20
DE regreso a Acatla, holgué, esperando tener noticias de Thea y yendo a buscarlas inútilmente en correos. Notificado de nada, por tanto, bebía tequila seguida de cerveza. Ya no jugaba al póquer en casa de Louie ni veía a la pandilla de antes. Jepson fue detenido por vagancia y expatriado, por lo cual empezó a desearlo nuevamente la mujer de Iggy. Su hijita sabía, a sus años, de qué se trataba la cosa; el día en que las vi por la calle presentí la perspicacia de la pequeña y lo lamenté por ella.
De modo que, durante algunas tardes doradas de las que entonces pasé, sentado en un café de mala muerte, con una barba de tres días y ropa desaliñada, sentía inclinación a exclamar: «¡Oh criaturas mortales que todavía estáis vivas! ¿Qué ardid tramáis! ¡Aun la dicha y la hermosura no son más que una película!». Las lágrimas asomaban a mis ojos. O sentía un arranque de cólera como para ponerse a gritar. Pero, al par que ninguna otra criatura es reprendida por el ruido que hace —rugir, aullar, relinchar o graznar—, se supone que hay para la especie humana maneras menos toscas de buscar alivio. Con todo ascendía yo por algún sendero montañés en que solo un indio me oiría (y no opinaría en voz alta acerca de mí) y ahí daba rienda suelta a mis sentimientos y bien vociferaba, bien hablaba de ellos con absoluta libertad. Eso sí, me movía a sentirme mejor temporalmente.
Tuve un compañero por pocos días, un ruso que había sido expulsado, después de una reyerta, del coro de cosacos. Todavía usaba su casaca de sarga con vivos blancos y espacios para las balas. Era un individuo orgulloso y excitable que se mordía las uñas por hábito. Su cráneo afeitado derramaba como una luz suave sobre la apuesta solemnidad de su rostro rasurado a toda hora. Nariz recta; labios contraídos por un tierno rencor; cejas negras, continuas, ilustres: ¡el vivo retrato del poeta D’Annunzio que yo había visto en foto una vez!
Bebía y estaba sin blanca: pronto sería detenido como lo había sido Jepson. Me quedaba poquísimo dinero pero, aun así, solía comprar yo una botella de tequila de vez en cuando: el ruso se apegó a mí.
Por aquel individuo sentía yo lo mismo que por la chicuela de Iggy: lástima, por las cosas que se ofrecían a su entendimiento, sin remisión. En un principio deploré su compañía. Luego fui cambiando hacia él y, puesto que necesitaba un confidente, me confesé con él, suponiendo que se compadecería de mí. Me engañaron las marcas de aflicción que surcaban profundamente su frente, arrugas de alguien que, sin duda, estaba hecho picadillo por el sufrimiento.
—Así que... ¡ya ves! —dije—. No estoy pasándolo bien. Esto duele. Vivo en agonía casi todo el tiempo...
—Aguarda —objetó—: tú no has visto nada todavía.
Me enfurecí.
—¡Egoísta de mierda!
Quise arrearle un guantazo. Estábamos bebidos.
—¡Con qué te vienes ahora, enano, cosaco de pacotilla! ¡Te cuento lo mío y tú...!
Pero él pretendía declarar su sentir sin más ni más, con su cabeza glabra, su roja nariz, su boca rencorosa. Y no me resultó un malauva, al fin y al cabo. En realidad, aquello era natural en él: había pasado las de Caín y yo le veía sentado allí, en estado de desesperanza, oliendo a medicina vencida, pero simpático.42
—Está bien, compañero —le dije—. Tienes de qué quejarte bien. Quizá no regreses nunca a Harbin o cualquiera que sea tu ciudad natal.
—París, nada de Harbin —replicó.
—Vale, mamón, París entonces. ¡Que sea París!
