XXI
En otro tiempo, en determinada época de mi vida, el sufrimiento tenía cierta emoción. Más tarde empezó a perder esta emoción; se convirtió en algo sencillamente sucio, y, como le dije a mi hijo Edward en California, ya no lo podia soportar. ¡Caray! Estaba harto de ser un monstruo de tristeza. Pero ahora, con la muerte del rey, el sufrimiento dejaba de ser un tópico y carecía en absoluto de emoción. El viejo Bunam y su asistente de blanco me metieron en aquella habitación de piedra. Yo sollozaba y me lamentaba por mi amigo. Y aunque las palabras me salían rotas, repetía sin cesar una sola cosa: —Se malgasta en los tontos (me refería a la vida). Se la dan a los tontos y a los idiotas (que ocupamos el puesto que les correspondería a otros). Y así me llevaron dentro, mientras yo lloraba a moco tendido. Estaba demasiado deshecho para hacer preguntas. Al poco rato, me asustó una persona al levantarse del suelo. —¿Quién es usted? —pregunté—, y dos manos abiertas y arrugadas se elevaron en un gesto que imponía cautela. ¿Quién es? —volví a repetir—, pero entonces reconocí una mata de pelo en forma de copa de pino y unos pies grandes y sucios, deformados como cepos. ¡Romilayu!
—Yo también estoy aquí, señor.
No lo habían dejado ir con la carta para Lily, lo cogieron en el momento mismo en que salía del poblado. De modo que, incluso antes de que empezara la cacería, habían decidido ya que no querían que el mundo supiera mi paradero.
—Romilayu, el rey ha muerto.
Intentó consolarme.
—Aquel hombre maravilloso, ¡muerto! —le dije.
—Era todo un caballero, señor.
—Creyó que iba a poderme cambiar. Pero lo conocí demasiado tarde, Romilayu. Yo era ya demasiado ordinario. Había ido ya demasiado lejos.
Lo único que me quedaba de ropa eran los zapatos, el casco, la camiseta y los calzoncillos. Estaba en el suelo, doblado, llorando. Al principio, Romilayu no lograba ayudarme.
Pero quizá el tiempo haya sido inventado para que la miseria encuentre su fin. Quizá para que no dure eternamente. Puede ser que en este aspecto sea un bien. Y la felicidad, que es justamente lo contrario, ¿no será eterna? Quiero decir que no existe el tiempo en la felicidad: se tiran todos los relojes en el tiempo.
Nunca llegué a sentir otra muerte tan profundamente. Como había intentado contener la sangre, estaba lleno de ella y pronto se secó. Intenté quitármela frotando. Bueno, pensé, ¿será esto una señal para que yo continúe su existencia? ¿Y cómo? Lo mejor que pueda. ¿Pero, con qué capacidades cuento? No podría enumerar ni tres cosas siquiera que haya hecho bien a lo largo de toda mi vida. Y al pensar esto, se me partía también el corazón.
Pasó así el día y la noche, y a la otra mañana me sentí ligero, sediento y vacío. Flotando como un viejo barril. Toda la humedad se concentraba fuera; por dentro estaba hueco, vacío y reseco; me sentí muy mal. El cielo tenía un color rosado. Lo veía a través de las rejas de la puerta. Nuestro guardián era el asistente del Bunam, y nos trajo, pintarrajeado todavía de blanco, boniatos asados y otras frutas. Dos amazonas, que no eran Tamba y Bebu, le servían como ayudantes, y todos me trataban con marcadísimo respeto. En el transcurso del día le dije a Romilayu:
—Dahfu me dijo al morir que yo sería rey.
—Lo llaman yassi, señor.
—¿Y eso quiere decir rey? —él asintió. ¡Vaya rey! —dije pensativo. Todo eso es tonto; tendría que hacer de marido con todas esas esposas.
—¿Y esto no le gustaría, señor?
—¿Estás loco? No puedo ni pensar en ocuparme de semejante rebaño de hembras. Me basta la esposa que ya tengo. Lily es una mujer maravillosa. Además, la muerte del rey me ha herido demasiado. ¿No ves que estoy deshecho, Romilayu? Estoy deshecho y no puedo actuar. Esto me ha aplastado.
