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Eric Hubert era un hombre sorprendentemente
joven para hallarse en la cúspide de su profesión. Era rechoncho,
tenía la piel sonrosada y probablemente había perdido el cabello de
un modo prematuro, puesto que lucía una de las modernísimas pelucas
de fijación directa (un adhesivo orgánico extendido sobre el cuero
cabelludo, formando un exagerado pico en el centro de la frente, y
una sedosa borra, también de color negro, esparcida encima mediante
aire a presión). A Garrod le resultó difícil creer que era uno de
los mejores oculistas del hemisferio occidental. Se sintió
vagamente feliz porque Esther, sentada muy erguida al otro lado del
enorme y liso escritorio, no pudiera ver a Hubert.
- Éste es el momento que todos
esperábamos -dijo Hubert arrastrando las palabras, con una voz
profunda que estaba en total desacuerdo con su aspecto-. Las
fatigosas pruebas han quedado atrás, señora Garrod.
«Esto va mal -pensó Garrod-. No habría
empezado así si la noticia fuera buena.» Esther se inclinó un poco
hacia delante; su menudo rostro estaba sereno, al parecer, detrás
de las gafas oscuras. El tono sosegado de Hubert estaba
proporcionándole solaz en sus tinieblas. Garrod, escapando a
pensamientos no pertinentes, recordó a una amiga de edad madura de
su tía Marge que deseaba aprender a tocar el piano y, cohibida por
su edad, eligió a un profesor ciego.
- ¿Cuál es el resultado de las
pruebas?
La voz de Esther fue firme y clara.
- Bien, le han dado un auténtico
puñetazo en la mandíbula, señora Garrod. La córnea y el cristalino
de ambos ojos han quedado opacos a causa del destello y, en el
estado presente de la ciencia, la cirugía óptica no puede hacer
nada por remediarlo.
Garrod meneó la cabeza con aire de
incredulidad.
- Todos los días hay gente que se
somete a transplantes de córnea. Y en cuanto a la opacidad del
cristalino… ¿no es lo mismo que una catarata? ¿Qué le impide
efectuar ambas operaciones con el intervalo apropiado?
- Estamos considerando un estado físico
enteramente nuevo. La estructura actual de la córnea se halla
alterada de un modo tal que se produciría un rechazo de los
injertos al cabo de pocos días. De hecho, tenemos suerte de que no
se haya producido una degeneración progresiva del tejido.
Naturalmente, podríamos operar los cristalinos del mismo modo que
lo hacemos con una catarata ordinaria, tal como usted ha indicado.
-Hubert hizo una pausa y pasó los dedos por el incongruente y
demoníaco pico de su postizo-. Pero su esposa no quedaría mejor sin
una córnea sana y transparente que transmitiera luz.
Garrod miró la serena cara de Esther y
apartó la vista rápidamente.
- Debo decir que me parece enormemente
increíble que se pueda poner en mi pecho un corazón de cerdo, casi
como una rutina, y que en cambio una sencilla operación de los
ojos…
- En este caso la operación no sería
sencilla, señor Garrod -dijo Hubert-. Mire, a su esposa le han dado
una patada en la espinilla, y ahora tendrá que levantarse y seguir
andando.
- ¿Ah, sí? -Garrod se sintió
repentinamente encolerizado por la manía de Hubert de usar
analogías, puñetazos en la mandíbula y patadas en la espinilla, al
referirse a la catástrofe de quedarse ciego-. A mí me parece
que…
- ¡Alban! -La voz de Esther tuvo un
extraño tono regio-. El señor Hubert me ha ofrecido la mejor
atención y los mejores consejos que el dinero puede comprar. Y
estoy segura de que tendrá muchos pacientes que atender.
- No pareces entender lo que está
diciendo.
Garrod notó que el pánico crecía en su
interior.
- Pero si lo comprendo perfectamente,
cariño. Estoy ciega, eso es todo. -Esther sonrió, mirando un punto
situado justo a la derecha del hombro de Garrod, y se quitó las
gafas, enseñando los globos blanqueados que eran sus ojos-. Llévame
a casa.