—Yo tenía un tío en Moscú —contó el ruso— que se vestía de mujer para ir a misa. Asustaba, porque gastaba barba y tenía una mirada impía. Un guardia le dice: «Usted tiene facha de hombre y no de mujer», y mi tío le contesta: «¿Sabe usted? Yo le veo a usted facha de mujer y no de hombre». Dicho esto, se marchó, temido, como siempre, de todos.
—Todo eso es perfecto, pero ¿significa acaso que no he visto nada todavía?
—Significa que habrás padecido un desengaño amoroso, pero ¿sabes de cuántas cosas puedes desilusionarte, además del amor? Tienes suerte. Por ahora es el amor; en adelante puede resultarte aún más terrible la cosa. ¿Te lo imaginas? Mi tío ha de haber estado desesperado para meterse en la iglesia oscura y asustar a la gente. Tenía que emplearse a fondo. Habrá sentido que no le quedaba mucho por vivir.
Yo pretendí no entenderle porque me convenía dejarle en ridículo, pero sabía qué estaba queriendo decirme. Lo espantoso no es el que la vida concluya; sí lo es el que concluya en medio de tanto desengaño respecto a lo esencial. Y esto es un hecho.
Por último me aparté de él, pues estaba haciendo de alcahuete para la Negra, madama del foco rojo. Vendí a Louie Fu mi equipo, consistente en las botas de montar además de otras prendas, y con el fruto de la venta viajé hacia Ciudad de México, habiendo renunciado a que Thea me diese su dispensa. Fue triste volver al Regina sin ella. La gerencia y la servidumbre la recordaban, así como al águila, y notaron mi caída: ni furgoneta, ni equipaje, ni bestia salvaje, ni alegría, ni comer mangos en cama, ni nada en absoluto. Los rumores nocturnos de las parejas me despertaban, pero yo hacía oídos sordos ya que el hotel era económico.
En las oficinas de Wells Fargo no hallé ningún envío de Stella. Podía recurrir a Sylvester en Coyoacán, en caso extremo, pero resolví apelar antes al primo de Manny Padilla. Entre ellos no había semejanza alguna: este sujeto era flaco, hambriento y de tez enrojecida. Quiso mostrarme la ciudad, pero ya lo había hecho Thea en su lugar; quiso introducirme en la literatura española y, a la postre, me pidió prestado dinero para comprarme una manta: no le vi más, luego de esto.
Yo suspiraba por Thea, aunque la sabía inalcanzable ya, alejada de mí por su mentalidad y mi carácter. Errante por la ciudad, cavilaba al contemplar a los mariachis, los violinistas tullidos que tocan en los entierros, los floristas y las abejas que liban en los puestos de golosinas. Adondequiera que te volvieses, veías nieve en la cima de algún volcán y montañas enteras acosándote. En aquellos días no me miraba en el espejo, si podía remediarlo, pues me revelaba enfermo y demacrado. En cierto momento habría dado la bienvenida a la Muerte, incluso, sin pensarlo mucho. Esto es: morí un tanto y comprendí qué tarea imposible es la de vivir sin algo triunfal y grande a que dedicarse. Con todo, la ciudad era hermosa— aun la fealdad, el sufrimiento y los garrapatos en los muros estaban llenos de vida— y era cálida, lo cual me daba fuerzas para seguir allí. Mi corazón gemía, mas no siempre en el colmo de la desesperanza.
Acabé poniéndome en contacto con Sylvester, quien vino a verme y me prestó algunas pelas. Le noté reticente al principio, pero comprendí que de ciertos temas (políticos y confidenciales) no podía hablar.
—Tienes mal aspecto, famélico y zarrapastroso —dijo—. Si no te conociera, diría que eres un vagabundo panamericano de esos. Vamos, ¡aséate, hombre!
Sylvester me hizo sentirme como un objeto que Calígula hubiese dejado caer desde mil metros de altura a tierra. El aire chillaba en mis oídos. Los colores eran como los de Jerusalén, poco más o menos. No obstante, poniéndome de pie aturullado, todavía deseaba yo ser firme en el infortunio. ¡Id y sed firmes! ¡Así como así! Nada sencillo, el mandato. Sylvester advirtió mi deseo de rehabilitarme. Me premió con su sonrisa circuida de oscuras arrugas, porque yo le caía en gracia.
