8
DESDE entonces en adelante, tomamos un nuevo derrotero: esto lo hicimos nosotros por nosotros mismos. No intentaré desenmarañar todas las causas.
Me reconozco retrospectivamente, desde aquella época en adelante, con nada de ropa encima y en reunión íntima. Mis rasgos propios y de familia, manos y pies, ojos verdigrises y pelo enhiesto, todo esta ahí, reconocible. Más me cuesta verme en la imaginación enteramente vestido y en mis nuevos lances sociales: debo mirar dos veces. Ignoro cómo me ocurrió eso de hablar hasta por los codos, ser chusco, armar bochinches y, de pronto, tener opinión. En el momento de ostentar mis pareceres, yo los sacaba del aire mismo.
La universidad urbana a que asistimos Simón y yo no fue un seminario a cargo de sacerdotes que enseñan Aristóteles y casuística y te preparan para la cosa europea y sus vicios verdaderos o falsos, reales o no, pero presentada como verdadera y real. Considerando cuánto mundo había por aprender —Asurbanipal, Euclides, Alarico, Metternich, Madison, Blackhawk—, ¿cómo hacer para asimilarlo sino dedicarle tu vida íntegra? Los estudiantes eran hijos de inmigrantes venidos de todas partes: Hell’s Kitchen, Little Sicily, la región de los negros, las masas de Polonia, las calles judías de Humboldt Park, tamizados groseramente por el currículum vítae, pero portadores de una sabiduría propia. Los estudiantes colmaban los larguísimos corredores y gigantescas aulas de facciones humanas de toda índole, para consolidarse en ellas volviéndose —la esencia era esta— norteamericanos. En esa mixtura había cierta belleza —una buena proporción— y cierta insolencia granujienta, rostros parricidas, inocencia y goma de mascar, carne de fábrica, fuerzas de secretaría, estabilidad danesa, inspiración italiana, genio matemático acatarrado; había asimismo especímenes de una tremenda hueste, multitudes nacidas de padres procedentes de tierras de religión fanática, en movimiento hacia Occidente. O yo mismo, hijo ilegítimo de un viajante de comercio...
En circunstancias acostumbradas, Simón y yo habríamos ido a trabajar no bien concluido el bachillerato, pero era punto menos que imposible conseguir dónde. Las universidades estaban rebosantes de alumnos en nuestras mismas condiciones, debido a la falta de empleo, jóvenes que recibirían una introducción municipal al conocimiento superior y acaso una irrupción puramente accidental en el ámbito shakespeariano y el de otros maestros de la humanidad, juntamente con algo de ciencias y matemática para capacitarles en la carrera de servidor público tras haber rendido los correspondientes exámenes. Dada la índole de los hechos, nada de esto podía evitarse. Si el Estado se proponía adiestrar a gente empobrecida para desempeñar funciones arduas o si la idea consistía en distraer a esa gente joven de una vida de infamia conduciéndola a la lectura, extraños resultados veríamos, por cierto, surgir de la mesa. Conocí a un mexicano enfermizo y chupado, demasiado pobre para comprarse calcetines y manchado de arriba abajo —en la ropa y en el cuerpo por igual—, pero capaz de despejar cualquier incógnita en la pizarra. Vi también genios entre los hijos de inmigrantes de la Europa central —genios para la filosofía griega—, físicos de cerebro increíble, historiadores criados bajo carretillas de frutero y cantidad de muchachos pobres de solemnidad, que planeaban pasar hambre y penuria durante ocho años consecutivos o más a fin de hacerse médico, ingeniero, hombre de letras o experto. Yo no sentía ninguna urgencia de este tipo, nadie me había inculcado nada por el estilo, ni me inquietaba porque se me revelase alguna profesión milagrosamente. Poco me movía a tomarme estos lances en serio, no obstante lo cual salí airoso en historia y en francés. En asignaturas tales como botánica me quedé atrás, mis dibujos eran enrevesados y borrosos. Pese a haber sido empleado por Einhorn en su oficina, no aprendí allí orden ni esmero. Además, trabajaba cinco tardes por semana y todo el sábado.
Yo no trabajaba ya con Einhorn, sino en el subsuelo de una casa de venta de ropas vendiendo calzado femenino, a la par que Simón hacía lo propio escaleras arriba con artículos para hombres. Su situación había mejorado mucho y se le veía entusiasmado con el cambio. Se trataba de una tienda de moda en que la gerencia requería del empleado un buen aspecto, pero Simón iba más allá de los requisitos y se presentaba no solo pulcro sino jarifo con su temo cruzado de rayas y un centímetro alrededor del cuello. A mí me resultaba casi desconocido entre los espejos, los tapices, las largas hileras de chaquetas, ocho pisos por sobre el nivel del mar; Simón era corpulento, de rápidos movimientos y un hombre atareado cuya sangre se hacía evidente en su rostro.
Yo estaba en la sección de saldos, bajo la acera, viendo y oyendo pasar a los clientes sobre los círculos de vidrio verde embutidos en el cemento, como sombras a través de estas lentes; el peso de los cuerpos se hacía sentir, sin embargo, pues el vidrio crujía y las pisadas iban en todas direcciones. A mi sección acudía la gente de menores ingresos, muchachas que necesitaban alguna prenda que combinar o mujeres de tres hijas o cuatro a quienes calzar en un mismo día. La mercadería estaba apilada en amplias mesas, por tamaño; contra los muros, innumerables cajas de zapatos; los taburetes de prueba, bajo el panal de vidrio ya descrito, en círculo.
Tras algunas semanas de aprendizaje fui transferido a la planta baja. Solo para ayudar, en un principio, a traer y llevar diversos artículos para los vendedores. Después pasé a la categoría de vendedor yo mismo; entonces me indicaron que llevase el pelo con otro corte. El supervisor era un tío preocupado y con un estómago flojo. Tenía sensibilizada la piel por dos afeitados al día y, cuando reunía al equipo de vendedores para una arenga antes de iniciarse el día de labor —esto, los sábados—, se notaba sangrar su boca en las comisuras, apenas un poco. El hombre esperaba ser más severo de lo que podía; sus males provenían de que no era él la persona apta para dirigir una operación de ventas a la moderna. Porque el lugar era un salón empingorotado con decoración de estilo francés pero mobiliario chino, donde es inevitable hablar en susurros y usar de protocolo como cosa corriente. La diferencia de dentro a fuera resultaba inconciliable, pues ese refinado salón requería que la tremenda tensión y antagónica energía que reinaban en el resto del edificio se sosegaran por ensalmo para penetrar uno en su serena interioridad y elegancia. El tratar de contener el frenesí exterior era capaz de producir erupciones de violencia y vómitos ígneos. Imaginad esto en los días fríos, fuliginosos y húmedos de Chicago: cosas dispuestas para una presunta tranquilidad de espíritu no pueden estar en paz, por la propia índole.
Desde el punto de vista pecuniario, Simón y yo navegábamos viento en popa; él ganaba quince dólares a la semana, excluidas las comisiones, y yo, trece y pico. Por eso importaba poco que no cobrásemos beneficencia. Virtualmente ciega, Mamá ya no ejecutaba las tareas domésticas. Simón contrató a una mulata llamada Molly Simms, mujer delgada y fuerte de unos treinta y cinco años de edad, que dormía en la cocina —en el antiguo catre de George— y nos susurraba tonterías y aun nos convocaba cuando llegábamos tarde a casa y pasábamos por allí. Nosotros no nos habituamos nunca a entrar por el frente, hecho vedado en los tiempos de la Abuela Lausch.
—Te llama a ti, chico —me decía Simón.
—A otro con ese cuento —contestaba yo—: no hace más que mirarte a ti.
El día primero del año, ella no apareció y yo hice de suplente. Simón no estaba tampoco; había partido para una fiesta de víspera de año nuevo la noche anterior, absolutamente engalanado: sombrero hongo, pañuelo de seda al cuello, polainas cortas sobre zapatos de dos tonos y guantes de piel de pécari. No regresó hasta mediar la tarde del día siguiente —un día de nieve refulgente— y lo hizo de mal gesto, emporcado, inyectados los ojos y con arañazos sobre una barba rubia de dos días. Fue pues una revelación de su naturaleza pródiga exaltados el verle entrar por la puerta trasera, limpiándose de nieve los zapatos, y luego ver su cara, como si él hubiese sido arrastrado por entre las zarzas. Depositó su sombrerete en una silla y por suerte Mamá no pudo hacer más que presentirlo. Con voz lastimera preguntó qué sucedía.
—Nada, Mamá, nada —respondimos al unísono él y yo.
Hablándome en argot para que ella no entendiese lo dicho, Simón me contó una patraña acerca de una riña callejera con dos feroces irlandeses que estaban de broma en una estación del metro. Nada de esto me convenció, porque además no explicaba su ausencia de un día y una noche.
