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El corazón de la oscuridad
Una vez vista la iglesia, volvimos a la furgoneta. Esperaba encontrarme un lugar con muchos más espacios abiertos, pero en realidad la zona de Chernóbil debía de estar densamente poblada. Prácticamente a cada kilómetro aparecían casas y aldeas desiertas que jalonaban nuestro camino. Algunas de ellas había que adivinarlas en medio de la exuberante vegetación.
Tras un trecho, nos detuvimos frente a una explanada cubierta de césped y de la extensión aproximada de un campo de fútbol. En ella nos esperaban varios vehículos militares que me recordaron a los tanques expuestos en el memorial de la Gran Patria en Kíev. Como ya nos advirtieron, no podíamos acercarnos al gran cementerio de maquinaria. Es un lugar sumamente peligroso y altamente contaminado. Allí, en una extensión de terreno increíblemente grande, descansan al aire libre los vehículos que se utilizaron en la limpieza de Chernóbil en 1986. El suficiente equipo para satisfacer las necesidades del ejército en un Estado pequeño. Al principio, el cementerio estaba destinado a almacenar vehículos que sólo hubieran resultado contaminados por isótopos radiactivos con una vida media corta, como el yodo. Era una idea excelente, pues esos vehículos, tras unos meses de cuarentena, habrían estado tan limpios de radiación como el día que salieron de la fábrica y listos para ser utilizados de nuevo. Desafortunadamente, la desorganización que presidió aquellas primeras semanas afloró de nuevo y rápidamente otros vehículos comenzaron a ser estacionados allí sin ningún criterio. En los días sucesivos, el viento se encargó de diseminar las partículas peligrosas que se habían adherido a los vehículos más contaminados por todo el depósito, inutilizando durante siglos toda la maquinaria que se encontraba allí.
Todos ellos están tan contaminados que es muy probable que sus pilotos recibieran dosis letales de radiación. Entre todos, todavía emiten más radiación que el sarcófago del reactor número 4 y, con todo, allí ni siquiera están los vehículos más contaminados, que fueron enterrados en condiciones especiales, con tratamiento de residuos nucleares, en fosas profundas cuya ubicación es confidencial.
Aparte de los diseminados por la zona existen varios depósitos en los que se encuentran aparcados vehículos con un grado de contaminación menor, todavía «calientes» pero no letales. No se trata sólo de tener algo que enseñar a los visitantes —aunque también hay algo de eso—, sino de tener una reserva de vehículos y maquinaria utilizable inmediatamente en caso de que se produjera una nueva emergencia. A pesar de estar seriamente contaminados, estos vehículos están en perfecto estado de revista, capaces de arrancar con sólo pulsar el botón del contacto. Entre los vehículos dispersos por la explanada hay camiones, tanquetas y vehículos oruga. Uno de ellos, dotado de una imponente chimenea de cuatro o cinco metros de altura, llamó poderosamente nuestra atención y nos aproximamos a él, hasta que descubrimos la señal amarilla de radiación que nos avisaba de que el vehículo emitía mucha más radiación de la recomendable. Nuestro guía, que ya llevaba entre los labios el primero de los muchos cigarrillos que fumaría durante nuestra estancia en la zona —¿no estaba prohibido fumar?, pensé—, se acercó a nosotros con el medidor de radiación en la mano y una sonrisa acompañando al pitillo que llevaba en la boca: «Tenéis que ver esto».
La boca se me debió de abrir medio palmo cuando vi cómo aquel hombre pasaba con su medidor en la mano junto a la señal amarilla, como si no existiera, se colocó junto al vehículo y, no contento con eso, colocó sobre una de las orugas el medidor que, instantáneamente, comenzó a emitir unos pitidos lastimeros que anunciaban que a él le debía de parecer igual de mala idea el hacer eso en aquel lugar. El que no debía de compartir para nada mi aprensión era Marcos, que rápidamente se dirigió, cámara en ristre, hacia el lugar donde estaba el guía para tomar unos primeros planos del maltratado medidor. «Bueno —me dije—, tampoco puede ser tan malo». Así que me acerqué donde estaban, inaugurando el catálogo de imprudencias e irregularidades de aquel día, que me temo fueron muchas.
