–¿Qué le hace pensar que sea Blake? – preguntó el jefe del personal-. No era Andrew Blake quien corría fuera del hospital. Si Daniels tiene razón, era una criatura de otro mundo.
–Pero Blake estaba aquí también -protestó el senador Horton-. Pudo estar encerrado dentro del cuerpo de una criatura extraña, que después se ha cambiado en Blake.
El senador Stone, arrellanado en su sillón, se burló de Horton.
–Si quiere usted conocer lo que pienso, todo eso es un completo disparate, una solemne tontería.
–Estamos interesados en sus pensamientos, por supuesto -repuso Horton-. Pero quisiera, Salomón, que al menos por una vez, fueran un poco constructivos.
–¿Y qué puede haber de constructivo en todo esto? – gritó Stone-. Esto es una especie de juego de niños, al menos así parece haberse convertido. Todavía no lo he calculado bien; pero creo conocer de lo que se trata. Juraría que está usted en el fondo de todo esto. Usted está siempre sacándose trucos de la manga, Chandler. Creo que está removiendo todo esto para demostrar algo, más que probablemente, pero hasta ahora no veo de qué se trata. Sabía que se intentaba algún truco cuando trajo usted a ese Lukas para testificar.
–Doctor Lukas, si no le importa, senador -dijo Horton.
–Está bien, pues, doctor Lukas. ¿Qué conoce él al respecto?
–Veamos la forma de descubrirlo. Doctor Lukas, ¿qué sabe usted de todo esto?
Lukas hizo un gesto seco.
–De lo ocurrido en este hospital, absolutamente nada. Respecto a si ha podido ocurrir según lo que opina el doctor Daniels… creo estar de acuerdo con él.
–Pero eso es una simple suposición -apuntó Stone-. Nada más que suposiciones. El doctor Daniels cree haberlo descubierto. ¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Hurra por él! Tiene una gran imaginación. Pero eso no significa que lo que ha ocurrido realmente es lo que él piensa.
–Debo hacerle notar -intervino entonces el jefe del personal- que Blake era paciente del doctor Daniels.
–¿Lo que significa que también cree usted lo que él piensa?
–No necesariamente. No sé personalmente qué pensar. Pero si hay alguien aquí que pueda formarse una buena opinión, es el doctor Daniels.
–Creo que debemos calmarnos un poco -opinó Horton- y revisar lo que tenemos disponible a mano. Ni que decir tiene que apenas tengo que resaltar los cargos del senador Stone de que esto sea un juego de niños, ni ningún truco; pero sí que debemos todos estar de acuerdo en que lo ocurrido aquí esta noche, está muy fuera de lo usual. También dudo de que la decisión del doctor Winston de reunimos a todos, haya sido hecho a la ligera. Sabe ahora que no puede formarse una sólida opinión; pero ciertamente tiene que haber sentido que había alguna razón para interesarnos a todos.
–Sigo creyendo que la hay -dijo el jefe.
–Comprendo que el lobo, o lo que fuese…
Salomón Stone emitió un fuerte resoplido.
Horton le miró glacialmente con fijeza.
–…o lo que fuese -continuó-, corrió por las calles hacia el parque y la policía intentó darle caza.
–Eso es cierto -dijo Daniels-. Ahora se encuentran por ahí fuera intentando capturarlo. Un idiota de motorista le captó con los faros cuando cruzaba la calzada e intentó correr tras él.
–Comprenderán ustedes que ésta es una clase de asunto que debemos parar en seco -explicó Horton con energía-. Todo el mundo aquí, aparentemente, pareció perder los estribos…
–Tiene que comprender -dijo el jefe del personal- que todo ello era francamente fantástico. Nadie pensó con la cabeza.
–Si Blake es lo que Daniels piensa que es -dijo Horton-, tenemos que hacer que regrese. Hemos perdido dos siglos de progreso en la bioingeniería, porque se tenía entendido que la Administración del Espacio y su proyecto fracasó, y a causa de este fracaso, el proyecto fue archivado para siempre. Archivado de tal forma, debo hacer resaltar, hasta el extremo de ser olvidado. Todo lo que quedó de él fue el mito y la leyenda. Pero ahora parece que no fracasó. Podemos tener la evidencia de su éxito ahí fuera, en los bosques.
–Falló, de acuerdo -dijo el doctor Lukas-. No funcionó en la forma que había calculado la Administración del Espacio. Creo que Daniels ha dado en el clavo. Una vez que las características de un ser de otro mundo fueron insertas en el androide, ya no pudieron ser erradicadas. Se convirtieron en un rasgo permanente del propio androide. Y así llegó a ser dos criaturas, la humana y la extraña. En todo. En características corporales y en estructura animal.
–Señor, esa situación mental -preguntó el jefe del personal-, ¿haría que la mentalidad del androide fuese sintética? Con ello quiero significar una mentalidad cuidadosamente fabricada que fue sintetizada y después insertada en su interior.
Lukas hizo un gesto negativo.
–Yo lo dudaría, doctor. Eso habría sido un método primitivo, un procedimiento más bien tonto de conseguirlo. Los registros, o al menos lo que yo he visto, no hacen ninguna mención de ello; pero presumo que la estructura y la pauta de una mente humana fue impresa en el androide, en su cerebro. Incluso entonces tenían que haber dispuesto ya de esa técnica. Los Bancos de Mentes fueron creados hace ya mucho tiempo.
–Sí, algo más de trescientos años -afirmó Horton. – Entonces, resulta evidente que disponían de la técnica suficiente para hacerlo y realizar tal transferencia. Este asunto de construir una mente sintética resultaría difícil hoy, una vez que se abandonó hace ya doscientos años. Dudo que hoy conociésemos todos los ingredientes para proveer una mente equilibrada, una que fuese humana. Hay tantas cosas para poder construir una mente humana… Podríamos sintetizar una mente, sí, supongo que lo haríamos; pero una extraña, que dé lugar a que surjan acciones y emociones extrañas, no totalmente humanas, algo menos que humano, tal vez algo más que humano.
–Así usted piensa -dijo Horton- que Blake lleva en su cerebro el duplicado de la mente de un hombre que vivió en el tiempo en que fue fabricado…
–Yo me encuentro inclinado casi positivamente a afirmar que así es.
–Y yo también -expresó el jefe del personal.
–Así pues -continuó Horton-, él es humano, o por lo menos, tiene una mente humana, ¿no es cierto?
–No veo otra solución -opinó el doctor Lukas-. Tuvieron que haberle provisto de una mente humana.
–Todo es una perfecta tontería -interrumpió Stone-. Jamás he oído tanto disparate en todos los días de mi vida.
Nadie le dedicó la menor atención. El jefe de personal se dirigió al senador Horton.
–¿Cree usted que es vital que encontremos a Blake?
–Desde luego, antes de que la policía le mate o destruya el cuerpo, sea el que sea, en que esté contenido. Y antes también de que consiga refugiarse en cualquier agujero por ahí, Dios sabe dónde, y nos lleve meses el encontrarle, si es que se le encuentra.
–Estoy completamente de acuerdo -dijo el doctor Lukas-. Piensen en todo lo que tiene que contarnos. Si la Tierra espera embarcarse en un programa de ingeniería humana, bien sea ahora o en un futuro próximo, lo que podemos aprender de Blake tiene un valor incalculable.
El jefe del personal hizo un gesto con la cabeza asombrado.
–Pero Blake es un caso especial. Es un espécimen superversátil. Según tengo entendido, el proyecto no tiene en cuenta una criatura semejante.
–Doctor -dijo Lukas-, lo que dice usted es cierto; pero cualquier clase de androide, cualquier tipo de sintetismo organizado…
–Caballeros, creo que están ustedes perdiendo el tiempo -interrumpió el senador Stone-. No va a llevarse a cabo ningún proyecto de bioingeniería humana, ni programa parecido. Yo y algunos de mis colegas, ya lo hemos considerado.
–Salomón -dijo Horton pacientemente-, dejemos que usted y yo nos preocupemos de la política del proyecto más tarde. Ahora mismo tenemos a un hombre aterrado por ahí en esos bosques y debemos hallar la forma de hacerle saber que no pretendemos causarle ningún daño.
–¿Y qué se propone hacer para conseguir eso?
–Pues a mí me parece bastante simple. Ordenar que cese la persecución, y después dar las noticias oportunas en los medios de difusión. Contando con periódicos, los poderosos medios electrónicos y…
–¿Cree usted que un lobo leerá un periódico o se detendrá a, mirar un dimensino?
–Lo absolutamente probable es que haya dejado ya de ser un lobo -dijo Daniels-. Tengo la corazonada de que tan pronto como sea posible, se convertirá en un hombre. Por una poderosa razón, una criatura extraña debería encontrar este planeta de lo más confuso e inconfortable.
–Caballeros, por favor -sugirió el jefe del personal.
Todos se volvieron hacia él.
–No podemos hacer eso -dijo-. Semejante historia, pondría en el más espantoso de los ridículos a este hospital. Sería absurdo en cualquier circunstancia, pero, ¡salir ahora con la historia del hombre-lobo! ¿Es que no se figuran ya las cabeceras de los periódicos? ¿No se figuran el jolgorio de la prensa a nuestras expensas?
–Pero, ¿y si tenemos razón? – sugirió Daniels.
–Ese es el problema. No podemos saber si tenemos razón. Podemos tener toda la razón del mundo para creer que estamos en lo cierto, pero aún seguiría siendo insuficiente. En una cosa así, tenemos que disponer de la absoluta evidencia y no la tenemos.
