19

LAS serpientes huyeron, presumo que a las montañas. Yo no volví a la Casa Descuitada para averiguarlo. Iggy me condujo a la quinta en que vivía, donde ocupé un cuarto. Por un tiempo estuve sin hacer nada, salvo yacer como muerto en la cálida celda de piedra al tope de la casa. Subías las escaleras hasta que se hubieran acabado; el resto, por una escalerilla de mano. Allí me estiré en un catre y permanecí, enfermo, durante días. Si Tertuliano se acodó en la ventana del cielo para huir de la visión de los condenados al infierno —es lo que pensó que haría—, puede que haya visto mi pierna estorbándole la vista a través de la luz del sol. Así de perturbado estaba yo.

Iggy venía rato en rato a hacerme compañía. Se quedaba repantigado en una silla baja, sin decir esta boca es mía por horas y horas, hundida la barbilla, con las correspondientes arrugas en el cuello, y atados los pantalones con cordel de sus alpargatas39 como estilan los ciclistas. De tanto en tanto tañía la campana de la iglesia cercana con el sonido de alguien que desciende unos peldaños bamboleándose bajo el peso de un cubo de agua clara que va salpicando por el camino y que lo hace resbalar y dar traspiés sin garbo por las losas. Iggy estaba consciente de mi crisis y no quería dejarme solo, pero, si yo trataba de decir algo, lo volvía en contra mía, sin aceptar nada de lo que me había instado a contar. Desde luego conté todo, hasta quedar sin aliento, mas luego sentía que él tenía cubierto mi rostro con su mano, prohibiéndome decir más. Al cabo de un tiempo dejé de hablar de mí. Él venía como obra de misericordia a acompañarme, pero parecía que se quedaba para ahogarme. A la par que se compadecía. Iggy se desquitaba misteriosamente de mí.

Comoquiera, él se acomodaba contra el elegante muro iluminado por un sol que entraba por encima de otro en que se posaban las palomas de patas rojas, aventando polvo y paja. A veces, incluso, Iggy se apoyaba.

Yo sabía que había hecho mal. Mientras cavilaba, mis ojos buscaban la salida. Algo le ocurría a mi capacidad de olvido: estaba dañada. Me asediaban mis errores y defectos por los cuatro costados, corroyéndome el alma hasta que despertaba en un sudor frío y me revolvía en mi lecho, o sentía la inutilidad de revolverme.

De pronto, preguntaba yo:

—Iggy, ¿qué puedo hacer para demostrar mi amor a Thea?

—¡Qué sé yo! Si no la amas, ¿cómo pretendes demostrarlo?

—¿Cómo puedes decir esto? ¿No ves cómo ha sido?

—¿Por qué te fuiste con la otra, entonces?

—Fue por una especie de rebelión... ¿cómo puedo saberlo? Yo no he inventado a los seres humanos, Iggy.

—Tú no sabes por dónde vas, todavía, Boling. Lo lamento por ti —añadió desde su puesto junto al muro—, de veras. Pero tiene que sucederte algo así antes de que aprendas a vivir. Lo has pasado demasiado bien. Tendrás que recibir unos cuantos golpes y sentirte aplastado alguna vez. Si no, nunca comprenderás lo mucho que has hecho padecer a esta mujer. Tienes que reconocerlo para dejar de ser un irresponsable.

—Está demasiado enfadada. Si me amara, no sería así la cosa. Tiene que haber un motivo de tanto enfado.

—Tú se lo has dado, hombre.

Era inútil platicar con Iggy, así que terminó por parecerme que el silencio es oro. Discutía con Thea entre mí, pero continuaba perdiendo. ¿Por qué lo había hecho yo? Sabía bien que la había herido, y mucho. Lo veía tan claro como a ella, en mi mente, cuando me decía, con la garganta tensa:

—¡Estoy desengañada!

—Escucha, vida —habría deseado argumentarle—, por supuesto que sí, ¿quién no se desengaña alguna vez? ¡Tú lo sabes! Todos reciben daño y todos lo hacen, especialmente en cuestiones de amor... Yo te he perjudicado, pero te amo y tú debes perdonarme para que continuemos juntos.

Tendría que haber corrido yo el riesgo de ir tras las víboras en las montañas, en lugar de quedarme en la vertiginosa población, todavía más temible y aventurada que aquellas.

