TERCERA LUZ SECUNDARIA: Una cúpula de vidrio multicolor
La vida, cual cúpula de vidrio multicolor,
mancilla el albo resplandor de la eternidad.
P.B. SHELLEY
El duelo entre el Diseñador y el Soldado
Raso estaba entrando en su sexto año.
Era una lucha tranquila, amarga,
caracterizada y hecha notable por el hecho de que había durado más
que el invariable número de semanas. De acuerdo con las reglas no
escritas que rigen ese tipo de cosas, el Diseñador debía de haber
triunfado en una fase anterior, porque. todos los recursos y todas
las ventajas estaban de su parte.
El Diseñador se llamaba Lap Wing Chon, y
aunque en último término era responsable ante el presidente Lin, la
reputación de que gozaba en su provincia era tal que poseía la
autoridad de un emperador. Brillante ingeniero civil -la profesión
que le había valido su apodo popular-, Lap Wing Chon se había
graduado en política, se había hecho famoso como teórico y en
cierta fase de su vida había parecido estar destinado a ser primer
mandatario de la República Popular. Su progreso en esa dirección se
vio obstaculizado por los defectos afines del egotismo y el
provincialismo, pero esos mismos puntos débiles reforzaron su
posición entre la gente del estuario en que había nacido. El
sistema de instalaciones para controlar la pleamar diseñado por él,
y que insistió en construir pese a ciertas quejas importantes del
plan nacional respecto a la productividad de la zona, había salvado
un número aproximado de medio millón de vidas al cabo de cinco años
de terminarse. Era un hombre rudo, terco, inteligente, patriotero…,
y la gente le quería. Dentro de las fronteras de su provincia, Lap
Wing Chon poseía el equivalente del poder absoluto. Por ejemplo,
podía haber ordenado la ejecución del Soldado Raso en cualquier
instante de los seis años de su duelo, pero ése no era su estilo, y
tampoco se había propuesto hacer tal cosa.
El Soldado Raso no era ni mucho menos
soldado raso, y la explicación de que sólo él y Lap Wing Chon
supieran o comprendieran por qué le llamaban así estaba en la
naturaleza de su lucha. Se llamaba Lawrence Bell Evans. Había
nacido en Portsmouth, Inglaterra, pero se había educado en
Massachusetts, y era teniente de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas
cuando su avión fue alcanzado por un rayo durante un vuelo
Manila-Seúl. El aparato se vio obligado a caer en dominios del
Diseñador, y Evans, el piloto, fue el único miembro de la
tripulación que sobrevivió al accidente. Dos décadas antes habría
sido transportado hasta Pekín para ser ofrecido a su país en una
subasta diplomática, pero se habían producido considerables
evoluciones y cambios en el seno del Partido. El aviador no tenía
valor político, de modo que su destino se hallaba únicamente en
manos de Lap Wing Chon.
Ambos, el Diseñador y el Soldado Raso, se
conocieron fugazmente una tarde cuando el primero se hallaba en una
rutinaria visita a la fortaleza del siglo XII que supuestamente era
un monumento histórico, pero que servía como lugar conveniente para
albergar a diversos inadaptados y monstruos políticos.
Y se inició el intermitente duelo de seis
años…
Al principio, el Diseñador no había estado
muy interesado. El caso no había pasado de una idea suelta, un
capricho. Lap Wing Chon menospreció inmediata e instintivamente a
Evans por su cuerpo delgaducho y poco desarrollado, por el infantil
color sonrosado de su cara y, más que nada, por la blandura que vio
en los nerviosos ojos grises del aviador. Esa blandura, la patente
falta de voluntad política y social, habían sido una afrenta para
la entera existencia del Diseñador, y algo le había impulsado a
moldear la arcilla que le habían puesto en las manos.
El Diseñador había comenzado ofreciendo a
Evans la propuesta típica. Era manifiesto que el norteamericano
estaba envuelto en actividades hostiles a la República. Además, las
Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos le habían dado por muerto
junto con el resto de la tripulación del avión desaparecido, por lo
que ninguna maquinaria política estaba actuando en favor de Evans.
