servido igual. Parece ser que un hombre tiene que tener un nombre especial.

–Pero, si mal no recuerdo, usted tiene conocimiento de su pasado.

–Sí, y aquí está lo extraño. Un conocimiento de la Tierra, de sus gentes y sus formas de vida; pero en muchos aspectos desfasado, sin esperanza. Me encuentro asombrado y confuso continuamente. Tropiezo a cada instante con costumbres, ideas y palabras que me resultan totalmente extrañas y nada familiares.

–No tiene que hablar de ello -dijo Elaine con calma-. No deseamos escudriñar en su vida.

–No me importa -le contestó Blake-. Ya he aceptado la situación. Es una extraña posición la mía; pero algún día lo sabré. Espero que llegue el momento en que sepa quién soy, de dónde vengo y cuándo, y qué ocurrió entre las estrellas. Por el momento, como podrán ustedes comprender, me encuentro realmente confundido. Sin embargo, todos han sido muy considerados conmigo. Se me ha dado una casa para vivir. No he sido molestado. Se encuentra en un pueblo pequeño…

–¿En éste? – preguntó el senador-. Cerca de aquí, supongo.

–Pues realmente no lo sé ahora -dijo Blake-. Me ocurre algo chocante y divertido. No sé dónde estoy. El pueblo se llama Middleton.

–Está allá abajo, al fondo del valle -indicó el senador-. Debe estar a menos de cinco millas. Por lo visto, vamos a ser vecinos.

–Salí a la calle después de la cena -les dijo Blake-. Estaba en el patio, mirando hacia las montañas. Se aproximaba una tormenta. Grandes nubarrones, truenos y relámpagos; pero todavía se estaba bien al exterior. Y entonces, repentinamente, me encontré sobre la colina que hay al otro lado del arroyo que discurre bajo esta casa, lloviendo a cántaros y empapado hasta los huesos…

Se detuvo y puso la copa cuidadosamente sobre la mesa. Entonces se quedó mirando con fijeza a ambos, alternativamente.

–Así es como ha ocurrido -continuó Blake-. Ya sé que suena a fantasía.

–Suena a algo imposible -repuso el senador.

–Lo creo. Y no fue solamente el espacio, sino el tiempo lo que se ha implicado en esta situación. No solamente me encontré a varias millas de distancia del sitio en que estaba mirando la tormenta, sino que era de noche y cuando salí al patio, apenas si comenzaba a obscurecer.

–Lamento que ese estúpido guardia le deslumbrara con la linterna. El hecho de encontrarse aquí, ya era suficiente sorpresa para usted. Nunca he solicitado a nadie que me guarde. Es más, no me gustan los guardianes. Pero Ginebra insiste en que todos los senadores necesitan estar custodiados. Lo cierto es que ignoro por qué. No hay nadie, estoy bien seguro, que quiera hacernos daño. Por fin y tras muchos años, la Tierra es, al menos, algo en buena parte civilizado. – Bueno, papá, hay esa cuestión de la bioingeniería -dijo Elaine-. Parece que es un gran problema…

–No tiene nada de particular, excepto una determinación de pura política. No hay razón…

–Pero sí que la hay -insistió Elaine-. Los viejos conservadores, y también los mezquinos convencionalistas, están mortalmente en contra -dijo volviéndose hacia Blake-. Debería usted saber que el senador, que vive en una casa construida hace trescientos años y se jacta de que no hay en ella ni una simple máquina…

–La autococina -interrumpió su padre-. Te has olvidado de ella.

Elaine ignoró al senador.

–…y que se jacta de que no hay en ella ni una simple máquina, se alistaría junto a esos fanáticos, a los ultraprogresistas y al grupo más avanzado que existiera. El senador intervino entonces.

–Bueno, querida, no exageres. Es una simple cuestión de sentido común. Eso costaría miles de millones de dólares, solo para terraformar un simple planeta. A un costo mucho más razonable y en una fracción de tiempo determinada, podríamos instrumentar una raza humana que pudiera vivir sobre ese planeta. En lugar de cambiar el. planeta para el hombre, cambiaríamos el hombre para que se ajustara al planeta.

–Ese es exactamente el problema -dijo Elaine-. Ahí radica la cuestión en que insisten tus oponentes. Cambiar al hombre, ése es el aspecto en que más se encarnizan. Suponen y afirman que cuando eso se pudiera conseguir, esa cosa que tuviera que vivir en otro planeta, no sería ya un hombre.

–Puede que no tuviese ese aspecto -dijo el senador-, pero aún seguiría siendo un hombre.

Elaine se dirigió a Blake.

–Comprenderá usted, sin duda, que yo no estoy contra el senador. Pero hay veces que resulta terriblemente duro hacerle comprender con quién tiene que habérselas.

–Mi hija -dijo entonces el senador-, hace a veces el papel de abogado del diablo, y a veces también me presta un buen servicio. Pero en esta cuestión, no hay ninguna necesidad de hacerlo. Conozco muy bien la postura agria y hostil de la oposición.

Entonces, levantó la botella de brandy. Blake sacudió la cabeza con un gesto negativo.

–Señor, si hubiera una forma de volver a casa… Creo que ya es demasiado tarde.

–Puede usted quedarse esta noche con nosotros.

–Gracias, senador; pero si hubiera alguna forma de irme…

–Ciertamente, Mr. Blake. Uno de los guardias le llevará. Creo que será mejor utilizar un coche para terreno firme. Es mala noche para un flotador.

–Se lo agradezco de todo corazón.

–Le daré a uno de esos guardias la oportunidad de ser útil -dijo el senador-. Mientras conduce, no verá lobos. Y a propósito, cuando anduvo usted por ahí fuera, ¿no vio algún lobo?

–No, señor. No vi ningún lobo.