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La carrera atómica

Si tienes este libro en las manos, puedes sentirte el afortunado poseedor de uno de los escasísimos volúmenes sobre el desastre de Chernóbil. Llama poderosamente la atención comprobar cómo, en comparación con otros grandes y dramáticos acontecimientos históricos (el asesinato de Kennedy, el 11-S, Hiroshima…) que han dado material a los autores para la escritura de cientos de libros, el mayor accidente por causas no naturales de la historia apenas cuenta con unas pocas monografías. Los más suspicaces podrían hablar de ocultamiento, de un complot para evitar que una verdad incómoda salga a la luz, pero la verdad es mucho más simple.

Se trata de un tema que no logra suscitar el interés que otros despiertan porque, como público, no somos capaces de abarcar su magnitud. La radiactividad ha sido siempre una gran desconocida a nivel popular. Entre los que no la querían explicar y los que no querían escuchar se generó una sombra sobre el tema que viene durando hasta ahora. Antes de viajar en el espacio y en el tiempo a la Ucrania de 1986, detengámonos a analizar la energía que va a ser el hilo conductor de toda nuestra historia.

8 de noviembre de 1885. En un laboratorio oscuro de la Universidad de Würzburg, un científico se afanaba trabajando con aparatos que él mismo había diseñado. De vez en cuando caminaba hasta una pizarra llena de fórmulas indescifrables que presidía la sala. Era Wilhelm Roentgen. Estaba experimentando con rayos catódicos en la estancia casi a oscuras. Su vista estaba fija en un rudimentario visor, en el que esperaba ver un destello que indicase el buen curso de sus experimentos.

Una noche comprobó que una placa recubierta con un compuesto de cianuro de platino y bario comenzaba a resplandecer con una fantasmal fosforescencia verdosa. Apagó su tubo de rayos catódicos y el resplandor desapareció. Al encender otra vez el tubo, el resplandor se produjo de nuevo. Decidió alejar la placa y comprobó que la fluorescencia regresaba. Repitió el experimento varias veces e introdujo diversas variables, lo que le hizo determinar que se estaba produciendo una forma de radiación muy penetrante pero invisible. Observaba que los rayos eran capaces de atravesar cualquier material que fuera menos denso que el plomo…

UN ANILLO FLOTANDO

En las siete semanas siguientes, Wilhelm estudió con gran rigor las propiedades de la energía que acababa de descubrir. Realizó experimentos con todo tipo de materiales y el resultado siempre era el mismo: los rayos atravesaban la materia y mostraban los detalles ocultos de lo que había en el interior de los diferentes objetos sometidos a las pruebas. Para documentar este fenómeno pensó en llevar a cabo varias fotografías y entonces fue cuando hizo un nuevo descubrimiento: las placas con las que pretendía tomar sus instantáneas, que se encontraban guardadas en un cajón al resguardo de la luz, estaban veladas. Aquello sólo podía deberse a la acción de estos rayos sobre la emulsión fotográfica y decidió llevar a cabo una prueba para comprobar su teoría y ver si el nuevo hallazgo era de alguna utilidad.

Diseñó un sistema para que los rayos incidieran sobre una placa fotográfica y el resultado fue sorprendente. El rayo impresionó la placa con la imagen de unas pesas metálicas que habían sido colocadas sobre ésta, que aparecían nítidamente reflejadas en la fotografía. Hizo varios experimentos con el fin de determinar qué materiales podían ser fotografiados de esa forma, así como la distancia y el alcance de los rayos. Cuando realizó la prueba sobre una puerta de su estudio, obtuvo la imagen de la moldura y el gozne.

El 22 de diciembre de 1895, Wilhelm Roentgen se decidió a practicar la primera prueba con humanos. Puesto que él necesitaba estar libre para manejar todos los aparatos con los que llevar a cabo la experiencia, buscó a alguien que hiciera el papel de conejillo de indias; pidió a su esposa que colocase una de sus manos, sosteniendo un compás, sobre la placa durante un cuarto de hora. Al revelar la placa de cristal, apareció una imagen histórica. La mano de su mujer, Berta, aparecía perfectamente contorneada, con sus huesos visibles, y el anillo de boda flotando sobre éstos: la primera imagen radiográfica del interior de un cuerpo humano. La medicina acababa de dar un paso de gigante con la obtención de una herramienta diagnóstica que permitía cumplir uno de los sueños de los médicos de todas las épocas: contemplar el interior del cuerpo del enfermo sin necesidad de intervenir quirúrgicamente.

El descubridor de este rayo milagroso fue también el que los bautizó con el nombre con que los conocemos hoy en día. Los llamó «rayos incógnita» o, lo que es lo mismo, «rayos X», ya que, a pesar de haber demostrado científicamente su existencia, descrito sus propiedades y detallado el proceso para obtenerlos, los principios físicos a los que obedecían (su causa) seguían siendo para él un enigma. Rayos desconocidos, un nombre que les da un sentido histórico. Con el paso de los años la física avanzó en el conocimiento de los principios en los que se basaban y que explicaban la naturaleza del fenómeno, pero se decidió que conservaran el nombre por el que eran conocidos en todo el mundo, rayos X. Igualmente, la unidad de medida de la radiación lleva su nombre.

MARIE CURIE

Los rayos X se convirtieron en la sensación científica de aquellos tiempos. Sus propiedades eran milagrosas, pero ¿qué misterio de la naturaleza encerraban? En Francia, una mujer, Marie Curie, se obsesionó con esa pregunta, y se puso a trabajar para encontrar una respuesta… Marie y su esposo Pierre estudiaron los materiales radiactivos, centrándose en el uranio, que se hallaba en grandes cantidades en un compuesto llamado pechblenda, y que tenía la curiosa propiedad de ser más radiactiva que el uranio que finalmente se extraía de ella. Ello les llevó a suponer que la pechblenda contenía algún elemento mucho más radiactivo que el uranio.

