* * *

Urgía disponer de un Código Penal para juzgar a los eseristas: ¡Ya iba siendo hora de esculpir la Ley en moles de granito! El 12 de mayo, como se había previsto, se inaguró la sesión del VTsIK, pero el proyecto de código aún no estaba terminado. Aún tenía que revisarlo Vladímir Ilich, que se encontraba en Gorki. Seis de los artículos del código preveían el fusilamiento como pena máxima, pero a Lenin le sabía a poco. El 15 de mayo Ilich añadió en los márgenes del proyecto otros seis artículos punibles con pena de muerte (entre ellos el Artículo 69: propaganda y agitación…, en particular la incitación a la resistencia pasiva ante el Gobierno y a la objeción colectiva frente a los deberes militares y fiscales).105 Y otro caso más de pena de muerte: por regresar del extranjero sin autorización (como antaño, cuando todos los socialistas entraban y salían del país a su antojo). Y aun se agregaba otra pena equiparable a la de muerte: la expulsión al extranjero. (Vladímir Ilich estaba convencido de que en un día no muy lejano de toda Europa llegarían sin cesar gentes en busca de cobijo, una época en que ya no sería posible conseguir que alguien abandonase de forma voluntaria nuestro país para irse a Occidente.) Veamos cómo expone Ilich su principal conclusión al Comisario de Justicia:

«Camarada Kurski:

»A mi entender, hay que ampliar la aplicación de la pena de muerte… (conmutable por la expulsión al extranjero) para penar todo género de actividad menchevique, eserista, etc.; debemos hallar una fórmula que establezca una relación entre estos hechos delictivos y la burguesía internacional» (La cursiva y el espaciado son de Lenin).106

¡Ampliar la aplicación de la pena de muerte! ¿Tan difícil es de entender? (¿Es que acaso expulsaron a muchos al extranjero?) El terror es un medio de persuasión,107 ¡parece que está bien claro!

Pero Kurski no acababa de comprender. Seguramente, lo que no llegaba a ver claro era cómo hallar la fórmula, cómo establecer esa relación. De manera que al día siguiente se fue a ver al presidente del SNK para que se lo aclarase. No conocemos el contenido de dicha conversación pero sí sabemos que el 17 de mayo, de resultas de ésta, Lenin le envió desde Gorki una segunda carta:

«Camarada Kurski:

»A modo de complemento a nuestra conversación le envío un bosquejo del párrafo que hay que añadir al Código Penal… Espero que pese a todas las deficiencias del borrador, la idea fundamental quede clara: se trata de exponer abiertamente una tesis, políticamente válida (más allá de lo meramente jurídico), que motive la esencia y la justificación del terror, su necesidad y sus límites.

»La justicia no debe abolir el terror; prometer tal cosa sería engañarse a sí mismo y a los demás. Hay que fundamentarlo y legitimarlo, de manera clara, sin falacias ni adornos. Hay que hallar una fórmula lo más amplia posible, ya que sólo la noción de justicia revolucionaria y la conciencia revolucionaria pueden establecer las condiciones idóneas para una más o menos extensa aplicación práctica.

»Un saludo comunista,»Lenin».108

No osamos comentar tan importante documento. Aquí se imponen el silencio y la reflexión.

Este documento es especialmente importante por ser una de las últimas instrucciones dadas por Lenin en este mundo, cuando aún no estaba postrado por la enfermedad, una parte significativa de su testamento político. Nueve días después de esta carta sufrió su primer ataque, del que se recuperó parcialmente y por poco tiempo, en los meses de otoño de 1922. Posiblemente, ambas cartas a Kurski fueron escritas en esa luminosa estancia de mármol blanco utilizada a medias como despacho y aposentos, situada en una esquina del primer piso, donde ya estaba preparado el futuro lecho mortuorio del Guía.

A continuación, se incluye el borrador en cuestión y dos variantes del párrafo adicional, del que con los años surgirían tanto el Artículo 58-4 como el Artículo de los Artículos: el 58. Es imposible leerlo sin exclamarse: ¡Ahora ya sabemos qué quiere decir hallar una fórmula lo más amplia posible! ¡Eso es lo que significa la más extensa aplicación práctica! Al leerlo, te acuerdas de lo mucho que abarcaba nuestro querido 58…

«[…] propaganda y agitación, o bien militancia en organizaciones o respaldo (manifiesto o potencial) […) a organizaciones o personas cuyas actividades tengan carácter […]»

¡Tráiganme ustedes aquí a san Agustín, que con un artículo así lo meto entre rejas en un santiamén!

Todo fue debidamente agregado al texto y pasado a limpio, la pena de muerte quedó ampliada y en la segunda quincena de mayo el VTsIK, reunido en sesión, lo aprobó, hecho lo cual, dispuso que el Código Penal entrara en vigor el 1 de junio de 1922.

Y ahora, ya con una base requetelegal, dieron comienzo los dos meses del

Proceso contra los eseristas (8 de junio-7 de agosto de 1922). Tribunal Revolucionario Supremo. Su presidente habitual, el camarada Karklin (¡menudo apellido para un juez!), fue substituido, en este trascendental proceso, por el astuto Piatakov.

Si el lector y yo no estuviéramos suficientemente avisados de que en todo proceso judicial lo más importante no es lo que se ha dado en llamar «culpabilidad» del acusado, sino la utilidad del castigo, quién sabe si de buenas a primeras no habríamos acogido este proceso con reservas. Pero cuando uno se guía por la utilidad nunca hay sorpresas: a diferencia de los mencheviques, los socialistas revolucionarios todavía eran considerados peligrosos, aún no estaban dispersos ni exterminados, por lo cual había utilidad en rematarlos y fortalecer así la recién creada dictadura (del proletariado).

Sin conocer este principio, uno podría creer equivocadamente que este proceso fue una venganza del partido.

Se quiera o no, las acusaciones formuladas en este juicio dan mucho que pensar si las proyectamos sobre la larga historia de los Estados, que se prolonga hasta nuestros días. Con excepción de contadas democracias parlamentarias, y en contadas décadas, la historia de las naciones no es más que una sucesión de golpes de Estado y usurpaciones de poder. Quien logra hacerse con el poder con más agilidad y afianzarse más sólidamente en él se ve arropado desde ese mismo instante por el brillante manto de la Justicia, y sus actos, tanto pasados como venideros, serán legítimos y encomiables, mientras que los del adversario vencido aparecen como criminales, enjuiciables y punibles.

El Código Penal llevaba tan sólo una semana en vigor, pero ya pesaban sobre él los cinco años transcurridos desde la Revolución. Hacía veinte años, o incluso menos: diez o cinco años atrás, el PSR había sido un partido revolucionario, hermano en la lucha contra el zarismo, un partido que cargó sobre sus hombros (debido a las tácticas terroristas que le eran propias) el peso principal de los presidios, que apenas hicieron mella en los bolcheviques.

Veamos cuál era ahora el principal cargo contra ellos: ¡los socialistas revolucionarios habían instigado la guerra civil! ¡Sí, ellos la empezaron! Se les acusaba de haberse enfrentado con las armas al golpe de Estado de Octubre. Cuando el Gobierno Provisional -que ellos sostenían y en parte habían ayudado a formar- fue legítimamente barrido por las ametralladoras de los marineros, los eseristas, despreciando la legalidad, intentaron defenderlo. (Que sólo hubieran presentado una débil resistencia, que enseguida mostraran vacilaciones, o que bien pronto renunciaran, eso ya era harina de otro costal. No por ello quedaba atenuada su culpa.) E incluso respondieron a los disparos abriendo fuego y hasta llegaron a movilizar a los junkers,* que estaban al servicio del gobierno amenazado.

Aunque derrotados por las armas, no mostraron el menor arrepentimiento político. No se hincaron de rodillas ante un Consejo de Comisarios del Pueblo autoproclamado como Gobierno. Se obstinaron en afirmar que el único Gobierno legítimo había sido el precedente. Se negaron a reconocer de inmediato el fracaso de una línea política que habían estado siguiendo durante veinte años (no hay duda de que había resultado un fracaso, pero por entonces aún no era patente), no pidieron clemencia, ni ser disueltos o dejar de ser considerados un partido. (Según este mismo principio, también serían considerados ilegales los gobiernos locales y de las regiones fronterizas: Arjánguelsk, Samara, Ufa u Omsk, Ucrania, Don, Ku-bán, Urales o Transcaucasia, ya que se constituyeron en gobiernos después de que el Sovnarkom se erigiera como tal.)

Veamos la segunda acusación. Habían abierto aún más la brecha de la guerra civil al manifestarse en las calles los días 5/18 y 6/19 de enero de 1918, en abierta rebelión contra el poder legítimo del Gobierno obrero-campesino: habían defendido su ilegal Asamblea Constituyente (elegida por sufragio universal, indistinto, secreto y directo) ante unos marinos y guardias rojos que, con pleno derecho, arremetieron tanto contra la Asamblea como contra los manifestantes. Por eso había empezado la guerra civil, porque no toda la población se había sometido obedientemente y a la vez a los legítimos decretos del Sovnarkom.

Tercera acusación: no reconocían la paz de Brest-Litovsk, una paz legítima y redentora que no había descabezado a Rusia, que tan sólo le había arrancado un trozo de su cuerpo. Concurren pues -decía el pliego de acusaciones- «todas las circunstancias de alta traición al Estado y actos criminales tendentes a empujar al país a la guerra».

¡Alta traición al Estado! La traición es una peonza, no importa las vueltas que dé… siempre acaba cayendo del mismo lado.

Y de ahí dimanaba otra grave acusación, la cuarta: en verano y otoño de 1918, cuando la Alemania del Kaiser sostenía a duras penas sus últimos meses y semanas de combates contra los aliados, cuando el Gobierno soviético, fiel al Tratado de Brest-Litovsk, respaldaba a Alemania en esa dura lucha con trenes de víveres y entregas mensuales de oro, los socialistas revolucionarios prepararon a traición (a decir verdad no prepararon nada, porque lo que más se avenía con su modo de obrar era, en todo caso, estudiar qué pasaría si…) un plan para volar las vías al paso de uno de los convoyes, de modo que el oro no saliera de la patria. O lo que es lo mismo: «tentativa de destrucción criminal del patrimonio del pueblo: las vías férreas». (Todavía no les daba vergüenza: no ocultaban que, efectivamente, estaba enviándose oro ruso hacia el futuro imperio de Hitler, y no se le ocurrió a Krylenko, con sus dos carreras, la de historia y la de derecho -ni ninguno de sus colaboradores se lo insinuó-, que si los raíles de acero eran bienes del pueblo, ¿qué no serían entonces los lingotes de oro?)

Este cuarto cargo de la acusación conducía de forma inexorable al quinto: los socialistas revolucionarios esperaban hacerse con los medios técnicos para volar las vías gracias al dinero recibido de los representantes de los aliados (para no entregar el oro a Guillermo tomaban dinero de la Entente). ¡Eso era ya el colmo de la traición! (Por lo que pudiera venir después, Krylenko dejó caer algo sobre ciertas relaciones entre los socialistas revolucionarios y el Estado Mayor de Ludendorff, pero la piedra no dio en el blanco y hubo que dejar el tema.)

De ahí a la sexta acusación no había más que un paso: ¡en 1918 los eseristas habían sido espías de la Entente! ¡Ayer revolucionarios y hoy espías! En aquel entonces, esta acusación debió de sonar como una bomba. Pero ahora, después de tantos procesos, ya estamos de ella hasta la coronilla.

En fin, del séptimo al décimo punto de la acusación se hablaba de colaboración con Savínkov, o con Filonenko, o los kadetés, o la «Unión para el Renacimiento», o con los del forro blanco* o hasta con los Guardias Blancos.

Hasta aquí la cadena de acusaciones, desgranadas con minucia por el fiscal (le habían restituido esta denominación con ocasión del proceso). Ya fuera a fuerza de cavilar a solas en su despacho, o fruto de súbitas inspiraciones en el estrado, el caso es que supo dar con un tono cordial y compasivo, amistosamente reprobador, que iría cultivando en los procesos siguientes con más aplomo y profusión, y que en 1937 habría de proporcionarle un éxito apoteósico. Su tono buscaba una comunión entre jueces y acusados frente al resto del mundo. Era una melodía que se tocaba con la cuerda más sensible del acusado. Desde el estrado de la acusación, decían a los socialistas revolucionarios: ¡A fin de cuentas tanto nosotros como vosotros somos revolucionarios! (¡Vosotros y nosotros es como decir sólo nosotros!) ¿Cómo pudisteis caer tan bajo para uniros a los kadetés? (¡A uno se le parte el corazón!) ¿O para uniros a los oficiales? ¡E iniciar a los del forro blanco en vuestra elaborada y brillante técnica de lucha clandestina! (Es éste un rasgo peculiar del golpe de Estado de Octubre: declarar, de buenas a primeras, la guerra a todos los partidos a la vez e impedir acto seguido que unan sus fuerzas: «si la cosa no va contigo, no te metas donde no te llaman».)

¡Cómo no había de rompérseles el corazón a algunos de los acusados!: ¿cómo habían podido caer tan bajo? Y es que la compasión del fiscal en una sala iluminada impresiona mucho al preso recién sacado de la celda.

Krylenko encontró aún otro derrotero lógico (que resultaría muy útil a Vyshinski contra Kámenev y Bujarin): al entrar en alianzas con la burguesía aceptasteis su ayuda financiera. Primero la tomasteis por la causa, de ningún modo para los fines del partido, pero ¿dónde está la frontera? ¿Quién puede trazar la línea divisoria? ¿No es también la causa un objetivo de partido? Así, pues, ved adonde habéis llegado: ¡Vosotros, el partido de los socialistas revolucionarios, vivís mantenidos por la burguesía! ¿Qué se ha hecho de vuestro orgullo revolucionario?

Tantas acusaciones colmaban ya con creces la medida y el tribunal habría podido retirarse a deliberar, a cargarle a cada uno el castigo merecido, pero se habían metido en un embrollo:

–todos los hechos imputados al partido eserista habían tenido lugar en 1917 y 1918;

–en febrero de 1919, el consejo del PSR dispuso el cese de hostilidades contra el régimen bolchevique (ya fuera porque estaban agotados por la lucha o persuadidos por la conciencia socialista). Tras lo cual, el 27 de febrero de 1-919 el gobierno soviético decretó la amnistía de los socialistas revolucionarios por todo su pasado. El partido fue legalizado y salió de la clandestinidad, pero al cabo de dos semanas empezaron las detenciones en masa y le echaron el guante a toda la cúpula del partido (¡eso sí es hacer las cosas a la soviética!);

–desde aquellos tiempos los eseristas no habían vuelto a la lucha en la calle, y menos aún tras ser puestos en prisión (su Comité Central se encontraba encerrado en Butyrki y por alguna razón no se había fugado, como era costumbre en tiempos del zar), de modo que después de la amnistía no habían hecho nada hasta el presente 1922.

¿Cómo salir del atolladero?

¡Por si fuera poco, no sólo habían renunciado a la lucha, sino que habían reconocido al régimen soviético! (Es decir, que habían abjurado del extinto Gobierno Provisional y también de la Asamblea Constituyente.) Sólo pedían que se celebraran elecciones a los soviets y que los partidos tuvieran libertad para hacer campaña. (Y todavía ante el tribunal, el acusado Hándelman, miembro del Comité Central, se atrevería a pedir: «Dadnos la posibilidad de gozar de toda la gama de lo que se conoce como derechos civiles y nosotros no infringiremos ninguna ley». ¿Pero qué se habrán creído?, ¡Vamos, hombre! ¡Y además «toda la gama»!)

