10
AL atardecer ya enfilamos hacia el extremo sur de Chicago. Las fauces ígneas y ennegrecidas de la ciudad devoraban a quien se acercase, así como la llameante bahía se estremece para recibir a los napolitanos que regresan al hogar. Y tú entras en tus aguas natales como un pez. Allí está entronizado el dios-pez Dagon. Le llevas tu alma —pececillo de agua dulce— y se la ofrendas en el tutelar elemento, pues.
Yo era consciente de no tornar a la paz y el buen trato. Previ al ama de llaves polaca, quejosa y gruñona por asuntos de dinero; luego, en orden creciente de engorro, a Mamá, que ya no se fiaría de mí en lo tocante a responsabilidad; y a Simón, por último, quien ya tendría algo reservado para mí. Me aprestaba yo a oír palabras duras de sus labios, sabedor de que me las merecía por haberme embarcado en esta aventura. Desde luego, le devolvería sus golpes con algo respecto a mi telegrama, pero no se me avecinaba la forma común de reyerta familiar, con el calor de los sentimientos y puntos en discusión: se trataba de algo diverso, esta vez, y mucho peor.
Me abrió la puerta una polaca desconocida que no hablaba el inglés. Supuse que la antigua ama de llaves había renunciado al cargo y sido reemplazada por esta, pero me resultó extraño que la nueva hubiese adornado la cocina de crucifijos, sagrados corazones y figuras de santo. Por supuesto, Mamá no podía ver nada de esto; pero también vi a varios rapaces y me pregunté si Simón habría dejado entrar e instalarse a una familia entera. Como la mujer no me ofreció asiento, di en pensar que tal vez ya no se trataba este de nuestro apartamento. Entonces me comunicó en inglés cierta niña algo mayor —vestida con el uniforme de la escuela parroquial de St. Helen— que su padre acababa de adquirir el apartamento y su mobiliario del señor al que pertenecía: obviamente, Simón.
—¿Pero no está mi madre aquí? ¿Dónde se encuentra?
—¿La señora que no ve? En casa del vecino.
Los Kreindl la habían puesto en la habitación de Kotzie, provista de un ventanuco enrejado que daba al pasaje utilizado como atajo (o urinario) por mucha gente presurosa. Puesto que Mamá solo podía discernir entre claridad y negrura y no necesitaba que el cuarto tuviese una buena vista, habría sido difícil denunciar la crueldad de alojarla allí. Las cicatrices de las palmas de sus manos, debidas al trabajo en la cocina, no se habían suavizado jamás: las sentí cuando hubo tomado mis manos en las suyas y dicho con una voz rara como nunca:
—¿Te has enterado de lo de la Abuela?
—No. ¿Qué sucede?
—Pues ha muerto.
—¡No!
El dardo penetró recto y frío en mis entrañas y me paralizó en el asiento. ¡Muerta! Horrible, el imaginarla en su ataúd, bajo tierra, cubierto su rostro y recibiendo el peso de la tierra sobre sí. Esto era violencia, para mí, violencia que sobrecogía el raciocinio. Tenía que haber sido una muerte violenta. A ella, que siempre había apartado las intromisiones a dentelladas —como lo hizo con la mano del dentista—, tenían que haberla asfixiado. Pese a su fragilidad, la Abuela había sido un recio luchador. Pero ella había luchado con las botas puestas y siempre de pie. Pues ahora sería preciso pintársela capturada y arrastrada a la tumba, yerta, lo cual me abrumaba, sí.
Mis compuertas cedieron. Lloré contra el paño de mi manga.
—¿De qué ha muerto, Mamá, y cuándo?
Mamá lo ignoraba. Unos pocos días atrás se lo había comunicado Kreindl y estaba de luto desde entonces, conforme a su idea del luto.
Todo lo que había en su cuarto, semejante a una cripta, era la cama y una silla. Pues bien, yo intenté averiguar el porqué de la decisión de mi hermano de dejarla allí. Siendo aquella la hora de cenar, la señora Kreindl estaba en casa. Por lo regular, salía de tarde a jugar al póquer con otras amas de casa, por dinero y en serio. Aparentaba una calma ovejuna, cuando en rigor de verdad solía arder de la pasión del juego y de la guerra conyugal.
Nada pudo decirme de Simón. ¿Habría vendido todo para casarse? Estaba ávido de unirse con Cissy. Pero ¿cuánto pagaría un polaco por un puñado de muebles viejos que tal vez habían sido adquiridos por mi padre al comenzar el siglo? Dolorosas reflexiones, todas ellas. La necesidad de dinero sufrida por Simón ha de haber sido inmensa, para desprenderse de tanto metal y cuero veteranos y dejar abandonada a su madre con la familia Kreindl.
Yo estaba famélico, pero no podía pedir de comer a esta mujer, a quien sabía poco generosa en materia de munición de boca.
—¿Tienes algún dinero, Mamá? —fui a preguntar.
Le quedaba una moneda de cincuenta centavos.
—Me parece bien que tengas un poco de cambio —le dije—, en caso de que necesites algo como pastillas de menta o una barra de chocolate.
Le habría aceptado un dólar si Simón le hubiese dejado algo, pero podía resistir el hambre, de lo contrario, sin recurrir a su medio dólar restante. Llevármelo habría significado asustarla: un acto de barbarie. En especial tras la muerte de la Abuela. Ya estaba atemorizada, en realidad, aun cuando bien erguida en su cama, como aguardando el fin del dolor (como si hubiese habido un revisor para detener ese tranvía). Ella rehusó hablar de lo hecho por Simón; se mantuvo firme en su idea de los móviles de él y no deseaba que yo añadiese ni un ápice a ella.
Me quedé allí un rato más porque inferí que tal era su deseo, pero llegó el momento de marcharme. Entonces me preguntó:
—¿Te vas? ¿Adonde?
—Pues —mentí— todavía ocupo la habitación de que te he hablado, allá en la zona sur.
—¿Tienes empleo?
—Algo tendré siempre: ¿no me conoces, acaso? No te des prisa, que todo saldrá bien.
Respondiéndole, evité su mirada, aun ciega, y sentí que mi rostro era una llave fraudulenta, limada y recortada con una finalidad deshonrosa.
Enfilé hacia la casa de Einhorn. En el paseo, donde habían empezado a florecer los árboles —el purpúreo favorito de las tardes de abril en Chicago— y el anochecer olía a carbón de lámpara y a alcantarillas recién aseadas, vi salir de la sinagoga a gente vestida con ropas flamantes, portadora de sobres de terciopelo con sus enseres de oración. Era la primera noche de la Pascua judía, del Ángel de la Muerte que entra por toda puerta no marcada con sangre para arrebatar la vida del primogénito egipcio, y luego el irrumpir de los hebreos en el desierto. No se me permitió pasar simplemente por allí; fui atajado por Coblin y Five Properties, quienes me habían avistado al bajar yo a la calzada para salvar el obstáculo que me oponía el gentío. Five Properties me aferró por la manga de mi chaqueta.
—¡Mirad quién está en la sinagoga esta noche! —exclamó en tono de broma.
Ambos hombres sonreían ampliamente, con aspecto de estar bañados y en buen estado viril.
—¡Adivina! —dijo Coblin.
—¿Qué?
—¿Acaso no lo sabe todavía? —dijo Five Properties.
—Yo no sé nada —tercié—. Acabo de regresar de fuera.
—Se casa Five Properties —anunció Coblin—. ¡Al fin!
Y con una beldad. Si vieras el anillo que le ha regalado él a ella. Pues bien, basta de fulaneo ya, ¿estamos? ¡Alguien se ha metido en esto con las patas de atrás!
—¿De veras? —dije.
—Te lo juro por el Poderoso —reafirmó Five Properties; y luego—: Estás invitado a la boda, chaval, de aquí en dos domingos, a las cuatro de la tarde, en el Club de Leones. Vente con una chavala. No quiero que tengas nada contra mí.
—¿Qué puede ser eso?
—Somos primos y quiero que vengas, he ahí todo.
—¡Enhorabuena, hombre! —le dije, agradecido de que la oscuridad les impidiese ver mi estado.
Coblin dio en tirar de mi manga para obligarme a concurrir a la cena de Pascua:
—¡Ven, ven al redil! —me insistía.
¿Oliendo a cárcel? ¿Sin haber digerido mi sufrimiento? ¿Antes de haber hallado a Simón?
—No gracias, Cob. Otra vez será —dije, retrocediendo.