Tras varios años de trabajo incesante, a través de la purificación de ingentes cantidades de pechblenda, consiguieron aislar dos nuevos elementos químicos: el polonio y el radio. Durante todos esos años trabajaron en un cobertizo y Pierre se encargaba de suministrar la infraestructura imprescindible para que Marie pudiera completar sus investigaciones. Pierre padecía temporadas de gran fatiga que incluso le obligaban a guardar cama. Ambos sufrieron enfermedades y llagas producidas por sus peligrosos trabajos radiactivos.

Finalmente, Marie obtuvo un gramo de cloruro de radio de la purificación de más de ocho toneladas de pechblenda. Cuando presentaron el resultado de sus trabajos se convirtieron en héroes de la comunidad científica, les invitaron a toda clase de actos académicos, cenas y fiestas de la alta sociedad, y reuniones de todo cariz. Habían pasado a ser personalidades famosas. Científicos del mundo entero les mandaban cartas y eran reclamados de todos los países para que acudieran a exponer sus descubrimientos. Tanto Pierre como Marie aceptaron desinteresadamente y renunciaron a lucrarse registrando sus descubrimientos con patentes, lo cual fue aplaudido por todo el mundo.

Se había descubierto algo que, potencialmente, con el debido estudio y desarrollo, podía convertirse en una fuente de energía superior a cualquiera de las conocidas hasta ese momento. Pero también, ya en esa primera fase, se comenzaron a alzar voces críticas que alertaban sobre que la nueva panacea podía ser en realidad un regalo envenenado, debido a la alta toxicidad y el enorme poder destructivo que podía tener el hallazgo del matrimonio Curie.

En todo el mundo se desató la «fiebre radiactiva» y las marcas comerciales vieron un nuevo filón para explotar. Así comenzaron a venderse toda clase de productos que apelaban a la radiactividad como reclamo publicitario o que incluso llevaban productos radiactivos en su composición. En agosto de 1934 aparecía en el diario La Vanguardia el siguiente anuncio: «¡Toda la vida! Empezó en la niñez usando diariamente la crema dental radiactiva Doramad… Hoy, a pesar de los años transcurridos, su sonrisa tiene el encanto de su primera juventud. Limpia, blanquea y conserva los dientes, remueve y elimina la película, impide el sarro y las caries, corrige el mal aliento y neutraliza los ácidos».

UNA MIRADA RADIANTE

Este peculiar producto provenía de Alemania y en su composición, a modo de principio activo, había grandes cantidades de torio. Tras la promesa de una dentadura perfecta se escondía la de una muerte terrible por radiación. De hecho, lejos de proporcionar los beneficios prometidos, el uso de esa crema era sumamente contraproducente, con efectos tales como: sequedad de boca, caries dentales, pérdida del sentido del gusto, piorrea y toda clase de llagas, infecciones y enfermedades dentales. Cuando se les caían los dientes a pedazos o desarrollaban un tumor era prácticamente imposible que se asociara al uso de la crema dental, ya que nadie conocía aún todos los efectos de la radiactividad sobre el organismo.

Otro de los campos en los que la utilización de la radiactividad se desbocó fue el de la cosmética. El radio en los productos cosméticos prometía ser el tan anhelado elixir de la eterna juventud para miles de mujeres. Los publicitarios se encontraron con un inesperado aliado en la etimología y la palabra «radiante» comenzó a ser utilizada en todo tipo de material publicitario que prometía a las féminas convertirse en el centro de atención de todas las miradas. París, por entonces capital mundial de la cosmética, se convirtió en el centro de propagación de esos «avances». Un efecto secundario muy común, y previsible, de esas cremas fue la pérdida de cabello por parte de sus usuarias…

El matrimonio Curie sí intuía que la radiación podía tener efectos adversos sobre el organismo. Ellos mismos habían sufrido dolorosas ulceraciones que dejaban cicatrices imborrables… Había algo en el procesado de la pechblenda o la radiactividad que debía de ser el culpable, pero sus investigaciones no eran médicas, así que no fueron capaces de determinarlo.

Hace unos setenta años, Robley D. Evans, científico del Instituto Tecnológico de Massachusetts, decidió investigar una serie de extraños casos relacionados con la radiación. Entre los pacientes que estudió estaban todos aquellos que, debido a su profesión, habían tenido que manipular sustancias y productos químicos radiactivos, como las pintoras de relojes. En aquella época, las agujas y los numerales de las esferas de los relojes estaban pintados con pintura fluorescente para que brillaran en la oscuridad. Esa pintura era radiactiva. Y la tarea de pintar día tras día esos relojes conllevaba una exposición a la radiación hasta niveles altamente tóxicos. De entre todos los casos que llamaron la atención del científico, los que más le interesaron fueron los de las personas que habían recibido esa radiación en forma de tratamiento médico.

Aquellos estudios arrojaron como conclusión que no todo el mundo toleraba de igual forma la exposición a las sustancias radiactivas, y había quien acumulaba, fijadas en sus huesos, cantidades nada desdeñables de radioisótopos sin que ello trajera consigo el desarrollo de ninguna patología. En un interesante artículo publicado en la revista Investigación y Ciencia por el oncólogo Roger M. Macklis se detallan algunos estremecedores detalles de esa primera época en que la radiación comenzó a ser aplicada en la medicina, cometiéndose errores fatales fruto de la ignorancia y la codicia.

Corría el año 1932 y Eben M. Byers, un conocido magnate estadounidense, estaba a punto de convertirse en el ejemplo paradigmático de los estragos más horribles que puede causar la radiación. En el momento de su muerte parecía casi un monstruo, apenas pesaba cuarenta kilos, su rostro estaba desfigurado y su piel había adquirido un intenso tono amarillento a causa del fallo de la médula y los riñones. El patólogo que hizo la autopsia no tuvo duda de cuál fue la causa del fallecimiento: muerte por envenenamiento de radio.