Le dije, haciéndome el desentendido:
—Molly Simms no ha vuelto, ¿sabes? Pero aseguró que vendría...
El no trató de negar que hubiese estado con ella; se quedó sentado en la silla, entre exhausto y mojado. Me pidió que calentara el agua para darse un baño y así dejó ver más arañazos en sus espaldas. Luego, sin jactancia ni queja, relató que en efecto había ido a ver a Molly de madrugada después de una gresca con los anglicones, ebrio él por lo menos, pero que Molly era la autora de los zarpazos. Por añadidura, ella le había retenido en su cuarto hasta entrada la noche y él se perdió entonces en el barrio negro cubierto de nieve. Añadió que tendríamos que deshacernos de Molly Simms.
—¿De dónde sacas eso de que tendremos que echarla?
—Es que, si no, se creerá dueña de la casa. ¡Esa mujer es un gato montés!
Nos encontrábamos en nuestro antiquísimo cuartito de infancia, el del papel ampollado, mientras la nieve se acumulaba en el alféizar de la ventana.
—Piensa armar un follón: me lo ha dicho.
—¿Qué te dijo, con exactitud?
—Que me ama —repuso con una risa sombría—. Es una perra salida.
—Pero tiene casi cuarenta años...
—¿Y qué? Es mujer y yo me he enrollado con ella, sin preguntar por su edad.
Simón la despidió aquella misma semana. Noté con cuánta fijeza observaba Molly los rasguños en el rostro de él. Molly tenía un aspecto gitanesco de agudas facciones; podía darse aires cuando se le ocurría, pero no le importaba ser vista con su modalidad natural; entonces mostraba su afilada sonrisa de ojos verdes. A Simón no le metía miedo. Ella advirtió al punto cómo estaba la situación. Era una mujer experimentada, ruda por haber estado durante tanto tiempo llevando las de perder, viviendo a salto de mata, de ciudad en ciudad, dejando un diente acá y cogiendo un navajazo allá. Se trataba, en esencia, de un ser independiente que no pretendía la compasión de nadie (ni la recibía). En su reemplazo, Simón puso a Sáblonka, una vieja polaca que nunca nos tuvo simpatía, viuda, gorda, mezquina, pía, rezongona, lerda para las escaleras, con cara de facineroso, además de pésima cocinera. Simón y yo pasábamos poco tiempo en casa ya. Semanas más tarde me retiré de la universidad para residir y trabajar en Evanston. Fui a vender en los distritos residenciales —Highland Park, Kenilworth, Winnetka— productos de lujo para gente aristocrática, recomendado por mi supervisor a un tal Renling, dueño de una tienda de artículos deportivos, quien buscaba un vendedor de categoría. Tuve que exhibirme ante él antes de ser aceptado.
—¿De dónde proviene? —inquirió frígidamente el tal Renling, lanzándome miradas neutras.
—De la zona noroeste —dijo el supervisor—. Su hermano trabaja arriba. Muchachos listos, los dos.
—Jehudim?
—¿Eres judío? —me interrogó el supervisor, conociendo la respuesta.
—Supongo que sí —repuse con desgana.
—¡Ah! —exclamó Renling, dirigiéndose a mí esta vez—. En Evanston no son partidarios de lo judío, especialmente en North Shore, donde estamos nosotros. Pero también, ¿quién conforma a esa gente? —agregó con su sonrisa glacial—. ¡No les gusta nada ni nadie! Además es probable que no se enteren nunca...
Volviéndose al supervisor:
—Así que usted cree que al joven se le puede tornar apetecible y hechicero, ¿verdad?
—Se ha portado bien aquí...
—Es que hay mayores presiones en North Shore. Inspección como la de aquel día la pasará la futura criada de una gran casa o bien la aspirante a puta examinada por una vieja cocotte. Renling dispuso que me quitase la chaqueta: quería ver la caída de mis hombros, la curva de mis nalgas. Estaba yo en un tris de cantarle las verdades cuando manifestó que mi contextura era la ideal para el cargo y mi vanidad pudo más. Entonces me habló a mí:
—Quiero ponerte en mi tienda de artículos de montar, para vender el atuendo y las botas, cosas para ranchos de recreo, etcétera. Te daré veinte dólares a la semana mientras estés aprendiendo; más tarde serán veinticinco y comisiones.
Como es natural, estuve de acuerdo. Allí ganaría más que Simón.
En Evanston me instalé en un desván para estudiantes, donde a poco andar lo verdaderamente distinguido fue mi guardarropa. Mi librea, debería decir en vez, porque el matrimonio Renling se ocupó de que yo estuviese adecuadamente vestido —en realidad me convertí en una percha andante—, me adelantó dinero y escogió mi vestuario al gusto de una clientela de inclinaciones británicas. El lugar no me cayó bien, a la postre, pero en un principio me sentí por demás entusiasmado para notarlo. Vestido con esplendor y trabajando tras una emocionante puerta de vidrio macizo, en una calle arbolada y umbrosa y en una tienda a la moda, bajo vigas de auténtica madera del Oeste, yo estaba como un rey. En la parte principal de la tienda de Renling se exponían enseres de pesca y cacería, golf y tenis, canoas, motores fuera borda y elementos de acampar. Ya veis por qué he dicho que se maravillaba mi movilidad social; de repente me hallaba desempeñándome segura y eficazmente en este negocio, hablando con firmeza y conocimiento de causa a niñas ricas, estudiantes universitarios y deportistas de country club, enseñándoles cosas con una mano y sosteniendo una larga boquilla en la otra. Renling tuvo que convenir en que yo había calmado sus aprensiones. Tomé lecciones de equitación por fuerza, pero solo unas pocas, pues eran caras. Renling no deseaba transformarme en un consumado jinete.
—¿Con qué fin? —decía—. Yo vendo estos rifles de postín y jamás he disparado contra un animal en mi vida.
La señora Renling, en cambio, quería verme cabalgar genuinamente y refinarme en toda forma. Me hizo inscribirme en la Universidad del Noroeste para seguir cursos nocturnos. De los cuatro empleados que había, dos tenían título. Yo era el de menor edad entre todos ellos.
—Y tú —me decía ella—, con tu apariencia y tu personalidad, si logras un título...
Jugaba con mi vanidad de una manera atroz.
—Te sacaré perfecto —agregaba—, absolutamente perfecto...
La señora Renling frisaba los cincuenta y cinco años de edad, era menuda y de cabello claro, apenas agrisado, con la tez menos tostada en el cuello que en el rostro. Tenía pecas diminutas y ojos zarcos pero no de mirar suave. Su acento procedía de Luxemburgo; se enorgullecía esta mujer de hallarse vinculada con familias de las que figuraban en el Almanaque de Gotha. De tanto en tanto aseveraba que todo ello era una soberana necedad:
—¡Sandeces! Yo soy demócrata, ciudadana de esta nación. He votado por Cox, por Al Smith y por Roosevelt. Los aristócratas me importan poco. Cazaban en la heredad de mi padre. La reina Carlota solía orar en la capilla vecina y nunca perdonó a los franceses, debido a Napoleón III. Yo iba al colegio en Bruselas el año en que murió.
La señora Renling se carteaba con damas de la nobleza de distintos países. Intercambiaba recetas de cocina con una alemana que vivía en Doorn y tenía relación con la familia del Káiser.
—Estuve en Europa hace algunos años y me vi con esta baronesa, a la que conozco desde tiempo atrás. Desde luego, esta gente no puede aceptar a nadie, como no sea de su clase. Le dije: «Yo soy norteamericana de alma». Le había llevado unas conservas de sandía, hechas por mí. No hay nada como eso por allá, Augie. Ella me enseñó a preparar riñones de ternera con coñac: una de las exquisiteces de este mundo. Hay ahora un restaurante que ofrece este plato en Nueva York y la gente tiene que hacer sus reservas aún hoy, en plena crisis económica. La receta fue vendida por esta mujer a un proveedor; por quinientos dólares. ¡Yo jamás haría eso! Yo voy y guiso para mis amigos todo lo que quieran, pero sentiría como indigno de mí el vender un antiguo secreto de familia.
Y sabía guisar, ella; conocía los arcanos del arte culinario. Tenía fama por las cenas que daba principalmente o por las que preparaba en otros sitios, en casas de amigos. Su grupo social estaba constituido por la mujer del gerente del hotel Symington; los joyeros; Vietold, quien vendía los mejores platos de fruta —con escudo de nobleza incluido— y salseras Argonauta; la viuda de un hombre comprometido en el escándalo del Teapot Domel, la cual criaba perros de raza; a infinidad de gente de este jaez. Para los amigos recientes que desconociesen los riñones preparados con coñac, ella cocía en el hogar de ellos lo que traía listo de su casa. La señora Renling se apasionaba por alimentar al prójimo y con frecuencia guisaba para los vendedores de la tienda; le parecía cruel que estos comiesen en fondas en que todo —decía con acento foráneo de imitador profesional, sin que fuese posible interrumpirla—, todo era tan ramplón y pringoso.
