XIX

Había alrededor de palacio un montón de desperdicios minerales y vegetales. Los árboles crecían raquíticos, con nudos y espinas. Había también flores y llegaban incluso a las habitaciones del Sungo. Mis chicas las regaban y crecían vigorosas en los tiestos de piedra blanca. El sol daba a las flores un rojo aterciopelado y rígido. Todos los días yo subía agotado de la leonera. Con tanto rugido, tenía la garganta rasposa, la cabeza febril, los ojos como hollín mojado; sentía muy débiles las piernas y las rodillas me temblaban como si fueran de algodón. No necesitaba más que el calor del sol, para sentirme igual que un convaleciente. Ya saben cómo se sienten algunas personas, cuando convalecen de ciertas enfermedades agotadoras. Se vuelven extrañamente sensibles; pasean pensativas de un lado a otro. Las cositas más pequeñas les conmueven. Se ponen sentimentales y ven belleza por todos lados. Así que, mientras todos me miraban, me acercaba a aquellas flores y me inclinaba sobre ellas, me encorvaba agotado sobre los tiestos de porquería animal petrificada, llenos de humus húmedo, con mis ojos de hollín mojado, y las olía. Luego gruñía y suspiraba con una especie de pesada y sudorosa conmiseración; los pantalones de Sungo se me pegaban al cuerpo y tenía el pelo, especialmente en la nuca, bastante crecidito. Me crecían unos rizos negros, más gruesos que de costumbre; muy negros, como los de un cordero merino, y me levantaban el casco. Acaso era cosa de mi mente, que empezaba a cambiar de padrinos, por así decirlo, y estimulaba el crecimiento de un hombre distinto.

Todo el mundo sabía de donde venía yo e incluso sospecho que me habían oído rugir. Si podían oír a Atti, también me podían oír a mí. Vigilado por todos, y vigilado peligrosamente por mis enemigos y por los del rey, yo salía arrastrándome al patio e intentaba oler las flores. Y no es que tuvieran olor. Sólo tenían color. Pero esto bastaba. Resbalaba gritando por mi alma; y Romilayu se acercaba siempre por detrás de mí, por si yo lo necesitaba. («¿Romilayu, qué te parecen estas flores? ¡Menudo revuelo arman!» decía yo).

En aquellas circunstancias, cuando a todos los demás les debía parecer que yo estaba contaminado y que era peligroso por mi contacto con la leona, él no me evitaba ni corría a refugiarse lejos de mí. Nunca me falló. Y como amo la lealtad por encima de todo, intenté demostrarle que quedaba libre de sus obligaciones conmigo. —Eres un verdadero amigo —le dije—, y mereces que te dé mucho más que un jeep. Quiero añadir algo más a ese regalo. Le daba unos golpecitos en su cabeza de matorral… Me pesaba la mano; todos mis dedos parecían patatas… Y después, volvía gruñendo a mi habitación. Allí me tumbaba a descansar. Los rugidos acababan conmigo. El mismo tuétano había desaparecido de mis huesos; parecían huecos. Me tumbaba sobre un costado, quejándome y suspirando, con aquel globo hinchado de mi barriga. A veces se me ocurría que desde las puntas de los pies hasta el casco, a lo largo de mis dos metros, yo era el vivo retrato de aquel animal conocido, la barriga llena de pecas, los colmillos rotos y los pómulos anchos. Es verdad que mi corazón, dentro de mí, latía con un sentimiento humano, pero externamente, en la cáscara por así decirlo, mostraba los abusos y las deformaciones de toda una vida.

Para ser sincero, yo no tenía una confianza plena en la ciencia del rey. Allí abajo, en la leonera, mientras yo pasaba aquel verdadero infierno, él solía pasear tranquilamente; lento, relajado, lánguido casi. Me decía que la leona lo llenaba de paz. A veces, tumbados los tres en el banco después de los ejercicios, me decía; —Éste es mi lugar de descanso. La verdad es que estoy flotando. Y usted tiene que darse a sí mismo una oportunidad, tiene que intentar… Pero yo había estado unos minutos antes al borde de perder el sentido y no me consideraba todavía muy preparado para empezar a flotar.