Thea había recibido un impacto cuando le revelé mi sentir acerca de su amor por la caza. Pero, a la vez, ¿no había querido hacerme trizas con su ataque, al echarme en cara cuán presuntuoso, cuán indigno de confianza y qué mujeriego sin conciencia era yo? ¿Sería verdad lo de que el amor constituiría siempre algo extraño a mí en cualquier forma en que se me presentara, aun sin águilas ni serpientes de por medio?

Medité y quedé perplejo de la mucha verdad que en esto había. ¡Así era, en efecto! ¡Pensar que había creído que mi partido era siempre el de mi madre contra el de las abuelas Lausch, las señoras Renling y las Lucy Magnus del mundo!

Si yo carecía de dinero, profesión y deberes, ¿no obedecía esto a la necesidad de hallarme libre, de ser un leal devoto del amor?

¿Yo, sirviente del amor? ¡En absoluto! Y de pronto sentía asco de lo zafio de mi alma. Mi propósito de sencillez era un fraude. No era yo bienintencionado ni sentía una pizca de afecto por nadie, por lo cual empecé a hacer votos por que el México que estaba al otro lado del muro penetrara en mi reducto y me devorase de una buena vez. Así sería arrojado yo en el polvo del osario, para pasto de gusarapos y salamandras.

No bien comenzada, aquella terrible investigación debía proseguir. Colegí que, si agradar era mi único afán, habría de serlo por un empeño mío de despistar al prójimo o bien el de presumir, quizá. A la vez, se vinculaba esto con mi manía de que todos resultaban superiores a mí, ilustres poseedores de lo que a mí me faltaba. Pero ¿qué me parecía la gente, en último caso? ¿Algo maravilloso y quimérico? ¡Cuánta confusión, la de pretender un destino de independencia y al propio tiempo el amor!

Era una monstruosidad el caer en confusión tal.

Mas no, no era posible que yo fuese un monstruo y a la vez padeciera. Demasiada injusticia. Yo no me lo creía.

No era justo pensar que cualquier individuo tuviese más esencia y existencia que yo. Estaba claro que no había tal cosa; todo era obra de mi imaginación calenturienta, que erraba respecto al concepto que de mí abrigaban los demás, sin comprender cabalmente por qué gustaba yo o dejaba de gustar y siempre por razones ajenas a mi realidad, por pereza mental ajena. Lo aconsejable, por eso, es no inquietarse, si bien, en tal caso, es menester inquietarse lo bastante para entender qué resulta placentero y qué displacentero en uno mismo. ¿Piensas, acaso, que te observará atentamente todo recién venido? No. ¿Te incomoda que alguien se fije en ti? Ni por asomo. Nadie, en rigor de verdad, puede exhibirse sin el sentimiento de arrancarse la máscara con vergüenza, ni demostrar solicitud mientras esté preocupado por ello, pero sí está obligado a parecer valioso y más fuerte que el prójimo... ¡enfadado, incluso! A todo esto, no sentirá en sí fuerza genuina: solo engañar y ser engañado y confiar en esa forma de engaño. Esto sí: creerá con desmesura en la fuerza del fuerte. Por eso, nadie sabe a ciencia cierta qué es real, porque no permite que asome nada auténtico a la luz del día. He ahí, de cuerpo entero, la raza humana: deforme, degradada, bastarda... ¡mera humanidad!

Aunque, digo yo, si estás rodeado de gente capaz y desenvuelta, con objetivos pujantes y airosos, ¿podrás codearte con ella si eres un menguado claudicante, un desdichado sin luces ni virtud? ¡Pues no! Habrás de maquinar en tu fuero íntimo cómo resultar distinto, idóneo en el enfrentamiento con el poder, sus instrumentos y representaciones. Te inventarás, entonces, un hombre apto para sostenerse frente a la temible apariencia ajena, de modo tal que, sin recibir justicia ni obrar con justicia, por lo menos puedas vivir. Eso suele hacer la mera humanidad, que consta de millones de «inventores» de este tipo, verdaderos artistas del disfraz que —cada cual a su aire— procuran transformar a los demás en figuras de reparto que lo sostengan en su fingimiento. Son los conductores preclaros, jefes y dirigentes quienes reclutan el mayor número de comparsas: de ahí su poderío. Aquí surge una persona que logra imponer la presunta verdad de su reclamo; allí una voz de trueno —amplificada— que se oye sobre las otras. Resulta, pues, que una descomunal invención —la que hace del mundo lo que este es— se trueca en la realidad misma de ese orbe de ciudades, fábricas, edificios públicos, ferrovías, ejércitos, represas, cárceles y películas cinematográficas. El gran forcejeo de la humanidad no es otro que el necesario para reclutar a tu prójimo, atrayéndolo a tu versión de lo real. Así es como aun las flores y el musgo de las piedras pasan a ser las flores y el musgo de una interpretación de lo real.