—Pero ¿por qué no?
—Déjale, que tiene una cita —acotó Five Properties.
—La verdad es que sí, tengo que encontrarme con alguien.
—Está comenzando la etapa cachonda de su vida —dijo Five Properties—. Ven con tu dulce amiga a la boda.
El primo Hyman sonreía aún pero, pensando tal vez en su hija, no perseveró: cerró el pico.
A la entrada de la casa de Einhorn me topé con Bavatsky, quien bajaba para cambiar un fusible en el sótano. Tillie lo había quemado gracias a sus tenacillas de rizar el pelo. Arriba vi a dos mujeres de edad acercarse con candelas que me recordaron por segunda vez que aquella era la noche del Éxodo. Salvo que allí no había cena ni ceremonia alguna. Einhorn guardaba un solo día, Yom Kippur, y esto por insistencia del primo de su mujer, Karas-Holloway.
—¿Qué pasa con el borrachín de Bavatsky?
—No ha podido reponer el fusible porque el sótano está cerrado, así que irá a ver a la mujer del portero —dijo Mildred.
—Si ella tiene cerveza en casa, esta noche nos acostamos a oscuras.
Súbitamente, Tillie Einhorn, que portaba una bujía en un platillo, me divisó a la luz de la llama.
—¡Augie!
—¿Augie? ¿Dónde? —inquirió Einhorn, echando rápidas miradas por la habitación—. Augie, ¿dónde estás? Quiero verte.
Avancé y me senté a su vera; él movió un hombro en señal de un apretón de manos. Ordenó:
—Tillie, vete a la cocina a hacer café. Tú también, Mildred. Y que las tenacillas no queden enchufadas. Me volveréis loco con vuestros artefactos eléctricos —rezongó Einhorn.
—Ya está hecho —repuso Mildred, cansada de dar este tipo de respuesta, pero siempre lista a hacerlo. Escrupulosamente obediente, sin embargo, cerró las puertas y nos dejó solos en su tribunal nocturno: por lo menos, creí que él ponía un ceño adusto para mi edificación. Einhorn había estrechado mi mano con la intención de que yo sintiese su frío interior.
Las candelas eran en aquel momento tan simpáticas como las que los niños hincan de noche en hogazas de pan que ponen a navegar en un negro lago «indio» para localizar a un ahogado yacente en el fondo. Einhorn hizo entonces toda la gimnástica necesaria para encender un cigarrillo y luego se dispuso a hablar. Concluí que no podía dejarme reprender, como si hubiese tenido diez años de edad, acerca de mi lance con Joe Gorman, del cual con toda seguridad Einhorn estaba al tanto. Yo quería hablarle de Simón. Pero, a todo esto, resultó lo contrario. He de haberle parecido demasiado enfermo, cariacontecido, escarmentado. En nuestra última conversación habíamos tocado el tema de mi adopción, conmigo bien trajeado y viviendo a lo rico en Evanston.
—Por lo visto, no te ha ido bien del todo en los últimos tiempos...
Asentí.
—Han apresado a Gorman. ¿Cómo te escapaste tú?
—Por pura casualidad. ¡Suerte!
—Andar en un coche robado sin cambiarle las placas: ¡eso es ser más tonto que Abundio! A Gorman lo han traído aquí: su foto está en el Times. ¿Quieres verla?
No, ¡para nada! Ya me imaginaba a Joe entre dos robustos policías y tratando como podía de bajar el ala de su sombrero a fin de evitar a su familia la vista de sus ojos o la de su rostro hecho un emplasto. Siempre lo mismo.
—¿Cómo te demoraste tanto en regresar?
—Hice lo que pude, a lo vagabundo, y no tuve tanta suerte en eso.
—Pero ¿para qué, si tu hermano me dijo que te enviaría el dinero a Buffalo?
—¿Cómo? ¿Vino aquí a decírtelo? —dije, haciendo un esfuerzo que arrugó mi frente—. ¿Te pidió prestado?
—Sí, le presté y no por primera vez.
—Yo no recibí ni un cuarto.
—Malo, malo. He sido tonto. Tendría que haberte remitido el dinero directamente.
Sacó la lengua y sus ojos adquirieron un brillo de asombro.
—Me embaucó, está bien, pero no debería haberte defraudado a ti. En especial porque le di para enviarte por encima de lo que le presté a él. Aunque hubiera estado en apuros, Simón se ha excedido. De veras.
Me sentí amargado y colérico, pero sentí además como el anuncio de una ola de algo peor, en un plano inferior a este, todavía.
—¿Qué significa «en apuros»? ¿Por qué estuvo pidiendo dinero? ¿Qué quería hacer con él?
—Si me hubiera dicho para qué, podría yo haberle ayudado. Se lo presté por ser él tu hermano; en realidad, no le conozco. Simón se metió en un negocio con Nosey Mutchnik, el hombre con quien tuve un asunto en cuanto al terreno, ¿recuerdas? Yo estaba de igual a igual con él, pero tu hermano es bisoño. Simón puso un capitalito en un pozo de juego. Tras el primer partido de los White Sox, esta temporada, le comunicaron que había perdido su parte: si deseaba seguir, debería aportar cien dólares más. Sí, ya vuelve todo a mi memoria. Le quitaron eso también y le atizaron duro cuando se puso a jurar en latín, del enfado que traía. Los matones de Mutchnik le dejaron tendido en el arroyo. Supongo que sabrás por qué necesitaba Simón tanta viruta.
—Para casarse.
—Sí, con la hija de Joe Flexner, que le tenía enloquecido. Pero ya no será.
—¿Cómo es eso? ¡Están comprometidos!
—La verdad es que tengo lástima por tu hermano, pese a que no es muy listo. Si he perdido setenta y ocho dólares...
Al imaginar a Simón molido a palos ensangrentado en el arroyo, desistí de relatar a Einhorn lo de la muerte de la Abuela, la ruin venta de nuestros muebles y el haber colocado a Mamá en un cuchitril.
—Ahora, ella no consiente casarse con tu hermano —dijo Einhorn.
—¿Que no? ¡Cuéntamelo!
—Lo sé por Kreindl, que ha concertado la nueva boda con un pariente tuyo.
—¿Five Properties? ¡No me digas! —grité.
—Ya; el novato de tu primo. Su mano tendrá que separar esas piernas, sí...
—No pueden hacerle eso a Simón, ¡joder!
—Ya está hecho.
—Y él lo sabe ya, me supongo.
—¡Ya lo creo! Ha ido a casa de Flexner a romper sillas y armar una gresca de padre y señor mío. La jovenzuela se encerró en el cuarto de baño y el viejo tuvo que llamar a los guardias, que se lo llevaron en coche.
¡Encima, detenido! Sufrí como un marrano por tanta locura.
—Descarada la moza, ¿verdad? —añadió Einhorn: aspiraba a que yo no perdiera detalle, con su cara de alguacil—. Crésida, pasándose al campamento griego...
—¿Dónde está Simón ahora? ¿En la Prevención?
—No; el viejo Flexner ha retirado los cargos si tu hermano se reporta. Ese es un tío decente. Quebró por no deber nada a nadie. No sería tan desalmado. Esta mañana, Simón salió en libertad después de una noche entre rejas.
—¿Anoche?
Einhorn asintió.
—Pero ¿dónde?
—No lo sé, pero una cosa es segura: no lo hallarás en casa.
Kreindl le había referido lo de mi madre; me adelanté diciéndole que yo ya había estado allá. Sentado ante él, sin un cuarto, no supe adonde ir ni tenía fuerzas para hacerlo.
Hasta el presente, nuestra familia había gozado de alguna vida privada en cuanto tal, aun cuando era de público conocimiento nuestra condición de niños abandonados por su padre, que vivían de la caridad ajena. En la época de la Abuela nadie, ni aun el asistente social Lubin, estaba informado con exactitud acerca de nosotros. Yo simulaba una cosa u otra en el dispensario, pero no solamente por cuestiones de dinero sino para preservar cierto poder de determinación. Ahora no quedaban secretos que divulgar, así que cualquier persona interesada podía escudriñarlos. Esto me llevó a no decir a Einhorn nada acerca de la muerte de la Abuela, lo monstruoso entre todo lo sucedido.
—Lo siento por ti y en especial por tu madre —dijo Einhorn, tratando de levantar mi espíritu caído—. Tu hermano se pasó de listo. Por demás. ¿Qué le habrá puesto así?