—He tenido pésima suerte, Sylvester —dije—. Las he pasado canutas.
—Ya, ya. Dime, ¿quieres quedarte aquí hasta que el tiempo se haya aclarado o regresar a Chicago?
—¿Qué te parece? No sé qué hacer...
—Quédate. Aquí hay un simpatizante que te dará asilo, si Frazer se lo pide.
—Me vendría como Dios. Te estaría muy agradecido, Sylvester. ¿Y quién es el tal simpatizante?
—Un amigo del Viejo, de la primera hora. Te dará casa y comida. No me gusta nada verte tal como estás.
Entonces apareció Frazer y me acompañó a conocer a dicho simpatizante, que se llamaba Paslavitch, yugoslavo amistoso que vivía en una quinta pequeña en Coyoacán. Profundas arrugas llenas de pelillos relucientes, junto a su boca, semejaban una geoda con su contenido de cristales, maravilla del mundo de las rocas. Paslavitch era un original. Su cabeza, de forma de cebolla, llevaba el pelo cortado al rape. En el jardín, cuando lo conocí, despedía por ella un calor visible y trémulo.
Me dijo el hombre:
—¡Bienvenido! Me alegra tener compañía. ¿Quizá quiera usted darme lecciones de inglés?
—Por supuesto lo hará —tercio Frazer, cada día con más cara de ministro protestante. Ahora entendí por qué mi amiga Mimi le llamaba el Predicador, pero su ceño fruncido en el acto de pensar lo asemejaba también a un oficial del ejército sureño en la guerra de Secesión. Frazer parecía agobiado por graves cargas psíquicas, dedicado a meditar sobre cosas superiores.
Me dejó con Paslavitch, entonces, y sin motivo me sentí allí como de reserva, en depósito. Pero, estando cansado, pasé a otras cosas. Paslavitch me mostró el jardín y las habitaciones. Contemplé los pájaros, libres y enjaulados, los colibríes en las flores y el espinoso aplauso de los cactos. Yacentes en el césped o de pie a lo largo del sendero había dioses mexicanos que refrescaban sus dientes y lenguas candentes en el aire azul.
Paslavitch era un ser bondadoso, manso, preocupado y terco, corresponsal en México para la prensa yugoslava. Se consideraba como bolchevique y revolucionario veterano, pero era sumamente emotivo, todo le conmovía: de él rodaban las lágrimas como de un pino la resina. Tocaba obras de Chopin en el piano; al ejecutar determinada marcha, me confiaba que Chopin la había compuesto durante su estancia en Mallorca con George Sand, mientras ella navegaba en aguas del Mediterráneo. A su regreso le dijo él: «¡Temí que te hubieses ahogado!». Con sus alpargatas sobre los pedales, el viejo eslavo me recordaba a Nerón en una tragedia. Sobre todo, el tal Paslavitch estaba prendado de la cultura francesa y deseaba contagiarme su pasión. En verdad, estaba obsesionado con la enseñanza y siempre me pedía que le enseñase yo esto o aquello acerca de Chicago, del general Ulysses S. Grant o de la tortilla de jamón de Fontenelle, proponiendo un intercambio de conocimientos.
Era un individuo ansioso. Enseguida aclaró lo siguiente: —Fontenelle quería comer una tortilla de jamón en viernes, pero se inició una terrible tormenta, con mucho tronar. Al fin, Fontenelle arrojó la tortilla por la ventana y recriminó a Dios: «Seigneur! Tant de bruit pour une omelette!»43 Podía tratarse de algo realmente esclarecedor.