RADITHOR

Resultaba llamativo que un hombre de su posición compartiera enfermedad con las pobres y mal pagadas pintoras de relojes, que se envenenaban sin saberlo al chupar las puntas de los pinceles para lograr así líneas más finas. ¿Cómo había entrado el millonario en contacto con la sustancia? La respuesta no deja de resultar sorprendente. Sus huesos acumularon el elemento radiactivo a través de un «medicamento». En el año 1927, el magnate, notorio deportista, sufrió una lesión en un hombro que le dejó con un molesto dolor crónico que, al parecer, no le permitía la práctica del golf, una de sus pasiones. Al comentarlo con uno de sus amigos, éste le comentó algo sobre un «gran invento», fabricado por los Laboratorios Bailey de Radio, el Radithor. Se aseguraba que esa panacea era capaz de remediar más de cien enfermedades diferentes, entre ellas los dolores óseos y musculares. ¿Sería verdad? En aquella época todo lo relacionado con la radiactividad era sinónimo de «futuro» y «progreso».

El millonario se hizo prácticamente «adicto» al Radithor, decía que le rejuvenecía y lo recomendó a sus amigos. Hasta 1931 se estima que consumió más de mil frascos de medicamento, o, lo que sería lo mismo, acumuló una dosis de radiación que era hasta tres veces superior a la mortal si se hubiera producido de una sola vez. El médico que firmaba la autoría del invento era en realidad un buscavidas procedente de una familia muy humilde y con un largo historial a sus espaldas de asuntos de mala nota, incluidas varias acusaciones y juicios por estafa. El principio en el que se había basado para desarrollar su remedio era la creencia de que la dilución de radio y otros elementos radiactivos en agua destilada era capaz de proporcionar un maravilloso remedio para muchas dolencias.

Fueron muchos los aprovechados que se dedicaron a sacar partido a tan peligrosa idea. Uno de ellos fue el «doctor» Bailey, que se obsesionó con la idea y desarrolló su propia receta patentada, el Radithor, un medicamento fabricado disolviendo una minúscula porción de radio en agua destilada. Se estima que su empresa logró vender casi medio millón de frascos antes de que los casos de envenenamiento comenzaran a multiplicarse y el producto se retirara del mercado. La radiactividad mostró así su verdadera cara. El millonario, antes de morir sufriendo una agonía atroz, declaró que la radiactividad, en manos de criminales, sería en el futuro uno de los mayores problemas de la humanidad.

Marie Curie murió por esas mismas fechas cerca de Salanches, Francia, en julio de 1934 a causa de una anemia aplásica, consecuencia de las radiaciones a las que estuvo expuesta en sus trabajos. Su médula estaba devastada por las radiaciones. Su piel mostraba el distintivo tono del bronceado radiactivo y su agonía estuvo presidida por una intensa fiebre y gran debilidad. En 1995, sus restos fueron trasladados al Panteón de París, convirtiéndose en la primera mujer en ser enterrada en él. Sus cuadernos de trabajo todavía están contaminados por altas dosis de radiación.

EL REACTOR NUCLEAR

En 1941, Enrico Fermi construyó el primer reactor nuclear en un improvisado laboratorio bajo las gradas de una instalación deportiva de la Universidad de Chicago. Fermi se enfrentaba a una formidable sucesión de problemas técnicos completamente inéditos. Ignoraba cuál era la masa de uranio necesaria para producir una reacción en cadena, cómo aprovechar los neutrones resultantes de la reacción y evitar que escaparan y, sobre todo, cómo controlar la reacción y evitar que derivara en una explosión nuclear.

Fermi acabó resolviendo el problema insertando varillas de grafito en el combustible nuclear de uranio, haciendo que los neutrones frenaran su velocidad y volvieran a chocar contra los átomos de uranio.

Sin embargo, si no se insertaban las barras de uranio de la forma adecuada, el resultado podía ser devastador, provocando una explosión nuclear incontrolada que se llevaría por delante una gran parte de Chicago. La vida de miles de habitantes de la ciudad estaba en manos de un hombre que creía estar bastante seguro de lo que hacía, aunque no del todo. Con los dedos cruzados, el 2 de diciembre de 1942 se produjo la primera reacción nuclear controlada y autosostenida de la historia.

De haberse producido una explosión, Fermi y su equipo habrían desaparecido, y los servicios de inteligencia estadounidenses habrían tenido quizá que dar unas cuantas explicaciones: Fermi, italiano de origen que aún no había obtenido la nacionalidad estadounidense, estaba jugando con elementos extremadamente peligrosos en el corazón de una gran ciudad estadounidense en un momento en que Italia y Estados Unidos se encontraban en guerra.

Así se dio el pistoletazo de salida a la carrera por la conquista del átomo. Durante las décadas de 1940 y 1950, los hongos nucleares florecieron con mucha más profusión de la que el público en general habría podido suponer y en unas condiciones que aún hoy nos producen escalofríos. Fue una época en la que los hombres se sintieron dioses creando la mayor pesadilla a la que jamás se haya enfrentado la humanidad.

UNA HISTORIA DESCONOCIDA

Finalizada la guerra fría y con la promulgación de la Ley de Libertad de Información, que regula la desclasificación de secretos oficiales cuando las circunstancias indican que ya han perdido su carácter de materia reservada, Estados Unidos —en la década de 1990— parecía estar viviendo su peculiar versión de la perestroika. Los aficionados a la parapolítica se dieron un verdadero festín con la desclasificación de documentos que confirmaban todas aquellas extrañas teorías que les habían hecho acreedores del calificativo de «chiflados» por parte de sus conciudadanos más conformistas. Otros, suspicaces hasta las últimas consecuencias, ni aun así se dejaron llevar por el entusiasmo y pensaron que se trataba de uno de los trucos más viejos que existen en política: el célebre «vamos a cambiar algo para que todo siga igual». Fueran cuales fuesen las intenciones escondidas tras esa hemorragia de sinceridad, lo cierto es que la opinión pública se vio beneficiada con el acceso a un material que, aunque algo caduco, ponía de manifiesto la alegría con que Estados Unidos pisoteó en muchos casos los derechos de sus propios ciudadanos mientras duraron las tensiones con el bloque del Este.