A la señora Renling era imposible detenerla o interrumpirle en su puro ensimismamiento... Ella guisaba para ti si así lo quería, te nutría, te adiestraba, te instruía, jugaba al mah-jongg contigo y oponerse a ello te parecía vano, puesto que la señora concentraba en sí una fuerza superior a la de sus circunstantes; ella, con sus ojos claros, la mancha rojiza de sus pecas (rojiza como la piel de una raposa) en las mejillas y el dorso de las manos, con los duros rayos que marcaban sus tendones. Esta mujer me prometió que yo estudiaría publicidad en la Escuela de Periodismo de la universidad. Pagó mis estudios puntualmente y cumplió lo prometido. Escogió asimismo los cursos que hacían falta para la obtención del título, haciendo hincapié en que un hombre cultivado podía conseguir lo que quisiese en Norteamérica con solo pedirlo, pues sobresaldría siempre como una bujía en una mina de carbón.
Hice vida activa, por entonces, dentro de mi novísima personalidad, de la que estaba impíamente orgulloso. Me parece estar viendo mis atardeceres en clase o en la biblioteca de la universidad leyendo libros de historia y los arteros tomos que enseñan cómo despertar insatisfacciones al consumidor; o bien las veladas de bridge o de mah-jongg de la señora Renling en la sala de azotea revestida de seda; y a mí mismo, con algo de lacayo y algo de sobrino, pasando con una bombonera por entre los invitados y sirviendo cerveza de jengibre en la despensa, con mi boquilla en la boca, servicial y avispado, insinuante de frivolidad y flirteo, reluciente mi pelo de tanta brillantina y absorbiendo yo todo indicio respecto a comportamiento social y protocolo, hasta que me hube dado cuenta de que mucho de ello era improvisado y que los demás te estudiaban para decidir qué tono adoptar. La verdadera piedra de toque era la señora Renling, a quien no podían negársele dotes de mando. Su marido se despreocupaba de todo esto y jugaba a las cartas o al mah-jongg con pleno despego, sin conversar en exceso y dejando libre el campo para las opiniones de su mujer, que excluían a cualquier otra. Lo que se opinaba allí de la servidumbre, el paro o el gobierno era monstruoso sin reservas. Renling no lo ignoraba, pero no le daba trascendencia. Tales eran sus amigos de la comunidad comercial; había que tenerlos, visitarse, entretenerles, pero a él no le afectaba nada de esto, jamás.
Su personalidad era estrictamente mercantil. De vez en cuando, Renling demostraba sus habilidades —con los nudos marineros, en especial— o, si no, cantando:
Así que esta, esta es Venecia,
pero dime dónde estacionar
el coche.
Con un labio inferior sobresaliente, Renling presentaba un aspecto lúgubre y paciente. Era frío y elegante, parecido a quienes tienen un trabajo servil pero guardan algo de sí mismos para el propio consumo —un jefe de camareros, digamos, o de mozos de hotel—, individuos mezclados en un juego por el que se obligan a ser perdedores, pero que dan solapadamente su batalla. Aficionado al pugilato, solía llevarme consigo a algunos encuentros, cerca del Cementerio de Montrose, diciendo en una reunión de las de su mujer:
—Augie y yo tenemos un par de entradas que sería lástima desperdiciar. Todavía estamos a tiempo de llegar a la pelea principal, si salimos ya.
Y, puesto que hay cosas que los varones necesitan hacer, la señora Renling accedía graciosamente a nuestra partida.
Durante los asaltos, Renling no gritaba ni hacía cosas raras por entusiasmo, pero sí devoraba todo con la vista. Lo que exigiera nervio y resistencia le atrapaba: carreras de seis días en bicicleta, «maratones» de danzantes o de andarines, la permanencia en la punta de un mástil por tiempo prolongado, los vuelos continuados y los transcontinentales, los largos ayunos de Gandhi, las huelgas de hambre cumplidas por presidiarios, los acampamientos bajo tierra, la gente sepultada por derrumbes y mantenida viva por medios extraordinarios: cualquier prodigio de tenacidad o de esfuerzo, en resumidas cuentas, por el que el ser humano compite con máquinas construidas para soportar la potencia del vapor, de los gases o de toda presión bárbara e inhumana. Renling estaba siempre dispuesto a recorrer cualquier trecho en su poderoso Packard a fin de presenciar exhibiciones de ese tipo y, guiando, se desbocaba. No daba la impresión de andar aprisa. Su estabilidad en el asiento de cuero verde y sus rodillas, fijas junto a la palanca de cambios con remate de jade, sus manos rubias firmes al volante, todo esto desmentía la velocidad de su andadura así como la extrema suavidad del motor podía engañarte. Hasta que de pronto notabas que una milla de pista arbolada se disolvía a modo de tramo fantasma y que las aves se asemejaban a moscas por lo despacioso de su avance. ¡Con cuánta rapidez se estrellaban contra el parabrisas, en abanicos de sangre, los insectos voladores! A Renling le agradaba llevarme consigo, pero su idea de lo que es compañía me dejaba perplejo pues, conforme íbamos y volvíamos como un ciclón, no surgía una conversación amena que contrarrestase la frialdad de nuestro tránsito desalado; solo se oía la fina crepitación del aparato de radio y el parloteo de sus estaciones por la boca dorada del transmisor. El tema socorrido era el rendimiento del automóvil y la estadística del consumo de aceite y de combustible. Nos deteníamos a comer pollo asado en algún pinar, sobre arena tibia, como dos extraños visitantes arribados de Plutón, y beber cerveza irreprochablemente vestidos de tweed, portadores de prismáticos habidos en la tienda; habremos ostentado un aspecto de caballero melancólico y sobrino esnob...
Yo estaba embriagado al sentir estos atavíos contra mi piel o al pensar en la pluma verde de mi sombrero tirolés y la rara perfección de mis zapatos importados. No estaba preparado para ver a Renling como luego llegué a verle. Era un devorador de obstáculos, el hombre. Tragaba millas, gozaba con cualquier proeza, se prosternaba ante todo lo que significase aguante y se reía de objeciones, dificultades e impedimentos.
En ciertas ocasiones contaba algo de sí mismo, brevemente, como en el día en que pasamos bajo un viaducto de North Shore, cuando dijo:
—Yo he ayudado a construir ese viaducto. Tenía yo tu edad y ponía cemento en la mezcladora. Poco más o menos, el año en que se inauguró el Canal de Panamá. Mis músculos, los del estómago, estaban deshechos. Un dólar y cuarto era buena pasta en aquella época.
Para esta clase de cosas buscaba mi compañía. Tal vez le divertía la forma en que me hice a esa vida.
Hubo un período en que mi objetivo fundamental era adquirir un esmoquin y ser invitado a reuniones elegantes y hasta pensé en cómo llegar a formar parte de la cámara júnior de Comercio. No porque urdiese ideas rentables en todo momento. En la tienda me desempeñaba bien, sin destacarme, pero mi inventiva en cuanto a los asuntos de dinero era nula. Me movía solamente el entusiasmo, la elegancia, la atención a la vestimenta y el aliño personal. Mi corazón palpitaba ante la manera de verse un par de calcetines Argyle cuando yo cruzaba las piernas, haciendo juego con el corbatín emplazado en un cuello Princeton. Esto me producía sensaciones de poderío y avidez. Yo estaba entregado.
Por corto tiempo salí con una camarera del Symington, Willa Steiner. La llevaba a bailar en el Merry Garden y, de noche, a la playa. Siendo una joven cálida, me perdonaba mi afectación. No sufría de timidez, ni sentía escrúpulos respecto al motivo último de nuestros encuentros. En su pueblo natal tenía un amante con quien hablaba de casarse; pero no me lo contaba para ponerme celoso. Había varias cosas que Willa me reprochaba y acaso con acierto: mi charla de dandi, mi presunción y el esmero con que miraba por mi ropa.
Enterada de nuestro devaneo con celeridad, la señora Renling me atacó sin pena. Sabía tanto como Einhorn de todo lo que acontecía en su jurisdicción.
—Augie, me asombras —dijo—: ni siquiera es guapa, tiene nariz de indio.
Yo había hecho arrumacos a Willa Steiner hablándole a la par de su bonito apéndice nasal; fui cobarde al no defenderlo.
—Está llena de pecas —prosiguió la señora Renling—. Sé que yo también las tengo, pero distintas, y de cualquier manera, Augie, te hablo como persona mayor. Por lo demás, date cuenta de que es una putilla que solo quiere tu dinero: en eso sí es totalmente honesta. Ahora bien: si no tienes más remedio que hacer estas cosas, no temas, ¡dímelo! Sin avergonzarte, Augie, pues yo te haré llegar lo necesario para ir a un sitio de esos en Sheridan Road y Wilson, que es donde las hallarás...