Todo, allá abajo, era negro y ámbar. Incluso las paredes de piedra eran amarillentas. Había también paja. Y estiércol. El polvo tenía el color del azufre. El pelo de la leona se aclaraba gradualmente a partir de la línea oscura del espinazo, y era hacia el pecho de un tono de canela molida, en la barriga como pimienta blanca, y bajo las ancas se volvía tan blanco como el mismo ártico. Pero sus pequeñas almohadillas eran negras. Y sus ojos estaban rodeados de círculos absolutamente negros. A veces se percibía en su aliento cierto olor a carne.

—Tiene que intentar volverse más león —insistía Dahfu, y desde luego yo lo intentaba, hasta el punto de que, teniendo en cuenta mi handicap, el rey reconoció que yo hacía progresos. Sus rugidos son todavía ahogados. Pero esto es natural, ya que le queda mucho que pulir. Desde luego era la pura verdad. No me hubiera gustado en absoluto ser testigo de mis propias actuaciones ni oír mi propia voz. Romilayu confesó que me había oído rugir, y no se podía culpar a los demás indígenas si pensaban que yo era el doble de Dahfu en sus artes negras, o en lo que fuera. Pero lo que el rey llamaba pathos, era en realidad un grito que resumía mi paso por este mundo, desde la cuna hasta África, y (yo no podía evitarlo) se camuflaban algunas palabras en mis rugidos, como «¡Dios mío, socorro! ¡Señor, ten piedad!». Pero en realidad, me salían así: «¡Socooorro! ¡Piedaaad!». Eran graciosas las palabras que salían a veces: «¡Au secours!», que resultaba «Secuuuuuuuur» y también «de profuuuuundis», aparte de fragmentos del Mesías (fue odiado y despreciado, un hombre que sufría, etc., etc.). A veces, sin que haga nada por provocarlo, me vuelve el francés, el idioma que solía utilizar para tomarle el pelo a mi amiguito François a propósito de su hermana.

Y así, mientras yo rugía, el rey permanecía sentado con un brazo alrededor de su leona, como si asistieran los dos a una función de ópera. Desde luego ella tenía el aspecto de ir vestida de gala. Después de una docena, aproximadamente, de aquellos esfuerzos agotadores, empezaba a sentir que mi cerebro se apagaba y oscurecía y que me fallaban las piernas y los brazos.

El rey me permitía un breve descanso y me obligaba después a intentarlo una y otra vez. Cuando todo había terminado, me consolaba. Decía, por ejemplo: —¿Espero que ahora se sentirá usted mejor, señor Henderson?

—Sí, mejor.

—¿Más ligero?

—Sí, claro, más ligero, excelencia.

—¿Más tranquilo?

Entonces empezaba a resoplar, porque por dentro había recibido una buena sacudida. Me hervía la cara, estaba postrado en el polvo y tenía que incorporarme para mirarlo.

—¿Cómo van sus emociones?

—Como una caldera, majestad, una verdadera caldera.

—Veo que lucha usted contra lo que ha ido acumulando a lo largo de toda una vida —y añadía, casi con pena: —¿Le tiene usted todavía miedo a Atti?

—¡Claro que se lo tengo! Más miedo que a saltar de un avión. Eso no me daría ni la mitad de miedo; me alisté como paracaidista durante la guerra. Ahora que lo recuerdo, majestad, pienso que sería capaz de dar el salto desde cinco mil metros de altura con estos pantalones y tendría bastantes posibilidades de éxito.

—Tiene usted un humor delicioso, Sungo.

A aquel hombre le faltaba por entero aquello que llamamos carácter civilizado.

—Estoy seguro de que pronto tendrá usted una idea de lo que es sentirse león. Estoy convencido de su capacidad. ¿Ese viejo yo se resiste, eh?

—¡Oh, sí! Siento más que nunca a ese viejo yo. Lo siento continuamente. Me tiene bien agarrado —tosía y carraspeaba y estaba realmente desesperado. Parece como si tuviera sobre mí un peso de cuatrocientos kilos… como una tortuga de las Galápagos… sobre la espalda.

—A veces una condición tiene que empeorar antes de poder mejorar —me dijo. Y empezó a contarme las enfermedades que había conocido cuando estaba de guardia en la sala de los enfermos, y yo intentaba imaginarlo de estudiante en medicina, con bata y zapatos blancos, en lugar del sombrero de terciopelo adornado con dientes humanos y las zapatillas de raso. Tenía cogida por la cabeza a la leona cuyos ojos, color de consomé, me vigilaban. Los bigotes, que hacían pensar en las rayas trazadas por un diamante, tenían un aspecto tan cruel, que su propia piel se encogía en su base. Tenía una naturaleza terrible. ¿Qué puede hacerse con una naturaleza así?