Por cierto, mi aspecto era el de un recluta ideal, salvo que lo inventado jamás se tornaba real para mí, a pesar de mis esfuerzos para creérmelo.

La falla consiste en que me resulta punto menos que imposible el fijarme en un sentimiento puro y continuar fijado a él. Es esto lo que me reportaba el mayor daño. La propia Thea me pareció incapaz de aguantar la felicidad por mucho tiempo: tal —pienso— puede haber sido la explicación de su frialdad. Quizá haya padecido idéntica molestia en cuanto a su camino elegido. Un año antes de esto, cuando Mimi Villares andaba en apuros, Kayo Obermark me dijo que este es patrimonio de todos. No existe quien no coseche amarguras a lo largo de su camino elegido. Es posible, incluso, que la amargura constituya el camino, ya que transitar por él requiere valor, mucho valor, pues se trata de escoger algo vivo, fuerte, violento, esforzado como meta, y eso es lo que nuestra flaca humanidad no soporta por mucho trecho. Además, el camino elegido no ha de conducirnos a lo que ya poseemos, pues, por lo regular, lo tenemos en poco. ¡Cuánto desdén me hizo sentir la idea de Obermark, qué cólera feroz! ¡A freír monas, los esclavos! ¡Asquerosos y cobardes!

Por lo que me toca —y sin pena ni gloria alguna—, la invención mía, mi bola egregia, era la de la simplicidad. Deseando simplicidad, yo negaba la existencia de lo complejo. Y me mostraba astuto, suprimía muchos deseos ocultos en lo íntimo de mi corazón, tan insidiosamente como el más pintado. ¿A qué perseguir la simplicidad, en caso contrario?

Una personalidad acusada es un peligro, en primer lugar. Son las almas típicas quienes se salvan. Por eso se tuerce y falsea la gente, a fin de eludir el pavor. Esto no es nuevo. Los hombres primitivos, la tímida grey de las tribus, se aplana la cabeza, se perfora los labios, se trunca el pulgar, se pone máscaras atroces como el miedo y se pinta o se tatúa: cualquier recurso, con tal de ganarle por la mano al espanto.

Decidme, ¿cuántos hombres de la talla de Jacob usan para reposar una piedra por almohada, o van a dormir con los ángeles y pugnan contra el miedo para conquistar el derecho a existir? Varones tales escasean; por eso son hechos los padres de un pueblo.

En cuanto a mí, busqué amparo en quienquiera que estuviese dispuesto a dármelo. Así huí yo del terror y el frío del caos. Y así caí en transitorios abrazos. No fue una conducta intrépida, ni fue consuelo el parecerme a otros muchos. Si tantos eran estos, han de haber padecido en forma análoga todos ellos.

Habiendo comprendido lo cual, encarecí una nueva oportunidad de ser valeroso. Resolví entonces viajar a Chilpanzingo a defender mi causa. Admitiendo mi debilidad, lograría poco a poco ajustar mi conducta a la que exigía Thea, si acaso ella tuviese a bien ser paciente conmigo.

Tan pronto hube decidido esto, me sentí recobrado. Fui a la peluquería40 y me hice afeitar. Comí en la tienda de Louie Fu y una de sus hijas planchó mis pantalones. Mi desazón era considerable, pero la dulcificaban mis esperanzas. Yo preveía la palidez de Thea al reñirme nuevamente, y el centelleo de sus ojos negros, pero también el abrazo consecutivo. Pues Thea me necesitaba. Su excéntrica energía, nacida de la duda —¿podría reposar en alguien, de aquí en adelante?—, se detendría en mí y volvería a la serenidad.

Imaginando esto, yo me excitaba, me derretía, me ablandaba y seguía soñando. Como si todo estuviese sucediendo ya. De ordinario se adelantaba mi fantasía a los hechos y preparaba el camino. O, si no, no nos aventuraríamos por terreno resbaladizo; mi imaginación, empero, construía calles y muros —como el ejército romano en España o las Galias— aun estando de paso.