–Entonces, ¿se niega usted a que se haga ese anuncio? lo que respecta al hospital, no puedo. Si la Administración del Espacio lo permite, entonces estaré de acuerdo. Pero no puedo, no por mí mismo, aunque yo tuviera razón. La Administración del Espacio me dejaría caer en la espalda una tonelada de ladrillos. Se formaría un verdadero infierno…
–¿Incluso después de doscientos años?
–Sí, incluso después de tanto tiempo pasado. ¿No ven ustedes que si Blake es lo que pensamos, pertenece de todas formas al Espacio? Eso es cuenta de ellos. Es su bebé, no el mío. Blake es algo que ellos comenzaron y…
La burlona carcajada del senador Stone resonó por toda la estancia.
–No le preste atención alguna, Chandler. Adelante y cuéntele a los muchachos lo que quiera por su cuenta. Adelante con esa historia. Demuéstrenos que tiene agallas. Siga sus convicciones. Espero que lo haga.
–Apuesto a que lo haré -repuso Horton.
–Si va a hacerlo, debo advertirle algo, amigo -dijo Stone-."Una palabra pública procedente de usted y armaré un escándalo que durará por lo menos dos semanas.
20
La llamada periódica y constante del teléfono llegó finalmente hasta el mundo de ilusiones del dimensino. Elaine Horton se levantó, abandonando el lugar en que había estado observando el mundo de cosas ya pasadas, de antiguos días de la Tierra.
El teléfono continuaba su zumbido intermitente con el panel de visión pulsando impaciente sus destellos luminosos.
Se aproximó al aparato y tocó el dispositivo correspondiente. Frente a ella apareció un rostro, débilmente iluminado por la defectuosa luz de una cabina pública de teléfonos.
–¿Andrew Blake? – llamó sorprendida.
–Sí, soy yo. Ya verá…
–¿Le ocurre algo? Al senador le han llamado, y…
–Creo estar en dificultades -le dijo Blake-. Probablemente habrá usted oído lo que ha ocurrido.
–Se refiere usted al hospital… Estuve un rato pendiente; pero se ha visto muy poco. Han dicho algo respecto a un lobo, y también que uno de los pacientes había desaparecido.
Entonces, súbitamente, pareció caer en la cuenta de algo.
–¡Un paciente desaparecido! ¿Se referían a usted, Andrew?
–Me temo que sí. Necesito ayuda. Y usted es la única persona que conozco, la única a quien me atrevería a pedírsela…
–¿Qué clase de ayuda?
–Necesito algunas ropas.
–¿Quiere decir que abandonó el hospital sin ropas? Pero debe hacer un frío terrible ahí en la calle…
–Es una larga historia -dijo Blake-. Si no quiere ayudarme, no lo haga. Me hago cargo. No quiero verla implicada en todo esto; pero lo cierto es que estoy helándome poco a poco y estoy metido en un buen apuro…
–¿Quiere decir que está huyendo del hospital?
–Así podría llamarlo usted.
–¿Y qué clase de ropas?
–Cualquier clase, las que sean. No dispongo de nada absolutamente.
Elaine pareció dudar por un momento. Esto debiera consultarlo con el senador. Pero no estaba en casa. No había vuelto del hospital y no había dicho cuando lo haría.
Cuando la joven habló de nuevo, lo hizo con la voz más calmada y precisa.
–Veamos si estoy en lo cierto, Blake. Usted ha sido quien se escapó del hospital y sin sus ropas. Y dice que no va a volver. Está en un gran apuro. ¿Quiere decir que le están buscando?
–Sí, desde hace algún tiempo la policía está a mi caza y captura.
–¿Y ahora no?
–No, no por el momento. Les hemos dado esquinazo.
–¿Habla usted en plural?
–Perdone, me he equivocado. Quería decir que he conseguido escapar de la policía.
Elaine suspiró profundamente.
–¿Dónde se encuentra en este momento?
–No estoy absolutamente seguro. La ciudad ha cambiado desde que yo la conocí. Calculo que estoy al sur del final del viejo puente de Taft.
–Quédese ahí -dijo ella-. Espere a que llegue con mi coche. Rodaré despacio y le buscaré.
–Gracias…
–Un momento. Se me ocurre algo. ¿Está usted llamando desde un teléfono público?
–Así es.
–Necesita usted una moneda para que funcione el aparato. Sin ropas de ninguna clase, ¿dónde consiguió usted esa moneda?
Un amargo gesto se dibujó en el rostro de Blake.
–Las monedas caen dentro de las cajitas. Me temo que utilicé una piedra.
–¿Ha roto usted la caja para conseguir una moneda con que llamar?
–Como lo habría hecho un gamberro profesional.
–Comprendo. Será mejor que me dé el número de ese teléfono. Permanezca próximo a él, para que pueda llamarle,
si es que no puedo encontrarle… si no está usted donde supone.
–Un momento.
Blake miró a la plaquita situada encima del teléfono y leyó los números. Elaine encontró un lápiz y copió el número al margen de un periódico.
–Se dará cuenta -dijo ella- que está corriendo un gran riesgo conmigo. Tengo que tenerle materialmente clavado en ese teléfono y el número puede ser localizado.
Blake hizo otro gesto amargo.
–Me he dado cuenta. Pero tengo que correr ese riesgo. Usted es la única oportunidad con que cuento.
21
–¿Esa mujer? – preguntó Indagador-. Ella es una hembra, ¿no es cierto?
__Si -dijo Cambiador-. Una magnífica hembra. Muy bella, diría yo.
–Apenas si he captado algo -dijo Pensador-. El concepto es nuevo para mí. Una hembra es un ser a quien uno demuestra afecto, ¿verdad? Según veo, la atracción debe ser mutua. ¿Una hembra en la que se puede confiar?
__A veces -repuso Cambiador-. Depende de muchas cosas…
–No comprendo tu actitud respecto a las hembras -gruñó Indagador-. No son más que continuadoras de la raza.
__Tu sistema -dijo Pensador-, es ineficiente y desagradable. Si surge la necesidad, yo soy mi propio continuador. La presente cuestión parece ser no la importancia biológica o social de esta hembra, sino la de saber si es alguien en quien podamos confiar…
–No lo sé -repuso Cambiador-. Creo que sí. Apostaría a que sí podemos confiar.
Estaba acurrucado tras un matorral, temblando de pies a cabeza. Sus dientes tenían la constante tendencia a rechinar. El viento, soplando del norte, traía un toque helado. Cuidadosamente puso los pies bajo el cuerpo, intentando aliviar el dolor que sentía en ellos. Se había magullado los dedos mientras corría huyendo en la oscuridad tropezando en algo agudo y ahora le dolían terriblemente.
En frente, estaba la cabina pública de teléfonos, con el signo iluminado resplandeciendo un tanto sombríamente. Más allá de la cabina, discurría la calle, prácticamente desierta. Algún coche pasaba ocasionalmente, y siempre a toda velocidad. El puente sonaba siniestramente a hueco al paso de los vehículos.
Blake se acercó aún más a los matorrales. ¡Cristo, pensó, qué situación! Allí acurrucado, desnudo y medio helado, esperando a una chica a quien solo había visto dos veces para pedirle ropas sin estar seguro de que quisiera hacerlo…
Hizo una serie de gestos contradictorios, recordando la llamada telefónica. Se había visto forzado a poner en juego toda su voluntad para hacerlo. No le habría reprochado nada, de no haber querido ella escucharle. Asustada, naturalmente y tal vez llena de sospechas, pero, ¿quién no lo habría estado en su lugar? Una persona completamente extraña llamando con una tonta y embarazosa súplica de ayuda…
Analizando la cuestión, no tenía nada que reprocharle. Lo sabía. Y para que las cosas resultasen más ridículas aún, era la segunda vez que se había visto obligado a llamar al hogar del senador en solicitud de ropas. Esta vez, sin embargo, no había ido a su hogar. La policía estaría vigilando y le hubiera echado el guante antes de aproximarse.
Se estremeció invadido por un frío terrible y se lió los brazos al cuerpo en un fútil intento de conservar el calor. Por encima de él sonó un ruido extraño y, al levantar los ojos, comprobó que era una casa deslizándose entre los árboles, perdiendo altitud, tal vez dirigiéndose a uno de los lugares de aparcamiento predeterminados de la ciudad. La luz se escapaba por sus ventanas, de donde salía igualmente el sonido de risas y de música. Eran gentes felices, libres de cuidados, mientras que él estaba como una fiera perseguida y muerta de frío.
Observó la casa hasta desaparecer, cayendo hacia el este. ¿Qué tenía él que hacer? ¿Qué tendrían que hacer los tres? Una vez que consiguieran las ropas, ¿cuál sería el siguiente paso a dar?
Por lo que Elaine había dicho, aparentemente él no había sido todavía identificado como el hombre que se había escapado del hospital. Pero pasadas algunas horas, la historia se extendería por todas partes. Entonces, su rostro aparecería en las primeras páginas de los periódicos y en el dimen-sino. En tal caso, no tendría la menor esperanza de poder escapar, sin ser reconocido. Era cierto que tanto Indagador como Pensador podrían hacerse cargo de la situación cambiándose en su cuerpo y entonces no habría rostro humano que reconocer; pero tanto el uno como el otro deberían permanecer más estrictamente aún fuera de la vista de las gentes. El clima estaba contra ellos, demasiado frío para Pensador y demasiado cálido para Indagador, aparte de las demás complicaciones inherentes al hecho de absorber energía y conservarla, para mantener el cuerpo en funcionamiento. Habría alimento que Indagador pudiera tomar, pero era preciso investigar cuál podía ser. Existían lugares próximos a fuentes de energía eléctrica donde Pensador pudiera extraer la precisa; pero sería complicado buscarlas y seguir aún sin ser detectados.