He aquí otro caso de contribución monetaria para evitarme líos, como el de Einhorn mientras me sermoneaba por el robo de carteras.
Continuó la señora:
—¿No ves, Augie, que se trata de una chica fácil en espera de que la dejes preñada para casarse contigo? Justo lo que necesitas, tener un hijo con ella al principio de tu carrera. Creo que sabrás de qué estoy hablando...
A veces me decía yo que era ingenioso de su parte el echarme un discursillo sin rodeos; otras, que era singularmente estúpido el hacerlo. Mi impresión me indicaba que, con su rostro punteado de pecas y el talante dolorido pintado en él, esta mujer se empeñaba en atraer hacia sí e inculcar para someter. Era aquella la clase de plática que millares de protegidos oyen de labios de sus bienhechores en todos los ducados, casas de campo y capitales del mundo.
—Pero, señora, usted lo ignora todo acerca de Willa —repuse con torpeza—: en realidad, ella no...
Me contuve, por el desdén que demostraba su expresión.
—Estás diciendo un disparate tras otro, mi querido. ¡Sigue con ella, si te place! Yo no soy tu madre. Ya verás —persistió, con su acento de imitador profesional— cuando te tenga acorralado. ¿O crees que de la vida solo espera servir a la mesa, trabajar para alimentarse y mantenerse así en buen estado para tu placer? No sabes el abecé de las mujeres: las jóvenes aspiran a casarse, ¿entiendes? No vivimos ya en el tiempo de la modestia, en que ellas aguardaban sentadas hasta que alguien les arrojara un hueso por misericordia.
Peroraba con asco, la señora Renling, asco le sobraba. Lejos de mí el suponer que ella estaba alejándome de Willa al pedirme que le hiciese de chófer hasta Benton Harbor, donde la señora Renling tomaba baños termales para la artritis. Dijo que no podría tolerar un viaje solitario a Michigan y que yo le haría compañía en el hotel. Después lo comprendí.
Benton Harbor resultó bien distinto del que yo recordaba de mi regreso de Muskegon con Dingbat y Nails, doloridos los pies de tanto andar. La señora y yo paramos en el hotel Merritt de St. Joe, junto al lago Michigan. En las habitaciones se respiraba algo así como el frescor y volumen del mar, entre muros rosados. El hotel era inmenso, de ladrillo, imitación de los establecimientos de Saratoga, todos ellos con baño termal, plantas de interior, mimbre, menú francés, largas alfombras blancas, la enjundia del dinero, limusinas en los caminos de grava, el cultivo de flores de tamaño más que natural y un césped esponjoso y tupido que, en cualquier otra parte que no fuese esta, era ralo.
Yo tenía las horas dedicadas al baño termal para explorar aquel territorio. Era tierra de frutales trabajada por alemanes, cuyas mujeres —las de mayor edad— iban descalzas y de toca, con vestidos largos, bajo los robles gigantescos de sus jardines. Las ramas de los melocotoneros brillaban de resina y sus hojas estaban blancas de insecticida. Por los caminos, en bicicleta o en camiones Ford, se veía a los israelitas barbados y de luenga cabellera de la Casa de David, una secta vegetariana de gente pacífica, devota y seria que poseía una heredad o principado además de granjas como palacios y hablaba de Shiloh y Armagedón con tanta familiaridad como de huevos y arneses. El conjunto constituía una empresa multimillonaria, dueña de cortijos, aguas termales y un vasto parque de diversiones en un valle bávaro, dotado de un ferrocarril en miniatura, equipo de béisbol y orquesta de jazz cuyos acordes alcanzaban a oírse en la carretera desde el pabellón donde transcurrían los bailes, noche tras noche. Dos orquestas, en rigor de verdad, una de cada sexo.
Ahí llevé un par de veces a la señora Renling para bailar y beber agua mineral, pero los mosquitos eran demasiado voraces para su gusto. En algunas ocasiones terminé yendo solo y ella no comprendía el porqué. Tampoco se explicaba el porqué de mis idas a St. Joe durante las mañanas o la razón de mi agrado de sentarme en la plaza, frente al juzgado que databa de la guerra civil, después de un opíparo desayuno de crépes, huevos y café. Pero yo lo hacía y el sol caldeaba mi vientre y mis canillas mientras el trencito reptaba hasta el puerto sobre la ciénaga en que los animalejos verdes y las aves del juncal mantenían su modesta y sofocante gritería. Yo solía llevar conmigo un libro, pero la luz solar resultaba excesiva y producía una postimagen parda entre la página y yo. Los bancos —hierro pintado de blanco— tenían cabida para tres vejetes o cuatro que dormitasen en la tibieza del aire con olor a estanque, dulzón, que ponía a los mirlos de ala roja como flechas y escaroladas a las flores, mas lerdos y perezosos a los demás seres vivos. Yo me solazaba en estos aires nutritivos y esta atmósfera rica como torta, la que fomenta al amor y trae consigo un blando revuelo de emociones. Es un estado que te permite reposar en tu compostura específica amistosamente; donde tú no eres un tema de conversación, sino que te asientas en tu naturaleza, paladeando sabores originarios como hizo el primer hombre, fuera del contacto humano y aun de los propios hábitos. Al sol, los hábitos se tornan ilusorios; descansan en la misma relación contigo que tienen tus pies o tus dedos o el moño de los cordones de tus zapatos y se vuelven impotentes como lo es el peine o la sombra de tus cabellos respecto a tu cerebro.
No era del agrado de la señora Renling el aislamiento a la hora de las comidas, la soledad aun durante el desayuno. Yo debía comer con ella en su cuarto. Cada mañana, se nutría de té sin azúcar pero con leche y algunas rebanadas de cierto pan retostado, el zwieback. Yo, en cambio, engullía la porción inferior del menú —desde toronja hasta el arroz con leche— sentado junto a la ventana abierta y aspirando la brisa del lago, que hacía ondear las cortinas de tela suiza a mis espaldas. Todavía en su cama y parloteando, la señora Renling se quitaba la gasa con que domesticaba a su papada y comenzaba a aplicar lociones y cremas para tratar el cutis y a depilarse las cejas. Su lugar común eran los demás huéspedes, a quienes vapuleaba a discreción durante su hora de ocio y valiente albañilería facial. Esta mujer iba a morir bien cuidada, como una dama que había perpetuado fieramente sus obligaciones de ser civilizado, tales como se han desarrollado desde antes del tiempo de Fidias hasta más allá del de Botticelli: todo lo prescrito y obedecido por los antiguos maestros y las señoras de ilustrísimas cortes para alcanzar la perfección, la cantidad de penetración que poner en la mirada y los moldes de dulzura y autoridad. Pero la mente de la señora Renling estaba gobernada por la ira. Prodigándose sus femeninos cuidados en el aposento bañado en la belleza aún suave del estío, ella no quedaba satisfecha si no decía unas cuantas maldades acerca del prójimo y elaboraba de tal manera sus agravios y antipatía.
—¿Has notado a la pareja de ancianos que tuve anoche a mi lado jugando a los naipes, el matrimonio Zeeland? Una vieja familia danesa, admirable. ¿No te parece hermoso él? Pues toma, este hombre ha sido un importantísimo abogado de corporaciones en Chicago y ahora es síndico de la Fundación Robinson, la de la industria del vidrio. La universidad le ha conferido un título honoris causa; cuando cumple años, salen editoriales acerca de él en los periódicos. Su mujer, en cambio, es tonta como ella sola; además, bebe, lo mismo que su hija. Si yo hubiese sabido que ella iba a estar aquí, habría rectificado el rumbo e ido a Saratoga en vez de esto. Ojalá hubiese alguna forma de obtener con antelación una nómina de huéspedes de estos hoteles. Tendría que existir un servicio por el estilo. Los Zeeland alquilan un apartamento de seiscientos dólares al mes, en Chicago. No bien ha pasado el chófer a buscar al viejo, de mañana, sale un botones —¡lo sé de buena fuente!— a comprar para ellas un medio litro de whisky y apostarles a un caballo. Ellas se lo pasan así, bebiendo mientras esperan los resultados de las carreras. Pero la hija... esa se conserva un tanto chapada a la antigua. Si no la viste anoche, fíjate en la mujer corpulenta que lleva plumas en el tocado. Esa misma persona ha arrojado un niño por la ventana y el niño se mató. Tuvieron que usar toda su influencia para sacarla en libertad. Una mujer sin dinero hubiese marchado a la silla eléctrica, como Ruth Snyder, rodeada de mujeronas de la prisión, de las que alzan sus faldas para trabar a los fotógrafos de los periódicos. Quizá se viste a la antigua, la hija, para no tener nada en común con la pollita despreocupada que lanzó el niño aquel a la calle.