Y por eso, al volver de la cueva, me sentía yo como me sentía, bajo la tórrida luz del patio, con sus cacharros de piedra y sus flores rojas. La mesa de bridge de Horko estaba lista para el almuerzo bajo el parasol, pero yo iba primero a descansar y a recuperar el aliento. Pensaba: «Bueno, acaso cada hombre cargue con su propia África. O, si se hace a la mar, con su propio Océano». Con esto quería decir que yo era un individuo turbulento y que estaba teniendo mi África turbulenta. No es que quisiera decir que el mundo existiera por mí. No, realmente yo creo en la realidad. Esto lo saben todos.

Cada día me daba más cuenta de que la gente estaba enterada de dónde había pasado yo la mañana y de que me temía por ello… Yo había llegado como un dragón; acaso el rey me había llamado para que le ayudara a desafiar al Bunam y para dar un golpe a la religión de la tribu. Por lo menos, intenté convencer a Romilayu de que Dahfu y yo no hacíamos nada malo. —Mira, Romilayu, se trata simplemente de que el rey posee una naturaleza muy rica. No estaba obligado a volver aquí para poner su vida a merced de sus esposas. Volvió porque espera poder rendir un bien al mundo entero. Un hombre puede hacer muchas tonterías y con tal de que no tenga una teoría propia, todo se lo perdonamos. Pero si hay una teoría detrás de sus acciones, todos caen sobre él. Esto es lo que le pasa al rey. Pero a mí no me hace ningún daño, viejo amigo. Ya sé que lo parece, pero no lo creas. Yo hago aquellos ruidos porque a mí me da la gana. Si no tengo buena cara, es porque no me encuentro bien. Tengo fiebre y el interior de mi nariz y de mi boca está inflamado. (¿Rinitis acaso?). Supongo que el rey me recetaría algo para esto, si yo se lo pidiera, pero no tengo ganas de hacerlo.

—No me extraña, señor.

—No me interpretes mal. El género humano necesita hoy más que nunca de tipos como este rey. ¡El cambio tiene que ser posible! Si no es así, vaya faena.

—Sí, señor.

—A los americanos se les considera tontos. Pero están dispuestos a lanzarse de cabeza en esto. Y aún hay más. Tienes que pensar en el protestantismo blanco y en la constitución, la guerra civil, el capitalismo y la conquista del Oeste. Todas las tareas importantes y las grandes conquistas se hicieron antes de mi época. Eso creó el problema mayor de todos: el enfrentarse con la muerte. Tenemos que hacer algo para remediarlo. No se trata sólo de mí. Millones de americanos han salido por el mundo después de la guerra para redimir el presente y para descubrir el futuro. Te lo juro, Romilayu, hay tipos idénticos a mí en la India y en la China y en Sudamérica y en todas partes. Antes de salir de casa, leí precisamente en el periódico la entrevista con un profesor de piano de Muncie que se hizo monje budista en Birmania. Comprendes, me refiero a cosas como ésta. Yo soy un tipo muy vital. Y el destino de mi generación de americano es salir por el mundo e intentar buscar la sabiduría de la vida. Eso es. ¿Por qué demonios crees si no que he llegado hasta aquí?

—No lo sé, señor.

—Porque no me resignaba a que mi alma muriera.

—Yo soy metodista, señor.

—Lo sé, pero eso a mí no me ayuda, Romilayu. Y, por favor, no intentes convertirme, ya estoy metido en bastantes problemas.

—No lo molestaré.

—Ya lo sé. Estás a mi lado en esta hora de prueba; Dios te bendiga por ello. Yo también estoy al lado del rey Dahfu, hasta que capture a su padre Gmilo. Cuando llego a ser amigo de alguien, Romilayu, soy un amigo leal. Sé bien lo que es permanecer enterrado en uno mismo. Y aunque soy un hombre difícil de educar, hay una cosa que he aprendido bien: el rey posee una naturaleza extraordinaria. ¡Ojalá pudiera aprender yo el secreto!

Entonces Romilayu, con los tatuajes brillándole en la cara arrugada (muestra de su anterior salvajismo), pero con unos ojos suaves y compasivos, llenos de una luz que no provenía del aire (nunca hubieran podido filtrarse a través del cabello que, como la copa de un pino, se proyectaba a lo largo de su frente), quería saber cual era el secreto que yo intentaba aprender de Dahfu.