Tras esa breve visita a los veteranos mecánicos de la batalla de Chernóbil, continuamos camino. El bosque crecía sin control a ambos lados de la carretera asfaltada. Ruinas de casas bajas, con las ventanas rotas, eran visibles a través de una maraña de abedules, pinos y álamos. «Preservar el medio ambiente para tus descendientes», rezaba un cartel oxidado que se ha mantenido intacto en medio de un desierto, ahora desprovisto de la presencia humana, un consejo grotesco de una era perdida. Ya no había futuro que preservar en Chernóbil y la mejor prueba de ello era nuestra siguiente parada: el puerto fluvial del río Prípiat.
El río Prípiat tiene un recorrido de aproximadamente 710 kilómetros. Fluye a través de Ucrania y Bielorrusia, desembocando en el Dniéper. En las lenguas eslavas, pri significa «cerca», y piat significa «cinco». El nombre se debe a que el río tiene una confluencia con otros cinco cursos fluviales.
La carretera se desviaba y entramos en un camino flanqueado por una valla de madera blanca decorada por anclas. También pasamos por una parada de autobuses en la que ya nadie esperaba. Todo nos indicaba la vida tranquila y la prosperidad pasada. Cuando llegué a la orilla, me quedé impactado por la tremenda belleza del paisaje que se extendía ante mis ojos. Antes del accidente, el puerto abandonado que tenía ante mí bullía de vida. El comercio, el transporte y, sobre todo, la pesca rica y abundante daban de comer a cientos de familias de la zona. Ahora sólo había un montón de barcos comidos por la herrumbre pudriéndose en la orilla. La mayoría eran pequeños barcos de pesca, pero a lo lejos podíamos ver un enorme carguero que nos daba buena cuenta de la importancia comercial que antaño tenía el río. Las aguas están seriamente contaminadas con radionúclidos. Lo que pocos saben es que la concentración de cesio-137 en los sedimentos del río sigue aumentando en lugar de disminuir.
El relieve es llano, lo que los geólogos conocen como una antigua llanura fluvioglacial. Hay varios arroyos que cruzan la zona y cientos de pequeños lagos se encuentran dispersos por toda la región. El infierno radiactivo es, al mismo tiempo, un paraíso natural. La fauna de esta región cuenta con 45 especies de mamíferos, 256 especies de aves, 7 de reptiles, 11 de anfibios y 37 de peces. La flora es igualmente exuberante: 826 especies de plantas y más de 200 especies de musgos. Las aguas son las más cristalinas que se puedan imaginar en un río y en la orilla crecen juncos y nenúfares.
Pero este paradisíaco paisaje encierra un peligro latente. Todos los años, el área alrededor de Chernóbil es regularmente escenario de inundaciones primaverales, cuando las nieves del invierno se funden y el agua corre a través de cientos de afluentes y arroyos, de superficie y subterráneos, hacia el río. En los años posteriores a la catástrofe, los científicos desarrollaron un modelo hidrográfico de la zona alrededor de la central nuclear. La conclusión era obvia, el deshielo arrastraba multitud de desechos radiactivos que, tras un largo viaje por toda la región, terminaban en el río contaminando todo a su paso.
A principios de abril de 1999, el río Prípiat alcanzó niveles inesperadamente altos, desbordándose e inundando más de diez kilómetros cuadrados alrededor de la central nuclear de Chernóbil. Era un lugar especialmente peligroso, ya que amenazaba el desbordamiento de un dique que contenía residuos contaminados que llevarían la radiación directamente al río Prípiat, intoxicando de paso kilómetros de terreno. Afortunadamente, en esa ocasión no sucedió nada, pero el dique sigue en pie y el riesgo de inundación continúa siendo tan alto como entonces.
MONUMENTO A LOS BOMBEROS
A izquierda y derecha de la carretera principal vimos cómo se abren carreteras secundarias, algunas de las cuales están bloqueadas con barricadas de bloques de hormigón y otros obstáculos. Son los caminos que van a dar a los lugares más contaminados. Prohibidos para todo el mundo. Adentrarse en estos sitios es un auténtico suicidio. Sin embargo, hay gente que lo hace… saqueadores principalmente.
