LOS CIENTÍFICOS
CONOCEN
EL PECADO
EURÍPIDES,
Hippolytus (428 a. J.C.)
Como las armas de ataque y derivados del mercado, las tecnologías que nos permiten alterar el entorno global que nos sostiene deberían someterse a la precaución y la prudencia. Sí, somos los mismos viejos humanos que lo han hecho hasta ahora. Sí, estamos desarrollando nuevas tecnologías como siempre. Pero cuando las debilidades que siempre hemos tenido se unen con una capacidad de hacer daño a una escala planetaria sin precedentes, se nos exige algo más: una ética emergente que también debe ser establecida a una escala planetaria sin precedentes.
A veces los científicos lo intentan de los dos modos: aceptar el mérito por aquellas aplicaciones de la ciencia que enriquecen nuestras vidas, pero distanciarse de los instrumentos de muerte, tanto intencionados como inadvertidos, que también se derivan de la investigación científica. El filósofo australiano John Passmore escribe en el libro La ciencia y sus críticos:
Una vez inventada la bomba de fisión, después de la rendición de Alemania y Japón, terminada la guerra, Teller siguió defendiendo con ahínco lo que se llamó «la súper», con la intención específica de intimidar a la Unión Soviética. La preocupación por la reconstrucción de la Unión Soviética, endurecida y militarizada bajo Stalin, y la paranoia nacional en Norteamérica llamada maccarthismo le allanaron el camino. Sin embargo encontró un importante obstáculo en la persona de Oppenheimer, que se había convertido en presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica de la posguerra. Teller expresó un testimonio crítico en una audiencia del gobierno cuestionando la lealtad de Oppenheimer a Estados Unidos. Se suele creer que la participación de Teller jugó un importante papel en sus repercusiones: aunque el comité de revisión no impugnó exactamente la lealtad de Oppenheimer, por algún motivo se le negó la acreditación de seguridad y fue apartado de la Comisión de Energía Atómica. Teller pudo emprender el camino hacia la «súper» libre de obstáculos.
La técnica de fabricación de un arma nuclear se suele atribuir a Teller y al matemático Stanislas Ulam. Hans Bethe, el físico premio Nobel que dirigía la división técnica del «Proyecto Manhattan» y que tuvo un papel destacado en el desarrollo de las bombas atómica y de hidrógeno, atestigua que la sugerencia original de Teller era errónea y que fue necesario el trabajo de muchas personas para hacer realidad el arma termonuclear. Con las contribuciones técnicas fundamentales de un joven físico llamado Richard Garwin, en 1952 se hizo explotar el primer «mecanismo» estadounidense termonuclear: como era muy poco manejable para llevarlo en un misil o bombardero, se hizo explotar en el mismo lugar donde se había montado. La primera bomba de hidrógeno verdadera fue una invención soviética que se hizo explotar al año siguiente. Se ha planteado el debate de si la Unión Soviética habría desarrollado una arma termonuclear si no lo hubiera hecho antes los Estados Unidos, y si realmente era necesaria el arma termonuclear estadounidense para impedir el uso soviético de la bomba de hidrógeno, dado el sustancial arsenal de armas de fisión que ya poseía entonces Estados Unidos. Las pruebas actuales indican que la Unión Soviética —incluso antes de hacer explotar su primera bomba de fisión— tenía un diseño realizable de arma termonuclear. Era «el siguiente paso lógico». Pero el conocimiento, por espionaje, de que los americanos estaban trabajando en ella aceleró la búsqueda soviética de armas de fusión.
Desde mi punto de vista, las consecuencias de una guerra nuclear global se hicieron mucho más peligrosas con la invención de la bomba de hidrógeno, porque las explosiones aéreas de las armas termonucleares son mucho más capaces de quemar ciudades y generar grandes cantidades de humo, enfriando y oscureciendo la Tierra, y de inducir un invierno nuclear a escala global. Este es quizá el debate científico más controvertido en el que me he visto envuelto (desde 1983-1990 aproximadamente). El debate tenía un enfoque político en su mayor parte. Las implicaciones estratégicas del invierno nuclear eran inquietantes para los que se aferraban a una política de venganza masiva para impedir un ataque nuclear, o para los que deseaban conservar la opción de un primer ataque masivo. En ambos casos, las consecuencias ambientales provocan la autodestrucción de cualquier nación que lance gran número de armas termonucleares aun sin venganza del adversario. De pronto, un segmento importante de la política estratégica durante décadas y la razón para acumular decenas de miles de armas nucleares se hizo mucho menos creíble.