Era necesaria una robusta salud para atenerse al esplendor de la mañana oyendo mientras tanto tales palabras condenatorias. Era menester abroquelarse cada vez que ella sacaba a relucir su hueste de alarmas, jinetes del Apocalipsis y demonios del atrio de la iglesia —que agarran a los desnudos pecadores por la espalda para arrastrarles al castigo divino—, sus infanticidios, incestos y plagas.
Yo me las arreglaba para lograrlo. Mi situación era la de un joven pudiente. Mis sentimientos se amoldaban con arreglo a ella; mis objeciones pasaban casi inadvertidas, pero había momentos nefastos en que la señora Renling pontificaba, por ejemplo, acerca de la ejecución de Ruth Snyder y la protección que merecía el pudor femenino, la terrible protección otorgada por las jamonas que trabajaban en la cárcel a un cuerpo que se contorsionaba bajo el efecto de millares de voltios. Aunque yo trataba de evitar todo lo ajeno a mis aficiones, aquella constante descripción de lo fatídico y lo malvado terminaba llegándome hondo. ¿Y si todo fuese como esta mujer lo afirmaba? ¿Y si la hija de los Zeeland había matado a su hijo de la manera descrita? No era el caso de una Medea, que había ocurrido muchísimo tiempo atrás, tanto como para brindarme seguridad respecto al instinto maternal, sino el de una persona a quien se veía sentada en el comedor del hotel, con plumas en la cabeza y en compañía de sus venerandos padres.
No obstante esto, había gente sentada en la vecindad, que pronto captó todo mi interés: dos jóvenes hermosas, para dejar esto de su aspecto a un lado de una buena vez. En cierto momento me habría enamorado de cualquiera de ambas, pero luego me volqué hacia la esbelta, la menuda, la de menor edad. No me sucedió, sin embargo, lo que con Hilda Novinson, a cuyo alrededor giré como un satélite flechado; no, en esta oportunidad se posesionó de mí una clase distinta de energía —algo casi maníaco, diré— y entonces supe qué es eso del aguijón del deseo. También superaron mis expectativas a las anteriores y se aproximaron a lo corrupto por influjo de la señora Renling, siempre temática con la lascivia en todas sus formas, sin reserva alguna. Me llegaban, pues, sugestiones diversas de varias partes. Yo había tomado de la Abuela Lausch la advertencia acerca del peligro que significaba ser, como Mamá, susceptible al amor, al riesgo de amar, y no pensaba en el estigma que, según la Abuela, partiendo de nuestra sangre amenazaba ruina. Me sentía imposibilitado, por consiguiente, y con un impedimento debido a mi modo de presentarme ante el mundo —esto, gracias a la señora Renling—; a saber: Dios no había omitido conferirme ni uno solo entre sus dones y yo era la propaganda viviente de Su liberalidad para conmigo: buena apariencia, excelente ropaje, modales distinguidos, soltura en sociedad, ingenio, tentadora y diabólica sonrisa, depurado estilo en el baile y habilidad con las mujeres. Todo flamante. Lo malo estaba en que mis cartas credenciales eran falsas. Que Esther Fenchel cayese en la cuenta de esto, era mi mayor preocupación.
Trabajé, pues, entristecido el corazón, con miras al éxito sumo, pero como un impostor. Horas pasé componiéndome para resultar una súplica andante, mediante la muda reconcentración y el esfuerzo de captar la atención de Esther seductoramente. Tal me parecía, en mi arrobamiento, la única vía imaginable. Pero, así como en un puerto atareado y tranquilo a un tiempo —brisa, banderas, belleza— puede darse un indicio de peste, así podía yo, pese a mi exterior cuerdo y adinerado y elegante, haber emitido la pauta de mis pensamientos en la playa, en el césped lleno de flores cultivadas, en el comedor del hotel, amplio y blanquidorado: una pauta algo tenebrosa. Yo sufría sueños sofocantes acerca de los labios de Esther, sus manos, pechos, piernas, entrepiernas... Ella no podía inclinarse para recoger la pelota en una pista de tenis —conmigo como tieso espectador, con un pañuelo de seda, de alazanes contra un fondo verde, ingeniosamente sujeto por un anillo de madera tallado a mano, que Renling había popularizado en Evanston durante la temporada— sin que yo sintiese un acceso amatorio en mis tripas al ver la curva de sus caderas, la triunfante forma femenina y su tierno y defendido secreto. El permiso de acercarse a este con amor equivaldría a la aprobación del mundo, la de que no sería una estéril confusión como me lo susurraban mis vagos temores, sino necesidad pura y justificada por el gozo que acarrearía. ¡Si ella me aceptara, me besase, me tocase, me concediese el polvo de la pista congregado en sus piernas, el etéreo sudor, su íntima secreción y así me librara de sufrir las propias mentiras, demostrase que todo en mí era cierto y nada injurioso o insensible que no pudiera ser corregido...!
A la noche, empero, hallábame tendido en el piso de mi habitación después de un día nulo pese a mis esfuerzos, vestido ya para ir a cenar con la resignación del condenado, roído por el anhelo y preguntándome fútilmente qué cosa brillante acometer: tendría de ser algo floral, meteórico, estelar, algo capaz de disipar toda estupidez y torpeza. Yo había tildado minuciosamente todo lo posible respecto a Esther, a fin de indagar qué la instaría a verse junto a mí y según mi buena opinión. Esto es: en las alturas de la sublimidad. Yo solo pedía que se uniese a mí esta niña, que cabalgara y remase enamorada y provista de sus frescas maravillas y bellezas femeninas, las cuales crecerían a fuerza de júbilo, el de saber yo que Esther era exactamente lo que era, codos, miembros, pezoncillos contra el jersey... La observaba yo moverse algo torpemente en la pista de tenis y cubrir sus pechos o apretar las rodillas cuando le devolvían velozmente la pelota. Mi examen de ella no alimentaba mis esperanzas personales, razón por la cual yacía yo en la alfombra con el rostro quemado por el sol y anhelante, abierta la boca en plena meditación. En pocas palabras, que Esther Fenchel no veía las cosas a mi modo, seguro, y que no sentiría complacencia alguna al enterarse de mi pensar acerca de sus secreciones y otras cochinadas mías.
A pesar de ello, jamás tuvo el mundo mejor color para mí que en aquel entonces, ni lo he visto tan finamente articulado hasta el día de hoy. Un mundo que no me dio desde aquellos días una preocupación más noble. Yo me sentía metido en la verdadera esencia de lo real, hasta donde llegan la naturaleza y el deleite a formar la existencia humana.
Me comporté ingeniosamente, además. Entré en conversación con el viejo Fenchel —el tío de estas niñas—, quien estaba en el negocio del agua mineral. No resultó fácil, ya que el hombre era millonario. Conducía un Packard del color y mismo modelo que los Renling, aparqué detrás de él, para que tuviese que mirar dos veces antes de resolver cuál era el suyo, y así Fenchel fue mío. Inter pares. Pues ¿cómo podía él darse cuenta de que yo ganaba veinticinco dólares a la semana y no era dueño del coche? Charlamos, digo. Le ofrecí un Perfect Queen. Lo rechazó con una sonrisa; llevaba consigo los propios cigarros Havana, hechos a medida, en una caja apta para encerrar una pistola, y el hombre abultaba tanto que la caja se desvanecía en su bolsillo, casi imperceptible allí. De rostro mofletudo pero surcado de arrugas, negros los ojos como la carne de las nueces chinas lichi, entrecano el pelo cortado a la alemana, al rape. Me descorazonaba un tanto el que las dos jóvenes fuesen sus herederas, cosa que me comunicó de entrada, sospechando tal vez que yo no estaba derrochando mi encanto en su cartilaginosa nariz tipo Rembrandt, una calabaza con pelos blancos y puntillado de pólvora. No, seguramente no. El tío quería hacerme saber en cuál categoría estaba jugando yo. Yo no cedí ni un palmo. Nunca me han amilanado los parientes varones de nadie ni he dejado que los tutores me desazonen.
El acercamiento a la tía de Esther resultó duro, máxime por ser esta señora silenciosa, tímida y enfermiza, con el humor de la gente rica desilusionada de la propia salud. Sus vestidos y alhajas eran finos, pero el semblante de la pobre mujer mostraba la intensidad de sus desvelos, de su íntimo forcejeo; acaso de eso haya resultado un tanto dura de oído. No necesité simularme interesado en ella, pues (sabe Dios por qué) yo lo estaba, amistosamente. Por instinto supe que la atraería —como persona achacosa que era, cargada de dinero y alejada por eso de las cosas comunes— el espectáculo de una buena salud como la mía. Así que le hablé mucho y fui reputado aceptable.