¿Sería seguro, pensó, entrar en contacto con el doctor Daniels? Pensando bien el asunto, decidió al fin que sería más bien inseguro. Sabía ya la respuesta que le daría: que volviese al hospital. Y el hospital era una trampa. Allí permanecería sujeto a interminables entrevistas, pruebas médicas y tal vez, tratamiento siquiátrico. No estaría a cargo de él. Permanecería cortésmente vigilado y bien guardado. Un prisionero, en suma. Y aún habiendo sido fabricado por el hombre, no estaba dispuesto, de ningún modo, a ser propiedad de ningún otro hombre. Tenía que seguir siendo quien era.
Pero… ¿qué pensar de sí mismo? No era un hombre solo, por supuesto, sino un hombre con otras dos criaturas. Incluso deseándolo nunca podría escaparse de aquellas otras dos mentes que, con él, compartían la propiedad de una masa de materia que servía para sus cuerpos. Pero ahora que pensaba en ello, se dio cuenta de que no quería verse libre y escapar de aquellas otras mentes. Estaban soldadas a la suya, estaban con él, más cerca y más fundidas de lo que cualquier otra cosa pudiera haberlo estado. Eran amigos, bueno, tal vez no exactamente amigos, sino colaboradores existiendo en el lazo común de una simple carne. Y aún no habiendo sido amigos ni colaboradores, había aún otra consideración que no podía ignorar. Había sido por su mediación por lo que los otros estaban metidos en aquella aventura, y considerándolo bien, no tenía otro remedio que seguir con ella hasta el fin.
¿Acudiría Elaine a la cita, o por el contrario, habría ido a la policía con la información, o al hospital? No podía tampoco reprocharle nada a la joven, de haberlo hecho. ¿Cómo podría ella saber que no estaba más bien loco de atar, o ligeramente atacado de alguna especie de locura? Elaine podía creer muy bien que actuaba en su propio interés, de haber actuado en esa forma. En cualquier momento podía llegar un coche de la policía, dejando escapar de su interior un grupo de guardias armados.
–Indagador -dijo Cambiador-, podemos hallarnos en dificultades. Está pasando ya mucho tiempo para que venga ella.
–Hay otros caminos a seguir -repuso Indagador-. Si ella falla, encontraremos otros medios.
–Si la policía llega -dijo Cambiador-, tendremos que transformarnos en ti. No podré de ningún modo escapar. No puedo ver muy bien en la noche y tengo los pies destrozados, y…
–En cualquier momento que lo digas, estaré dispuesto -repuso Indagador-. No tienes más que avisar.
Allá abajo, en el valle lleno de árboles, un mapache dejó escapar un lastimero aullido. Blake se estremeció. Diez minutos más, pensó. Le daré a Elaine diez minutos más. Si no aparece en ese tiempo nos iremos de aquí. Y en aquel momento, imaginó cómo podría saber el tiempo correspondiente a diez minutos sin contar con un reloj para apreciarlo.
Siguió acurrucado, solitario, sintiéndose miserable y estremecido por el frío y la angustia. Una cosa extraña, pensó. Extraño en un mundo de criaturas de las cuales tenía la misma forma. ¿Habría algún lugar para él, no solo en este planeta, sino en cualquier otra parte del Universo?
–Soy humano -dijo a Pensador-, insisto en ser un humano.
Pero, ¿qué derecho tenía para insistir?
–Calma, muchacho -dijo Indagador-. Vamos, cálmate, tranquilo.
Siguió pasando el tiempo. El mapache se había callado. Un pájaro trinaba su canto nocturno entre los árboles. ¿Estaría asustado por la extraña presencia suya? ¿O presintiendo alguna amenaza misteriosa?
Un coche se aproximó lentamente por la amplia calzada. Se detuvo en el bordillo opuesto a la cabina telefónica. Entonces tocó la bocina suavemente.
Blake se levantó y por detrás del matorral hizo un gesto con los brazos.
–¡Por aquí! – gritó.
Se abrió la portezuela del coche y Elaine salió. A la débil luz de la bombilla de la cabina telefónica la reconoció con su rostro oval y la obscura belleza de sus cabellos. La joven llevaba un bulto en las manos.
Elaine pasó por delante de la cabina telefónica y se dirigió hacia el matorral. Se detuvo a diez pies de distancia.
–Aquí tiene, tome -dijo, arrojándole el bulto.
Con los dedos agarrotados por el frío, Blake desenrolló el paquete tomando ávidamente las ropas. Las sandalias eran buenas, la ropa de buena lana negra, con un capuchón adosado.
Una vez vestido rápidamente, salió fuera y se unió a Elaine.
–Gracias -dijo-. Estaba casi congelado.
–Lamento haber tardado tanto -dijo ella-. No dejé de pensar un momento en la situación en que se encontraba. Pero tenía que reunir las cosas.
–¿Cosas?
–Sí, lo que necesitaba usted.
–No comprendo.
–Dijo usted que estaba huyendo. Necesita usted algo más que ropas. Venga y entre en mi coche. Tengo un calentador.
Blake retrocedió.
–No -le dijo a la chica-. ¿No lo comprende? No puedo seguir comprometiéndole más de lo que ya lo he hecho. No es que no se lo agradezca…
–No tiene sentido -dijo la joven-. Usted es la buena acción del día.
Blake sé apretó las ropas contra el cuerpo.
–Mire -dijo ella-. Tiene frío. Métase en el coche.
Blake vaciló. Tenía mucho frío y en el coche hacía calor.
–Vamos -insistió ella.
Se dirigió con ella hacia el coche, esperó a que entrase, situándose tras el volante, y después entró él. Una bocanada de aire caliente le acarició los tobillos.
Ella lo puso en marcha y el coche arrancó.
–No puedo permanecer aquí aparcada -explicó la joven-. Cualquiera podría informar del hecho, verme o investigar. Mientras siga moviéndome, todo irá bien y será legal. ¿Hay algún sitio a dónde pueda llevarle?
Blake sacudió la cabeza, denegando.
–¿Fuera de Washington, tal vez?
–Sí. Fuera de Washington es un punto de arranque, al menos.
–¿Podría decirme algo al respecto, Andrew?
–No mucho. Si se lo dijera, probablemente detendría el coche y me echaría.
Ella soltó una sincera carcajada.
–Vamos, no intente dramatizar las cosas, Andrew, sea lo que sea. Voy a dar la vuelta y a dirigirme hacia el oeste. ¿Le va bien?
–Está perfectamente. Allí habrá lugares en donde pueda esconderme.
–¿Cuánto tiempo piensa usted que podrá seguir escondiéndose?
–No sabría decirlo.
–¿Sabe lo que pienso? No creo que tenga que esconderse en absoluto. Alguien acabaría por descubrirle. Su única oportunidad es seguir caminando y moviéndose, sin permanecer mucho tiempo en ningún lugar.
–¿Ha pensado usted en eso?
–No. Creo que es de sentido común. Esa ropa que le he traído, uno de los trajes de lana del que papá se siente tan orgulloso, es de la clase del que los estudiantes vagabundos suelen ponerse.
–¿Estudiantes vagabundos?
–Ah, lo había olvidado. No está usted todavía familiarizado con las cosas que pasan ahora. No son realmente estudiantes. Mejor se les podría llamar holgazanes artísticos. Van de un lado a otro, algunos pintan algo, otros escriben libros y algunos de entre ellos hacen poesías, ya sabe, cosas de arte como ésas. No es que haya muchos; pero los suficientes para que sean reconocidos así por la indumentaria que usan. Y ni que decir tiene que nadie les presta atención. Puede usted ponerse esa capucha sobre el rostro sin que nadie le mire a la cara.
–¿Y cree usted que podría pasar por uno de esos estudiantes vagabundos?
Ella ignoró la interrupción.
–Encontré una vieja mochila para usted. Es de la que ellos suelen utilizar. Algunos cuadernos de papel, lápices y un par de libros para leer. Mejor será que les eche un vistazo para que sepa de qué tratan. Tanto si le gusta como si no, será usted un escritor. A la primera ocasión, escriba dos o tres páginas. Así, si alguien le pregunta, dará la sensación de ser auténtico.
Se arrebujó en el asiento, acariciado por el tibio ambiente del interior del coche. Ella había ya dado la vuelta por otra calle y se dirigía hacia el oeste. Enormes bloques de edificios que parecían llegar al cielo se levantaban unos junto a otros.
–Busque en el compartimiento que tiene a su derecha -dijo ella-. Supongo que está hambriento. Le he arreglado algunos bocadillos y un termo lleno de café.
Blake metió la mano en la bolsa lateral y sacó un paquete. Lo abrió y tomó un bocadillo.
–Estaba realmente hambriento -dijo.
–Pensé que lo estaría, es natural.
El coche siguió marchando. Las casas de apartamientos se iban haciendo más escasas. Aquí y allá había pequeñas comunidades con simples casas.