—Pues —dije—, hay algo acerca del peligro que no preocupa a ese muchacho. Y, si no, ten en cuenta todas las cosas a las que debería tener miedo, y observa, sin embargo, su modo de recostarse en el sofá. Nunca has visto nada igual. Tiene un viejo sofá verde que debieron traer hace un siglo unos elefantes. ¡Y qué modo de tumbarse en él, Romilayu! Y las mujeres le sirven. En la mesa, junto a él, tiene aquellas dos calaveras que se usan en la ceremonia de la lluvia; una es la de su padre, otra la de su abuelo. ¿Estás casado, Romilayu? —le pregunté.

—Sí, señor. Dos veces. Pero ahora sólo tengo una esposa.

—Hombre, igual que yo. Y tengo cinco hijos, incluyendo unos mellizos de cuatro años. Mi mujer es muy grandullona.

—Yo, seis hijos.

—¿Y no te preocupas por ellos? Esto es todavía un continente salvaje; no hay vuelta que darle. A mí me preocupa constantemente que mis dos pequeños puedan perderse en el bosque. Deberíamos comprar un perro… un perro grande. Pero al fin y al cabo, vamos a vivir en la ciudad de ahora en adelante. Yo voy a ir a la universidad. Romilayu, voy a escribirle una carta a mi esposa; tú la llevas a Baventai y la echas al correo. Te prometí una recompensa, viejo, y aquí tienes los papeles del jeep. Están a tu nombre. Ojalá te pudiera llevar conmigo a los Estados Unidos, pero como tienes familia no sería práctico. —Su cara no demostró demasiada alegría por el regalo. Se arrugó más que nunca y como yo ahora ya lo conocía bien, le dije—: Caramba, siempre estás a punto de llorar. No hay por qué llorar.

—Usted está metido en un lío.

—Sí, ya lo sé. Como soy un tipo que escurre bien el bulto, la vida ha decidido tomar medidas enérgicas conmigo. Soy un escogido y me lo merezco. ¿Qué pasa, amigo, tengo un aspecto tan malo?

—Sí, señor.

—Mi físico traiciona siempre mis sentimientos, es constitucional. ¿Es la cabeza de aquella mujer que nos enseñaron lo que te preocupa?

—Ellos pueden matarlo.

—Sí, el tal Bunam es un mal bicho. Peor que un escorpión. Pero no olvides que yo soy un Sungo. ¿No me protege Mummah? Es posible que mi persona sea sagrada. Además, con este cuello talla veintidós, iban a necesitar dos tíos para estrangularme. ¡Ja, ja! No tienes que preocuparte por mí, Romilayu. En cuanto termine este trabajito con el rey y le haya ayudado a atrapar a su papá, me reuniré contigo en Baventai.

—¡Quiera Dios que sea pronto! —dijo Romilayu.

Cuando le hablaba del Bunam al rey, se reía de mí.

—Una vez que tenga a Gmilo en mi poder, seré el amo absoluto —decía.

—Pero aquel animal anda suelto por la sabana, salvaje y asesino. Y usted, sin embargo, se comporta como si ya lo tuviera bien guardadito en un almacén.

—No es frecuente que un león abandone determinado paraje —dijo. Gmilo está cerca de aquí. Lo encontrarán un día de éstos. Vaya a escribir la carta a su señora —me dijo— y se reía bajito desde su sofá verde, casi a ras de suelo, entre su tropa negra de mujeres desnudas.

—Le voy a escribir hoy mismo.

Bajé para comer con el Bunam y Horko. Horko, el Bunam y el hombre de confianza de cuero negro del Bunam, me esperaban siempre sentados alrededor de la mesa de bridge, bajo el parasol.

—Caballeros…

—Asi, Sungo —decían todos.

Yo tenía siempre presente que aquella gente me había oído rugir y que era muy probable que notaran el olor a león que llevaba encima. Pero yo enfrentaba abiertamente la situación. Cuando el Bunam se dignaba volver la vista hacia mí, su mirada era muy grave. Y yo pensaba: «Es posible que sea yo el que lo atrape a usted primero. Nunca se sabe de antemano el resultado y será mejor que no me apriete demasiado las clavijas». Por otra parte, el comportamiento de Horko era siempre cordial. Sacaba la lengua roja y se apoyaba sobre sus nudillos, parecidos a corteza de árbol, en la pequeña mesita, que se balanceaba bajo su peso. Había un ambiente de intriga bajo la seda transparente del parasol, mientras el sol y los actores hacían piruetas en nuestro honor. Revoloteaban los pies bajo las túnicas y la gente de Horko bailaba para divertirnos. El viejo músico tañía su viola oscilante, otros tamborileaban y resoplaban en aquel patio de palacio, lleno de cachivaches, con los vasos petrificados de piedra blanca y las flores rojas creciendo en el moho.