¿Pero han oído ustedes? ¡Por ahí se ve despuntar el repugnante morro de la burguesía! ¿Pero será posible? ¡En un momento tan grave! ¡Estando como estamos rodeados de enemigos! (Y sería lo mismo dentro de veinte, cincuenta o cien años.)

¿Y encima queréis que los partidos tengan libertad para hacer campaña, hijos de perra?

Toda persona políticamente sensata -afirma Krylenko- no podía sino responder echándose a reír o encogiéndose de hombros. De ahí esta justa decisión: «impedir inmediatamente, con todos los medios represivos de que dispone el Estado, que dichos grupos tengan la posibilidad de hacer propaganda contra el régimen» (pág. 183). ¡Por esto, todo el Comité Central del PSR (al menos los que habían podido agarrar) estaban en la cárcel!

¿Pero de qué acusarlos ahora? «La instrucción judicial no ha investigado este periodo en igual medida», se lamenta nuestro fiscal.

De todos modos, existía una acusación plenamente fundada: la de que, en febrero de 1919, los socialistas revolucionarios habían adoptado la resolución (que no se llevó a la práctica, aunque con el nuevo Código Penal esto carecía de importancia) de dedicarse a la propaganda encubierta en el Ejército Rojo para que los soldados se negaran a tomar parte en las expediciones de castigo contra los campesinos.

¡Apartar a los soldados de las expediciones de castigo era la más ruin y pérfida de las traiciones a la Revolución!

También se les podía acusar de todo cuanto decía, escribía y hacía (hablar y escribir, más que nada) la denominada «Delegación Extranjera del Comité Central» del PSR, es decir, los miembros destacados del partido que habían logrado huir a Europa.

Pero aún era muy poca cosa. Y he aquí lo que discurrieron: «muchos de los acusados aquí presentes no estarían ahora encausados de no haber contra ellos cargos por… ¡organización de actos terroristas!», porque, según decían, cuando se promulgó la amnistía de 1919, «a ningún funcionario de la justicia soviética le había pasado por la cabeza» que aquellos socialistas revolucionarios la aprovecharían para organizar actos terroristas, esta vez contra los dirigentes soviéticos. (Y es que, claro, ¿cómo se le iba a ocurrir a alguien -así, de repente- relacionar a los socialistas revolucionarios con el terrorismo? Esto quiere decir que si alguien hubiera reparado en ello, entonces también se habrían beneficiado de la amnistía los inculpados por terrorismo. Pues desde luego, fue una suerte que en aquellos momentos nadie cayera en ello. No les pasó por la cabeza porque no les interesó, al contrario de lo que ocurría ahora.) Así pues, esta acusación no estaba contemplada en la amnistía (que únicamente abarcaba la lucha). Y ahora Krylenko la estaba esgrimiendo.

Veamos en primer lugar qué habían dicho los líderes del socialismo revolucionario (¡la de cosas que habrían dicho en su vida esos charlatanes!) en los primeros días que siguieron al golpe de Estado de Octubre. El líder actual de los acusados, y líder también del partido, Abram Gotz, había amenazado en aquella ocasión: «Si los autócratas de Smolny atentan contra la Asamblea Constituyente…, el PSR habrá de retomar sus antiguas y acreditadas tácticas».

Era natural esperar algo así de los indómitos eseristas. Y, ciertamente, era difícil creer que pudieran haber renunciado alguna vez al terrorismo.

«En este ámbito de la instrucción», se lamenta Krylenko, «la clandestinidad hace que haya pocas… "declaraciones de testigos".» «Esto ha dificultado extraordinariamente mi tarea… En este terreno, en ciertos momentos, es preciso errar entre tinieblas» (pág. 236. ¡Vaya lenguaje!).

Dificultaba también la tarea de Krylenko el que en 1918 el Comité Central del PSR hubiera debatido en tres ocasiones el empleo del terrorismo contra el régimen soviético y que lo hubiera rechazado las tres veces (pese a la disolución de la Asamblea Constituyente). Y ahora, años después, había que demostrar que habían practicado el terror.

En 1918 los eseristas decidieron: esperemos a que los bolcheviques empiecen a ejecutar a los socialistas. Y en 1920: el partido tomará las armas si los bolcheviques atentan contra la vida de los rehenes eseristas. (Y a los demás que los zurzan…)

¿Cuál era el porqué de tantas matizaciones? ¿Por qué no renunciaron a las armas inmediata y definitivamente? «¿Por qué no emitieron una declaración de clara renuncia?»

Que el PSR no había llevado a cabo actividad terrorista alguna se ve claramente hasta en el discurso acusatorio del propio Krylenko. Pero se adujeron los hechos siguientes: uno de los acusados había concebido un plan para volar la locomotora del tren del Sovnarkom durante el traslado de éste a Moscú, de lo cual se desprende que el Comité Central del PSR era culpable de terrorismo. La encargada de ejecutar el plan, Iva-nova, estuvo apostada toda una noche cerca de la estación con un cartucho de piroxilina, lo que equivale a un atentado contra el tren de Trotski, y por lo cual el Comité Central del PSR también es culpable de terrorismo. O bien: Donskoi, miembro del Comité Central del PSR advirtió a F. Kaplan que si disparaba contra Lenin sería excluida del partido. ¡Y aún les parecía poco! ¿Por qué no se lo prohibió de manera terminante! (o mejor aún: ¿Por qué no la denunció a la Cheká?). De todos modos, la militancia de Kaplan en el PSR les resultaba un engorro.

Tras vérselas y deseárselas, Krylenko no pudo sacar en claro más que esto: los socialistas revolucionarios no habían tomado medidas para impedir que sus militantes, hartos de inactividad, cometieran actos terroristas individuales. (Por otra parte, bien poco es lo que hicieron dichos militantes. Semiónov no fue sino la mano que guió a Serguéyev -el que mató a Volodarski- pero el Comité Central del PSR quedó libre de toda sospecha y completamente al margen del asunto, que incluso condenó en público. Luego, tanto la GPU como el tribunal iban a ponerse las botas con ese mismo Semiónov y su compañera Konopliova, sospechosamente predispuestos a hacer declaraciones voluntarias; por si no estuviera ya bastante claro, estos peligrosísimos terroristas comparecían ahora ante los jueces sin alguaciles y después de cada sesión iban a dormir a casa.)

Krylenko comenta así uno de los testimonios: «Si este individuo hubiera tenido la intención de inventárselo todo, difícilmente podría haberlo hecho de manera que diera precisamente en el blanco mismo» (pág. 251). (¡Qué convincente! Lo mismo podría decirse de cualquier falso testimonio.) El caso de Konopliova es justo el contrario: la verosimilitud de su testimonio estriba en que no declara todo lo que necesita la acusación. (Pero sí lo suficiente para fusilar a los reos.)

«Si nos planteamos la cuestión de si Konopliova ha inventado todo esto…, la respuesta no puede estar más clara: puestos a inventar, lo inventamos todo» (¡bien lo sabe él!), mientras que ella se queda a mitad de camino. Puede argumentarse también así: «¿Hubiera podido producirse ese encuentro? No puede excluirse tal posibilidad». ¿No puede excluirse? ¡Luego se produjo! ¡Pues a por todas!

Veamos ahora qué hay del «grupo subversivo». Tras hablar de él largo y tendido, de pronto oímos: «disuelto por haber dejado de ser activo». Pues entonces, ¿por qué nos llenáis las orejas con él? Habían «expropiado» algún dinero en instituciones soviéticas (de otro modo los socialistas revolucionarios no hubieran tenido con qué emprender acciones, alquilar pisos o desplazarse entre ciudades). Pero, antes, semejantes actos se veían como elegantes y nobles «expros», según expresión de todos los revolucionarios. ¿Y qué eran ahora ante los tribunales soviéticos? Pues: «pillaje y encubrimiento».

Los documentos de este proceso, a la luz amarillenta del farol de la Ley, turbio e impasible, revelan la trayectoria tambaleante, indecisa y zigzagueante de un partido tras la Revolución, un partido de patéticos charlatanes y en esencia desorientado, indefenso y hasta inoperante, que no supo hacer frente a los bolcheviques. Y ahora cada una de sus decisiones o indecisiones, cada uno de sus movimientos, avances o retrocesos, se transforma en culpa, única y exclusivamente en culpa.

En septiembre de 1921, diez meses antes de que empezara el proceso, el antiguo Comité Central del PSR, encarcelado en Butyrki, escribía al Comité Central en libertad recién elegido, diciendo que no estaba de acuerdo con cualquier forma de derribar a la dictadura bolchevique, y que sólo consentiría que se produjera por medio de las masas trabajadoras unidas y de una labor de agitación política (es decir: ¡ni siquiera en la cárcel estaba el Comité Central dispuesto a recurrir al terrorismo, a las conjuras o a la insurrección armada!), pero ahora esto se volvía contra ellos convertido en cargo de primera magnitud: ¡Aja, conque estáis de acuerdo en derribar a los bolcheviques!

¿Y si a pesar de todo no eran culpables de haber querido derrocar al régimen, y si a duras penas eran culpables de terrorismo, o de unas «expropiaciones» prácticamente inexistentes? ¿Y si por todo lo demás habían sido absueltos hacía ya tiempo? Nuestro querido fiscal recurriría entonces a su arsenal secreto: «En todo caso, la no denuncia es de por sí constituyente de delito, y se da en todos los acusados sin excepción, y debe darse por probada» (pág. 305).

¡El Partido Socialista Revolucionario era culpable por el mero hecho de no haberse denunciado a sí mismo! ¡Un planteamiento así no podía fallar! Era un descubrimiento de esa nueva doctrina jurídica plasmada en forma de Código, era el camino empedrado por el que habrían de discurrir, sin tregua, hacia Siberia nuestros agradecidos descendientes.

Y, además, en un momento de irritación espeta Krylenko: «Son nuestros enemigos encarnizados e irreconciliables». ¡Eso son los acusados! Ya no hace falta un proceso para saber qué hacer con ellos.

El Código es tan reciente que Krylenko no ha tenido tiempo de aprenderse por su número cada artículo referente a actividades contrarrevolucionarias, ni siquiera los principales. ¡Pero hay que ver cómo los maneja! ¡Con qué profundidad los cita e interpreta! Uno creería que ellos y sólo ellos han sostenido durante décadas el pendiente filo de la guillotina. Y he aquí lo más innovador e importante: ¡La distinción entre métodos y medios, que reconocía el antiguo código zarista, ya no existe en nuestro país! ¡Ya no tiene la más mínima incidencia a la hora de formular cargos o dictar sentencia! ¡Para nosotros lo mismo son propósito y acción! ¿Que habéis tomado una resolución? Pues por ella os juzgamos. Que «haya sido puesta o no en práctica carece de importancia sustancial» (pág. 185). Murmurar a la esposa en el lecho qué bien estaría derribar al régimen soviético, hacer propaganda durante las elecciones, o haber puesto bombas, ¡todo es lo mismo! – ¡El castigo era el mismo!

Del mismo modo que a un pintor penetrante le bastan unos pocos y rápidos trazos de carboncillo para hacer brotar de súbito un retrato, en este esbozo que es 1922 cada vez se perfila con mayor nitidez todo el panorama de 1937, 1945 y 1949.

Fue la primera experiencia de proceso público ofrecido a la vista de Europa y también la primera experiencia de «indignación popular». Una indignación particularmente lograda.

Veamos cómo transcurrió. Las dos Internacionales Socialistas* -la segunda y la «segunda y media» (la Unión de Viena)-; durante cuatro años habían estado presenciando, si no con entusiasmo, al menos con toda imperturbabilidad, cómo los bolcheviques degollaban, quemaban, anegaban, fusilaban y oprimían a su país en aras del socialismo, y no veían en ello más que un grandioso experimento social. Pero cuando en la primavera de 1922 Moscú anunció que iba a llevar a cuarenta y siete socialistas revolucionarios ante el Tribunal Revolucionario Supremo, los líderes socialistas europeos se inquietaron y alarmaron.

A principios de abril se celebró en Berlín una conferencia de las tres Internacionales (estando representada la Komintern por Bujarin y Radek) con objeto de constituir «un frente unido» contra la burguesía, y los socialistas exigieron de los bolcheviques que renunciaran a este juicio. Como quiera que el «frente unido» era muy necesario en interés de la revolución mundial, la delegación de la Komintern decidió -por cuenta propia- contraer los siguientes compromisos: el proceso sería público, a él podrían asistir representantes de todas las Internacionales y levantar actas taquigráficas, se permitiría a los acusados designar abogados defensores, y lo más importante, arrogándose las competencias del tribunal (lo cual para los comunistas era una cosa sin importancia, y a lo que los socialistas tampoco pusieron inconveniente): en este proceso no se dictarían sentencias de muerte.

Alegría entre los líderes socialistas, que deciden, sin pensárselo dos veces, actuar como defensores de los acusados. Pero Lenin (quien ignoraba estar viviendo sus últimas semanas antes del primer ataque de parálisis) replicó con severidad en Pravda: «Hemos pagado un precio demasiado alto». ¿Cómo han podido prometer que no habrá penas de muerte y permitir que suban a nuestros estrados esos socialtraidores? Por lo que siguió después, vemos que Trotski estaba completamente de acuerdo con él y que Bujarin no tardó en arrepentirse. El periódico Die Rote Fahne,* órgano de los comunistas alemanes, manifestó que muy idiotas habrían de ser los bolcheviques para creerse obligados a respetar los compromisos contraídos: y es que en Alemania, el «frente unido» se había roto, por lo cual aquellas promesas habían perdido todo valor. Pero los comunistas ya habían empezado a comprender la ilimitada fuerza de su proceder histórico. En vísperas del proceso, en mayo, Pravda decía: «Cumpliremos rigurosamente los compromisos contraídos. Pero, más allá del marco del proceso judicial, esos señores deberán verse sometidos a unas condiciones que amparen a nuestro país de las tácticas incendiarias propias de esos infames». Al son de esta música, a fines de mayo los famosos socialistas Van-dervelde, Rosenfeld y Teodor Liebknecht (hermano del asesinado Karl) partieron hacia Moscú.

Desde la primera estación fronteriza, y en cada una de las paradas siguientes, el vagón de los socialistas se vio asaltado por obreros airados que les pedían cuentas por sus intenciones contrarrevolucionarias, y a Vandervelde por haber firmado el expoliador Tratado de Versalles. En ocasiones hasta les rompían los cristales del vagón y prometían partirles la cara. No obstante, la recepción más calurosa la tuvieron en la estación Vindava de Moscú: les esperaba una plaza atiborrada de manifestantes cantando, con banderas y orquestas. Enormes pancartas decían: «¡Señor ministro de la Corona Vandervelde! ¿Cuándo comparecerá usted ante el Tribunal Revolucionario?», «Caín, Caín, ¿dónde está tu hermano Karl?». Cuando los extranjeros salieron a la calle, les gritaron, silbaron, abuchearon y amenazaron, mientras un coro cantaba:

Ahí viene, viene Vandervelde.

Nos visita el rufián más redomado.