Un buen ejemplo de ello lo constituye la desconocida historia de las pruebas nucleares estadounidenses. En su sede de Albuquerque, el DOE (Departamento de Energía de Estados Unidos) almacena 6.500 rollos de película cuyo visionado fue negado durante décadas a la opinión pública estadounidense, que tuvo que esperar hasta mediados de la década de 1990 para que perdieran su carácter de materia reservada. En esos vídeos se recogen estremecedores documentos que constituyen la historia secreta del armamento nuclear estadounidense.

En principio, no se trata de nada remotamente parecido a aquellas filmaciones propagandísticas de la guerra fría, en las que se instaba a los ciudadanos a ver el átomo como un amigo y el armamento nuclear como el garante de las libertades democráticas frente a la horda roja que acechaba al otro lado del océano. Todo lo contrario, estas imágenes muestran la realidad descarnada, sin endulzar ni maquillar, de las pruebas atómicas. Muestran paisajes y situaciones en los que el adjetivo «apocalíptico» deja de ser una licencia literaria gratuita para cobrar verdadero sentido.

Uno tras otro se repasan lamentables episodios, como la existencia de pruebas nucleares en la catástrofe, ecológica y humana, provocada por las detonaciones llevadas a cabo en el atolón de Bikini, cuyas consecuencias aún tardarán muchos años en ser paliadas y que trajeron consigo la evacuación de la práctica totalidad de la población de las islas Marshall.

«SOMOS UNOS HIJOS DE PUTA»

Éstas fueron las históricas y poco solemnes palabras pronunciadas el 16 de julio de 1945, a las 5 horas, 29 minutos y 45 segundos, por el doctor Kenneth Bainbridge. Acababa de ser testigo de la primera explosión nuclear en el campo de tiro de Alarnogordo, Nuevo México, concretamente en un lugar que tenía el apropiado nombre de Jornada del Muerto. Allí, en el grado 33 de latitud norte, la humanidad entró en la denominada «era atómica». Con aquella explosión culminaba el Proyecto Manhattan, la mayor operación militar secreta de todos los tiempos. Gran parte del mérito de aquel éxito correspondía al doctor J. Robert Oppenheimer, que había conseguido los objetivos que le habían encargado en 1942: fabricar una bomba atómica antes que los alemanes.

Sólo fueron 19 kilotones, pura pirotecnia en comparación con lo que vendría después, pero ninguno de los que tuvieron ocasión de presenciar aquello pudieron olvidarlo jamás. Y quienes en aquel momento sintieron un vacío de vértigo en la boca del estómago pudieron al menos consolarse con la idea de que aquello se estaba haciendo en pro de una causa justa.

Apenas un mes después de esa prueba, 200 000 personas perecían en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Ellas fueron las víctimas inmoladas en nombre de la «causa justa» de acortar la guerra y las que pasaron a la historia oficialmente como las primeras víctimas del armamento nuclear. Sin embargo, los primeros en sufrir en sus carnes la mordedura de la radiación de una bomba atómica fueron en realidad los estadounidenses.

No había precedentes —de hecho, había quien tenía sus dudas sobre si la explosión provocaría una reacción en cadena capaz de terminar con la vida sobre la Tierra—, así que hubo que improvisar. Fue en Alamogordo donde se cometieron las primeras, aunque ni mucho menos las más graves, chapuzas nucleares estadounidenses. Por ejemplo, la autopista nacional 380, que pasaba a sólo quince kilométros del lugar de la explosión, recibió una considerable dosis de radiación. Desconocemos si había algún automóvil circulando por allí en el momento de la detonación, pero si lo había se puede dar por seguro que su conductor no permaneció mucho tiempo con vida. Una dosis similar de radiación cayó sobre las propiedades de dos familias de la cercana ciudad de Bingham, las cuales no fueron ni avisadas ni evacuadas por las autoridades militares. Incluso en puntos más alejados se pudieron apreciar los efectos de la detonación sobre el ganado de algunas fincas de los alrededores, muchas de cuyas cabezas presentaban graves quemaduras producidas por la radiación beta.

La seguridad tampoco fue precisamente lo más destacable del Proyecto Manhattan. En 1945, Klaus Fuchs, un físico teórico que participaba en el proyecto, se reunió en dos ocasiones con un agente soviético cuyo nombre en clave era Raymond, ofreciéndole toda suerte de información técnica sobre el desarrollo del experimento de Alamogordo y sembrando la semilla del programa nuclear soviético. Su arresto y posterior confesión sería el pistoletazo de salida de la cruzada anticomunista del senador Joseph McCarthy, y constituiría el primer acto de la lamentable sucesión de acontecimientos que culminarían en 1953 con la ejecución en la silla eléctrica del matrimonio Rosenberg.

A pesar de todo este cúmulo de irresponsabilidades, en 1975 el lugar mereció la designación de monumento histórico nacional y un equipo de obreros, que recibieron una gratificación extraordinaria por trabajar allí, levantó un obelisco conmemorativo en el punto exacto en el que tuvo lugar la explosión.

OPERACIÓN CROSSROADS

Con la detonación de las primeras armas nucleares se aprendió mucho de la radiación y sus efectos. Se comprobó que la radiación puede ser de tres clases diferentes:

1. Radiación alfa: son desviadas por campos eléctricos y magnéticos. Son poco penetrantes aunque muy energéticas. Fueron descubiertas por Rutherford.