Garrod sólo imaginaba una forma de describir
su reacción ante el coraje y la sangre fría de Esther: se sentía
humillado.
Durante el descenso hasta el nivel de la
calle, en el ascensor, Garrod se esforzó vanamente en pensar algo
que decir, pero su silencio no pareció preocupar a Esther. Ella
siguió cogida de su brazo con ambas manos, la cabeza bien echada
hacia atrás, sonriendo un poco. Varios hombres aguardaban con
cámaras en la entrada principal del edificio de Artes
Médicas.
- Lo lamento, Esther -musitó Garrod-.
Los de la televisión están esperando… Alguien ha debido de ponerles
sobre aviso de que estamos en la ciudad.
- No importa. Eres un hombre famoso,
Alban.
Esther se aferró con más fuerza a su brazo
mientras ambos pasaban entre el grupo de periodistas y entraban en
el automóvil que les aguardaba. Garrod se negó a efectuar
comentarios ante los micrófonos, y al cabo de pocos instantes el
coche se deslizó hacia el aeropuerto. Esther no había exagerado la
fama de Alban Garrod. Su marido estaba en el centro de dos noticias
distintas que habían captado y retenían el interés del público. La
primera era una versión sensacionalista de cómo él, sin ninguna
ayuda, había puesto al descubierto la tentativa de un sindicato del
juego de Portston para hundir a su padre político. La segunda era
el difundidísimo relato de una investigación secreta para producir
una nueva y terrible arma con el vidrio lento, la cual se había
cobrado la primera víctima en la persona de la esposa del inventor.
Los primeros esfuerzos de Garrod para lograr que los medios de
comunicación expusieran los hechos en su debida perspectiva había
obtenido el efecto opuesto, y él había adoptado una línea contraria
a la comunicación.
Al llegar al aeropuerto, Garrod distinguió
el rostro y la barba pelirroja de Lou Nash entre la multitud y guió
a Esther hacia el piloto. Otros periodistas y camarógrafos
aguardaban cerca del avión de Garrod, pero el aparato se elevó
rápidamente y efectuó el breve vuelo hasta Portston. Allí les
aguardaba un mayor gentío de periodistas, pero en esa ocasión
Garrod gozó de la ayuda de Manston, su director de relaciones
públicas, y llegaron a casa en un tiempo sorprendentemente
corto.
- Sentémonos en la biblioteca -dijo
Esther-. Es la única habitación que veo sin ojos.
- Por supuesto.
Acompañó a Esther hasta el sillón favorito
de ésta y él tomó asiento delante. El frío y dorado silencio de la
sala se cerró sobre ellos.
- Debes de estar cansada -dijo Garrod
al cabo de unos momentos-. Pediré café para ti.
- No quiero nada.
- ¿Algo de beber?
- Nada. Sólo quiero estar contigo,
Alban. Tengo tantas cosas que reajustar…
- Entiendo. ¿Hay algo que yo pueda
hacer?
- Sólo estar conmigo.
Garrod asintió, y volvió a sentarse para
contemplar el sol de media tarde que cruzaba los elevados
ventanales. El viejo reloj del rincón emitía su impasible tictac,
creando y destruyendo distantes universos con cada oscilación de su
péndulo.
- Tus padres vendrán pronto
-dijo.
- No; les dije que esta noche
deseábamos estar solos.
- Pero la compañía te sentaría
bien.
- Tú eres las única compañía que
deseo.
Cenaron a solas y después volvieron a la
biblioteca. En todas las ocasiones en que Garrod intentó iniciar
una conversación, Esther indicó con claridad que prefería no
hablar. Garrod miró su reloj de pulsera: la medianoche estaba muy
lejos, en la cresta de una montaña de tiempo.
- ¿Qué me dices de los libros sonoros
que te he comprado? ¿No te gustaría escuchar algo?
- No. Ya sabes que nunca me ha
preocupado demasiado la lectura.
- Pero eso sería distinto. Sería como
escuchar la radio.
- Escucharía la radio real si quisiera
hacerlo.
- La cuestión es… Olvídalo.
Garrod se esforzó en guardar silencio; cogió
un libro y se puso a leer.
- ¿Qué haces?
