VIII
Ahora bien, yo desciendo de un linaje maldito y burlado durante más de cien años, y cuando rompía botellas a orillas del mar eterno, los que me contemplaban no recordaban sólo a mis antepasados ilustres, a los embajadores y hombres de estado, sino también a los lunáticos. Uno de los de esa serie se lió en la rebelión de los boxers, convencido de que era un oriental, a otro le estafó una actriz italiana trescientos mil dólares, a otra se la llevó un globo mientras hacía propaganda a favor del movimiento sufragista. Ha habido muchos personajes impulsivos o imbéciles en nuestra familia. (En francés am-be-siil es un término más fuerte). En la anterior generación uno de los primos Henderson obtuvo la medalla de la Corona de Italia, por su labor de rescate durante el temblor de tierra de Messina, Sicilia. Estaba pudriéndose por no hacer nada en Roma. Se aburría y solía montar a caballo dentro del Palazzo, desde su dormitorio hasta el salón. Después del terremoto llegó a Messina en el primer tren y dicen que estuvo dos semanas sin dormir, dedicado a hurgar cientos de ruinas y a rescatar innumerables familias. Esto indica que existe un ideal de prestar servicios en nuestra familia, aunque a veces se manifieste con un fondo de locura. Uno de los viejos Henderson, sin ser ministro de iglesia alguna, tenía la costumbre de predicar a sus vecinos y los congregaba golpeando con una palanca la campana que pendía en su patio: todos tenían que acudir.
Dicen que me parezco a él. Usamos el mismo número de cuello, el 22. Podría mencionar que sostuve un puente minado en Italia, evité que cayera hasta que llegaron los ingenieros. Pero esto cae dentro de los actos de servicio y es mejor ejemplo mi comportamiento en el hospital cuando me rompí la pierna. Pasé todo el tiempo en la sala de los niños, divirtiendo y animando a los chiquillos. Saltaba apoyándome en las muletas de un rincón a otro de la habitación, vestido con el camisón del hospital; no podía molestarme en atar los cintajos y llevaba el trasero al aire. Las enfermeras corrían detrás de mí para taparme, pero yo no me estaba quieto.
Ahora nos encontrábamos en las montañas más remotas de África —o al menos, demonio, no podían quedar muy lejos— y resultaba triste que aquella gente sufriera tanto por culpa de las ranas. Era natural que yo quisiera ayudarles. Y daba la casualidad de que probablemente era algo que caía dentro de mis posibilidades, y era lo menos que yo podía intentar en aquellas circunstancias. ¡Recordad lo que hizo la tal reina Willatale por mí! Me adivinó el carácter, me reveló el grun-tu-molani. Pensé que aquellos arnewi, sin excepción, se habían desarrollado de un modo desigual; era posible que poseyeran la sabiduría de la vida, pero cuando se trataba de ranas eran unos inútiles. Yo encontré para esto una explicación. Los judíos tienen a Jehová, pero se negaban a defenderse en sábado. Y los esquimales se mueren de hambre teniendo caribú en abundancia, porque está prohibido comer caribú en la temporada de pescado, ¿o es comer pescado en la temporada del caribú? Todo depende del valor que se de a las cosas. ¿Y dónde está la verdad, les pregunto? ¿Dónde está? Yo mismo, muerto de tristeza y de aburrimiento, poseí la felicidad, una felicidad objetiva que me rodeaba por todas partes, una felicidad tan abundante como el agua de aquella cisterna donde estaba prohibido abrevar el ganado. Y por tanto, pensé, ése será uno de estos tratos de ayuda mutua: en aquello en lo que los arnewi son irracionales yo los ayudaré, en aquello en lo que yo lo soy, me ayudarán ellos a mí.