Los descensos de la temperatura global que se predecían en el informe científico original sobre el invierno nuclear (1983) eran de 15-20 °C; las estimaciones actuales son de 10-15 °C. Los dos valores son correctos si se consideran las irreducibles indeterminaciones de los cálculos. Ambos descensos de temperatura son mucho mayores que la diferencia entre las temperaturas globales actuales y las de la última era glacial. Un equipo internacional de doscientos científicos ha estimado las consecuencias a largo plazo de la guerra termonuclear global y ha llegado a la conclusión de que, con un invierno nuclear, la civilización global y la mayor parte de la gente de la Tierra —incluyendo los que están alejados de la zona objetivo de la latitud media norte— correría grandes riesgos, principalmente por hambre. Si alguna vez llegara a producirse una guerra nuclear a gran escala, con las ciudades como objetivo, el esfuerzo de Edward Teller y sus colegas en Estados Unidos (y el equipo ruso correspondiente dirigido por Andréi Sajárov) podría ser responsable de que se cerrara el telón del futuro humano. La bomba de hidrógeno es, con diferencia, el arma mas horrible inventada jamás.
Cuando se descubrió el invierno nuclear en 1983, Teller se apresuró a argumentar: 1) que la física estaba equivocada, y 2) que el descubrimiento se había hecho años antes bajo su tutela en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore. En realidad no hay ninguna prueba de este descubrimiento previo y hay una cantidad considerable de pruebas de que los encargados en todas las naciones de informar a los líderes nacionales de los efectos de las armas nucleares pasaron casi siempre por alto el invierno nuclear. Pero, si lo que decía Teller era verdad, fue una falta de conciencia flagrante por su parte no haber revelado el supuesto descubrimiento a las partes afectadas: los ciudadanos y jefes de la nación y del mundo. Como en la película de Stanley Kubrick Doctor Strangelove {¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú}, reservar la información del arma definitiva —de modo que nadie conozca su existencia ni lo que puede hacer—es completamente absurdo.
Me parece imposible que un ser humano normal colabore sin reparos en un invento así, aun dejando de lado el invierno nuclear. Las tensiones, conscientes o inconscientes, entre los que sé atribuyen el mérito de la invención deben de ser considerables. Sea cual fuere su contribución real, se ha descrito a Edward Teller como el «padre» de la bomba de hidrógeno. La revista Life publicaba en 1954 un artículo escrito con admiración que describía su «determinación casi fanática» de construir la bomba de hidrógeno. Creo que gran parte de su carrera posterior puede entenderse como un intento de justificar lo que engendró. Teller ha afirmado, y no es inverosímil, que las bombas de hidrógeno sirven para mantener la paz, o al menos impiden la guerra termonuclear, porque hace demasiado peligrosas las consecuencias de la guerra entre potencias nucleares. Todavía no se ha producido una guerra nuclear, ¿no es así? Pero en todos esos argumentos se asume que las naciones con armas nucleares son y serán siempre, sin excepción, actores racionales, y que sus líderes (u oficiales militares o de la policía secreta) nunca se verán afectados por ataques de rabia, venganza y locura. En el siglo de Hitler y Stalin, esta idea parece cuando menos ingenua.
Teller ha tenido una influencia decisiva para impedir la firma de un tratado que prohibiera las pruebas de armas nucleares. Dificultó en gran manera la consecución de un tratado de limitación de pruebas (en superficie). Su argumento de que era esencial hacer pruebas en superficie para mantener y «mejorar» los arsenales nucleares, que ratificar el tratado «acabaría con la seguridad futura de nuestro país» ha demostrado ser engañoso. También ha sido un defensor vigoroso de la seguridad y efectividad de coste de las plantas de energía de fisión, y declara ser el único herido del accidente nuclear de la Isla Three Mile en Pennsylvania en 1979: según dijo, tuvo un infarto cuando discutía el tema.