Nuestra siguiente parada fue el monumento en memoria de los bomberos que respondieron a la alarma inicial el 26 de abril de 1986. Todos ellos murieron durante o inmediatamente después del accidente. El grupo de primera respuesta estaba bajo el mando de Vladímir Právik, que murió trece días después. Esta escultura muestra a aquellos hombres tal y como eran, valientes, decididos, enfrentándose a una muerte segura sin el equipamiento que les hubiera permitido tener siquiera una mínima oportunidad de sobrevivir. Seis bomberos de piedra gris se afanan con sus mangueras y aparejos alrededor de una representación estilizada del reactor número 4. Uno de ellos, el que parece el jefe, lleva un medidor de radiación y tiene el rostro desencajado, sabedor de que las lecturas que está obteniendo significan que nadie va a salir vivo de allí. Sobre ellos, presidiendo la escena, un globo terráqueo que representa el planeta que salvaron aquella noche. Ellos, más que nadie, más incluso que los liquidadores, salvaron al mundo al impedir que el desastre se multiplicara por cuatro al extenderse el incendio a los otros tres reactores. Por desgracia, nadie puede acceder a este monumento, en mitad de la zona prohibida, para rendir tributo a estos valientes.
Eso sí, el mundo a veces es ingrato. Esta estatua fue erigida por iniciativa de los actuales bomberos de Chernóbil, frente a cuyo cuartel se encuentra. Ninguna instancia oficial puso un solo céntimo. Pero luego esas mismas instancias oficiales que se desentendieron de la construcción del monumento presumen de él ante los visitantes extranjeros. Mientras estábamos allí, un elegante Mercedes negro se detuvo a nuestra altura. De él descendieron tres hombres y una mujer con trajes oscuros y caros. Uno de ellos dio algunas explicaciones en ruso y la mujer, evidentemente complacida, sacó algunas fotografías con su iPhone, tras lo cual todos ellos se marcharon. De vez en cuando vienen algunos peces gordos —de Kíev, de la ONU, de Moscú, de Washington—. Les dan un paseo, hacen unas fotos, comprueban por sí mismos que todo sigue en su sitio y vuelven a sus oficinas con una buena historia que contar. Pero, a la hora de hacer algo por Chernóbil, son pocos los que arriman el hombro.
En el camino hacia el reactor número 4, atravesamos extensos campos y frondosos bosques. En los campos, de forma intermitente, aparecían señales amarillas, algunas de ellas acompañadas de luces del mismo color, que mostraban los lugares en los que había enterrado material radiactivo. El motivo de estas marcas no sólo era señalar las áreas peligrosas, sino dejar indicada la ubicación de los vertederos radiactivos para que las generaciones futuras, con el tiempo y los avances técnicos futuros, puedan mover con seguridad el material allí enterrado y proceder a su almacenamiento y/o tratamiento. También pasamos por un parche de terreno, considerablemente extenso y completamente vacío de vida, donde en tiempos hubo árboles, que quedaron achicharrados no por el fuego, sino a causa de la radiación.
La siguiente parada era en un puente sobre el río Prípiat. Para nuestra sorpresa, nos contaron que esta enorme obra de ingeniería fue levantada después del accidente, como prueba palpable de que la zona sigue viva, en secreto, dentro de su caparazón, lejos del mundo. Desde allí, en aquel puente barrido por el viento en el que reinaba un silencio mortal, tuve en el horizonte el primer atisbo del reactor número 4. Allí estaba, peligroso, y allí, en medio de un paisaje de cuento de hadas, me pareció más el castillo de un brujo malvado, el contenedor de una fuerza infernal y misteriosa. Esa imagen mítica se acentuaba a medida que arreciaba el viento y el cielo se iba cubriendo de gruesos nubarrones. No tardé en salir de mi ensoñación, las nubes aportaban al paisaje una belleza siniestra, pero también suponían una amenaza para nuestro reportaje. Apresuré a nuestros compañeros para que siguiéramos camino.
KOPACHI
La radiación se extendió de un modo desigual, como en un tablero de ajedrez, dejando algunos lugares vivos y matando otros. Es imposible decir a simple vista qué lugares son seguros y cuáles encierran una trampa tan mortal como invisible. Nosotros mismos lo pudimos comprobar en una villa fantasma al este del reactor, justo después de pasar el segundo punto de control. Se trataba del pueblo de Kopachi, que una vez acogió a cerca de 4.000 personas y hoy no es más que un lugar arrasado. La señal que indica que estábamos entrando en el pueblo aparecía al borde de la carretera. No obstante, miré a mi alrededor y no vi el menor signo de civilización, sólo campos, hierba y árboles. El área fue evacuada, eso es evidente, pero ¿y los edificios? Tras la evacuación de Kopachi, las autoridades, a modo de experimento, ordenaron que todas las casas fueran derribadas y enterradas. Este pueblo no fue el único que sufrió este destino como resultado del desastre de Chernóbil. Las únicas huellas que quedan de la aldea hoy en día son una serie de montículos. Cada montículo contiene los restos de una casa y está coronado por una señal con el símbolo de peligro por radiación.