Ya había asomado la luna, con su cara seria, por el Este; detrás había unas nubes que parecían de algodón. Esto me dio un punto de referencia para calcular la altura de las montañas y creo que rozaban los tres mil metros. El aire de la noche se puso de un verde oscuro, a pesar de que los rayos de la luna conservaban su blancura intacta. Las techumbres de paja se parecían más que nunca a un plumaje; plumas pesadas y oscuras. Mientras estábamos allí, junto a una de esas cúpulas iridiscentes, rodeados de un batallón de esposas y de parientes, con aquel par de quitasoles en forma de flores de calabaza todavía a nuestro lado, le dije al príncipe Itelo: —Príncipe, voy a intentar algo contra esos bichos de la cisterna. Estoy seguro de que sabré arreglármelas con ellos. Tú no tienes por qué mezclarte en absoluto, ni siquiera tienes que dar una opinión a favor o en contra. Lo hago bajo mi entera responsabilidad.
—¡Señor Henderson, usted es un hombre extraordinario! Pero no se haga demasiadas ilusiones.
—¡Ja, ja! Perdóname, príncipe, pero en esto te equivocas. Si no me hago ilusiones, nunca consigo lo que me he propuesto. Pero ahora —le dije— olvida lo que te he dicho.
Así pues, nos dejó en nuestra choza y Romilayu y yo nos ocupamos de la cena. Fue a base de boniatos fríos y de galletas, a eso añadí un suplemento de píldoras vitamínicas. Eché un buen trago de whisky y dije: —Vamos, Romilayu, acerquémonos a la cisterna y echémosle un vistazo a la luz de la luna. Me llevé una linterna para alumbrar debajo del cobertizo, pues como ya he dicho habían construido un cobertizo encima de la cisterna.
Realmente las ranas lo pasaban mejor que nadie. En aquel lugar, gracias a la humedad, crecían las únicas hierbas del poblado. Y aquella variedad poco frecuente de rana de montaña, moteada de verde y blanco, saltaba, se zambullía y nadaba en el agua. Dicen que el aire es la última morada del alma, pero dados nuestros sentidos yo creo que no se puede encontrar un elemento más dulce que el agua. Al bordear la cisterna y ver junto a nuestros pies aquellos seres de piel brillante y mojada, con sus patitas blancas y sus sonoras gargantas, con sus ojos semejantes a burbujas, me pareció que la vida de aquellas ranas debía ser muy hermosa y que habían llegado a la consecución de su ideal. Mientras que los otros seres, representados en aquel momento por Romilayu y por mí, estábamos sudorosos y abrasados. En la sombra del anochecer, intensificada por el cobertizo, mi cara parecía arder, como si fuera el cráter de un volcán. Tenía las mandíbulas hinchadas y estaba a un paso de creer que si apagaba la linterna, podríamos ver a las ranas de la cisterna sólo a la luz del resplandor que emanaba de mí.
—Están felices estas ranas —le dije a Romilayu—, mientras les dure. —Y moví la linterna de un lado a otro por la superficie del agua, donde se apiñaban las ranas. De ser otras las circunstancias, hubiese adoptado una actitud tolerante, incluso de simpatía, hacia ellas. En principio no tenía por qué estar en contra de aquellos animales.
—¿De qué ríe, señor?
—¿Estoy riendo? No me daba cuenta —dije. Son grandes cantantes. Allá, en Connecticut, las ranas sólo croan, pero éstas tienen magníficas voces de bajo. ¡Escucha! Una música variadísima. ¡La, ra, la, ra! Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere no-ho-bis… ¡Es Mozart! ¡Es Mozart, lo juraría! Tienen pleno derecho a entonar el miserere, pobres bichejos, ahora que la espada del destino está a punto de caer sobre ellos.
«Pobres bichejos» fue lo que dije, pero la verdad es que me relamía de gusto… Mi corazón se regocijaba de antemano con su muerte. Odiamos a la muerte, tememos a la muerte, pero cuando se llega a un caso concreto, no hay nada comparable. Sí, les tenía pena a las ranas, y mi lado humano también respondía. No había en mí fallo alguno en este sentido. Pero, a pesar de todo, estaba ansioso por hacer caer los mayores desastres sobre aquellos bichos de la cisterna.