—No tiene usted un aspecto tan malo, señor.
—Intentas consolarme. Pero tendrías que ver mi corazón, Romilayu; tengo el corazón débil. Ha aguantado más peligros de los que puede soportar. Le han jugado demasiadas malas jugadas. No dejes que te engañe este montón de carne que tengo. Soy demasiado sensible. Además, Romilayu, la verdad es que no debí apostar contra la lluvia aquel día. No fue un acierto por mi parte. Pero el rey, Dios lo bendiga, me dejó caer en la trampa. En realidad yo no era más fuerte que el tal Turombo. Él hubiera podido levantar a Mummah. Pero no quería convertirse en el Sungo. Escurrió el bulto. Es un cargo demasiado peligroso. Y el rey me lo encajó a mí.
—Pero él estaba también en peligro —dijo Romilayu.
—Sí, es verdad. ¿Por qué habría de pasarlo yo mejor que él? Tienes razón, amigo. Gracias por habérmelo hecho ver así —reflexioné un rato y luego le pregunté, como a un hombre de sentido común y reposado—: ¿No crees que asustaré a estas muchachas? —hice una mueca para ilustrar mis palabras. Quiero decir que sólo mi cara tiene la longitud de la mitad del cuerpo de una persona normal.
—No lo creo, señor.
—¿De verdad? —me la toqué. Bueno, de todos modos yo no me quedo. Aunque supongo que no volveré a tener nunca la oportunidad de ser rey. Pensé profundamente en aquel gran hombre que acababa de morir, que acababa de precipitarse para siempre en la nada, en la noche oscura. Él me había elegido a mí para que ocupara su lugar, o eso me parecía. Era cuestión mía decidirme a dejar atrás mi hogar, en el que nunca había sido nada. Él creyó que yo tenía cualidades de rey y que haría buen uso de esa nueva oportunidad de recomenzar mi vida. Le envié, pues, las gracias, a través de la pared de piedra. Pero le dije a Romilayu: —No; se me rompería el corazón si me quedara aquí e intentara llenar su cargo. Además, tengo que volver a casa. Y no soy ningún tonto. De nada sirve ocultarlo, tengo cincuenta y seis años, o estoy muy cerca de tenerlos. No dormiría tranquilo, pensando que las esposas iban a denunciarme. Y además tendría que vivir a la sombra del Bunam y de Horko y de toda aquella gente. Nunca podría enfrentarme con la reina Yasra, la madre del rey; le hice una promesa. ¡Oh, Romilayu, como si yo fuera alguien para hacer una promesa! Huyamos de aquí. Me siento un asqueroso impostor. Lo único decente en mí es que he amado a algunas personas a lo largo de mi vida. ¡Oh, ese pobre muchacho está muerto! ¡Oh, oh, oh, oh, oh! Eso me mata. Ya sería hora de que nos borraran de la tierra. Si no tuviéramos corazón, no sabríamos lo triste que es. Pero arrastramos nuestros corazones de un lado a otro, esas malditas patatas dentro del pecho, que nos traicionan. No me asusta únicamente el número de esposas, sino también que no tendría con quién hablar. He llegado a esa edad en que uno necesita de la voz y la inteligencia humanas. Es lo único que queda; la bondad y el amor. Volvi a caer en la pesadumbre, que no me había abandonado en realidad desde que me encerraron en la tumba. Y, si no recuerdo mal, seguí así un rato más. De repente le dije a Romilayu: —Amigo, la muerte del rey no fue un accidente.
—¿Qué quiere decir, señor?
—Que no fue un accidente, fue una conjura. Empiezo a estar convencido de ello. Ahora podrán decir que ha sido castigado por tener a Atti en los sótanos de palacio. Tú sabes que ellos no vacilarían en asesinarlo. Pensaron que yo sería más fácil de conducir que el rey. ¿No crees capaces de una cosa así a estos tipos?
—Sí, señor.
