XVII

El rey había dicho que agradecía mi visita porque le daba la oportunidad de conversar, y no resultó una mentira. Hablamos y hablamos, y no puedo ocultar que yo no le entendía siempre. Sólo puedo decir que mantenía mi juicio en suspenso y que le escuchaba cuidadosamente, sin olvidar su advertencia de que la verdad podía llegar a través de formas para las que yo no estaba preparado.

Les daré un resumen general de su punto de vista. Poseía cierta convicción acerca de la relación entre lo interior y lo exterior, especialmente en lo que se refiere a los seres humanos. Y como había sido un estudiante aplicado y un gran lector, había logrado el puesto de vigilante en la biblioteca de su escuela, allá en Siria, y se quedaba, después de cerrar, sentado allí, atiborrando su cabeza de literatura estrafalaria. Decía, por ejemplo: «Psychology, de James, es un libro muy atractivo». Había estudiado una montaña de libros de este tipo. Y lo que le obsesionaba era la creencia en la transformación de la materia humana. Esta transformación podía darse en los dos sentidos, desde la monda al hueso o desde el hueso a la monda. La carne influye en la mente, la mente influye en la carne, y vuelve la influencia a la mente, y desde allí otra vez a la carne… Este proceso, tal como él lo planteaba, era tremendamente dinámico. Teniendo en cuenta mis conceptos sobre la muerte y la carne, le dije:

—¿Está usted realmente seguro de que es así?

¿Seguro? Estaba más que seguro. Estaba triunfalmente seguro. Me recordaba mucho a Lily y sus convicciones. Los dos se exaltaban al creer en algo y tenían tendencia a hacer curiosas afirmaciones. También a Dahfu le gustaba hablar de su padre. Me contó, por ejemplo, que su difunto padre, Gmilo, había sido un hombre del tipo león en todos los sentidos, excepto en la barba y la melena. Él era demasiado humilde para reclamar para sí mismo el parecido con los leones, pero yo veía que lo pensaba. Yo ya lo había observado cuando saltaba y tiraba y cogía las calaveras por las cintas en la arena. Empezó con aquellas consideraciones elementales, que muchos otros han hecho antes que él, acerca de que la gente de la montaña era parecida a las montañas, la gente de la llanura a las llanuras, la gente del agua al agua, la gente ganadera («Sí, Sungo, tus amiguitos los arnewi») al ganado. —Es una idea un poco a lo Montesquieu —dijo. Y siguió una lista interminable de comparaciones. Son cosas que millones de personas han observado a lo largo de su vida: las gentes que trataban con caballos tenían flequillo y dientes grandes, venas salidas y risa ronca; los perros y sus amos llegaban a parecerse; los maridos y sus esposas adquirían con los años una enorme semejanza. Encogido allí, en mis pantalones de seda verde, yo me inclinaba hacia adelante y pensaba: «¿Y los cerdos?». Pero él seguía diciendo: —La naturaleza es una profunda imitadora. Y si el hombre es el príncipe de las organizaciones, es un maestro de las adaptaciones. Es un artista de sugerencias. Él mismo y su mayor obra de arte, su cuerpo, esculpida en carne. ¡Qué milagro! ¡Qué milagro! ¡Qué triunfo! Pero también, ¡qué desastre! ¡Cuántas lágrimas se derramarán!

—Sí, sí, tiene razón, es muy, muy triste —respondí.

—Los desperdicios de los fracasos es lo que llena la tumba y sepultura —dijo. El polvo vuelve a reclamar lo que es suyo y sin embargo fluye todavía una corriente vital. Existe una evolución. Debemos recordarlo.

Había dado brevemente una explicación científica completa de las distintas formas de la gente. Para él no bastaba que pudiera haber trastornos del cuerpo que se originaran en el cerebro. Todo se organizaba allí. —Aunque no es mi deseo rebajar el nivel de nuestra conversación —dijo—, quisiera poner como ejemplo el caso de una señora que tenga un grano en la nariz. Puede ser que este grano haya surgido por su voluntad, que sea el producto de una transformación ordenada solamente por su psique. Yendo todavía más lejos, la misma nariz, aunque en parte sea hereditaria, es en parte también idea suya.

Al llegar a este punto de su razonamiento, mi cabeza pesaba tanto como una pluma, y dije: —¿Un grano?

—Me refiero a que es un índice de deseos profundos que se manifiestan externamente. Pero si existe la tendencia a culpar… ¡no! ¡No hay culpas! Estamos demasiado lejos todavía de la libertad para ser jueces. Pero se logra lo mismo desde dentro. La enfermedad es el modo de hablar de la psique. Es ésta una metáfora permitida. Decimos que las flores poseen el lenguaje del amor. Las azucenas la pureza. Las rosas la pasión. Las margaritas no quieren descubrir su lenguaje. ¡Ja! Leí todo eso una vez en un cojín bordado. Pero, y ahora hablo en serio, la psique es políglota pues otorga al miedo los mismos síntomas que a la esperanza. Hay mejillas, o caras enteras, de esperanza, pies de respeto, manos de justicia, frente de serenidad, etc. —La expresión de mi cara debía ser un verdadero poema y eso le gustaba—. ¿Qué? ¿Le he sorprendido? —me preguntó encantado.