2. Radiación beta: son flujos de electrones y positrones. Es desviada por campos magnéticos. Es más penetrante aunque su poder no es tan elevado como el de las partículas alfa.

3. Radiación gamma: también conocidos como rayos gamma. Es el tipo más penetrante de radiación. Al ser ondas electromagnéticas de onda corta, tienen mayor penetración y se necesitan capas muy gruesas de plomo u hormigón para detenerlas. Al ser tan penetrante y tan energética, de los tres tipos de radiación es la más peligrosa.

No había pasado un año desde Hiroshima y Nagasaki, operaciones diseñadas y llevadas a cabo por el ejército, cuando la marina de guerra estadounidense comenzó a preguntarse hasta qué punto la nueva arma podría ser también de utilidad para ellos. Para dar respuesta a esa pregunta se puso en marcha la denominada Operación Crossroads. La fecha establecida para esta nueva prueba fue el 1 de julio de 1946. A pesar de lo recientes que se encontraban los horrores de Hiroshima y Nagasaki, el mundo se encontraba aún en plena edad de la inocencia nuclear. El átomo era sólo una fuerza más de la naturaleza llamada a ser domesticada por el hombre.

La Operación Crossroads consistía básicamente en comprobar los efectos que tendría una detonación nuclear sobre una flota naval. El lugar elegido para la cuarta explosión nuclear de la historia fue el atolón de Bikini, en el archipiélago de las islas Marshall, escenario de una de las más sangrientas batallas de la guerra del Pacífico. En febrero de 1946, el comodoro Ben H. Wyatt, gobernador militar de las islas, comunicó oficialmente a sus habitantes que deberían abandonar temporalmente sus casas, ya que el gobierno de Estados Unidos tenía previsto llevar a cabo allí una prueba nuclear. Su sacrificio contaría con el agradecimiento de toda la humanidad, ya que esa prueba sería una pieza fundamental en el futuro desarrollo tecnológico y en el final definitivo de todas las guerras. Un gran discurso. Tanto que el rey Juda, soberano de la isla, no dudó en creerlo y accedió de buena fe a la petición estadounidense. Claro que tampoco una negativa hubiese servido de mucho.

Así, en marzo de 1946, comenzó la penosa deportación de los 167 habitantes de Bikini, con su rey a la cabeza, a otro atolón a doscientos kilómetros de distancia: Rongerik, un lugar mucho más pequeño, con escasos recursos de agua y comida. Para colmo de humillaciones, Rongerik había sido considerado tradicionalmente como un lugar maldito por los habitantes de Bikini. Todo ello contribuyó a que los nativos se arrepintieran de haber acatado tan mansamente la decisión estadounidense. Pero ya era demasiado tarde. Por aquel entonces, un ejército de 42 000 personas, 242 barcos y 156 aviones había invadido el atolón ultimando los preparativos del ensayo e instalando 25 000 detectores de radiación repartidos por toda la zona.

Lo cierto es que Bikini era el lugar perfecto para ese propósito: aislado, desierto (una vez deportada la población aborigen, claro) y alejado de las rutas marítimas habituales. Que se tratara de un delicado ecosistema de gran riqueza natural fue una circunstancia que ni siquiera se tomó en consideración. Durante días fue desplegada en el área circundante una siniestra flota de barcos fantasma formada por buques de todos los tipos y tamaños que se encontraban a punto de ser desguazados y que servirían de «blanco», llevando a bordo una tripulación formada por 5.400 cerdos, ratones, cabras y ovejas que sustituirían a los marineros y permitirían estudiar los efectos de la radiación sobre los organismos afectados por el disparo.

El principal resultado de aquel experimento fue que los habitantes de Bikini jamás regresaron a su isla, convirtiéndose en el primer pueblo de la historia en sufrir un éxodo nuclear. En la actualidad llevan una vida errante, dependiendo de la hospitalidad de otros pueblos y soñando con volver algún día a un paraíso que ya no existe.

BUSTER-JANGLE

1951 fue el año en que Estados Unidos se hizo con un arsenal nuclear tal como lo entendemos en la actualidad, que fue probado a lo largo de una serie de experimentos conocidos colectivamente como Buster-Jangle y que tuvieron lugar en el campo de pruebas que se estableció en el desierto de Nevada. La vuelta a las pruebas nucleares en territorio estadounidense se debía a los enormes costes económicos y logísticos que implicaba la experimentación en el mar del Coral, sin contar con que el ejército prefería probar sus artefactos lejos de las miradas de la marina. Por otro lado, los científicos encargados del desarrollo del arsenal nuclear necesitaban algo más accesible y Nevada se convirtió en la opción perfecta.

Yucca Flat, un antiguo territorio de buscadores de oro situado a algo menos de cien kilómetros al norte de Las Vegas, fue el lugar escogido para las siete detonaciones nucleares (Able, Barker, Charlie, Doc, Easy, Sugar y Uncle) que se realizaron mientras duró el proyecto. Científicos y militares tenían en esta ocasión intereses diversos y las pruebas tuvieron que ser diseñadas para satisfacer las expectativas de ambas partes. Los científicos necesitaban afinar aspectos tecnológicos, como el desarrollo de dispositivos de disparo más fiables, o encontrar formas de obtener energías mayores partiendo de la misma cantidad de material fisible. Por su parte, los generales necesitaban desarrollar la táctica de la guerra nuclear, un estilo de combate inédito que requeriría sus propios procedimientos. Para desarrollar esas tácticas se llevó a cabo una serie de maniobras militares que coincidían con las pruebas, y en las que centenares de soldados fueron expuestos a la radiación de las explosiones atómicas. La primera de estas desgraciadas unidades fue el 354th Engineer Combat Group, con base en Fort Lewis, Washington, que fue el encargado de preparar el campo para las primeras maniobras atómicas de la historia.