Paslavitch se bamboleaba, ufano, con ojos cerrados y una pronunciación afectada. O bien me decía:
—Luis X gozaba de lo lindo haciendo de barbero: afeitaba a sus cortesanos, les apeteciese o no. También se despepitaba por imitar las ansias de la muerte y practicaba las muecas correspondientes. Así también fue capaz de pasar su noche de bodas compartiendo su cama con jóvenes parejas: la última expresión de la depravación feudal.
Tal vez, pero Paslavitch le admiraba por ser francés. En largas sobremesas solía repetirme las pláticas de Voltaire y Federico el Grande, de la Rochefoucauld y la duquesa de Longueville, Diderot y una joven actriz y las de Chamfort con alguien más. No me caía mal este Paslavitch, pero a veces se ponía pesado lo de ser su huésped. Lo acompañé asimismo a jugar al billar en la calle del Uruguay. Y a beber, cuando le venía en gana beber. Yo no deseaba hacer esto a la tarde porque me traía a la memoria mi consumo de tequila en Acatla. No obstante, nos sentábamos y nos echábamos al coleto varias botellas de vino, una tras otra. El sol se movía a través de la floresta, el jardín verdeaba esplendorosamente y las formas femeninas del volcán dormían bajo la nieve. Yo no era más que un huésped y el huésped ha de estar de acuerdo con su anfitrión. Yo devolvía los favores enseñando a Paslavitch las particularidades del béisbol profesional, etcétera.
En tanto, fui recobrando la salud perdida y Frazer, un día, me reveló el porqué de todo esto y para qué me había estado reservando.
—Tú sabes que la CPU anda tras la cabeza del Viejo —dijo Frazer. La quinta de Trotski había sido atacada con ametralladoras—. Ha llegado un tal Mink —agregó—, jefe de la policía rusa, para hacerse cargo de la campaña contra el Viejo.
—¡Terrible! ¿Qué podéis hacer para protegerle?
—Pues mira, estamos fortificando su quinta y tenemos un guardaespaldas. Pero la fortificación no está concluida y la policía no nos basta. Stalin quiere liquidar a toda costa al Viejo, por ser este la encarnación de la conciencia revolucionaria en el mundo.
—¿A santo de qué me cuentas esto, Frazer?
—He aquí el porqué. Hay un plan en discusión. Tal vez se sacuda el Viejo a la CPU de encima si viaja de incógnito por México.
—¿De incógnito? ¿Cómo es eso?
—Esto es confidencial, March, recuerda. El Viejo debería afeitarse la barba y el bigote, para hacerse pasar por turista.
Pensé que era bastante turbio el objetivo que mencionaba Frazer. Como si Gandhi tuviese que vestirse a lo Prince Albert. Que este hombre tan poderoso e imponente debiera alterar su aspecto y humillarse... De un modo u otro aunque yo hubiera pasado por mil y un tropiezos en mi vida, toda esta cuestión me impresionó vivamente.
Dije:
—¿De quién ha sido la idea?
—Es algo que está en el tapete —repuso Frazer con su tono de revolucionario de profesión, para significar que no era nada que me incumbiese—. Yo me fío de ti, March; si no, no habría sugerido que tú tuvieses un papel en esto.
—¿Cómo dices?
Este lo explicó:
—Si el Viejo ha de viajar de incógnito como visitante de México, necesitará que lo acompañe un sobrino norteamericano.
—¿Yo, pues?
—Tú y una camarada del Partido, como marido y mujer. ¿Lo harás?
Me imaginé viajando por México con el personaje, acosado por agentes secretos. Me sentía extenuado, como para aceptar el ofrecimiento.
—No tendría que haber ningún camelo con la chica —advirtió Frazer.
—No sé a qué te refieres. Estoy recuperándome precisamente de un desengaño amoroso.
Rogué a Dios que me evitase el ser chupado por una corriente de las que me impiden ser yo mismo. Por supuesto deseaba ayudar y me sentía atraído por el peligro y un rescate, mas yo no estaba en condiciones de prestar ayuda a nadie, zangoloteándome por los montes de México, atravesando el bazar carmesí de la naturaleza y aturdido por el estruendo y la muerte.