–Pude haber traído un flotador para usted -dijo Elaine-. Incluso tal vez un coche de tierra.– Pero ambos necesitan licencia y no sería difícil localizarlos. Además, nadie presta atención a un hombre que camina a pie. Estará usted más seguro de esta forma.
–Elaine -preguntó Blake-. ¿Por qué se ha tomado tanta molestia por mí? Yo no le había pedido tanto.
–No sé. Supongo que será por lo mucho que ha sufrido y la mala racha que está pasando. Recogido en el espacio y después metido en un hospital para ser examinado constantemente. Llevado algún tiempo a aquel pequeño pueblo, para ser enjaulado en seguida nuevamente.
–Ellos estaban haciendo lo que podían por mí.
–Sí, ya lo sé. Pero eso no podía ser nada agradable. No le reprocho que se haya usted escapado a la primera oportunidad de hacerlo.
Siguieron rodando algún tiempo en silencio. Blake comía los bocadillos y tomaba de tanto en tanto un sorbo de café caliente y azucarado.
–¿Y ese lobo? – preguntó la joven de repente-. ¿Qué sabe usted de ese asunto? Dicen que se trata de un lobo.
–Por lo que yo sé, no se trata de ningún lobo.
Al responder así se consoló a sí mismo de que técnicamente, al menos, tenía razón. Indagador no era ningún lobo.
–El hospital estaba terriblemente revuelto y el pánico cundió por todas partes -continuó Elaine-. Telefonearon al senador para que fuese allá.
–¿Por mí o por el lobo? – preguntó Blake.
–No lo sé. Papá no había vuelto todavía cuando salí.
Llegaron a una intersección y la joven detuvo el coche, lo aproximó al borde y entonces frenó.
–Hasta aquí es donde puedo llevarle -dijo ella-. No debo tardar demasiado en volver a casa.
Blake abrió la puerta y vaciló.
, – Gracias -murmuró-. Me ha ayudado usted no sabe cuánto. Espero que algún día…
–Un momento -le interrumpió Elaine-. Aquí tiene su mochila. En ella hay también algún dinero…
–No, espere…
–Espere usted. Lo necesitará. No es mucho; pero le servirá de gran ayuda. Es de todo lo que dispongo. Algún día podrá devolvérmelo.
Blake alargó la mano y tomó la mochila y se la colgó al hombro. Su voz estaba velada por la emoción cuando habló de nuevo.
–Elaine… Elaine… no sé qué decir…
En la oscuridad interior del coche parecía que ella estaba más cerca de él. Su hombro tocaba a su brazo y pudo apreciar el dulce perfume que exhalaba la joven. Sin que pudiera darse cuenta de lo que hacía, le puso el brazo alrededor de los hombros, se aproximó a ella y la besó. Ella levantó las manos y le rodeó la cabeza con sus dedos suaves y frescos.
Después se apartaron. Ella le observaba con una dulce mirada, firme y segura.
–No te habría ayudado si no me hubieras gustado tanto -dijo ella-. Creo que eres todo un hombre y que actúas bien. Pienso que no estás haciendo nada de lo que tengas que avergonzarte.
Blake no respondió.
–Ahora, vete -dijo ella-. Escapa en la noche. Más tarde, cuando puedas, hazme saber alguna noticia tuya…
22
El lugar para comer se hallaba en el vértice de una Y, donde el camino se bifurcaba en dos direcciones. A la media luz de la naciente aurora, el rojo letrero que se extendía en el techo aparecía rosado. Blake anduvo entonces con alguna mayor rapidez. Allí existía la oportunidad de entrar en calor, mientras descansaba y tomaba algún alimento. Los bocadillos con que le había provisto Elaine, le habían durado toda la noche, una larga noche de caminar incesante; pero entonces, se hallaba nuevamente hambriento. Con la llegada del nuevo día, debería encontrar un sitio en que pudiera dormir un poco y esconderse, tal vez en alguna pila de heno. Se preguntó si todavía quedarían pilas de heno en el campo, o si tales cosas del pasado habrían desaparecido ya de la faz de la Tierra.
El viento soplaba obstinadamente desde el norte, obligándole a ponerse la capucha del traje de lana del senador Horton sobre la cara. La tira de la mochila le hería ya el hombro e intentaba, a cada instante, cambiársela y reajustarla y encontrar un trozo de piel que no estuviese ya enrojecido. Le daba la impresión de que no quedaba ninguna parte en esas condiciones.
Llegó finalmente al cenador y atravesó el pequeño jardín de la fachada; subió, unos cuantos peldaños y se dirigió hacia la puerta. El lugar estaba vacío. El mostrador resplandecía como si estuviese recién pulimentado y limpio y la cafetera cromada, brillando a la incierta luz de las lámparas dispuestas en el techo de la estancia.
–¿Cómo está usted? – preguntó la habitación. La voz correspondía a una pulida y atenta camarera-. ¿Qué va a ser esta mañana?
Blake miró a su alrededor, sin ver a nadie y después se dio cuenta de la situación real. Otra instalación robótica, como las casas volantes.
Se adelantó por el local y tomó asiento en uno de los taburetes.
–Unos pasteles -repuso-, y un poco de jamón y café. Dejó deslizarse la mochila de su hombro dolorido hasta situarla junto al taburete.
–¿Madrugando, verdad? – preguntó la habitación-.
No me diga que ha estado caminando toda la noche. – No toda la noche. Desde temprano, eso es todo. – Ya no se ven compañeros suyos por aquí. ¿A qué se dedica, amigo?
–Escribo algo -dijo Blake-. Por lo menos, lo intento. – Bien -repuso la instalación robótica en forma de albergue de camino-, al menos usted logra contemplar algo de esta zona campestre. Me aburro aquí como una ostra. No consigo ver a nadie. Todo lo que hago es hablar mucho, con lo cual consigo distraerme algo.
Automáticamente, un vertedor vertió un trozo de pasta sobre la parrilla, la movió a lo largo de un pequeño raíl y después soltó un segundo y un tercero, para inmediatamente volverlos a su primitiva posición. Un brazo metálico montado junto a la cafetera se extendió y puso en marcha una palanca situada encima de la parrilla. Tres lonchas de jamón se deslizaron, una tras otra, para caer en la parrilla. Con la mayor destreza, el brazo metálico las tomó y las separó poniéndolas en perfecto orden.
–¿Desea usted tomar el café ahora? – preguntó el comedor.
–Por favor.
El brazo metálico tomó una taza, la sostuvo bajo la espita de la cafetera y activó el dispositivo. El café salió humeante y oloroso y, una vez llena la taza, el brazo metálico la colocó limpiamente ante Blake. Después actuó de nuevo para recoger el azucarero, limpio y brillante, que colocó con la mayor delicadeza y cortesía a su alcance.
–¿Crema? – preguntó la máquina.
–No, gracias -dijo Blake.
–Oí una buena historia el otro día -comentó el comedor-. Un cliente que pasó por aquí me la contó. Parece qué…
La puerta se abrió tras Blake.
–¡No! ¡No! – gritó malhumorado el comedor-. Vamos, lárgate fuera. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no asomes por aquí cuando tengo clientes?
–Vengo precisamente a ver a tu cliente -dijo una voz chillona.
El sonido de aquella voz hizo que Blake se volviera en el acto. Un duende estaba de pie junto a la puerta, con sus brillantes ojos encima de su hocico de roedor y el cráneo apepinado flanqueado por unas grandes orejas con borlitas en las puntas. Sus pantalones estaban rayados de verde y rosa.
–Yo le alimento -comentó el comedor-. Tengo que soportarlo. La gente dice que es buena suerte tener uno cerca, pero éste no me trae otra cosa que problemas. Todo se le vuelven trucos. Es un marrullero y un impertinente. No me tiene ningún respeto…
–Eso es porque adoptas humos de persona humana -repuso tranquilamente el duende-, olvidándote que tú no eres un ser humano, sino una máquina hecha por los humanos y para servirlos, robando un trabajo honesto a un humano que pudiera llevarlo a cabo. Me pregunto si existe alguien que sienta respeto por ti.
–¡Ya se han terminado las consideraciones! Ya no más dormir aquí cuando hace frío en la calle. No tengo nada más para ti. Me he hartado de soportarte.
El duende no hizo el menor caso a la andanada de improperios del comedor y atravesó decidido el piso de la habitación. Se detuvo y se inclinó graciosamente ante Blake.
–Buenos días, honorable señor. Espero que se encuentre bien.
–Muy bien -repuso Blake, luchando entre lo divertido de la escena y cierto presentimiento-. ¿Te gustaría tomar algo conmigo para desayunar?
–Encantado -dijo el duende, subiéndose al taburete más próximo a Blake, donde quedó con las piernas colgando a buena distancia del suelo.
–Señor, tomaré cualquier cosa que tome usted. Ha sido usted de lo más cortés y generoso al invitarme, porque ciertamente estoy hambriento.
–Ya has oído a mi amigo -dijo Blake al comedor-. Tomará lo mismo que yo.
–¿Pagará usted por él? – preguntó el comedor.
–Por supuesto que sí.
El brazo mecánico volvió a actuar repitiendo las mismas operaciones que para servir a Blake.
–Es bueno tomar una comida normal -comentó el duende, hablando confidencialmente a Andrew Blake-. La mayor parte de la gente me da desperdicios. Y mientras el hambre no puede elegir, interiormente estoy suplicando a veces una mayor consideración hacia mi persona.