Sentado en calzoncillos mientras aguardaba los pantalones, vi aparecer al perro de Louie Fu. Gordo y lánguido, oliendo como Winnie, se detuvo ante mí y me contempló. No deseando caricias, retrocedió y mostró sus viejos dientes cuando intenté sobarla. Sin enfado, aspiraba al aislamiento. Con un suspiro fue a meterse bajo la cortina. Era una perra anciana como ella sola.

El autobús —un antiguo transporte de escolares norteamericanos— arribó como el carretón sin muelles de tiempos pasados. Sentado yo en su interior con mi billete, vi acercarse a Moulton, quien me dijo:

—Apéate, que tengo que hablar contigo.

—No quiero.

—¡Vamos! —insistió muy en serio—. Es importante. Te valdrá la pena.

Iggy, que estaba allí para despedirme, le habló:

—¿Por qué no te metes en tus asuntos, Wiley?

La frente de Moulton y su nariz de púgil se habían cubierto de un sudor blanco.

—¿Te parece apropiado que este se meta donde no le llaman y se haga diñar?

Me apeé y pedí explicaciones a Moulton.

Antes de que Iggy hubiese reaccionado, Moulton me arrastró unos pasos más allá a viva fuerza, con mi brazo bajo el suyo.

—¡Despierta! —me dijo—. Talayera es amigo de Thea, ¿comprendes?, y está con ella en Chilpanzingo.

De un tirón me desasí de él, con la intención de estrangularle.

—Ig —gritó—, a ver si lo contienes.

Iggy me cogió de los brazos.

—¡Suéltame!

—Aguarda, que no vas a matarle aquí, en lugar público con espectadores y policía. ¡Píratelas, Wiley, que este tiene la fuerza de un toro!

Yo deseaba destruir a Iggy también, que me tenía clavado en el sitio.

—¡Aguarda, Boling! Primero averigua si es cierto. Maldita sea, ¡usa la cabeza! —vociferó Iggy.

Moulton retrocedió mientras yo le perseguía arrastrando conmigo a Iggy.

—No seas pelmazo, Boling —dijo Moulton—, que es la pura verdad. ¿Quiero pelea contigo acaso? Lo hago por ayudarte, para que no salgas lastimado. Corres peligro allá. ¡Talavera te matará!

—¡Mira qué favor le has hecho, bestia! —dijo Iggy—. ¡Mira qué cara pone!

—¿Es verdad que ella se ha marchado con él, Iggy? —articulé con esfuerzo, pues me sentía desgarrado por dentro.

—Él fue su amiguito antes —dijo Iggy—. Un tío me contó que Talavera salió para Chilpanzingo ayer mismo, siguiendo a Thea.

—¿Cuándo dices que él fue...?

—Unos años atrás. Te diré que estuvo viviendo en la Casa Descuitada, o poco más o menos —terció Moulton.

Me desmoroné junto al quiosco de música. Mis piernas no me sostuvieron ya. Me tapé la cabeza con mis manos y, con mi cara contra las rodillas, me eché a temblar.

—Me sorprende el modo en que lo tomas, March —dijo, severamente Moulton.

—¿Cómo pretendes que lo tome, hombre? ¡Déjate de darle tan duro! —protestó Iggy.

—Se hace el chaval y tú le alientas —dijo Moulton—. Esto nos ha sucedido a nosotros. Le sucedió a Talavera cuando ella se apareció con Smitty y luego con él.

—No, no fue así. Talavera sabía que ella estaba casada.

—¿Qué diferencia hay? Talavera tiene su corazoncito. Pues bien, ¿no debe enterarse un hombre de lo que pasa cuando algo sucede? Este es un hecho de los que tienen que saberse, coño.

—Pero este tío la ama todavía. Tú te enfadaste cuando alguien te puso los cuernos con tu mujer, pero no porque la hayas querido.

—Bueno, ¿es que ella está enamorada de él? —dijo Moulton—. Entonces, ¿qué está haciendo con Talavera en las montañas después del porrazo que se dio este, que le dejó hecho polvo?

—¡Nada estuvo haciendo en las montañas con él! —exclamé entigrecido—. Si Talavera está en Chilpanzingo ahora, pues no significa que ande con Thea.

