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La zona
Tras atravesar el primero de los controles de acceso a la central, nos adentramos en un área de bosques tan extensa como la superficie de Luxemburgo, donde antiguamente vivían más de 200 000 personas que fueron realojadas en diferentes zonas de la antigua Unión Soviética, teóricamente fuera del peligro. Lo primero que llama la atención al traspasar la barrera es precisamente que no hay nada que reseñar. Uno pasa por el puesto con cierto respeto, con los cinco sentidos alerta esperando sentir «algo raro» y, sin embargo, no hay nada de nada. A uno y otro lado el sol luce con la misma intensidad, el verde de los árboles es igual, lo único que cambia es la forma en que lo miras todo…
Las carreteras están en un sorprendente buen estado. La mayor parte de ellas debido al escasísimo tráfico. Sin embargo, otras sufrieron importantes daños durante la catástrofe al ser transitadas por camiones pesados o vehículos militares. Éstas fueron cuidadosamente reparadas, por si hubiera que volver a utilizarlas en caso de emergencia.
También empieza a notarse un aumento importante en la frondosidad de los bosques que flanquean la carretera. Estábamos en un lugar que, salvo actuaciones puntuales, se encuentra abandonado de la mano del ser humano. Es posible que haya plutonio en la zona, pero no hay herbicidas o pesticidas, ni industria, ni tráfico, ni explotación de los acuíferos. Así que los árboles crecen libres y salvajes como en el neolítico. No tardaríamos en comprobar que no eran los únicos.
Por fin, un bonito cartel policromado nos avisó de que entrábamos en la antigua ciudad de Chernóbil (en la actualidad más bien un pueblo si se tiene en cuenta su población). Chernóbil, de la que la central nuclear toma su nombre, fue evacuada poco después de la catástrofe de 1986. Hoy día, es principalmente una colección de edificios en decadencia, muchos mostrando aún la insignia de la Unión Soviética. Los trabajadores que viven aquí optan en su mayoría por la vestimenta militar. Vimos a varios de ellos mientras avanzábamos por la calle Lenin, cerca de un aérea de tuberías y estructuras abandonadas. De hecho, las tuberías, azules y amarillas, son prácticamente omnipresentes, hasta el punto de que atraviesan la carretera por encima, formando unos peculiares dinteles. Le pregunté al conductor qué era aquello que daba al pueblo el aspecto de una enorme refinería. Sonrió: «Son las conducciones de agua, nada más…».
La ciudad entera tuvo que ser limpiada a conciencia después del accidente. Cada casa fue rociada a presión, ladrillo a ladrillo, tabla a tabla, con potentes neutralizantes químicos. Las capas superiores del suelo fueron extraídas, cargadas en contenedores y tratadas como residuos radiactivos. A pesar de eso, la radiación sigue latente en el suelo, por lo que todos los sistemas de conducción de agua tuvieron que ser trasladados a la superficie. A pesar de esos esfuerzos, todavía hay áreas de contaminación en el casco urbano de Chernóbil, pero son conocidas y están bien documentadas y señalizadas.
Atravesando estas calles recuerdo la historia de Konstantín Tatuyan, un ingeniero nuclear ucraniano que en 1986 estaba recién casado y vivía en una de las casas que estaba viendo ahora mismo. Al igual que el resto de los habitantes, él y su familia fueron evacuados. Pero Konstantín se ofreció como voluntario para convertirse en liquidador, creyendo que su conocimiento de la radiación podría salvarle no sólo a él, sino a muchos de los otros liquidadores.
Konstantín pasó los siguientes siete años al frente de 5.000 reservistas del ejército, en su mayoría jóvenes reclutados en Azerbaiyán, Lituania, Chechenia, Kazajstán y otros lugares de la Unión Soviética. Trabajaban veintidós días con ocho días de descanso, cavando enormes trincheras donde enterraban materiales contaminados, demoliendo pueblos hasta sus cimientos, deshaciéndose de desechos radiactivos de alta actividad, llevando a cabo mediciones de los puntos calientes, análisis del agua, limpieza y reparación de líneas ferroviarias y carreteras, descontaminando el suelo y viajando a través de algunas de las regiones más radiactivas de Ucrania, Bielorrusia y el sur de Rusia.