Al mismo tiempo, no podía dejar de darme cuenta de esta desigualdad: de un lado, aquellos semi-pescaditos inofensivos, que no tenían culpa ninguna del terror que inspiraban a los arnewi; del otro, yo, varias veces millonario, con un metro noventa de estatura, más de cien kilos de peso, conocido en la mejor sociedad y oficial de guerra condecorado. Pero yo no era responsable de esto, ¿verdad? Había aún una cosa más: ya en otra ocasión me había visto mezclado en un lío con animales. Nunca he conseguido librarme de la profecía de Daniel: «Te separarán de los hombres y tendrás tu morada entre las bestias del campo». Dejando a un lado los cerdos, con los que sostuve una legítima relación de criador, hubo un jaleo con un animal hace poco tiempo. En aquella noche del asalto a las ranas, yo pensaba en aquel bicho, un gato. Será mejor que lo explique.
Ya saben lo del edificio que reformé para Lily en nuestra propiedad. Lo alquiló a un profesor de matemáticas y a su mujer. Como la casa no tenía calefacción, los inquilinos se quejaron y yo los desahucié. Fue por esto, y por un gato que tenían, por lo que Lily y yo estábamos discutiendo cuando cayó muerta la señorita Lenox. El gato era un macho joven, de pelaje marrón y gris humo.
Aquellos inquilinos habían venido dos veces a mi casa para discutir el problema de cómo calentar la suya. Yo hacía ver que no sabía nada, pero seguí con interés la marcha del asunto, espiándoles desde el piso de arriba. Oía sus voces en la sala y sabía que Lily intentaba una conciliación. Yo husmeaba desde el segundo piso, metido en mi bata roja y con las botas wellington de andar por el establo. Más tarde, cuando Lily intentó discutir conmigo la cuestión, le dije: —Todos estos quebraderos de cabeza son cosa tuya. Ya sabes que yo no he querido nunca meter desconocidos en mi casa. A mí me parecía que ella los había traído para trabar amistad con ellos y yo estaba en contra. —¿Qué es lo que les molesta? ¿Los cerdos? —pregunté. —No —dijo Lily—, no han dicho media palabra de los cerdos. Yo respondí: —Sí, sí. Ya he visto la cara que ponen cuando les preparo de comer. Y además, no comprendo por qué has de tener una segunda casa, si no eres capaz de ocuparte de la tuya.
La segunda y última vez que fueron a mi casa, iban más decididos a protestar. Los vi llegar desde el dormitorio; me estaba cepillando el pelo con dos cepillos. Vi que el gato color humo les seguía, saltando sobre los tallos cortados y secos que quedaban en la huerta. El bróculi es fantástico cuando lo cubre la escarcha. Se inició la conferencia debajo de mí. No pude aguantar más y pateé en el suelo, justo encima de la sala. Luego pegué un berrido por la escalera: —¡Váyanse al diablo y salgan de una vez de mi propiedad!
Los inquilinos me respondieron: —De acuerdo, pero queremos que nos devuelva el depósito, y tendría que pagar también los gastos de traslado.
—Está bien —dije—, suban si quieren a recoger su dinero —y pateé en la escalera con mis wellington, gritando—: ¡Fuera de aquí!
Y se fueron, claro. Pero dejaron abandonado a su gato y yo no quería un gato salvaje haciendo el loco por mi propiedad. Los gatos salvajes traen siempre disgustos y aquel animal era muy fuerte; lo había visto cazar y jugar con una ardilla. En otra ocasión, por culpa de un gato parecido, que vivía en una madriguera de marmota próxima al estanque, tuvimos que sufrir durante cinco años. Se peleaba con todos los gatos de los establos, les daba arañazos y les sacaba los ojos. Yo intenté acabar con él mediante pescado envenenado y bombas de humo. Pasé días enteros en el bosque, de rodillas junto a la madriguera, con la esperanza de atraparlo. Así pues, le avisé a Lily: —Si este gato se vuelve salvaje como el otro, lo vas a sentir.