¡Qué alegría tenerlos de invitados! :

Pero, amigos, ¿no echáis a faltar

una soga para poderlo ahorcar?

(Y se produjo una escena incómoda: Rosenfeld distinguió entre la multitud al propio Bujarin silbando alegremente con los dedos en la boca.) Durante los días siguientes unas farándulas de payasos recorrieron Moscú en camiones engalanados. En un entarimado, cerca del monumento a Pushkin, se había montado un espectáculo permanente para representar la traición de los socialistas revolucionarios y de sus defensores. Trotski y otros oradores iban por las fabricas exigiendo con inflamados discursos la pena de muerte para los socialistas revolucionarios y organizaban votaciones tanto entre los obreros comunistas como entre los no militantes. (Ya en aquella época no eran pocas las soluciones de que disponían para los disconformes: despedirlos de la fábrica en una época en que abundaba el desempleo, privar al obrero de acceso al economato, eso sin hablar de la Cheká.) Y vaya si votaron. Luego hicieron circular por las fábricas unas peticiones exigiendo la pena de muerte y llenaron los periódicos con esas peticiones y el número de firmas recogidas. (Cierto que aún podía encontrarse quien no estuviera de acuerdo y quien incluso se atreviera a manifestarlo en público; no hubo más remedio que practicar algunos arrestos.)

El 8 de junio empezó el juicio. Se juzgaba a treinta y dos personas, de las que veintidós eran presos de Butyrki y diez, arrepentidos, iban sin alguaciles de escolta y eran defendidos por el propio Bujarin y unos cuantos miembros de la Komin-tern. (Bujarin y Piatakov disfrutaron mucho con esta parodia de la justicia, sin presentir la burla que les deparaba el destino. Pero el destino también había de darles tiempo para reflexionar: aún les quedan quince años de vida por delante a cada uno, y también a Krylenko.) Piatakov se comportaba con rudeza y no dejaba que los acusados se expresaran. Sostenían la acusación Lunacharski, Pokrovski, Clara Zetkin. (El pliego de cargos llevaba también la firma de la esposa de Krylenko, que había estado al frente de la instrucción sumarial: el trabajo de una familia unida.)

No había poca gente en la sala: unas mil doscientas personas, pero de éstas sólo veintidós eran parientes de los también veintidós acusados. Los demás eran todos comunistas, chekistas de paisano y personas escogidas. A menudo, el público interrumpía con sus gritos a los acusados y a sus defensores. Los intérpretes transmitían tergiversadamente a los defensores la palabras del tribunal y a los jueces, las palabras de los abogados defensores, cuyas peticiones el tribunal rechazaba con burlas; no se admitía la comparecencia de los testigos de la defensa y las actas taquigráficas se llevaban de tal modo que resultaba imposible reconocer en ellas hasta los discursos propios.

En la primera sesión, Piatakov declaró que el tribunal descartaba por anticipado un examen imparcial de los hechos y que tenía la intención de interpretarlos ateniéndose exclusivamente a los intereses del régimen soviético.

Una semana después los abogados extranjeros cometieron la indelicadeza de elevar una queja al tribunal, porque, según ellos, estaban incumpliéndose los acuerdos de Berlín. El tribunal respondió de forma altanera diciendo que la administración de justicia no podía estar ligada a ningún acuerdo.

Los abogados socialistas quedaron definitivamente desmoralizados, su presencia en aquel juicio no estaba sirviendo más que para crear la ilusión de que se trataba de un proceso judicial normal, por lo que renunciaron a la defensa y ya no querían más que volverse a casa, a Europa, pero no les dejaban partir. ¡Los honorables invitados se vieron obligados a declararse en huelga de hambre! Sólo después de esto se les permitió abandonar el país, el 19 de junio. Y fue una lástima, porque se perdieron el espectáculo más impresionante: el del 20 de junio, el aniversario del asesinato de Volodarski.

Reunieron columnas de obreros de las fábricas (en algunas cerraron las puertas para que no se dispersaran antes, en otras les retiraron las tarjetas de fichar, en unas terceras, por el contrario, les ofrecieron una comida), con banderas y pancartas en las que se leía «muerte a los acusados» y como es de suponer, se les unieron columnas de soldados. Dio comienzo un mitin en la Plaza Roja. Habló Piatakov, que prometió un castigo ejemplar, hablaron Krylenko, Kámenev, Bujarin y Radek, la flor y nata de la oratoria comunista. Luego los manifestantes se dirigieron al edificio del tribunal, en cuyo interior, Piatakov, que había vuelto a entrar en él, ordenó colocar a los acusados ante las ventanas abiertas bajo las que rugía la multitud. Allí permanecieron soportando una granizada de insultos y burlas, y a Gotz le alcanzó una pancarta de esas que decían «muerte a los socialistas revolucionarios». Todo esto, en conjunto, duró cinco horas desde el cierre de las fábricas, hasta el crepúsculo (era la época de las noches semi-blancas de Moscú). Piatakov declaró en la sala de la audiencia que una delegación de manifestantes pedía ser admitida. Krylenko argumentó que, si bien ello no estaba contemplado por la ley, el espíritu del régimen soviético lo permitía plenamente. Así pues, la delegación irrumpió en la sala y estuvo un par de horas pronunciando discursos insultantes y amenazadores, así como exigiendo la pena de muerte. Los jueces escuchaban, repartían apretones de manos, daban las gracias y prometían ser implacables. El ambiente estaba tan caldeado, que los acusados y sus parientes temían que los lincharan allí mismo. (Gotz, nieto de un rico comerciante de tés que simpatizaba con la revolución, brillante terrorista en tiempos del zar, ejecutor de atentados y asesinatos -Durnovo, Mien, Rieman, Akímov, Shuválov, Rachkovski-, ¡nunca en toda su carrera armada se había encontrado en una situación como aquélla!) Pero la campaña de ira popular terminó aquí, por más que el juicio había de continuar todavía mes y medio. Al día siguiente, se marcharon también los jueces y abogados soviéticos (les esperaban el arresto y la deportación).

Aquí pueden reconocerse ya muchos de los rasgos futuros que ahora nos son familiares, pero todavía faltaba un buen trecho para que la voluntad de los acusados estuviera sometida, o para que éstos se vieran obligados a declarar contra sí mismos. Además, aún encontraban apoyo en la tradicional ilusión de los partidos de izquierda que se creen defensores de los intereses de los trabajadores. Tras tantos años perdidos en pactos y concesiones, habían recobrado una firmeza tardía. El acusado Berg recriminaba a los bolcheviques que hubieran disparado contra los manifestantes que defendían la Asamblea Constituyente; el acusado Liberov decía: «me reconozco culpable de no haber hecho lo bastante para derribar el régimen de los bolcheviques en 1918» (pág. 103). Evguenia Ratner afirma lo mismo, y de nuevo Berg: «Me considero culpable ante la Rusia obrera de no haber sabido luchar con todas mis fuerzas contra el sedicente régimen obrero-campesino, aunque espero que aún no haya pasado mi hora». (Pues ha pasado, amiguito, ha pasado.) Mantenían la vieja pasión por las frases altisonantes, ¡pero también una gran firmeza!

Argumenta el fiscal que los acusados son un peligro para la Rusia soviética porque consideran beneficioso todo cuanto hicieron. «Quizás alguno de los acusados hasta se consuele pensando que algún día las crónicas tendrán palabras de elogio hacia él o su conducta ante el tribunal.»

El acusado Hándelman dio lectura a una declaración: «¡No reconocemos vuestro tribunal!». Era jurista y se distinguió por sus discusiones con Krylenko sobre la manipulación de las declaraciones de los testigos, sobre «los desacostumbrados métodos en el trato de los testigos antes del proceso» (léase: el evidente tratamiento preparatorio de los mismos por parte de la GPU). (¡Y es que ya lo tenían todo! Sólo faltaba apretar un poco más para obtener una confesión ideal.) Pudo saberse que la fase previa a la instrucción la había supervisado el fiscal (el mismo Krylenko) y que en el curso de la misma se habían nivelado conscientemente algunas declaraciones que no cuadraban.

Bueno, ¿y qué? ¿Qué, si había asperezas? ¿Qué, si la labor estaba incompleta? A fin de cuentas… «es nuestro deber decir con toda claridad y sangre fría […] que lo que nos preocupa no es cómo vaya a juzgar la Historia la obra que hemos llevado a cabo» (pág. 325).

Entretanto, Krylenko, para superar el trance, trae a colación las diligencias previas, ¡seguramente por primera y última vez en la historia de la jurisprudencia soviética! ¡Las diligencias previas que preceden a la instrucción! Y fíjense con qué habilidad sale del paso: todo lo que escapó a la observación del fiscal -que vosotros consideráis instrucción sumarial- no fueron más que diligencias previas. Y lo que consideráis revisión de la instrucción bajo la supervisión del fiscal (cuando se ataron todos los cabos y se apretaron todas las clavijas), ¡eso es precisamente la instrucción sumarial! Toda esa maraña de «materiales que han presentado los órganos encargados de las diligencias previas, no confirmados en la instrucción sumarial, poseen ante el tribunal un valor probatorio mucho menor que los obtenidos durante la instrucción» (pág. 238) siempre y cuando estos últimos sean utilizados como debe ser. ¡Menudo lince! ¡Éste sí que no se chupa el dedo!

Y es que desde un punto de vista profesional, a Krylenko le disgustaba haber perdido medio año en preparativos, dos meses desgañitándose en la sala y quince horas deshilvanando su discurso de acusación, tanto más cuando todos aquellos acusados «habían estado en manos de los órganos extraordinarios no una vez ni dos, en una época en que dichos órganos disponían de poderes excepcionales; pero gracias a unas u otras circunstancias habían logrado salir indemnes» (pág. 322), y ahora correspondía a Krylenko el trabajo de llevarlos de forma legal al paredón.

Naturalmente, la sentencia no podía ser otra: «¡Fusilarlos a todos, del primero al último!» Pero, magnánimo -los ojos de todo el mundo estaban puestos en este juicio-, Krylenko concede: la petición fiscal «no constituye una directiva para el tribunal», por lo cual éste no «está obligado a considerarla ni a satisfacerla» (pág. 319).

¡Pues vaya un tribunal si hacía falta explicarle esto!

Después de esta incitación a la pena de muerte por parte del fiscal, se propuso a los acusados que manifestaran su arrepentimiento y que renegaran de su partido. Todos se negaron.

El tribunal tuvo la audacia de no condenar a muerte a todos, «del primero al último», sino sólo a doce de ellos. A los demás les aguardaban la cárcel y los campos penitenciarios. Se decidió asimismo incoar causas contra un centenar de personas más.

Y recuerde el lector, recuerde: «todos los tribunales de la república tienen puestas sus miras en el Tribunal Revolucionario Supremo, [que] les proporciona instrucciones normativas» (pág. 407), toda sentencia del Tribunal Revolucionario Supremo se utiliza «como directriz normativa» (pág. 409). Que cada cual eche, pues, la cuenta de los que despacharon en provincias.

Pero, como medida del valor que tal vez quepa dar a todo este, proceso, hallamos la casación del Presidium del VTsIK. Las sentencias son sometidas a revisión durante una conferencia de dirigentes del RKP(b), en la que se propone conmutar la pena de muerte por la de destierro en el extranjero. Pero intervienen Trotski, Stalin y Bujarin (¡Vaya troika! ¡Y los tres al unísono!): concédanles veinticuatro horas para que abjuren y denles, si lo hacen, cinco años de destierro dentro del país; de otro modo, que sean fusilados inmediatamente. Al final se aceptó una proposición de Kámenev, que se convirtió en resolución del VTsIK: confirmar la sentencia a muerte pero suspender su ejecución. El destino de los condenados pasa a depender del comportamiento de los socialistas revolucionarios que quedaban en libertad (comprendidos, evidentemente, los que hay en el extranjero). Si los eseristas persistían en su conducta, aunque sólo fuera con propaganda y actividades clandestinas -y con mucha mayor razón si reemprendían la lucha armada-, aquellos doce hombres serían fusilados.

Y los sometieron a un suplicio de muerte: cualquier día podía ser el día del fusilamiento. Los sacaron de la accesible prisión de Butyrki y los trasladaron a las entrañas de la Lubianka; les prohibieron las entrevistas, las cartas y los paquetes. Por lo demás, detuvieron también a algunas de sus esposas y las mandaron fuera de Moscú.

En los campos de Rusia se recogía ya la segunda cosecha de la paz. Ya no había disparos en ninguna parte, salvo en los patios de la Cheká (Perjurov, fusilado en Yaroslav; el metropolita Benjamín, en Petrogrado; y tantos otros, sin tregua y sin fin). Bajo un radiante cielo azul, como azuladas olas, se embarcaban hacia el extranjero nuestros primeros diplomáticos y periodistas, pero el Comité Ejecutivo Central del Consejo de Diputados Obreros y Campesinos se guardaba en prenda estos rehenes de por vida.

Los miembros del partido en el poder habían leído los sesenta números de Pravda que cubrieron el proceso (porque todos leían los periódicos) y todos habían dicho: «sí, sí, sí». Ni uno sólo dijo «no».

¿De qué se extrañaron después, en 1937? ¿De qué podían quejarse? ¿No se habían sentado todas las bases de la arbitrariedad judicial, primero con la represión extrajudicial de la Cheká más la represión judicial de los tribunales militares revolucionarios, y después con estos primeros procesos según el joven Código? ¿Acaso 1937 no iba también a ser de utilidad (a los objetivos de Stalin y -quién sabe- a los de la Historia)?

A Krylenko se le escaparon unas palabras proféticas: no estamos juzgando el pasado sino el futuro.

Al segar, lo más difícil es el primer golpe de guadaña.

* * *

Hacia el 20 de agosto de 1924, Boris Viktorovich Savínkov cruzó la frontera soviética. Inmediatamente fue detenido y llevado a la Lubianka.

Sobre este regreso se han hecho muchas conjeturas. Pero hace poco, la revista soviética Nevá* (1967, n° 11) confirmó la explicación dada en 1933 porBúrtsev (Byloye* [El pasado], París. Nueva época II, biblioteca de la Rusia Ilustrada, vol. 47). La GPU, tras haber inducido a la traición a varios agentes de Savínkov y engañado a otros, lanzó con su ayuda un anzuelo seguro: ¡En Rusia había una gran organización clandestina que languidecía por carecer de un jefe que estuviera a la altura! ¡Imposible imaginar un cebo más apetitoso! Además, Savínkov no podía terminar apaciblemente en Niza su turbulenta vida.

La instrucción del proceso se redujo a un solo interrogatorio, que abarcaba únicamente las declaraciones voluntarias del encausado y una evaluación de sus actividades. El 23 de agosto el auto de procesamiento ya obraba en poder del tribunal. (Una rapidez increíble, pero que surtió su efecto. Alguien había calculado con acierto que torturar a Savínkov para arrancarle una penosa y falsa declaración habría echado por tierra la verosimilitud del caso.)