Sobrevivió al peor desastre medioambiental de la historia porque conocía íntimamente el peligro al que se tenía que enfrentar, conocía su voluble naturaleza que varía de patio a patio y de pueblo a pueblo, según donde las mortales partículas de grafito del núcleo del reactor fueron llevadas por el viento. Supo tomar todas las precauciones necesarias y también llevar un meticuloso —y, dicho sea de paso, ilegal— registro de su propia exposición acumulada. Cada año, al hacerse las revisiones pertinentes, las autoridades le dijeron que era «apto para el servicio», y cuando dejó Chernóbil le dieron una carta diciendo que había recibido poco menos de la dosis de radiación segura de por vida. Pero él guardaba sus notas, hilera tras hilera de datos extraídos de su propio dosímetro. La suma no mentía; en realidad había recibido más de cinco veces la cantidad que le notificaban oficialmente. Durante los años que actuó como liquidador vio una cantidad ingente de hombres muertos o gravemente enfermos por no haber recibido información adecuada sobre la exposición a la radiación, la falsificación a gran escala de historias clínicas por parte del ejército soviético, la desaparición de registros personales para que el Estado no tuviera que darles ni a ellos ni a sus familias ningún tipo de compensación, el saqueo de casas evacuadas e iglesias abandonadas por parte de mafias organizadas…
CHERNOBYL INTERINFORM
Chernóbil es un lugar mucho más animado de lo que podemos imaginar. Hoy en día se ha vuelto a habitar con alrededor de quinientos habitantes, muchos de ellos científicos. Cuenta con dos tiendas, un bar, un «hotel» y un par de edificios administrativos. Pudimos ver muchos hombres caminando por la calle, en su mayoría, aunque no todos, ataviados con uniformes. De ellos sólo un pequeño número eran militares. Lo que sucede es que la ropa militar, barata y fácilmente desechable, es la elección más popular entre los habitantes de la pequeña ciudad. También tuvimos ocasión de confraternizar con algunos gatos y perros (bien alimentados y extremadamente dóciles), que vivían en los alrededores de las instalaciones de investigación que se encuentran cerca del edificio de Chernobyl Interinform. En cualquier caso, les encantan las chucherías. Compartí con ellos los restos de una bolsa de patatas fritas, que fue saludada con vigorosos movimientos de cola y lametones agradecidos.
Pasamos junto al hotel Chernóbil, o simplemente el hotel, un complejo de edificaciones prefabricadas de color amarillo, que al parecer fueron traídas en su día desde Finlandia. Cada habitación del hotel cuenta con un cuarto de baño, un dormitorio y una sala de estar con televisión y nevera. Puede parecer extraña la presencia de un hotel en la zona, en especial teniendo en cuenta que los escasísimos visitantes y turistas sólo obtienen autorización para estar allí unas pocas horas. Pero los turistas no son los únicos visitantes. El hotel Chernóbil no tiene escasez de ocupantes. Desde activistas de Greenpeace a funcionarios de la Organización Internacional de la Energía Atómica, son muchos los que por una razón u otra pasan alguna vez la noche en la zona. Estos últimos son visitantes asiduos, ya que llevan a cabo continuos estudios en las zonas contaminadas. Se les puede ver de tarde en tarde, con sus trajes protectores, tomando muestras del suelo y merodeando por los alrededores de las casas abandonadas. A día de hoy, algunos equipos todavía siguen embarcados en la tarea de describir minuto a minuto lo que realmente sucedió, algo que no está ni mucho menos aclarado del todo. Otros hacen mediciones intentando averiguar lo que sucederá en el futuro, que tampoco se sabe con precisión.
Callejeando por el pueblo llegamos a la sede de la Agencia Chernobyl Interinform para encontrarnos con Yuri, que nos acompañaría en nuestro viaje. Yuri ha estado trabajando como guía en la zona desde hace diez años alternando dos semanas en Chernóbil y dos semanas en su casa. Yuri tiene el aspecto de un guerrillero de una película de acción americana: ropa militar, gorra, cabeza rapada a excepción de un bigote y su correspondiente perilla. Sobre su pecho cuelgan las dos herramientas imprescindibles de su oficio: la identificación que le permite acceder a las diversas áreas de la zona prohibida y el dosímetro medidor de radiación que le avisa del nivel radiactivo de cada lugar y de la radiación que lleva absorbida en su estancia en la zona. Su comportamiento es altamente profesional en todo momento, aunque la expresión de su rostro denota fatiga, posiblemente la fatiga de haber hecho lo mismo miles de veces. Su lógico hartazgo contrasta con nuestro entusiasmo. Para nosotros, todo era nuevo, para él es, sencillamente, su vida. No pude evitar sentir una sensación que siempre me resulta desagradable, la del turista que convierte en ocio, en disfrute, lo que para los demás es gris rutina.