Más adelante, en otro punto de la conversación, le dije: —Confieso que realmente esta idea suya me toca en lo vivo… ¿Soy yo de veras responsable de mi aspecto? Y confieso también que lo he pasado pésimamente por mi apariencia externa. Mi físico es un misterio para mí.

—El espíritu de la persona es, en cierto sentido, el autor de su cuerpo. Jamás he visto una cara, una nariz, como la suya. Para mí ése solo aspecto, como tema de conversación, es un descubrimiento.

—Pues, rey —dije—, son las peores noticias que me han dado hasta ahora, a no ser las de las muertes de mi familia. ¿Por qué he de ser yo más responsable que un árbol? Si yo fuera un sauce, no me diría usted estas cosas.

—Oh —respondió— usted se da demasiado por aludido.

Y continuó explicándose, citando toda suerte de datos e investigaciones médicas sobre el cerebro. Me repitió una y otra vez que la corteza no sólo recibía las impresiones externas y de los sentidos, sino que enviaba a su vez órdenes y directrices. Y no fui capaz de ver claramente cómo iba aquello y qué ventrículo regularizaba qué funciones. No paraba de hablar de las funciones vegetativas, o algo parecido, y yo me perdía a cada palabra.

Por fin me impuso una carga enorme de su literatura y tuve que llevarla a mis aposentos con la promesa de que lo estudiaría. Se había traído consigo estos libros y revistas desde la escuela. —¿Cómo lo hizo? —pregunté. Y me explicó que había venido por Malindi y que allí se compró un burro. No se había traído nada más, ni ropa (¿para qué la necesitaba?), ni otras prendas, a no ser un estetoscopio y un aparato para medir la presión. Porque, realmente, él era un estudiante de tercer curso de medicina, cuando su tribu lo reclamó. —Allí es donde debí ir yo en cuanto terminó la guerra, a la facultad de medicina —dije—, en vez de andar por ahí haciendo el tonto. ¿Cree que hubiera sido un buen médico?

—¿Oh? —dijo, y añadió que no veía por qué no. Al principio demostró cierta reserva. Pero después lo convencí de mi sinceridad y él parecía vislumbrar un futuro para mí. Dio a entender que, aunque yo pasara por un internado médico a la edad en que otros hombres se retiraban ya de una vida activa, a fin de cuentas no se trataba de otros hombres, sino de mí, de E. H. Henderson. Yo había levantado a Mummah. No olvidemos esto. En fin, puede caerme una torre encima y hacerme papilla, pero fuera de estas causas imprevistas, estoy construido para durar noventa años. Así que, poco a poco, el rey adoptó una actitud seria ante mi ambición, y solía decir con enorme gravedad: —Sí, es una perspectiva admirable. Había otro asunto que trataba con gran seriedad, y era el de mis obligaciones como rey de la lluvia. Como yo intentara bromear acerca de ello, me cortó en seco y me dijo: —Le conviene recordar, Henderson, que usted es el Sungo.

Éstas eran, pues, mis actividades, exceptuando una cosita: cada mañana las dos amazonas, Tamba y Debu, me servían y me ofrecían un joxi o masaje con los pies. Y nunca dejaron de sorprenderse y desilusionarse ante mi negativa. Ellas mismas disfrutaban con el tratamiento; se lo aplicaba la una a la otra. Además tenía cada mañana una entrevista con Romilayu, y yo intentaba tranquilizarlo acerca de mi conducta. Creo que le preocupaba y le confundía que yo fuera tan íntimo, frère et cochon, del rey. Pero yo insistía:

—Romilayu, tienes que comprenderlo. Es un rey muy especial.

Pero él se daba cuenta por mi estado de ánimo de que había algo más que una conversación entre Dahfu y yo. También se preparaba un experimento del que ahora les hablaré.

Antes de la comida las amazonas pasaban revista. Aquellas mujeres, con sus chalecos cortos y ajustados, se postraban en el polvo ante mí. Todas se humedecían los labios, para que se pegara el polvo, y me cogían el pie para colocarlo encima de su cabeza. El ambiente rezumbaba pomposidad, calor, opresión, solemnidad y tambores y cornetas. Yo seguía todavía con fiebre. Pequeños chispazos de enfermedad y de ansiedad se encendían dentro de mí. Mi nariz estaba terriblemente seca, por más que yo fuera el rey de la humedad. Además, apestaba a león… no sé decir exactamente hasta qué punto se me notaba. De todos modos, yo hacía mi aparición, con mis bombachos verdes, mi casco y mis zapatos de crepé, ante la horda de las amazonas. Entonces acercaban los parasoles oficiales y sus pliegues parecían gruesos párpados. Había unas mujeres que apretaban los fuelles de sus gaitas con el codo. Y entre ese alboroto y griterío, los sirvientes disponían las sillas y la mesa de bridge y todos nos sentábamos a comer.