–No le permita que le cuente historias -advirtió el comedor a Blake-. Invítele a desayunar, si quiere; pero después envíele al diablo. No deje que le engatuse, o le dejará sin blanca.
–¡Puaff! ¡Máquinas! – repuso el duende despectivamente-. No tienen sensibilidad. Ignoran los más finos instintos. Son duras para aquellos a quienes tienen la obligación de servir. Además, no tienen alma.
–Tampoco la tienes tú, extraño piojoso -exclamó iracundo el comedor-. Eres un embaucador, un vagabundo y además un parásito. Te vales del género humano, sin misericordia y no tienes la menor gratitud, ni sabes cuándo vas a detenerte en tus granujerías.
El duende miró a Blake, con un gesto irónico y después levantó ambas palmas de las manos hacia arriba con aire desesperanzado.
–Te lo repito, sí, eres todo eso -prosiguió el comedor irritado-. Todo lo que te he dicho es una verdad como un templo.
La máquina había servido al duende lo mismo que a Blake y, al final, con su brazo mecánico depositó ante ellos un tarrito de jarabe. La nariz del duende se movió con evidente placer ante su olor.
–Tiene un olor delicioso -dijo.
Desde la lejanía comenzó a oírse un débil quejido.
El duende se irguió, con las orejas de punta y nerviosas.
El extraño sonido llegó de nuevo más fuerte.
–¡Es otro de ellos! – gritó el comedor-. Se supone que nos avisan con tiempo suficiente de la llegada. Y tú, granuja -dijo, dirigiéndose al duende-, se supone también que deberías estar en el campo para avisarnos. Para eso te alimento.
–Es demasiado pronto para que venga otro -dijo el duende-. No debería llegar otro hasta más avanzada la mañana. Se supone que deben repartirse y utilizar diferentes caminos, para que así uno mismo no tenga que soportarlos todo el tiempo.
Aquel ruido se aproximaba más y más, más fuerte y terrible por momentos, como un trueno solitario que rodase por las colinas.
–¿Qué es eso? – preguntó Blake.
–Es un crucero -le explicó el duende-. Uno de esos grandes cargueros que van por el mar. Lleva un cargamento de algo que tiene que transportar a largas distancias, unas veces desde Europa, otras de África y así. Debió llegar a la orilla del mar hace una hora aproximadamente.
–¿Quieres decir que no se detiene cuando alcanza la orilla?
–¿Por qué debería hacerlo? Funciona sobre el mismo principio que los coches de tierra, sobre un cojín de aire. Lo mismo viaja por el agua que por tierra. Al llegar a la orilla, no vacila, sino que se limita a seguir un camino.
El ruido era ya espantoso. El metal del comedor retemblaba, las contraventanas sonaban como unas castañuelas. La puerta parecía arrancarse de sus goznes y todo daba la impresión de ser víctima de un fuerte movimiento sísmico.
Aquel zumbido llenaba la habitación y fuera se apreciaba un espantoso y terrible aullido como si una tormenta a escala gigante atravesara la tierra.
–¡Todo va a caer al suelo! – gritó el comedor para ser oído por encima del ruido-. Ustedes, tírense al suelo. Este parece uno de los grandes.
El edificio temblaba como por efecto de un tremendo terremoto y el ruido parecía el de una catarata que dejase caer sus masas de agua en todas direcciones, llenando la habitación hasta estallar.
El duende se había refugiado bajo el taburete con ambos brazos firmemente sujetos al soporte metálico del asiento. Tenía la boca abierta y resultaba evidente que estaba gritándole algo a Blake, pero su voz quedaba perdida en el estruendo.
Blake se tiró al suelo y se aferró al piso, intentando fijar los dedos en él y sujetarse; pero la cubierta del piso era dura y suave al tacto y no pudo sostenerse de ningún modo.
El comedor parecía un barco naufragando y el espantoso aullido de la bocina del crucero mar-tierra resultaba ya insoportable. Blake sintió deslizarse por el suelo.
Poco a poco el espantoso ruido fue disminuyendo para perderse en la distancia.
Blake se incorporó. Un charco de café se esparcía sobre.el mostrador, donde había estado su taza, sin que se viera rastro alguno de ella. El plato con los dulces, el jamón y los huevos, estaba tirado en el suelo con su contenido desparramado y deshecho. Y lo mismo sucedía con el alimento del duende.
El brazo mecánico de la instalación robot, dejó escapar un chasquido, tomó una espátula y lo limpió todo lo mejor posible. Por lo demás, el espacio existente tras el mostrador aparecía lleno de vajilla hecha añicos.
–¡Eh, miren ustedes! – se quejó el comedor-. Debería haber una ley para este atropello. Lo notificaré al Jefe y pondrá una demanda y que paguen los culpables. Y ustedes, también tienen que firmar una demanda. Aleguen agonía mental o cosa parecida. Tengo formularios de demanda, si quieren hacerla.
Blake denegó con un gesto.
–¿Y los motoristas? ¿Qué ocurre cuando uno se encuentra con eso en la carretera?
–Ya vio usted esos bunkers a lo largo del camino, de diez pies de alto, con caminos de salida en todos ellos.
–Sí, ya los vi.
–El crucero tiene que sonar su sirena tan pronto como deja el agua y comienza a viajar por tierra. Tiene que seguir tocándola todo el tiempo que dure el viaje tierra adentro. Se oye la sirena y entonces hay que dirigirse hacia uno de esos bunkers y esconderse debajo.
El grifo trabajaba incansablemente recorriendo el mostrador y limpiando la suciedad existente.
–Oiga, señor -preguntó el comedor-, ¿es que no sabe usted nada sobre los cruceros y los bunkers? ¿De qué andurriales viene?
–Eso no es asunto tuvo -dijo el duende hablando por Blake-. Lo que hace falta es que nos pongas otra vez el desayuno, y menos hablar.
23
–Caminemos un poco por la carretera -dijo el duende cuando abandonaron el comedor.
El sol de la mañana asomaba ya por el horizonte a su espalda y sus alargadas sombras se movían a lo largo de la carretera frente a ellos. El pavimento, notó Blake, estaba roto y erosionado.
–No cuidan de las carreteras -dijo-, al menos en la forma que yo las recuerdo.
–No tienen necesidad de hacerlo -explicó el duende-. No hay ruedas. No tienen precisión de una superficie suave y lisa, puesto que no hay contacto. Los coches marchan sobre cojines de aire. Solo necesitan caminos con una cierta señalización. Ahora, cuando hacen alguna nueva vía de comunicación, se limitan a poner una doble fila de estacas, para mostrar a los usuarios la localización de la autopista o la carretera que tienen que seguir.
Continuaron andando, sin prisa. Una bandada de mirlos se levantó en un azulado batir de alas de un matorral de la izquierda.
–Siempre van en bandadas -dijo el duende-. Se levantan pronto. Son unos desvergonzados esos mirlos. No son como las alondras o los petirrojos.
–¿Conoces bien a esos pájaros silvestres? ¿Y a los demás animales?
–Vivimos con ellos -explicó el duende-. Hemos conseguido entenderlos. Hemos incluso llegado a hablar con algunos. No con los pájaros. Los pájaros y los peces son estúpidos. Pero los mapaches y las zorras, las ratas almizcleras y los visones… son verdaderas gentes.
–Vives en los bosques, por lo que veo. – En los bosques y los campos. Nos adaptamos a la ecología. Tomamos las cosas como las encontramos, haciéndonos cargo de las circunstancias. Somos hermanos de sangre toda la vida. No disputamos con nadie.
Blake intentó recordar lo que Daniels le había dicho. Una extraña clase de gentes que se habían sentido ligadas a la Tierra, no por causa de la forma de vida dominante que la habitaba, sino por el planeta en sí mismo. Tal vez, pensó Blake, porque encontraron en los residentes no dominantes, en los pocos animales que vivían silvestres en los bosques y campos, la clase de sencilla asociación que les gustaba a los duendes. Insistiendo en vivir su vida a su propio gusto, y a su manera independiente, y con todo, mendigos y desvergonzados adhiriéndose en una estrecha alianza con cualquiera que quisiera proveerles de sus simples necesidades.
–El otro día me encontré con otro de tus compañeros -dijo Blake-. Tienes que perdonarme; pero no estoy seguro. ¿Podrías tú…?
–¡Oh, no! – dijo el duende-. Era otro de los nuestros. Era el que le localizó a usted.
–¿Localizarme a mí?
–Sí, ciertamente. Fue uno que estuvo observando y vigilando. Dijo que había más de uno en usted y que estaban ustedes en apuros. Nos pasó la información y todos nosotros nos dedicamos a tenerles al alcance de nuestra vigilancia.
–Aparentemente, habéis hecho un buen trabajo. Se ve que os ha costado poco trabajo echarme la vista encima.
–Cuando tenemos que cumplir cualquier cometido -dijo el duende con orgullo- solemos ser muy eficientes.
–¿Y yo? ¿En qué lugar encajo?
–No estoy seguro exactamente. Tenemos que vigilarle. Usted solo tiene que saber que le estamos vigilando. Puede usted contar con nosotros.
–Te lo agradezco -le dijo Blake-. Te lo agradezco muchísimo.
Aquello era todo lo que necesitaba, se dijo Blake a sí mismo, tener a aquellas extravagantes criaturas siguiéndole los pasos.
Caminaron un largo rato en silencio y después Blake preguntó:
–El otro duende que encontré te dijo que no me perdieras de vista, ¿verdad?