En el pliego de acusaciones, redactado en una terminología perfeccionada para volver cualquier cosa del revés, se culpaba a Savínkov de todo lo imaginable: de haber sido un «pertinaz enemigo del campesinado más pobre»; de «ayudar a la bur- guesía rusa en sus aspiraciones imperialistas» (es decir, de haber estado en 1918 a favor de continuar la guerra contra Alemania); de «haber mantenido contacto con representantes del mando aliado» (¡en la época en que era administrador del Ministerio de la Guerra!); de «haber entrado a formar parte, con fines provocativos, de los comités de soldados» (es decir: de haber sido elegido por los soldados diputados); o bien -¡ésta sí que es buena!– de haber abrigado «simpatías monárquicas». Pero todo esto no es más que lo viejo; había además acusaciones nuevas que en lo sucesivo no podrían faltar en ningún proceso: aceptar dinero de los imperialistas, espionaje en favor de Polonia (¡ya se habían olvidado del Japón!) e intención de envenenar con cianuro potásico a todo el Ejército Rojo (no había envenenado a un solo soldado).

El proceso empezó el 26 de agosto. Presidía el tribunal Ulrich (es la primera vez que lo encontramos), y no había ningún acusador, como tampoco defensor. Savínkov no hizo grandes esfuerzos por defenderse, casi se mostró apático y apenas intentó rebatir las pruebas. Al parecer, el acusado se vio muy turbado al oír la consabida cantinela, que esta vez, ciertamente, venía como anillo al dedo: ¡pero si es usted tan ruso como nosotros! ¡Usted y nosotros, es decir: nosotros! No hay duda de que usted ama a Rusia, y nosotros respetamos este sentir suyo. ¿Acaso no profesamos también nosotros ese mismo amor? ¿Y no somos ahora nosotros la fuerza y la gloria de Rusia? ¿Y contra nosotros quería usted luchar? ¡Arrepiéntase!

Pero lo más sorprendente fue la sentencia: «La salvaguardia del orden revolucionario no hace indispensable la aplicación de la medida suprema de castigo y, dado que el ánimo de venganza es contrario al sentido de la justicia de las masas proletarias», se conmuta la pena de fusilamiento por diez años de privación de libertad.

Esto causó revuelo y, en aquella época, conmovió muchas mentes: ¿Relajación del poder? ¿Metamorfosis? Ulrich incluso se sintió obligado a dar explicaciones y justificó en las páginas de Pravda la concesión de gracia a Savínkov. ¿Cómo vamos a tener miedo de un Savínkov cualquiera tras siete años de régimen soviético cada vez más fortalecido? (No nos lo tomen a mal si para su vigésimo aniversario al régimen le viene un achaque de debilidad y tenemos que fusilar a cientos de miles.)

Así pues, envuelto en ese primer misterio que era su regreso al país, aparecía un segundo enigma: una sentencia que no era a muerte (la cual Búrtsev explica así: a Savínkov le habían hecho creer que dentro de la GPU existían corrientes opositoras dispuestas a aliarse con los socialistas, y que acabarían poniéndolo en libertad y confiándole algún papel activo; por esto llegó a un acuerdo con los jueces de instrucción). Después del juicio, permitieron a Savínkov… enviar cartas abiertas al extranjero, entre otras a Búrtsev, y en esas cartas Savínkov intentaba persuadir a los revolucionarios emigrados de que el régimen soviético se sostenía en la voluntad popular y que era inadmisible combatir contra él.

Pero en mayo de 1925 estos dos misterios se vieron eclipsados por un tercero: sumido en la depresión, Savínkov se arrojó por una ventana no enrejada a un patio interior de la Lubianka sin que los ángeles custodios de la GPU hubieran sido capaces de agarrarlo y detenerlo. Sin embargo, por lo que pudiera ser (para que no tuvieran tropiezos en su carrera), Savínkov les dejó una carta eximitoria en la que explicaba el por qué de su decisión. Estaba escrita con tanta sensatez y coherencia, era tan fidedigna y tanto se ajustaba al estilo y a la palabra de Savínkov, que todos quedaron convencidos de su autenticidad, de que nadie que no fuera Savínkov habría podido redactar aquella carta y de que éste había puesto fin a su vida tras tomar conciencia de su quiebra política. (Hasta una persona tan sagaz como Búrtsev no vio en todo este asunto más que una traición de Savínkov, sin que la autenticidad de la carta ni del suicidio le plantearan duda alguna. Hasta el acto más perspicaz tiene sus limitaciones.)

Y nosotros, los cretinos, los presos llegados más tarde a la Lubianka repetíamos como crédulos loros que las mallas metálicas en cada hueco de escalera de la Lubianka se habían instalado a raíz de que Savínkov saltara al vacío. Hasta tal punto nos subyugaba esa bella leyenda que olvidábamos una cosa: ¡la práctica de los carceleros es internacional! Mallas como aquéllas las había ya en las prisiones estadounidenses a principios de siglo, ¿cómo podía ir a la zaga la técnica soviética?

En 1937, en uno de los campos de Kolymá, justo antes de morir, el antiguo chekista Arthur Schrübel contó a uno de sus compañeros que él fue uno de los cuatro hombres que arrojaron a Savínkov al patio de la Lubianka por la ventana del cuarto piso. (Lo cual no se contradice con lo que relata actualmente la revista Nevá cuando dice que el antepecho de la ventana era bajo, casi como la puerta de un balcón. ¡Qué habitación más bien escogida! Sólo que, según el autor soviético, el hecho se debió a una distracción de los ángeles custodios, mientras que según Schrübel lo lanzaron todos a la vez.)

Y el segundo enigma, el de la sentencia desproporcionadamente clemente, queda aclarado por el tercer misterio, mucho mas rudimentario.

Se trataba de un rumor sin confirmar, pero había llegado hasta mí y yo, a mi vez, lo transmití en 1967 a M.P. Yakubóvich, quien exclamó con ese brío juvenil que conservaba, y con brillo en los ojos: «¡Ya lo creo! ¡Concuerda! ¡Y yo que no había querido creer a Bliumkin porque me parecía que se estaba pavoneando!». Esto es cuanto pudimos aclarar: a finales de los años veinte, Bliumkin contó a Yakubóvich, de manera estrictamente confidencial, que él había escrito la supuesta carta postuma de Savínkov por encargo de la GPU. Según ha podido saberse, mientras Savínkov estuvo preso, Bliumkin tuvo libre acceso permanente a la celda de aquél y le «distraía» por las tardes. (¿Presintió Savínkov que era la muerte quien lo visitaba con frecuencia, una muerte zalamera y cordial en la que no era posible advertir signos de fatalidad?) De este modo Bliumkin pudo captar de Savínkov su manera de pensar y de expresarse, hasta llegar a sus últimos pensamientos.

Habrá quien se pregunte: ¿Y por qué arrojarlo por la ventana? ¿No habría sido más sencillo envenenarlo? Quizás es que mostraron el cadáver o creyeron que podría hacerles falta.

En qué otra parte mejor que en ésta podemos contar el final de Bliumkin, intrépidamente acorralado por Mandelstam[ssss] en pleno cénit de su gloria en la Cheká. Ehrenburg había comenzado a escribir sobre Bliumkin, pero luego se avergonzó de ello y lo dejó. Y no es que falte qué contar. Después de haber aplastado en 1918 a la izquierda eserista, el asesino de Mirbach no sólo no fue castigado, no sólo no compartió la suerte de todos sus compañeros eseristas de izquierdas, sino que se convirtió en el protegido de Dzerzhinski (que también quiso echarle una mano a Kósyrev) y adoptó la apariencia externa de un bolchevique. Si querían conservarlo era, evidentemente, para encargarle asuntos de sangre de gran responsabilidad. En cierta ocasión, en vísperas de los años treinta, fue enviado en secreto al extranjero para cometer un asesinato.. Sin embargo, movido por su espíritu aventurero, acaso por su admiración hacia Trotski, Bliumkin se llegó a las islas de los Príncipes, para preguntarle al Doctor Jurisconsulto si tenía algún recado para la URSS. Trotski le dio un paquete para Radek, Bliumkin lo trajo y lo entregó a su destinatario, y esta visita a Trotski no se habría descubierto de no ser porque el brillante Radek ya se había convertido en un soplón. Radek hundió a Bliumkin, y éste desapareció en las fauces del monstruo que él mismo había alimentado dándole, de su propia mano, la primera leche ensangrentada.

Pero los procesos más importantes, los más célebres están aún por llegar…

10. La madurez de la ley

¿Pero dónde estaban aquellas muchedumbres que en la locura de la desesperación iban a arrojarse desde Occidente contra el alambre de espino de nuestra frontera y que nosotros íbamos a fusilar a tenor del Artículo 71 por regreso no autorizado a la RSFSR? A despecho del pronóstico científico, no había tales muchedumbres y seguía sin tener objeto el artículo que Lenin dictara. En toda Rusia, a nadie salvo al extravagante Savínkov se le había ocurrido regresar, y encima ni siquiera llegaron a aplicarle el mencionado artículo. En cambio, la pena contraria (la expulsión al extranjero como conmutación de la pena de muerte) se puso en práctica sin tardanza y en más de una ocasión.

Por aquellos días, en plena redacción del código, Vladímir Ilich seguía desarrollando su brillante proyecto y, el 19 de mayo de 1922, escribía con mano febril: «¡Camarada Dzerzhinski! A propósito de la expulsión al extranjero de escritores y profesores que hayan colaborado con la contrarrevolución, debo decir que este asunto ha de prepararse con toda cautela. Sin preparación haremos muchas tonterías… Hay que organizar el asunto de tal modo que podamos capturar a esos "espías militares", y seguir capturándolos, y enviarlos al extranjero de manera constante y sistemática. Le ruego que muestre esta carta confidencialmente a los miembros del Politburó sin sacar copias».109

El carácter confidencial, natural en este caso, venía determinado por la importancia y ejemplaridad que había de revestir la medida. La división de clases en la Rusia soviética, diáfanamente clara, sólo quedaba alterada por ese borrón gelatinoso e impreciso que representaba la antigua intelectualidad burguesa, que, en el terreno ideológico, desempeñaba un papel de verdaderos espías militares. Nada mejor podía ocurrírseles que barrer cuanto antes aquel poso de ideas y arrojarlo más allá de la frontera.

El propio camarada Lenin yacía ya enfermo, pero es evidente que los miembros del Politburó dieron su aprobación, de modo que el camarada Dzerzhinski organizó la batida. A finales de 1922, cerca de trescientos prominentes hombres de letras rusos fueron embarcados… ¿en una barcaza quizá? Nada de eso: a bordo de un vapor, y enviados al vertedero europeo. (Entre los nombres de quienes culminaron su trayectoria en Occidente y alcanzaron la fama figuraban los filósofos: N.O. Losski, S.N. Bulgakov, N.A. Berdiáyev, F.A. Stepún, B.P. Vysheslávtsev, L.P. Karsavin, I.A. Ilin; los historiadores: S.P. Melgunov, V.A. Miakotin, A.A. Kizevetter, I.L. Lapshin; los literatos y periodistas: Y.I. Aijenvald, A.S. Izgóyev, M.A. Osorguin, A.V. Peshejónov. Enviaron pequeños grupos también en 1923, por ejemplo el secretario de Lev Tolstói, V.F. Bulgakov. Por haber andado con malas compañías fueron expulsados también algunos matemáticos como D.F. Selivánov.)

Sin embargo, la batida no llegó a ser constante y sistemática. Quizá fuera el clamor de los emigrados -que agradecían ese «regalo»- quién sabe, pero el caso es que se dieron cuenta de que no era la medida más oportuna, que estaban desaprovechando un buen material para el paredón y que en aquel vertedero podían acabar creciendo flores venenosas. Y abandonaron esta medida. A partir de entonces mandarían toda la basura a juntarse con Dujonin o bien al Archipiélago.

Promulgado en 1926 (y en vigor hasta la época de Jrus-chov), el Código Penal mejorado entretejió las hilachas de los artículos políticos anteriores para formar una única y sólida red, la del Artículo 58, que fue lanzada a la pesca. Las capturas se extendieron con rapidez a ingenieros y técnicos, tanto más peligrosos porque ocupaban una fuerte posición en la economía nacional y eran difíciles de controlar con la sola ayuda de la Doctrina Progresista. Ahora resultaba evidente que el juicio en defensa de Oldenborger había sido un error (¡pues menudo Centro se había formado a su alrededor!) y precipitada la declaración absolutoria de Krylenko: «en 1920-1921 ya no cabía hablar de sabotaje por parte de los ingenieros».110 Ahora ya no se trataba de sabotaje, sino de algo todavía peor: empecimiento (al parecer fue un oscuro juez de instrucción del caso Shajty quien dio con esta palabra).

Apenas había quedado claro de qué andaban detrás -el empecimiento-, acto seguido, pese a lo inusitado de dicho concepto en la historia de la humanidad, empezaron a descubrirlo sin dificultad en todas las ramas de la industria y en cada una de las empresas. Sin embargo, estos hallazgos esporádicos no respondían a un plan único, a una ejecución perfecta, mientras que la naturaleza de Stalin y todo cuanto había de investigación en nuestro sistema judicial tendían manifiestamente a ello. ¡Mas la Ley por fin había alcanzado la madurez y ya podía mostrar al mundo algo realmente perfecto!: un proceso unitario, grande, bien conjuntado, esta vez contra los ingenieros. Así es como tuvo lugar

el caso Shajty (18 de mayo-15 de julio de 1928). Sesión extraordinaria del Tribunal Supremo de la URSS, presidente A.Y. Vyshinski (todavía rector de la Primera Universidad Estatal de Moscú), principal acusador N.V. Krylenko (¡un mano a mano memorable! Como si uno pasara el relevo al otro),111 cincuenta y tres acusados, cincuenta y seis testigos. ¡Grandioso!

¡Mas ay!, esta grandiosidad fue precisamente el punto flaco del proceso: si había que tirar de cada acusado con tres hilos, aunque sólo fuera con tres, ya sumaban 159, frente a los diez dedos de Krylenko y los otros diez de Vyshinski. Como es natural, «los acusados se esforzaron en descubrir sus graves crímenes ante la sociedad», pero no todos, sino sólo dieciséis de ellos. Otros trece estuvieron escabulléndose y veinticuatro no admitieron en absoluto su culpabilidad.112 Ello fue causa de una discordancia inadmisible que las masas no podían comprender de ninguna manera. Junto a los aspectos positivos del proceso (que, por lo demás, eran herencia de vistas anteriores) -la indefensión de los acusados y sus abogados, su incapacidad para eludir o desviar la implacable losa de la sentencia-, saltaban a la vista los defectos de este nuevo proceso, especialmente imperdonables para un hombre con la experiencia de Krylenko.

En el umbral de la sociedad sin clases éramos, por fin, capaces de emprender un proceso judicial sin conflictos (que reflejara la ausencia de conflictividad interna en nuestro orden social) de modo que no sólo el tribunal y el fiscal, sino la defensa y los acusados persiguieran colectivamente un mismo objetivo.

Además, las proporciones del caso Shajty -que sólo abarcaba la industria hullera, y sólo en la cuenca del Donets- no estaban a la altura de la época.