No faltaba nadie. El Bunam, Horko, el asistente del Bunam. Era una suerte que el Bunam no necesitase mucho espacio, porque Horko le dejaba muy poco. Flaco y envarado, el Bunam clavaba en mí aquella mirada eterna; la experiencia humana se enraizaba retorcida entre sus ojos. Sus dos esposas, con las cabezas mondas y los alegres dientecillos, eran muy animadas. Parecían un par de muchachas traviesas. Una y otra vez, Horko se alisaba la túnica encima de la barriga o tocaba ligeramente las pesadas piedras rojas que pendían de sus orejas. Me ponían delante una especie de bolita blanca peluda o budín, que parecía pasta de maíz pero más burda y salada; por lo menos esto no empeoraría el estado de mi puente. Corría el riesgo de morir de dolor antes de volver a la civilización, si se aflojaban las piezas metálicas que Mlle. Montecuccoli y Spohr habían clavado en los pequeños restos limados de mis dientes. Me reprendía a mí mismo, pues tenía uno de repuesto y no debí haber salido de viaje sin él. Estaba en una cajita, junto a las muestras en yeso, y la cajita estaba en la maleta de mi Buick. Había un muelle que sujetaba el gato a la rueda de repuesto y para tenerla en sitio seguro, había colocado la caja con el puente de repuesto en el mismo lugar. Podía verlo en mi cabeza. Era una caja de cartón gris, llena de papel de seda rosa, y con la etiqueta: «Buffalo Dental Manufacturing Company». Temeroso de perder lo que quedaba del puente, masticaba incluso el budín salado con máxima cautela. El Bunam, con aquella arruga fanática de concentración mental, y el tipo de cuero arrugado, tenían un aspecto muy misterioso. Este último parecía a punto de desplegar las alas y emprender el vuelo. También él tragaba. A decir verdad había en el patio posterior de palacio un aire de alegría del tipo de Alicia en el país de la maravillas. Había incluso una prole de niños, todo cabeza y barriga, como panecillos negros. Jugaban a un juego con piedrecitas encima del polvo.

Cuando Atti rugía bajo el palacio, no se hacía ningún comentario. Sólo Horko, fijaos bien, tenía un gesto de dolor, pero desaparecía otra vez, absorbido por la sonrisa de su cara de facciones hundidas. Siempre estaba lustroso; debía tener barniz de muebles en lugar de sangre. Igual que el rey, estaba bien dotado físicamente. Tenía el mismo sombreado en los ojos, pero los suyos eran saltones, y pensé que en los años que pasó en Lamu, mientras su sobrino iba a la escuela en el norte, debió de divertirse de lo lindo. Desde luego, si mi juicio vale algo, no parecía un beato.

Bueno, esto era lo que ocurría todos los días. Después de la ceremonia del almuerzo, yo iba, escoltado por las amazonas, a ver a Mummah. La habían devuelto a su templo seis hombres, que la transportaban sobre gruesos troncos. Yo mismo lo había visto. Su recinto, que compartía con Hummat, estaba en un patio separado de palacio. Había pilares de madera y un depósito de piedra lleno de un agua desagradable. Era el suministro particular de agua para el Sungo. La visita diaria a Mummah me animaba. Por un lado, el peor rato del día ya había pasado (explicaré esto a su debido tiempo), y por otro lado, llegué a sentir un gran afecto hacia ella, no sólo a causa de mi éxito, sino a una cualidad que había en ella, ya fuera como obra de arte o como divinidad. Aunque tuviera los cabellos como un nido de cigüeña y aquellas piernecitas endebles, que parecían a punto de doblarse bajo el peso de su cuerpo, yo le atribuía buenos sentimientos. Le solía decir: —Hola, ¿qué tal está usted, señora? Felices fiestas. ¿Cómo está su marido? Pues supuse que Hummat, aquel feo y torpe dios de la montaña que Turombo, el campeón del fez rojo, había levantado, estaba casado con ella. Tenían el aspecto de un matrimonio feliz y allí estaban, uno junto al otro, cerca del estanque de piedra lleno de agua estancada. Y mientras yo le ofrecía mis saludos del día a Mummah, Tamba y Bebu llenaban un par de calabazas y atravesábamos otro pasaje, donde nos esperaba una nutrida tropa de amazonas, con parasol y litera. Los dos eran verdes, como mis pantalones; era el color particular del Sungo. Me ayudaban a colocarme en la hamaca y yo me hundía en ella, con mi peso aplastante.

Miraba aquel cielo luminoso y quieto a causa del calor de la tarde. El parasol iba dando vueltas, primero en el sentido de las manecillas de un reloj y después en sentido contrario, y los flecos se balanceaban perezosamente. Pocas veces logramos salir por la puerta de palacio sin oír un rugido de Atti bajo nosotros, que hacía que las amazonas, sudorosas bajo su carga, se pusieran rígidas un momento. Por un instante, vacilaba también la que llevaba el parasol y yo recibía los rayos de sol directamente, una ráfaga de fuego violento, que hacía saltar mi sangre hasta mi cabeza, como el café en una cafetera italiana.

