Capítulo 1
—¡Hey, hey, hey allí, mission man! ¿Cómo estás, cariño? ¡Levántate y mira! Este es mi chico, abre esos ojos. Definitivamente es por la mañana y por la mañana en el refugio de la primera iglesia, uno pasa de horizontal a vertical.
Dolor. Todo su mundo se convirtió en una trinidad de dolor, brillantes luces y una persistente e increíble voz. Intentó alejarse, intento sumergirse en el duro colchón, pero sus manos temblaban un poco, suave al principio, más fuertes después.
—¡Oye!, Mish1. Sé que es temprano, hombre, pero tenemos que guardar y limpiar las camas. Vamos a servir un agradable y caliente desayuno con el grupo de AA en unos minutos. ¿Por qué no darle una oportunidad? Te sientas y le prestas atención, aunque tu estómago no pueda soportar la comida.
Alcohólicos Anónimos. ¿Seria posible que una resaca le hiciera sentirse como si lo hubiera atropellado un tanque? Trató de identificar el sabor amargo de su boca pero no pudo. Solo era amargo. Abrió los ojos otra vez y otra vez sintió que su cabeza se partía en dos. Pero esta vez apretó los dientes, forzando los ojos para enfocarse en un sonriente, alegre y curtido rostro afro-americano.
—Sabia que podías hacerlo, Mish. — La voz pertenecía a esa cara. — ¿Cómo estas hombre? ¿Me recuerdas? ¿Recuerdas a tu buen amigo Jarell? Así es, te metí en esta cama anoche. Venga, vamos a levantarte y llevarte al baño de hombres. Puedes lavarte en serio, hombre.
—¿Dónde estoy? — Su voz sonaba baja, áspera y extrañamente familiar en sus oídos...
—En el Refugio de los Sin Hogar de la Primera Iglesia, en la Primera Avenida.
El dolor era incesante, pero ahora se mezcló con confusión, mientras poco a poco se incorporó.
—¿Primera Avenida...?
—Hmm. — Dijo el hombre llamado Jarell. — Parece que estabas más borracho de lo que creí. Estas en Wyatt City, amigo. En Nuevo México. ¿Te suena para algo?
Empezó a sacudir la cabeza, pero el dolor infernal se intensificó. Se quedó muy quieto y apoyó la frente en sus manos.
—No. — Hablaba en voz baja, esperando que Jarell hiciese lo mismo. — ¿Cómo llegué aquí?
—Una pareja de samaritanos te trajo anoche. — Jarell no pilló la indirecta, y siguió hablando tan fuerte como antes. — Te encontraron tomando una siesta con la nariz metida en un charco, en un callejón a unas manzanas de aquí, miraron en tus bolsillos por si estaba tu cartera, pero ya no estaba. Parece que ya te la habían robado. Estoy sorprendido que no se llevaran tus bonitas botas de vaquero. Por lo que parece, sin embargo, se tomaron un tiempo para patearte mientras estabas en el suelo.
Se llevó la mano a un lado de la cabeza. Su pelo estaba sucio y con costras, como si tuviera sangre y barro.
—Vamos y podrás lavarte, Mission man. Conseguirás volver al buen camino. Hoy es un nuevo día, y aquí en el refugio, el pasado no es igual que el futuro. De ahora en adelante, tú puedes empezar una nueva vida, lo que sea que hayas hecho antes de venir aquí puede desaparecer. — Jarell rió, un rico y alegre sonido. — Hey, has estado aquí más de seis horas, Mish. Puedes tener tu chapa de seis horas. ¿Sabes lo que estoy diciendo, un día cada vez? Bueno, aquí en la Primera Avenida, decimos una hora cada vez.
Dejó que Jarell lo ayudase a ponerse de pie. El mundo giró y cerró los ojos un momento.
—¿Puedes poner los pies a trabajar a pesar de todo Mish? Este es mi hombre. Un pie delante del otro. El cuarto de baño esta adelante. ¿Puedes hacerlo tu solo?
—Si. — No estaba seguro de si podía, pero habría dicho lo que fuese con tal de escapar de la demasiado escandalosa, alegre y amistosa voz de Jarell. Ahora mismo, el único amigo que quería era la bendición del curativo silencio de la inconsciencia.