Sin duda fue entonces, el mismo día en que concluyó el caso Shajty, cuando Krylenko empezó a cavar una nueva fosa de mayores proporciones (en la que caerían incluso dos de sus colegas del proceso de Shajty: los acusadores públicos Osadchi y Schein). Huelga decir con qué ganas y habilidad le ayudaría todo el aparato de la OGPU, que ya había pasado a las firmes manos de Yagoda. Había que crear y descubrir una organización de ingenieros que abarcase todo el país. Para ello se necesitaban algunas figuras «empecedoras»* importantes que figuraran en primer término. ¿Acaso podía haber alguien en los círculos de los ingenieros que no conociera a semejante personaje, indiscutiblemente fuerte e insoportablemente orgulloso? Esta figura era Piotr Akímovich Palchinski. Ingeniero de minas, muy conocido ya a principios de siglo, había sido durante la guerra mundial vicepresidente del Comité de la Industria Militar, es decir, había dirigido el esfuerzo de guerra de toda la industria privada rusa. Después de la Revolución de Febrero fue viceministro de Industria y Comercio. Sufrió persecución bajo el zarismo por sus actividades revolucionarias. Después de la Revolución de Octubre había estado tres veces en la cárcel (en 1917, en 1918 y en 1922), y en 1920 había sido nombrado profesor del Instituto de Minería y asesor del Plan Estatal. (Para más detalles sobre él, véase el capítulo décimo de la Tercera Parte.)

Así pues, escogieron a este Palchinski como acusado principal para un nuevo y grandioso proceso. Sin embargo, el imprudente Krylenko se adentraba en el mundo de los ingenieros -para él desconocido- sin tener ni idea no ya sobre resistencia de materiales, sino incluso sin sospechar que también las almas pudieran ofrecer resistencia, y ello pese a sus diez años de ya célebre actividad como fiscal. La elección de Krylenko resultó un error: Palchinski resistió todos los procedimientos que conocía la OGPU y no cedió; de hecho, murió sin haber firmado ninguna idiotez. Junto a él pasaron la prueba, y al parecer tampoco cedieron, N.K. von Meck y A.F. Velichko. Seguimos sin saber si murieron a consecuencia de las torturas o si fueron fusilados, pero demostraron que era posible resistirse, que era posible mantener la firmeza, y con ello desaparecieron dejando tras de sí una ardiente estela de reproche para los ilustres reos que les sucedieron.

El 24 de mayo de 1929, para no tener que reconocer su derrota, Yagoda publicó un breve comunicado de la OGPU en el que se daba a conocer el fusilamiento de los tres hombres por empecimiento a gran escala y la condena de otros muchos cuyos nombres no se mencionaban.113

¡Y cuánto tiempo perdido en vano! ¡Casi un año entero! ¡Cuántas noches de interrogatorios! ¡Qué derroche de imaginación por parte de los jueces de instrucción! Y todo para nada. Krylenko se vio obligado a empezar de nuevo desde cero: buscar otra figura que fuera fuerte y prestigiosa, al tiempo que totalmente débil y manejable. Pero tan mal comprendía a aquella maldita raza de ingenieros, que perdió otro año en pruebas infructuosas. Desde el verano de 1929 se dedicó a Jrénnikov, pero también Jrénnikov murió sin haber aceptado tan ruin papel. Al viejo Fedótov sí consiguieron doblegarlo, pero era del rimo textil y les hubiera cundido bien poco. ¡Otro año echado a perder! El país esperaba un proceso general contra los empecedores, lo mismo que el camarada Stalin, pero Krylenko no daba pie con bola. Y así hasta el verano de 1930, cuando a alguien se le ocurrió proponer: ¡Ramzin, el director del Instituto Termotécnico! Y lo arrestaron. Bastaron tres meses para ensayar y representar un magnífico espectáculo, una verdadera obra maestra de nuestra justicia y un modelo inasequible para la justicia mundial:

Proceso contra el «Partido Industrial» (25 de noviembre-7 de diciembre de 1930), sesión extraordinaria del Tribunal Supremo, el mismo Vyshinski, el mismo Antónov-Sarátovski, el mismo Krylenko, nuestro amigo entrañable.

Ahora ya no existen «razones de índole técnica» que impidan ofrecer al lector el acta taquigráfica completa del proceso -de hecho, obra en mis manos-114 o admitir corresponsales de prensa extranjeros.

Una iniciativa por todo lo grande: sentar en el banquillo de los acusados a toda la industria del país, todas sus ramas y todos sus órganos de planificación. (Sin embargo, sólo el ojo del escenificador podía advertir que había resquicios, por los cuales ya habían desaparecido la industria minera y el transporte ferroviario.) Y al propio tiempo, parquedad en el material utilizado: los acusados eran únicamente ocho (se habían tenido en cuenta los errores del proceso de Shajty).

Exclamaréis: ¿Y ocho hombres habían de representar a toda la industria? ¡Pues sí, y eran más que suficientes! Tres de los ocho representaban exclusivamente al sector textil, la más importante rama para la defensa nacional. ¿Pero será entonces que había multitud de testigos? Pues siete personas, tan em-pecedores como los acusados y también arrestados. ¿Pero habrá entonces al menos una montaña de documentos inculpatorios? ¿Planos?, ¿proyectos?, ¿normativas?, ¿extractos?, ¿propuestas?, ¿informes?, ¿notas particulares? ¡Nada de nada! O sea, ¡ n i un miserable papelucho! ¿Pero en qué andaba pensando la GPU? ¿Detener a tanta gente y no guardarse ni un solo papel? «Había muchos», pero «todos han sido destruidos», ya que: «¿dónde íbamos a meter tantos archivos?» Se presentaron al tribunal, únicamente, unos breves artículos publicados tanto en nuestra prensa como en la de la emigración. ¿Y cómo montar la acusación? Por algo estaba ahí Nikolai Vasílievich Krylenko. Por algo habían recurrido a alguien que no era un primerizo. «En toda circunstancia, el mejor indicio continua siendo la confesión de los acusados.»115

¡Y vaya confesiones! ¡No eran forzadas, sino que salían sinceramente del alma, con ese remordimiento que arranca del pecho monólogos inagotables en que el acusado desea hablar y hablar, desenmascarar, fustigar! Al anciano Fedótov hasta tuvieron que pedirle que se volviera al banquillo: ya tenían suficiente; ¡pero él se empeñaba en dar más y más explicaciones e interpretaciones! Durante cinco sesiones seguidas el tribunal ni siquiera tuvo necesidad de hacer ninguna pregunta: los acusados hablaban, hablaban y daban explicaciones, y pedían de nuevo la palabra para completar lo que se les hubiera olvidado. Sin necesidad de ninguna pregunta se lanzaban a explicar por deducción todo cuanto necesitara la acusación. Después de sus prolijas explicaciones, Ramzin ofreció para mayor claridad hasta un breve resumen, como si se encontrara ante unos alumnos de pocas luces. Lo que más temían los acusados era que quedara algo por aclarar, alguna persona por desenmascarar, algún apellido por mencionar, alguna intención perniciosa por dilucidar. ¡Y cómo se injuriaban a sí mismos!: «Soy un enemigo de clase», «soy un vendido», «nuestra ideología burguesa». El fiscal: «¿Fue una equivocación de usted?». Charnovski: «¡Y mi crimen!». Krylenko no tuvo que trabajar nada; se pasó las cinco sesiones tomando té con pastas o lo que le trajeran.

¿Pero cómo sobrellevaron los encausados tamaño estallido emocional? No contamos con una transcripción magnetofónica de sus palabras, pero Otsep, el abogado defensor, nos da cumplida cuenta: «Las palabras de los acusados fluían diligentes, frías, con serenidad profesional». ¡Esa sí que es buena! Semejante afán de confesión ¿y nos salen ahora con que el discurso era diligente?, ¿frío? Y eso no es todo: murmuraban tan quedamente su espontáneo arrepentimiento, que a menudo Vy-shinski amonestaba a los acusados para que hablaran más alto y con más claridad, ya que no se les entendía nada.

Tampoco la defensa perturbó en lo más mínimo la elegante armonía del proceso: se mostró de acuerdo con todas las propuestas planteadas por el fiscal; calificó de histórico su discurso de acusación, y en cuanto a sus propias alegaciones, reconoció que eran muy exiguas y admitió que la defensa las formulaba contra los deseos de su corazón, pues «un defensor soviético es ante todo un ciudadano de la URSS» que «como el resto de trabajadores experimenta una sensación de indignación» ante los crímenes de sus patrocinados (Proceso contra el Partido Industrial, pág. 488). Durante la instrucción sumarial la defensa formuló alguna que otra pregunta, tímida y vacilante, que era retirada tan pronto como metía baza Vyshinski. Los abogados defendieron únicamente a dos ingenieros textiles inofensivos, pero sin atreverse a discutir la materia de los cargos ni la calificación de los actos punibles. Ésta fue su única petición: «¿No podría mi defendido evitar la ejecución? ¿Qué es más productivo, camaradas jueces, su cadáver o su trabajo?».[tttt]

¿Cuáles habían sido los repugnantes crímenes de estos ingenieros burgueses? Pues fíjense ustedes: planearon un ritmo de crecimiento retardado (por ejemplo, un incremento anual de la producción de tan sólo el 20-22 %, aunque los obreros estaban dispuestos a llegar hasta un 40 y un 50 %). Se retardaba el ritmo de extracción de combustibles. No habían desarrollado con suficiente rapidez la cuenca hullera del Kuz-nets. Aprovecharon los debates sobre teoría económica (sobre si era preciso suministrar a la cuencia hullera del Donets electricidad procedente de la central del Dniéper; si se debía construir un gran eje de comunicación entre Moscú y la cuenca del Donets) para postergar la solución de problemas importantes. (Todas las obras están manga por hombro, y los ingenieros, venga a discutir, venían a decir.) Retrasaban el examen de los proyectos técnicos (o sea, que no los aprobaban de buenas a primeras). En sus conferencias sobre resistencia de materiales se atenían a una postura antisoviética. Mandaban instalar maquinaria anticuada. Inmovilizaban capitales (inviniéndolos en proyectos costosos y a largo plazo). Llevaban a cabo reparaciones superfluas (!). Utilizaban mal los metales (pero era porque algunas clases de hierro no se podían conseguir). Creaban desequilibrios entre los centros de producción, la materia prima disponible y las posibilidades de procesarla (lo que se ponía especialmente de manifiesto en el sector textil, en el que se habían construido un par de fabricas más de lo que exigía la cosecha de algodón). Luego, el salto brusco de los planes mínimos a los máximos, con lo que se daba inicio a un claro y dañino desarrollo acelerado de la sufrida industria textil. Y lo más importante: se planearon actos de sabotaje (ni una sola vez fueron puestos en práctica, en ninguna parte) contra las instalaciones de suministro energético. De esta manera, el empecimiento no se traducía en daños o desperfectos concretos, sino que apuntaba contra la planificación y la capacidad productiva, y debía haber conducido en 1930 a una crisis general e incluso a la completa paralización de la economía. Y, si no se llegó a eso, fue sólo gracias a los contraproyectos de producción y financiación propuestos por las masas (¡que duplicaban siempre las cifras previstas!).

–ya oigo murmurar al escéptico

–¡Venga ya, venga ya!… lector.

¿Pero cómo? ¿Es que le parece poco? Y si además durante el juicio repetimos y machacamos cada punto de cinco a ocho veces, quizá ya no resulte tan poco, ¿verdad?

–¡Venga ya, venga ya!… -sigue en sus trece el lector de los años sesenta-. ¿Y no pudo deberse todo esto precisamente a esos contraproyectos? ¿Cómo no va a haber desequilibrios, si cualquier asamblea sindical puede trastocar todas las proporciones como le venga en gana sin consultar siquiera con el Plan Estatal?

¡Oh, qué amargo es el pan de los fiscales! Pues ¿no han decidido que se publique cada palabra? Por consiguiente, también los ingenieros van a poder enterarse de todo. ¡No era momento de salirse por peteneras! Y Krylenko se lanzó impávido a disertar y a hacer preguntas sobre detalles técnicos. Y tanto las páginas interiores como los sueltos de los enormes periódicos se llenaron de sutilezas técnicas en letra menuda. Contaban con que cualquier lector quedaría atontado, que las noches y los días festivos se le harían cortos para leerse todo aquello, de modo que lo dejaría correr, salvo acaso el estribillo introducido regularmente cada cuantos párrafos: ¡Empecimiento! ¡Empecimiento! ¡Empecimiento!

¿Y si a pesar de todo alguien empezaba a leérselo? ¿Y si seguía renglón tras renglón?

Entonces vería -a través de esa maraña de banales auto-inculpaciones, pergeñadas con tanta estulticia e ineptitud- que la Lubianka había echado su nudo corredizo en un asunto que le venía grande, en una tarea que no era de su competencia; que el pensamiento del siglo XX escapaba a ese tosco dogal batiendo fuerte sus alas. Los reos estaban ahí, cautivos, sumisos, con las cabezas gachas, sí; ¡pero su espíritu levantaba el vuelo! Y aunque extenuadas y aterrorizadas, las lenguas de los acusados conseguían contárnoslo todo y llamar a cada cosa por su nombre.

Veamos en qué ambiente habían tenido que trabajar. Kalinnikov: «Debemos reconocer que ha surgido entre nosotros un clima de desconfianza en el terreno técnico». Lárichev: «Tanto si queríamos como si no, era preciso extraer esos 42 millones de toneladas de petróleo (es decir, que habían recibido la orden desde arriba)… ya que 42 millones de toneladas de petróleo son imposibles de extraer en ninguna circunstancia». (Proceso contra el Partido Industrial, pág. 325.)

El trabajo de esta desdichada promoción de ingenieros se encontraba encajonado entre estas dos imposibilidades. El Instituto Termotécnico se enorgullecía del principal resultado de sus investigaciones: había aumentado de modo espectacular el coeficiente de rendimiento del combustible, por lo cual se habían previsto necesidades de combustible menores, ¡es decir: empecimiento, porque con ello había disminuido el nivel de extracción de combustible! El plan para el sector de transportes preveía equipar todos los vagones con enganche automático, ¡es decir: empecimiento, porque con ello estaban inmovilizando capital! (Ya que toda inversión en enganches automáticos no se amortiza sino a largo plazo, ¡pero nosotros todo lo queremos para mañana!) Para aumentar el rendimiento de los trayectos de vía única decidieron aumentar el gálibo de locomotoras y vagones. Así pues, ¿una modernización? ¡no, empecimiento!, pues habría que invertir recursos en reforzar el balasto en puentes y vías. Partiendo de un razonamiento económico tan profundo como que en Estados Unidos, al revés que en nuestro país, el capital es barato y la mano de obra cara, y que por tanto no podíamos andar siempre imitándolos como monos, Fedótov concluyó que no tenía sentido adquirir costosas cadenas de montaje norteamericanas, que en los próximos diez años sería más provechoso comprar otras inglesas menos complejas y costosas y destinar más obreros a ellas, y que dentro de diez años, cuando fuera inevitable renovar la maquinaria -cara o barata-, entonces ya podríamos permitirnos las más caras. ¡Pues era empecimiento, porque escudándose en el ahorro querían privar a la industria soviética de las máquinas más avanzadas! Comenzaron a construirse fabricas de hormigón armado, en vez de hormigón más barato, argumentando que en cien años la inversión se habría amortizado más que de sobra. ¡Pues era empecimiento! ¡Inmovilización de capitales! ¡Derroche de armadura, tan escasa como era, (¿Para qué la guardaban entonces, para dientes postizos?)

En el banquillo de los acusados, Fedótov admite de buen grado:

–Naturalmente, si hoy día cada cópek cuenta, hay que ver en ello empecimiento. No en vano dicen los ingleses: no soy tan rico que pueda permitirme cosas baratas…

Le intenta explicar con amabilidad al testarudo fiscal:

–Cualquier enfoque teórico establece unas normas que siempre acaban por resultar (¡ser declaradas!) empecedoras… (pág. 365).