—¡Claro que lo son! Si alguna vez le echo la mano encima a uno de estos tipos, lo voy a estrujar como a una lata vacía. Hice un gesto con las manos para indicarle lo que haría. Enseñé los dientes y gruñí impaciente. A lo mejor había aprendido, a fin de cuentas, algo de los leones; no la gracia y la fuerza de movimientos, que Dahfu debía a su crianza entre ellos, sino el aspecto más cruel del león, pues mi experiencia había sido breve y menos profunda. Si lo piensas detenidamente, ves que no puedes prever de antemano las cosas que se te pegarán de un modelo. Creo que a Romilayu le asustó un poco ese salto mío de la pesadumbre a la venganza, pero parecía darse cuenta de que yo no estaba del todo en mis cabales, y estaba dispuesto a hacerme algunas concesiones, pues realmente era un hombre generoso y comprensivo y un buen cristiano. —Tenemos que pensar en el modo de salir de aquí. Examinemos este antro. Pero ¿dónde estamos? ¿Y qué podemos hacer? ¿Y con qué podemos contar?
—Tenemos un cuchillo —dijo Romilayu, y me lo enseñó. Era su cuchillo de caza, y lo había escondido en su pelo cuando los hombres del Bunam cayeron sobre él en las afueras del poblado.
—¡Oh, muy bien! —dije, le cogí el cuchillo e hice el gesto de apuñalar a alguien.
—Será mejor utilizarlo en cavar el suelo.
—Sí, en esto tienes razón. Me gustaría ponerle las manos encima al Bunam, pero eso sería un lujo. La venganza es un lujo. Tengo que ser astuto. Fréname tú, Romilayu. Es asunto tuyo frenarme. Ya ves que estoy fuera de mí. ¿Qué hay aquí al lado? Empezamos a encaramarnos por la pared y encontramos un agujerito muy alto entre las losas de piedra. Nos pusimos a hurgar en él y nos turnábamos con el cuchillo. A veces sostenía a Romilayu en mis brazos; a veces, dejaba que se pusiera de pie sobre mi espalda, estando yo a cuatro patas. Era imposible tenerlo sobre mis hombros; el techo estaba demasiado bajo.
—Sí, alguien enredó la polea del hopo —repetía yo una y otra vez.
—Es posible, señor.
—No es posible; es seguro. ¿Por qué te agarró el Bunam? Pues porque estaba armando un complot contra Dahfu y contra mí. ¡Claro que el rey me metió en muchos líos cuando me dejó levantar a Mummah! Evidentemente eso no tiene vuelta de hoja.
Romilayu cavaba, haciendo girar el cuchillo en la argamasa, y limpiaba el polvo con el índice. El polvo caía sobre mí.
—Pero es verdad que el rey también vivía bajo la amenaza de la muerte, y si él vivía así, también podía vivir yo. Era mi amigo.
—¿Amigo, señor?
—Bueno, el amor también puede comportarse así —le expliqué. Supongo que mi padre deseaba, lo sé de fijo, que hubiera sido yo el ahogado cerca de Plattsburg, y no mi hermano Dick. ¿Significaba esto que no me quería? En absoluto. Yo también era su hijo y al viejo le atormentaba su deseo. Sí, si hubiera sido yo el ahogado, hubiera llorado casi tanto como por Dick. Quería a sus dos hijos. Dick debió haber vivido. Hizo el loco una sola vez en su vida; quizá había fumado algo raro. Y fue un precio demasiado alto por un único cigarrillo. No, yo no culpo al viejo. Así es la vida, ¿y no tenemos acaso derecho a reprochárselo? —Sí, señor —dijo. Estaba cavando con todas sus fuerzas y yo sabía que no me escuchaba.
—¿Cómo vamos a reprocharle nada? Tiene derecho sobre nosotros. Sigue, sencillamente, su camino. Le dije a aquel hombre que estaba a mi lado, que yo tenía una voz que decía quiero. ¿Qué diablos era lo que quería?
—Sí, señor —respondió y me echaba más polvo encima.
—Quería la realidad. ¿Cuánta irrealidad podría soportar?
Y él cavaba y cavaba en la pared. Yo estaba a cuatro patas y mis palabras se dirigían al suelo.