—Ven después de asearte. — Dijo el hombre detrás de él. — Te ayudaré a conseguir algo de comida para tu barriga y para tu alma.
Se fue dejando atrás el eco de la risa de Jarell, abriendo con manos temblorosas la puerta del baño de hombres. Todos los lavabos estaban ocupados, se apoyó en la pared de frías baldosas, esperando su turno.
La gran sala estaba llena de hombres, pero ninguno de ellos habló. Se movían en silencio, con cautela, excusándose, sin mirar a los ojos de nadie. Sin ocupar el espacio vital de cada uno, ni siquiera con la mirada.
Se miró al espejo. Era uno más de ellos, desgreñado y descuidado, el pelo sin peinar, sus ropas raídas y sucias. Y como extra llevaba una mancha de sangre y barro en su camiseta, el rojo brillante se volvió oscuro a medida que se iba secando.
Un lavabo quedó libre, y fue hacia él, cogiendo una pastilla de jabón blanco normal para quitar la suciedad de sus manos y brazos, antes de limpiar su cara. Lo que necesitaba realmente era una ducha. O un baño con manguera. Su cabeza aun latía, y la movió con cuidado, acercándose al espejo para ver la herida encima de su oreja derecha.
La herida estaba tapada por su pelo enmarañado y oscuro...
Quedó congelado, mirando fijamente su cara. Giró la cabeza a la derecha y luego a izquierda. La cara del espejo se movía igual que él. Sin duda le pertenecía.
Pero era la cara de un extraño.
El rostro era delgado, de pómulos prominentes. Tenía la barbilla fuerte, que necesitaba un afeitado, menos en un sitio donde había una cicatriz blanca. Boca de labios finos con aspecto triste, y un par de ojos febriles que ni eran marrones ni verdes, le devolvían la mirada. Tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos, como si hubiese estado mucho tiempo al sol.
Se lleno las manos de agua, salpicando su cara. Cuando se volvió a mirar, el desconocido le devolvió la mirada. No logró lavar fuera esa cara y revelar... ¿Que? ¿Un rostro más familiar?
Cerró los ojos, tratando de recordar otros rasgos más reconocibles.
Se quedó en blanco.
Una ola de vértigo lo golpeo con fuerza y se agarró al lavabo, bajando la cabeza y cerrando los ojos hasta que pasó.
¿Cómo había llegado hasta aquí? Wyatt, Nuevo México. Era una cuidad pequeña, más bien un pueblo, al sur del Estado. No era su casa... ¿verdad? Estaba acá trabajando en... trabajando en...
No podía recordar.
Quizás aun esta borracho. Había oído hablar de gente que habían bebido hasta perder el conocimiento. Tal vez era eso. Quizás lo que tenía que hacer era dormir y desconectarse y así todo lo que tenía problemas para recordar volvería a él.
Su cabeza le dolía como el demonio. Dios sabía que todo que quería era acurrucarse como una bola y dormir hasta que el golpeteo en su cabeza se detuviera.
Se agachó en el lavabo y trató de limpiarse el corte de la cabeza. El agua tibia picaba, pero cerró los ojos y se mantuvo ahí hasta que estuvo seguro que estaba limpia. El pelo largo goteaba, se lo secó con toallas de papel, apretando los dientes cuando el áspero papel rozaba su piel lastimada.
Demasiado tarde para ponerse puntos. La herida ya tenía costra. Iba a tener una cicatriz allí, pero quizás un vendaje mariposa le ayudaría. Necesitaba un botiquín de primeros auxilios y... Y... Se miró en el espejo. Botiquín de primeros auxilios. No era médico ¿Cómo podía ser médico? Sin embargo...
La puerta del baño de los hombres se abrió con un estrépito y se dio media vuelta, buscando debajo de su chaqueta..., Buscando...
Mareado, se tambaleó hacia atrás contra el lavabo. No llevaba chaqueta, solo una lamentable camiseta. Y el dulce Señor lo ayudara, pero tenia que recordar que no podía moverse rápido o acabaría cayendo sobre su cara.
—La ayudante de las damas tiene una colecta de ropa. — Anuncio uno de los ayudantes del refugio en voz tan alta que hizo que algunos hombres temblasen. — Tenemos una caja con camisetas limpias y otra con jeans. Por favor tomen solo lo que necesiten, y dejen para el siguiente hombre.