Nosotros, finalmente, nos detuvimos junto a las dos únicas estructuras que permanecían en pie. Una de ellas es el monumento a los caídos en la Gran Guerra Patria. La estatua de metal brillante, representando a un soldado enjuto en posición de firmes, con la gorra en la mano, se levanta sobre un pedestal en el que están inscritos los nombres de los soldados del pueblo caídos en la contienda, en este caso alrededor de veinticinco. En cada pueblo soviético hay una de estas abultadas listas, que nos hacen darnos cuenta de hasta qué punto la contienda mundial fue una sangría de víctimas para los soviéticos. Como ya he dicho, la estatua se conserva brillante como el primer día, como la Estatua de la Madre Patria en Kíev o el monumento a Lenin que había visto hacía unas horas en Chernóbil, y me pregunto qué aleación usaban los soviéticos en sus esculturas para que no parezcan acusar los años de intemperie.
Al pie de la estatua había un ramo de flores frescas que atestiguaba que, en la zona prohibida, en medio de una ciudad arrasada, aún alguien se acuerda de los muertos de Kopachi.
Muy cerca del monumento se encuentra el jardín de infancia, el único edificio que escapó, inexplicablemente, de la furia de las excavadoras, aunque no de la radiación. Según nos acercábamos, el medidor de radiación de nuestro guía iba cobrando vida. El vallado verde, ahora desvaído y tambaleante, en el que jugaban los niños todavía tenía algunos juguetes que languidecían en medio de las hojas y los matorrales que han crecido en el lugar.
Un sendero de no más de veinte metros nos llevó hasta el edificio de la guardería propiamente dicho, una casita de puerta azul, con un llamativo pórtico de columnas y aspecto acogedor pese al abandono. Es increíble cómo, a pesar de la escasa distancia, el edificio es completamente indistinguible desde la carretera debido a la espesura de la vegetación que ha crecido durante estos años.
La suerte de la ciudad arrasada podía haber sido la de Kíev. De hecho, los planes originales para la construcción de la central proponían que ésta fuera levantada a tan sólo 25 kilómetros de la capital. Los expertos, sin embargo, sugirieron que era demasiado cerca de una ciudad tan densamente poblada y propusieron como alternativa la región de Chernóbil, la única decisión más o menos correcta en la agitada y absurda historia de la planta nuclear.
UN NUEVO SARCÓFAGO
La central nuclear finalmente apareció en la distancia, asentada pesadamente al borde de un lago artificial y precedida por un verdadero bosque de torres de alta tensión. Hay cuatro bloques del reactor. El bloque número 4 fue el que explotó en la madrugada del 26 de abril de 1986. Hoy en día un refugio de hormigón cubre sus restos. Como poco unas 200 toneladas de material altamente radiactivo todavía se encierran en su interior. El refugio de hormigón es sólo una solución temporal. Una nueva estructura, mucho más estable, está programada para ser construida en 2011. Se trata de un impresionante proyecto de ingeniería. La nueva estructura será construida a varios cientos de metros de su emplazamiento definitivo para evitar la exposición de los trabajadores a dosis excesivas de radiación y luego será trasladada hasta su emplazamiento definitivo a través de raíles. Se trata de una bóveda de 18 000 toneladas de metal, 105 metros de alto, 200 metros de largo y 257 metros de ancho, que cubrirá por completo tanto el reactor número 4 como el actual sarcófago. El Fondo de Protección de Chernóbil, creado en 1997, ha recibido 810 millones de euros de los donantes internacionales para llevar a cabo este proyecto. Este dinero y la Cuenta de Seguridad Nuclear, que se utiliza para los trabajos de desmantelamiento y clausura de Chernóbil, son administrados por el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD), que anunció una contribución de 135 millones de euros para el fondo en mayo de 2008. El coste total del nuevo sarcófago se estima en 1200 millones de euros. Será la mayor estructura móvil jamás construida por el ser humano.
