Capítulo XXVI

Griff dedicó el resto de la tarde a deambular por la lúgubre habitación del motel mientras se preguntaba cómo había podido caer tan bajo. ¿Cuándo había empezado el imparable declive? ¿El día en que aceptó el primer soborno de los Vista? ¿O antes de eso, el día en que empezó a apostar cuando todavía estaba en la Universidad de Texas? ¿O acaso su destino ya estaba maldito desde el día en que su madre lo había abandonado para fugarse con su novio Ray?

Algunas veces se preguntaba si la maldición lo había perseguido desde antes de nacer.

Durante las semanas que transcurrieron desde que lo condenaron hasta que se presentó en Big Spring para cumplir la sentencia, había buscado a sus padres por todas partes. ¿No era natural que un hijo recurriera a sus padres cuando tenía problemas?

Gracias a Internet y a las páginas web dedicadas a poner en contacto a parientes desaparecidos, no le había costado demasiado localizar a su padre. Después de cumplir la condena en Texas, se había marchado del Estado para aterrizar en distintos lugares pero nunca durante mucho tiempo, hasta que por fin había recalado en Laramie (Wyoming). Allí había muerto en un hospital municipal a la edad de cuarenta y nueve años. Los informes hospitalarios decían que padecía diversas patologías relacionadas con el alcoholismo.

Tardó un poco más en localizar a su madre. O había cometido poligamia y se había casado con distintos hombres sin arreglar antes el divorcio de los anteriores maridos, o había adoptado sin más el apellido de los hombres con quienes vivía.

Conforme se acercaba el día del encarcelamiento de Griff, se preguntaba cada vez con más frecuencia por qué se molestaba en intentar encontrarla, por qué sentía curiosidad siquiera por saber qué vida llevaba ahora, cuando lo había abandonado sin el menor remordimiento. Que él supiera, su madre nunca había intentado averiguar qué había pasado con Griff, así que ¿por qué le parecía tan imprescindible retomar el contacto con ella?

No sabía qué era lo que le empujaba. Era un instinto que no podía explicar, ni siquiera ante sí mismo, de modo que se rindió y se limitó a seguirlo.

Su obstinación tuvo recompensa. El día anterior al comienzo de su condena, la encontró en Omaha. Obtuvo una dirección y un número de teléfono. Sin darse tiempo a pensárselo dos veces, marcó el número.

Más tarde se arrepentiría de esa decisión.

«Menuda despedida antes de ir a la cárcel», pensaba ahora con amargura.

¿Por qué hoy, cuando estaba metido en el mayor embrollo de su vida, le venía a la cabeza toda esa mierda sobre sus padres? Tal vez porque pensar en ellos reforzaba lo que él tanto sospechaba: que había seguido el camino de la autodestrucción antes incluso de salir del vientre de su madre.

Y eso no era buena señal, si uno pensaba en el desenlace.

Deprimido, se tumbó en la roñosa cama y consiguió dormir durante un rato. Quizá fuera el método que tenía su cuerpo de dejarle escapar temporalmente de la realidad. Todavía más amable fue su subconsciente, que le permitió soñar con Laura. Ponía las manos sobre ella. Se movía dentro de ella. Ella apretaba con los dedos las nalgas de Griff, se arqueaba para recibirlo, gemía su nombre. A unos latidos del éxtasis se despertó, con el nombre de ella en sus labios, empapado en sudor, luciendo una dolorosa erección.

Se levantó, se duchó y encendió la televisión a tiempo de ver las noticias vespertinas. Tal como temía, un presentador con aspecto petulante y el pelo horrendo anunció que la policía estaba buscando a Griff Burkett, para «interrogarle por el brutal asesinato de Foster Speakman».

Aunque no le llegó por sorpresa, Griff tuvo que sentarse porque se mareó al oírlo, paralizado por la repentina aparición de Stanley Rodarte en la pantalla. Estaba de pie ante los focos, cosa que intensificaba su fealdad. «En este momento, el señor Burkett no es más que alguien que podría estar implicado en el caso. Lo único que sabemos es que estuvo en la mansión de los Speakman anoche.»

Esa aseveración despertó el apetito voraz de noticias de todos los reporteros, que empezaron a bombardearlo con preguntas. Pagado de sí mismo, Rodarte se negó a contestarles, diciendo: «La implicación de Burkett requiere más investigación. Ahora mismo no puedo decirles nada más». Les dio la espalda y atravesó las puertas de acero que guardaban la finca de los Speakman.