–No solo a mí…
–Ya lo sé. Se lo dijo a todos vosotros. ¿Quisieras explicarme qué fue lo que os dijo al resto de vosotros? Bueno, tal vez sea una pregunta estúpida. Hay correo y teléfonos.
El duende dejó escapar una risita entre dientes, con un evidente disgusto.
–Por nada del mundo se nos ocurriría utilizar esos cacharros. Ello iría contra nuestros principios y realmente no tenemos la necesidad de usarlos. Nos limitamos a pasar la información.
–Quieres decir con eso que sois telepáticos…
–Bueno, para ser honestos con la verdad, no sé si lo somos o no. No podemos transmitir palabras, si es eso a lo que usted se refiere. Pero disponemos de una cualidad especial. Resulta difícil de explicar.
–Tenía que haberlo imaginado -dijo Blake-. Una especie de poder psíquico tribal…
–No comprendo bien eso -respondió el duende-, pero si usted prefiere expresarlo así, creo que no hace daño a nadie.
–Supongo que tiene que haber muchas personas a las que tienes que vigilar, como a mí.
–No hay otras, al menos, por el momento. Nuestro amigo nos dijo que había más de uno en usted y…
–¿Qué tiene eso que ver?
–Vaya, bendito sea -dijo el duende-, ése es el nudo gordiano de la cuestión. ¿Cuántas veces se encuentra uno con alguien que es más de una persona en un solo cuerpo? ¿Quiere decirme cuántos hay?
–Hay tres en mí.
El duende sonrió con aire de triunfo.
–Sabía que los había. Me hice una apuesta a mí mismo de que había tres en usted. Uno de ustedes es peludo y fogoso, pero con un temperamento terrible. ¿Puede confirmarme si es así?
–Sí, ciertamente así es.
–Pero el otro me desconcierta.
–Bienvenido al club -concluyó Blake-. A mí también me desconcierta.
24
Cuando Blake llegó hasta la cima de la empinada colina, vio en el valle, donde la tierra se allanaba por un par de millas para volver a elevarse hacia la siguiente, una grande, negra y enorme estructura que se parecía sorprendentemente a una monstruosa chinche, medio encorvada y roma en ambos extremos.
Blake se detuvo ante su vista. Nunca había visto un crucero, pero no cabía la menor duda de que aquella cosa que descansaba al fondo del valle era el crucero que tanto había trastornado el comedor.
Unos coches pasaban no lejos de Blake, recibiendo éste la bocanada del aire comprimido que se escapaba de sus mecanismos.
El duende le había dejado hacía ya una hora y, desde entonces, había caminado sin descanso, buscando algún lugar donde poder esconderse y dormir. Pero a ambos lados del camino no había más que campos cuyas únicas señales eran las hileras de las cosechas recogidas y mostrando el color dorado del otoño. Ninguna vivienda a la vista próxima al camino; las que se divisaban estaban alejadas más de una milla o dos. Blake calculó si el uso de aquel camino, que podía ser considerado como una autopista para las máquinas de entonces, habría sido la causa determinante del alejamiento de los lugares para vivir. Tal vez hubiera otra razón. A lo lejos y hacia el sudoeste, se levantaba a gran altura un grupo de resplandecientes torres; tal vez un complejo de apartamientos de altura, todavía tan cerca relativamente de Washington, pero que daba a sus ocupantes las ventajas de la vida campestre.
Blake, siguiendo por el escalón exterior de la autopista, descendió colina abajo hasta llegar finalmente hasta donde reposaba el crucero. Se había colocado a un lado de la autopista, descansando en unos grandes pivotes de seis pies de altura, como cuatro patas enormes de una gigantesca tortuga. Tan cerca, todavía parecía mayor que visto a distancia, levantándose a más de veinte pies por sobre su cabeza.
En el morro del crucero, estaba un hombre sentado contra una escalera que conducía a la cabina de mando. Estaba sentado a la buena de Dios y vistiendo un grasiento mono de piloto, sobre el cual llevaba una túnica que tenía recogida en la cintura.
Blake se detuvo y le miró:
–Buenos días, amigo -dijo Blake-. Me parece que se encuentra usted en dificultades.
–Saludos, hermano -repuso el hombre, mirando con curiosidad la ropa negra de Blake y su mochila-. Está usted en lo cierto. Se ha quemado un reactor y ha comenzado a salpicarme. Suerte que no ha explotado -añadió. El maquinista o piloto del crucero escupió en el suelo-. Ahora sólo nos queda estar aquí sentados y esperar. He pedido por radio un repuesto necesario y un grupo de reparaciones, lo que se llevará su tiempo, como es natural. – Ha dicho usted, nosotros…
–Sí, somos tres -dijo el maquinista-. Los otros dos están arriba, desmontando la tubería. – Y señaló con el dedo hacia la parte superior de la cabina.
–Hacíamos un viaje perfecto y a la hora precisa -siguió explicando-. Eso es lo deseable, hacer un buen crucero, con el mar en calma y sin niebla en la costa. Pero ahora, nos habremos retrasado en horas cuando lleguemos a Chicago. Pero qué diablos, ahora lo de menos es el retraso.
–¿Se dirige usted a Chicago?
–Esta vez sí. Siempre a diferentes lugares. Nunca dos veces al mismo sitio.
Y levantando una mano tiró hacia atrás la visera del casco.
–Sigo pensando en May y en los niños.
–¿Su familia? Seguramente que podrá ponerse en contacto con ellos y sabrán lo ocurrido.
–Lo he intentado. Pero no están en casa. Finalmente he pedido al operador que alguien vaya a decirles que no tardaré mucho, para que se tranquilicen. Ya ve, cuantas veces tomo este camino ellos saben siempre cuándo voy a pasar y esperan cerca del camino para saludarme con la mano y desearme buen viaje. Los chicos están siempre asustados de que su padre tenga que conducir este monstruo.
–Vivirá usted cerca, supongo.
–Sí, en una pequeña ciudad -dijo el maquinista-. Un pequeño remanso a cien millas de aquí, poco más o menos. Es una vieja ciudad, apartada de la circulación. Se conserva en la misma forma que estaba hace doscientos años. Bueno, pusieron un nuevo frontal en uno de los edificios que hay en la calle principal, algunos han remozado su casa modernizándola; pero la mayor parte sigue como antiguamente, en la apariencia que siempre tuvo. Nada de grandes edificios de apartamientos que tanto abundan por todas partes. Nada nuevo prácticamente. Un buen lugar para vivir. Una vida fácil y sencilla. Nada de ajetreos, ni Cámara de Comercio, ni nadie que se mate por enriquecerse. El que desea eso, se va de allí, sencillamente. Hay mucha pesca, y caza también. Hay otras distracciones, todavía se juega a la herradura. Creo que habrá captado la imagen que le he hecho.
Blake asintió con un gesto.
–Un buen lugar para que se críen los chicos -afirmó el maquinista.
Y recogió una ramita del suelo, que partió en dos trozos, echándolos por el aire.
–Se llama Willow Grove. ¿Ha oído usted alguna vez ese nombre?
–No -repuso Blake-. Ni creo que nunca… Pero aquello no era cierto, comprobó de repente. ¡Sí que lo había oído! Aquel mensaje que le dejaron en el teletipo y que le había estado esperando cuando el guardia le había llevado de casa del senador Horton, mencionaba el nombre de Willow Grove.
–Entonces es que lo ha oído nombrar -insistió el maquinista.
–Ahora me parece que sí. Alguien me lo mencionó en alguna ocasión.
–Pues ya lo sabe, un buen sitio para vivir -repitió el maquinista.
¿Qué había dicho aquel mensaje? Ponerse en comunicación en el pueblo de Willow Grove con alguien, quien le haría saber algo de su mayor interés… Después estaba el nombre de la persona con quien debería ponerse en contacto. ¿Qué nombre era? Blake rebuscó frenéticamente en su memoria; pero no estaba allí.
–Bien -le dijo el maquinista-. Tengo que seguir mi trabajo. Espero que el equipo de averías llegue de un momento a otro. Ya deberían de estar aquí. Son una buena gente.
Blake siguió marchando, subiendo por la pendiente de la colina que coronaba el valle. En la cima vio que había árboles, una fila de ellos con la pátina dorada del otoño, y a trozos, interrumpida por los campos y sembrados. Tal vez en alguna parte y entre aquellos árboles podría encontrar un sitio para dormir.
Volviendo atrás en su pensamiento, Blake intentó despertar la fantasía de la noche; pero aún existía en todo aquello un aire de irrealidad. Era como si la serie de incidentes que habían ocurrido no hubieran sido a él sino a otra persona cualquiera.
Por supuesto que continuaría su persecución; pero por el momento había escapado a las garras de la autoridad. Para entonces Daniels, con toda certeza, ya habría descubierto lo que tuvo que haber ocurrido y ahora estaría buscando, no a un lobo solo, sino a él también, a Blake en persona.
Llegó a la cima de la colina y enfrente, un poco hacia abajo, vio un grupo de árboles, no formando un bosquecillo, sino un auténtico bosque que cubría la mayor parte del terreno a ambos lados del camino. Abajo, donde el valle se aplanaba, había otros campos y otros más en la lejanía, la otra falda de la colina siguiente también estaba recubierta de árboles. Allí, seguramente, aquellas colinas estarían tan recubiertas de vegetación que impedirían el cultivo de las tierras y quizás aquella disposición de laderas con árboles y campos cultivados, se perdería en una lejanía sin fin.