Un extremo de la gigantesca estructura estará completamente cerrado, mientras que al otro se le dará la forma y las dimensiones específicas para que se ajuste perfectamente y quede encajado en el vecino edificio del reactor número 3, siendo la unión sellada posteriormente. Al igual que el actual, el nuevo sarcófago no servirá para contener totalmente la radiactividad de la central, pero por lo menos será resistente a la intemperie, lo que, dadas las circunstancias actuales, es un gran avance.
Los raíles por los que se hará circular la bóveda de acero hasta su emplazamiento definitivo se construirán plantando pilotes en el suelo a intervalos relativamente próximos para, a continuación, rellenar los huecos con hormigón. Los ingenieros han diseñado este sistema a fin de evitar la excavación de una zanja profunda como cimiento de la base de hormigón, sobre todo por miedo a desenterrar materiales radiactivos durante la excavación. Una vez realizada la base de hormigón, ésta será recubierta con placas de acero inoxidable, y éstas, a su vez, untadas con una gruesa capa de lubricante, mientras que la parte inferior de la nueva estructura de acero estará dotada de almohadillas de teflón para facilitar el deslizamiento, una técnica que se utiliza ampliamente para mover todo tipo de maquinaria pesada.
Al principio, entre los responsables del proyecto surgieron dudas acerca de si una estructura de acero podría durar el tiempo suficiente antes de que la ciencia pudiera encontrar una solución definitiva al problema. Con los niveles letales de radiación que se producen en el interior del sarcófago, las oportunidades para llevar a cabo las tareas de reparación y mantenimiento que serían aconsejables en cualquier otra estructura de este tipo pueden ser muy limitadas: «Es factible —declaró en su día Matthew Wrona, gerente del proyecto—. Hay pinturas que duran mucho tiempo y técnicas de mantenimiento para ambientes hostiles». La Torre Eiffel es quizá el más conocido ejemplo de gran estructura de acero, totalmente expuesta a los elementos, que ya ha superado el siglo de edad con una magnífica salud, pero a lo largo y ancho del planeta existen también varios puentes colgantes de considerables dimensiones que están envejeciendo con considerable elegancia.
Uno de los criterios de este proyecto es el de evitar las tecnologías experimentales, muy tentadoras en algunos casos, en favor de aquellas ya consolidadas y contrastadas. Cuando se trata de construir algo para que dure como poco cien años, el uso de las nuevas tecnologías aumenta considerablemente los riesgos. Aunque otras soluciones podrían ser sumamente atractivas, no hay más que ver la longevidad de las catedrales o las pirámides de Egipto para darse cuenta de que la tecnología tradicional no tiene por qué ser mala.
Hasta el momento, la planificación de esta ingente tarea ha sido relativamente simple, ya que todo ha sido hecho antes, no se está inventando nada para la ocasión.
Nos detuvimos en un recodo del camino y bajamos de la camioneta para contemplar lo que parecían unas gigantescas obras de construcción erizadas de enormes grúas. Se trataba de los reactores 5 y 6, cuyos trabajos estaban ya muy avanzados en el momento del accidente pero nunca fueron terminados, y las excavadoras, grúas materiales, y todo lo ya construido, sobre el futuro emplazamiento de los reactores, habían quedado tal y como estaban en 1986. Me llamó mucho la atención que nuestro guía, que hasta el momento había sido bastante tolerante en lo tocante a la seguridad, nos advirtiera, esta vez de forma explícita, que nos abstuviéramos de abandonar el asfalto y pisar la hierba, ya que aquel lugar estaba particularmente «sucio». ¿Tan cerca de la central no se habían llevado a cabo labores de limpieza especialmente cuidadosas? Vladímir nos aclaró que el lugar en el que estábamos había sido limpiado en varias ocasiones, pero, se hiciera lo que se hiciera, se volvía a contaminar de nuevo. Al parecer, la culpa la tenía la masa de agua que teníamos ante nosotros, que estaba altamente contaminada. Afortunadamente, es agua que está en un circuito cerrado y no fluye a otras áreas. Sin embargo, cierto grado de filtración en el terreno es inevitable, y de ahí la contaminación reiterada del lugar. Nos contó que todavía había una importante cantidad de agua bajo el reactor número 4, y que si la gruesa capa de hormigón que separa el material radiactivo del agua se rompiera algún día quedaría contaminado el suministro de agua de toda Ucrania. Gracias a Dios, se trata de algo que es sumamente improbable que suceda, aunque ni mucho menos imposible. Vladímir nos pidió que golpeáramos el suelo con nuestros pies para librarnos de cualquier partícula radiactiva antes de volver a meternos en la furgoneta. Unas cuantas gotas de agua comenzaron a caer del cielo, confirmando el peor de mis temores en aquel momento.