Se encontraba abandonado, y se le podía enterrar sin dejar rastro.
La República estaba autorizada a ejecutar a Evans sin más retraso,
pero los ideales humanitarios que inspiraban a los líderes de la
revolución los impulsaban a mostrarse compasivos. Si Evans
confesaba su crimen y reconocía los numerosos crímenes de sus
maestros, volvería de inmediato a su país.
Como era de esperar, Evans se negó.
Lap Wing Chon sonrió pacientemente,
indulgentemente. E incrementó la presión.
En el transcurso del sexto mes se dio cuenta
de que había subestimado al norteamericano. Evans era un ingenuo
políticamente hablando, físicamente débil, tenía enorme miedo al
dolor y a la muerte… y a pesar de todo poseía un núcleo interno de
certidumbre, una armadura filosófica, que era inquebrantable.
- Quiero firmar la confesión, quiero
volver al hogar -solía decir Evans-, pero ambos sabemos que sería
una falsedad… En consecuencia, no puedo firmar.
Y en cierta ocasión comentó:
- Si usted mismo creyese en lo que dice
ese papel, yo lo firmaría, y le engañaría, porque entonces no sería
muy importante. Pero usted sabe la verdad, y yo sé la verdad, de
manera que lo que está pidiéndome es que me someta a su autoridad y
aniquile voluntariamente toda mi vida anterior. Eso es
imposible.
En aquel momento Lap Wing Chon aún pensaba
en su prisionero como «Evans» o «el norteamericano»… Pero un día
Evans fue encontrado en su celda padeciendo neumonía lobular. En el
transcurso de las fiebres subsiguientes, Lap le vigiló
ansiosamente, temiendo la intervención de la muerte; y durante una
vela junto a su lecho oyó al joven norteamericano musitar frases en
su delirio.
- La noche anterior… -Las palabras
apenas eran audibles en la alargada sala del hospital-. La noche
anterior, estando con los otros rufianes, él bromeó, bebió sin
cesar y maldijo…
El Diseñador, meticuloso en todo lo que
hacía, tomó nota de las palabras en su cuaderno y, posteriormente,
cuando se le aseguró que Evans se recobraría, dispuso una
investigación para localizar la fuente. Luego cogió con cierta
curiosidad la impresión fototipográfica que le entregó su
secretario y leyó un poema titulado El Soldado Raso de los Buffs,
con más interés que si hubiera desechado la hoja. El texto -Lap
Wing Chon no se atrevió a clasificarlo como poesía- narraba un caso
que tenía obvios paralelos con la situación de Evans. Un solitario
inglés en manos de los chinos… Se te ordena arrodillarse y tocar el
suelo con la frente… Se niega a doblegarse; acepta la muerte antes
que el deshonor. La idea de que un solo humano adulto pudiera estar
influido -o incluso sentir aprecio- por los principios
imperialistas contenidos en el escrito divirtió y sorprendió al
Diseñador. El texto también afectó a su visión de Evans, porque le
permitió comprender el nivel político primario en que se cruzaban
su vida y la del prisionero. No era un choque de ideologías, sino
de ideas arquetípicas.
Dejó que pasaran varios meses, y entonces
visitó a Evans en la celda. El norteamericano no se sorprendió al
ver a Lap Wing Chon, ya que la visita sucedía durante un periodo en
que se le permitía un contacto bastante frecuente con otros seres
humanos. El Diseñador dejó que la conversación errara sin objeto
durante un rato antes de referirse al tema del poema.
- Creo que en cierta ocasión me dijo
que le gustaba la poesía -empezó.
- ¿Ah, sí? No lo recuerdo.
- Podría disponer que usted tuviera
algunas antologías.
- ¿Sí?
Evans parecía poco interesado.
Quiénes son sus poetas favoritos?
- Los buenos.
El Diseñador asintió y se miró las manos, de
piel veteada como la madera.
- ¿Los buenos? ¿Qué opina del estilo
chabacano del distinguido autor inglés sir Francis H. Doyle?
- Tal como usted dice -contestó Evans,
enarcando ligeramente las cejas-, fue un distinguido autor inglés
de estilo chabacano.