Una placa amarilla en la puerta del edificio nos indicó que depende del Ministerio Ucraniano de Emergencias y Asuntos de Protección de la Población de las consecuencias de la catástrofe de Chernóbil. Las actividades de la agencia son múltiples. Entre otras, cuenta con la dirección editorial de los periódicos Chernobyl Herald, Situación de Emergencia y la revista Boletín del Estado Ecológico de la Zona de Exclusión y Reasentamiento Obligatorio, un pequeño canal de televisión, una emisora de radio, varias páginas web entre las que destaca www.chernobyl.info, un centro de información y documentación, etcétera. Aparte de estas actividades de relaciones públicas, la agencia también lleva a cabo otras líneas de trabajo, que implican la recogida, procesamiento, análisis, creación e intercambio de información sobre la protección de la población ante todo tipo de situaciones de emergencia, tanto las naturales como las provocadas por el hombre y, como es lógico, haciendo especial hincapié en todo lo relacionado con Chernóbil. A partir de 1987, el Departamento Internacional de la Agencia organiza visitas de trabajo a la zona de exclusión de Chernóbil y la planta de energía nuclear para expertos, periodistas (bueno, últimamente parece que eso no es tan fácil), personalidades públicas y líderes religiosos, estudiantes… Se estima que cada año la agencia organiza viajes a Chernóbil para más de 1000 expertos extranjeros.
Yuri nos condujo a una habitación poco iluminada decorada con varios mapas de la precipitación radiactiva y fotografías de los esfuerzos de limpieza de Chernóbil. Mirando aquellos mapas me di cuenta de un hecho curioso y, en cierto sentido, alarmante. A pesar de haber leído y escuchado hasta la saciedad que el área de exclusión se extiende en un radio de 30 kilómetros alrededor del reactor, lo cierto es que sería mucho más correcto hablar de 40 o 50 kilómetros. De hecho, sólo hay un puesto de control a 30 kilómetros del reactor. La otra docena larga de puertas de entrada a la Zona, unidas por vallas metálicas y cercas de alambre de espino, están ubicadas a distancias que oscilan entre los 40 y los 50 kilómetros de la zona cero.
En una pizarra hay una hoja de papel sujeta por un par de imanes donde se muestra un par de cifras escritas en números muy grandes: es el índice de radiactividad media en la zona para ese día, un dato tan vital en aquel lugar como la temperatura en cualquier otro. Yuri guía a los visitantes extranjeros al lugar dos veces por semana. Admite de buena gana que los médicos le han dicho que una mayor frecuencia en las visitas podría suponer un riesgo para la salud. El trabajo es el trabajo, pero dentro de un orden. Él gana un 50 por ciento más que los funcionarios de su edad en Kíev.
NOCIONES BÁSICAS
Chernóbil tiene una población intermitente de 6.000 personas que todavía trabajan directa o indirectamente en la central. Su trabajo está considerado de alto riesgo, y perciben salarios de 400 euros mensuales. La mitad, unos 200 euros, perciben los que participan en las tareas de reforestación del bosque. Viven en la ciudad evacuada de lunes a jueves, o semanas enteras alternas. Nuestro guía nos dijo que algunos de los trabajadores que participan en los trabajos de limpieza trabajan tan sólo veinte minutos al día y ganan un sueldo a tiempo completo. Se les vigila de cerca para medir la cantidad de exposición que reciben cada vez, y sólo pueden trabajar hasta que alcanzan un cierto límite. Luego deben encontrar un nuevo empleo.
Como base de lo que será el resto de nuestro viaje, nuestro cicerone nos enseñó algunas cosas útiles acerca de la radiación. Lo primero fue mostrarnos el aparato que utilizaríamos para medir los niveles de radiación, el medidor Geiger. Si colocásemos uno de ellos en Kíev, su medida sería de unos 16 microrroentgents por hora. En Madrid esa cifra sería de 10.
Mil microrroentgens equivalen a un milirroentgen y 1000 milirroentgens hacen un roentgen. Una dosis de 500 roentgens durante cinco horas es letal para los humanos. Nuestro guía nos tranquilizó explicándonos que, salvo en el reactor, este nivel de radiación no está presente en Chernóbil hoy en día. Claro que, en los primeros días después de la explosión, algunos lugares, incluidos algunos de los que íbamos a visitar, llegaron a emitir hasta 30 000 roentgens por hora. Pero ahora era relativamente seguro viajar por la zona siempre y cuando tuvieramos cuidado en evitar los lugares señalizados y siguiéramos escrupulosamente las indicaciones del guía. La radiación contaminó especialmente la tierra y está especialmente presente en frutos y setas. El asfalto no retiene tanta radiación, por lo que se recomienda permanecer en zonas asfaltadas siempre que sea posible.