La pregunta nacía solo en parte de la envidia de tanto fuego e inspiración como tenía Simón; por otra parte, de una genuina conmiseración de Einhorn hacia nosotros.
Sin embargo, mientras hablaba iba perdiendo de vista su finalidad primera —la de consolarme— y fue amargándose más y más:
—Al fin y al cabo —me dijo—, ¡qué te importa si tu hermano sufre una trastada! La tiene merecida. Te abandonó estando tú en apuros, vendió el apartamento, me sacó dinero en tu nombre y jamás le tomaste el olor. Si fueses honesto contigo mismo, te alegrarías. Te haría la mar de bien el reconocerlo y yo te respetaría más.
¿Decir qué cosa? ¿Que todo era culpa suya y me regodearía con su castigo? ¿Que el haberse enamorado le había llevado a olvidar a Mamá? ¿O que el pobre se sentiría mal? ¿De qué se supone que debo entusiasmarme, señor Einhorn?
—¿No te das cuenta de la ventaja que tienes de ahora en adelante? No seas complaciente con él. Simón debe resarcirte. La delantera ha pasado a ser tuya, ¿comprendes? Si hay alguna ganancia que puedes sacar de esto ya, es admitir por lo menos que te regocija el castigo que le ha tocado padecer. Caray, si alguien me juega una mala pasada, me sentiré contento de su escarmiento, como mínimo. Si no, me haría ver por un médico. Así que... ¡magnífico, bien ganado se lo tiene!
No sé a ciencia cierta por qué me atormentó Einhorn con semejante ensañamiento, algo próximo a la desesperación. Hasta olvidó sermonearme acerca de Joe Gorman. Presumo que la pérdida de la herencia de su hermano, Dingbat, por incorrección de él, Einhorn, estaba detrás de todo esto. Quizá no deseaba que yo fuese desdeñado tal como él desdeñaba a Dingbat por no quejarse airadamente de lo sucedido. Había algo más. Ya que faltaban antiguas prescripciones al respecto, Einhorn pretendía que me opusiese a toda blandura o indulgencia; que yo extrajese fuerza de las desventajas y progresara ganándome enemigos, siendo con ellos vengativo y feroz; que no me dejase oprimir por mi calidad de hermano; que acallase otras voces con la sonoridad de la mía... El mismo principio para personas que para pueblos, partidos, estados. Antes esto que un hombre-polluelo, desplumable y descarnado, con rostro ansioso y lleno de arrugas de preocupación: un pajarraco humano ahuyentado a escobazos.
En aquel instante comenzó la luz a encenderse y apagarse conforme a los movimientos de Batavsky en la caja de los fusibles. De pronto me descubrí llorando a moco tendido en lugar de tener en cuenta todo lo que yo debía ser y no era. Supongo que Einhorn se sintió desilusionado y aun sacudido por el espectáculo; sacudido, esto es, por su error de juicio respecto a mi capacidad de seguirle en su trayectoria dentro del alma tal cual debería haber sido esta. Me otorgó una suavidad fría, como la que hubiese ofrecido él a una niña:
—No te preocupes, ya encontraremos alguna solución a lo de tu madre —me dijo, imaginando que tal fuese mi cuita principal. Ignoraba que yo estuviera atribulado por la muerte de la Abuela.
—Apaga esas candelas. Tillie viene a traernos café y bocadillos. Puedes dormir con Dingbat esta noche. Mañana nos pondremos en campaña.
Al otro día busqué a Simón sin hallarle: él no había pasado a ver a Mamá. Sí encontré a Kreindl en su casa, empero, y me convidó a desayunarme con arenque ahumado y panecillos.
—Siéntate y toma un piscolabis —me dijo.
—Veo que por fin ha dado usted con una novia para mi primo —repliqué al viejo y extravagante oficial de artillería, observando a la par el juego de la musculatura de su antebrazo y mandíbula mientras desollaba al pescadito.
—Una belleza. ¡Esos pechos! No me culpes a mí, Augie. Yo no he obligado a nadie. Zwing keinem; ninguna coacción. ¡En especial con un casal de altivos tsitskies como aquel! ¿Tienes idea de lo que es la mujer joven? ¡Así lo espero! Te diré: cuando una de ellas tiene pechos semejantes, no hay quien le indique qué coño hacer. El error de tu hermano ha sido intentarlo. Lo lamento por él.
Bisbiseó, cerciorándose de que su mujer estuviera a distancia:
—Esa muchacha realmente me pone cachondo. ¡A mis años! De cualquier manera, es demasiado independiente de criterio para un hombre joven. Necesita a alguien mayor, con la sangre fría de decirle que sí y hacer lo contrario luego. O te arruina. Quizá Simón no esté en edad de casarse. Yo os conozco desde mocosos: perdón, pero es cierto. Ahora, crecidos, sentís el hambre y creéis que os ha llegado el momento del casorio, pero, ¿es así? Tenéis mucho que follar, por delante, previo a sentar cabeza. Pues, ¡tomadlo! ¡Tomadlo si os lo dan! No lo rehuséis nunca. Unirse con una mujercita camarina y que te tararee al oído: ¡es la vida del alma!
Kreindl declaró esto arrugando sus torpes ojos de viejo alcahuete e instigador; hasta sonreí sin estar con el ánimo dispuesto a ello.
—Además —añadió—, ya se ve qué clase de hombre es tu hermano. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, es capaz de vender los bienes familiares y poner a su madre de patitas en la calle...
Yo me esperaba esto y que pasase luego al tema de la manutención de Mamá. Kreindl había sido un vecino bondadoso, pero no para exigirle que se encargase de ella hasta tal punto, en especial si Kreindl se contaba ya entre los enemigos de Simón. Por otra parte, me resultaba imposible dejarla en aquella covacha. Así pues, manifesté a mi interlocutor que me ocuparía en buscar alojamiento para ella en un sitio menos oprimente.
Fui entonces a ver a Lubin, el asistente social, en la lóbrega calle Wells. Años atrás, él nos había visitado siempre a la manera de tío adoptivo. La cosa había cambiado, según lo comprobé en su oficina, vista con otra madurez. Algo acerca de él me decía al oído que la comunidad de los contribuyentes, a la que él servía, aspiraba a que nosotros —pobres infelices— fuésemos abstemios, aseados, continentes, tristones y bien abotonados. La confusión y el desconsuelo que imperan en su campo de acción, le volvían sensato. Solo su pesada respiración te daba una idea de dificultad y de la dura labor de ser paciente. Tomé nota, en este hombre robusto, de una naturaleza simiesca pero mansa, ascendida al uso de pantalones y la vida de oficina. Lo contrario de la desfigurada imagen y semejanza de Dios que por obra del pecado reniega del Paraíso y lo opuesto, también, a la misma copia dañada, movida e inflamada por la promesa de la gracia a recobrar su sagrado jaez y áurea estatura. Lubin no se creía producto de la Caída, sino un ser surgido de las cavernas. Era un buen hombre, empero, y no lo difamo con esto: repito apenas su ideario.
No bien le hube dicho que Simón y yo debíamos hallar alojamiento apropiado para Mamá, le hice pensar que estábamos deshaciéndonos de todos: Georgie el primero, luego la Abuela y por último mi madre. Por eso añadí:
—Será un arreglo temporal, hasta que hayamos recuperado el equilibrio; después conseguiremos un apartamento y un ama de llaves.
Mas Lubin tomó mis palabras como indignas de crédito, viendo mi traza de vagabundo: ropas arruinadas, ojos enrojecidos, aspecto famélico, como si hubiera estado alimentándome de basura. Sin embargo, propuso internar a Mamá en un hogar para ciegos en la calle Arlington, si acaso podíamos con parte del coste: unos quince dólares al mes.
Esto es lo más y lo mejor que podía esperarse. Lubin me dio por añadidura una carta de presentación a una agencia de empleos, pero no hubo nada que hacer. Fui entonces a mi habitación en la zona sur y transporté lo fútil de mi vestuario a la casa de empeños. Con el fruto de esto dejé instalada a Mamá y me dediqué a buscar trabajo. Estando entre la espada y la pared, acepté el primero en ofrecérseme. Nunca he tenido empleo más curioso.
Einhorn me lo consiguió a través de Karas-Holloway, quien estaba envuelto en el negocio. Se trataba de un servicio de lujo para perros en la calle Clark, en el lado próspero de la ciudad, entre los cabarets y montepíos y almacenes de antigüedades.