Después del almuerzo, venía la rutinaria obligación del agua. Esforzadas mujeres, con profundas huellas del trabajo marcadas en sus hombros por los palos, me sacaban a los caminos del poblado. La tierra de los surcos estaba reducida al polvo. Me seguía un solitario tambor; parecía advertir a las gentes que se mantuvieran lejos del tal Henderson, el Sungo contaminado por el león. Pero aun así, las personas salían a verme por curiosidad, aunque no en igual número que antes, y no ponían tampoco especial empeño en que el atontado rey de la lluvia las rociara. Cuando llegamos, pues, al estercolero del centro del poblado, donde estaba situado el juzgado, me apeé y rocié a izquierda y a derecha. Lo soportaron con estoicismo. Me pareció que el magistrado, en su toga roja, me hubiera detenido con gusto, de tener poder para ello. Sin embargo, no movió un solo dedo. El prisionero, con una especie de tenedor en la boca, apoyaba su cara en el palo al que estaba atado. —Espero que la victoria sea tuya, amigo —y volví a meterme en mi litera.

Aquella tarde le escribí a Lily lo siguiente:

Cariño, probablemente estás preocupada por mí, pero no habrás dudado en ningún momento de que estoy vivo.

Lily presumía de saber siempre cómo estaba yo. Poseía una especie de intuición privilegiada de la que la dotaba el amor.

”El vuelo hasta aquí fue espectacular.

Me pareció durante todo el camino que estábamos encerrados en un objeto precioso.

”Somos la primera generación que ve las nubes por los dos lados. ¡Qué privilegio! Antes las personas soñaban debajo, ahora sueñan por arriba y por abajo. Forzosamente eso tiene que cambiar algo las cosas. Para mí toda aquella experiencia parecía un sueño. Me gustó Egipto. Todos vestían sencillos trapos blancos. Desde el aire, la boca del Nilo era una cuerda enroscada. En algunos puntos el valle era verde y amarillo. Las cataratas parecían chorros de sifón. Cuando aterrizamos en la misma África y Charlie y yo nos pusimos en camino cargados con los bártulos, me sentí desilusionado porque aquello no era exactamente lo que había esperado yo al marcharme de casa. Casa que tuve que abandonar después de tropezar con la pestilencia del antro de la vieja, pues cuando entré en él me di cuenta inmediatamente de que tenía que hacer un gran esfuerzo o hundirme en la vergüenza. Charlie no descansó en África. Yo me dedicaba a leer Los primeros pasos por el oeste de África de R. F. Burton, y el Diario de Speke, y no veíamos nada desde el mismo punto de vista. Así que nos separamos. Burton se estimaba mucho a sí mismo, con todo lo del épeé y el saber y el hablar en el lenguaje de todo el mundo. Yo lo imagino con un carácter parecido al del general Douglas MacArthur, muy consciente de jugar un papel histórico y con la mente puesta en la Roma y Grecia clásicas. Personalmente, tuve que decidirme a seguir otro camino, ya que, de acuerdo con los cánones de la civilización, soy un hombre acabado. Sin embargo a los genios les encanta la vida en común.

Cuando volvió a Inglaterra, Speke se saltó la tapa de los sesos. Le perdoné a Lily este detallito biográfico. Cuando digo genio, me refiero a alguien como Platón o Einstein. Lo único que necesitó Einstein fue la luz. ¿Puede haber algo más vulgar?