Dentro de las oficinas del centro de visitantes la radiactividad está por debajo de los niveles de fondo de las ciudades del resto de Europa, nos dijo el guía. Sin embargo, los suelos se limpian con obsesiva constancia para recoger las huellas de contaminación que pueda haber presentes en el calzado de los visitantes o de los propios guías. Las carreteras y caminos de los alrededores de la central han sido limpiados a conciencia y son relativamente seguros. «Pero yo no puedo garantizar el nivel de contaminación de la hierba por aquí», añadió el guía, que nos aconsejó que tuvieramos mucho cuidado con la vegetación y los charcos de agua de lluvia.
Luego nuestro amigo procedió a recoger un puntero con el que comenzó a señalar los mapas y fotografías colgados en las paredes, mientras nos recitaba una letanía hace largo tiempo aprendida de memoria sobre la radiación, la lluvia radiactiva y las evacuaciones. Era nuestra información sobre Chernóbil, aunque, para ser sincero, me había pasado tantas horas leyendo sobre el lugar que era difícil que en aquel discurso hubiera algo que no hubiera oído antes. En cualquier caso, él tenía la obligación de contárnoslo y nosotros de escucharle, cosa que hicimos de la manera más educada y paciente posible. Lo que me mantuvo hipnotizado durante el tiempo que duró la exposición era el último mapa de radiación de la zona. Periódicamente, la oficina disponía de versiones actualizadas de la distribución de la radiación en la zona. Las áreas radiactivas estaban señaladas en color rojo, más intenso en las zonas más contaminadas (precisamente aquellas a las que íbamos a ir), más pálido en las zonas menos castigadas. El diseño recordaba a la mancha dejada por un huevo relleno de pintura que alguien hubiera estrellado con fuerza contra la pared.
Una imagen que recuerdo particularmente bien, entre todas las que estaban colgadas en los muros, era una fotografía que mostraba un enorme depósito de chatarra con vehículos amontonados unos encima de otros. En total unos 1500 vehículos de todo tipo —excavadoras, helicópteros, carros de combate…— utilizados como herramientas de limpieza después del accidente. Todos estaban contaminados y resultarían peligrosos durante miles de años. La mayoría de ellos todavía están a la intemperie y, a día de hoy, no hay forma de almacenarlos adecuadamente. Nos dijeron que no sería posible visitar ninguno de los depósitos más contaminados, aunque tendríamos una pequeña muestra de esos cementerios. Sin embargo, esa acertada medida es relativamente reciente. Antes había un recorrido por los cementerios de vehículos, un lugar que, en cierto sentido, es más peligroso que el propio sarcófago.
EL CONTRATO
Finalmente se nos presentó el contrato que nos daba por enterados de las reglas a cumplir. La primera era asegurar que éramos mayores de edad y que no teníamos ninguna contraindicación médica al contacto con radiaciones ionizantes. Bueno, pensé, me parece que todo el mundo tiene una seria contraindicación médica hacia las radiaciones ionizantes. Se nos avisaba de que se nos sometería a un control de radiación a la salida, en el punto de control, cosa que ya sabíamos.
Luego venía el capítulo de las prohibiciones:
Portar armas.
Tomar alcohol o drogas.
Comer o fumar al aire libre.
Tocar cualquier tipo de estructura o vegetación.
Sentarse o colocar nada directamente sobre el suelo.
Llevarse cualquier cosa fuera de la zona.
Violar el código de vestuario (calzado cerrado, pantalones y mangas largas).
Perder de vista a nuestro guía.
En aquel momento nos pareció que estábamos recibiendo el briefing adecuado para adentrarnos en una zona de alto riesgo. Pero la confianza es muy mala y, con el paso de las horas, la disciplina se fue relajando hasta el punto de que creo que, menos en lo tocante a llevarnos algo de allí, violamos sistemáticamente el resto de las normas, incluida la de las armas, ya que se me había olvidado de que aún llevaba encima mi inseparable navaja multiusos.
Según las normas de cualquier experto en riesgos laborales, estábamos a punto de embarcarnos en una auténtica pesadilla en términos de salud y seguridad. Firmamos el formulario, así como una exención de responsabilidad según la cual en caso de que el viaje tuviera algún efecto negativo sobre nuestra salud no pudiéramos responsabilizar a nadie que no fuéramos nosotros mismos.