El Diseñador se echó a reír
sumisamente.
- ¡El Soldado Raso de los Buffs! El
colmo del jingoísmo, ¿no cree?
- Supera a Kipling. A propósito, el
término jingoísmo está en desuso desde hace bastante tiempo.
- «Que los hindúes giman y se
arrodillen; un caballero inglés debe morir.» ¿No es
increíble?
- Fantástico.
La reacción de Evans no fue la esperada por
el Diseñador, y por eso cambió de táctica.
- ¿Se considera usted así? Como el
Soldado Raso de los Buffs? -Debe de estar bromeando.
- Pero los paralelos son muy obvios
-insistió el Diseñador-. La situación es prácticamente
idéntica.
- No. Hay una gran diferencia.
- ¿Cuál?
- En el poema, cuando el soldado se
niega por primera vez a postrarse y tocar el suelo con la frente,
el caudillo chino le hace matar. ¿Comprende? El caudillo estaba
seguro de sí mismo… No tenía demasiada importancia que el soldado
cediera o no. -Evans sonrió, enseñando unos dientes que empezaban a
mostrar signos de deficiencia dietética-. En cambio usted no me
matará, ¿no es cierto?
Quizá por centésima vez, el Diseñador abrió
la diminuta caja forrada de cuero y examinó su contenido. Dos
pequeños objetos vítreos relucían en sus alojamientos de
terciopelo. Tenían una suave forma de cúpula, y brillaban con todos
los colores posibles, igual que exquisitas piedras preciosas sin
tallar.
«Han llegado justo a tiempo -pensó al cerrar
la caja-. Después de seis años, la salud del Soldado Raso casi está
destruida.» Respiró profundamente y entró en la habitación de
discreto emplazamiento a que había sido trasladado el prisionero.
El doctor Sing y dos enfermeros vestidos con chaquetas blancas se
hallaban de pie junto a la cama. Evans estaba inmóvil por completo,
mirando fijamente el alto techo, con el consumido cuerpo cubierto
hasta la barbilla.
- ¿Es usted, Lap? -dijo débilmente-.
¿Me ha traído algo bueno esta vez?
- Algo muy especial esta vez,
Larry.
El Diseñador abrió su cajita y la sostuvo
cerca del rostro de Evans. El enfermo entrecerró los ojos.
- ¿Joyas?
- Retardita. Vidrio lento. ¿Conoce el
material?
- Oh, eso. -Evans volvió a apoyar la
cabeza en el almohadón-. Estaban haciendo bisutería con vidrio
lento cuando yo…
Su voz se quebró en la incertidumbre.
- Ahora tiene usos mucho más
importantes, Larry. Se han descubierto técnicas para controlar la
emisión de luz almacenada. Es posible ver cualquier cosa que un
fragmento de vidrio lento haya visto, exactamente cuando se desee
verla.
El Diseñador se aseguró de que su voz no
revelara la excitación, el ansia y el miedo que vibraban en su
interior.
- ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
- Vuelva a mirar dentro de la caja,
Larry. Fíjese en la forma. ¿Qué le recuerdan?
Evans levantó la cabeza con patente
esfuerzo.
- Dos diminutas cúpulas de cristal.
Parecen lentes de contacto. ¿Son para mí?
- Sí. Muy bien, Larry. Usted hará un
viaje.
- ¿Adónde?
La voz de Evans mostró cautela.
- ¿Ha oído hablar alguna vez de una
población vietnamita llamada My Lay?
- No estoy seguro.
- Le refrescaremos la memoria. Su viaje
le llevará a My Lay a un centenar de lugares similares. En algunos
casos lo que verá será material filmado, pero conforme se vaya
poniendo al día se encontrará mirando a través de un vidrio lento
que estuvo en los escenarios reales. Estará allí, Larry. Por lo que
respecta a la evidencia de sus ojos, usted estará realmente
presente en todos esos lugares. Y seguirá estando allí, aunque se
encuentre dormido, contemplando y contemplando y…
- ¿De qué clase de lugares está
hablando?