Moulton me contempló de hito en hito y dijo con admiración:

—Chico, apuesto a que tú ves lo mismo que los demás, pero te quedas con tus opiniones. ¿Por qué no te confió ella que Talavera era un antiguo novio? ¿Y qué estuvisteis haciendo? ¿Debatiendo si sí o no? ¿No condescendió la dama a fin de cuentas?

—¡Nada sucedió! ¡Nada! ¡Si no te callas, te haré tragar un adoquín, hijo de puta!

Moulton parecía dispuesto a continuar; no estaba bromeando, había intención en sus palabras. Sus ojos, agrandados, estaban fijos en mí.

—Lo siento mucho, chico, pero las mujeres son así: no tienen juicio. No son para jóvenes sonrientes como tú. ¿Qué quieres apostar a que se le ha entregado a Talavera y no te guardó nada para ti?

Le salté al cuello. Iggy me sujetaba desde atrás. Traté de sacármelo de encima, pero se resistía; cuando lancé todo mi peso sobre él, aplastándole, quedó sin aliento:

—¡Cielos, chico! ¿Estás tocado? Estoy tratando de que no te metas en líos.

Moulton se había largado ya, en dirección al mercado por una calle transitada. Vociferé unos improperios y le prometí matarle.

—¡Deja! Mira que allí hay un guardia que tiene puesto el ojo en ti, Boling.

Sentado en el estribo de un coche, en efecto, estaba un indio uniformado. Parecía hecho al espectáculo que suelen dar los gringos borrachos.

Iggy había logrado ponerme de rodillas, pero seguía sujetándome.

—¿Puedo dejarte suelto ya? ¿No vas a correr tras él?

Sacudí la cabeza, con un sollozo. Iggy me ayudó a levantarme.

—¡Mírate! Estás hecho un asco. Tendrás que mudarte de ropas.

—No tengo tiempo.

—Ven a mi cuarto. Por lo menos te repasaré con un cepillo...

—No pienso perder el autobús.

—¿Quieres decir que te marchas a pesar de todo? Vas a pringarla.

Pero yo lo tenía decidido. Me lavé la cara en la tienda de Louie y ya subí al autobús. Encontré ocupado mi asiento. Todos los madrugadores que me habían estudiado junto al quiosco de música, habían comprendido, al parecer, qué me acontecía: yo era un pobre cabrón41 abandonado por su mujer.

Iggy subió al autobús conmigo y me dijo:

—No hagas caso de él. Talavera intentó lo máximo con ella, le hizo varias propuestas. Se moría por conseguirla. Por eso se interesaba en ti y visitaba la quinta. En la reunión de Oliver lo intentó una vez más. De allí salió pitando Thea por la misma razón.

No importaba tanto: como una cerilla encendida y un incendio, en comparación.

—No vayas a meterte en una pendencia allí. Estarías loco si lo hicieses. Te matará Talavera. Tal vez debería acompañarte para evitarte embrollos. ¿Quieres que vaya contigo?

—No, gracias. Déjame solo.

Él no deseaba acompañarme, en realidad.

El viejo autobús produjo de pronto un estrépito como el de varias máquinas de coser en un desván. A través de los gases que despidió el motor, la catedral se veía como reflejada en un río.

—Ya partes —dijo Iggy—. Recuerda que estás cometiendo una tontería, buscándole tres pies al gato.

Al ir deslizándose el autobús hacia la salida de la población, una campesina me cedió amablemente el borde de su asiento. No bien me hube sentado, me invadieron los espasmos de celos, violentos e impetuosos como antes. ¡Oh, llamas del infierno! Pensé que moriría.

¿Por qué lo ha hecho ella? ¿Por qué con Talavera? ¿Para castigo de mis pecados? ¡Valiente modo de castigar!

¡Tanta culpa tenía ella como yo! ¿Estuve yo encandilado con Stella? Pues ella miraba a Talavera, con su venganza lista contra mí.

¿Dónde estaba el gatito que teníamos en Chicago? De pronto surgió la pregunta. Una vez que nos habíamos ido por dos días a Wisconsin y regresamos de noche, el pobre animalito maullaba de hambre. Thea se echó a llorar sobre él, lo introdujo en su vestido y fuimos al mercado de Fulton Street, donde le compramos un pescado entero. ¿Dónde estaba ese gatito ahora? En alguna parte y en ninguna en particular. Así de duraderos son los apegos de Thea...