Terminada la reunión, bajamos a la planta inferior. Antes de salir al exterior, mi atención se fijó en un aparato que había junto a la puerta. Era algo a medio camino entre una antigua báscula de farmacia y un instrumento sacado de una vieja película de Flash Gordon. Pregunté qué era: «Es un detector de radiación. Lo usamos cada vez que entramos o salimos. Se trata de una versión reducida del que hay en el puesto de control, a la salida de la zona. Para nosotros es vital. Este chisme nos indica si en nuestras salidas nos hemos traído pegada alguna partícula radiactiva. Una simple mota de polvo, pegada en el pelo o en la ropa te puede complicar mucho la vida. Te mostraré cómo funciona».
Me dijo que me situara sobre la plataforma e introdujera las manos en sendas ranuras iluminadas a izquierda y derecha del aparato. Rápidamente se iluminó una luz ámbar en el panel principal que, a los pocos segundos, cambió a verde. «¡Limpio! Puedes estar tranquilo. Estos detectores son muy precisos… Tecnología soviética».
Eso último, teniendo en cuenta cómo había funcionado en su día la «tecnología soviética» de la central, no me tranquilizó demasiado.
LA HISTORIA DE CHERNÓBIL
Ya acompañados por nuestro guía, volvimos a subir a la furgoneta para comenzar, ahora sí, nuestro periplo por la zona. En total, nuestro recorrido duraría unas seis horas, algo más del tiempo autorizado a los visitantes normales, pero habíamos sido capaces de tocar algunas teclas para recibir un trato privilegiado, si es que se puede decir que es un privilegio pasar unas horas de más en un entorno altamente contaminado por la radiación.
Para salir de Chernóbil, esa vez atravesamos el centro de la ciudad. No se podía decir que, estrictamente, fuera una ciudad muerta. Había vehículos aparcados aquí y allá, algunas personas caminando u ocupadas en los más diversos quehaceres. Pero el lugar era evidentemente una sombra de lo que había sido. Las ventanas de la mayor parte de los edificios estaban tapiadas. Había casas unifamiliares, edificios de apartamentos, grandes edificios de piedra con aspecto de centros oficiales y estatuas en las plazas.
Cuesta trabajo imaginar que ese lugar hubiera tenido una historia más allá del apocalipsis radiactivo. Pero lo cierto es que sí, la había tenido, rica y antigua. El territorio al norte y noroeste del antiguo ducado de Kíev, de acuerdo con las antiguas crónicas, ya en el siglo X estaba cubierto por una densa red de ciudades, castillos feudales y asentamientos. Las poblaciones se encontraban, sobre todo, a lo largo de las orillas de los ríos Prípiat, Teterev, Irpen y Uzh. Algunos de los nombres de aquellos pueblos han llegado hasta nosotros: Ovruch, Rilsk, Semoch…
La primera mención de la ciudad de Chernóbil data de 1193, y dice que los alrededores de Chernóbil eran un lugar en el que solía cazar la realeza: «El príncipe Vishgorodski y Rostislav Turovski, hijo del príncipe de Kíev, viajaban para cazar y pescar cerca de Chernóbil». Se sabe que hasta finales del siglo XIX, en Chernóbil había restos de fortalezas, túneles, trincheras y montículos conservados desde la época medieval. En uno de los túmulos, conocido como «el túmulo de los tártaros», se encontraron armas y un tesoro de joyas de plata y adornos de bronce de los siglos XII y XIII.
La antigua ciudad de Chernóbil estuvo marcada por los acontecimientos históricos relacionados con las sucesivas invasiones de los mongoles, tártaros, lituanos y polacos. Aquellas tierras fueron los parajes por los que cabalgaron los cosacos de Taras Bulba. En 1569, a raíz de la firma del acuerdo de Lublin entre Lituania y Polonia, Chernóbil dejó de ser territorio polaco. En los ciento cincuenta años siguientes, el territorio cambió de manos varias veces. Durante las revueltas del pueblo ucraniano contra la nobleza polaca, Chernóbil fue capturado dos veces (en 1747 y 1751) por las milicias rebeldes, que masacraron brutalmente a los polacos. A raíz de esos sucesos, partidas de represalia marcharon a sangre y fuego a través de las cuencas de los ríos Teterev y Prípiat.