Por la mañana salía yo en una furgoneta a lo largo de la llamada Costa de Oro a recoger los perros, golpeando a la puerta de servicio de las residencias y los hoteles residenciales frente al lago, y de allí regresaba con los animales al punto de partida, apodado «el club».
El jefe era un francés, un peinador de perros o maitre de chiens, un tipo recio y rudo procedente de Place Clichy, al pie de Montmartre. Al parecer, había trabajado en las ferias como ayudante de un luchador; mientras tanto fue estudiando su otra profesión. En cierto sentido, su rostro carecía de humanidad, por su enérgica tiesura y lo abrupto de su color, al igual que una inyección. La vinculación de este hombre con los animales constituía una lucha, un forcejeo. Él estaba como tratando de arrebatarles algo, no sé qué cosa. Tal vez quería que reconocieran su concepto de lo que es un perro como bueno y único. Vivía en pie de guerra como los Diez Mil de Jenofonte, mas no en Persia sino en Chicago, lavando y planchando sus camisas, yendo de compras y guisando en sus cuarteles de cartón: laboratorio, cocina y dormitorio, todo en uno. Hoy comprendo lo que significa ser francés en un país extranjero, cuán irregular ha de parecer todo y no solo en el exterior de Francia sino en North Clark Street.
Estábamos situados en dos pisos adicionales de un edificio aceptablemente moderno que se erguía a poca distancia de la Costa de Oro, no lejos del escenario de la Matanza del Día de San Valentín y —coincidencia— de la Sociedad Protectora de Animales en Grand Avenue. La característica prominente de nuestro equipo, pagada por sus suscriptores, consistía en ser un club para canes, que allí eran entretenidos, bañados, masajeados, además de cortárseles las uñas y el pelo y enseñárseles modales y ciertas gracias, todo por veinte dólares mensuales. La clientela abundaba, más allá de las posibilidades de Guillaume, quien lidiaba continuamente con las oficinas del club para que no ingresasen más socios. El club era un infierno bien organizado. El collar ahorcaperros funcionaba en pleno cuando yo volvía del recorrido en furgoneta y me mudaba de la librea de conductor a las botas de caucho y un poncho. La batahola hacía vibrar los cristales del tragaluz. Ello no obstante, la organización era perfecta. Guillaume poseía la pericia necesaria. Dad rienda suelta a la gente y os construirá un Escorial. La algarabía, tanta como la de la estación Grand Central, era nada más que la protesta del caos que se da de morros contra un reglamento; pero los trenes salían puntuales: los canes recibían su tratamiento.
Guillaume, con todo, usaba la hipodérmica con mayor asiduidad de lo que me parecía aconsejable. Él propinaba pigüres por cualquier motivo y las cobraba extra. De pronto decía:
—Cette chienne est galeuse! ¡Esta perra está sarnosa!
Y sin asco le aplicaba una inyección. Más aún: drogaba, apenas, al animal que hacía tambalearse la organización del sistema. En consecuencia, yo devolvía a varias mansiones perros semidesmayados; no resultaba fácil subir las escaleras con un perro pastor o un bóxer en estado de languidez y explicar a una cocinera de color que solo se trataba de cansancio por exceso de juego.
Tampoco toleraba Guillaume animales en celo. Ansiosamente inquiría:
—¿Ha pasado algo en la furgoneta, ya sabes qué?
Pero, guiando la furgoneta todo el tiempo, ¿cómo iba a saberlo yo? Guillaume se enfurecía con los dueños de las perras, especialmente las de pura raza, por el poco respeto que guardaban a la aristocracia de la sangre; quería que las oficinas multaran a esa gente por enviar al club perras en tal coyuntura. Cualquier pedigrí hacía de Guillaume un cortesano. Él podía darse aires, si quería, y, en ese caso, sus labios adoptaban un gesto de desagrado por todo lo bajo: lo opuesto a la buena crianza, en realidad.
Guillaume congregaba al personal —dos muchachos negros y yo— para enseñarle a discriminar la alcurnia canina. Su idea era la de regentar un atelier —lo digo en mérito de Guillaume— y obrar como un maestro artesano de una cofradía medieval, así que, frente a un perro de lanas de buena cepa al que asear y cuyo pelaje retocar, el personal debía dejar sus herramientas de trabajo e ir a presenciar la ceremonia; había entonces un momento de consideración hacia Guillaume por su saber y eficacia y algún respeto por el dócilísimo e inteligente animalito. No siempre fueron la irritación humana y las riñas perrunas el punto de comparación que hallaba Marco Aurelio entre canes y hombres, aunque, de tanto en tanto, descubro a qué quería llegar; pero existe asimismo una armonía perruna y el ser estudiado por ojos caninos —muchos de ellos— nos deparará cierta iluminación también.
El trabajo me fatigaba, empero, y al cabo de un tiempo comencé a heder. La gente se apartaba de mí en el tranvía. Por lo demás, había un dejo pompeyano en esta faena que me molestaba; a saber: la opulencia que permite tener perros y las costumbres de estos últimos, que reflejan la mentalidad civilizada, el temperamento del favorito mimado, espejos de neurosis. Agregad el pensamiento acuciante de que la cuota mensual pagada por cada animal en el club superaba a la que yo abonaba por la manutención de mi madre en el hogar para ciegos. Todo esto lograba deprimirme de vez en cuando. Sentía escarabajeos de conciencia al pensar en mi descuidado programa de realización personal. Debería ser hombre de mayor ambición, me decía a mí mismo con pertinacia. A menudo buscaba en las revistas sugestiones en lo tocante a la vocación y contemplé la posibilidad de estudiar en la escuela nocturna para periodista de los tribunales, si tenía la aptitud consiguiente, o la de regresar a la universidad a estudiar algo superior. No rara vez pensaba yo en Esther Fenchel, puesto que me movía en un mundo que podía darse el lujo de un perro. Cada vez que me aproximaba a la entrada trasera de alguna residencia, sentía una punzada en el alma al recordar a Esther y otras chiquilladas. El sol de lo infantil continúa brillando aun cuando mayores astros hayan salido para derretirte y ejercer en ti su predicamento. Estos serán críticos en tu vida, pero el sol temprano permanece por muchísimo tiempo sobre ti.
Pasé por temporadas de adoración enfermiza de ciertas mujeres y, más tarde, por momentos de ansia sexual. La calle me resultaba afrodisíaca en extremo: los cabarets, las fotografías de desnudos, las tentadoras piernas, las lentejuelas, todo parecía francamente codiciable. A esto se sumaba la amiga de Guillaume, una obra maestra, un lujo de carnes ondulantes, una señora de mediana edad y busto a la italiana que se metía en la cama apenas cerrábamos el local, anochecer, y respiraba expectante en ella como el viento entre las hojas de un portentoso árbol de blancura.
No había mucho que resolver en cuanto a mis necesidades, sin embargo. Aun arriesgándome a toparme con los Renling en aquella zona, fui a Evanston a buscar a mi amiga Willa en el hotel Symington, pero había renunciado a su puesto para casarse. Durante el regreso en el metro iba yo absorto en las posibilidades del lecho matrimonial, el comportamiento de Five Properties para con Cissy y el de mi hermano, al perder la cabeza ante la idea del grotesco connubio.
Simón, entretanto, se mantuvo apartado, sin responder a mis mensajes. Yo estaba persuadido de que lo pasaba mal, el pobre. No daba dinero a Mamá y quienes le veían, hablaban de su aspecto lastimero. Por tanto, era comprensible su aislamiento. Nunca había tenido que acercarse a mí corrido y dando explicaciones y pretextos; no iba a comenzar a estas alturas. Adjuntos a mi última misiva puse cinco dólares. Los tomó, pero seguí sin noticias suyas hasta unos meses después, cuando estuvo en condiciones de devolvérmelos.
Una posesión que conservé pese a la venta de nuestros muebles, es la averiada colección de clásicos que me regaló Einhorn luego del incendio. Yo la guardaba en mi habitación y la leía a intervalos. Estaba yo desbravando un día un párrafo de von Helmholtz, entre dos viajes en tranvía, cuando un ex condiscípulo mío del Crane College —un mexicano llamado Padilla— que acertó a pasar, me lo quitó de las manos para ver qué lecturas me importaban y me dijo, devolviéndolo:
—¿Para qué lees estas cosas? Todo esto ha quedado atrás.
Empezó a participarme las novedades y debí confesar que no podía seguirle el paso. Entonces me preguntó cómo me iba a mí, lo cual se derivó hacia otros temas y una larga conversación.