—Querido —preguntó un día mi benefactora—, ¿habéis estado conversando la señora Fenchel y tú? La pobre no ha hecho más que contemplar el riego de los jardines durante el mes entero. ¿Le dirigiste tú la palabra?
—Es que me encontré sentado al lado de ella.
Por esto me puso una buena nota la señora Renling, la vi complacida. Casi inmediatamente intuyó mis propósitos, sin embargo:
—Ha sido por las chicas, ¿verdad? Son hermosas, es cierto, en especial la de pelo negro. Una preciosidad. Y con un demonio dentro, lo presiento. Pero recuerda, Augi, que estás conmigo y yo soy responsable de tu conducta. Esta chica no es una camarera. Mejor que no pienses en ya sabes qué. Querido mío, tú eres listo y un joven de buen corazón. Yo deseo verte adelantar y lo harás. Ahora bien, como es natural, con esta niña no llegarás a nada. Desde luego, entre los ricos hallarás alguna chica fácil, con la misma comezón de las vulgares, si no más. ¡Pero estas dos, eso sí que no! No tienes idea de lo que importa una crianza germánica.
En otros términos, pensé, reservadas para la plana mayor las herederas Fenchel. Mas la señora Renling distaba de ser infalible y ya había cometido un error: el de suponer que yo estaba enamorado de Thea, no de Esther. Tampoco conocía la magnitud de mi pasión, que alcanzaba hasta la poética amenaza de preferir la muerte. Yo no deseaba que lo supiese, si bien me hubiera gustado contárselo a alguien. Me intranquilizaba lo que se le ocurriera a la señora Renling hacer en determinado caso, de modo que la dejé creer que era Thea, la del cabello rizado, quien ocasionaba mi apasionamiento. Usé el engaño, pero también era un placer para la señora el saberse rápida e infalible en sus conjeturas.
El hecho es que Thea Fenchel significaba más para mí de lo previsible. Una mañana estaba yo cultivando a su tío, cuyo talante no era bueno aquel día, cuando ella me preguntó si jugaría al tenis. Tuve que responder, sonriendo pese al mal momento para mí, que mi deporte era la equitación. Desesperado, maquiné ir a Benton Harbor a tomar lecciones de tennis en las pistas públicas correspondientes. Tampoco era yo un caballista nato, pero me vestía más el hablar de montar: me daba algún prestigio.
Dijo Thea:
—Mi compañera no ha venido hoy y Esther está en la playa.
En el espacio de diez minutos me encontré en la arena, pese a haber prometido a la señora Renling una partida de naipes después de su baño, momento en que decía sentirse sin fuerzas para leer. Me estiré boca abajo, arrebatado por mis esfuerzos, a contemplar a Esther. Mis ideas eran eróticas, bien sazonadas, ramificadas incluso y algo dolorosas. Confiaba en que su miraba se posaría en mí (a la vez ávido y temeroso de ello). Esther se inclinó para frotar sus piernas con aceite que las dejaba brillantes al sol y luego dirigió su vista hacia mí, sin quererlo quizá. Yo estaba tururú, calculando el peso de sus pechos y su vientre mínimo, elegantemente contenidos por el traje de baño. O admirando su pelo, que me parecía peinado con cierto vigor animal, cuando ella se hubo quitado su blanco gorro de caucho.
Los gaviones echaban a volar desde los imbornales de los riscos. Poco después, la chica regresó al hotel. La señora Renling me hizo el vacío por haberle dado plantón. Extendido sobre la alfombra, en mi cuarto, boca arriba y con los pies sobre la cama como un caballero andante que hubiese caído de su montura, enganchado por sus espuelas, y requiriese un aparejo de poleas para ser izado de allí, pensé que era tiempo —ya que mi desatención enfadaba a la señora Renling— de demostrar algún progreso en mis amores, cuando menos. Me levanté y cepillé sin ánimo ni interés en la tarea, usando cepillos militares que me había dado aquella. Tomé el ascensor para bajar —blanco y lento— y anduve vagabundeando por el vestíbulo.
Atardecía, bruñido el mar todavía. En las mesas del comedor se erguían servilletas y menúes; en los búcaros, rosas y helechos. La orquesta templaba los instrumentos detrás del cortinado. Solo y atribulado, pero empecinado también en aquel pasillo, dirigí mis pasos lentamente hacia la sala de música. El fonógrafo tocaba allí a Caruso; un operístico clamor, ya ahogado ya nítido, de anhelo de una madre; la súplica de un hijo, barroca aunque sombría, al gusto italiano. Acodada en el mueble que alojaba el instrumento, de blanco y con algo parecido al bonete con borla de los obispos como toca, estaba Esther Fenchel con un pie de punta contra el piso. Dije:
—Señorita Fenchel, no sé si querría usted acompañarme alguna noche a la Casa de David.
Ella alzó con asombro la cabeza.
—Ahí se baila todos los días —expliqué.
Esther respondió y desde su primera palabra no vi más que fracaso y me sentí atizado, contuso de todos cuatro costados.
—¿Con usted? Por supuesto que no. ¡Imposible!
Y algo ocurrió con mi sangre y me desmayé. Quedé como muerto, pero sin socorro volví en mí. No había nadie ahí para proporcionármelo, tampoco, pues Esther se había marchado sin ninguna indagación: esto me pareció evidente, porque el bel canto me arrollaba con el esplendor de su remate. Primeramente, el sonido del interior de una caracola; luego, una mayor potencia de la orquesta que ascendía por la escalinata de un magnífico recinto hasta el romper de los tambores, que todo lo sepultaron bajo su martilleo ensordecedor.
Ignoro si fue la negativa de Esther o la emoción del diálogo lo que me derribó. No me sentía en condiciones de averiguar cuál había sido el disparador de una situación tal, equívoca y explosiva a un tiempo. Mientras tanto, iba rehaciéndome y el aire me resultaba frío pues mi rostro estaba bañado en sudor. Busqué respaldo contra un sofá para un cuerpo al que yo oía crujir todavía bajo el peso conjunto de Mamá y mi hermano George, quien tal vez en aquel mismo instante estaba fabricando una escoba o dejándola para ir a comer; y también el peso de la Abuela Lausch en el Hogar Nelson. La bestia que hacía compañía permanente a los tres y a la cual yo creía exterminada, me había pasado por encima.
A todo esto, la señorita Zeeland estaba de pie en el vano de la puerta, mirándome desde allí, hija del famoso abogado, tocada con sus plumas de la noche y envuelta en sus vestiduras a la manera de una momia. Llevaba puestos zapatos dorados y guantes blancos hasta el codo; ostentaba un aspecto de pitonisa oriental con su cabellera peinada en forma de monumento que equilibraba su amplio busto. Su rostro, frío y despejado con cierto tipo de clima, pese a qué el largo y puro surco de su labio superior estaba a punto de entrar en movimiento y quebrar así su silencio habitual con algo trascendental y bien madurado: acaso explicarme qué cosa era el amor. Mas no, sus ideas permanecieron enigmáticas para mí, aunque ella no se marchó hasta haber apagado yo el fonógrafo: solo entonces se retiró silenciosamente esta mujer.
Pasé por el excusado de los hombres para lavarme la cara con agua tibia y luego fui al comedor, donde jugueteé con la comida —la peche flambée— y esto no pasó inadvertido para la señora Renling, que me habló así:
—Augie, ¿hasta cuándo abusarás de mi paciencia con esa tontería del amor? Vas a enfermarte. ¿Tan importante es para ti?
Luego, usó palabras cariñosas, acariciantes, y trató de bromear al respecto. Como mujer, intentó poner coto a mi imaginación ahí donde lo supuso necesario, explicándome lo positivo y lo negativo del sexo femenino, y elogió lo masculino al mismo tiempo, como si hubiese estado trabajando para Atenea, diosa griega de la sabiduría. Esto me enajenó un tanto. Yo no estaba bien de la cabeza, la verdad sea dicha, y el oír a la señora desprestigiar a sus hermanas a su modo erizado y metálico, me llevó a contemplarla con algún desprecio. Aguardé con el temblor de un palúdico la aparición de Esther en el comedor. Sus tíos ya estaban sentados a la mesa. Después se les sumó Thea; su hermana, al parecer, no vendría.
—¿Sabes? —observó la señora Renling al cabo—, esa no te ha quitado los ojos de encima desde hace un rato. ¿Acaso hay algo entre vosotros ya? ¡Augie! ¿Has hecho algo que yo deba saber? Te noto tristón: ¿es por eso? ¿Qué has estado haciendo?
—Nada. Yo no he hecho nada.
—¡Mejor así!
La mujer me acosaba como un policía.
—Eres demasiado atractivo para tu bien. Tendrás dificultades y ella también. Su cachondez la perderá.