Esto me recordaba los experimentos en que estábamos absortos el rey y yo, experimentos en los que el rey perseguía un fin especial. Y entonces, seguidos por un tambor, entrábamos en el poblado. La gente se acercaba a Tamba y a Bebu con unas tacitas y recibía una pequeña limosna de agua. Casi todos eran mujeres, ya que el Sungo se ocupaba también de la fecundidad; entienden, va ligada a la humedad. Esta expedición tenía lugar todas las tardes al son del perezoso, irregular casi, único tambor. Era un sonido tenso y vacilante, y, sin embargo, casi siempre seguía un ritmo. Las mujeres salían al sol desde el interior de sus chozas, con sus tazas de barro para recoger unas gotitas de agua del depósito. Yo descansaba en la sombra y escuchaba las adormiladas llamadas del tambor, con los dedos cruzados pesadamente sobre mi vientre. Cuando llegábamos al centro del poblado, me apeaba. Era el mercado. También era el juzgado. Vestido con una túnica roja, el juez se sentaba encima de un estercolero. Era un tipo de aspecto burdo; no me gustaba demasiado. Siempre había algún juicio y el acusado era atado a un poste y le provocaban náuseas metiéndole un palo dentado en la boca, que se le adentraba en el paladar y le aprisonaba la lengua. El juicio se suspendía en honor de mi aparición. Los abogados dejaban de chillar y la multitud gritaba:

—¡Sungo! ¡Aki-Sungo! (El gran Sungo blanco).

Yo me apeaba y saludaba al público. Tamba o Bebu me daban una calabaza perforada, como las regaderas que usaban las lavanderas en otros tiempos. No… un momento, como los hisopos que usan los católicos en su iglesia. Yo los rociaba y la gente se acercaba a mí riendo y haciendo reverencias, ofreciéndome sus espaldas para que las rociara. Viejos desdentados con pelo como alambre en la ranura del trasero, doncellas cuyos pechos apuntaban hacia el suelo y hombres fuertes de espaldas robustas… No me pasó por alto que en todo esto, mezclado al respeto por mi fuerza y por mi cargo, había algo de burla. De todos modos, me encargaba siempre de que el prisionero atado al poste recibiera su parte, y añadía así gotas de agua a las de sudor que perlaban la piel del infeliz.

Éstas eran, someramente, mis obligaciones como rey de la lluvia. Pero es del propósito especial del rey de lo que tengo que hablarles, y de toda esa literatura que me había dado. Intenté rehuirla, pues después de nuestras primeras conversaciones, pensé que habría lío con esto. Había dos libros muy usados. Eran reproducciones científicas, sin tapas y con las primeras páginas estropeadas. Hojeé algunos. La letra era apretada y negra y los únicos claros que había en las páginas estaban llenos de diagramas de moléculas. A no ser por esto, las palabras lo llenaban todo y pesaban como muertos, y me sentí muy desanimado. Se parecía mucho a subir al limusine e irse por el camino de Queens al aeropuerto de La Guardia, lleno de cementerios. Muy pesado. Los muertos son como sobres que ya se han mandado y las lápidas son los sellos a los que la muerte ha pasado ya la lengua.

De todos modos, en una tarde calurosa me senté a enfrentarme con aquel montón de literatura y a ver qué podía hacer con ella. Llevaba puesto el disfraz, aquellos pantalones verdes y el casco con el pico en la punta y los zapatos de suela de goma, deformados de tanto andar con ellos y con las puntas abiertas como labios en gesto de desprecio. Así se desarrolló la escena: la enfermedad y la fiebre me adormecen. El sol pega de firme. Las hileras de sombras parecen cuerpos sólidos. El aire, por el calor, tiene un algo soñador, y las montañas, en algunos puntos, son parecidas a melaza, a caramelo, amarillas, frágiles, celulares, llenas de cuevas, y abrasadas. Tenían aspecto de no ser ni pizca de buenas para la dentadura. Y yo tengo a mi lado aquel montón de literatura. Dahfu y Horko la habían cargado en un burro cuando cruzaron las montañas desde la costa. Después se sacrificó a la bestia y se la echaron a la leona.

¿Por qué había de leer yo todo aquello? Sentía una enorme prevención. En primer lugar, temía descubrir que el rey fuera un chiflado; me parecía que no sería justo, después de recorrer un camino tan largo a fin de despertar al espíritu y de levantar a Mummah y convertirme en rey de la lluvia, que Dahfu resultara un excéntrico más. Por lo tanto me sentía atascado. Hice algunos solitarios. Después estaba soñoliento y miraba fijamente los colores que definía el sol: verde como la pintura, castaño como la corteza.