Ahí estaba Rodarte. Dentro de esos muros cubiertos de hiedra. Con Laura. Ella debía de despreciar a Griff Burkett, y Rodarte se aprovecharía de eso para hacerla su aliada. Pensar que Laura y Rodarte pudieran respirar el mismo aire hizo que su estómago vacío se retorciera y se cerrara como si fuera un puño.

Por fin se cernió la oscuridad. Aunque la temperatura todavía pasaba de los treinta grados, se alegró de estar al aire libre, lejos de los olores penetrantes de su habitación del motel. Sin embargo, Griff tardó cerca de dos horas en llegar andando a Hunnicutt Motors, y para entonces el calor empezaba a dejar mella en él. No se había atrevido a pararse a comprar una botella de agua, así que llegó al aparcamiento con la boca pastosa, sudor pegado al cuerpo y deshidratado.

Pero la caminata había valido la pena. El coche estaba allí, como le había prometido el dueño.

Era un sedán nada llamativo a medio camino entre el marrón y el gris. El nombre del modelo escrito en el maletero no le resultó familiar, y ni siquiera identificaba la marca del coche. ¿Pontiac? ¿Ford, tal vez? La tapicería de tela despidió un olor rancio a humo de tabaco viejo al abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave. No saltó la alarma. Las llaves estaban debajo de la alfombrilla, el depósito de gasolina estaba lleno, y el motor respondió en cuanto le dio al contacto. Para su alegría, la cadena que normalmente cruzaba la salida del aparcamiento como medida de seguridad estaba tirada en el suelo. Hunnicutt había pensado en todo.

El abogado Wyatt Turner vivía en uno de los barrios de nuevos ricos que había en el norte de Dallas. Todas las casas tenían piscina en la parte posterior, palos de golf en el garaje, y dentro, una pareja acomodada que no quería ser menos que sus vecinos. Las mascotas eran optativas. La mayoría tenían hijos.

Los Turner sólo tenían uno. Griff nunca había visto a Wyatt hijo en persona, pero sí había visto su foto en la mesa del despacho de Wyatt. Era una mezcla al cincuenta por ciento de sus progenitores, algo poco afortunado para el muchacho. Griff sólo había visto a Susan Turner una vez, en un acto benéfico, mucho antes de que necesitara los servicios de Wyatt. Era una mujer pálida, prácticamente incolora, con una personalidad a juego. También practicaba la abogacía, pero no en la rama de derecho penal como su marido. Su especialidad eran los impuestos, las empresas, las sucesiones, cosas aburridas de ese tipo. Y Griff estaba seguro de que se le daría bien su trabajo. Era estirada, antipática y poco atractiva. Comparado con ella, Wyatt era la alegría de la huerta.

Griff pasó con el coche por delante de su casa y vio que sólo había una luz encendida dentro. Confiaba en que quien estuviera trabajando hasta las tantas fuera Wyatt y no Susan. Aparcó a dos calles de allí y, al salir, cerró con llave a conciencia la puerta del coche. Se había vestido con unos pantalones cortos y una camiseta, zapatillas de deporte y gorra de béisbol. En un barrio de profesionales liberales como ése, los vecinos salían a correr a cualquier hora, según en qué momento consiguieran hacer encajar el ejercicio en sus atareadas jornadas laborales. Confiaba en que, si alguien lo veía, lo confundiera con un tío que sólo podía salir a hacer deporte por la noche.

Cubrió corriendo las dos manzanas. Un perro le ladró desde detrás de una verja de madera, pero por lo demás, nadie se percató de su presencia. Por lo menos, eso esperaba. A lo mejor alguno de los inquilinos de esas casas acomodadas lo había visto y había llamado a la patrulla de seguridad vecinal o a la policía. Tenía que asumir ese riesgo.

Se había fijado al pasar en que la casa que había junto a la de los Turner tenía un cartel de «Se vende» en la parte delantera. La propiedad estaba a oscuras, tanto por fuera como por dentro, algo que favorecía a Griff. Cuando volvió a acercarse a ella, se desvió de la calzada y se adentró en las sombras del jardín. Lo bordeó hasta aparecer en el jardín lateral que daba al camino de los Turner. Una vez allí, se acurrucó entre los setos para tomar aire y planear su siguiente movimiento.