- Nada… Sólo leer.
- Alban, hay algo que me gustaría mucho
hacer -dijo Esther unos quince minutos después.
- ¿Qué es?
- ¿Podríamos ver juntos algún programa
de televisión?
- No sé a qué te refieres.
- Llevaremos gafas distintas. -Esther
denotaba un ansia infantil-. Yo escucharé el sonido con mis
auriculares, y si hay algún detalle de la imagen que no pueda
captar, tú me explicarás lo que ocurre. De esa manera ambos
tomaremos parte, juntos.
Garrod vaciló. La palabra juntos había
aflorado de nuevo, como sucedía con mucha frecuencia aquellos días
en las conversaciones con Esther. Ninguno de los dos había vuelto a
referirse a la cuestión del divorcio.
- De acuerdo, cariño -dijo
Garrod.
Se acercó a un cajón, sacó los accesorios
tridimensionales y puso uno de los juegos en el rostro serenamente
expectante de su esposa. El ascenso cuesta arriba, hacia la
medianoche, se estaba haciendo más largo y empinado.
La cuarta mañana Garrod asió a Esther por
los hombros y la mantuvo frente a sí.
- Lo acepto -dijo-. Acepto que tengo
parte de culpa en que hayas perdido la vista, pero ya no aguanto
más.
- Ya no aguantas más qué, Alban?
Esther parecía herida y sorprendida.
- Este castigo. -Garrod suspiró,
tembloroso-. Estás ciega, pero yo no. Tengo que proseguir mi
trabajo…
- Para eso tienes directivos.
- … y mi vida, Esther.
- ¡Todavía quieres divorciarse!
Esther se retorció para desasirse, dio unos
pasos y cayó en una mesa baja. No intentó levantarse; se quedó
tendida en el suelo, sollozando en silencio. Garrod contempló a su
esposa un instante, desesperado, y luego la cogió en sus
brazos.
Aquella misma tarde recibió una llamada de
McFarlane. El jefe de investigación estaba pálido y fatigado, pero
sus ojos, empequeñecidos por las lentes cóncavas, destellaban igual
que circones.
Empezó preguntando por Esther con un tono
casual que no logró ocultar su excitación.
- Esther está bien -dijo Garrod-. Pasa
por un periodo de adaptación…
- Lo imagino. Eh…, ¿cuándo volverás al
laboratorio, Al?
- Pronto. Dentro de algunos días. ¿Me
has llamado sólo para pasar el rato?
- No. En realidad…
- Lo has conseguido; ¿es eso,
Theo?
Garrod sintió un presentimiento. McFarlane
asintió con solemnidad.
- Hemos obtenido emisión acelerada
controlada. Un efecto pendular bastante definido, aunque con una
frecuencia variable controlada mediante realimentación de la
frecuencia de los rayos X. Los chicos tienen un trozo de vidrio
lento en el dispositivo, y ahora mismo lo están acelerando como si
fuera una película casera. Acelerándolo hasta una hora por minuto,
decelerándolo cuando les apetece, casi congelando las
imágenes.
- ¡Control perfecto!
- Te dije que lo conseguiríamos al cabo
de tres meses, Al… y eso fue hace diez semanas.
McFarlane parecía intranquilo, como si
hubiera dicho algo que prefería haber callado; Garrod lo captó
inmediatamente. Si él no hubiera sido tan egoísta, si no hubiera
intentado hacer el descubrimiento por su cuenta pese a llevar años
de atraso en los avances de los laboratorios, su esposa aún
conservaría la vista. La responsabilidad y la culpabilidad eran
suyas, y de nadie más.
- Felicidades, Theo -dijo Garrod.
- Esperaba sentirme contento. La
retardita ya está perfeccionada. La dilación fija era lo único que
lo impedía. A partir de ahora un simple trozo de vidrio lento es
superior a la cámara más costosa del mundo. Todo lo anterior no es
nada comparado con lo que se avecina.
- Entonces, cuál es tu problema,
Theo?
- Acabo de comprender que jamás volveré
a estar completamente solo.
- No te preocupes por eso -dijo
tranquilamente Garrod-. Todos tendremos que aprender a vivir
así.