Soy un lector nervioso y emotivo. Me ponen un libro delante y basta una frase sensacional para convertir mi cabeza en un volcán; empiezo a pensar en todo a la vez y un verdadero caudal de pensamientos sale chisporroteando como lava por todas partes. Lily dice que tengo demasiada energía mental. Pero, según Francis, se debe, precisamente, a que carezco de capacidad mental. Lo único que puedo decir con sinceridad es que cuando leo en uno de los libros de mi padre: «El perdón de los pecados es perpetuo», me causa el mismo efecto que si me dieran con una piedra en plena cabeza. Ya he dicho, creo, que mi padre utilizaba dinero para marcar la página, y supongo que metí todo ese dinero en ese libro precisamente y que después olvidé incluso el título. A lo mejor es que ya me bastaba con saber eso de los pecados. La frase era perfecta en sí misma y tal vez tuve miedo de que el autor lo echase a perder en las líneas siguientes. De todos modos, yo soy un tipo emotivo y no sistemático. Además, si ni siquiera actuaría de acuerdo con esta frase, ¿de qué me serviría leerme todo el libro?

No, nunca he tenido la calma que se necesita para leer y en determinada época de mi vida hubiera echado todos los libros a los cerdos si hubiera sabido que iban a sentarles bien. Tantos libros me confundían. Si empezaba a leer algo sobre Francia, me daba cuenta de que no sabía nada de Roma, que había existido antes, y en seguida Grecia, y en seguida Egipto, retrocediendo siempre hacia el principio de todo. A decir verdad, yo no sabía lo suficiente sobre ningún tema para poder leer siquiera un triste libro. Con el tiempo descubrí que las únicas lecturas con las que disfrutaba eran cosas como: El romance de la cirugía, El triunfo sobre el dolor, o con biografías médicas como las de Osler, Cushing, Semmelweis y Metchnikoff. Y debido al afecto que sentía por Wilfred Grenfell, me interesé por Labrador, Terranova y el Círculo Ártico, y finalmente por los esquimales. Uno podía creer que Lily se entusiasmaría conmigo por los esquimales, pero se echó a reír y yo me sentí desilusionado. Los esquimales son un verdadero caso de simplicidad y creí que le encantarían porque ella es un tipo muy elemental.

Bueno, sí lo es, y, pensándolo mejor, no lo es. No le sale del alma el ser sincera. Basta fijarse en cómo me mintió acerca de sus novios. Y no estoy demasiado seguro de que Hazard le diera un puñetazo en el ojo camino de la iglesia. ¿Cómo voy a estarlo? Me contó que su madre estaba muerta cuando la pobre anciana vivía todavía. Mintió también sobre la alfombra; realmente era sobre la que se suicidó su padre. Me atrevo a sugerir que son las ideas las que hacen a las personas insinceras. Sí, con frecuencia aquéllas las conducen a la mentira.

Lily tiene algo de chantajista. Saben, realmente yo quiero a esa vulgarota grandullona y me gusta a veces, para divertirme, recordarla miembro a miembro. Empiezo por la mano o por el pie, o incluso por el dedo gordo, y repaso todos los miembros y músculos. Me proporciona una inmensa satisfacción. Tiene un pecho más pequeño que el otro, como padre e hijo; la carne no cubre bien el hueso de la cadera, en esa parte es un poco huesuda. Pero su cuerpo tiene un aspecto suave y bonito. Además, la cara se le pone blanca, y esto me emociona más que nada. Pero también es verdad que es alocada y manirrota y que no tiene la casa limpia y que es una profesional del chantaje y que me explota. Antes de casarnos, mandé unas veinte cartas al departamento de estado y a veinte embajadas o más por ella. Me utilizaba como una referencia de carácter. Ella se iba a ir a Birmania o al Brasil, y lo que me daba a entender con esto era que yo no volvería a verla nunca. Me puso entre la espada y la pared. Y no podía dejar que se fuera con toda esa gente…, pero cuando nos casamos, yo quise pasar nuestra luna de miel haciendo camping entre los esquimales de Copper, y ella no quería ni oír hablar de ello. De todos modos (hablando todavía de libros), leí a Freuchen y a Gontran de Poncins y me entrené viviendo al aire libre. Construí un iglú con un cuchillo, pero, con temperaturas bajo cero, Lily y yo abandonamos el proyecto, porque ella se negó a traer a los chiquillos a dormir conmigo, cubiertos de pieles como hacen los esquimales. Yo quería probarlo.

Hojeé todos los libros que me había dado Dahfu. Sabía que tenían algo que ver con los leones, y sin embargo después de volver página tras página, todavía no había encontrado una sola alusión a un león. Tenía ganas de gemir, de roncar, de todo, menos de meterme en aquel asunto complicado en un día caluroso de África, donde el cielo es tan azul como blanco el alcohol de grano. El primer artículo que escogí, y lo escogí porque el párrafo con que comenzaba parecía fácil, estaba firmado por Scheminsky, pero de fácil no tenía nada. Sin embargo luché con él hasta tropezar con el término Obersteiner allochiria, y allí quedé atascado. Pensé: «¡Diantre! ¡De qué demonios debe tratar esto! Como le he dicho al rey que quería ser médico, cree que ya tengo experiencia médica. Voy a tener que aclarar este punto con él». Sencillamente, aquello era demasiado difícil.