El río Prípiat tenía un papel importante en la vida de los habitantes de Chernóbil, hasta el punto de que lo llamaban «madre». Debido a la baja productividad de la tierra, la mayoría de los residentes de Chernóbil eran pescadores. Esas personas también se dedicaban a la cosecha del heno, a explotar la madera de los bosques circundantes y a la fabricación de carbón, así como a la recogida de setas y bayas. Los oficios más difundidos, aparte de la pesca, eran la caza, la apicultura y la artesanía —cerámica, tejido, madera, acero y forja, curtidurías, cantería y confección de útiles de pesca y pequeños astilleros.
En el siglo XVIII, una comunidad religiosa minoritaria, los «conservadores», encontraron refugio en esos territorios. En los bosques, cada vez más intransitables, construyeron monasterios en los que se sintieron libres para practicar su religión. Aún hoy en día, en la parte central de la zona de exclusión se pueden encontrar restos de sus antiguos asentamientos. Incluso hay un yacimiento arqueológico cuya parcela se encuentra delimitada por dos muros de contención. Allí, a pesar de la radiación, se siguen llevando a cabo investigaciones históricas y antropológicas.
Los conservadores vivieron algún tiempo en la ciudad de Chernóbil. Más tarde, la secta pasó a llamarse simplemente Chernóbil. El líder del grupo, Illarion Petrov, tenía un extraño apodo, Patas de Vaca y se caracterizó por exacerbar el fanatismo extremo de sus seguidores. La secta predicaba la inminente llegada del Anticristo y, con él, la del fin del mundo. La vida tiene curiosas coincidencias, y no deja de ser asombroso que una secta de fanáticos con semejantes creencias naciera y proliferase precisamente en el lugar de la tierra donde se ha vivido lo más parecido al Apocalipsis bíblico. Con el paso de los años, a finales del siglo XVIII, los sectarios de Chernóbil se trasladaron a Austria, invitados personalmente por el emperador José II, que incluso los liberó de impuestos durante los siguientes veinte años. Los conservadores que se quedaron en Chernóbil permanecieron en sus asentamientos hasta 1986.
El recuerdo de la ciudad de Chernóbil aún perdura incluso en la historia de Francia. Durante la dictadura jacobina, una joven natural de Chernóbil, de veintiséis años de edad, Rozaliya Liubomirskaya-Hodkevich, fue ejecutada en la guillotina de París el 30 de junio de 1794, acusada de tener vínculos con María Antonieta y otros miembros de la familia real.
Aunque la historia de Chernóbil en el siglo XVIII se convirtió en una sucesión de sucesos violentos, saqueos, incendios y levantamientos populares, ese período se caracterizó también por un importante desarrollo cultural y económico de la ciudad.
En el siglo XIX se comenzaron a establecer empresas y a construirse escuelas e instalaciones médicas. En 1855, la escuela parroquial abrió por primera vez, con un diácono como profesor. Enseñaba a los niños en sus propios hogares, ya que no existía una escuela propiamente dicha. En aquella época, aproximadamente cuatro mil judíos vivían en Chernóbil, y era el hogar de más de dos mil ortodoxos y seiscientos disidentes. También estaban en la ciudad aproximadamente un centenar de católicos romanos. En ese momento, Chernóbil tenía cinco sinagogas, tres iglesias ortodoxas y otra iglesia. La primera escuela de Chernóbil abrió sus puertas en 1880 para sesenta estudiantes. La escuela fue proporcionada por los padres de los estudiantes.
El resto ya es historia: la Revolución, la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, la radiación…
LA IGLESIA
Según íbamos saliendo, los edificios iban haciéndose más escasos y su aspecto más deteriorado. En las afueras, Chernóbil dejaba de parecer una ciudad para convertirse en una aldea abandonada.
Esa extraña ciudad, habitada por gente de paso que no tiene más remedio que pasar tanto tiempo fuera como pasa en ella, tenía, sin embargo, al menos un residente permanente. Un sacerdote ortodoxo se había hecho cargo de la iglesia de Chernóbil —San Elías, un lugar de culto que data del siglo XIX— para dar auxilio espiritual a las almas que allí trabajaban. En 1749, en la pedanía de Radomishiskaya, el lugar donde nos encontrábamos, comenzó la construcción de la primera iglesia ortodoxa de la zona. La construcción de esta iglesia de madera terminó en 1779. En 1873, la iglesia de madera resultó destruida en un incendio y en su lugar se construyó la iglesia de piedra que estábamos contemplando. En la zona de exclusión de Chernóbil existía otra iglesia, la de la Resurrección, en el pueblo de Lev Tolstói. En 1996, la iglesia se quemó por completo.