—Aquella gente volverá a buscarlo —me respondió.
—Ni lo sueñes. Han querido deshacerse de él. Y tú no sabes lo que son los gatos salvajes. ¡Preferiría tener un lince como vecino!
Teníamos un jornalero llamado Hannock. Fui a los establos y le dije: —¿Dónde está el gato que esos puñeteros de la ciudad han dejado abandonado? Era a fines de otoño y estaba guardando manzanas, apartando para los cerdos las que había tirado el viento. Hannock estaba en contra de los cerdos, porque habían causado destrozos en el césped y en el jardín.
—No molesta nada, señor Henderson. Es un gatito muy bueno. Muy bueno.
—¿Le pagaron acaso para que usted se ocupara de él? Tuvo miedo de confesarlo y me mintió. La verdad es que le habían dado dos botellas de whisky y una caja de leche en polvo (marca Starlac).
—No, no me han dado nada, pero lo cuidaré. No me da ningún trabajo.
—No quiero ningún animal abandonado en mi propiedad —y recorrí mi granja de parte a parte, diciendo—: Psi, psi, psi. Por fin el gato se me vino a las manos y no luchó cuando lo agarré por el cogote y lo encerré en una habitación del desván. Mandé una carta certificada y urgente a los dueños y les di de tiempo hasta las cuatro del día siguiente para venir por él. De lo contrario, me ocuparía de que terminaran con el dichoso gato.
Le enseñé a Lily el recibo de la carta certificada y le dije que el gato estaba en mis manos. Intentó embaucarme e incluso se emperifolló para la cena y se puso polvos en la cara. Supe que estaría dispuesta a razonar conmigo. —¿Qué te pasa? No tienes apetito —le dije—, pues normalmente come muchísimo y estando conmigo en el restaurante ha comentado la gente que nunca habían visto a una mujer tragar de aquella manera. Cuando está en forma, dos bistecs de los gordos y seis botellas de cerveza no son nada para ella. A decir verdad, estoy muy orgulloso de esta capacidad de Lily.
—Tampoco tú comes —me respondió.
—Es porque algo me preocupa. Estoy enfadado. Paso por una crisis.
—¡Cariño, no seas así! —dijo.
Pero la emoción, o lo que fuera, me llenaba de tal modo, que me sentía incómodo dentro de mi propia piel. Horrible.
No le dije a Lily lo que pensaba hacer, pero a las tres horas y cincuenta y nueve minutos del día siguiente, como no hubiera recibido respuesta de mis exinquilinos, subí escaleras arriba para llevar a cabo mi amenaza. Llevaba una bolsa de compras y dentro iba la pistola. Había mucha luz en el cuartito empapelado del desván. Le dije al gato: —Te han abandonado, gatito. Se aplastó contra la pared, con el lomo arqueado y el pelo erizado. Intenté apuntar desde arriba, pero al fin tuve que sentarme en el suelo y apuntar por entre las patas de una mesa de bridge que había allá arriba. El espacio era reducido y yo no quería gastar más de un disparo. Por mis lecturas sobre Pancho Villa sabía yo los métodos mexicanos de disparar: apuntar con el dedo índice apoyado en el cañón y apretar el gatillo con el dedo del corazón, pues el índice es el apuntador más exacto de que disponemos. De este modo, logré tener el centro de su cabeza exactamente debajo de mi índice (un poco torcido) y disparé, pero mi voluntad no estaba realmente puesta en esta muerte y fallé el disparo. No tiene otra explicación que errara el tiro a una distancia de dos metros. Abrí la puerta y el gato se precipitó hacia ella. En la escalera, el hermoso cuello muy estirado y la cara blanca de terror, estaba Lily. Para ella, una pistola que se dispara dentro de casa sólo puede significar una cosa: el recuerdo de la muerte de su padre. Yo llevaba en la mano la pistola y la bolsa de compras colgaba vacía a mi lado.