”Había un tipo allí que se llamaba Romilayu y nos hicimos amigos, aunque al principio tenía miedo de mí. Le pedí que me enseñara las regiones de África que están por civilizar. Quedan muy pocas. Cada vez abundan más los gobiernos modernos y las tribus civilizadas. Yo mismo he conocido a esa realeza africana ya educada, y ahora mismo soy el invitado de un rey, que es casi médico. Sin embargo, estoy en un rincón apartadísimo, de eso no hay duda, y tengo que agradecérselo a Romilayu (es un muchacho excelente) y también a Charlie, indirectamente. Hasta cierto punto ha sido terrible, y continúa siéndolo. En algunas ocasiones he estado a punto de perder la vida con la misma facilidad con que un pez respira en el agua. Sabes, Charlie no es una mala persona en el fondo. Pero no debí unirme a su luna de miel. Tres es mala compañía. Ella es una de esas muñecas de Madison Avenue que se hacen sacar las muelas de detrás para ir a la moda, con las mejillas hundidas.

Pero ahora que lo recuerdo bien, comprendo que la novia no pudo perdonar jamás mi comportamiento en su boda. Fui el padrino, era una ocasión muy solemne, y no fue sólo que no la besara, sino que además, no sé cómo, fui yo en el coche a solas con ella hasta el restaurante Gemignano, en vez de Charlie, después de la ceremonia. Llevaba en el bolsillo la partitura enroscada del «Rondó turco» para dos violines de Mozart. Estaba borracho, ¿cómo pude aguantar toda una lección de violín? En Gemignano estuve grosero. Dije: «¿Es esto queso parmesano o un detergente?». Lo escupí en el mantel y después me soné con mi bufanda. ¡Maldita sea esa memoria mía tan clara!

”¿Les enviaste un regalo de boda de mi parte? Tenemos que mandarles un regalo. Por amor de Dios, cómprales unos cuchillos de carne. Quiero recordarte que le debo mucho a Charlie. De no ser por él, quizá hubiera aterrizado en el Polo Norte, entre los esquimales. Esta experiencia africana ha sido tremenda. Ha sido dura, ha sido peligrosa, ¡ha sido algo de miedo! Pero he madurado más en veinte días que en veinte años.

Lily se negaba a dormir en el iglú conmigo, pero de todos modos yo llevé adelante mis experimentos polares. Atrapé algunos conejos. Me ejercité con la lanza. Construí un trineo, siguiendo las descripciones de los libros. Con cinco o seis capas de orina helada sobre las correderas resbalaban sobre la nieve como si fueran de acero. Estoy seguro de que hubiera llegado al Polo. Pero creo que no hubiera encontrado alli lo que yo buscaba. Y en este caso, hubiera achatado el mundo por el norte con mis pataleos. Que yo no pudiera encontrar mi alma, le hubiera costado al mundo una catástrofe.

”Aquí no saben qué es un turista y por lo tanto yo no soy un turista. Hubo una mujer que comentó con una amiga: «El año pasado dimos la vuelta al mundo. Creo que este año iremos a otro sitio». ¡Ja, ja! A veces las montañas, aquí, tienen un aspecto poroso, amarillo y marrón, y me recuerdan aquellos viejos caramelos de melaza. Tengo mi habitación particular en palacio. Es ésta una parte muy primitiva del mundo. Incluso las piedras parecen primitivas. Sufro de vez en cuando una fiebre ardiente. Se parece a una de esas minas de carbón que se han sellado porque se consumen. En otros aspectos, me parece que he mejorado físicamente en estos lugares, exceptuando un carraspeo persistente. Me pregunto si es algo nuevo, ¿lo notaste alguna vez en casa?

”¿Cómo están los mellizos y Ricey y Edward? Me gustaría detenerme en Suiza, camino de casa, y ver a la pequeña Alicia. Puede ser que me arregle también la dentadura mientras esté en Ginebra. Puedes decirle de mi parte al doctor Spohr que el puente se me rompió una mañana desayunando. Mándame el de repuesto a mi nombre, Embajada Americana, El Cairo. Está en la maleta del convertible, debajo del muelle de alambre que sujeta el gato a la rueda de repuesto. Lo guardé allí por ser un sitio seguro.

”Le prometí a Romilayu una paga extraordinaria si me llevaba a un lugar realmente apartado. Hemos hecho dos paradas. El género humano tiene que inclinarse con mucho mayor empeño ante la belleza. Conocí a una persona que se llamaba la Mujer Amarga. Tenía el aspecto de una anciana gordinflona, pero poseía una sabiduría tremenda y en cuanto me echó la vista encima pensó que yo era una especie de bicho raro, pero esto no la desconcertó y me dijo un par de cosas maravillosas. Primero me dijo que el mundo me era extraño. Que le es extraño a un niño también. Pero yo no soy ningún niño. Esto me causó placer y dolor a un tiempo.