EL MONSTRUO DE LAS AGUAS
Una vez que entramos en las instalaciones de la central, nos dieron instrucciones sumamente precisas de no fotografiar ni filmar nada hasta que no se nos indicase, y muy especialmente en los controles de entrada o salida. Marcos, con su habitual pundonor profesional, intentó seguir grabando, pero se lo desaconsejé. El riesgo era alto. Sabía que, en los controles, la policía ucraniana, la «militsia», llevaba a cabo verificaciones al azar de las cámaras de fotos y vídeo de los visitantes. El procedimiento era simple, te pedían la cámara y revisaban todas las imágenes a través del visor. Si veían una imagen de un punto prohibido, en el mejor de los casos se quedaban con la tarjeta de memoria o la cinta y, en el peor, confiscaban la cámara. Todo es completamente legal. La militsia, dado que la central es un potencial objetivo terrorista y que Chernóbil es mucho más vulnerable que cualquier otra central del mundo, tiene otorgado el derecho de confiscar cualquier artículo de los visitantes durante su estancia en la zona.
El guía nos condujo hacia un oxidado puente de ferrocarril en desuso que se extendía sobre uno de los canales adyacentes al estanque de enfriamiento y saltó sobre un raíl con el fin de evitar caminar sobre la tierra. Recordando la advertencia previa respecto a «mantenerse fuera de la tierra», seguimos su ejemplo, utilizando los raíles y los tablones de madera del puente para desplazarnos. Las cuatro gotas de agua se habían convertido en un insistente chispeo, que no molestaba aún para nuestro trabajo, pero que comenzaba a ser preocupante.
En el canal, justo bajo nosotros, pudimos ver cientos de carpas y siluros de considerable tamaño nadando en el agua. De una bolsa de plástico que traía consigo, el conductor extrajo una hogaza de pan que partió y repartió entre mis compañeros, que, como chiquillos, se turnaban para tirar pedazos en el agua, viendo cómo las migas eran devoradas por los peces. Pronto se nos unieron un grupo de trabajadores de la central que habían traído su propio pan para alimentar a los peces. Supuse que no había mucho que hacer a la hora del almuerzo en Chernóbil.
A los pocos segundos, sin embargo, el borboteo del agua se interrumpió bruscamente. Los peces se habían ido. No tardé en comprender la razón. En las aguas se dibujó la aleta dorsal y el perfil de un siluro de proporciones descomunales. Hacía muy poco que había estado en el Zoo de Madrid grabando una pieza sobre tiburones para mi programa. Aquel pez no tenía nada que envidiar en tamaño al mayor de los escualos que divisé aquel día. Mediría, sin exagerar lo más mínimo, unos tres o cuatro metros, tal vez más. No se trataba de ningún monstruo radiactivo, sino de una consecuencia lógica de las circunstancias del lugar. El agua está caliente todo el año ya que ahí desaguan los circuitos de refrigeración de los reactores activos y el lecho del estanque está alfombrado de una capa de residuos de la explosión que nadie sabe cómo sacar de allí y que, mientras estén cubiertos por las aguas, no resultan peligrosos. La comida es abundante, no hay depredadores ni pesca, así que los peces crecen hasta alcanzar tamaños inconcebibles en otros lugares.
Volvimos a ponernos en camino y, sin previo aviso, sobre nuestras cabezas estalló una violenta tormenta que, afortunadamente, duró casi exactamente los escasos minutos que tardamos en desplazarnos al reactor número 4 atravesando el gigantesco complejo nuclear de Chernóbil.
LA GUARIDA DE LA BESTIA
«Mucho cuidado aquí, éste es probablemente el lugar más peligroso de nuestro viaje», nos dijo el guía mientras bajábamos de la furgoneta. Estar allí, de pie, con el reactor número 4 a unos 100 metros, con una fina lluvia cayendo sobre mi cara y los rayos y truenos cruzando el cielo fue una experiencia apocalíptica y surrealista. El dosímetro de nuestro guía registraba más de 400 microrroentgens por hora.