Se miró en el espejo la camiseta sucia y manchada que llevaba. Alguna vez fue blanca, probablemente anoche, aunque hasta ahora seguía sin recordar nada nuevo. Se la quitó por la cabeza, con cuidado para evitar la herida de la oreja derecha.
—La ropa sucia en este cesto de aquí. — Pregonó el trabajador. — Si la marcas la tendrás de vuelta. Si está rota, a la basura y tomas dos. — El trabajador lo miró. — ¿Qué talla necesitas?
—Mediana. — Fue un alivio conocer la respuesta a una pregunta.
—¿Necesitas jeans?
Miro hacia abajo, sus pantalones negros estaban rotos.
—Me vendrían bien unos, si. Talla treinta y dos de cintura y treinta y cuatro de largo, si los tienes. — El sabía eso también.
—Tú eres el que Jarell llamó Mission man. — Comentó el trabajador, mientras buscaba en la caja. — Es un buen tipo Jarell. Demasiado religioso para mi gusto, pero eso no te molesta ¿verdad? Siempre pone apodos a todo el mundo. Misión del hombre. Mish. ¿Qué tipo de nombre es Mish de todas maneras?
Su nombre. ¿Era...por decir? Lo era, pero no lo era. Negó con la cabeza, tratando de aclararse, de recordar su nombre.
Maldita sea, ni si quiera podía recordar su nombre.
—Aquí hay un par de la talla treinta y tres. — Dijo el trabajador. — Esto es lo mejor que puedo hacer por ti, Mish.
Mish. Tomó los jeans y cerró los ojos levemente para que la habitación dejase de girar, calmándose. ¿Y que si no se acordaba de su nombre? Volvería a el. Con una buena noche de sueño, todo regresaría.
Se lo repitió una y otra vez, como si fuera un mantra. Iba a estar bien, todo estaría bien. Todo lo que necesitaba era un momento para cerrar los ojos.
Se retiró a un rincón de la habitación, fuera del tráfico de los lavabos y las casillas y empezó a quitarse una de sus botas.
Rápidamente se la volvió a poner. Llevaba un arma en un lado. Calibre 22.
En su bota.
Era ligeramente más grande que la palma de su mano, negra y lucía letal. También había algo más en la bota. Podía sentirlo ahora, presionando contra su tobillo.
Fue con los jeans a una de las casillas, cerrando la puerta tras el. Deslizó la bota y miró dentro. La 22 estaba allí, junto un enorme fajo de dinero, todos billetes grandes. No había ningún más pequeño de cien, atados con gomas.
Los hojeó rápidamente. Llevaba más de cinco mil dólares en la bota.
Había algo más allí, también. Un trozo de papel. Nada escrito en el, pero su vista estaba borrosa, confundiendo las letras.
Se quitó la otra bota, no había nada en ella. Buscó en los bolsillos y tampoco había nada allí.
Se sacó sus pantalones y se puso los jeans limpios, cuidándose todo el tiempo de estar apoyado en la pared de metal. Su mundo oscilaba y estaba en peligro de perder el equilibrio.
Se puso las botas de nuevo, de alguna manera supo como poner el arma para que no le molestase. ¿Cómo podía saber eso, saber la talla de sus pantalones y no saber su nombre? Puso la mayor parte del dinero en su bota junto con el papel, y varios centenares de dólares en el bolsillo delantero de su jeans.
Se encontró cara a cara con su reflejo en el espejo cuando abrió la puerta de la casilla.
Aún vestido con ropa limpia, incluso aseado, el pelo largo y oscuro peinado hacia atrás con el agua, incluso pálido y gris por el dolor que aun latía en su cuerpo maltratado, parecía un hombre más entre la gente a su alrededor. Su barba estaba muy crecida, que acentuaba su ya de por tez morena. Su camiseta negra había sufrido varios lavados y había encogido ligeramente. Se ceñía a la parte superior de su cuerpo, marcando los músculos del pecho y brazos. Parecía un luchador, fuerte y sin grasa.
Lo que fuera que hiciese para ganarse la vida, aun no lo recordaba. Pero considerando la 22 que escondida en su bota, probablemente, podría descartar ser maestro de guardería de la lista de posibilidades.