El reino de los cielos es para aquellos que tienen el corazón de un niño. ¿Pero quién es este fantoche, narigudo y grandullón?

”Claro que hay rarezas y rarezas… Hay un tipo de rareza que puede ser un don, y otro que puede ser un castigo. Yo quería decirle a la anciana que todos entienden la vida excepto yo… ¿Cómo se explicaba ella esto? Doy la impresión de ser vano y tonto y muy temerario. ¿Cómo pude perderme así? No importa de quién haya sido la culpa, pero ahora, ¿cómo volver al camino?.

Todavía es muy pronto en la vida y yo estoy fuera, sobre la hierba. El sol llamea y se hincha, incluso el calor desprende su amor, y también yo poseo en mi corazón esa vivacidad llameante. Hay flores de esas que llaman dientes de león. Intento agarrar este verde. Pongo mi mejilla, hinchada de amor, contra el amarillo de los dientes de león. Intento penetrar en el verde.

”Entonces me dijo que yo poseía grun-tu-molani, que es una expresión indígena difícil de explicar, pero que en términos generales significa que uno quiere vivir y no morir. Yo quería que ella me dijese más cosas sobre esto. Tenía el pelo como de lana y su barriga olía a azafrán. Tenía una catarata en un ojo. Me temo que nunca la podré volver a ver, porque metí la pata y tuvimos que levantar el campo. No puedo entrar en detalles. Pero sin la amistad del príncipe Itelo, pude verme envuelto en un lío muy serio. Creí que había perdido la oportunidad de analizar mi vida con la ayuda de una persona realmente sabia, y me sentí muy pesimista. Pero apareció Dahfu, el rey de la segunda tribu que hemos visitado. Ahora estoy con él y me han concedido un título honorífico, rey de la lluvia, que es una especie de deferencia, supongo, como la de recibir las llaves de la ciudad de manos de Jimmy Walker. Con el título va un disfraz. Pero no puedo decirte mucho más, como no sea en términos generales. Estoy participando con el rey en un experimento (ya te he dicho que es casi médico) y esto es una dura prueba que se repite a diario. Para mi la cara del animal es puro fuego. Todos los días. Tengo que cerrar los ojos.

”Lily, probablemente no te lo he dicho en estos últimos tiempos, pero siento algo muy fuerte hacia ti, nena, algo que a veces me retuerce el corazón. Puedes llamarlo amor. Aunque personalmente creo que esa palabra tiene mucho cuento. Especialmente para un hombre como yo, arrastrado de la nada a la existencia, ¿y para qué? ¿Qué tengo yo que ver con el amor de los maridos o de las esposas? Soy demasiado raro para todo esto.

”Cuando Napoleón estaba en Santa Helena, habló mucho de moral. Era un poquito tarde. Siempre le había importado un pito. Asi que no voy a discutir cosas de amor contigo. Si tú crees que estás libre de culpa, puedes repetirlo cuanto te apetezca. Dijiste que no podías vivir sólo por el sol, la luna y las estrellas. Me dijiste que tu madre estaba muerta, cuando aún no lo estaba, y eso fue un rasgo neurótico por tu parte. Te comprometiste cien veces y siempre te faltó el aliento. Me hiciste chantaje. ¿Es así como se comporta el amor? Está bien, pues. Pero yo esperaba que echaras una mano. Este rey es una de las personas más inteligentes que existen en el mundo, tengo gran fe en él, y me dice que debería salir de estos estados que yo mismo convierto en tales, a estados que son en sí mismos. Quiere decir que si yo dejara de armar tanto alboroto, quizá oiría algo muy agradable. Podría oír un pájaro. ¿Descansan todavía las golondrinas en la cornisa?. Nunca he podido acercarme a los pájaros. Rompería todas las ramas. Hubiera asustado al mismo pterodáctilo de los cielos.

”Renuncio al violín. Creo que nunca alcanzaría mi meta valiéndome de él, mi meta, que es elevar mi espíritu de la tierra, abandonar este cuerpo que lleva la muerte. Era muy obstinado. Deseaba elevarme a otro mundo. Mi vida y mis actos eran una prisión.