En matemáticas, Padilla había sido el destripador de ecuaciones, por excelencia. Solía sentarse al fondo del aula, acariciando su frente angosta y destacada, mientras aclaraba incógnitas en hojas apañuscadas por sus condiscípulos, ya que no se daba el lujo de adquirir nuevas. Llamado al frente cuando sus compañeros quedaban patidifusos, Padilla se adelantaba con premura, con un terno mugriento de color crema y tela barata, y se ponía a desarrollar las ecuaciones con los pies sin medias dentro de calzado también blanco obtenido en el Ejército de Salvación, cubriendo los garrapateos de su tiza con el cuerpo escuchimizado. Surgían símbolos de infinitud como desbaratadas hormigas sobre la pizarra y descocados grafismos griegos apuntando hacia el último signo de igualdad. Para mí, era de instancia divina el que alguien nacido de mujer percibiese con tamaña lucidez las relaciones lógicas. En ciertas ocasiones, Padilla regresaba aplaudido a su asiento, chancleteando presurosamente por la ausencia de calcetines. Su rostro, picado de viruelas, no revelaba empero mayor satisfacción. Padilla resultaba inexpresivo y friolento, si le veías correr en invierno, de blanco a través de la nieve, desde su casa para entrar en calor en el salón de clase. Salvo que Padilla jamás se templaba del todo, en apariencia, y sobre él pesaba por añadidura la prohibición elemental de que no se le acercara nadie. Fumador de cigarrillos mexicanos, iba por los corredores sin compañía, pasando un peine por su pelo negro, lustroso y alto.
Pues bien, algunos cambios había habido. Su complexión hablaba de mejor salud. Sus ropas habían prosperado, Padilla transportaba sesudos libros bajo el brazo.
—¿Sigues en la universidad? —le pregunté.
—Estoy becado en física y matemática. ¿Tú?
—Baño perros. ¿No hueles algo de eso?
—No, nada. Pero ¿en qué te ocupas?
—Precisamente en eso.
Se molestó mucho de que la mía fuese una actividad servil y también de que yo estuviera tratando de mantenerme con dosis de Helmholtz, absolutamente pasado de moda, para él. En otras palabras, le enfadó el que yo formase parte de la masa informe y entenebrecida. Con frecuencia sentía la gente que el mundo me debía miramiento, en aquel entonces.
—¿Qué quieres que haga en la universidad? Yo carezco del talento diferenciado que tú tienes, Manny.
—No te desmerezcas —me contestó—. Deberías ver a los engreídos de la facultad. A ellos solo les diferencia su dinero. Tendrías que regresar a ver qué puedes o sabes hacer. Después de cuatro años ahí, tendrás un título, aunque no sirvas de mucho, y entonces nadie te menospreciará más.
¡Mis espaldas doloridas!, me recordé. Siempre habrá fuerzas oscuras en mi contra para darme el puntapié. Si esto me sucediera estando licenciado, la vergüenza sería aún mayor... ¡y no hablemos de mi ardor de estómago!
—No pierdas el tiempo —agregó Padilla—. ¿No ves que para cualquier insignificancia que decidas hacer, te tomarán un examen, pagarás matrícula, te exigirán un título o alguna habilitación? Despierta, muchacho: si la gente no sabe a qué atenerse respecto a ti, dónde situarte, hasta es peligroso. Debes demostrar qué sabes hacer por ti mismo. Aun si estás esperando algo, conviene que sepas qué y, en consecuencia, especializarte. No aguardes demasiado, pues te dejarán de lado...
No me afectó tanto lo que me dijo, si bien era interesante y muy cierto, como la amistad que me patentizó aquel día: emocionado, me apegaba a él, pues yo veía cómo pensaba en mí.
—¿Con qué dinero estudiaré? ¡Estoy colgado, Manny!
—¿Cómo supones que lo hago yo? La beca es insuficiente. Obtengo un dinerillo acá y allá, pero lo principal es que estoy en el negocio del hurto de libros.
—¿Qué dices?
—Como los que llevo conmigo: son el hurto de hoy. Libros y textos de orden técnico. Si logro escamotear veinte o treinta por mes, estoy listo. Son costosos los textos de estudio y yo recibo entre dos y cinco dólares por cada uno. ¿Qué te pasa? ¿Eres puro, tú?
—No del todo. Me sorprendes, tío, porque yo solo sabía de ti que eres un prodigio matemático.
—Sí, y que ayunaba la mayor parte del tiempo e iba sin ropa de abrigo. Pues ahora me concedo algo más que antes, me doy mejor vida. No hago estas cosas por el gusto de hacerlas. Y solo mientras lo necesite; después, renunciaré.
—Pero ¿qué pasará si te pescan?
—Mira. Yo no soy ladrón de alma, ¿me explico? Las raterías no me interesan, así que nadie me hará la cama: no es ese mi destino. Lo poco que pudiera sucederme no me llegará... ¿Me comprendes?
Sí, lo comprendí, máxime habiendo conocido a Joe Gorman, quien no lo veía del mismo modo.
Con todo, Padilla tenía dotes de ratero y se enorgullecía de su modus operandi. Concertamos una cita para el sábado siguiente y me dio una exhibición. Al salir de la librería, no podía yo decir si había hurtado algo o no, merced a sus excelentes maniobras. Ya fuera, Padilla me enseñaba un ejemplar de la Botánica de Sinnott o de la Química de Schlesinger. Obras valiosas, solamente; Padilla me pedía que eligiese algún título y luego lo escamoteaba aun estando la obra cerca de la caja registradora. Entraba en la librería llevando consigo un volumen con el que cubría el apetecido. Jamás escondía nada bajo su abrigo, para pretextar —:caso de ser atajado a la salida— que estaba alzándose con el otro por inadvertencia. Y, puesto que se deshacía del libro hurtado en el día mismo del hecho, nunca podrían hallar el cuerpo del delito entre sus pertenencias. Favorecíale el aspecto de inocencia que tenía: el de joven mexicano, estrecho de hombros, rápido de movimientos y un tanto apaleado por la vida, pero principalmente cándido, que entraba en la tienda y se perdía al minuto en la lectura de la termodinámica o la fisicoquímica. La impresión que daba de estar ajeno a todo pensamiento de latrocinio contribuía no poco a su buen éxito en la delincuencia menor.
Hay un antiguo lienzo proveniente de los Países Bajos, hermoso y singular, que he visto una vez en una galería italiana de pintura y representa a un viejo sabio caminando pensativamente por los campos, mientras un cortabolsas le despoja de su metálico. Anda este viejo de ropilla negra, pensando acaso en la Ciudad de Dios, mas su nariz es la de un tonto y parece demasiado satisfecha con el fantaseo de su dueño. Pero la peculiaridad del ladrón estriba en que este se halla dentro de un globo de cristal rematado en una cruz, lo cual tiene toda la traza de un símbolo imperial de poder. Significa que, mientras el poder secular te defrauda y roba tu dinero, los sabihondos ridículos sueñan acerca de este mundo y el de ultratumba; por haber dejado pasar el que pisamos, se quedarán sin nada, ni uno ni otro, de modo tal que en ese cuadro se experimenta el aguijonazo de lo satírico a la vez que su diversión. Aun los campos están faltos de encanto en su chatura.
Pues bien, Padilla no pertenecía a ningún poder terreno y sus ideas no se referían a la totalidad del mundo: no era tal su vocación. Solamente se complacía en demostrarse capaz en el oficio de ladrón y le gustaba el tema. Había reunido información de toda índole acerca de los maleantes y sus diversas artimañas, acerca de los carteristas españoles —tan listos, que roban las pesetas que hay bajo una sotana— o de la escuela de delincuencia sita en Roma, cuya matrícula es tan cara como para que sus estudiantes firmen contrato y entreguen la mitad de sus ganancias durante cinco años después de licenciados. Padilla sabía mucho de ciertos sectores del hampa de Chicago: era su pasatiempo, así como el deporte apasiona a otros aficionados. Lo que fascinaba al mexicano era el sujeto independiente que intenta mantenerse distante de la dominación nuclear, magnética y continúa danzando la propia danza en la periferia. Conocía Padilla todo lo relacionado con las B girls y las hip-chicks que operaban en los hoteles de mayor cuantía; leía y releía la autobiografía de Chicago May, buscona que trabajaba con un cómplice al que arrojaba las ropas del cliente desprevenido por la ventana, a la par que ella se daba a la fuga, sabiendo que aquel no podría perseguirla en cueros y sin blanca por las calles. Una mujer notable, por añadidura.