Teller defendía la explosión de armas nucleares desde Alaska hasta Sudáfrica, para dragar puertos y canales, para eliminar montañas molestas y efectuar grandes traslados de tierra. Se dice que, cuando propuso un plan así a la reina Federica de Grecia, ésta le respondió: «Gracias, doctor Teller, pero Grecia ya tiene bastantes ruinas singulares.» ¿Queremos probar la relatividad general de Einstein? Pues hagamos explotar una arma nuclear en la parte más alejada del Sol, proponía Teller. ¿Queremos entender la composición química de la Luna? Pues enviemos una bomba de hidrógeno a la Luna, hagámosla explotar y examinemos el espectro del destello y la bola de fuego.
También en la década de los ochenta, Teller vendió al presidente Ronald Reagan la idea de la guerra de las galaxias, llamada por ellos «Iniciativa de Defensa Estratégica». Parece ser que Reagan se creyó la historia francamente imaginativa que le contó Teller de que era posible construir un láser de rayos X del tamaño de una mesa y ponerlo en órbita alimentado por una bomba de hidrógeno que destruiría diez mil ojivas soviéticas en vuelo y proporcionaría una protección genuina a los ciudadanos de Estados Unidos en caso de guerra termonuclear global.
Los apologistas de la administración Reagan afirman que, a pesar de las exageraciones sobre su capacidad, algunas intencionadas, la Iniciativa de Defensa Estratégica fue la causa del colapso de la Unión Soviética. No hay ninguna prueba seria que fundamente esta opinión. Andréi Sajárov, Evgueni Velijov, Roaid Sagdeev y otros científicos que asesoraban al presidente Mijaíl Gorbachov dejaron claro que si Estados Unidos seguía adelante con un programa de guerra de las galaxias, la respuesta más fácil y segura de la Unión Soviética sería aumentar el arsenal existente de armas nucleares y sistemas de lanzamiento. En consecuencia, la guerra de las galaxias habría aumentado y no reducido el peligro de guerra termonuclear. En todo caso, los gastos soviéticos en defensa con base en el espacio contra los misiles nucleares norteamericanos eran relativamente insignificantes, de una magnitud nimia para provocar el colapso de la economía soviética. La caída de la Unión Soviética está mucho más relacionada con el fracaso de la economía planificada, la conciencia creciente del nivel de vida de Occidente, la extensión del desafecto por una ideología comunista moribunda y — aunque él no pretendiera un resultado así— la promoción por parte de Gorbachov de la glasnost o apertura.
Diez mil científicos e ingenieros norteamericanos declararon públicamente que no trabajarían en la guerra de las galaxias ni aceptarían dinero de la organización de la Iniciativa de Defensa Estratégica. Eso da un ejemplo de la extensión y valentía de la negativa de cooperación de los científicos (a un coste personal concebible) con un gobierno democrático que, al menos temporalmente, se había desviado de su camino.
Teller también ha defendido el desarrollo de ojivas nucleares penetrantes —para poder alcanzar y eliminar centros de comandos y refugios bajo tierra de los líderes (y sus familias) de una nación adversaria— y de ojivas nucleares de 0,1 kilotones que saturarían a un país enemigo y destruirían su infraestructura «sin un solo herido»: se alertaría a los civiles por adelantado. La guerra nuclear sería humana.
En el momento de escribir estas líneas, Edward Teller —todavía vigoroso y con unos poderes intelectuales considerables a sus ochenta años— ha montado una campaña, con sus contrafiguras en el establishment de armas nucleares de la antigua Unión Soviética, para desarrollar y hacer explotar nuevas generaciones de armas nucleares de largo alcance en el espacio a fin de destruir o desviar asteroides que podrían encontrarse en trayectorias de colisión con la Tierra. Me preocupa que la experimentación prematura con las órbitas de asteroides cercanos pueda implicar peligros extremos para nuestra especie.