—Suponemos que la nobleza no existe. Pero ésta es la cuestión. La ilusión es harina de otro costal. Nos hacen creer que ansiamos más y más ilusiones. Pues bien, yo no corro en absoluto detrás de las ilusiones. Nos dicen: pensad en mayúscula. Y claro que eso no son más que tonterías, un dicho publicitario. ¡Pero la grandeza! Eso es ya otra cosa. ¡Oh, la grandeza! ¡Dios mío! Romilayu, yo no me refiero a la falsa grandeza, pedante y desmedida. No me refiero al orgullo de pavonearse; me refiero a otra cosa, es el mismo universo el que penetra en nosotros al ampliar horizontes. Lo eterno está ligado a nosotros y reclama su parte. Y por eso los hombres no soportan la mezquindad. Yo tenía que hacer algo. Quizá debí quedarme en casa. Quizá debí aprender a besar la tierra (lo hice en aquel momento). Pero me pareció que allí, en mi casa, iba a explotar. ¡Oh, Romilayu, ojalá le hubiera abierto por entero mi corazón a aquel pobre muchacho! Su muerte me ha destrozado. Nunca lo había pasado tan mal. ¡Pero ya verán esos intrigantes, si tengo una sola oportunidad!
Romilayu cavaba en silencio. Después acercó un ojo al agujero y me dijo bajito: —Veo, señor.
—¿Qué es lo que ves?
Permaneció callado y parecía asustado. Me puse de pie, me sacudí el polvo de la espalda y acerqué el ojo al agujero. Vi al rey muerto. Estaba envuelto en una venda de cuero, no se le veían las facciones porque la venda le tapaba la cara. El cuerpo estaba atado por las caderas y por los pies con correas. El asistente del Bunam era el guardián del muerto. Estaba sentado junto a la puerta, en un taburete, y dormía. Hacía mucho calor en los dos cuartos. Tenía a su lado dos cestas llenas de boniatos asados fríos. Y atado a una de las asas de las cestas había un cachorro de león, moteado, como suelen ser los cachorros muy jóvenes. Juzgué que tendría dos o tres semanas. El sueño de aquel hombre era muy pesado, a pesar de que el taburete no tenía respaldo. Sus brazos pendían flácidos, apretados entre los muslos, y las manos, con las venas abultadas, llegaban casi hasta el suelo. Con el corazón lleno de odio, dije para mí mismo: «¡Espera un poco, canalla! Pronto llegará tu turno». Debido al tipo de luz, tenía un aspecto tan pálido como el rey; sólo los agujeros de la nariz y las arrugas de las mejillas eran negras. «¡Ya te arreglaré las cuentas!», me prometí en silencio.
—Bueno, Romilayu —dije. Esta vez vamos a usar la cabeza. No haremos lo que hicimos la primera noche que pasamos aquí con el cadáver de aquel tipo, el Sungo anterior a mí. Tracemos un plan. Primero, yo soy el sucesor al trono. Por lo tanto, no querrán hacerme daño, ya que soy un parapeto que les permitirá gobernar la tribu a su antojo. Ya tienen listo el cachorro, que es mi amigo difunto, así pues, van aprisa y nosotros tendremos que ir aprisa también. Mejor dicho, muchacho, tendremos que ir más aprisa que ellos.
—¿Qué quiere hacer, señor? —preguntó, alarmado por mi tono.
—Salir de aquí, naturalmente. ¿Crees que aguantaremos hasta Baventai tal como estamos?
No podía o no quería responder.
—Estamos bastante mal, ¿verdad? —pregunté.
—Usted está enfermo.
—Ya. Yo puedo si tú puedes. Ya sabes cómo soy cuando me pongo en marcha. Déjate de bromas. Podría cruzar Siberia sobre la palma de las manos. Y además, amigo, no podemos escoger. Lo mejor de mí sale a flote en ocasiones como ésta. Tengo materia para resistir. Ya sé que será duro. Nos llevaremos aquellos boniatos. No irás a quedarte atrás, ¿verdad?
—No, no señor. Me matarían.