¿Acaso podría haberlo expuesto con mayor claridad un acusado aterrorizado? ¡Lo que para nosotros es teoría, para vosotros es empecimiento Porque vosotros necesitáis tenerlo todo hoy, sin pensar lo más mínimo en el día de mañana…

El anciano Fedótov intentaba aclarar cómo se pierden centenares de miles y hasta de millones de rublos por culpa de las prisas frenéticas del plan quinquenal: el algodón no se selecciona en origen de modo que cada fabrica reciba la calidad que precisa, sino que se envía de cualquier manera, todo mezclado. ¡Pero el fiscal no escucha! Con la terquedad de un busto de piedra, a lo largo del proceso, vuelve que te vuelve, y vuelta a repetir decenas de veces una cuestión de mucho más efecto, simple como un jueguecito de cubos de madera apilables ¿Por qué construían «fábricas como palacios», de techos altos, amplios pasillos y una ventilación excesivamente buena? ¿No era esto un claro empecimiento? ¡Cuánto capital inmovilizado! ¡Irrecuperable! Los empecedores al servicio de la burguesía explican que el Comisariado del Pueblo para el Trabajo deseaba que en la patria del proletariado se construyeran para los obreros naves espaciosas y bien aireadas (por tanto, en el Comisariado del Pueblo para el Trabajo también había empecedores, ¡hay que tomar nota!). Loa médicos recomendaban que la altura de los techos fuera de nueve metros, pero Fedótov los había rebajado a seis. ¿Y por qué no a cinco? ¡Por consiguiente, empecimiento! (Y de haberlos rebajado a cuatro y medio habría sido también un flagrante empecimiento: por haber querido someter a los libres obreros soviéticos a las espantosas condiciones de las fábricas capitalistas.) Le argumentan a Krylenko que esto no representaba más que un tres por ciento del coste de toda la fabrica y equipamientos, pero él, erre que erre, ¡siempre con la dichosa altura del techo! Y además: ¿Cómo habían osado poner ventiladores tan potentes? Es que estaban calculados para los días más calurosos del verano… ¿Y por qué para los días más calurosos? ¡Pues en los días de más calor que los obreros suden un poco!

Y entretanto: «las desproporciones eran inherentes…, tenían su origen en la negligencia de los superiores, mucho antes de que hubiese un "centro de ingenieros"» (pág. 204). «No había necesidad de ninguna actividad empecedora…, bastaba con atenerse a lo previsto para que todo llegara a término por sí solo» (pág. 202). ¡Charnovski no podía expresarse con mayor claridad! Téngase en cuenta que había pasado ya muchos meses en la Lubianka y que pronunciaba estas palabras desde el banquillo de los acusados. Bastaba con atenerse a lo previsto (es decir, a las indicaciones de los negligentes de arriba) para que el absurdo plan se desmoronara por si solo. Este era su empecimiento: «Teníamos capacidad para producir, por ejemplo, mil toneladas, pero nos exigían (según el estúpido plan) tres mil, y no hicimos nada por cumplir esta obligación».

Convendrán ustedes que no es poco para un acta taquigráfica oficial, revisada y censurada, de aquellos años.

Muchas veces, Krylenko fatigaba tanto a sus actores que el tono de sus voces denunciaba cansancio por los sinsentidos que les obligaba a machacar una y otra, vez, y hasta sentían vergüenza por el autor, pero tenían que seguir representando su papel si querían alargar un poco más sus vidas.

KRYLENKO: ¿Está usted de acuerdo?

FEDÓTOV: Estoy de acuerdo…, aunque en general no creo que… (pág. 425).

krylenko: ¿Lo corrabora usted?

fedótov: A decir verdad…, en algunos detalles… creo que en general… sí (pág. 356).

Los ingenieros (los que aún estaban en libertad, los que no habían sido todavía encarcelados y tenían que trabajar con afán después de la injuria judicial inferida a su profesión) no tenían salida alguna. Todo estaba mal. Mal si decían sí, mal si decían no. Mal si avanzaban, mal si retrocedían. Si trabajaban apresuradamente, era una precipitación empecedora; si trabajaban metódicamente, una empecedora alteración de los ritmos. Si se actuaba con prudencia durante el desarrollo de un sector de la industria, se trataba de un retraso premeditado, un sabotaje; si se sometían a los saltos caprichosos, una empecedora desproporción. Las reparaciones, las mejoras, la preparación a fondo eran inmovilización de capitales; aprovechar los equipos hasta el fin de su vida útil ¡era sabotaje! (Además, los jueces instructores se enteraban de todo esto por los propios acusados: tras haber estado sometido al insomnio y al calabozo, hasta usted mismo citaría ejemplos convincentes de dónde pudo empecer.)

–¡Déme usted un ejemplo bien evidente! ¡Déme un ejemplo evidente de su actividad empecedora! – apremiaba Krylenko impaciente.

(¡Y vaya si os van a dar ejemplos evidentes! ¡Pronto hasta habrá quien escriba una historia de la técnica de aquellos años! Él os dará todos los ejemplos, buenos y malos. Os dará testimonio de todas las convulsiones de vuestros epilépticos planes quinquenales a cumplir en cuatro años. Entonces sabremos cuántas riquezas y fuerzas nacionales se dilapidaron en vano. Sabremos que se desecharon los mejores proyectos y que se ejecutaron los peores, con los peores medios. ¿Cómo va a salir nada bueno si unos ingenieros puros como diamantes se hallan a las órdenes de unos Hun-vei-bin* cualesquiera? Los entusiastas advenedizos causaban más estragos que sus aún más estúpidos jefes.)

Ya ven, mejor no entrar en detalles. Un exceso de detalles hace que estas fechorías sean menos dignas del paredón.

¡Pero esperen, esto aún no es todo! ¡Todavía faltan los crímenes más importantes! ¡Ahí están, ahí están, tan claros y evidentes que hasta un analfabeto los comprendería! El Partido Industrial: 1) preparaba una intervención extranjera; 2) recibía dinero de los imperialistas; 3) practicaba el espionaje; 4) había repartido las carteras de un futuro Gobierno.

¡Punto final! Todas las bocas se cerraron. Todos los que protestaban agacharon la cabeza. Sólo se oían el ruido de pasos de los manifestantes y su rugir al otro lado de la ventana: «¡Al paredón!, ¡Al paredón!, ¡Al paredón!».

¿Y no es posible dar más detalles? ¿Para qué hacen falta más detalles? Bueno, está bien, si usted se empeña… Aunque va a ser todavía peor. Todos estaban bajo el mando del Estado Mayor francés. ¡Como si Francia no tuviera sus propias preocupaciones, ni otras dificultades, ni conflictos entre partidos, como si le bastara con silbar para que las divisiones marcharan hacia la intervención! Primero la habían previsto para 1928. Pero no se pusieron de acuerdo, no estaban coordinados. De acuerdo, la aplazaron para 1930. De nuevo no hubo acuerdo. Bueno, pues para 1931. En realidad, iba a tratarse de lo siguiente: Francia no lucharía, sólo se reservaría (a cambio de asumir la organización general de la intervención) una parte de Ucrania occidental, la orilla derecha del Dniéper. Inglaterra, con mayor razón, tampoco lucharía, pero prometía enviar su flota al mar Negro y al mar Báltico como intimidación (a cambio, obtendría el petróleo del Cáucaso). Los principales combatientes serían los siguientes: primero, cien mil emigrados rusos (desperdigados desde hacía tiempo por diversos lugares, pero listos para reunirse al instante al primer toque de silbato); después, Polonia (que se quedaría con la mitad de Ucrania), Rumania (conocida por sus brillantes victorias en la primera guerra mundial, un temible adversario), ¡Letonia!, ¡y Estonia! (Estos dos pequeños países abandonarían con gusto las preocupaciones propias de un joven Estado aún por estructurar y se lanzarían en masa a la conquista.) Y lo más terrible era la dirección de la ofensiva principal. ¿Pero cómo? ¿Ya se sabía? ¡Pues claro! La intervención empezaría en Besarabia y, apoyándose en la orilla derecha del Dniéper,116 seguiría directamente hasta Moscú. Y en este momento crucial, en todos los ferrocarriles… ¿habría voladuras? No, ¡se producirían congestiones! Y en las centrales eléctricas, el Partido Industrial desenroscaría los plomos, de suerte que toda la Unión quedaría sumida en las tinieblas y todas las máquinas se pararían, ¡incluidas las de la industria textil! Se producirían actos de sabotaje por doquier. (Atención, acusados. ¡Hasta que se excluya al público no mencionen los métodos de sabotaje! ¡No mencionen las fábricas! ¡No mencionen los puntos geográficos! ¡No mencionen apellidos, ni extranjeros ni rusos!) ¡A todo esto hay que añadir el golpe mortal que para entonces ya habrán asestado contra la industria textil! ¡Añadir que en Bielorrusia los empecedores ya están construyendo dos o tres fabricas textiles para que sirvan de base logística a los intervencionistas! (pág. 356, no es ninguna broma). Ya en posesión de las fabricas textiles, ¡los intervencionistas avanzarían inexorablemente hasta Moscú! Pero su más taimada conspiración era la siguiente: habían previsto (pero les faltó tiempo) desecar las tierras bajas del Kubán, las marismas de Polesie y los pantanos cercanos al lago limen (Vyshinski ha prohibido dar nombres concretos, pero uno de los testigos se ha ido de la lengua) y así tender caminos más cortos a las tropas intervencionistas para que llegasen a pie enjuto hasta Moscú, sin que sus caballos se mojasen tampoco los cascos. (¿Por qué a los tártaros se les hizo tan difícil? ¿Por qué Napoleón se quedó a las puertas de Moscú? Pues precisamente por las marismas de Polesie y de limen. ¡Drenarlas era tanto como dejar expuesta la ciudad de piedra blanca!*) Y añadan, añadan además, que se levantaron unos hangares so pretexto de construir unos aserraderos (¡no revelen el lugar, es secreto!), para que los aviones de los intervencionistas no estuvieran bajo la lluvia y pudieran guarecerse. Y que se construyeron también (¡nada de nombres!) ¡albergues para las tropas intervencionistas! (y en todas las guerras anteriores, ¿cómo se las apañaba el invasor para cobijarse?). Los acusados habían recibido todas las instrucciones pertinentes de dos misteriosos caballeros extranjeros: K. y R. (¡Y sobre todo, nada de nombres! ¡Y mucho menos países!) (pág. 409). Más recientemente, hasta habían pasado a «preparar movimientos de traición en unidades aisladas del Ejército Rojo». (¡No digan en qué arma del Ejército! ¡No mencionen en qué unidades! ¡Ni un solo apellido!) Aunque es verdad que no llegaron a materializar ninguno de estos proyectos, tenían, no obstante, un plan (también infructuoso) para infiltrar en algún organismo central del Ejército una célula de economistas que habían sido oficiales del Ejército Blanco. (¿Ah, sí? ¿Del Ejército Blanco? ¡Tomen nota! ¡Arrestadlos!) Y una célula de estudiantes de tendencia antisoviética… (¿Conque estudiantes? ¡Tomen nota! ¡Arrestadlos!)

(De todos modos, hay que saber tirar de la cuerda sin llegar a romperla. No vaya a ser que los obreros se desmoralicen y crean que todo está perdido, que han pillado dormido al régimen soviético. Pero también esto queda aclarado: fue mucho lo que se tramó, pero poco lo perpetrado. ¡Ninguna de las industrias había sufrido pérdidas considerables!

Entonces, ¿por qué no se produjo la intervención extranjera? Pues por diversas y complejas razones. Una vez porque, en Francia, Poincaré no había salido elegido, otra porque nuestros industriales emigrados consideraban que los bolcheviques todavía no habían reconstruido del todo sus antiguas empresas: ¡que sigan trabajando los bolcheviques! Y para colmo, no había forma de entenderse con Polonia y Rumanía.

Muy bien, no había habido intervención, ¡pero existía el Partido Industrial! ¿Oís ese ruido de pisadas? ¿No oís el murmullo de las masas trabajadoras?: «¡Al paredón!, ¡Al paredón!, ¡Al paredón!». Ahí abajo desfilan «aquellos que, en caso de guerra, deberán pagar con su vida, con privaciones y sufrimientos los atropellos de estos sujetos» (pág. 437 – del discurso de Krylenko).

(Era como si lo hubiera visto en una bola de cristal: ¡en 1941 serían esos crédulos manifestantes quienes pagaran con sus vidas, privaciones y sufrimientos los atropellos de estos sujetos! ¿Pero dónde señala usted con el dedo, fiscal? ¿A quién?)

¿Por qué un Partido Industrial? ¿Por qué precisamente un partido y no un Centro de técnicos e ingenieros, si ya estábamos acostumbrados a hablar de «centros»?

Pero es que también había habido un «Centro». Lo que ocurre es que decidieron transformarse en un «partido», que tiene mucho más empaque. Así también les resultaría más fácil batirse por las carteras ministeriales en el futuro Gobierno. Con ello se «movilizaba a las masas de ingenieros y técnicos en su lucha por el poder». ¿Luchar, pues, contra quién? ¡Pues contra los demás partidos! En primer lugar, ¡contra el Partido Obrero y Campesino, que ya tenía doscientos mil militantes! ¡En segundo lugar, contra el Partido Menchevique! ¿Y qué había entonces del centro? Pues que los tres partidos debían juntarse para formar un Centro Unificado. Pero la GPU lo desmanteló todo. ¡Y qué suerte que nos desmantelara! (Los acusados se alegran todos.)

(¡Para Stalin era un halago haber desmantelado otros tres partidos! ¿Acaso hubiera habido mucha gloria en desarticular tres simples «centros»?)

Y si había un partido, entonces había un comité central, sí, ¡un comité central propio! Cierto que nunca se celebró una sola conferencia, ni elecciones de ningún género. Había entrado en el comité central todo el que había querido, unas cinco personas en total. Entre ellos se deshacían en cortesías, Y hasta se cedían por turno el sillón presidencial. Tampocco hubo reuniones, ni en el Comité Central (nadie puede acordarse de eso, pero Ramzin sí se acuerda muy bien, ¡ya nos dará él todos los nombres!), ni en los grupos sectoriales. Resultaba hasta despoblado… Charnovski: «No, no hubo una constitución formal del Partido Industrial». ¿Y cuántos militantes había? Lárichev: «Es difícil calcularlo, el número exacto de afiliados se desconoce». ¿Y cómo empecían? ¿Cómo se transmitían las consignas? Pues muy sencillo: según cada cual coincidiera con alguien en una administración, le transmitía las directivas de palabra. Y después cada uno empecía según su conciencia. (Ramzin adelanta sin pestañear una cifra de dos mil militantes. Y por cada dos militantes arrestarán a cinco ingenieros. Según datos del tribunal, en la URSS hay de treinta a cuarenta mil. Por lo tanto, uno de cada siete acabará entre rejas y los otros seis muertos de miedo.) ¿Y sus contactos con el Partido Obrero y Campesino? Pues cuando coincidíamos con ellos en el Gosplán* o en el VSNJ «se planificaban acciones sistemáticas contra los comunistas rurales»…

¿Dónde habremos visto esto? Ah, sí, naturalmente: en Aída. Radamés parte en campaña entre vítores, retumba la orquesta, alrededor hay ocho guerreros con casco y picas, y otros dos mil pintados en el fondo de lienzo.