Sin embargo, puse todo lo que pude de mi parte. Me salté lo de Obersteiner allochiria, y al final logré entender algún párrafo. La mayor parte de los artículos tenían algo que ver con la relación entre el cerebro y el cuerpo, y ponían especial atención en las posturas, confusiones entre la derecha y la izquierda y distintas exageraciones y deformaciones de los sentidos. Así se podía convencer a una persona que tenía una pierna normal de que tenía la pata de un elefante. Esto resultaba muy interesante y había algunas descripciones estupendas. Lo que yo pensaba continuamente para mis adentros era: «Será mejor que friegue, saque brillo y airée mi inteligencia oxidada y así podré comprender por qué lucha el hombre, porque quizá mi vida dependa de esto». ¡Qué mala suerte la mía! ¡Cuando por fin creí haber hallado las condiciones de vida más simplificadas y a las que mejor podría adaptarme, me encuentro en un palacio destartalado leyendo aquellas complicadas publicaciones médicas! Supongo que deben quedar pocos príncipes indígenas sin educar; todas las escuelas técnicas admiten gens de couleur de todas las partes del mundo, y algunos de ellos han hecho ya prodigiosos descubrimientos. Pero nunca he oído que a nadie le diera por las cosas de Dahfu. Claro que cabía la posibilidad de que perteneciera a una clase aparte, y con esto volvía la posibilidad de encontrarme metido en problemas, pues uno no puede esperar de las personas que forman una clase aparte que sean razonables. Como yo soy el único miembro de cierta clase, lo sé por experiencia propia.

Me tomé un corto descanso. Dejé el artículo de Scheminsky e hice un solitario. Respiraba fuerte, inclinado sobre las cartas, cuando, precisamente en aquel día caluroso, entró el tío Horko en mi habitación, en el primer piso del palacio. Detrás de él venía el Bunam, y con el Bunam, como siempre, su compañero o ayudante, el hombre de cuero negro. Los tres se hicieron a un lado para dejar entrar a una cuarta persona, una viejecita de aspecto de viuda. No hay posibilidad de error cuando se trata de una viuda. La habían traído para que me visitara, y, dado el modo en que se apartaron, era claro que era ella el visitante de mayor importancia. Tropecé al intentar levantarme, pues el espacio era muy reducido y quedaba casi lleno con Tamba y Bebu, tumbadas por allí, y Romilayu acurrucado en un rincón. Éramos ocho personas en una habitación que hubiera llenado yo solo. La cama estaba fija y no podía sacarse fuera. Estaba cubierta de cuero y de trapos y de las cartas, repartidas en cuatro grupos desiguales, sobre las que yo había estado meditando… Había arrinconado la literatura de Dahfu. Ahora me traían a aquella anciana, con su vestido de flecos, que colgaba desde sus hombros hasta la mitad de los muslos. Entraron en fila desde el ardor de la tarde africana, y como yo había estado absorto con la ceguera del jugador de cartas en aquellos grasientos rojos y negros, no pude fijar al principio la vista en aquella mujer. Pero ella se acercó a mí y vi que su cara, aunque redonda, no era un círculo perfecto. Uno de sus lados rompía la simetría. Era justamente en la barbilla. Tenía la nariz respingona y los labios gruesos; por la suave proyección hacia delante de la cara parecía ofrecérsela a uno. Le faltaban en la boca varios dientes. La reconocí inmediatamente. «Pero», pensé, «¡sí es pariente de Dahfu! Debe ser su madre». Vi el parentesco en la inclinación de la cara, en la boca y en el sombreado rojo de sus labios.

—Yasra. Reina —dijo Horko—. Mamá Dahfu.

—Señora, es un honor —dije.

Me cogió la mano y se la colocó en la cabeza, que naturalmente estaba afeitada. Todas las mujeres casadas la llevaban afeitada. La diferencia de estatura, unos sesenta centímetros, facilitó este gesto suyo. Horko y yo nos elevábamos sobre las cabezas de todos los presentes. Él iba envuelto en su túnica roja y las piedras que llevaba en las orejas colgaban como los lóbulos de un gallo cuando se agachaba para hablar con la reina.

Me quité el casco, dejando al descubierto las heridas y verdugones que dejaron en mi nariz y en mis mejillas las ceremonias de la lluvia. Mis ojos debían estar un poco extraviados con la solemnidad, pues llamaron la atención del hombre de cuero negro. Me pareció que los señalaba al tiempo que le decía algo al Bunam. Yo puse respetuosamente la mano de la anciana sobre mi cabeza y le dije: —Señora, Henderson, para servirla. Y lo decía en serio. Por encima del hombro le dije a Romilayu: —Tradúcele esto. Tenía su mata de pelo muy cerca de mí y, bajo ella, la frente estaba más fruncida que de costumbre. Vi que el Bunam miraba las cartas y todos los libros que había encima de la cama. Los recogí de una brazada y los puse detrás de mí, ya que no quería exponer la propiedad del rey a su escrutinio. Entonces le dije a Romilayu: —Dile a la reina que tiene un hijo muy bueno. Yo soy amigo del rey y también él es mi amigo. Dile que estoy orgulloso de haberlo conocido.