Descendió por la falda de la colina y en el mismo borde del bosque sus ojos captaron un movimiento furtivo. Alerta y confuso, esperó verlo de nuevo. Tal vez fuera un pájaro saltando de una rama a otra o quizás algún animal. Pero los árboles estaban en calma, excepto el suave movimiento de las hojas mecidas por una tenue brisa.
Caminó al lado opuesto y alguien o algo le dirigió una especie de silbido. Se detuvo, medio asustado, y giró sobre sus talones mirando con atención los matorrales que crecían bajo los árboles.
–¡Por aquí! – murmuró una voz chillona. Entonces, dejándose guiar por la voz, vio a un duende, esta vez con pantalones marrones a rayas verdes, camuflado entre el bosque.
Otro de ellos, murmuró Blake. Buen Dios, otro duende, y esta vez no tengo alimento alguno que ofrecerle.
Se echó rápidamente fuera del camino y se metió entre el boscaje. El duende aparecía solo como una débil silueta obscurecida por la poca luz del bosque, hasta que se halló a su lado.
–Le estaba vigilando -dijo el duende-. Tengo entendido que está cansado y necesita un lugar para reposar.
–Sí, es cierto -repuso Blake-. Hasta aquí no había nada, excepto colinas y campos.
–Bien, sea bienvenido a mi hogar -saludó el duende-. Bueno, si no le importa compartirlo con una infortunada criatura a quien he ofrecido mi protección.
–En absoluto -dijo Blake-. ¿Y esa otra criatura? – Es un mapache -dijo el duende-, perseguido sin piedad por una jauría de perros, maltratado sin misericordia, pero que se las ha arreglado para escapar. En estas colinas, comprenderá usted que existe un deporte muy humano y popular entre los hombres, y del que habrá oído hablar, que es la caza del mapache.
–Sí, creo que he oído hablar de eso. Pero Blake sabía que no recordaba en absoluto semejante cosa, hasta que el duende se lo había dicho.
Y de nuevo, una frase, había dejado suelto otro resorte mental haciendo que apareciese un recuerdo escondido hasta aquel momento, y otra pieza de su pasado humano había caído suavemente en su sitio. Comenzó a recordar vivamente lo que era aquella caza, esperar la noche, con la linterna en la mano, situado en la cima de la colina, con una escopeta en la otra y esperando que los perros rastrearan el olor de alguno de aquellos animales. Y al momento, todo el valle rugiendo con los ladridos de los perros. Sentía el olor dulzón de las hojas caídas de los árboles, las desnudas ramas recortarse a la luz de la luna, la excitación de la caza y el correr tras los perros al fondo del valle, para no quedarse atrás.
–He intentado explicarle al mapache -dijo el duende-, que si usted venía, sería un amigo. No estoy demasiado seguro, sin embargo, de que lo haya comprendido. No es un animal muy brillante y como podrá imaginarse, está todavía bajo los efectos de un trauma.
–Trataré por todos los medios de no alarmarle -le aseguró Blake al duende-. No haré movimientos súbitos. ¿Habrá sitio para los dos?
–¡Oh!, pues claro que sí. Mi hogar está en el hueco de un árbol. Hay mucho sitio disponible.
Buen Dios, pensó nuevamente Blake, ¿sería posible que aquello pudiera ocurrirle a él? ¿Encontrarse en el interior de un bosque hablando con una figura arrancada de un libro de cuentos infantiles y siendo invitado a refugiarse en el hueco de un árbol y a compartirlo con un mapache?
Y… ¿de dónde le venía el recuerdo de la caza del mapa-che? ¿Había estado alguna vez, realmente, en una partida de caza como aquélla? Parecía imposible. Blake sabía lo que era, un hombre, un ser humano fabricado por un proceso químico y construido para un definido propósito, de lo que se desprendía que jamás había tenido la ocasión de cazar ningún mapache.
–Si quiere seguirme -le indicó el duende-, le llevaré hasta el árbol.
Blake siguió al duende y le pareció que había puesto el pie a la entrada de un pequeño país de hadas. Hojas relucientes como joyas de todas las formas imaginables, como si fueran de oro, colgaban de todas partes, de los árboles, arbustos, matorrales, flores, casando en sus más finos detalles y con colores mucho más delicados que los de todo el esplendor de brillantes colores correspondientes a la pigmentación otoñal de los árboles que formaban un techo sobre sus cabezas. Y otra vez el recuerdo de otro lugar, igual que aquél, le volvió a la imaginación. Recuerdos sin detalle de tiempo y lugar; pero dejándole sin aliento ante la belleza de otros bosques y de otro día, captado en aquel momento en que los matices del otoño se hallaban en su orgía de colores suaves, antes de que el primer toque de deterioración hubiera llegado a los árboles y a las hojas, en el exacto momento antes de que comenzaran a desvanecerse.
Siguieron un camino tan imperceptible que costaba trabajo recorrerlo.
–Esto es bonito -dijo el duende-. A mí me gusta el otoño más que el resto del año. En mi antiguo planeta no existía cosa parecida.
–¿Todavía sigues pensando en tu planeta?
–Por supuesto -repuso el duende-. Los viejos relatos siguen transmitiéndose. Es nuestra herencia del pasado. Llegará el tiempo, imagino, que llegaremos a olvidarlos, ya que la Tierra será ya, en adelante, nuestro hogar. Pero por ahora, nos sentimos sólidamente ligados a ambos.
Llegaron a un gigantesco árbol, un impresionante roble de ocho pies de anchura en el tronco, envejecido y deformado, retorcido, y con las escamas de las colonias parásitas de líquenes de color marrón y plateado. Alrededor de la base crecían gran cantidad de helechos.
–Es aquí. Le pido perdón; pero tendrá usted que servirse de sus manos y rodillas y entrar un poco a rastras. No es un lugar diseñado para humanos.
Blake se arrodilló y comenzó a gatear. Los helechos le rozaban la cara y el cuello, para encontrarse luego en una suave y fresca oscuridad que olía a madera vieja. Desde algún sitio, por encima, se filtraba alguna luz que hacía desvanecer un tanto la oscuridad del refugio.
Se movió en el interior con cuidado.
–Dentro de poco -le dijo el duende-, sus ojos se acostumbrarán a este ambiente y podrá ver perfectamente.
–Puedo ver algo -repuso Blake-. Hay» alguna luz.
–Sí, de los agujeros de la parte superior del tronco. El árbol es ya muy viejo. En realidad es solo un cascarón. Una vez, hace ya mucho tiempo, fue achicharrado por un incendio en el bosque, y las raíces tuvieron la oportunidad de volver a crecer. Pero a menos que sea atacado por un huracán, aún se mantendrá por muchos años. Y, mientras, nos sirve de hogar a nosotros, y más arriba, a toda una familia de ardillas. Hay además muchos nidos de pájaros, aunque por el momento la mayor parte de ellos ya se han marchado. A través de los años, este árbol ha sido el hogar de muchos seres. Viviendo en él se tiene la sensación de pertenecerle de algún modo.
Los ojos de Blake se habían ya adaptado al ambiente y pudo mirar en el interior del hueco del árbol. La superficie interior aparecía pulida y limpia. Todo lo podrido parecía haber sido limpiado cuidadosamente. El hueco se elevaba como una enorme chimenea por encima de su cabeza; como un largo túnel vertical. Aquí y allá, una mancha de luz brillante marcaba el agujero hecho en la corteza del viejo roble.
–Nadie le molestará -le dijo el duende-. Hay otros dos más como yo. Yo diría, utilizando términos humanos, que son dos viudas. Pero son muy tímidas frente a los humanos. También hay algunos niños…
–Lo siento -se disculpó Blake-. No sabía…
–No tiene de qué preocuparse -le aseguró el duende-. Las viudas emplean todo su tiempo en reunir raíces y nueces y los pequeños nunca están aquí. Hay tantos amiguitos por los bosques que se pasan todo el tiempo con ellos.
Blake miró a su alrededor. No había nada.
–No tenemos muebles de ningún género -le dijo calmosamente el duende-. Ni pertenencias materiales. Nunca las hemos necesitado, ni tampoco ahora. Tenemos algún alimento, nueces, avellanas, frutos secos y raíces, que almacenamos para el invierno; pero eso es todo lo que poseemos. Pensará usted seguramente que somos unos imprevisores…
Blake denegó con un gesto, mitad respuesta, mitad maravillado.
Algo se movió quedamente en un ángulo obscuro del árbol-casa y Blake volvió la cabeza. Una cara peluda de brillantes ojos le miraba con fijeza.
–Es nuestro otro amigo -dijo el duende-. No parece que le tenga miedo.
–No haré nada que pueda dañarle.
–¿Tiene usted hambre? – preguntó el duende-. Tenemos…
–No, gracias. Comí esta mañana con un compatriota suyo.
El duende hizo un gesto afirmativo, dando a entender que ya conocía el asunto.
–Sí, me dijo que venía usted hacia acá. Por eso le he estado esperando. El no podía ofrecerle un lugar para dormir, no tiene nada más que una madriguera, demasiado pequeña para humanos.
El duende se volvió para marcharse.
–No sabría cómo darle las gracias -le dijo Blake emocionado.
–Ya nos lo ha agradecido. Nos ha aceptado usted y nosotros le hemos aceptado. Aceptó usted nuestra ayuda y eso tiene mucha importancia. Se lo aseguro, ya que ordinariamente somos nosotros quienes buscamos ayuda de los humanos. El poder devolver una fracción de esos favores es de lo más preciado para nosotros.