Nos aproximamos al edificio, tan fuera de lugar en ese maldito sitio. Llamaba la atención el magnífico estado de conservación de la iglesia, que parecía lo único nuevo y flamante en un lugar en el que todo tenía aspecto de estar embalsamado. El templo lucía una impecable capa de pintura azul y blanco que le daba un aspecto que sólo puede ser definido como alegre. Mientras atravesaba la verja y caminaba por el recinto del templo tuve una sensación tremendamente subjetiva, pero no por ello menos real. El lugar estaba tranquilo y se respiraba paz. Pero no era la calma de los templos, era otra sensación muy distinta pero que no me resultaba en absoluto desconocida. Era la calma de un cementerio, una sensación muy particular que todos hemos sentido alguna vez.
Al parecer, el sacerdote, un individuo sumamente proactivo, acababa de instalar un nuevo sistema de calefacción para mantener a su rebaño caliente durante el frío invierno ucraniano.
Una de las cosas más sorprendentes que se descubren viajando a través de la zona muerta es que prácticamente no hay ninguna iglesia en ruinas. Los saqueadores, a pesar de demostrar un absoluto desprecio por su seguridad personal cuando se trata de la radiación, son personas supersticiosas y temen robar en las iglesias. Además, los antiguos habitantes de los pueblos y aldeas acuden a arreglar las iglesias abandonadas cada pocos años, por lo que destacan por su limpieza y buen estado entre todos los demás edificios de la zona.
Las puertas de estas antiguas iglesias se encuentran abiertas a todo el que quiera pasar a contemplarlas, refugiarse en ellas o rezar. No hay nada de valor en el interior de estos solitarios templos: sólo un par de iconos baratos, toallas y, normalmente, una Biblia ligeramente radiactiva, por lo general abierta por la página en que se hace la profecía del ajenjo.
¿Por qué este apego a los viejos templos? ¿Es simple fervor, devoción, tradición, intentar mantener un último vínculo con el antiguo terruño, o hay algo más? Al parecer sí que hay algo más. Las creencias, en este caso no me atrevo a calificarlas de supersticiones, en lo más profundo de la Ucrania rural son complejas y difíciles de entender para el extranjero. Las iglesias son algo más que templos, son fortalezas espirituales en la eterna guerra entre las fuerzas del bien y las del mal. Mientras las iglesias continúen en pie, la batalla no estará perdida y la voz del diablo no se escuchará en las tierras de Chernóbil. Aquel inmenso territorio no está abandonado del todo. Sus antiguos habitantes siguen de alguna forma vinculados a él, y es posiblemente ese vínculo mágico el que de alguna manera dota de vida al lugar.
«SHAMA SHOL»
Frente a la iglesia había una pequeña casa pintada de los mismos tonos blancos y azules que la iglesia, sólo que esta casita estaba evidentemente abandonada. A su lado un cobertizo, igualmente deteriorado, con una oxidada escalera metálica aún adosada a una de sus paredes, como si alguien hubiera dejado a medias alguna reparación. La puerta del cobertizo estaba entreabierta y me asomé. La oscuridad era impenetrable y no me atreví a entrar. En esos primeros pasos por la zona aún no había cogido confianza y pensaba que cada rincón, especialmente los oscuros, podían encerrar algún peligro. La maleza lo invadía todo y, entre ella, distinguí en la casa lo que antaño debió de ser un agradable porche. No me costó trabajo imaginar al dueño de la casa fumando una pipa tranquilamente en él. Ahora sólo había un gato, blanco y negro, que me miraba con descaro. En la parte trasera había una pequeña letrina en bastante buen estado de conservación. Vi muchas de ésas en las aldeas de los alrededores. El agua corriente no es, ni mucho menos, algo «corriente» en buena parte de la Ucrania rural. Es terrible pensar en que niños y ancianos tienen todavía que ir a los pozos a coger agua y a las letrinas a cumplir con la naturaleza en inviernos en los que temperaturas por debajo de los diez grados bajo cero no son, ni mucho menos, extrañas.
A buen seguro que se trataba de la antigua residencia del sacerdote, dada la proximidad a la iglesia y la concordancia de colores de la fachada. El párroco vivía en el centro de la ciudad, con el resto de los habitantes. No es que en aquel lugar hubiera ningún peligro en especial —evidentemente, en la zona no hay delincuencia y los índices de radiación en la iglesia no son especialmente altos—, pero resultaba muy solitario y extremadamente silencioso. Vivir allí sólo podría acabar con los nervios del ermitaño más devoto.