Si atendemos a las circunstancias históricas, no era de extrañar tanta prisa. En el otoño de 1950, la guerra de Corea se encontraba en su apogeo y Estados Unidos había perdido el monopolio nuclear tras haberse detonado con éxito el primer artefacto atómico soviético. La guerra fría era una realidad y el fantasma de un apocalipsis radiactivo se cernía sobre el mundo. La única manera viable de que el arsenal termonuclear no fuera una amenaza baldía en un pulso sin sentido era conseguir que su empleo no fuera sinónimo del fin del mundo, quebrantando la doctrina de la «destrucción mutua asegurada» que mantenía el precario equilibrio entre las dos superpotencias.

Se trataba de desarrollar armas más pequeñas que fueran susceptibles de ser utilizadas de manera «segura» en una batalla real. Sin embargo, los científicos tenían ideas propias al respecto. Ellos no se encontraban allí para probar un arma, sino una teoría. Concretamente, estaban muy interesados en los efectos de la radiación sobre los organismos vivos, algo que ya había comenzado a ser estudiado en el atolón de Bikini. La novedad esta vez fue que los centenares de animales que dieron sus vidas por el progreso atómico fueron piadosamente anestesiados antes de ser expuestos a los efectos de la explosión y más tarde viviseccionados.

Claro que si de verdad querían conocer los efectos de la radiación sobre el cuerpo humano, aquellos técnicos podían haber recurrido a los 75 000 enfermos de cáncer de tiroides que según el Instituto Nacional del Cáncer provocaron las pruebas nucleares de Nevada o a las víctimas del incremento en un 40 por ciento de casos de leucemia infantil que se produjo en el vecino estado de Utah entre 1951 y 1958.

La siguiente tanda de pruebas nucleares se verificó bajo el nombre en clave de Tumbler-Snapper y pasará a la historia como el experimento nuclear en el que más seres humanos se vieron implicados como conejillos de indias. Bajo el patrocinio de la recién creada Comisión de la Energía Atómica, cientos de seres humanos fueron expuestos, más directamente que nunca, a la acción de las detonaciones atómicas. Una actitud tan negligente como carente de respeto hacia las personas utilizadas como sujetos experimentales. Hubo abusos de todo tipo e incluso se dio el caso de pilotos a los que les fue ordenado volar a través del hongo radiactivo para tomar muestras de la atmósfera. Pero no eran las muestras atmosféricas lo que se estaba intentando estudiar. Ni siquiera importaba ya el efecto de la radiación sobre el cuerpo humano. El propósito de esa actitud aparentemente inexplicable era llevar a cabo un detallado estudio psicológico sobre el comportamiento de las tropas en un campo de batalla atómico. En caso de guerra era preciso contar con operativos eficaces que apoyasen de inmediato la contundente acción de los bombardeos nucleares y, al igual que se entrenaba a los antiguos caballos de batalla disparando armas de fuego cerca de ellos para que llegado el momento no se asustaran, se llegó a la conclusión de que con los seres humanos se podía hacer lo mismo.

Así comenzó una auténtica espiral de locura en la que, en cada prueba, los soldados eran ubicados más cerca del núcleo de la explosión: «Antes de que estos hombres fueran asignados a la operación —dice en tono enfático el narrador del documental desclasificado por Estados Unidos— tenían un montón de prejuicios sobre la bomba y sus efectos. Algunos de ellos pensaban que nunca volverían a ser capaces de tener familias. Otros temían quedar sordos o ciegos. Algunos creían que brillarían durante horas tras la explosión de la bomba. Como tantas otras personas en su situación, muchos estaban asustados. Nunca habían dedicado tiempo o esfuerzo a aprender el funcionamiento y lo que hay que hacer cuando se trata con armamento atómico. Estos hombres han sido adoctrinados sobre lo que sucede y lo que deberán hacer si cae la bomba. Cualquier duda que quede en ellos quedará completamente eliminada tras la experiencia de esta operación».

ESTRÉS ATÓMICO

Sin embargo, a pesar del entusiasmo del narrador, los resultados no pudieron ser más desalentadores. Según los psicólogos, los soldados sufrían un enorme estrés emocional cuando presenciaban una explosión nuclear y eso les hacía impredecibles en condiciones de combate. Ni siquiera las constantes sesiones de adoctrinamiento a las que fueron sometidas las tropas consiguieron que variase esa situación, y los casos de estrés postraumático se multiplicaban entre los conejillos de indias humanos.

Es comprensible que estuvieran asustados. Durante los años siguientes, los miembros de ese colectivo han desarrollado toda clase de cánceres, enfermedades sanguíneas, degenerativas y psíquicas. Eso sin contar los daños genéticos que han transmitido a sus hijos y nietos, y que hacen recordar amargamente a los afectados cómo sus instructores ridiculizaban sus miedos respecto al modo en que la radiación podría afectar a su capacidad reproductora. Lo peor de todo es que no reciben ninguna ayuda o indemnización.

Lógicamente, la opinión pública se mantenía ajena a todo esto, a pesar de que el programa de pruebas ni siquiera era un secreto y medios de comunicación como la revista Life mantenían a los estadounidenses informados de lo que estaba sucediendo en Nevada e incluso publicaban fotografías de las nubes nucleares. Por extraño que pueda parecer, semejante actitud era relativamente corriente en aquella época. Se encontraban en el apogeo de una campaña propagandística a todos los niveles, y los estadounidenses veían lo relacionado con la energía nuclear —y muy especialmente lo relacionado con el armamento atómico— con absoluta normalidad.

Durante el programa Tumbler-Snapper se probaron varios tipos de bomba atómica con potencias que oscilaban entre 1 y 30 kilotones. Una ciudad entera con edificios y árboles fue construida alrededor de la zona de pruebas para reproducir con la mayor fidelidad posible los efectos de una explosión nuclear en un núcleo urbano.