—¿Qué has hecho?
—¡Puñetas! He intentado hacer lo que dije que haría.
Sonó el teléfono y pasé junto a Lily para ir a contestar. Era la mujer del inquilino y le dije: —¿Por qué ha esperado hasta el último momento? Un poco más y es ya demasiado tarde.
Se echó a llorar y también yo me sentía muy triste. Le grité: —¡Venga a recoger su dichoso gato! A ustedes, la gente de la ciudad, no les importan los animales. Todo el mundo sabe que no se puede abandonar a un gato.
Lo raro de la situación es que mis actos siempre responden a alguna motivación real. Cómo pude hacer tanto daño, no lograré comprenderlo nunca.
Así pues, junto a la cisterna, el problema de eliminar las ranas me trajo a la memoria aquel episodio. «Pero esto es distinto» pensé. «Ahora la cosa está muy clara y además demostraré lo que yo pretendía al perseguir a aquel gato». Lo deseaba de verdad, pues mi corazón estaba abrumado por aquel recuerdo y yo sentía una pena enorme. Estuvo a punto de ser algo muy grave…, casi un pecado mortal.
Sin embargo, tuve que enfrentarme a la situación del momento y consideré varias posibilidades, como rastrillar el agua o utilizar venenos. Ninguna parecía aconsejable. Le dije a Romilayu: —El único sistema razonable es una bomba. Una sola explosión terminaría con esos bichos, y cuando floten muertos en la superficie, no tendremos que hacer más que recogerlos de la superficie y los arnewi podrán abrevar su ganado. Es muy sencillo.
Cuando por fin comprendió mi idea, me dijo: —No, señor. No.
—¿Qué quiere decir «no, señor, no»? No seas bobo, soy un viejo soldado y sé lo que me digo. No servía de nada discutir con él, porque la idea de una explosión lo asustaba. —Está bien, Romilayu, vamos a nuestra choza y durmamos un poco. Ha sido un gran día y mañana nos espera mucho trabajo.
Volvimos a la choza y él se puso a rezar. Creo que Romilayu me empezaba a coger la onda; me quería, pero empezaba a darse cuenta de que yo era impetuoso y desgraciado y de que actuaba sin la suficiente reflexión. Cayó, de rodillas, con los muslos apretados contra las pantorrillas y los talones asomando por debajo. Juntó las manos —palma contra palma— bajo la barbilla; los dedos muy separados. Con frecuencia yo solía pedirle a media voz: —Diles una palabrita por mí —y se lo pedía medio en serio.
Cuando Romilayu terminó sus rezos, se tumbó de lado y colocó una mano entre las rodillas, que mantenía encogidas cerca del pecho. La otra mano la tenía debajo de la mejilla. Siempre dormía en esta posición. También yo extendí mi manta en el suelo de la choza oscura, evitando los rayos de la luna. No sufro con frecuencia insomnio, pero aquella noche tenía muchas cosas en la cabeza: la profecía de Daniel, el gato, las ranas, aquel lugar de aspecto ancestral, la embajada lloricona, la lucha con Itelo y la reina que leyó dentro de mi corazón y que me dijo lo de grun-tu-molani. Todo eso daba vueltas dentro de mi cabeza y me mantenía terriblemente excitado. Además, no podía dejar de preguntarme cuál sería el mejor medio de terminar con aquellas ranas. Naturalmente yo sé algo de explosivos y pensé que podría quitar las pilas e improvisar una bomba bastante buena dentro de mi linterna eléctrica, llenándola con la pólvora de los cartuchos de mi .375 H y H Magnum. Llevan una carga potente, pueden creerme, y se podría hacer volar con ella a un elefante. Había comprado el .375 especialmente para el viaje a África, después de leer lo que decía de él Life o quizá Look. Un muchacho que tenía uno, un muchacho de Michigan, se había ido a Alaska en cuanto le dieron vacaciones. Voló a Alaska y contrató un guía para atrapar un oso kodiak, encontraron al oso, lo persiguieron por precipicios y pantanos y lo mataron a una distancia de casi cuatrocientos metros. Yo mismo sentí cierto interés por la caza hace algún tiempo, pero a medida que me he hecho mayor me ha parecido un modo extraño de relacionarse con la naturaleza. Quiero decir que un hombre sale al mundo de la naturaleza, ¿y lo único que se le ocurre es ponerse a pegar tiros? No tiene sentido. Así pues, en octubre, cuando empieza la temporada y asoma el humo de la pólvora tras los matorrales y los animales huyen aterrados de un lado a otro, yo salgo al campo y detengo a los cazadores por cazar en un terreno acotado y se los llevo al juez y él les pone una multa.