Eso era el Partido Industrial.

¡Pero no importa, ya está bien así, la obra es representable! (Hoy día nadie creería lo serio y amenazador que todo aquello parecía entonces, cómo nos atosigaba.) Y además nos lo inculcaban todo a base de repetir, cada episodio nos lo escenificaban varias veces. Y con ello se multiplicaban las horribles visiones. Además, para que no resultara tan soso, los acusados «olvidaban» de vez en cuando alguna futesa o «intentaban eludir testimonio», pero enseguida los «cercaban con pruebas entrecruzadas» y al final conseguían un espectáculo vivo, digno del Teatro del Arte de Moscú.

Pero Krylenko forzó la nota. Se le ocurrió emprenderla contra el Partido Industrial bajo otro aspecto: pretendía desenmascarar su base social. Moviéndose en el terreno de la lucha de clases, el análisis no podía fallar; y así Krylenko se apartó del método Stanislavski, no asignó papeles y se puso en manos de la improvisación. Para entendernos: que cada uno cuente su vida, su actitud hacia la Revolución y cómo llegó al empecimiento.

Y esta imprudente apuesta, esta única escena humana, dio al traste de un soplo con los cinco actos de la obra.

En primer lugar, nos enteramos con asombro de que estos ocho pilares de la intelectualidad burguesa proceden todos de familia humilde. El hijo de un campesino, el hijo de un oficinista con prole numerosa, el hijo de un artesano, el hijo de un maestro rural, el hijo de un buhonero… Los ocho estudiaron con cuatro cuartos en el bolsillo, la educación se la pagaron con su trabajo. ¿Desde qué edad? ¡Desde los doce, los trece o los catorce años! Unos dando clases, otros en una locomotora. Y he aquí lo monstruoso: ¡Nadie, bajo el zarismo, les impidió el acceso a la educación! Terminaron con toda normalidad la enseñanza media en las Reales Academias, y tras ingresar en escuelas técnicas superiores se convirtieron en importantes y reputados profesores. (¿Cómo es posible? Si siempre nos han dicho que… sólo los hijos de los hacendados y de los capitalistas… ¿Cómo van a mentir las lecturas divulgativas en el reverso de los almanaques?)

En cambio ahora, en época soviética, los ingenieros sí que estaban pasando grandes apuros: casi les era imposible procurar a sus hijos una enseñanza superior (recordemos que los hijos de los intelectuales eran la última categoría). El tribunal no lo niega. Krylenko tampoco. (Los acusados se apresuran a matizar con espontaneidad que, naturalmente, teniendo en cuenta todos los logros alcanzados, esto carece de importancia.)

Empezamos también a distinguir entre los acusados (hasta entonces todos habían dicho más o menos lo mismo). La línea de edad que los separa es también el umbral de la decencia. Las explicaciones de quienes rondan los sesenta o más inspiran compasión. En cambio Ramzin y Larichev, de cuarenta y tres años, y Ochkin, de treinta y nueve (el mismo que en 1921 había denunciado a la Dirección General de Combustibles), son los más gallardos y desvergonzados y todas las declaraciones importantes sobre el Partido Industrial y la intervención extranjera salen de sus labios. Ramzin era un individuo de tal ralea (con sus precoces y desproporcionados éxitos), que toda la profesión le había retirado el saludo, ¡y no se le caía la cara de vergüenza! Ahora, en el juicio, coge al vuelo cualquier alusión que haga Krylenko y la arropa con formulaciones precisas. A fin de cuentas, todas las acusaciones se basan en la memoria de Ramzin. Tiene tanto dominio de sí mismo y energía, que bien podría haber sido capaz (por encargo de la GPU, claro está) de viajar a París con plenos poderes para entablar conversaciones sobre la intervención. También a Ochkin le había sonreído el éxito: a los veintinueve años ya «gozaba de la ilimitada confianza del Consejo de Trabajo y Defensa* y del Sovnarkom».

Del profesor Charnovski, de sesenta y dos años, no podía decirse lo mismo: unos estudiantes anónimos lo calumniaron en el periódico mural; después de veintitrés años dando clase, lo convocaron a una asamblea general de estudiantes para que «rindiera cuenta de su trabajo». No se presentó.

El profesor Kalínnikov había encabezado en 1921 una rebelión abierta contra el régimen soviético: en concreto ¡una huelga de profesores! Recordemos cómo defendían los estudiantes la autonomía de la universidad.117 En 1921 los catedráticos de la Universidad Técnica Superior de Moscú reeligieron a Kalínnikov como rector para un nuevo mandato, el Comisariado del Pueblo no lo aceptó y nombró un candidato propio. Entonces se declararon en huelga tanto los estudiantes (no había aún auténticos estudiantes proletarios) como los profesores, y Kalinnikov ejerció de rector un año entero a despecho del régimen soviético. (Hasta 1922 no consiguieron suprimir su autonomía y ello después de muchas detenciones.)

Fedótov tiene sesenta y seis años, y once de antigüedad como ingeniero en una fabrica, más que los que tiene de existencia todo el POSDR. Ha trabajado en todas las fabricas de hilados y tejidos de Rusia. (¡Qué odiosas resultan personas así! ¡Qué ganas dan de deshacerse de ellas cuanto antes!) En 1905 abandonó el puesto de director de la fabrica Morozov, sin que le importara su sustancioso salario, y prefirió unirse al «funeral rojo» que acompañaba el ataúd de los obreros asesinados por los cosacos. Ahora está enfermo, anda mal de la vista, no puede salir de casa por las noches, ni siquiera para ir al teatro.

¿Y éstos son los que habían preparado una intervención extranjera? ¿El desmoronamiento de la economía?

Durante muchos años, Charnovski no había tenido una sola tarde libre, tan ocupado estaba con la enseñanza y con el desarrollo de nuevas disciplinas (organización de la producción, principios científicos de la racionalización del trabajo). Desde la infancia conservo en la memoria la imagen de esos ingenieros-profesores exactamente así: asendereados cada tarde con memorias de fin de carrera, proyectos o tesis doctorales del alumnado, no volvían a casa hasta dadas las once de la noche. Y es que al principio de los planes quinquenales no eran más que treinta mil en todo el país, ¡tenían que trabajar hasta el límite!

¿Y éstos son los que habían querido provocar una crisis? ¿Los que espiaban por una propina?

La única frase honesta de todo el juicio la pronunció Ramzin: «El camino del empecimiento es ajeno a la estructura interna del ingeniero».

Durante todo el proceso, Krylenko obliga a los acusados a humillarse pidiendo excusas por ser «poco versados» en política, cuando no «analfabetos» ¡La política es algo mucho más difícil y elevado que cualquier metalurgia o construcción de turbinas! En política de nada sirve tener cabeza ni estudios. Conque dígame usted, acusado, ¿cuál fue su actitud ante la Revolución de Octubre? De escepticismo. O sea, ¿hostil desde el primer momento? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Krylenko los acosa con sus preguntas teóricas, pero gracias a los lapsus simples y humanos de los acusados, que se salen de unos papeles aprendidos de memoria, vislumbramos el núcleo de la verdad, qué había ocurrido realmente, a partir de qué habían llegado a hinchar tod aquella pompa de jabón.

Lo primero que los ingenieros vieron en el golpe de Estado de Octubre fue la ruina del país. (Y, efectivamente, años y años de ruina se abatieron sobre nosotros.) Vieron también la supresión de las libertades más elementales. (Libertades que ya nunca más habrían de volver.) ¿Cómo iban a aceptar lo ingenieros la dictadura de los trabajadores, de sus propios subordinados en la industria, menos cualificados, que no dominaban las leyes físicas y económicas de la producción, pero que sin embargo ahora ocupaban los principales despachos y dirigían a los ingenieros? ¿Por qué los ingenieros no habrían de considerar más natural una estructura social en la que tuvieran el mando aquellos que pueden dirigir de forma racional su actividad? (Y excluyendo únicamente la dirección ética, ¿no tiende a esto, hoy día, toda la cibernética social? ¿No son los políticos profesionales unas pesas colgadas al cuello de la sociedad que impide a ésta mover con libertad la cabeza y agitar los brazos?) ¿Y por qué habían de renunciar los ingenieros a tener opiniones políticas? Pues la política ni siquiera constituye una disciplina científica, sino que es un terreno empírico que no puede ser descrito por medio de ningún sistema matemático y, además, está sometida al egoísmo humano y a las ciegas pasiones. (Charnovski lo dice incluso ante el tribunal: «Pese a todo, la política debe regirse hasta cierto punto por las enseñanzas de la técnica».)

La desmedida presión del comunismo de guerra no podía sino repugnar a los ingenieros. Un ingeniero no puede tomar parte en algo que carece de sentido, y por esta razón, hasta 1920 la mayoría de ellos estuvieron de brazos cruzados, a pesar de que ello los sumiera en una pobreza digna del hombre de las cavernas. Comenzó la NEP, y los ingenieros se pusieron de buen grado manos a la obra: entendieron la NEP como un síntoma de que el régimen había entrado en razón. Mas ¡ay!, las condiciones ya no eran las de antes: los ingenieros no sólo eran considerados una capa socialmente sospechosa, privada incluso del derecho a dar una educación a sus hijos, no sólo sus sueldos estaban muy por debajo de lo que representaba su aportación productiva, sino que se les exigían éxitos en la producción y también disciplina, al tiempo que se les privaba del derecho a hacer respetar dicha disciplina. Ahora, cualquier obrero podía no sólo incumplir las instrucciones de un ingeniero, sino también ofenderle de forma impune e incluso pegarle, y como representante de la clase dirigente tendría siempre razón

Objeta KRYLENKO: ¿Recuerda usted el proceso contra Oldenborger? (Es decir: ¿acaso no recuerda usted cómo lo defendimos?)

FEDÓTOV: Sí, para dirigir vuestra atención hacia la situación de los ingenieros, uno de ellos hubo de perder la vida.

KRYLENKO (decepcionado): Bueno, no fue así como se planteó la cuestión.

FEDÓTOV: Murió, y no fue el único. El se quitó la vida voluntariamente, pero a muchos otros los mataron. (Proceso contra el Partido Industrial, pág. 228.)

Krylenko guardó silencio. Por tanto era verdad. (Volved a hojear las actas del proceso contra Oldenborger e imaginad el acoso que sufrieron los ingenieros. Y para rematar, la frase: «a muchos otros los mataron».)

Así pues, el ingeniero es culpable de todo, aun antes de cometer falta alguna. Y si alguna vez, en efecto, se equivoca -a fin de cuentas, es un ser humano, ¿no?– acaba siendo despedazado, a menos que sus colegas encubran su error. ¿Cómo van a tenerles en cuenta ellos la sinceridad? Por tanto, ¿se ven forzados quizá los ingenieros a mentir a los jefes del partido?

Para restablecer la autoridad y el prestigio de la profesión, los ingenieros necesitaban ciertamente unión y apoyo mutuo, pues todos estaban amenazados. Sin embargo, para alcanzar esa unión, no se requerían asambleas ni carnets. Como sucede siempre que se produce un entendimiento entre personas inteligentes, que razonan con lógica, bastaban unas pocas palabras lanzadas en voz baja, quizás hasta fortuitamente. Las votaciones eran del todo superfluas. Sólo las mentes mediocres necesitan de resoluciones y de la vara del partido. (¡Esto era lo que de ninguna manera podían comprender ni Stalin, ni los jueces de instrucción, ni toda esa taifa! Nunca habían experimentado relaciones humanas parecidas, [jamás se había visto nada semejante en toda la historia del partido!) Esta unidad entre los ingenieros rusos en el seno de un enorme país analfabeto venía de muy antiguo y durante muchas décadas había resistido cualquier embate. Ahora, al darse cuenta de ello, el nuevo régimen se sentía alarmado.

Y llegó el año 1927. ¿Qué había quedado de la sensatez de la NEP? Quedó bien patente que toda la NEP había sido un cínico engaño. Se empezaron a proponer proyectos delirantes e irreales para alcanzar de un salto la superindustriali-zación, se dieron a conocer planes y objetivos imposibles. En tales condiciones, ¿qué debía hacer la sensatez colectiva de los ingenieros, la cúpula de ingenieros del Gosplán y del Consejo Supremo de Economía Nacional?* ¿Someterse a la locura? ¿Hacerse a un lado? A ellos poco les importa: sobre un papel puede escribirse cualquier cifra, pero «a nuestros camaradas, que trabajan en el terreno de lo concreto, jamás les será posible realizar lo que se les exige». Por lo tanto, había que intentar moderar dichos planes, someterlos al control de la razón y suprimir por completo los proyectos más descabellados. Los ingenieros tenían que contar, por así decirlo, con un Gosplán propio que paliara la estupidez de los dirigentes en propio interés de la clase en el poder (esto es lo más gracioso) y también de toda la industria y el pueblo, pues ello permitiría obstaculizar toda decisión ruinosa y recuperar los millones tirados por la ventana. Tenían que defender la calidad, que es «el alma de la técnica», en medio del clamor general que no hacía sino hablar de la cantidad, del plan y el superplán. Y educar a los estudiantes en este espíritu.

Éste era el sutil y delicado lienzo de la verdad.

¿Pero cómo expresar esto en voz alta en 1930? ¡Si ello conducía al paredón!

¡Y al mismo tiempo, era demasiado poco, demasiado imperceptible para provocar la ira de las masas!

Por eso era necesario repintar este consenso de los ingenieros -tan tácito como redentor para toda la nación- con óleos mas burdos de conjura empecedora e intervención extranjera.

Así pues, con este cuadro falsificado se nos brindó una imagen de la verdad descarnada, ¡y falta de propósito! Toda la labor del director de escena se viene abajo: a Fedótov se le escapa algo acerca de noches de insomnio (¡!) durante los ocho meses que ha pasado en prisión; y también acerca de cierto alto funcionario de la GPU que le ha estrechado la mano (¿?) hace poco (así pues, ¿habían llegado a un pacto: haced bien vuestro papel, que la GPU mantendrá su palabra?). Y los testigos, aunque su papel es muchísimo menos importante, empiezan a mostrarse confusos.

KRYLENKO: ¿Formaba usted parte de ese grupo?

El testigo KIRPOTENKO: Asistí a las reuniones dos o tres veces, cuando se trató sobre la intervención extranjera.

¡Esto es justo los que necesitamos!

KRYLENKO: (animándole): ¡Continúe!

KIRPOTENKO (tras una pausa): Aparte de esto, no sé nada más.

Krylenko le apremia, intenta hacerle recordar.

KiRPOTENKO (cortante): Aparte de la intervención extranjera no sé nada más (pág. 354).

Y luego, durante un careo con Kupriánov, los hechos ni siquiera concuerdan. Krylenko se enfurece y grita a los ineptos acusados: «¡Pues entonces, hagan porque sus respuestas coincidan!» (pág. 358).