Poco a poco, el campo de Yucca Flat se fue cubriendo de cráteres de diferente tamaño y profundidad dependiendo de la intensidad de cada explosión y de las condiciones geológicas del terreno. La Comisión de la Energía Atómica nunca parecía tener suficiente y siempre solicitaba «una prueba más» para verificar sobre el terreno tal o cual idea.

En 1952, la pérdida del monopolio nuclear por parte de Estados Unidos había colocado a las superpotencias en una incómoda situación de equilibrio. El desarrollo de la bomba de hidrógeno era el proyecto en el que Estados Unidos había puesto todas sus esperanzas de volver a decantar la balanza de su lado. Sobre el tablero de diseño, la construcción del nuevo artefacto atómico no revestía especial dificultad. Pero no bastaba con fabricarla: también era necesario comprobar sobre el terreno su potencial destructivo, para lo cual se volvió al Pacífico, donde tuvieron lugar las pruebas designadas bajo el nombre en clave de Operación Ivy. Esta vez el escenario de la prueba sería el atolón de Enewetak, una vez más en las ya castigadas islas Marshall, donde se montaría y se haría estallar Mike, la primera bomba de hidrógeno de la historia, cuyo nombre fue escogido por la «M» de megatón.

Nadie sabía a ciencia cierta lo que podía suceder, ya que hasta aquel momento la «bomba H» sólo había sido un mero planteamiento teórico. Pero el ritmo de los acontecimientos y las imposiciones que marcaron los militares hizo que no hubiera tiempo para contemplaciones; había que disponer de la bomba de hidrógeno antes que los soviéticos y las demás consideraciones carecían de importancia. En aquel momento histórico, la posibilidad de una confrontación nuclear era real y cualquier posible ventaja podía decidir quién sería el «vencedor».

Mike era, pues, una verdadera incógnita, y estimaciones como las distancias de seguridad se establecieron prácticamente a ojo. Los 10,4 megatones del artefacto le otorgaban una potencia 750 veces superior a la bomba de Hiroshima, y eso despertaba cierta inquietud entre los encargados del experimento, el llamado Comité Panda dirigido por Carson Mark desde el laboratorio de Los Álamos.

Pero la tentación de ir más allá de lo que nadie había soñado, desencadenando una energía sólo comparable con la que vibra en el corazón del Sol, era grande. Se trataba de llevar a cabo la mayor demostración de poder que jamás se hubiera realizado en la historia de la humanidad. Pero la naturaleza tenía una sorpresa reservada para los científicos y militares responsables del proyecto.

Mike fue un éxito que superó las expectativas de los que lo diseñaron, y aún hoy es la cuarta mayor explosión nuclear de la historia de Estados Unidos. Con el paso del tiempo fueron muchos los militares que confesaron haberse sentido horrorizados al comprobar que tenían en sus manos el instrumento para borrar para siempre de la faz de la Tierra enormes núcleos de población.

«KING»

Pero una vez más, la Comisión de la Energía Atómica no tenía suficiente, y comenzó a fabricarse King —en este caso la «K» era de kilotón—, un segundo prototipo completamente operativo y diseñado para ser lanzado por un bombardero B-36 sobre el archipiélago de las Marshall. King casi llegó a superar a su hermano a pesar de tener un tamaño mucho menor.

Esta única detonación supuso la liberación de más poder destructivo del que se había empleado durante la totalidad de la Segunda Guerra Mundial. King fue el modelo para el desarrollo de la Mk-18, un arma nuclear de la que Estados Unidos construyó decenas de unidades durante los años posteriores.

Con el tiempo, un nuevo concepto hizo aparición en la terminología geopolítica: la «escalada nuclear». Ambas potencias, Estados Unidos y el bloque del Este, se habían empeñado en una ciega carrera por poseer más armas, cada vez más potentes, como si hubiese alguna diferencia en tener el poder para destruir la Tierra dos o quince veces, salvo para beneficio de las empresas de armamento. En medio de ese clima se hizo necesaria una nueva batería de pruebas nucleares que, bajo el nombre de Operación Castle, se realizaron en un escenario que ya se había convertido en un clásico de los experimentos atómicos: el atolón de Bikini.

El propósito principal en esa ocasión consistía en probar artefactos nucleares baratos y de poco peso que pudieran ser producidos en masa y empleados eficazmente como arma de bombardeo. Para ello tenía especial importancia la distancia mínima de seguridad desde la que un avión podía arrojar una bomba atómica, máxime cuando el progresivamente reducido tamaño de los artefactos abría la posibilidad de atacar varios objetivos en una misma misión. Podemos hacernos una idea de las intenciones que animaban el proyecto a través de las palabras del general Clarkson, al mando de la junta de la Fuerza Operativa 7, encargada de la ejecución del proyecto: «Castle fue, con diferencia, la más compleja y significativa operación en la corta pero impresionante historia de las pruebas militares y, en mi opinión, absolutamente vital para la seguridad nacional y la del resto del mundo libre».

La isla de Perry fue elegida como el lugar donde se montarían las bombas y Enyu sería el sitio desde donde se dispararía el primer artefacto, conocido en clave como Bravo. La tecnología nuclear ya no era algo nuevo, así que en esa ocasión se respiraba confianza entre los participantes en la misión y, como suele suceder, en ese caso la confianza fue inevitablemente la antesala del error. La cantidad de radiación emitida fue sensiblemente mayor que la esperada, y si las pruebas anteriores ya habían afectado a la isla, la Operación Castle la convirtió en un verdadero cementerio nuclear en el que fueron registradas lecturas que superaban los 100 rad por hora.