Me acercaba a la casa cuando, de un sendero que se internaba en la maleza, salió una figura menuda. Por lo inesperado del encuentro, en medio de aquel lugar silencioso y fantasmal, me sobresalté, aunque no tardé en recuperarme en cuanto conseguí identificar la silueta. Se trataba de una anciana como tantas que habíamos visto al pasar por las aldeas de camino a la zona: baja de estatura, bien abrigada a pesar de que la temperatura no era ni mucho menos fría, pañuelo de vivos colores cubriéndole la cabeza. Avanzaba con paso firme, aunque cojeando levemente mientras, como si tal cosa, llevaba una bolsa de plástico de contenido desconocido en la mano derecha. No podía dar crédito a la suerte que estaba teniendo. El encuentro con aquel ser humano, que pasaba a tan sólo un par de metros de mi asombrado rostro sin dirigirme siquiera un vistazo de curiosidad, era a su manera tan extraordinario como toparse con un oso panda en un recóndito bosque de China o con cualquier otra criatura en peligro de extinción. Se trataba de uno de los «retornados», sobre los que tanto había leído.
Unos 1500 de los antiguos residentes regresaron a la zona. Serguéi, el guía en nuestra visita a Chernóbil, nos explicó que 350 personas viven en el área prohibida. En su inmensa mayoría son ancianos que no entendían la razón por la que no se podía regresar a la zona tras el incendio. El gobierno sabe de su existencia, e incluso les han bautizado con el nombre de «sama shol», que significa «los que viven en un lugar prohibido», «okupas». Ignoran las prohibiciones de recoger bayas y setas de los bosques. Algunos tienen cerdos, gallinas y vacas, que les aseguran la subsistencia.
Serguéi nos contó la historia de Safka, un anciano de setenta años que vive con su esposa en el bosque. El presidente de Ucrania le felicitó personalmente por celebrar sus bodas de oro y le regaló un teléfono móvil. «Lo más curioso del asunto —nos relataba— es que las personas que mejor han asimilado los efectos de la radiación son las que en el 86 tenían más de cuarenta años. Los que en esa época eran jóvenes, niños o incluso no habían nacido, son precisamente aquellos en los que las enfermedades se han cebado con mayor virulencia y los que tienen una tasa de mortalidad más elevada. Las cifras oficiales —continuaba—, hablan de seiscientos mil damnificados por el accidente nuclear, pero yo creo que son muchos más. No se puede relacionar directamente las enfermedades que hoy en día se detectan con el accidente». Lo cierto es que, además de las dolencias relacionadas claramente con la radiactividad, cada vez hay más personas que sufren de diversos problemas de salud que, hasta ahora, no se habían considerado relacionados con la exposición radiactiva. «La radiactividad no se ve ni se siente, pero puede matar poco a poco».
El conocimiento científico respecto a los efectos a largo plazo de la vida en semejante ambiente tampoco es que haya avanzado gran cosa. Hasta hace poco, un grupo de ochenta científicos ha estado estudiando las consecuencias de la catástrofe en animales, pero los estudios no han arrojado resultados concluyentes o al menos éstos no han sido publicados aún. La financiación del proyecto se terminó hace un año, y los científicos no tuvieron más remedio que regresar a sus casas con las manos vacías.
«Entonces —pregunté—, entre los retornados sólo hay ancianos, no hay jóvenes y mucho menos niños…»
El guía se mostró visiblemente azorado y, en tono de confidencia, me contó que eso no es exactamente así. Hubo una niña que vivió en la zona. Es un secreto a voces. Se llama Masha. Su madre, curiosamente, no es una retornada. Entraría más bien en la categoría de lo que, en otras circunstancias menos dramáticas, podríamos calificar de «okupa». Sin trabajo, abandonada por un marido alcohólico y maltratador, decidió instalarse en la zona porque, simplemente, no tenía otro lugar adonde ir. Mejor el riesgo invisible de la radiación que acabar mendigando en Kíev. Pero el amor florece en los lugares más insospechados, incluso en la zona. Allí conoció a un hombre, uno de los retornados. Se enamoraron, se casaron y nació Masha.
La pequeña vivía con sus padres sin relacionarse apenas con otros niños. Finalmente comenzó a asistir al colegio de Ivankiv, aunque de tapadillo. Oficialmente era una fugitiva. El gobierno hace la vista gorda con los retornados, pero el caso de una niña es especialmente sangrante, por lo que la buscaron más de una vez aunque sin éxito. A día de hoy es una más de las niñas de Chernóbil que viajan todos los veranos a España.