Enrollando los pantalones, los escondió bajo el brazo. Abrió la puerta del baño de hombres, le dio la espalda a la sala donde servían desayuno y abstinencia. En cambio, se dirigió directamente a la puerta de salida.
Al salir, pasando mientras pasaba frente a la caja de donativos del refugio, dejó caer un billete de cien dólares.
* * *
—¡Señor Whitlow! ¡Espere!
Rebecca Keyes, dirigió a Silver en una mortal carrera, balanceándose en la silla de montar hincando las botas en los costados del gran caballo castrado. Silver se lanzó en una caliente carrera, persiguiendo a una limusina blanca y reluciente, que iba en dirección de la sucia entrada del rancho.
—¡Señor Whitlow! — Se metió dos dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido, y finalmente el coche paró.
Silver exhaló un una ráfaga de aire cuando ella tiró fuerte de las riendas junto al absurdamente alargado cuerpo del coche. Con un débil sonido mecánico, la ventanilla, y el rostro sonrosado de Justin Whitlow apareció. No parecía feliz.
—Lo siento, señor — dijo Becca sin aliento todavía encima de Silver. — Hazel me dijo que se va, que va a estar fuera durante un mes y... Y desearía que me hubiese informado antes, señor. Tenemos varias cosas que discutir que no pueden esperar un mes entero.
—Si es sobre los salarios basura...
—No señor.
—Gracias a Dios.
—Porque no es basura. Es un problema muy real el que estamos teniendo aquí en Lazy Eight. No estamos pagando lo suficiente a los vaqueros, así que ellos se están marchando ¿Sabia usted que acaba de perder a Rafe McKinnon, señor Whitlow?
Whitlow se puso un cigarrillo en los labios, entrecerrando los ojos hacia ella mientras lo encendía.
—Contrata a alguien nuevo.
—Eso es lo que hemos hecho con el personal que perdemos—, dijo con frustración apenas disimulada. — Contratar a alguien nuevo. Y alguien nuevo. Y... — Ella respiro profundamente y trato de sonar razonable. — Si solamente le hubiera pagado a alguien sólido y responsable como Rafe unos dos o tres dólares más por hora...
—Entonces hubiera pedido un aumento de salario el próximo año.
—Que habría merecido. Francamente, señor Whitlow, no se donde voy a encontrar a un vaquero como Rafe. Era un buen hombre, de fiar e inteligente y...
—Evidentemente era altamente cualificado. Te deseo suerte en tu tarea. No necesitamos contratar un científico de cohetes, por amor de Dios. Y cuan confiable necesitas que sea un hombre para mover la pala...
—Quitar estiércol de los establos es solo una pequeña parte del trabajo. — Respondió Becca acaloradamente. Respiró profundamente, obligándose a calmarse de nuevo. Nunca había ganado una pelea a gritos con su jefe, y probablemente no iba a ganarla ahora así. — Señor Whitlow, no se como espera que el rancho Lazy Eight tenga una gran reputación, si insiste en pagar salarios de esclavo...
—Salarios de esclavitud para trabajar como esclavos, — dijo Whitlow.
—Es exactamente lo que quiero decir, — dijo Becca, pero él sopló el humo de su cigarrillo por la ventana.
—No se olvide de la opera la semana que viene en Santa Fe, — le ordenó, y con un suave zumbido la ventana empezó a cerrarse. — Cuento con que estés allí. Y por Dios, vestida como una mujer. No con uno de esos trajes pantalón que llevabas la última vez.
—Señor Whitlow...
Pero la ventana se cerró con fuerza. La había despedido. Silver giró a la derecha mientras la limusina se alejaba y Becca juró mordazmente.
Salarios de esclavitud para trabajar como esclavos, en efecto. Excepto que Whitlow estaba equivocado. El creía que pagaba al personal bajos salarios porque eran de baja prioridad, la parte más inferior, trabajos físicos. Pero la verdad era que, si esos puestos de trabajos no se hacían bien hechos, el rancho entero lo sufría. Y si el dueño insistía en pagar poco, la calidad del trabajo también seria baja. O los trabajadores se irían como Rafe McKinnon, Tom Morgan la semana pasada, o Bob Sharp a principio de mes.