Situado en el extremo occidental del perímetro de la central nuclear, el reactor número 4 es una estructura masiva rodeada de paredes decrépitas revestidas de hormigón y protegidas con alambre de púas. El sarcófago es una enorme estructura, deformada y perversa. Las fisuras son claramente visibles en la superficie del hormigón. El agua borbotea por las paredes sucias. En las puertas del sarcófago se podría colocar, sin riesgo de pecar de excesivamente melodramático, la misma inscripción que Dante puso sobre la entrada de su infierno: «Abandonad toda esperanza aquellos que entréis aquí».
No hacía falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el sarcófago no se encuentra en buena forma en absoluto. Cuando se construyó originalmente, parecía que la tumba de cemento y metal era percibida como algo relativamente permanente. Valeri Legasov dijo en su momento lo siguiente sobre el sarcófago: «En principio, tendrá una duración de cientos de años, pero nuestros descendientes pueden encontrar la manera de mover los residuos a otro lugar o incluso neutralizarlos».
Según diversos estudios recientes, el sarcófago que cubre el reactor número 4 está lleno de agujeros. Los análisis de seguridad muestran que hay todavía cerca de 1000 metros cuadrados de agujeros en el techo y los laterales. Una significativa cantidad de agua puede todavía entrar, contribuyendo a la «sopa radiactiva» que bulle en el interior, y el polvo puede salir aún en cantidades significativas. Los pájaros y las ardillas van y vienen todo el rato.
Desde donde me encontraba adiviné algunas de esas fisuras, aunque me comentaron que lo más peligroso es el techo, desde donde se proyectan hacia el cielo dosis intolerables de radiación. Un informe de los ingenieros de la central afirma que el ataúd de piedra se vendría abajo si tuviera lugar un terremoto de magnitud 6 o más en la escala de Richter. Se estima que un terremoto de tal magnitud sacude la región de Chernóbil una vez cada siglo y el último fue ya hace bastante tiempo. Me preguntaba cuáles serían las posibilidades estadísticas de que algo así ocurriera en las horas que íbamos a estar en la zona. Si eso llegara a suceder y el sarcófago cayese, la pesadilla de 1986 quedaría automáticamente reactivada y se liberarían de su prisión actual grandes nubes de polvo radiactivo que podrían volver a volar alrededor de la Tierra, conducidas a lugares lejanos por el capricho de los vientos.
Le pedí a nuestro guía que me mostrase el dosímetro. No me sorprendió comprobar que marcaba niveles de veinte a treinta veces superiores a los normales de la radiación de fondo.
Debido a su construcción frenética, en condiciones letales, el sarcófago que encierra el reactor número 4 carece de las condiciones de seguridad, de los cálculos exactos, que caracterizan cualquier obra de ingeniería. Dicho en el lenguaje más llano posible, es una chapuza, y todos lo saben, pero no pudo ser de otra manera. Ése es el error que se intenta subsanar actualmente.
Tres semanas después del accidente, los ingenieros soviéticos comenzaron la construcción de un sarcófago que pudiera garantizar una vida mínima de quince años a prueba de fugas de radiactividad. En noviembre de 1986 se completó el trabajo con 400 000 toneladas de hormigón y 7000 toneladas de estructuras de acero.
La pared norte del reactor, destruida durante la explosión, se volvió a levantar mediante una estructura escalonada de hormigón y la pared oeste se reforzó con contrafuertes de 50 metros de altura. Para apoyar el nuevo techo, los equipos utilizaron grúas para levantar dos vigas de 36 metros de longitud en las paredes internas. La estructura de acero se fijó sin atornillar o soldar para reducir la exposición de los trabajadores. La inspección de la construcción y el control de seguridad era imposible.
De unas 200 000 personas que trabajaron en Chernóbil después del accidente, 90 000 fueron destinadas a la construcción del sarcófago. De éstas, una cincuentena han muerto desde entonces a consecuencias de la radiación, según un estudio realizado por la ONU, que pronosticaba 4000 muertes adicionales. La cifra fue cuestionada por un estudio realizado en 2006 por Greenpeace, cuya predicción se acercaba a las 100 000 muertes.