—Te digo esto —afirmó Frazer— porque es un hombre de principios, el Viejo.
Habló como si él mismo hubiese sido un alma ética. ¡A otro perro con ese hueso!, pensé para mis adentros.
—Él no lo hará —pontifiqué—. Es una idea rematadamente loca. No nos engañemos.
—Eso lo decidirá la gente que le protege —sentenció Frazer.
A mí me parecía que su apariencia le marcaba. Frazer era puro cerebro: equivalía a marca de fábrica. Antes que dejarse tocar una sola idea, Frazer optaría por que le sacaran la cabeza y la guardaran como estaba para el martirio. Poco más o menos, como Herodes y el Bautista. Y tuve que detenerme e interrogarme acerca del martirio. Allá en la Rusia soviética estaba su enemigo, quien no tendría inconveniente en hacerle el favor de matarle. La muerte desacredita; la supervivencia es el único esplendor. La voz de los muertos se retira. Solo hay olvido. El poder constituido cubre el planeta; destino es lo que sobrevive y lo existente será lo perfecto. Todo esto pasó por mi mente en tropel.
—Tendrás que ir armado. ¿Te asusta eso?
—Desde luego que no. Esa parte, no.
Me dije que solo un cabeza vacía no rechazaría la oferta. ¿Tanto me halagaba la idea de ir por las montañas con esa personalidad histórica de gigante? El coche volaría por las carreteras. Las bestias salvajes volarían de él. El terrible planeta giraría. Y el Viejo guardaría silencio tocante a las naciones y el destino. El perdido mundo nos llamaría con voz secreta y detrás, a nuestras espaldas, habría un equipo de perseguidores asesinos esperando su oportunidad.
—A veces me pregunto —dije— si la gente que va a declarar la verdad, no debería cerciorarse antes de ser apta para defenderse.
—No me parece una opinión sana —puntualizó Frazer.
—¿No? Quizá. No es más que una idea mía...
—¿Lo harás? —persistió.
—¿Tú piensas que soy el indicado para esto?
—Necesitamos alguien con pinta de norteamericano puro.
—Calculo que dispondré de algún tiempo, si esto no va para largo...
—Unas pocas semanas, hasta haber despistado a Mink y sus hombres.
Frazer se marchó y yo quedé sentado en el jardín con las lagartijas, las flores y los pájaros, junto a los muros calientes. Los dioses, en pie o reclinados, insistían en ilustrar como figuras pompeyanas el auge de las fuerzas de la vida. Paslavitch tecleaba a Chopin en el piso de arriba. Mi siguiente reflexión fue la de que nada es más horrible que ser forzado a aceptar convicciones ajenas acerca de lo atroz de existir y lo mortal de la espera, experimentando el mismo desespero. De toda imposición, la peor era esta: no solo ser cómo te forman sino sentir cómo te dictan. Si no tuvieses la liga bien fuerte, probablemente acabarías desesperando y bebería sangre tu boca.
Paslavitch salió al balcón con su bata azul e inquirió humildemente si yo accedería a un trago.
Asentí, si bien preocupadísimo acerca del dicho plan...
Pero fracasó, con alegría por mi parte. Yo había perdido el sueño pensando en nuestras marchas forzadas, de un pueblo a otro, a través de Jalisco o entrando en el desierto. El Viejo lo vetó. Le habría yo congratulado por carta: cuán astuto su designio; pero luego reflexioné: no era para mí el comentar los secretos de su actividad política. Ha de haber pegado un alarido el día en que vinieron a proponérselo, con todo.
De cualquier modo, sentí ahora que algo había en cuanto al efecto de México sobre mí: ya no podía resistirlo más y sería apropiado mi regreso a la patria. Paslavitch me prestó doscientos pesos para el viaje a Chicago. Lo afectó en sumo grado mi partida y reiteró sus sentimientos, en francés. Retribuí su afecto: era un hombre bueno, de los que no abundan ya.