A Becca le parecía que todos esos días solo hacía trabajo de oficina. A menudo, se encontraba dentro, sentada en su escritorio, haciendo entrevistas telefónicas, buscando cubrir las vacantes de personal. Había cogido este trabajo en el rancho Lazy Eight porque era una oportunidad de usar su capacidad de gestión y la mayoría de las horas las pasaría en el exterior. Amaba montar a caballo, amaba el calor del sol de Nuevo México, la forma que tenían las nubes de tormenta sobre la llanura, los colores apagados, rojos, verdes y marrones de las montañas. Le encantaba el rancho Lazy Eight.
Pero trabajar para Justin Whitlow era un infierno. ¿De todas formas, quien dijo que una mujer no podía estar femenina con unos pantalones? ¿Qué esperaba que pusiera para escuchar la cháchara de los pelmazos de sus amigos y socios? ¿Algo con mucho escote y lentejuelas? Si, como si pudiera permitirse algo así con su miserable suelto.
Si, le encantaba estar aquí, pero si no cambiaban las cosas, ella también se iría.
* * *
La noche estaba sin luna, pero se tendió boca abajo, dando tiempo a sus ojos que se acostumbraran a la oscuridad otra vez, y en espacial la oscuridad de aquí, justo en la valla de seguridad.
Respiraba con los sonidos de la noche, grillos, ranas y los susurros suaves de los árboles.
Podía ver la casa sobre la colina y en silencio se acercó más sobre sus rodillas y codos quedándose agachado y pareciendo invisible.
Se paró, olió el cigarrillo antes de ver su resplandor. El hombre estaba solo. Bastante lejos de la casa.
En silencio levantó su rifle, revisándolo doblemente antes de ver por la mira telescópica. Activó la visión nocturna para poder mirar el objetivo. Y el hombre del cigarrillo era su objetivo. No era el jardinero dando un paseo nocturno. No era el cocinero recolectando una variedad salvaje de setas. No, reconoció la cara del hombre en unas fotos que había visto. Suavemente apretó el gatillo y...
Boom.
El sonido amortiguado de la bala le perforó los tímpanos, apretó los dientes como si le apuñalasen su cerebro.
* * *
Con los ojos muy abiertos, se levantó instantáneamente, consiente que había estado soñando. El único sonido en la habitación poco iluminada, era su respiración entrecortada.
Pero la habitación no le era familiar y sintió una nueva oleada de pánico. ¿Dónde demonios estaba?
Donde sea que fuera, distaba mucho del refugio de la iglesia en la que despertó ayer por la mañana.
Sus ojos recorrieron la impersonal decoración, las cursis pinturas al óleo de la pared, y se acordó. La habitación de un motel. Si, se registró ayer por la mañana, después de salir del refugio, su cabeza le palpitaba, y solo quería acostarse y dormir.
Pagó en efectivo y firmó en el registro como M. Mission.
Las gruesas cortinas fueron retiradas de la ventana, dejando sólo la tenue luz de una luminosa mañana. Sus manos seguían templando por el sueño, se destapó, consciente que tenia las sabanas empapadas de sudor. Su cabeza aun estaba sensible, pero ya la podía mover sin desear gritar.
Podía recordar, prácticamente palabra por palabra, la conversación que mantuvo con el hombre de la recepción del motel. Recordó el olor del café en el vestíbulo del motel. Recordó el nombre que el recepcionista llevaba en la placa, Ron. Recordó el tiempo interminable que le llevó a Ron encontrar la llave de la habitación 246. Recordó empujarse a si mismo paso a paso escaleras arriba, motivado por el conocimiento que la oscuridad y una cama suave estaban a su alcance.
También podía recordar el sueño que acababa de tener y no quería pensar lo que podría significar.
Se levantó, consciente del leve mareo que lo sacudió, se acercó al aparato de aire acondicionado ajustándolo más alto. El ventilador dio un fuerte zumbido, y el frescor enlatado le llegó.
Lenta y deliberadamente se sentó en la cama.
Podía recordar el refugio. Recordaba la sonriente cara de Jarell y su voz alegre.
¡Hey, mission man! Hey Mish!