A través de las persianas subidas podía vislumbrar qué pasaba dentro de una de las estancias de la casa de los Turner. Era un despacho, que recordaba al de Bolly salvo porque estaba mucho más limpio. Una cabeza de ciervo disecada gobernaba la pared. Había diplomas enmarcados. Libros de derecho en las estanterías. Vio una pantalla de ordenador encendida, que proyectaba una luz azulada sobre el escritorio y varias carpetas abiertas.

El abogado entró en la habitación con un vaso de leche en una mano y lo que parecía un plato con un sándwich en la otra. Llevaba la parte inferior del pijama y una camiseta de manga corta. Se había metido la camiseta por dentro de la goma de la cintura del pantalón. Más bien la había embutido. A pesar de su situación, Griff no pudo evitar sonreír ante el atuendo nocturno de su abogado. Pero claro, compartía lecho con la señora Turner, y eso lo explicaba todo. Griff habría preferido hacer el amor con una mazorca de maíz.

Turner se sentó junto al escritorio, dio un mordisco al sándwich y, mientras masticaba, se quedó mirando la pantalla del ordenador. Griff respiró hondo y salió de entre los arbustos. Cruzó el camino de los Turner y anduvo hasta llegar a la puerta acristalada que daba directamente al despacho. Dio un golpecito en el cristal.

Sobresaltado, Turner miró en esa dirección. Cuando vio a Griff, su rostro pasó por una serie de expresiones: asombro, angustia, y por último, ira.

Griff forcejeó con la manija de la puerta. Estaba cerrada con llave. La sacudió varias veces e hizo entrechocar los metales. Leyó el insulto de los labios de Turner mientras se levantaba de la silla. Miró con cautela hacia lo que Griff supuso que sería el pasillo y después se acercó rápidamente a la puerta para abrirla.

Enfadado, murmuró:

-¿Sabes que todos los polis de setecientos kilómetros a la redonda te siguen la pista?

-Entonces será mejor que me dejes entrar antes de que uno de ellos me descubra en la puerta de tu casa.

Turner lo dejó pasar, después asomó la cabeza y repasó con la mirada el camino y la acera de la calle. Satisfecho al ver que no había lobos acechando, cerró la puerta, tras lo cual recorrió la habitación y fue bajando todas las persianas.

Griff agarró el bocadillo y empezó a engullirlo. En el trayecto entre el aparcamiento y la casa de Turner, había comprado una hamburguesa de no sé qué para llevar y se la había pulido mientras conducía. Eso había calmado su hambre, pero no la había saciado. La manteca de cacahuete y la gelatina no eran sus sabores favoritos, pero ahora mismo le supieron a gloria. También se bebió la leche. Turner lo observaba furioso.

-Me hace más falta que a ti -le dijo Griff con la boca llena. Después, indicando la barriga del abogado, añadió-: Mucha más falta.

-Quiero que te vayas.

-Necesito información.

-No soy la CNN.

-Eres mi abogado.

-Ya no.

Griff dejó de masticar.

-¿Desde cuándo?

-Desde que has… -El vozarrón de Turner lo sobresaltó incluso a él. Se quedó congelado, se concentró para escuchar y después se acercó a la puerta y volvió a mirar hacia el pasillo-. No te muevas -le susurró a Griff por encima del hombro-. No hagas ni un solo ruido.

El abogado desapareció en el oscuro pasillo. Griff oyó cómo se cerraban con suavidad unas puertas; supuso que serían dormitorios. A pesar de la advertencia de Turner, se acercó a los ventanales y separó las láminas de las persianas para otear entre ellas, preguntándose si el coche de Hunnicutt, que había aparcado a dos calles de allí, habría despertado las sospechas de algún vecino en vela. ¿Habría visto algún paisano a alguien haciendo ejercicio a medianoche que de repente había desaparecido en las sombras oscuras que rodeaban aquella casa vacía?

Turner regresó caminando de puntillas. Con mucho cuidado, cerró la puerta después de entrar en el despacho.

-Susan tiene el sueño muy ligero.

-¿Desde cuándo has dejado de ser mi abogado?

-Desde que mataste a Foster Speakman -le soltó el abogado, con la misma furia que denotaba el tono seco de Griff-. Joder, Griff. ¡Foster Speakman! Por el mismo precio, podrías haber matado al presidente. ¿Es verdad que te tirabas a su mujer?

Griff le aguantó la mirada acusadora durante varios segundos, después se metió el último resto de sándwich en la boca y murmuró:

-Ya te gustaría hacerlo a ti…

-¿Qué?