Blake miró entonces al mapache. Le estaba vigilando con sus brillantes ojos de fuego. Cuando volvió la vista, el duende había desaparecido.
Blake acercó la mochila y vació el contenido en el suelo. Había una manta fina y compacta a desemejanza de cualquier otra que jamás hubiera visto, con un lustre extraño y metálico; un cuchillo con su vaina, un hacha plegada, un pequeño equipo de utensilios para cocinar, un encendedor y una lata de esencia, un mapa plegado, una linterna, y…
¡Un mapa!
Lo tomó nerviosamente con las manos y lo desplegó, utilizó la linterna para iluminarlo y se acercó más para leer los nombres en él estampados.
Willow Grove, había dicho el maquinista del crucero, a unas cien millas de distancia. Allí estaba, en efecto, el lugar a donde tenía que dirigirse. Finalmente, pensó, un punto de destino en este mundo y situación en que parecía no haber ningún lugar a donde dirigirse. Un punto en el mapa y una persona, con un nombre que no recordaba, que tenía una importante información para él.
Dejó la manta a un lado y puso de nuevo el resto de los objetos en la mochila.
El mapache, según comprobó, se había aproximado a él un poco, acuciado en su curiosidad, aparentemente por las cosas que había sacado de la mochila.
Blake se aproximó a la pared interior del roble, desenrolló la manta y se la puso encima del cuerpo, tumbándose. La manta parecía adherirse a él, como si su cuerpo fuese un imán, desprendiendo un suave calor. El suelo era liso, sin pedruscos ni objetos que le molestaran. Blake tomó un puñado de la substancia de que estaba compuesto, dejándolo correr suavemente entre sus dedos. Eran diminutos fragmentos de madera podrida, fragmentos que durante años habían caído por aquella chimenea del tronco hueco.
Cerró los ojos y un sueño reparador se abatió dulcemente sobre él. Su subconsciente pareció hundirse en una sima, donde había algo, los otros dos seres, parte de sí mismo, que se unieron a él, reteniéndole y rodeándole hasta formar parte todos de uno mismo.
Era como el llegar juntos a casa, como una reunión con viejos amigos a quienes no se ha visto desde hace tiempo. No hubo palabras, ni eran precisas. Hubo una común bienvenida, una comprensión total, y una fusión mental, hasta el extremo de que ya no era Andrew Blake, ni siquiera un humano, sino un ser para el que no hiciera falta nombre, y algo que significaba mucho más que si fuera Andrew Blake o humano.
A través de aquella misteriosa fusión mental, tras la bienvenida y el placer de estar reunidos, dejó de ser Andrew Blake para convertirse otra vez en el Cambiador.
–Indagador, cuando despertemos, hará entonces más frío. ¿Quieres hacerte cargo de la situación por esta noche? Tú puedes viajar más a prisa y puedes percibir el camino en la oscuridad, y…
–Me haré cargo. Pero están tus ropas y esa mochila y estarás desnudo otra vez.
–Tú puedes llevarlo. Tienes brazos y manos, ¿recuerdas? Te pasas todo el tiempo olvidándote de que tienes brazos.
–¡Está bien! – repuso Indagador-. ¡Está bien! ¡Está bien!
–Willow Grove -dijo Cambiador.
–Sí, ya lo sé -dijo Indagador-. Leímos el mapa juntamente contigo.
El mapache habíase desplazado poco a poco y ahora estaba frente a ellos.
Blake levantó una esquina de la manta y la echó sobre el peludo cuerpo del animal. Después siguió durmiendo.
25
Cambiador había advertido de que haría más frío, y efectivamente el tiempo se había vuelto más helado; pero aún lo suficientemente bueno para huir y tomar una determinación en cualquier momento. Pero cuando Indagador hubo alcanzado la cima de otra colina, el viento helado del norte le hirió como un cuchillo.
Se detuvo y permaneció unos momentos quieto, sobre el suelo, expuesto al aire, ya que allí, por alguna razón geológica, los árboles no habían invadido el terreno, sino que se detenían en la cima de la cresta, una circunstancia en cierta forma rara, ya que la mayor parte de las colinas estaban recubiertas de bosques.
El cielo estaba despejado y lleno de estrellas relucientes en la noche, aunque le pareció a Indagador que no había tantas como podían verse siempre en su planeta de origen. Y allí podía quedarse y formarse imágenes de las estrellas, aunque ya sabía por Pensador que, en realidad, no eran tales imágenes, sino impresiones calidoscópicas de otras razas y otras culturas y que suministraban los primitivos y más simples datos, de los cuales podría deducirse algún día la verdad del Universo.
Se estremeció pensando en ello; pensando cómo su mente y sus sentidos podrían alcanzar aquellos años luz de distancia para recoger la cosecha y los frutos de otras mentes y otros sentidos. Estaba estremecido; pero también sabía por Pensador que éste no se estremecería por nada, aún habiendo sido construido de nervios y músculos para hacerlo. No había nada, absolutamente, que pudiese sorprender a Pensador; para él no existía ninguna cualidad mística en el Universo o en la vida, sino más bien una masa de hechos y datos, de principios y de métodos, que podían ser insertos en su mente y ser utilizados por su facultad para la lógica.
Pero para mí, pensó Indagador, para mí todo es un puro misticismo. Para mí no hay necesidad de razón alguna, ninguna compulsión que me lleve a buscar la lógica, ni ninguna fría determinación que me lleve a descubrir el núcleo de la razón.
Continuó en el borde de la colina, con la cola llegándole casi hasta el suelo y con el hocico y su fina nariz levantada hacia el viento. Para él resultaba suficiente que el Universo estuviese lleno de belleza y de maravillas, sin preguntar el por qué; deseando que nada pudiera ocurrir para echar por tierra la maravilla de las cosas y su belleza.
¿Habría comenzado ya aquel proceso de la destrucción de la belleza y el encanto? ¿Se habría colocado en una posición tal donde se hallara a sí mismo con un mayor alcance del que jamás hubiera buscado para nuevas maravillas y misterios, y tales cosas maravillosas se viniesen abajo por el conocimiento y la lógica con que estaba proveyendo a Pensador?
Intentó comprobar su pensamiento; pero todavía estaba en su interior el misticismo de lo maravilloso. Allí, en aquel filo montañoso de la colina, soplándole el frío viento del norte, con las estrellas luciendo en la negrura de la noche, con el viento soplando a los árboles existentes a poca distancia, y los bosques murmurando a la obscura noche, con los extraños olores y las vibraciones de otros mundos que poblaban el aire, aún quedaba sitio para maravillarse y disfrutar el encanto del misterio que corría por todos sus músculos y sus nervios.
El espacio que mediaba entre él y la próxima cima de la otra colina aparecía libre de amenaza. A lo lejos, unos destellos de luz marcaban el paso de los coches que cruzaban a través de las colinas. En el valle había habitáculos, traicionando su presencia rayos luminosos que dejaban escapar misteriosas vibraciones, radiaciones o cualquier otra denominación que pudiera dárseles de la vida humana en sí misma y aquella otra extraña fuerza a la que los humanos llamaban electricidad.
Había pájaros en los árboles y otros animales mayores, aunque mucho menores que él, que se deslizaban entre los matorrales; a su derecha, ratones acurrucados en sus agujeros, una marmota enroscada en su madriguera y una serie incontable de pequeñas criaturas y diminutos animales carroñeros moviéndose por el suelo entre las hojas podridas de la vegetación. Pero todo aquello le tenía sin el menor cuidado, ya que para nada le afectaba.
Siguió tranquilamente colina abajo, atravesando los bosques, tomando nota y reseñando cada árbol y catalogando y evaluando todas las criaturas vivientes de cierto tamaño, alerta ante cualquier peligro, y con el pensamiento de hallarse con algo que no pudiera reconocer ni calibrar el peligro que supusiera para él.
Los árboles terminaron y frente a él se desplegaron los campos, campos con caminos y casas, y allí volvió a detenerse y a vacilar de nuevo para elegir la dirección a seguir.
Un humano con su perro bajaba por el arroyo en un coche que caminaba despacio como si se tratase de un camino privado; junto al arroyo, y en dirección a una casa, un grupo de vacas aparecían durmiendo silenciosas en un prado. Excepto por todo aquello, el valle parecía limpio de criaturas vivientes, a excepción hecha de ratas y otros pequeños residentes.
Emprendió un corto trote por el valle y después por una ladera pedregosa. Alcanzó la falda de la ladera de la colina próxima; la subió, y descendió por el otro lado. Llevaba la mochila bajo su brazo izquierdo, abultada a causa de llevar las ropas de Cambiador al igual que los demás utensilios. Resultaba una molestia permanente ya que le obligaba a marchar desequilibrado y a estar pendiente de no ser detenido por algún arbusto o saliente rocoso.
Se detuvo por un instante, dejó caer la mochila al suelo y retrajo el brazo izquierdo. Aliviado de aquella pesada carga, ajustó el brazo en el interior de la cavidad del hombro. Sacó el brazo derecho y recogió el saco, lo puso bajo el citado miembro y continuó su marcha. Tal vez, se dijo para sí, tendría que ir cambiándose con frecuencia el peso de un brazo al otro. De aquella forma le resultaría más fácil.
Cruzó el valle, llegó hasta la próxima colina y se detuvo en la cima unos momentos antes de continuar.