Cerró los ojos y relajó los hombros, esperando los recuerdos de antes de llegar al refugio, esperando recordar lo que pasó esa noche.
Pero no había nada allí.
Solo había...un gran vacío. Nada. Como si antes que lo hubieran llevado al refugio en la Primera Avenida, no hubiera existido.
Podía sentir el sudor que cubría su cuerpo, a pesar de la baja temperatura del aire. Se había acostado afligido que lo que sea que le había pasado fuera el resultado del alcohol o algún medicamento o simplemente de un golpe en la cabeza. De hecho, durmió más de 24 horas seguidas.
Entonces, ¿Por qué demonios no podía recordar su maldito nombre?
Hey, mission man. Hey Mish.
Se levantó, tambaleándose un poco por la prisa de llegar al espejo del lavabo. Encendió la luz y...
Recordaba el rostro que le miró. Lo recordaba, pero sólo como el reflejo del espejo del baño en el refugio. Antes de eso, había...
Nada.
—Mish. — Dijo en voz alta el apodo que Jarell le dio. La palabra envió una pequeña onda de reconocimiento a través de él de nuevo, como lo había hecho ayer por la mañana. Pero, ¿qué clase de nombre era Mish? ¿Era posible que recordara, muy débilmente, que Jarell le llamaba así cuando fue llevado por primera vez al refugio?
Mish. Miró dentro del torbellino poco familiar de verdes y marrones que eran sus propios ojos. ¿Qué clase de nombre era Mish? Bueno, ahora mismo, ese era el único nombre que había conseguido recordar.
Mish se echó agua fría en la cara, y luego hizo bocina con las manos bajo el grifo y bebió.
¿Qué se suponía iba a hacer ahora? ¿Ir a la policía?
No, eso estaba fuera de la cuestión. No podía hacer eso. Él no sería capaz de explicar la 22 y el fajo enorme de dinero que llevaba en su bota. Sabía, pero no sabía cómo lo sabía, pero lo hacía, que no podía decirle nada a la policía, no podía decirle nada a nadie. No podía permitir que nadie supiera por qué estaba aquí.
No podía hacerlo aunque quisiera. No sabía por qué estaba allí.
Entonces, ¿qué se suponía iba a hacer?
¿Chequearse a sí mismo en un hospital? Volvió la cabeza, separando con cuidado el cabello para descubrir la herida en la cabeza. Sin que la niebla de dolor de ayer nublara sus ojos, sabía con una certeza escalofriante que la herida en su cabeza había sido el resultado de una de bala que le había dado de refilón. Le habían disparado y estuvo cerca de ser asesinado.
No, no podía ir a un hospital tampoco. Ellos se verían obligados a reportar la herida a la policía.
Se secó la cara y las manos con una toalla blanca y volvió a la habitación. Sus botas estaban en el suelo donde las dejó. Levantó la derecha tirando su contenido en las sabanas revueltas. Encendió la luz y se sentó, cogiendo la 22.
Encajaba perfectamente y le era familiar en su mano. No recordaba su propio nombre, pero sabia de alguna manera, que era capaz de usar esa arma con una precisión mortal si la levantaba. Esa arma y cualquier otra, también. Recordó su sueño y se acostó en la cama.
Sacó la goma que aguantaba el dinero y el trozo de papel en blanco. Era papel de fax, del tipo resbaladizo y brillante. Lo levantó a trasluz.
“Rancho Lazy Eight”, leyó. Otra vez, ese nombre no le decía nada. Había una dirección, al norte del Estado. Por lo que decían las instrucciones, a cerca de cuatro horas de Santa Fe. Las letras eran tipeadas, excepto una nota, garabateada con letras grandes y redondas en la parte de abajo. “Esperando conocerlo”. Firmado, Rebecca Keyes.
Mish abrió la mesita de noche, buscando la guía telefónica. Pero lo único que había allí era la Biblia de los Gedeones. Descolgó el teléfono y marcó la recepción.
—¿Hola, hay alguna estación de tren o de autobuses en la ciudad? — Le preguntó cuando el recepcionista cogió el teléfono.
—Greyhound está justo bajando la calle.
—¿Puedes darme el numero de teléfono?
En silencio repitió el número que le dio el recepcionista, colgó y marcó el número. Se iba a Santa Fe.