Padilla no escatimaba los cuartos cuando quería pasar un rato de jolgorio. Fui su convidado en el apartamento que alquilaban dos muchachas negras en Lake Park Avenue. En primer lugar, compró las vituallas en casa de Hillman: jamón, pollo, cerveza, encurtidos, vino, café y chocolate holandés, como expresión de munificencia. Pasamos, pues, la noche del sábado y entero el domingo en esas pocas habitaciones, utilizándolo todo en comunidad, salvo el cuarto de baño, único lugar de recogimiento. Todo esto placía al amigo Padilla. Ya cercana la madrugada, comenzamos a proponer un intercambio de pareja para que no surgiesen sentimientos de exclusión ni de exclusividad. Las chicas votaron en favor del trueque, que les parecía sensato. Ambas apreciaban a Padilla y el espíritu de su gestión, así que holgaron a gusto. Nada era grave; la mutua simpatía salvaba los escollos (en realidad, disfruté con la joven que me tocó en primera instancia más que de la siguiente, ya que se entregaba, en tanto esta última no lo hacía, como defendiendo su intimidad: era alta, mayor y no carecía de estilo, pese a todo).
De cualquier manera, la función corría por cuenta de Padilla. Si él se levantaba de la cama para comer o bailar, pretendía que yo hiciese lo propio. A intervalos habló de su vida en el transcurso de la noche, sentado sobre las almohadas.
—Yo he estado casado —relató—, en Chihuahua, de quince años de edad y he tenido un hijo antes de ser hombre yo mismo.
No me cayó bien que se jactase de haber dejado en México a mujer e hijo, pero luego resultó que la muchacha alta tenía un vástago también y quizá la otra ocultaba el suyo, de modo tal que omití observaciones al respecto, pues cuando tanta gente hace la misma cosa ha de haber algo en ello que no resulta manifiesto desde un principio.
Estábamos recostados los cuatro en dos camas, en la penumbra de la madrugada, que escasamente revelaba nuestras formas, entre sus blancos y sus grises. En las calles esta cierta claridad confería grandeza al barrio negro y hasta algún sobrecogimiento, porque hablaba de una ingente humanidad, algo invisible pero que se presentía. Era parecido a lo que se experimenta en los Baños de Caracalla. La población estaba entregada al sueño en la madrugada <del domingo. La joven que me gustaba, pequeñita ella, con su nariz en silla de montar, sus somnolientas mejillas y su boca ancha, carnosa y despreocupada, se sonreía un tanto oyendo los parlamentos de Padilla. El y yo permanecimos allá hasta la tarde y nos retiramos prometiendo regresar.
Sin un céntimo, Padilla y yo cenamos en su casa, más despoblada que la que acabábamos de dejar, en la cual había por lo menos alguna vetusta alfombra, sillas de asiento mullido, de las de antes, y ciertas chucherías femeniles, en tanto que Padilla vivía a corta distancia de la calle Madison y del ferrocarril, con unas tías viejas. Esta vivienda se hallaba virtualmente vacía; en un cuarto había mesa y sillas y, en otro, solamente colchones descarnados en el piso. Las mujeres pasaban el día en la cocina, guisando en un fuego de carbón vegetal, abanicándolo siempre, gordísimas, lerdas y sin expresión. Padilla no les dirigía la palabra. Tomamos sopa con carne picada en el fondo de la escudilla y tortillas mexicanas que venían envueltas en servilletas. Padilla concluyó antes que yo y me abandonó sentado a la mesa. Cuando fui a verle, estaba en la cama cubierto hasta la cabeza con una basta frazada y me dijo que debía rendir una prueba escrita a la mañana siguiente: necesitaba descansar.
—¿Te encuentras en condiciones, Manny?
—Esto sale fácil o no sale —me contestó.
Sus palabras quedaron grabadas en mis pensamientos: o fácilmente o nada. ¡Desde luego! La gente se mata haciendo cosas difíciles porque piensa que la incomodidad es señal de importancia. Decidí ponerlo a prueba en mi vida, experimentando para empezar con el hurto de libros. Si me iba bien, dejaría el club de perros. Si lograba yo lucrar como Padilla, esto representaría el doble de lo que me pagaba Guillaume: así economizaría lo necesario para matricularme en la universidad. No era mi intención la de continuar robando a perpetuidad, sino la de proporcionarme un buen principio.
Así me inicié, pues, y en un comienzo con mayor excitación de lo tolerable. Después de mi primera sustracción, tuve náuseas y sudores fríos en la calle. Se trataba de una edición de la obra de Platón en una traducción de Jowett. Resuelto a ser riguroso conmigo mismo, guardé el libraco bajo llave en la terminal ferroviaria de la línea de Illinois y salí inmediatamente a realizar otra correría. Lo cierto es que progresé en mi cometido y creció mi sangre fría a la par. El momento azaroso es el de salir de la tienda con el botín. Poco a poco adquirí soltura: si alguien me atajara, yo sabría explicarme con una sonrisa confiada y salir del aprieto con donaire. Me había enseñado Padilla que en la librería nadie te arresta: es cuando ya estás en la calle cuando te echan el guante. En el caso de los grandes almacenes, me deslizaba yo de la sección de libros hacia otras: zapatería, confitería, alfombras, y nunca se me ocurrió en tales momentos quedarme con algo que no fuese un libro.
Renuncié al club de perros mucho antes de lo planeado, no solo a consecuencia de la fe que me tenía en materia de hurtos sino porque contraje la fiebre de la cultura. Tendido en mi cama, leía afanosamente, me alimentaba de la letra impresa como un famélico. En ciertas ocasiones, no podía siquiera ceder a mi cliente el libro que tenía en las manos: por largo tiempo, este ahínco prevaleció en mí. La sensación de algo vivo en mis redes me acuciaba, algo que yo debía recoger con ansia para devorarlo. Padilla se enfadaba conmigo al ver en mi cuarto rimeros de libros, libros de que deshacerme cuanto antes pues era peligroso retener eso en casa. Si él me hubiese restringido a la matemática, la mecánica, la termodinámica, todo habría sido distinto, ya que yo no llevaba en mí el esbozo de un Clerk Maxwell o de un Max Planck. Pero como Padilla me había transferido sus pedidos de obras de teología, literatura, historia y filosofía, yo me sentía compelido a leer la Historia del Papado, de Ranke, y El concilio de Trento, de Sarpi, o bien a Burckhardt o El pensamiento europeo en el siglo decimonono, de Merz. Padilla puso el grito en el cielo por mi demora con este último, ya que el cliente, un hombre del departamento de historia, lo acosaba por él.
—Oye —me decía—, retíralo de la biblioteca de la universidad con mi tarjeta...
Mas no era lo mismo, como no lo es el comerse la propia vianda y no una limosna, aunque tuvieran igual valor calórico ambas. Hasta pienso que el organismo las utilizaría de manera diversa.
De cualquier modo, acababa yo de descubrir una privación desconocida y advertí cómo una apetencia o deseo se manifiesta en un comienzo en forma de hastío o de otra clase de sufrimiento. Ahora bien, ¿de qué manera me veía yo en relación con los magnos acontecimientos que constituyen el ser de los libros? Por lo pronto, como capaz de contemplarlos en mi mente y de comprenderlos luego. Suponiendo que mi sino no hubiera sido el de leer alguna declaración trascendental a mis semejantes o comandar un palatinado o enviar una misiva a Aviñón o cosa parecida, mi comprensión del texto equivalía a participar en lo sucedido. ¿Qué grado de participación? Pues bien: yo sabía sin ninguna duda que ciertos hechos no podían resultar, sencillamente, fruto de mis lecturas. Mas tal conocimiento no era tan distinto del de la muerte que —remota, aun cuando siempre presente— está sentada en un ángulo del dormitorio; aunque no se quita de ahí, jamás, ello no paraliza nuestra vida amorosa. Tampoco iba yo, entonces, a interrumpir mi lectura. No; sentado allí, seguí leyendo. Yo no tenía ojos ni oídos ni atención para nada más; a saber: para lo usual, lo de segundo orden, el alimento vulgar y silvestre, la chatura puramente fenoménica —el cordón de los zapatos, el viático, la factura de la lavandería—, lo deprimente inespecífico, los ignotos cautiverios, la existencia de arnés y desesperanza o la vida de organización y hábitos que debe sustituir al accidente por un calmo aguante. Pues ¿quién puede confiar en que desaparezcan los eventos consuetudinarios, las faenas, las prisiones, el alimento común y corriente, las facturas de lavandería y todo lo demás, e insistir en elevar todo momento fugaz a la primera importancia, exigir que cada cual respire un aire constelado y punzante, abolir toda mazmorra, toda monotonía y vivir como dioses o profetas? Es sabido que esta especie triunfante de vida solo puede ser esporádica. De ahí el cisma entre quienes opinan que únicamente el vivir triunfante es lo real y quienes alegan que lo real es lo cotidiano. Para mí no hubo discusión: opté por aquel con alacridad.