Y, mientras, pensaba: «¿Verdad que está rodeada de mala compañía?». Porque yo no ignoraba que era misión del Bunam quitarle la vida al rey cuando éste fallara; Dahfu me lo había dicho. En realidad el Bunam fue el verdugo de su marido… ¿Y ahora la reina venía con él, ya entrada la tarde, a hacerme una visita? La cosa no tenía mucho sentido.

En mi país era la hora del cóctel. Las grandes ruedas y los enormes edificios, pegotes contra el cielo, aflojaban lentamente su ritmo, se oscurecían, y el mundo con sus concesiones, sus falsedades y su carga de esfuerzos y de deseos de reforma, relajaba su tensión.

Acaso la anciana reina adivinó mi pensamiento. Estaba triste y preocupada. El Bunam me miraba fijamente, no había duda de que quería influir de algún modo sobre mí, mientras que Horko, con su cara carnosa y fofa, parecía sombrío al principio. El propósito de aquella visita era doble… Primero, obligarme a confesar datos sobre la leona, y después, pedirme que yo utilizara cualquier posible influencia que pudiera tener sobre el rey. Estaba en un apuro, en un apuro muy serio, y era por culpa de Atti.

Horko llevó la voz cantante, y mezclaba los diversos idiomas que había oído durante su estancia en Lamu. Usaba una jerigonza, que se parecía tanto al francés como al inglés, y también un poco al portugués. La sangre le brillaba en la cara, dándole un brillo intenso, y sus orejas se estiraban bajo el peso de aquellas alhajas que le llegaban hasta los hombros. Inició el tema hablando un poco de su estancia en Lamu, una ciudad muy moderna, tal como él la describía. Autos, café y música; se hablaban muchos idiomas.

Tout le monde tres distingué, très chic —dijo. Yo me tapé el oído defectuoso con una mano y le brindé toda la potencia del sano, asintiendo cuando él hablaba y, como correspondí en su afrofrancés de Lamu, empezó a animarse. Se veía que había dejado su corazón en aquel pueblo y para él los años pasados allí fueron los mejores de su vida. Era su París. No me costó mucho imaginar que se había organizado allí una casa con sirvientes y muchachas, y que se pasaba los días en el café con su traje de algodón, acaso con un boutonnière, pues era un gran organizador de empresas. Estaba disgustado con su sobrino porque se marchó durante ocho o nueve años y lo dejó allí abandonado. —Irse de escuela Lamu —decía. Pas assez bon. Malo, malo, decir yo. No marchar de Lamu. Papá rey Gmilo morir. Moi aller chercher Dahfu. Un años. Levantó uno de sus dedos regordotes por encima de la cabeza de la reina Yasra, y supuse por su indignación que se le había juzgado responsable de la desaparición de Dahfu y que era deber suyo volver a traerlo al poblado.

Pero se dio cuenta de que no me gustaba el tono que había empleado y me preguntó:

—¿Usted amigo Dahfu?

—¡Claro que lo soy!

—¡Oh, yo también! Roi neveu. Aime neveu. Sans blague. Peligroso.

—Vamos, vamos, ¿de qué se trata todo esto? —dije.

Como vieron que estaba molesto, el Bunam habló con voz cortante a Horko y a la reina madre. Yasra dio un grito: —Sasi ai. Ai, sasi, Sungo. Levantaba la vista hacia mí y debió ver mi sotabarba y mis orificios nasales, pero no mis ojos, y por tanto no sabía cómo me había sentado su ruego, pues de un ruego se trataba. Empezó, pues, a besarme los nudillos una y otra vez, un poco como lo había hecho Mtalba la noche anterior a mi fracasada campaña contra las ranas. Y me di cuenta de nuevo de que poseía allí cierta sensibilidad. Estas manos se han deformado mucho a consecuencia de todos los excesos a que se han visto sometidas. Por ejemplo, el dedo índice con el que apunté al gato debajo de la mesa de bridge. ¡Oh, señora, deje esto! ¡Romilayu! ¡Romilayu! ¡Dile que pare! Si tuviera tantos dedos como teclas un piano, estarían todos a su disposición. ¿Qué se propone esa anciana reina? Esos tipos le están aplicando las clavijas, eso está claro.

—Salvar a su hijo, señor.

—¿Salvarlo de qué? —pregunté.

—De la leona bruja, señor. ¡Oh, señor, es un león muy malo!

—Han asustado a esta pobre madre —dije, mirando iracundo al Bunam y a su ayudante. Son unas ratas de cementerio. No son felices sin sus cadáveres y sus entierros. ¡Lo huelo, Bunam! ¡Y mirad ese murciélago de alas de cuero, su fiel costilla! Podría hacer el papel de fantasma de la ópera. Tiene la cara de espantamoscas…, de espantaalmas. Dile ahora mismo que yo opino que el rey es un hombre magnífico y noble. Habla con firmeza —le dije—, para tranquilizar a esta pobre anciana.