Luego recordé la profundidad de mi amor. Era un placer, para mí, que las líneas de nuestros nudillos fuesen similares. Con sus dedos tocaría Thea a Talavera donde me hubiera tocado a mí. La idea de que otro hombre recibiría el mismo trato, vería la misma entrega y oiría palabras oídas por mí, me aniquilaba. Fui un atisbador oculto, en mi imaginación, y pasé por el potro de tormento.

Había pretendido desposarla, pero la posesión no existe. Ni poseen maridos a mujeres, ni son estos propiedad de ellas, ni los hijos de sus padres. O se marchan o se mueren. El único adueñarse pertenece al momento fugaz. Si es que lo logran. Y mientras vive un deseo, vivirá luchando contra su negativo. Es así como trazamos la obstinada marca de la posesión: escrituras, certificados, anillos, compromisos, arras y otros símbolos de permanencia.

Hicimos, pues, prodigios de velocidad de camino a Chilpanzingo con una temperatura canicular. Atravesamos las tormentosas sierras pardas, luego tierras yermas sembradas de roca y por último brazos de mar al estilo de los de Florida. Cuando ya llegábamos rodando locamente al pueblo, alguien se encaramó al autobús para hacer un trecho de gorra, aferrándose a mi brazo, y esto dolió: luché y el gorrón tuvo que soltarse, no sin darme antes un vivo golpe en la palma de mi mano. Me escoció y quedé furioso.

Aquí había otro zócalo. Muros que habían sido blancos una vez, mugrientos ahora, hundíanse en el suelo donde estaban florecidos los montones de desperdicios: un encanto español, comido de ratas, flotaba sobre calles espantosas como las de Sevilla putrefacta.

Tenía yo la idea de que mataría a Talavera si le veía por la calle. ¿Con qué? Una navajilla tajaplumas, no lo bastante peligrosa. En la plaza busqué dónde adquirir un cuchillo, sin suerte. Sí hallé un sitio sobre cuya entrada —un rectángulo oscuro en la pared, como una tumba milenaria en el desierto sirio —leíase la palabra «Café». Entré con la intención de hurtar un cuchillo del mostrador. No había sino cucharillas ornadas, en el azúcar. Un mosquitero blanco pendía desgarrado, igual a una labor de ganchillo hecha para nada útil.

Al salir del café, vi aparcada la furgoneta bajo un balcón de hierro forjado tal cual los de Nueva Orleans, semidestruido. Olvidado de las armas blancas, corrí hasta aquel edificio y me metí dentro. No vi conserje; solo un viejo que barría el patio. Por él me enteré del número de la habitación que ocupaba Thea. Le hice subir a anunciarme e inquirir si la señora accedería a recibirme.

Respondió Thea en persona, hablando por una brecha en la persiana. Preguntó qué te trae. Subí de dos en dos las escaleras y, dirigiéndome a la puerta cerrada, declaré mi necesidad.

Thea me hizo pasar. Dentro, husmeé rastro de una presencia extraña, lo primero. Se notaba el consuetudinario enredo de ropas y equipos diversos, pero era imposible discernir lo otro, aunque de nada hubiese servido: yo estaba resuelto a restar importancia a esas cosas.

—¿Qué buscas, Augie?

Entonces la miré. Sus ojos relucían, pero menos agudos que de costumbre. Thea debía de estar mala, porque se había soltado de las peinetas su cabellera renegrida. Me pareció que ella se había echado encima una bata de seda en el último momento (entre cuatro paredes, Thea prefería la desnudez en días calurosos como aquel) y no me costó nada imaginármela sin ella. Thea vio posarse mis ojos en su vientre y llevó una mano púdica a ese lugar. Siguiéndola con la vista, recordé amargamente cómo había traspasado mi privilegio a otro hombre. Quería recuperarlo.

Dije con facciones arrebatadas:

—Necesito saber si podemos convivir de nuevo.

—No, ya no.

—Me dicen que Talavera está contigo.

—No es de tu incumbencia.

Tomé sus palabras por una respuesta afirmativa, con mucho dolor.

Dije entonces:

—Es verdad. Pero ¿a qué entrar enseguida en relaciones con otro? ¿Ojo por ojo, diente por diente? No has resultado superior a mí. Tenías a Talavera de reserva...