Desde el accidente, sólo el 40 por ciento de las dependencias que se encuentran dentro del sarcófago han sido objeto de reconocimiento. Los científicos estiman que el 95 por ciento del combustible radiactivo permanece en su interior en las más variadas formas: montículos de lava, polvo, fragmentos de núcleo que quedaron intactos y minerales cristalizados. Aun así, hay 250 toneladas de combustible nuclear que nadie sabe dónde están. La versiones más pesimistas afirman que se encuentran diseminadas en forma de polvo radiactivo por toda Ucrania y Bielorrusia. Pero también hay quien dice que fueron sacadas de contrabando por los propios soviéticos y utilizadas en la fabricación de armas nucleares.
Los niveles de radiación son altos en la zona más cercana al edificio del reactor, en torno al cual el suelo contaminado está cubierto con una profunda capa de tierra y, en algunos lugares, de hormigón. Junto al edificio, la radiación alcanza lecturas en torno a los 20 milirem por hora, lo correspondiente al tiempo de trabajo anual de menos de diez días para un trabajador de Chernóbil.
La radiación en el techo del edificio del reactor, recientemente reparado, alcanza los 8.000 milirem por hora, llegando a «decenas de miles» cerca de la base, dijo el guía. Ha habido gente que ha estado allí, brevemente, con el equipo de protección completo y las máximas medidas de seguridad. Se han llevado a cabo veintidós trabajos diferentes de gran magnitud con objeto de reforzar el sarcófago para que dure quince años adicionales, de los que sólo quedan cinco, preparar la construcción de un nuevo sarcófago e introducir sistemas de vigilancia y otros dispositivos de seguridad. A pesar de ello, no se descarta ni mucho menos un cierto riesgo de derrumbes en el interior. El proyecto de estabilización más visible fue la erección por parte de Utem de dos torres de acero de 50 metros de altura en la pared oeste. Con eso se redujo sustancialmente el riesgo de colapso en el sarcófago, ya que las torres toman el 80 por ciento de la carga de las vigas del techo.
Los trabajos en y alrededor del edificio del reactor se preparan con la precisión de una operación militar. El personal es entrenado para pasar el menor tiempo posible en el lugar. Si un ingeniero está entrenado para realizar una medición con una cinta métrica, eso es todo lo que hará.
Aun así, las sorpresas son inevitables. Durante los trabajos de reparación estructural del techo del sarcófago, los operarios encontraron un enorme trozo del núcleo incrustado en la pared. Todos los trabajos tuvieron que detenerse hasta que se pudo diseñar y construir un dispositivo para aislar el trozo y obtener el blindaje necesario para que los trabajadores pudieran manejar la situación. Éste es tan sólo uno de los tantos problemas que se dan en el sarcófago. Otro es la necesidad de gestionar el microclima del lugar, algo que se agravará con la construcción de la cubierta nueva. Es tan grande que incluso podría llover en el interior, así que el personal de Chernóbil se ve obligado a agudizar el ingenio para mantener la humedad baja. El aire acondicionado sería prohibitivamente caro, por lo que tratan de utilizar las corrientes naturales de aire. No es precisamente como ventilar el interior de un automóvil, ya que hay que airear el sarcófago con extremo cuidado para que nada salga de su interior.
Detrás de nosotros, a algo más de un kilómetro, más allá de unos abetos que tienen un aspecto sorprendentemente saludable, se puede divisar el llamado puente de la muerte. Tras la explosión del reactor número 4, los habitantes de Prípiat acudieron en masa, movidos por la curiosidad, a este puente situado sobre las vías desde el que había una vista privilegiada de la central.
Inicialmente, se le dijo a todo el mundo que los niveles de radiación eran mínimos y que la población estaba segura. Con estas premisas, los curiosos que atestaban aquella barandilla no podían ni sospechar que estaban siendo bombardeados por niveles letales de radiación. Simplemente se quedaron extasiados contemplando el espectáculo de luces y llamas, abarcando todos los colores del arco iris. Las llamaradas se elevaban decenas de metros hacia el cielo. Todos los testigos que contemplaron el espectáculo desde la barandilla están muertos actualmente. Estuvieron expuestos a niveles por encima de los 500 roentgens, que es una dosis letal.
Frente al reactor también hay un monumento, en este caso dedicado a los que dieron su vida para la construcción del sarcófago… Unas manos gigantescas protegen una reproducción del edificio del reactor, y sobre ellas hay una campana y un rayo cuya simbología no alcancé a comprender.