—Entonces resígnate. No creo que estas amazonas monten guardia toda la noche. Estamos en el siglo veinte y esa gente no puede hacer un rey de mí si a mí no me da la gana. Y no es que se me pueda acusar de gallina por lo del harén. Pero mira, Romilayu, creo que sería acertado comportarme como si me apeteciera el cargo. Así no querrán que se me haga daño. Les pondría en un apuro si algo me pasara. Además, supongo que calculan que no seremos tan idiotas como para intentar cruzar dos o trescientas millas de desierto, sin comida y sin un fusil.
Al ver mi estado de ánimo, Romilayu se asustó.
—Tenemos que mantenernos unidos. Si me estrangularan dentro de unas semanas… y es lo más probable, pues no estoy en condiciones de pavonearme ni de hacer grandes promesas, ¿qué te pasaría a ti? Tendrían que matarte también para mantener su secreto. ¿Y cuánto grun-tu-molani posees? ¿Quieres vivir, muchacho?
No tuvo tiempo de responder, pues entró Horko a hacernos una visita. Sonreía, pero su comportamiento era un poco más grave que antes. Me llamó Yassi y exhibió su gruesa lengua roja. Es posible que lo hiciera para refrescarse después de la larga caminata por el ardiente matorral; sin embargo, a mí me pareció una señal de respeto.
—¿Cómo está usted, señor Horko?
Se inclinó, muy satisfecho, por la cintura, mientras mantenía sobre su cabeza el dedo índice. La parte superior de su cuerpo quedaba siempre muy apretada y abultada, debido a la túnica estrecha, aquel vestido rojo de ceremonia, y tenía la cara congestionada. Las joyas rojas colgaban de sus lóbulos y lo miré mientras sonreía de oreja a oreja, no abiertamente, sino con odio. Pero como nada podía hacer, convertí todo mi odio en astucia, y cuando me dijo: —Ahora es usted rey. Roi Henderson. Yassi Henderson…
Yo le contesté: —Sí, Horko. Estamos muy tristes por lo de Dahfu, ¿verdad?
—Oh, muy tristes. Dommage —dijo él, pues le encantaba utilizar las frases que había aprendido en Lamu.
La humanidad sigue tonteando con la hipocresía, pensé. No se dan cuenta de que es demasiado tarde hasta para esto.
—No más Sungo. Usted Yassi.
—Sí, señor —dije, y ordené a Romilayu—: Dile al caballero que me alegro de ser Yassi, y que es un gran honor. ¿Cuándo empezamos?
Teníamos que esperar, dijo Romilayu haciendo de intérprete, a que el gusano saliera de la boca del rey. Entonces ese gusano se convertiría en un león pequeñito, en un cachorro, y ese león pequeño se transformaría en el rey.
—Si se tratara de cerdos, sería por lo menos emperador, y no mísero reyezuelo del matorral —dije, saboreando amargamente mi propio comentario. Ojalá viviera Dahfu para oírlo. Dile al señor Horko (él inclinaba su gorda cara sonriente y los pendientes volvieron a colgar como anclas y yo tenía ganas de retorcerle el pescuezo y después arrancarle con gran satisfacción la cabeza) que es un honor inmenso. Aunque el difunto rey era un hombre más grande y mejor que yo, haré lo que pueda. Creo que nos espera un gran futuro. Huí de mi casa principalmente porque en mi país no tenía nada que hacer, y ésta es la oportunidad que yo esperaba —hablaba en este tono, tenía el ceño fruncido, pero eso me daba un aspecto sincero. ¿Cuánto tiempo tenemos que permanecer en esta casa mortuoria?
—Dice que tres o cuatro días, señor.
—¿Bien? —preguntó Horko. No es mucho tiempo. Y usted casarse con toutes les leddy —y contaba con los dedos, de diez en diez, cuantas había: sesenta y siete. No se preocupe por nada.
Cuando se hubo ido, ceremoniosamente, mostrando a las claras que quedaba convencido de mis ganas de ser rey, le dije a Romilayu: —Nos vamos esta noche.
Romilayu me miró en silencio, el labio superior alargado por la desesperación.
—Esta noche —repetí. Tenemos luna. Ayer por la noche se podía leer a su luz un directorio telefónico. ¿Hemos pasado ya un mes entero en este pueblo?