Por entonces tuve noticias de Simón. Me comunicó por teléfono que estaba en camino para devolverme los cinco dólares que le había prestado. Significaba esto que venía dispuesto a enfrentarse; de otro modo me hubiese enviado un giro. Cuando entró, lo noté enseguida lleno de descaro y altivez: venía preparado para humillarme, si yo alzase mi voz en son de acusación. Pero, hallándome rodeado de libros, descalzo y pobretón, Simón cobró confianza pues me vio como el de siempre: un atolondrado entusiasta, medio tarambana y aun simplón. Si a él le hubiese dado por referirse a la muerte de la Abuela, yo me pondría a moquear y así caería en las manos de Simón. La cuestión, para él, radicaba en saber si mi temperamento era tal o si yo era así por preferencia; en este caso, cabría la posibilidad de cambiar mi manera de ser.
Por mi parte, yo estaba deseoso de verle contento. Nunca habría seguido el consejo de Einhorn de ser duro con Simón y hacerle callar. Bien podía mi hermano haber remitido a Buffalo el dinero que le pedí desde allá estando en apuros, mas yo le dispensaba su actitud por la peripecia desastrosa en que estaba sumido él mismo en aquel tiempo. El préstamo que Simón solicitó de Einhorn, no realmente para mí sino con fines personales, tampoco me resultaba grave; Einhorn tenía muchos deudores de mayor cuantía y era lo bastante caballeroso y magnánimo para no armar un escándalo por tal razón. Pero ¿cómo soslayar la actitud de Simón hacia nuestra madre, el tabuco en que había zampado a Mamá? El hecho me había convulsionado; yo echaba rayos camino a la casa de Kreindl, yendo a buscarla, y con gusto habría roto a Simón la crisma. Después recapacité: como excusa, él tenía la de nuestra situación pecuniaria. Mantener a Mamá en sosegado retiro no era factible; Simón y yo carecíamos además de la índole amodorrada, gatuna, del hijo solterón. Algo en nosotros consintió el desmantelamiento del hogar. Pero incumbía a Simón hablar del asunto; caso contrario, significaría que aún no había ajustado cuentas consigo mismo.
Esperé hallarle demacrado; en cambio, Simón pesaba más que antes, pero como por mala alimentación. Vino sin haberse afeitado —cosa rara en él—, aunque bien en general, y se sentó entrecruzando sus dedos sobre el pecho.
Promediaba la tarde estival; un árbol de sombra nos envolvía, por la ventana, en su verdor boscoso; abajo, en el césped, un pájaro picoteaba rítmicamente la cañería de agua, sin ofrendarnos tranquilidad.
Creo que la gente nunca ha sabido en otro tiempo observarse tan perjudicialmente como suele hacerlo hoy. Ni Simón ni yo logramos evitar esta costumbre, ahora. Ambos pensamos mal, uno de otro; luego me dijo Simón:
—¿Qué estás haciendo aquí, en zona sur, encerrado entre libros? ¿Volverte estudiante?
—Ojalá pudiera pagarme ese lujo.
—Supongo, entonces, que estás en el negocio de los libros, pero no ha de ser ninguna maravilla, ya que veo que los lees, encima. ¡Solo alguien como tú es capaz de un negocio semejante!
Hablaba desdeñosamente, pero enseguida agregó con sensatez:
—Tú te preguntarás adonde me ha llevado a mí mi genio.
—No necesito preguntármelo. Lo sé; puedo verlo.
—¿Estás resentido, Augie?
—No —repliqué broncamente y, de un vistazo, mi hermano se dio cuenta de cómo distaban mis sentimientos de la cólera.
Bajó la vista.
—Me molesté al enterarme de todo el asunto, pero vino a coincidir, claro, la noticia de lo de la Abuela —dije yo.
—Pues se ha muerto, ¿verdad? Viejísima habrá sido. ¿Supiste su edad alguna vez? Creo que nosotros nunca habríamos... —se contuvo, insinuando con su tono ironía, tristeza e incluso un temor reverencial. Nunca dejaríamos de atribuir cosas extraordinarias a la Abuela.
Absteniéndose ya de su cinismo inicial, Simón añadió esto:
—Sí, de puro estúpido me metí en esa banda. Al fin, me han sacado mi dinero y me han molido a palos. Yo los tenía por peligrosos, pero imaginé que, si me ponía firme, les ganaría. No hice más que imaginar, porque estaba enamorado. ¡El amor, bah! Ella nunca me dejó mojar en caliente. Te juro que a veces, en el portal de su casa, por la noche, yo la tocaba apenas y me sentía reventar. ¡Perecía por ella y nunca me dejó pasar de ahí!
Hablaba con grosería, airado y despectivo, torpemente y me estremeció.
—Cuando supe que se había casado la puerca, me la soñaba follando con un mono. ¡Qué podía importarle a ella! Y ya sabes cómo es él: es un tío como cualquier otro y puede darse esos lujos. A la pobre le parece que eso es dinero: unos pocos edificios, ¡una nada! Hasta que se haya desayunado.
Su rostro iba enrojeciendo, por emociones distintas de la ira y el desprecio.
—Ya sabrás —continuó— que me incomoda el ser así y tener tales pensamientos, que me avergüenzan, lo digo honestamente. Porque ni es cosa nunca vista ella, ni tan infame él. No fue malo con nosotros, siendo niños, ¿lo recuerdas? Yo no quiero armar camorra por ella como un perro esquimal por un trozo de pescado. Antes, yo tenía la mira puesta en cosas elevadas; pero andando el tiempo vas dándote idea de lo que eres y lo que no serás. Vas abriendo los ojos al hecho de que primero viene lo egoísta y lo celoso: lo mismo te da cualquier cosa con tal de ir abrigado tú; empiezas a pensar que sería la mar de bueno se muriese alguien que tienes al lado, dejándote en libertad, y al cabo caes en la cuenta de que al otro le deja frío que ¡te mueras tú!
—¿Qué quieres decir con eso último?
—El suicidio. Estuve cerca, en la detención de la avenida North.
Simón dijo esto desapasionadamente, sin un intento de compadecerme. Nunca necesitaba de mi lástima, él.
—Yo no tengo animadversión contra la muerte —señaló Simón—; ¿tú tampoco, Augie?
Con la muda de color de las hojas detrás, se le veía calmo —más que antes— y pesado en su asiento, con su sombrero de fieltro contra el verde y amarillo del follaje. Simón insistió en su pregunta:
—¿Y bien? ¿Tú tampoco?
—No tengo tantas ganas de morirme.
Esto le ablandó conmigo, le puso cómodo, y al cabo se rió. Dijo:
—Tú morirás como cualquiera, pero tengo que reconocer que no es eso lo que haces creer a la gente cuando te mira a la cara. Eres un espectáculo bastante animado. Pero no sabes cuidarte. Un hermano que no hubiese sido tú, me habría arrancado ese dinero con todo tesón. Si tú me hubieras hecho lo que yo te hice, yo te habría hecho pagar todas juntas. Me habría gustado verte caer como yo caí. Te habría dicho: «¡Bien merecido lo tienes! ¡Me alegro!». Así que, puesto que no sabes mirar por lo tuyo, veo que tendré que hacerlo yo por ti...
—¿Mirar por lo mío?
—Por supuesto —contestó con enfado a mi pregunta—. ¿O crees, acaso, que jamás me preocupo por ti? Nosotros dos hemos andado siempre en compañía de perdedores y eso me tiene harto.
—¿Dónde vives ahora?
Dijo que en la zona norte, molesto porque yo quisiera tener datos precisos acerca de él. Para mí es normal esa curiosidad por los detalles. Pero Simón estaba lejos de satisfacerla, ya que detenerse en ciertas cosas, parar mientes en ellas, significaba adherirse a algo que él deseaba vivamente pasar en silencio y dejar atrás.