-Nada. -Se terminó la leche y luego se limpió la boca con el dorso de la mano-. No sabía que un abogado pudiera despedir a su cliente.

-No quiero tener nada que ver contigo. Eres muy peligroso.

-¿Peligroso?

Griff extendió los brazos. Las únicas armas que tenía eran las llaves del coche y el móvil encajado en la goma elástica de la cintura de los pantalones de deporte.

-Sí, yo diría que eres peligroso -insistió Turner-. Dice que apuñalaste a Speakman en la garganta con un abrecartas. Era parapléjico, Griff. Dice que Speakman intentó defenderse, intentó protegerse de ti, pero…

-¿Quién lo dice? ¿Eh, quién? ¿Rodarte?

-Pues claro que Rodarte. Él y su compañero el mudo vinieron a mi despacho esta mañana. Rodarte fue quien lo dijo todo. Me preguntó si sabía dónde estabas, y por suerte, no tuve que mentir al decirle que no. -Turner frunció el entrecejo, no le gustaba nada estar al corriente del paradero de Griff-. Rodarte está encantado. Esta vez, no te equivoques, te tiene pillado.

-¿No tengo derecho a defenderme?

Turner se mordió la parte interior de la mejilla y dirigió una mirada preocupada hacia la puerta cerrada.

-Venga, rápido.

Se sentó en la silla del escritorio e intentó poner un semblante de abogado: un papel difícil de interpretar con el pijama que lucía.

-¿Cómo conociste a los Speakman?

-Me invitaron a su casa. Speakman me propuso un negocio.

Turner lo miró con sospecha.

-¿Qué clase de negocio?

-Comentamos que podía hacer unos anuncios para su compañía aérea.

Estrictamente, no era mentira. Tampoco era del todo cierto, pero no podía contarle toda la verdad a Turner. Todavía no. La reputación de Foster Speakman se vería dañada. A él le importaba un comino mantener el secreto. Pero Laura compartía ese secreto. Y Griff estaba dispuesto a guardarlo por el bien de ella.

-Qué locura -comentó Turner.

-Eso mismo le dije yo. Pero, tal como fui descubriendo, tenía un montón de manías e ideas extrañas en la cabeza. El caso es que me dijo que lo pensara, que él también se lo pensaría y tal.

-¿Y su esposa? ¿Laura?

-La conocí esa misma noche.

-Pasión a primera vista, dijo Rodarte.

-¿Rodarte te contó eso?

-Bueno, es lo que quiso decir. Según él, mantuvisteis una relación tórrida y pasional.

Griff se preguntó de dónde había sacado esa información Rodarte. Lo más probable era que fuese una mera especulación que hiciese pasar por un hecho.

-Ella y yo nos vimos. Cuatro veces, para ser exactos. En un período de meses. La última vez que quedamos, ella me dijo que quería dejarlo.

-¿Por qué?

Como no quería darle más detalles a Turner, se encogió de hombros.

-Lo típico. Supongo que por remordimientos. Pensé que no volvería a verla.

-Pero querías verla.

No respondió, pero su expresión debió de delatarle. Turner soltó un gruñido.

-Le has servido a Rodarte el móvil del crimen en una bandeja de plata. Para conseguir a la chica, te cargaste a su marido. No hace falta haber estudiado derecho para verlo, Griff.

-Además de tener motivos…

-Tuviste la oportunidad.

-Anoche no fui para pillar a Speakman por sorpresa. Fui a la mansión porque estaba invitado.

-¿Te «invitó» él?

-Sí, me invitó él.

-¿Para qué? ¿Para ponerte contra las cuerdas por la aventura con su mujer? ¿Tantos remordimientos tenía ella que se lo había confesado todo?

-No lo sé. No sé qué le contó Laura sobre lo nuestro. -Y era sincero, no lo sabía.

-¿Has mantenido el contacto con ella?

Griff sacudió la cabeza.

-Te aconsejo que no lo intentes.

-¿Es un consejo como ex abogado?

Pasando por alto el sarcasmo de su pregunta, Foster añadió:

-¿Puedes demostrar que Speakman te invitó a ir a la mansión ayer por la noche?

-Todavía no.

-¿Qué significa eso?

Griff perdió la paciencia y contestó:

-Además de saber que yo tenía el móvil del crimen y la oportunidad de cometerlo, ¿qué más cartas esconde Rodarte?

El abogado dudó.