Dentro de la choza, pensando en que iba a usar los cartuchos para fabricar mi bomba, yo sonreía. Imaginaba la sorpresa que les aguardaba a las ranas. También sonreía de satisfacción al imaginar por anticipado la gratitud de Willatale y de Mtalba y de Itelo y de todos los demás. Llegué incluso a imaginar que la reina me elevaría a una jerarquía igual a la suya; pero yo le diría; —No, no. No abandoné mi hogar para conseguir poder y gloria, y si hago un pequeño favor lo hago gratis.
Todas esas ideas daban vueltas en mi cabeza y no me dejaban dormir, y si quería preparar la bomba la mañana siguiente, era imprescindible que descansara. Soy un poco especial en esto del sueño, pues si por cualquier razón duermo siete horas y cuarto en lugar de dormir ocho, luego me siento desdichado y me arrastro de un lado a otro, aunque no me pase realmente nada. Es siemplemente otra de mis ideas. Eso es lo que ocurre con mis ideas; parece que ellas se vuelven más fuertes cuando yo me siento más débil.
Mientras estaba despierto, recibí una visita de Mtalba. En el momento de trasponer el umbral, ocultó la luz de la luna. Se sentó en el suelo, muy cerca de mí, suspirando, me cogió una mano y me habló quedamente. Me obligó a acariciar su piel, que realmente era prodigiosamente suave; tenía razones para sentirse orgullosa de ella. Aunque la toqué, me hice el desentendido y me negué a responder. Permanecí allí, tumbado sobre la manta, con la mirada fija en el techo. Intentaba concentrar toda mi atención en el modo de fabricar la bomba. Desenrosqué la tapa de mi linterna (con el pensamiento), y extraje las pilas por delante, luego corté los cartuchos y dejé que la pólvora resbalara dentro de la linterna. ¿Pero cómo prenderle fuego? El agua presentaba un problema especial. ¿Qué usaría como mecha y cómo evitaría que se mojara? Podía sacar algunas hebras de mi mechero austríaco y mojarlas durante largo rato en gasolina. O un cordón de los zapatos; un cordón de zapatos parafinado podía resultar perfecto. Éste era el hilo de mis pensamientos, y durante todo el tiempo la princesa Mtalba estuvo sentada a mi lado, lamiéndome y sobándome los dedos. Me sentí culpable a causa de esto y pensé que si ella supiera los horrores que yo había cometido con aquellas mismas manos, lo pensaría dos veces antes de llevárselas a los labios. En ese preciso momento besaba el dedo con el que había apuntado el revólver hacia el gato y sentí en este dedo un profundo dolor, que subió por el brazo y por el resto de mi sistema nervioso. Si ella me hubiera podido comprender, le hubiera dicho: «Hermosa dama» (pues era considerada una gran belleza y se comprendía perfectamente el por qué). «Hermosa dama, yo no soy el hombre que usted cree. Pesan sobre mi conciencia cosas increíbles y tengo un carácter indomable. Hasta mis cerdos me tenían miedo».