—Sí, señor. ¿Qué haremos?
—Tú empezarás a gritar esta noche. Dirás que me ha mordido una culebra, o algo así. Aquel tipo de cuero vendrá con las dos amazonas a ver lo que pasa. Si no abre la puerta, tendremos que idear otra cosa. Pero supongamos que abren la puerta. Entonces tomarás esta piedra, ¿comprendes?, y la metes en la ranura de la puerta para que no la puedan cerrar. Eso es todo lo que necesito. ¿Dónde está tu cuchillo?
—Yo lo guardo, señor.
—Sí, no lo necesito, puedes guardarlo tú. Bien, ¿me has comprendido? Tú gritarás que al Sungo, y al Yassi, o a lo que yo sea para estos asesinos, lo ha mordido una culebra. La pierna se me hincha rápidamente. Tú tienes que colocarte junto a la puerta dispuesto a meter la piedra. Le mostré exactamente lo que quería que hiciera.
Así pues, el comienzo de la noche me encontró sentado trazando planes, concentrando ideas e intentando que la fiebre no las ofuscara. La fiebre me subía todas las tardes y duraba hasta bien entrada la noche. Tenía que luchar contra el delirio y mi estado se agravaba con el poco aire de la tumba y con las horas de vigilia que pasé pegado al agujerito esforzando primero un ojo y luego el otro para ver la figura muerta del rey. Había momentos en que imaginaba distinguir alguna de las facciones debajo del cuero. Pero era, creo, algo mental…, un engaño de mi mente, un sueño. No tenía la cabeza normal y de esto me daba perfecta cuenta. Lo notaba más por la noche, bajo la influencia de la fiebre. Visitaban mi mente las montañas, los ídolos, los leones, las mujeres negras gordas, la casa del rey, el techo del hopo; todo iba y venía por mi mente. Resistí, sin embargo, y esperé a que saliera la luna; ésa era la hora que había escogido para entrar en acción. Romilayu tampoco dormía. No dejó de mirarme un solo instante desde el rincón donde estaba medio tumbado. Yo lo localizaba por los ojos, que siempre estaban allí.
—¿No cambia de idea, señor? —me preguntó una o dos veces.
—No, no, no hay cambio.
Cuando juzgué llegado el momento, respiré profundamente y mi esternón dio un chasquido. Me dolían las costillas.
—¡Vamos! —le dije a Romilayu. El hombre de al lado dormía, sin duda, pues no se había dormido desde la caída de la noche. Levanté a Romilayu en mis brazos y lo acerqué al agujerito que habíamos abierto. Lo apretaba fuerte y sentía los escalofríos que recorrían su cuerpo. Empezó a gritar y a tartamudear. Añadí unos quejidos, como si vinieran del fondo, y entonces se despertó el hombre del Bunam. Oí sus pasos. Debió detenerse para escuchar a Romilayu, que repetía con voz aterrada: —¡Yassi k’muti! Había oído la palabra a los monteros, mientras llevaban a Dahfu hacia la tumba. K’muti… se está muriendo. Debió ser ésta la última palabra que llegó a sus oídos. —Wunnutu zazai k’muti. Yassi k’muti. No es un idioma muy difícil y lo estaba aprendiendo rápidamente.
Entonces se abrió la puerta de la tumba del rey y el hombre del Bunam empezó a gritar.
—Oh —me dijo Romilayu—, está llamando a las dos mujeres soldados, señor.
Le dejé sobre sus pies y me tumbé en el suelo.
—La piedra está a punto —le dije— ve a la puerta y haz lo que tienes que hacer. Si no salimos de aquí, no nos queda un mes de vida.
Vi a través de la puerta el reflejo de las antorchas; eso quería decir que las amazonas habían venido a toda prisa. Lo curioso es que lo que más me tranquilizaba era el instinto asesino que llevaba en el corazón. Me daba confianza. Poder ponerle las manos encima al hombre del Bunam con su cara chupada actuaría sobre mí como un bálsamo; y para él supondría la muerte. «Él, por lo menos, me las pagará», me repetía incensantemente. Y así, calculando hasta el menor detalle, lanzaba gritos de terror y de debilidad… y me regodeaba en aquellos grititos de debilidad, porque sentía que aunque mis fuerzas estaban en aquel momento en baja forma me volverían en cuanto tocara al hombre del Bunam. Quitaron una de las tablas de la puerta. Levantaron las antorchas, y el hombre del Bunam me vio gimiendo y agarrándome la pierna. Levantaron el cerrojo y una de las amazonas empezó a abrir la puerta.