-Vamos, Turner. Por lo menos dime eso, me lo merezco. ¿Contra qué me enfrento?

Turner resopló.

-Bueno, pues el arma homicida está cubierta de tus huellas dactilares. Probablemente, tu ADN encaje con el del tejido que extrajeron a Speakman de debajo de las uñas. -Señaló los arañazos recientes de las manos de Griff-. ¿Correcto?

-Correcto.

-Joder, Griff -dijo mientras se estremecía-. A Rodarte no le hace falta nada más para trincarte por lo de Speakman. Pero hay otra cosa: un tipo llamado Ruiz.

-Manuelo, el sirviente de Speakman. Parece un cazatalentos sudamericano con una sonrisa amable pero hueca.

-No lo encuentran por ninguna parte. -Turner hizo una pausa y se lo quedó mirando, expectante. Como Griff no dijo nada, continuó-: Rodarte preguntó en Inmigración, no lo tienen registrado. Era un ilegal.

-¿Por qué utilizas el pasado?

-¿Estaba anoche en la casa?

Una vez más, Griff se contuvo para no responder.

-No te molestes en mentir -dijo el abogado-. Encontraron sangre en la alfombra y en tu coche. Mi viejo Honda. La sangre no era tuya ni de Speakman. Rodarte presupone que es de Ruiz. Está buscando sus restos.

Para el cuello de la camisa, Griff exclamó:

-¡Mierda!

-Bueno, por fin habla el oráculo. ¿Y se puede ser más elocuente? -dijo el abogado con irritación-. ¿Estaba vivo cuando lo dejaste tirado?

-¿Quién?

Turner se frotó la frente alta como si quisiera borrar así las arrugas de preocupación.

-Cualquiera de los dos.

-Speakman estaba muerto. Ruiz dijo «adiós».

-¿Se te escapó?

-Huyó.

-¿Vio cómo apuñalabas a Speakman?

Griff no contestó.

-¿Es que…? ¿Heriste también a Ruiz? ¿Era suya la sangre de la alfombra y del Honda?

Griff estaba a punto de contestar, pero después volvió a pensárselo.

-¿Eres mi abogado o no?

Turner se lo quedó mirando durante un momento y después preguntó en voz baja:

-¿Y qué pasa con el dinero, Griff? El medio millón. Y no te hagas el tonto, porque tus huellas estaban en la tapa de la caja. Así que, ¿para qué era el dinero?

-Ni idea -contestó él lacónicamente mientras se encogía de hombros-. Speakman me dijo: «Mira en la caja». Yo miré en la caja. Supongo que quería demostrarme lo rico que era.

-¿No era para ti?

Griff se lo quedó mirando como si fuera la cosa más rocambolesca que hubiera oído en su vida.

-Rodarte insinuó que Speakman te iba a pagar por algo.

A Griff se le contrajo el estómago.

-¿Como qué?

-Por algo que le hubieras entregado, o por algún servicio que le hubieras hecho.

-Joder, Turner, ¿dónde tienes las neuronas? ¿Y Rodarte? Si ese dinero hubiera sido para mí, te juro que no lo hubiera dejado allí. Lo habría cogido y me lo estaría fundiendo en algún sitio exótico, en lugar de mangarte bocadillos de manteca de cacahuete.

Al abogado no le hizo gracia.

-Era mucho dinero, Griff. Billetes grandes atados en fajos. Bien ordenados en una caja. Parecido al regalito que te hizo Bandy por haber perdido aposta el partido contra los Skins.

-Te lo advierto…

-Vale, vale. Por el momento, supongamos que a Speakman le gustaba guardar cajas llenas de billetes y que eso no tuvo nada que ver con el asesinato. A Rodarte ni siquiera le hace falta recurrir a esa prueba para condenarte. -Turner se puso de pie, rodeó la silla, colocó las manos en el respaldo, como si estuviera a punto de dirigirse al jurado-. Escúchame, Griff. Éste es el caso con el que sueña todo agente de homicidios. Tienen muchas pruebas. Tienen tu ADN. Y si Ruiz está vivo…

-Lo está. Por lo menos, la última vez que lo vi.

-Y no se ha vuelto ya a Honduras…

-El Salvador.