Y sin embargo, no siempre es fácil esquivar a una mujer. Lo cierto es que a veces ellas cargan con tipos borrachos, estúpidos o criminales. Supongo que es el amor lo que les da fuerzas para hacerlo, borrando todas esas realidades terribles. No soy sordo ni ciego y he observado que existe una relación entre el amor de una mujer y los grandes principios de la vida. Si no hubiera llegado por mí mismo a esta conclusión, Lily no hubiera dejado de hacérmelo notar.
Romilayu no se despertó; siguió durmiendo con una mano bajo la mejilla, llena de cicatrices, y el pelo desparramado a un lado de la cabeza. Arcoíris vidriosos traspasaban el umbral, y fuera ardían fogatas de estiércol seco y matas espinosas. Los arnewi velaban junto a su ganado moribundo. Mientras Mtalba seguía suspirando y me acariciaba y me sobaba y conducía mis dedos por encima de su piel y se los llevaba a los labios, comprendí que aquella mujer como una montaña, con el pelo color índigo, había venido con un propósito determinado. Levanté el brazo y lo dejé caer sobre la cara de Romilayu. Él abrió los ojos, pero no retiró la mano que tenía debajo de la mejilla ni hizo el menor gesto.
—Romilayu.
—¿Qué quiere, señor? —dijo, todavía tumbado.
—Siéntate, siéntate. Tenemos visita. No reveló la menor sorpresa. Se levantó. La luz de la luna se filtraba por las paredes, tejidas como una cesta, y entraba por la puerta. Y la luna parecía cada vez más blanca y más pura, como si no sólo iluminara el aire, sino que lo perfumara. Mtalba seguía sentada, los brazos caídos a los lados del cuerpo. Averigua el motivo de esta visita —dije.
Y Romilayu empezó a hablar. Se dirigía a ella con mucho formulismo, pues era un tiquismiquis en eso de la corrección, estilo africano, y no olvidaba sus modales cortesanos ni siquiera en plena noche. Entonces Mtalba habló también. Tenía una voz dulce, a veces rápida, a veces gangosa. A resultas de aquella conversación, me enteré de que quería que yo la comprase y como se daba cuenta de que yo no tenía con qué pagar una novia, ella misma me había traído lo necesario aquella noche. —Hay que pagar por las mujeres, señor.
—Eso, amigo mío, ya lo sabía.
—Si uno no paga por una mujer, es que no se respeta a sí mismo.
Empecé a decir que yo era un hombre rico y que podía permitirme ese tipo de gastos, pero me di cuenta de que el dinero no tenía nada que ver con aquel asunto. Añadí: —¡Ah, es muy generoso por su parte! Está construida como el Everest, pero tiene mucha delicadeza. Dile que se lo agradezco mucho y mándala a su casa. Me pregunto qué hora será. ¡Dios santo, si no logro dormir, mañana no estaré en condiciones de enfrentarme a las ranas! ¿No comprendes, Romilayu, que todo depende únicamente de mí?
Pero él me dijo que todas las cosas que había traído Mtalba estaban amontonadas fuera y que ella quería que yo las viera. Me levanté, pues, de mala gana y salimos de la choza. Había traído una escolta. Y cuando me vieron bajo la luz de la luna, con aquel casco para el sol en la cabeza, me vitorearon como si fuera ya el novio… lo hicieron bajito, puesto que la hora era avanzada. Los regalos formaban un montículo enorme sobre una gran estera: ropajes, ornamentos, tambores, pinturas y tintes. Ella le hacía el inventario a Romilayu y él me lo transmitía.
—Es una gran persona, una persona magnífica —dije. ¿Pero no tiene ya un marido? No podía haber una respuesta concreta para esto, pues se trataba de una «amarga» y podía casarse un número ilimitado de veces. Y no serviría de nada, estaba seguro, comunicarle que yo tenía mujer. Tampoco había impresionado esto a Lily y desde luego no iba a pararle los pies a Mtalba.