Pero en el entreacto, entre bastidores, todo vuelve a la normalidad. De nuevo cada acusado pende de su respectivo hilo y queda a la espera de que tiren de él. Y Krylenko tira de los ocho a la vez: los industriales emigrados han publicado

un artículo según el cual no sostuvieron negociaciones de ninguna clase con Ramzin ni con Lárichev, que no saben nada de ningún «Partido Industrial», y que lo más probable es que las declaraciones de los acusados hayan sido arrancadas mediante tortura. Bueno, y vosotros ¿qué tenéis que decir a esto?

¡Dios mío! ¡Cómo se indignan los acusados! ¡Sin respetar los turnos de palabra, piden todos que se les deje hablar cuanto antes! ¿Qué ha sido de aquella atormentada resignación con la que durante día a día han estado humillándose a sí mismos y a sus colegas? ¡Su indignación contra los emigrados se desborda! ¡Arden en deseos de hacer una declaración por escrito dirigida a los periódicos! ¡Una declaración colectiva en defensa de los métodos de la GPU! (¿Qué? ¿No me dirán que no queda bonito? ¿Que no es una verdadera perla?)

ramzin: ¡Nuestra sola presencia en esta sala demuestra que no hemos sido sometidos a torturas ni suplicios!

¿De qué serviría torturar si después la víctima no estuviera en condiciones de comparecer ante el tribunal?

fedótov: Mi estancia en prisión me ha resultado provechosa, y no sólo a mí… Hasta me siento mejor en prisión que en libertad.

ÓCHKIN: ¡Y yo! ¡Yo también me siento mejor!

Fue necesaria toda la nobleza de Krylenko y Vyshinski para renunciar a esa carta colectiva. ¡Porque la habrían escrito! ¡La habrían firmado!

Y por si aún hay alguien que albergue alguna duda, Krylenko nos brinda una muestra de su brillante lógica: «Supongamos, aunque sólo sea por un segundo, que estas personas estén mintiendo, pero entonces ¿por qué las han arrestado precisamente a ellas? y ¿por qué de pronto todos ellos se han decidido a hablar?» (pág. 452).

¡Oh, la fuerza del intelecto! Ni en mil años se les había ocurrido a los acusadores: ¡El hecho mismo de la detención ya es prueba de culpabilidad! Si los acusados fueran inocentes, ¿por qué los habrían detenido? ¡Y si los han detenido, señal de que son culpables!

Y realmente: ¿por qué se han decidido a hablar?

«¡Dejemos al margen la cuestión de la tortura! Planteemos mejor la cuestión psicológicamente: ¿Por qué confiesan? A lo que yo contesto: ¿y qué otra cosa les queda?» (pág. 454).

¡Qué cierto es! ¡Qué psicológico! Quienes hayan estado encerrados en este establecimiento, hagan memoria: ¿y qué otra cosa quedaba?

(Ivanov-Razúmnik relata118 que en 1938, cuando compartió celda con Krylenko, en Butyrki, el lugar de Krylenko estaba bajo los catres. Puedo imaginármelo muy vivamente [yo mismo me vi obligado a meterme allí debajo]. Los catres son tan bajos que sólo sobre la barriga puede uno arrastrarse por el sucio piso asfaltado, pero al principio, el novato no da con la postura adecuada e intenta meterse a gatas. Puedes llegar a meter la cabeza, desde luego, pero el trasero no entra y se te queda ahí fuera levantado. Creo que para el Fiscal Supremo debió de ser especialmente difícil encontrar la postura adecuada, y que debió de permanecer mucho tiempo con el trasero, aún no enflaquecido, erguido, a mayor gloria de la justicia soviética. Pecador que soy, me imagino con malsana alegría ese trasero atascado bajo el catre, y la estampa hasta cierto punto me consuela mientras escribo la larga crónica de estos procesos.)

Es más -desarrolla su argumento el fiscal- si todo esto fuera verdad (lo de las torturas), no se comprende qué puede haberles inducido a esta confesión unánime, a coro, sin divergencias ni desacuerdos. A ver, ¿ dónde habrían podido llegar a tan gigantesco consenso? ¡Ya saben que no podían comunicarse entre sí durante la instrucción del sumario!

(Unas páginas más adelante, un testigo superviviente nos dirá dónde…)

No voy, ahora, a revelar al lector en qué consiste el famoso «enigma de los procesos de Moscú de los años treinta» (primero causó intriga el propio «Partido Industrial», y luego el enigma se centró en los procesos contra los máximos dirigentes del partido). Ahora le toca al lector explicármelo a mí.

Porque no es que fueran dos mil los implicados en este asunto, ni siquiera doscientos o trescientos los que comparecieron ante el tribunal, sino tan sólo ocho personas. Y dirigir un coro de ocho personas no es nada del otro mundo. Sobre todo si Krylenko, que tuvo a miles donde elegir, si pasó dos años seleccionando a sus actores. ¿Que Palchinski no se doblega? Pues, fusiladlo (y declaradlo «dirigente del Partido Industrial» a título póstumo; así es como se le cita en las de claraciones, aunque no se haya conservado ni una sola de sus palabras). Luego esperaban obtener cuanto les hacía falta de Jrénnikov, pero éste tampoco cedió. De ahí que sólo figure una sola vez, y encima en letra menuda: «Jrénnikov murió durante la instrucción del sumario». Esto, escribídselo en letra menuda a los tontos, que nosotros al menos esto sí lo sabemos y vamos a escribirlo con letras bien gordas: ¡TORTURADO / MUERTE DURANTE LA INSTRUCCIÓN DEL SUMARIO! (También a él lo declararon «dirigente del Partido Industrial» a título póstumo. Y si por lo menos hubiera la más mínima prueba contra él, una sola declaración en medio del coro general: pero no hay ninguna. ¡Y no la hay porque jamás hizo ninguna!) Y de pronto el gran hallazgo: ¡Ramzin ¡Qué energía, qué garra! ¡Está dispuesto a todo con tal de vivir! ¡Y qué talento! Lo detuvieron a finales del verano, cuando el proceso estaba a punto de comenzar, y no sólo le dio tiempo a meterse de lleno en su personaje, sino que hasta parece que hubiera sido él quién compusiera todo el libreto, se hizo con un montón de materiales interrelacionados y los sirvió todos primorosamente compuestos; cualquier apellido, cualquier hecho. A veces hasta hacía gala de una lánguida ampulosidad: «Las actividades del Partido Industrial estaban hasta tal punto ramificadas que ni en once días de juicio sería posible descubrirlas en todo su detalle» (es decir: ¡Buscad! ¡Seguid buscando!). «Estoy firmemente convencido de que en los círculos de ingenieros se mantiene todavía un pequeño poso antisoviético.» (¡Venga, a por más! ¡Aún faltan unos cuantos!) Y qué dotes: sabe que se trata de un enigma y que a los enigmas hay que darles una explicación artística. Y, tan carente de sentimientos como una estaca, descubre de pronto en sí mismo «los rasgos del criminal ruso, cuya remisión exige arrepentimiento público».

Ramzin ha sido injustamente olvidado por los rusos. Cínico y deslumbrante, creo que merece convertirse en el arquetipo del traidor. ¡El fuego de Bengala de la traición! Cierto que no fue el único en su época, pero fue un caso eminente.

En suma, toda la dificultad de Krylenko y de la GPU estribaba únicamente en no equivocarse al escoger a las personas. De todos modos, el riesgo no era tan grande: cualquier mercancía que se les estropeara durante la instrucción podían enviarla a la tumba. Y en cuanto a los que pasaran por la criba y el cedazo, ¡a curarlos, a cebarlos un poco, y a presentarlos en el proceso!

¿En qué consistía, pues, el enigma? ¿En el tratamiento que les aplicaban? Pues nada más simple: ¿quiere usted vivir? (Aunque a uno no le preocupe su propia vida, es posible que tenga hijos o nietos en que pensar.) ¿Es que no entiende que no nos cuesta nada fusilarlo sin salir siquiera del patio de la GPU? (Sin duda alguna. Y al que todavía no lo haya comprendido le aplican un tratamiento de extenuación en la Lubianka.) Pero será más provechoso tanto para usted como para nosotros que se avenga a representar cierto espectáculo cuyo texto escribirá usted mismo, como especialista; nosotros, los fiscales, nos estudiaremos el papel y nos esforzaremos en retener los términos técnicos. (En el juicio, Krylenko confundía a veces el eje de los vagones con los de la locomotora.) Puede que le resulte desagradable y deshonroso tomar parte en el espectáculo, pero ¡hay que hacer de tripas corazón! ¡Es la vida lo que está en juego! ¿Y cómo sé yo que después no me fusilarán? ¿Y por qué íbamos a vengarnos de usted? Ustedes son unos especialistas magníficos que no han cometido ningún crimen, nosotros los valoramos. Fíjese, además, en los muchos procesos por empecimiento que llevamos, y a todo el que se comportó correctamente lo hemos dejado con vida. (Conceder gracia a los acusados que habían sido obedientes era un requisito importante para el éxito de futuros procesos. Así, como una cadena, fue transmitiéndose esta esperanza hasta Zinóviev-Kámenev.) ¡Pero eso sí, debe cumplir todas nuestras condiciones, hasta la última! ¡El proceso debe redundar en provecho de la sociedad socialista!

Y los acusados cumplen todas las condiciones…

Toda la sutileza de la oposición intelectual de los ingenieros es reducida a sucio empecimiento, para que resulte accesible hasta al último de los alumnos en curso de alfabetización (¡Pero no se hablaba todavía de vidrios triturados en el plato de los obreros! A la fiscalía aún no se le había ocurrido.)

Luego venía el tema de la ideología. ¿Por qué habían empezado a empecer? A causa de una ideología hostil. ¿Y por qué ahora confesaban todos a una? Pues también por motivos ideológicos, ¡habían quedado subyugados (en prisión) por un Plan Quinquenal entrado ya en su tercer año, con su faz llameante entre altos hornos! En sus últimas declaraciones, piden ciertamente que se les conserve la vida, pero para ellos esto ya no es lo más importante. (Fedótov: «¡No hay perdón para nosotros! ¡El acusador tiene razón!».) En el quicio de la muerte lo más importante para estos extraños acusados es convencer al pueblo y a todo el mundo de la infalibilidad y clarividencia del Gobierno soviético. Ramzin, encomia de forma particular «la conciencia revolucionaria de las masas proletarias y de sus guías», que «han sabido abrir a la política económica caminos incomparablemente más seguros» que los científicos, y que han calculado con mucho más acierto los ritmos de desarrollo económico. Ahora «he llegado a comprender que es necesario dar una zancada adelante, que hay que dar un salto,119 que hay que tomar al asalto…» (pág. 504), etcétera, etcétera. Lárichev: «La Unión Soviética no puede ser vencida por un mundo capitalista en decadencia». Kalínnikov: «La dictadura del proletariado es una necesidad inevitable…Los intereses del pueblo y los del régimen soviético se funden en una sola dirección». Por cierto, también en el agro: «La línea general del partido -eliminar a los kulaks- es la correcta». Mientras esperan oír su condena, les da tiempo a opinar sobre todo… y por la garganta de estos intelectuales arrepentidos se abre paso, hasta una profecía: «A medida que se vaya desarrollando la sociedad, la vida individual deberá restringirse… La voluntad colectiva constituye una forma superior» (pág. 510).

Así, gracias al esfuerzo de estos ocho hombres uncidos a un mismo yugo, se alcanzaron todos los fines del proceso:

1. Todo lo que no anda en el país, el hambre, el frío, la carencia de ropa de abrigo, el caos y la estulticia patente, se carga en la cuenta de los ingenieros-empecedores.

2. Se intimida al pueblo con la amenaza de intervención extranjera y se le dispone para nuevos sacrificios.

3. Se destruye la solidaridad entre los ingenieros, la intelectualidad queda atemorizada y dividida.

Y para que no quede la menor duda sobre este tercer objetivo del proceso, Ramzin proclama una vez más, con gran precisión:

«Quisiera que, como resultado de este proceso contra el Partido Industrial, se pudiera poner punto final de una vez por todas… al oscuro e infame pasado de toda la intelectualidad» (pág. 49).

Lo mismo dice también Lárichev: «Esta casta debe ser destruida… ¡No hay ni puede haber lealtad entre los ingenieros!» (pág. 508). Y Ochkin: la intelectualidad «es algo viscoso y, como dijo el acusador del Estado, carece de espina dorsal, la intelectualidad está indiscutiblemente invertebrada… ¡Cuánto mayor no es el olfato del proletariado!» (pág. 509). (No sé por qué, lo más importante del proletariado es siempre el olfato… Como si fuera una cuestión de narices.)

¿Cómo iban a fusilar a quienes tanto habían puesto de su parte? Primero se dictó sentencia contra el principal de ellos: pena de muerte, conmutada acto seguido por diez años de cárcel. (Y a Ramzin lo mandaron a organizar una «sharashka»* de ingenieros termodinámicos.)

Así se escribió durante décadas la historia de nuestra intelectualidad, desde el anatema de los años veinte (recuerde el lector: «no son el cerebro de la nación sino la mierda», «aliada de los generales negros», «agente a sueldo del imperialismo») hasta el anatema de los años treinta.

¿Cabe asombrarse de que la palabra «intelectualidad» se haya consolidado en nuestro país como un insulto?

¡He aquí cómo se fabricaban los procesos judiciales públceos! La inquieta mente de Stalin había alcanzado por fin su ideal. (Ya les hubiera gustado algo así a esos envidiosos de Hi tler y Goebbels, pero los muy chapuceros se cubrieron de ridículo con su incendio del Reichstag…)*

Se había conseguido un patrón, un espectáculo que podía mantenerse en cartel muchos años y repetirse incluso cada temporada, según indicara el Gran Director. Y en esto que tuvo a bien ordenar que la próxima función fuera dentro de tre meses. Queda poco tiempo para ensayar, los plazos son precipitados, pero no importa. ¡Pasen y vean! ¡Sólo en este teatro Todo un estreno.

Proceso contra el Buró Central de los mencheviques

(1-9 de marzo de 1931). Sesión extraordinaria del Tribunal Supremo. Presidente, por la razón que sea, Shvernik. Los demás, todos en sus puestos habituales: Antónov-Saratovski, Krylenko, y su asistente Roguinski. Los directores de escena, mucho más seguros de sí mismos (ya que en esta ocasión no se trata de un asunto técnico, sino de partidos políticos, algo que tienen más por la mano), sacan esta vez a escena a catorce acusados.

Y todo se desarrolló como la seda, hasta tal punto, que era como para quedarse con la boca abierta.

Tenía yo entonces doce años y hacía tres que leía con atención todo lo que tuviera que ver con la política en las enormes páginas de Izvéstia. También me había leído, renglón a renglón, las actas taquigráficas de ambos procesos. En el proceso contra el «Partido Industrial», mi corazón infantil percibía ya claramente el exceso, la mentira y la manipulación, pero por lo menos allí había unos decorados impresionantes: ¡Varios países tramando una intervención! ¡Paralización de toda la industria! ¡Reparto de carteras ministeriales! En cambio, en el proceso de los mencheviques, los decorados lucían menos, por más que fueran exactamente los mismos, y los actores articulaban las palabras sin entusiasmo. El espectáculo era tan aburrido que entraban ganas de bostezar, era una reposición insípida y sin talento. (¿Podía sentirlo hasta Stalin a pesar de su piel de rinoceronte? ¿Cómo explicar, si no, que no siguiera adelante con el proceso contra el Partido Obrero y Campesino y que durante unos cuantos años no hubiera juicio alguno?)