Clavaba la vista en Thea y esta le devolvía sus miradas, una por una. El camarero pegó fuego a la flambée de los Fenchel. Se veían llamas azules aquí y allá en la luz verdosa del crepúsculo.
Me marché del hotel sin una palabra más, para caminar por la carretera de la costa, dar vía libre a mis vergonzosos retortijones y digerir mi enojo. Era terrible lo que sentía, el oprobio y la ira en cuanto a Esther y el deseo de atizarle a la señora Renling una en la cabeza. Recorrí alguna distancia, volví sobre mis pasos y entré en los jardines del hotel pero evitando el portal donde me aguardaba la Renling para reconvenirme por mi nula educación. Terminé en la hamaca de los niños. Sentado en ella, forjé imposibles en mi fantasía. Esther había repensado y venido a buscarme a mi habitación, fantaseaba yo y así di en recriminarme la estupidez que me poseía pero también en regodearme en placeres imaginarios y corruptos, algo peor que antes. Oí pasos que se acercaban, saliéndose de la grava y penetrando en el ámbito terroso de las hamacas. Era la hermana de Esther quien venía a hablarme, la misma contra la cual yo había sido puesto en antecedentes por la señora Renling. Vestía de blanco y sus zapatos terminados en punta semejaban aves en el incierto albor junto a las hamacas.
—¡Qué desilusión! No soy Esther, ¿verdad, señor March? Me imagino que lo está pasando usted mal. Parecía pálido en el comedor...
No dije nada, preguntándome cuánto sabía Thea y qué perseguía.
—¿Se ha repuesto usted ya?
—¿De qué?
—De su desmayo. Esther supuso que se trataba de un ataque epiléptico...
—¿Y por qué no? —repuse, pesado y hosco, como desmoronándome.
—No lo creo. Usted se siente amargado y no desea que yo le moleste más.
Esto no era así; prefería que se quedase conmigo, así que dije que no y ella se sentó a mis pies, tocándolos con su muslo. Traté de apartarme, pero Thea tocó mis tobillos diciéndome:
—No se moleste usted. No se ponga incómodo por mi causa. ¿Qué sucedió en realidad?
—Que pedí a su hermana que saliese conmigo.
—Y cuando ella se negó, usted cayó desvanecido.
Advertí su calidez hacia mí, algo que no era mera curiosidad de su parte.
—Yo estoy con usted, señor March —prosiguió—, y por eso le diré qué piensa mi hermana. Esther cree que usted tiene una obligación íntima para con la señora que le acompaña.
—¡Qué! —y, poniéndome súbitamente en pie, di con mi cabeza contra una clavija de la hamaca.
—Que usted es su gigoló. Siéntese, por favor. Me ha parecido bien contarle todo esto.
Me sentí como quien ha estado transportando algo con especial dedicación y se le ha derramado, con la consiguiente quemadura. Y yo, inocente de mí, que siempre había presumido que por la mente de las niñas pasan exclusivamente los pensamientos puros e ingenuos, nada regido por los patrones de un salón de billares como el de Einhorn.
—¿Cuál de ustedes dos ha supuesto eso, usted o su hermana?
—No quiero que toda la culpa recaiga en Esther: también yo lo sospeché, si bien ella sacó el tema. Sabíamos que usted no es pariente de la señora Renling porque la oímos decir a la señora Zeeland que usted es el protegido de su marido. Usted nunca ha bailado con nadie más; a veces se toman de la mano ustedes dos y ella es una mujer atrayente, para su edad.
¡Usted tendría que verse hacer pareja con ella! Además, la señora Renling es europea y allá no está mal visto que una mujer tenga un amante mucho menor que ella. Yo no veo lo espantable de todo eso; solamente la boba de mi hermana es capaz de pensar así.
—Es que yo no soy europeo. Soy de Chicago y trabajo por cuenta de su marido en Evanston, como empleado en su tienda. ¡Esa es mi única ocupación!
—Por favor, no se ponga así, señor March. Nosotros hemos visto algo del mundo. De otro modo, yo no estaría aquí con usted. No estoy tampoco tratando de inquietarle más. Si es, es, y si no es, no será...
—Usted no sabe lo que dice. Es sumamente desagradable lo que imaginan de mí y la señora Renling, que solo tiene bondades para conmigo.
Yo estaba fastidiado y eso se advertía fácilmente por el sonido de mi voz. Ella no me respondía, por lo tanto; se la veía tensa y caldeada por su excitación. Sus ojos me escrutaban; ya no había sonrisas en su rostro sino profunda seriedad. Poco a poco descubría yo lo extraordinario de su persona, porque su expresión era alerta, inquisidora y casi implorante; delicada pero llena de fibra, con la temeridad que te admira y preocupa al verla en una joven; como cuando presencias una batalla entre pájaros, dos fieros chorros de sangre, que pueden morir con perfecta sencillez por mínimas heridas y, al parecer, no lo entienden. Por supuesto, esta es quizá una entre tantas inocentadas masculinas.
—Usted no creerá que soy el gigoló de la señora Renling, por lo menos, ¿verdad?
—Ya le he dicho que no me importaría si lo fuese.
—¡Claro! ¿Qué puede significar algo así para alguien como usted?
—No. No lo entiende usted. Enamorado de mi hermana, la ha seguido por todas partes, sin notar que yo he hecho lo propio con usted.
—¿Cómo dice?
—Que yo estoy enamorada de usted. Lo quiero.
—¡Por favor! Esa es una idea suya, si acaso es una idea. ¡Qué ocurrencia!
Thea tomó mi mano entre las suyas y la llevó hacia sí, inclinándose un tanto. Eran gráciles sus caderas.
—Tú no te habrías enamorado de Esther, si la conocieras. Tú eres igual a mí. Ella no es capaz de amar. ¡Augie! ¿Por qué no me eliges a mí?
¡Y pensar que yo me creía superior a la señora Renling por lo infundado de sus sospechas!
—Tu señora Renling me importa poco —dijo Thea—. Y si alguna vez te hubiese gustado, ¿qué?
—¡Jamás me gustó!
—Una persona lo puede todo en su juventud, porque en ella abunda la vida.
¿He dicho acaso que la existencia nunca ha tenido mejor colorido que entonces? Es cierto, si omito la mención de cierto miramiento por el prójimo, algo que renguea en el alma, teñido de culpas, y que solo en apariencia pierde terreno frente a la floral belleza, pero en realidad te precede a donde fueres.
—Señorita Fenchel —dije, levantándome y tratando de impedir que ella hiciese lo propio—: usted es guapísima, pero... ¿en qué nos estamos metiendo? ¡Yo amo a Esther, no puedo remediarlo!
Y, como la chica pretendiera asirme, me escabullí por el huerto adyacente.
—¡Señor March! ¡Augie! —me llamó, sin resultado.
Yo no deseaba altercar con ella en aquel momento. Entré en el hotel por la puerta trasera. De regreso a mi cuarto, descolgué el receptor para no tener que explicarme ante la señora Renling. Me quité mis buenas ropas y me puse a razonar conmigo mismo: aquel era un asunto entre hermanas y yo figuraba en él en forma casual, no personal. Si esto no fuese así, la suerte no tendría ningún peso en las cosas del amor. ¡Cómo se deja arrastrar la gente en direcciones erróneas! La feliz convergencia de deseos afines es una curiosidad, pura rareza. El experimentar yo tales deseos amorosos y de manera tan clara y específica resultaba tal vez una intolerable presunción, la cual equivalía a interpretar malamente el verdadero estado de cosas, el drama humano.
Cuando a la mañana siguiente me presenté en los aposentos de la señora Renling, dejé abierta la puerta tras de mí.
—¿Dónde has nacido? —me amonestó—, ¡ciérrala! Estoy en la cama, ¿no lo ves?
Cumplí la orden desganadamente y ella observó las muchas arrugas de mi atuendo.
—Hazte planchar esas ropas después del desayuno —me dijo—. Habrás dormido con tus pantalones puestos. Te hago concesiones porque estás enamorado y porque estuviste cortés conmigo anoche. Pero no tienes por qué vestir como un vagabundo.
Partió luego para su baño termal y bajé yo al vestíbulo del hotel. Los Fenchel no estaban ya en el establecimiento; Thea me había dejado una esquela en conserjería: «Esther ha hablado con mi tío. Iremos a Waukesha por algunos días y después hacia el este. Te equivocaste tontamente anoche. Piénsalo. Es verdad que te amo. Volverás a verme».
Los días sucesivos fueron de melancolía, duros de conllevar. Me preguntaba en quién me había transformado yo, exigiendo de la vida el goce y la belleza como un conde nacido a la elegancia y el amor, con huesos hechos de caramelo. En rigor de verdad, poco importaban para mí la cuna y otras historias, dificultades que mi temperamento democrático pasaba por alto, presumiendo que los demás se parecerían a mí.
