Introducción

Imagina, por un instante, que has contemplado algo que nunca antes nadie, en toda la historia de la humanidad, ha tenido ocasión de ver. Imagina que has visto el cielo en llamas, los árboles teñirse de rojo de la noche a la mañana, miles de hombres lanzándose decididos hacia una muerte segura. Tu vida ha quedado arruinada en un momento y el miedo a un enemigo invisible, que no se puede oler, ni tocar, ni sentir, te acompaña para siempre, agarrado a tu espalda como un siniestro fantasma. ¿Cómo sería tu mirada? Yo lo sé. Lo sé porque he visto esa mirada. La he visto en los hombres y las mujeres de Chernóbil, en los que todavía viven cercanos a la zona de exclusión, en los que se alejaron pero no pueden olvidar el horror, en el rostro de una anciana que se cruzó en mi camino y que todavía vivía en la zona, aferrada a su terruño. He visto cómo esa sombra se iba adueñando poco a poco de las limpias miradas de los niños. Las cicatrices del horror quedan en los ojos de los que lo han contemplado.

Yo también he visto cosas que creía que no iba a ver nunca en mi vida. He tenido ante mí el fin del mundo o, al menos, un atisbo de cómo sería el mundo si la raza humana desapareciera de repente. Ha sido una visión más triste que horrible, sobre todo al comprobar que, sin nosotros, la naturaleza seguiría su curso como si nada hubiera pasado para, tal vez dentro de un millón de años, darle el regalo de la inteligencia a otra especie que, ignorando nuestra existencia, quizá estaría condenada a cometer los mismos errores que nosotros.

Yo, es posible que tú también, nací y viví mi adolescencia en un mundo en el que el fantasma de una guerra nuclear era un compañero omnipresente al que no se le prestaba demasiada atención, pero siempre te acompañaba, como el tictac de ese reloj que tienes en el salón y que, por conocido, ya ni siquiera percibes. Mi mente, como las mentes de casi todos en aquella generación, se pobló de imágenes de ciudades desoladas, extirpada su vida por la garra invisible de la radiación. Quién me iba a decir que muchos años después me encontraría paseando por una de esas ciudades de pesadilla nuclear, con la ventaja añadida de que unas horas después estaría bajo la seguridad de una habitación de hotel, rodeado de las comodidades que brinda la civilización.

Paseando por las calles de Prípiat, la ciudad muerta en el corazón de la zona de exclusión de Chernóbil, me sorprendieron muchas cosas. Demasiadas para un lugar donde el viento es el único sonido audible y la vegetación el único rastro de vida. Este libro es la crónica de una tragedia, la de Chernóbil, que en estos momentos cumple veinticinco años. Es también el diario de un viaje al epicentro del horror nuclear, un viaje que, te aseguro, cambió mi vida en muchos aspectos. Por último, estas líneas son un atisbo al futuro de un problema aún no solucionado, una herida abierta en la piel de la vieja Europa que tardará, como poco, 25 000 años en cerrarse.

Prípiat, ahora mismo, sigue como la dejé, dormida, congelada en un sueño del que no la va a despertar ningún príncipe, languideciendo y desmoronándose milímetro a milímetro. En sus edificios aún son visibles los restos de las vidas que se desarrollaron entre sus calles, las vidas que un buen día se vieron truncadas para siempre por lo inesperado.

Te invito a que me acompañes a la Zona, un lugar fuera de la realidad tal y como la entendemos, donde imperan otras normas, donde suceden cosas terribles y maravillosas, donde los fantasmas somos nosotros, los que la visitamos. La Zona tiene misterios por desvelar y secretos que no se han contado jamás, y que sólo conocen los que llevan en sus ojos el estigma del horror y el miedo.

Comienza el viaje…