—La piedra —grité como si estuviera enloquecido de dolor—, y vi, a la luz de la llama, que Romilayu había metido la piedra debajo de la bisagra, exactamente como le dije, a pesar de que la amazona apoyaba la punta de la lanza justo debajo de su barbilla. Retrocedió hacia mí. Lo vi todo a la luz de aquella antorcha grande, humeante, tosca y medio rota. La amazona gritó cuando la tiré al suelo agarrándola por los pies. La punta de la lanza dio contra la pared, y di gracias a Dios de que no hubiera tocado a Romilayu. Golpeé la cabeza de la mujer contra las piedras. En aquellas circunstancias, no podía permitirle ningún favor a su feminidad. Habían apagado la antorcha y la puerta se cerraba rápidamente, pero no llegó a cerrarse del todo porque allí estaba la piedra, y quedó abierta justo lo suficiente para que yo pudiera meter los dedos. La otra amazona y el hombre del Bunam empujaban desde fuera la puerta contra mí, pero logré abrirla de un empujón. Actuaba en silencio. Ahora actuaba a mi favor el aire de la noche, que me hizo inmediatamente mucho bien. Le di primero a la otra amazona, sólo con el borde de la mano; un truco de comando. Eso bastó. La invalidó y cayó redonda al suelo. Todo esto se hacía todavía en silencio, porque ellos no hacían más ruido que el que hacía yo. Entonces fui por el hombre, que huía por el otro extremo del mausoleo. Bastaron tres zancadas para agarrarlo por el pelo. Lo levanté en línea recta, con el brazo estirado, de modo que pudiera mirarme a la cara a la luz de la luna, que asomaba ya por el cielo. Di un gruñido interminable. Toda la piel de su cara se estiraba hacia arriba por la fuerza con que yo lo agarraba, incluso tenía los ojos oblicuos. Entonces lo cogí por el gaznate y empecé a estrangularlo. Pero Romilayu se acercó corriendo a mí y gritaba: —¡No, no, señor!
—Lo voy a estrangular.
—No lo mate, señor.
—¡No te metas en esto! —chillé, y sacudía al hombre del Bunam agarrándolo por el pelo. Él es el asesino. Aquel hombre está muerto allí dentro por su culpa.
Pero ya había dejado de estrangular al mago del Bunam. Sacudí por la cabeza su cuerpo encalado. No emitía ningún ruido.
—Si no lo mata —dijo ansiosamente Romilayu—, el Bunam no nos perseguirá.
—Llevo la muerte en mi corazón, Romilayu.
—¡Usted es mi amigo, señor!
—Bueno, pues le romperé un par de huesos. Haré este trato contigo; tienes derecho a exigirme algo. Sí, eres mi amigo. Pero ¿y Dahfu? ¿No era también mi amigo? Está bien, tampoco le romperé los huesos. Le daré una paliza.
Sin embargo, no se la di. Lancé al hombre dentro de la habitación donde nos habían tenido encerrados, y a las dos amazonas con él. Romilayu les quitó las lanzas y echamos el cerrojo a la puerta. Entonces entramos en la otra cámara. La luna se había levantado ya por completo y todos los objetos eran visibles. Romilayu recogió la cesta de boniatos, mientras yo me acercaba al rey.
—¿Nos vamos, señor?
Miré bajo el cuero. La cara estaba hinchada, llena de bultos, y muy deformada ya. Debido a los efectos del calor, y a pesar de todo mi afecto por él, me vi obligado a torcer la cara. —Adiós, rey —le dije y me alejé.
Pero entonces, en el momento de irnos, tuve un impulso. El cachorro atado escupía contra nosotros y lo cogí.
—¿Qué hace, señor?
—Este animal se viene con nosotros —dije.