Pero era imposible hacerles cambiar de tema, por más que yo insistiera en alabar al rey. Habían venido para informarme sobre los leones. Con una sola excepción, los leones tenían almas de hechicero. El rey había atrapado a Atti y se la trajo a casa en lugar de su padre Gmilo, que todavía andaba suelto. Esto les sentaba a todos muy mal y el Bunam estaba allí para advertirme de que Dahfu me estaba complicando en sus brujerías. —¡Bah, tonterías! —les dije a aquellos hombres. Yo nunca podría convertirme en brujo. Tengo el carácter completamente opuesto a esto. Entre Horko y Romilayu lograron que me diera cuenta finalmente de la importancia y la solemnidad abrumadora de la situación. Intenté evitarlo, pero era así; me abrumaron con ella como bajo una losa de piedra. La gente estaba furiosa. La leona era causa de desgracias. Algunas mujeres que habían sido enemigas de la persona que en ella se reencarnaba tenían abortos. Además, había habido sequía, con la que yo terminé al levantar a Mummah. A raíz de esto, yo era muy popular. (Me ruboricé; sentí que un rosa indiscreto se me subía a las mejillas). —No tiene importancia —dije. Pero entonces Horko me dijo que yo hacía mal bajando a la leonera. Me volvieron a recordar que Dahfu no estaría en plena posesión de su trono hasta que capturara a Gmilo. El viejo rey se veía obligado a vivir en la maleza entre malas compañías, ya que todos los demás leones, sin una sola excepción, eran terribles y malvados. Aseguraban que la leona seducía a Dahfu y que era ella la que lo incapacitaba para su deber y la que mantenía a Gmilo alejado.

Intenté decirles que otras personas tenían un concepto totalmente opuesto sobre los leones. Les dije que no podía haber razón alguna para condenar a todos los leones excepto a uno, y que tenía que haber un error. Después me dirigí suplicante al Bunam, que parecía ser el capitoste de las fuerzas antileón. Pensé que su mirada, sus párpados arrugados, la severa vena de su frente y aquellas complejas zonas de piel alrededor de los ojos, tenían que ser indicio (incluso allí, donde África ardía como mares de petróleo verde bajo el cielo vasto y absoluto), de lo mismo de lo que serían indicio en Nueva York, o sea, de profunda reflexión. Deberían seguir al rey. Es un hombre excepcional y hace cosas excepcionales. A veces estos grandes hombres tienen que ir más allá de sí mismos, como César o Napoleón o Chaka, el zulú. En el caso del rey, ocurrió que su interés era la ciencia. Aunque no soy un entendido, supongo que pensaba en la humanidad como en un cuerpo único que está harto de sí mismo y necesita una inyección de vitalidad animal. Deberían alegrarse de que no sea un Chaka y no se los va a cargar. Tienen suerte de que no sea de este tipo. Creí que una amenaza podría ser eficaz. La anciana continuaba murmurando y cogiéndome los dedos y el Bunam, mientras Romilayu se dirigía a él y le traducía mis palabras lo mejor que podía, se iba poniendo rígido como una vara, de modo que sólo se le movían los ojos, y aún éstos muy poco, aunque centelleaban intensamente. Y entonces, cuando Romilayu hubo terminado, el Bunam le hizo una seña a su ayudante con un chasquido de los dedos, y el hombre de cuero negro sacó de su túnica de trapos un objeto que confundí al principio con una berenjena arrugada. Lo sostenía por el tallo y me lo acercó a la cara. Ahora me miraban un par de ojos secos y muertos, y vi unos dientes en la boca sin aliento. En los ojos había una mirada apagada y acabada. Me miraban desde el más allá. Uno de los agujeros de la nariz de aquel juguetito estaba aplastado, y el otro ensanchado, y toda la cara, aquella momia agarrada por el cuello, negra, seca, aniñada, parecida a un enano, tenía un gesto como si fuera a ladrar. Me ardía muchísimo la boca y aquella voz interior, aquella comunicación que había oído al levantar el cadáver, no lograba pasar de un suspiro. Supongo que algunas personas están más llenas de muerte que otras. Evidentemente mi capacidad respecto a la muerte es enorme. De todos modos, empecé a preguntarme (o acaso, más que una pregunta, era una súplica), ¿por qué está siempre tan cerca de mí?, ¿por qué no podré librarme de ella durante algún tiempo?, ¿por qué?, ¿por qué?

—Bueno, ¿qué es esto? —dije.

Aquello era la cabeza de una de las mujeres leones… Una hechicera. Se había ido del pueblo y tuvo que ver con leones. Había envenenado a algunas personas y las hechizaba. El ayudante del Bunam había encontrado su rastro, la juzgaron con tortura y se la estranguló. Pero había resucitado. Aquellos tipos no se andaban con remilgos y me aseguraron que era precisamente la leona que Dahfu capturó. Era Atti. Se trataba de un caso de identificación probada.

Ame de lion —dijo Horko—. En bas.

—No sé por qué están tan seguros —les dije. No podía apartar la vista de aquella cabeza encogida, con la mirada apagada, acabada. Me hablaba como me habló aquella criatura de Banyules, en el acuario, después de haber despachado a Lily en el tren. Y pensé como en aquel entonces, en la estancia húmeda y mal iluminada: ¡Se acabó! ¡Es el final!