”Bueno, Lily, todo cambiará de ahora en adelante. Cuando regrese voy a estudiar medicina. Mi edad es un obstáculo, pero que se vaya al diablo. Lo voy a hacer de todos modos. No puedes imaginarte las ganas que tengo de meterme en un laboratorio. Todavía recuerdo el olor de esos sitios, a formol. Me encontrarás metido entre una prole de críos, estudiando química, zoología, psicología, matemáticas y anatomía; me doy perfecta cuenta de ello. Sospecho que será una prueba difícil, especialmente lo de diseccionar un cadáver. Una vez más, Muerte, tú y yo. «Sin embargo, me he visto obligado a tener tratos con muertos y nunca me he echado atrás. Por lo menos, para variar, podría hacer algo interesante con la vida». ¿De qué trata ahora ese gran instrumento? Si se toca mal, ¿por qué sufre tanto? Y si se toca bien, ¿cómo puede lograr tanto, llegando hasta el mismo Dios? «Huesos, músculos, glándulas, órganos. Ósmosis. Quiero que me matricules en el Medical Center bajo el nombre de Leo E. Henderson. Ya te explicaré la razón de esto cuando llegue a casa. ¿No estás emocionada? Queridísima, como esposa de un médico, tendrás que ser más limpia, bañarte con más frecuencia y lavar tus cosas. Tendrás que acostumbrarte a un sueño interrumpido, llamadas de noche y demás. No he decidido todavía dónde voy a ejercer. Supongo que si lo intento en nuestra comarca, los vecinos tendrían un susto de muerte. Si, ya como médico, acercaba la oreja a sus pechos, iban a saltar fuera de su pellejo.

”Por lo tanto, puede ser que pida trabajo de misionero, como el doctor Grenfell o Albert Schweitzer. ¡Hombre! Axel Munthe… ¿qué te parece éste? Naturalmente ahora la China queda excluida. Podían apresarnos y hacernos un lavado de cerebro. ¡Ja, ja! Pero podríamos probar en la India. Tengo ganas de empezar a trabajar con enfermos. Quiero curarlos. Los curanderos son sagrados». He sido tan malo, creo, que al fin tiene que existir alguna virtud en mi. Lily, mis fatigas, van a terminar.

No creo que la lucha por el deseo pueda ganarse alguna vez. Siglos de anhelos y voluntades, voluntades y anhelos, ¿y cómo han terminado? En un empate, polvo a polvo.

”Si no me quieren en Medical Center, pide primero en Johns Hopkins y después en todos los tugurios que encuentres en las guías. Otra de las razones por la que quiero parar en Suiza es la de enterarme del panorama de las facultades de medicina. Podría ponerme en contacto con gente de allí, explicárselo todo, y quizá dejarían que me matriculara.

”Así pues, manos a la obra, querida. Y otra cosa: vende los cerdos. Quiero que vendas a Kenneth, el de raza Tamworth, y a Dilly y a Minnie. Deshazte de ellos.

”Somos animales extraños. No vemos a las estrellas tal cual son, ¿por qué las queremos, pues? No son pequeños objetos de oro, sino un fuego interminable.

¿Extraño? ¿Por qué no ha de ser extraño? Es extraño. Todo es extraño.

”Aquí no me doy en absoluto a la bebida, excepto unos traguitos que estoy tomando mientras escribo esta carta. Al mediodía nos sirven una cerveza local llamada «pombo», que es bastante buena. La hacen con piña fermentada. Todos son muy alegres. La gente lleva plumas, cintas, pañuelos como adorno, anillos, pulseras, collares, conchas, nueces doradas. Algunas de las mujeres del harén tienen andares de jirafa. Las caras se inclinan hacia adelante. La cara del rey es muy inclinada. Él es un hombre brillante y entendido.

”A veces me siento como si llevara una verdadera tropa de pigmeos dentro de mí, saltando arriba y abajo, gritando y armando jaleo. ¿Verdad que es extraño? Otras veces estoy muy tranquilo, más tranquilo de lo que he estado nunca.

”El rey cree que uno debe tener una imagen adecuada de sí mismo….

Me parece que intenté explicarle a Lily cuáles eran las ideas de Dahfu, pero Romilayu perdió las últimas páginas de la carta y supongo que fue mejor así, porque en el momento de escribirlas había bebido ya bastante. Creo que dije en una de ellas, o acaso sólo lo pensé: «Tenía una voz que repetía: ¡Quiero! ¿Yo quiero? ¿Yo? Debió de repetir: Ella quiere, él quiere, ellos quieren. Y además, es el amor lo que convierte la realidad en algo real. Y lo opuesto hace lo opuesto».