- Ya lo verá. Va a participar en un
recorrido por el mundo que su nación ha liberado con la ayuda del
napalm y de las bombas antipersonales. Va a verse como otros le han
visto a usted.
- Usted… usted no puede obligarme a
mirar una cosa que no deseo ver.
- ¿No?
El Diseñador hizo un ademán con la cabeza y
los dos expectantes enfermeros dispusieron correas alrededor de la
cama, anudándolas fuertemente sobre el pecho, caderas y piernas de
Evans. El enfermo respondió haciendo girar sus ojos frenéticamente,
a fin de evitar que los otros pudieran actuar. El doctor Sing cogió
una reluciente pistola hipodérmico de su bandeja de instrumentos y
disparó una minúscula nube de anestésico muy especializado en
dirección a la sien de Evans. Los rápidos movimientos oculares
cesaron casi al instante, y la mandíbula del norteamericano se
aflojó. Mediante un objeto parecido a un pequeño calzador revestido
de cromo, el doctor Sing hizo girar los ojos del prisionero en sus
cuencas hasta dejarlos mirando hacia delante. El Diseñador le
entregó la caja forrada de cuero.
Está seguro de que se halla en estado
consciente?
- Está completamente consciente
-replicó Sing-. Solamente le hemos privado del control de ciertos
músculos sensibles.
Introdujo una gota de un líquido
transparente en ambos ojos de Evans, cogió los discos de vidrio
lento con un tubo de succión y los colocó en los inmovilizados
globos oculares. Se aseguró de que los discos tenían la orientación
correcta, comprobando que los puntos rojos del borde se hallaran en
la posición doce en punto de un supuesto reloj, y se apartó de la
cama. Evans tenía discos multicolores y fulgurantes en lugar de
ojos. Sing cogió un objeto similar a una linterna negra, accionó el
mando y apuntó la luz a la cara del prisionero durante algunos
instantes.
Las joyas cobraron vida con torbellinos de
movimiento microscópico.
El Diseñador aguardó a que el prisionero
hubiera efectuado una gira por Ciudad atrocidad de doce horas
seguidas, y entonces volvió junto al lecho. Miró un largo instante
la barbuda faz, propia del pincel de El Greco, con una mezcla de
compasión y desprecio.
La boca de Evans estaba abierta, con los
labios apartados de los ennegrecidos vestigios de sus dientes, y un
fino reguero de saliva brillaba en su mejilla. El Diseñador tomó
asiento y acercó la boca a la oreja de Evans.
- Larry -dijo suavemente-, sigo siendo
su amigo, y lamento que hayamos tenido que forzarle a decir la
verdad de esta forma. Quiero hacerle volver del lugar donde se
halla ahora mismo… Lo único que ha de hacer es firmar la confesión.
¿Cuál es su respuesta, Larry?
Examinó el rostro de Evans, y los ojos, las
anaranjadas puertas del infierno. Los ojos del Diseñador se
desorbitaron de asombro.
Se levantó y retrocedió, con los dedos
revoloteando nerviosamente hacia su boca.
- Algo va mal -murmuró-. El Soldado
Raso está sonriendo.
- Le advertí que podía suceder esto,
camarada -contestó el doctor Sing, detrás de Lap Wing Chon, en un
tono desapasionado-. El prisionero ha escapado de usted.
Finalmente, Evans logró completar la
transición a la psicosis sin más problemas. Había sido un largo
trayecto, repleto de dolor y horror, pero todo había quedado atrás.
Había vuelto a Inglaterra; la reina Victoria estaba segura en su
trono, y él no tardaría en estar en su hogar. Quedaba muy poco
camino que recorrer.
Los lejanos campos de lúpulo de Kent en
torno a él parecían,
cual sueños, surgir y desvanecerse;
brillantes extensiones de cerezos en flor
resplandecían,
una nívea capa viviente;
el humo sobre el hogar paterno,
en grises y apacibles remolinos
ascendía…
El Soldado Raso Evans limpió el polvo de su
raído uniforme color caqui, se echó el rifle al hombro y caminó a
grandes zancadas, gozosamente, hacia el sol de un siglo de otros
días.