Para mostrarme la importancia de la dote, Mtalba empezó a ponerse alguno de los vestidos al compás de un xilofón hecho de huesos que tocaba uno de la escolta, un muchacho con una enorme sortija en el dedo. El muchacho sonreía como si fuese él el que me entregaba a la mujer «amarga», y ella, entretanto, exhibía los vestidos y las túnicas, recogiéndoselos sobre los hombros y haciéndolos girar alrededor de las caderas, lo que exigía un movimento distinto y más amplio. En algunos momentos se ponía un velo en la nariz, lo que resaltaba sus ojos amorosos, al estilo árabe, y de vez en cuando, mientras meneaba las manos teñidas de alheña, echaba una corridita y me miraba por encima del hombro, con aquellas señales de sufrimiento alrededor de la nariz y de los ojos que sólo puede producir el amor. Ondulaba y se mecía, según el ritmo que marcaba el pequeño xilofón hecho de huesos… acaso los pies de un rinoceronte vaciados por las hormigas. Todo esto tuvo lugar bajo una luna azulada; las enormes manchas blancas de las fogatas ardiendo asimétricas de un lado a otro del horizonte.
—Quiero que le digas, Romilayu, que es una mujer enormemente atractiva y que, desde luego, tiene un equipo nupcial despampanante.
Estoy seguro de que Romilayu convirtió esto en un piropo convencional africano.
—Sin embargo —añadí—, tengo un asunto pendiente con las ranas. Tenemos una cita mañana y no puedo distraer mi atención con ningún otro asunto hasta que haya llegado a un acuerdo definitivo con esos bichos.
Creí que con esto iba a librarme de ella, pero siguió exhibiendo sus ropas y bailando. Peso pesado, pero hermosa… aquellos enormes muslos y caderas…, levantando una ceja y echándome miraditas incendiarias. De modo que, a medida que avanzaba la noche, me fui dando cuenta de que aquello era encantamiento. Aquello era poesía. Y yo debía permitir que llegara hasta mí, para penetrar en el problema práctico de cómo exterminar las ranas de la cisterna. Lo que había sentido al ver por primera vez las techumbres de paja, al descender por el cauce del río, tan ancestrales, era más o menos el mismo tipo de poesía y de encantamiento que volvía a sentir ahora. Por alguna razón, tengo una especial debilidad por la belleza y es de la única cosa de que me puedo fiar. Pero entro y salgo de la belleza una y otra vez. Nunca dura lo suficiente. Me doy cuenta de que está cerca, porque empiezan a dolerme las encías, todo se vuelve confuso, se me derrite el corazón, y después ¡pum!, ya ha desaparecido. Y una vez más me encuentro del otro lado. Sin embargo, aquella tribu de los arnewi parecía tener siempre a mano la belleza. Y yo pensaba que cuando hubiese realizado mi gran proeza con las ranas, los arnewi me aceptarían desde lo más hondo de su corazón. Ya había vencido a Itelo, y la reina sentía un gran afecto hacia mí, y Mtalba quería casarse conmigo, de modo que lo único que faltaba era demostrar que yo merecía todo esto (y la oportunidad de hacerlo se me brindaba en bandeja; nada se ajustaba mejor a mis habilidades).
Cuando Mtalba tocó alegremente por última vez mis manos con su lengua, en un acto de entrega de sí misma y de todos sus bienes, creí que la ocasión lo exigía y les dije: —Gracias y buenas noches. Buenas noches a todos.
—Ahú —dijeron ellos.
—Ahú, ahú grun–tu–molani.
—Tu-molani —respondieron.
Mi corazón se ensanchaba de felicidad y de emoción. Ya no quería dormir, porque temía que al irse ellos, si yo cerraba los ojos, desaparecería aquella sensación de encantamiento. Por eso, cuando Romilayu, después de rezar otra vez brevemente —de rodillas, apretadas las manos una contra otra, como un muchacho a punto de zambullirse en la eternidad—, se quedó dormido, permanecí allí, los ojos abiertos, sintiéndome bañado en un sentimiento elevado.