En tanto, me sentí como cargando lo que hasta el momento había cargado conmigo. El hotel Merritt, pongámoslo por caso, me asqueaba ya, tan cremoso y dorado como era: el tipo de servicio que ofrecía y la música y el baile, aquellas hiperbólicas flores que de pronto se me antojaban de hierro pintado; la afectación de frivolidad se me convertía en una piedra al cuello y, encima de todo esto, ¡la señora Renling! No podía ya soportarla cuando se ponía dificultosa. Hasta el clima resultó desafortunado, frío y lluvioso hacia el final de nuestra estancia. Preferí el parque de diversiones de Silver Beach a la tiranía de la señora Renling. Me empapé muchas veces, por usar mi antiguo impermeable, sin relación con mi reciente elegancia. Pasé las horas sentado en medio de aquel turbio ambiente, esperando que llegase a su fin la serie de baños de la señora Renling.
Simón me escribió por entonces para decirme que vendría a St. Joe en compañía de una joven amiga. Tuvo buena suerte con el clima. Les recibí en el muelle. Las lluvias habían lavado los azules y verdes del paisaje; el frío era de presentir. En cuanto a quienes desembarcaron, traían consigo ostensiblemente el tráfago de la urbe: familias, hombres solteros, mujeres oficinistas de a dos cargadas de los trebejos de playa y de hechos menos visibles, también pesados. Bajaban hacia la claridad y una paz; yo vi aquí y allá algún rostro resguardadamente feliz y vi sedas, cabelleras, sombreros de paja, pechos de gente venida a respirar pureza y descargarse de su tensión o a permitir que se impusiesen las cosas simples, contenidas hasta ese instante. Percibí deseos y fobias acurrucados en vientres, hombros, piernas, desde épocas tan remotas como las del jardín del Edén y la caída de Adán.
Más alto que casi todos, rubio y tostado, surgió mi hermano con su aspecto teutónico, acicalado como para el día de la Independencia y un tanto, además, con la elegancia de un gitano, sonriente, a la vista su incisivo roto, con su chaqueta abierta y acarreando dos bolsos de mano. Despedía hermosura como calor en el azul de sus ojos, en forma fantástica; era algo que se veía en sus mejillas y en su cuello, algo enjundioso, animal en el mejor sentido de la palabra. Bajó por la planchada buscándome con la mirada ahí donde había sombra en el muelle. Nunca lo he visto de mejor traza, al sol y moviéndose al compás de la muchedumbre, con sus trapitos de cristianar. Su brazo en torno a mí me hizo feliz de olerle y sentirle. Dimos unas pocas pero calurosas y viriles muestras de alegría. Chacoteamos.
—¿Cómo estás, metepatas?
—¿Y tú, ricachón?
No hubo aguijonazo en esta salida, si bien Simón se había comportado cautelosamente hacia mí en los últimos tiempos, porque yo ganaba más que él, nadaba en la opulencia.
—¿Cómo están todos? ¿Mamá?
—Mal de la vista, tú lo sabes, pero bien en lo demás.
Entonces me presentó a Cissy Flexner, una chica morena y corpulenta que yo había conocido en la escuela del barrio. Antes de quebrar, su padre fue dueño de una tienda especializada en ropas de trabajo: un hombre grueso, pálido, tímido y retraído, siempre metido entre sus mercancías. Ella, en cambio, era una obra maestra de alta estatura, siempre solícita consigo misma. Tenía piernas colosales, pero pulcras, y andaba con la pelvis echada hacia delante. Una boca ancha, que habría resultado perfecta si no hubiese dado la impresión de saborearse a sí misma todo el tiempo. Ojos de complicados párpados, aunque magníficos en su lenta pesantez: un acontecimiento erótico. De modo que Cissy debía andarse con tiento y bajar la vista a fin de ser púdica respecto a sus dotes, dotes tales como la turgencia del busto, la arquitectura de las caderas y otras riquezas tersas y mórbidas de las que toman por sorpresa a la niñita en vías de desarrollo, debido a su eminencia. Cissy me acusó juguetonamente de hacerla objeto de examen, pero ¿acaso era posible evitarlo? Me justificaba, además, la posibilidad de que pronto se convirtiese en cuñada, ya que mi hermano estaba perdidamente enamorado. Procedía como marido, incluso: entre ambos cundía una intimidad cariñosa que estaba a la vista mientras caminaban lentamente al borde del agua y yo nadaba en el lago de profundos colores a corta distancia de los dos. Y también en la arena, después de haber secado Simón su pecho viril, cuando restregaba el dorso de su novia, lo besaba tiernamente y así me propinaba, sin saberlo, un momentáneo dolor en el cielo de la boca, como si yo mismo hubiese aspirado el aroma de una piel y palpado su tibieza. ¡Cissy tenía tanto, tanto que dar con esplendor propio y con plena llaneza! Era maja y estupendamente accesible.
A mí no me agradaba del todo, en parte porque seguía pensando en Esther y en parte porque, fuera del vigoroso encanto femenino, de ella se desprendía solamente cierta lentitud o modorra. Esto obedecía quizá al estupor que le causaba la propia presencia, capaz de pesar sobre su pensamiento de manera adversa. Algo así como las metas que en su sangre lleva un oso pardo o un tigre, gravitantes sobre el cerebro de esas bestias, manifestación de algo ejecutado con perfección hasta en las señas de su pelaje. Mas ¿qué hay del privilegio de no pertenecer a una especie inferior y de la misión de nuestra especie? El ingrediente intelectual era débil en la personalidad de Cissy, pero en él no faltaba la astucia, pese a toda la suavidad de ella.
Extendida en la arena —la brisa estaba cargada de olores de playa: palomitas de maíz, mostaza—, Cissy respondía sin fatiga a preguntas (que yo no oía) hechas por Simón, junto a ella con sus pantaloncitos encarnados de baño:
—Tonteras. ¡Qué borrico eres! ¿El amor? ¡Bah!
Sin embargo, su complacencia parecía genuina.
—Me alegra que me hayas traído aquí, Simón, todo tan limpio. Es divino.
No me gustaba ver forcejear a Simón para convencerle de esto o aquello. Casi todo lo propuesto por él era rehusado por ella.
—No lo hagamos —proponía—, pero digamos que sí lo hemos hecho.
Semejante política de Cissy lo desviaba del recto camino que yo le conocía y hasta lo inclinaba a cierta tosquedad en su intento de conservarla. Igual a los perros, Simón jadeaba con la lengua fuera, a fuerza de empeño y chifladura; en él advertía yo, no obstante, un fondo de irritación que se manifestaba en dos lamparones rojos, uno a cada lado de la nariz. Yo lo comprendía bien, porque nuestras dificultades con sendas mujeres —Esther y Cissy— no diferían en mucho. Era la misma Troya para los dos.
Lo que estaba sucediéndonos habría dado a la Abuela Lausch las satisfacciones de una profetisa. A la Abuela o al espíritu de la Abuela, pues lo que quedaba de ella había sido engullido por el hogar para ancianos, una partida dé finalistas a quienes estaba reservada permanentemente una sorpresa: la de cuál de ellos saldría de juego en la próxima vuelta. Yo registré el buen éxito de su predicción a nombre de la Abuela. En cuanto a Simón, él y yo comenzamos a sentirnos cerca uno de otro, como antes cuando no había disidencias todavía entre nosotros. La reunión no llegó a darse, en realidad, pero yo sentí de nuevo mi amor por él. Lo veía de pie junto al agua, llevando sobre los hombros una bata floreada de Cissy, y entonces me parecía craso y valiente al mismo tiempo, como si se hubiese sentido juguetón con el usufructo de los favores de la chica.
Acompañé a ambos al vaporcito del anochecer, porque Cissy rehusó quedarse allí hasta la mañana siguiente. Estuve en cubierta con ellos durante el largo proceso del crepúsculo. Todo se volvió azul, al cabo, y no había luz de ninguna especie. Las nubes que bogaban hacia la ciudad se veían otoñales y pesadas, liberadas del poder del sol postrero.
—Y bien, Augie —dijo Simón—, puede que nos veas casados en los próximos meses. ¿Me envidias? Apuesto a que sí.
Cubrió a Cissy con sus brazos y, apoyando la barbilla en el hombro de la chica, la besaba en el cuello. El modo llamativo de enamorarla que tenía Simón me resultó curioso: poner una pierna entre las de ella y esparcir los dedos de sus manos en sus mejillas, por ejemplo. Cissy no se negaba a nada de lo que él hiciese, aunque sus labios pronunciaran solamente negativas. Hablando, a ella le faltaban cordialidad y finura. Con las manos metidas en las mangas de su abrigo blanco para combatir el relente, Cissy se colocó junto a un bote salvavidas. Simón, en mangas de camisa debido a la quemadura de sol, llevaba puesto su sombrero de panamá, cuya ala era trabajada por el viento.