—Creo que tu único motivo de estar aquí es haber sabido de esto, ¿verdad?

—No. Vengo a pedir otra oportunidad. Él no me importa.

—Ah, ¿no? —dijo ella con su rostro de cálida blancura. Sonrió como pensando en algo lejano.

—Puedo olvidarme de él si acaso me aceptas todavía.

—Me lo echarías en cara cada vez que nos enfadáramos.

Negué eso.

—Sé que estás muerto de zozobra, ahora, la de que aparezca él en cualquier momento y haya una disputa. Pero él no se encuentra aquí, así que puedes quedarte en paz.

—¡Ha estado contigo, entonces!

No respondió. ¿Lo había despachado, quizá? ¿Por qué no? Ahora, cuando menos, cesaría mi entrevero de angustia y esperanzas. Temor había sentido yo, desde luego, pero mezclado con la idea de matar a Talavera. Había pensado, incluso, en la posibilidad de morir a manos suyas.

—Tú no puedes amarme si piensas que estoy con otro hombre. Has de estar deseándome la muerte todo el tiempo. Querrías verlo desbarrancarse desde diez mil pies de altura y a mí, en un ataúd durante mis funerales.

Guardé silencio y, mientras Thea me escrutaba, tuve una rara visión de ella en aquel cuarto de estilo español que iba convirtiéndose en polvo con los años, rodeada por el trópico que deterioraba el pueblo, el camposanto en la ladera con sus hierros y la sangrante buganvilla y las enredaderas de color verde chillón y los enormes labios, la testa de los montes incipientes o cantarines. Y después, el desorden, los trapos y lo costoso lado a lado: prendas que Thea usaba conforme caían en su mano, y el papel Kleenex, la ropa interior de seda, los cosméticos, los vestidos y las cámaras fotográficas. Thea hacía velozmente las cosas, con la esperanza de que saliesen atinadas. Era palmario que ella no creía en mis razones: no creía por no sentir y no sentía por haberse fracturado algo entre los dos.

—No es necesario que te decidas ahora, Thea.

—Pues... supongo que no. Tal vez varíe mi sentir hacia ti en el futuro, pero no parece probable. En este momento te tengo en poco. En especial si pienso en cómo te comportas con los demás. Te deseo todo el daño del mundo. Ojalá te murieras.

—Y yo te quiero todavía —repuse. Y ha de haber sido algo evidente, pues yo no estaba mintiendo. Temblaba. Pero ella no respondía.

»¿No quieres volver a lo de antes? —ofrecí—. Pienso que no me equivocaré esta vez.

—¿Y cómo lo sabes?

—Mucha gente está en mi situación, pero tiene que haber una salida, un modo mejor de hacer las cosas.

—¿Tiene que haber? Lo que dices te pinta entero.

—Claro, o, si no, ¿cómo habría esperanza? ¿Cómo sabría yo qué desear? ¿Cómo lo has sabido tú?

Habló en voz baja:

—He estado errada muchas veces, más de las que quiero mencionar aquí y ahora. ¿Qué pretendes demostrar por lo que soy y lo que sé?

Cambió de tema:

—Me ha mandado decir Jacinto lo de las serpientes. Si hubieras estado cerca, te habría matado.

Presentí, sin embargo, que este era un desaguisado de los míos que no la despechaban. Más aún: me pareció que Thea amagaba una sonrisa. No dejé que esto me animase, empero, porque las emociones se alternaban con celeridad en el temple de Thea sin que esta lograse armonizarlas. No habría respuesta para mí. Estaba roto el vínculo.

En una pecera vacía de agua y cubierta por una estera de palma descubrí a cierto animalejo abotagado, con escamas, verrugoso como un pepinillo, con barba de pez y tenazas de cangrejo, apoyado en su panza y respirando.

—Has iniciado otra colección —observé.

—Lo cogí ayer. Es de lo más interesante que hay a la redonda. Pero no me quedaré aquí. Me marcho para Acapulco, luego en avión a Veracruz y por último a Yucatán, para ver unos flamencos únicos que han migrado desde Florida. Esto es: así lo espero.

—Déjame acompañarte.

Rotunda negativa. Así era; nada de lo que yo hubiera deseado tendría modo de ocurrir.

Las aventuras de Augie March
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