El doctor Teller y yo nos hemos reunido en privado. Hemos debatido en reuniones científicas, en los medios de comunicación nacionales y en una sesión a puerta cerrada en el Congreso. Hemos tenido importantes desacuerdos, especialmente en lo relativo a la guerra de las galaxias, el invierno nuclear y la defensa de los asteroides. Quizá todo ello sea la causa irremediable de mi opinión sobre él. Aunque ha sido siempre un ferviente anticomunista y tecnófilo, cuando repaso su vida me parece ver algo más en su intento desesperado de justificar la bomba de hidrógeno diciendo que sus efectos no eran tan malos como se podría pensar. Se puede usar para defender al mundo de otras bombas de hidrógeno, para la ciencia, para la ingeniería civil, para proteger a la población de Estados Unidos contra las armas termonucleares de un enemigo, para librar guerras humanas, para salvar al planeta de riesgos aleatorios del espacio. De algún modo, quiere creer que la especie humana reconocerá las armas termonucleares, y a él, como una salvación y no como su destrucción.
Cuando la investigación científica proporciona unos poderes formidables, ciertamente temibles, a naciones y líderes políticos falibles, aparecen muchos peligros: uno es que algunos científicos implicados pueden perder la objetividad. Como siempre, el poder tiende a corromper. En estas circunstancias, la institución del secreto es especialmente perniciosa y los controles y equilibrios de una democracia adquieren un valor especial. (Teller, que ha prosperado en la cultura del secreto, también la ha atacado repetidamente.) El inspector general de la CIA comentaba en 1995 que «el secreto absoluto corrompe absolutamente». La única protección contra un mal uso peligroso de la tecnología suele ser el debate más abierto y vigoroso. Puede ser que la pieza crítica de la argumentación sea obvia... y muchos científicos o incluso profanos la podrían aportar siempre que no hubiera represalias por ello. O podría ser algo más sutil, algo constatado por un licenciado oscuro en algún lugar remoto de Washington, D. C. que, si las discusiones fueran cerradas y altamente secretas, nunca habría tenido la oportunidad de abordar el tema.
Se dice con razón que el diablo puede «citar las Escrituras para su propósito». La Biblia está tan llena de historias de propósito moral contradictorio que cada generación puede encontrar justificación para casi cada acción que propone: desde el incesto, la esclavitud y el asesinato masivo hasta el amor más refinado, la valentía y el autosacrificio. Y este trastorno moral múltiple de personalidad no está limitado al judaísmo y al cristianismo. Se puede encontrar dentro del Islam, en la tradición hindú, ciertamente en casi todas las religiones del mundo. Así pues, no son los científicos los que son moralmente ambiguos sino la gente en general.
Creo que es tarea particular de los científicos alertar al público de los peligros posibles, especialmente los que derivan de la ciencia o se pueden prevenir mediante la aplicación de la ciencia. Podría decirse que una misión así es profética. Desde luego, las advertencias deben ser juiciosas y no más alarmantes de lo que exige el peligro; pero si tenemos que cometer errores, teniendo en cuenta lo que está en juego, que sea por el lado de la seguridad.
Entre los cazadores y recolectores Kung San del desierto del Kalahari, cuando dos hombres, quizá inflamados por la testosterona, empiezan a discutir, las mujeres les quitan las flechas envenenadas y las ponen fuera de su alcance. Hoy en día, nuestras flechas envenenadas pueden destruir la civilización global y posiblemente aniquilar a nuestra especie. Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón — y no por su aproximación al conocimiento— la responsabilidad ética de los científicos también debe ser muy alta, sin precedentes. Desearía que los programas universitarios de ciencia plantearan explícita y sistemáticamente estas cuestiones con científicos e ingenieros experimentados. Y a veces me pregunto si, en nuestra sociedad, también las mujeres —y los niños— acabarán poniendo las flechas envenenadas fuera de nuestro alcance.