-Adonde sea. Si lo pillan, tendrán un testigo presencial además de las pruebas incriminatorias. Pero -añadió, y dio un golpecito en el respaldo de la silla de piel para darle más énfasis-, a tu favor, diremos que llamaste a urgencias, ¿no? -Griff asintió-. Eso implica que no querías que Speakman muriera. Podríamos alegar que Speakman te invitó, y si el jurado se lo traga, entonces el siguiente paso será hacerles creer que no había premeditación por tu parte. Fuiste a casa de los Speakman porque te había invitado. Él te echó en cara la aventura que tenías con su esposa…

-Que había tenido.

-Bueno, que habías tenido con su esposa. Discutisteis. Dijo algo que te sacó de tus casillas. Y lo siguiente que recuerdas…

-Es que agarré el abrecartas que había en la mesa y se lo clavé en la garganta.

Turner se entristeció al oírlo.

-Tienes bastantes posibilidades de que te acusen de homicidio sin premeditación en lugar de acusarte de asesinato. Pero eso es lo máximo que vas a conseguir en este caso, y te lo digo como abogado y como amigo.

Hizo una pausa para dar tiempo a que lo asimilara.

-Siento pintártelo tan negro, pero así están las cosas, Griff. Y huyendo sólo vas a conseguir parecer aún más culpable. Entregarte a Rodarte será duro, no digo que no. Pero será mucho peor para ti si no lo haces.

-No pienso entregarme.

-Si lo haces, esta noche, «ahora», te representaré. Estaré a tu lado durante todos los pasos del camino. Dejaremos que hagan su investigación y después veremos cuántas pruebas tienen contra ti. Rodarte tiene fama de exagerar, de insinuar que tiene más de lo que en realidad tiene, pero «sabemos» que tiene el arma y, unido con el móvil del crimen, es más que suficiente para acusarte, joder.

»Además, tenemos a nuestro favor que no te llevaras el dinero. No le robaste, así que no es un asesinato por dinero. Insistiré hasta que se aburran de oírme en que fue un homicidio sin premeditación. También pediré que cambien de juzgado. Que el juicio se haga fuera de Dallas.

»Pero se haga donde se haga, puedes estar seguro de que el fiscal dará la brasa diciendo lo indefenso que estaba Speakman contra ti. Te pintará como un bruto que atacó a un hombre que no podía defenderse y le ganó. Hará que el jurado te desprecie, y todos los argumentos que podamos presentar no cambiarán el hecho indiscutible de que tú eras un jugador de fútbol americano y él era un hombre parapléjico.

»Entrégate y deja que yo te defienda. El único momento en que tendrás que hablar será en la comparecencia ante el juez, cuando te declares inocente. No tendrás que decirle ni una puñetera palabra a Rodarte, ni al jurado, ni a nadie.

Griff había escuchado con paciencia, pero en ese momento dijo:

-¿Y crees que «no» hablar me hará parecer inocente? Venga ya, Wyatt.

-Creo en la jurisprudencia, en nuestro sistema de justicia.

-Bueno, pues tu punto de vista no coincide con el mío. Me prometiste que saldría con libertad condicional si cooperaba con los federales y les contaba todo lo que sabía sobre la operación de los Vista. Y mira lo que me pasó.

-Aquello fue diferente.

-Tienes razón. Entonces nos enfrentábamos al tribunal supremo federal y a las suposiciones. Ahora Rodarte tiene mis huellas en el instrumento que mató al marido de mi amante.

Turner dejó caer la cabeza hacia delante. Se puso de pie y frunció el entrecejo. Al cabo de un rato, levantó la cabeza.

-Te lo pido una vez más, Griff. Entrégate.

-¿No se te ocurre nada mejor?

-No.

Griff se lo quedó mirando un instante, después dijo en voz baja:

-Ni siquiera me lo has preguntado.

-¿Preguntarte el qué?

Griff ahogó una risita resignada y dijo:

-Es igual. ¿Has tenido noticias de Jerry Arnold?

-Me ha llamado esta tarde. No paraba de decir: «¿Cómo se le ocurre hacer algo así?», y cosas por el estilo. Has perdido a otro fan.

A Griff no le sorprendía.

-Bueno, gracias por la información. Y por el sándwich.

Se dirigió a la puerta acristalada.

-Griff, espera.

-Hasta luego, Turner.

Abrió la puerta.

Oyó el chirrido de unos frenos, como si un coche hubiera tomado la curva demasiado rápido. Luego oyó el acelerón de un motor, el siseo de la goma contra el asfalto caliente. Y en la casa de enfrente, las ventanas delanteras reflejaron unas luces de colores. Rojo. Azul. Blanco.