—Yo no voy a permanecer allí —añadió.
Pregunté de qué vivía, en qué se ocupaba.
—¿Cómo de qué vives? —repitió, creando obstrucciones a cada paso por reiteración. Su amor propio le impedía decir la verdad de los hechos. No podía abdicar a su anticuada postura de hermano mayor. Él había actuado a lo tonto y cometido errores. Ahora se aparecía gordo y macilento, como si su respuesta al destino hubiera sido el tupirse y no otra, y, con todo esto, no era capaz de contar algunos pormenores. Tomaba mi interés como un ataque, en tanto él trataba de salir de su mortificación, y me contenía con brazo rígido, diciéndome: «¿Qué insinúas?», y apuntándolo en su memoria, contra mí. Mucho más tarde me confesó que había lavado el piso en un bodegón, incluso, por un tiempo; pero por ahora rehuía toda pregunta mía. Fondeado en un sillón poco muelle con todo su peso, redobló su hostigamiento para entendérselas conmigo de una buena vez. Lo hizo con cierta brutalidad y ánimo castrense.
—Yo no he estado perdiendo el tiempo —me dijo—, sino poniendo los puntos a algo. Me casaré pronto, según creo.
No se permitió una sonrisa, siquiera, para atemperar el anuncio de manera agradable.
—¿Cuándo? ¿Con quién?
—Con una mujer de dinero.
—Pero ¿una mujer mayor que tú?
Así interpretaba yo sus posibilidades.
—Oye, ¿qué pasa contigo? Sí; me casaría con quien fuera necesario. ¿Por qué no?
—Te apuesto a que no.
Aún lograba asombrarme, como cuando niños.
—Es que huelga la discusión, porque no es una mujer mayor: tiene veintidós años, por lo que me dicen.
—¿Quién lo dice? ¿No la conoces todavía?
—No, no la he visto. ¿Recuerdas a mi antiguo patrón? Es él el intermediario. Tengo una foto de ella. No está mal: algo rolliza, quizá, pero también yo estoy engordando. Bastante guapa; pero yo me casaría aunque no lo fuera. Mi ex patrón asegura que la familia tiene talegas de oro.
—Así que estás resuelto a hacerlo.
—¡Pues ya lo creo!
—¿Y qué si ella se opone?
—Me las ingeniaré... ¿Me crees incapaz?
—No digo eso, pero me parece demasiada tu sangre fría, tanto cálculo.
—¡Sangre fría! —exclamó con súbito apasionamiento—. ¿Dónde ves la sangre fría? Si sigo como voy, ¡eso sí que sería flema! Yo miro más allá de este matrimonio. ¡Nunca me engatusarán con la idea de la unión perfecta, en adelante! Quien ve la luz, salvo unos pocos como tú y yo, nace de una pareja constituida. Dime la verdad, ¿hay algo singular o maravilloso en ello? ¿De qué te salvará tanta perfección, quieres decirme? ¿Ha salvado, por ventura, a los tontos, los imbéciles de nacimiento, los infelices, los perdidos, los borrachínes, los esperanzados y los que no, los payasos, las ratas de alcantarilla, los tímidos y asustados, o a los desdichados decentes, los que tú llamas buenas personas? Todos casados, nacidos de gente casada, así que, ¿cómo pretendes que importe un rábano si Bob ama a Mary pero ella se casa con Jerry? ¡A otro perro con ese hueso! Eso es de cine. ¿No ves que algunos dan su sangre por un amor e igual quedan maltrechos? Andan buscando lo mejor y se pierden todo lo bueno. Y yo me figuro que es esto lo que te pasa a ti. En conjunto, una lástima, una burrada, pero la cosa es así.
Porque en aquel período carecía yo del dinamismo del enamorado —habiendo reprimido mi arrebato por Esther Fenchel—, Simón notó que yo discrepaba de él. El semblante mismo de mi hermano era el de un hombre que está en el error: el mundanal ruido interfería en demasía, para que decidiese rectamente. Además estaban mis libros, que desempeñaban un papel en mi toma de posición; él los evaluó como a francos oponentes, no sin alguna irrisión de su parte. Pero en mí no cabía el negar nociones que yo tomaba en serio en mi fuero íntimo, ni ser desleal a ellas, solo porque las desafiara o pusiese en duda un contrincante.
—¿Para qué quieres que estemos de acuerdo? —argüí—. Si crees en lo que estás diciendo, no te importará que yo disienta o no...
—¡Hostias! —barbotó, mirándome profundamente a los ojos—. No te hagas ilusiones, chaval. Si tú entendieras de la vida, me seguirías. Eso me agradaría, pero no es imprescindible, ¿sabes? Ambos somos iguales, aunque ese no sea un elogio, y deseamos las mismas cosas, así que... ¡ya captas!
Mi opinión difería y no por amor propio, sino por la consideración de los hechos en sí. Mas, viendo que Simón necesitaba creer que éramos idénticos, guardé silencio. Si él se refería a los misterios del parentesco —lo de que nuestros órganos reciben ondas o quanta de la misma longitud—, mis conocimientos no bastaban para discutírselo.
—Está bien —dije—, pero... ¿qué te lleva a suponer que la muchacha y su familia estarán de acuerdo contigo?
—¿Cuál es mi capital? Primeramente, en nuestra familia somos todos buenos mozos: George, mismo, lo habría sido, de ser normal, por supuesto. La Abuela lo sabía y pensaba que sacaríamos partido de ello. Además, no voy a casarme para vivir a costa del dinero de mi mujer y darme la buena vida. No; esta gente sacará provecho pleno de mí, pues yo no puedo quedarme sin hacer nada: tengo que ganar dinero. No soy de esos tíos que renuncian a lo que desean apenas se han dado cuenta de que lo desean. ¡Yo necesito dinero! Y soy capaz de manejarlo. De modo que mis capitales son estos. Y ofrezco juego limpio.
Se comprende que yo le haya oído con un poco de escepticismo. También es cierto que cosas como esta son patrimonio de gente que ambiciona hacerlas concretamente. Me desagradaba su manera de hablar; pongamos por caso, la vanagloria de que éramos hombres bien parecidos, nosotros los March, nos hacía aparecer como caballos de carrera o como sementales. No deseé, con todo, que Simón viviese otro fracaso: su grandeza de alma no daba para tanto.
—A ver —dije—: muéstrame la foto.
Él la llevaba en el bolsillo de sus pantalones. Ella era joven, corpulenta y de buenas facciones, pero me parecía persona abierta o de índole fácil y manejable.
—Es atractiva, te lo he dicho. Un tanto pesada, quizá.
El nombre de la joven: Charlotte Magnus.
—¿Magnus? ¿No era Magnus quien entregaba el carbón a los Einhorn?
—Ese es su tío, que está en el negocio del carbón: hombre rico. Su padre tiene un sinfín de propiedades. Hoteles, bazares. ¡Yo me meteré en lo del carbón! ¡Ahí está el dinero! Voy a pedirles un depósito de carbón para regalo de bodas.
—Lo tienes bien pensado, ¿verdad?
—Claro que sí. Tengo algo pensado para ti también.
—¿Qué? ¿Deberé casarme yo?
—Con el tiempo, sí, ya arreglaremos eso. Entretanto, tendrás que ayudarme a mí. Tengo que tener alguien de la familia conmigo. Me han dicho que esta gente concede mucha importancia a la familia. No nos comprenderían, con nuestra manera de ser. Debo hacerles buena impresión. Habrá banquetes y demás. No esperarás que les muestre a George. Tienes que ser tú. Necesitamos buena ropa: ¿tienes alguna?
—Toda en el montepío.
—Pues redímela.
—¿Con qué dinero?
—¿Tan mal estás? Pensé que, con tu negocio de libros...
—Lo que me sobra se lo entrego a Mamá.
Dijo, con los dientes apretados:
—No seas tan juicioso. Atenderé a todo y conseguiré lo necesario, en materia de dinero.
Me pregunté dónde tendría crédito aún, este hermano mío. Quizá el casamentero amigo le prestaría dinero. De cualquier modo, unos días más tarde recibí un giro postal y, cuando hube sacado mi ropa de la casa de empeños, Simón me pidió prestado un terno de los de mi época en Evanston. Poco después me comunicó que había conocido por fin a Charlotte Magnus y que creía que ella ya estaba enamorada de él.