15 MEGATONES

El 1 de marzo de 1954, y debido a un inexplicable error de cálculo, los 3 megatones previstos se convirtieron en 15. La bomba explotó con muchísima más potencia de la esperada, extendiendo rápidamente una lluvia de radiación que se expandió a 300 kilómetros a la redonda, cubriendo un área de 8.000 kilómetros cuadrados. La cegadora bola de fuego produjo un hongo de 25 kilómetros de altura que aspiró con irresistible fuerza millones de toneladas de arena, agua, coral, plantas y fauna marina que fueron pulverizados, cargados radiactivamente y esparcidos por todo el archipiélago. La explosión generó un huracán artificial que arrancó de cuajo todos los árboles de Bikini. Toda la población de las Marshall quedó afectada e incluso hubo quien resultó quemado por las cenizas radiactivas.

El exiliado pueblo de Bikini ahora tenía que sufrir en sus carnes lo mismo que había experimentado su tierra natal. Los militares estadounidenses tampoco se libraron de los efectos de la radiación. Los atónitos capitanes de las decenas de buques que rodeaban la zona de pruebas contemplaron impotentes cómo la nube mortal se acercaba hacia ellos a gran velocidad. Rápidamente se ordenó que todos los hombres abandonaran las cubiertas, pero la medida no fue suficiente, y los contadores Geiger comenzaron a chirriar como locos dando lecturas que superaban varias veces los máximos permitidos, teniéndose que establecer procedimientos de descontaminación de emergencia que no resultaron tan eficaces como prometían los científicos.

Lo más triste del caso es que todo eso ocurría con la complicidad de las Naciones Unidas, que en 1947 habían calificado la zona como de interés estratégico, poniéndola bajo la administración de Estados Unidos, una extraña medida que no tenía precedentes y que nunca más volvió a ser tomada. Aparte de otorgar patente de corso a los estadounidenses para hacer y deshacer a su antojo en el archipiélago, la resolución de la ONU también imponía ciertas obligaciones a los administradores, como «promover el desarrollo económico y la autosuficiencia de los habitantes» y «proteger a los habitantes contra la posible pérdida de sus tierras y recursos».

Del celo con que fueron cumplidas estas obligaciones nos da muestra el hecho de que siete años después el archipiélago entero fuera totalmente evacuado. Los escasos supervivientes de la administración estadounidense eran presa de la malnutrición y las enfermedades. Para algunos nativos ya era demasiado tarde, puesto que la rápida caída de su cabello anunciaba la presencia mortal de la radiación en sus organismos.

La violencia inusitada de la explosión fue tal que sus efectos mortales alcanzaron a los veintitrés miembros del pesquero japonés Lucky Dragon, que se encontraba faenando a considerable distancia del archipiélago, fuera del cordón de seguridad establecido por la marina estadounidense. Al principio se sintieron intrigados por el espectáculo de una auténtica «nevada de cenizas blancas» que caía sobre la cubierta de su barco. Por supuesto, nadie les había avisado del incidente de Bikini, por lo que no tenían manera de conocer la naturaleza radiactiva de aquella precipitación. Pocas horas más tarde, la tripulación comenzó a sentir diversas formas de malestar, entre las que destacaban las náuseas y el vómito. Poco después su pelo comenzaba a caer. Uno de los hombres falleció antes de llegar a puerto. De lo sucedido al resto de la tripulación no tenemos noticia, aunque es de suponer que no fue excesivamente halagüeño.

CONEJILLOS DE INDIAS

Cuando las razones de seguridad nacional imponen su ley, los gobiernos no necesitan andarse con demasiados tapujos para conculcar impunemente los derechos más elementales de sus ciudadanos. La experimentación nuclear con seres humanos durante los años cincuenta es uno de los muchos episodios vergonzosos que constituyen el legado de la guerra fría.

Desgraciadamente, desde aquella actuación las cosas parecen no haber cambiado demasiado a juzgar por el calvario que han tenido que soportar los veteranos de la guerra del Golfo, víctimas de una misteriosa enfermedad sobre la que nadie, desde los tiempos de Bush padre, parece querer o poder ofrecer explicaciones.

Las víctimas de las pruebas nucleares tienen la sensación de haber sido deliberadamente utilizadas como conejillos de indias. Nadie les previno del peligro al que iban a ser expuestos, tanto ellos como sus descendientes. La Asociación Nacional de Veteranos Atómicos defiende los derechos de los centenares de afectados, pero sus esfuerzos se estrellan una y otra vez contra el muro de una burocracia empeñada en negar la realidad parapetándose tras las razones de seguridad nacional. Cuando estos hombres han expuesto sus demandas ante la administración estadounidense, se han encontrado con puertas cerradas y funcionarios que han olvidado que lo que sufren es consecuencia de lo que hicieron en nombre de un país que ahora se niega a socorrerles. Un cúmulo de tragedias personales que sirven para jalonar el desarrollo de una tecnología inútil y letal. Para colmo, en cada uno de los dos escenarios principales de las pruebas, Nevada y las islas Marshall, núcleos de población civil fueron expuestos irresponsablemente a los efectos de la radiación.

Otras potencias nucleares, como Francia o Gran Bretaña, desarrollaron sus programas sin poner en riesgo a su población. No obstante, todo ello podría haberse dado por zanjado si lo consideramos como algo del pasado, como una más entre el cúmulo de atrocidades cometidas durante aquellos años oscuros. Afortunadamente, ese tipo de pruebas nucleares atmosféricas terminaron en Estados Unidos en 1963, tras dieciocho años de explosiones.

Mientras contamos aquí la historia de sus efectos y los hombres que tuvieron que sufrir sus consecuencias, en otros lugares del planeta, en los que el sentido común indica que deberían ocuparse de otros problemas, las imágenes son las mismas, idénticas las consecuencias, salvo que varía el color de la piel de los hombres y las mujeres que tienen que sufrirlas.