Cierra los ojos, amigo lector. ¿No oyes un retumbar de ruedas? Son los vagones-zak que pasan. Son también unos vagones rojos. Cada minuto del día. Cada día del año. Y ahora, ¿oyes el chapoteo? Son las gabarras de presos. Y ahora, ¿no oyes cómo ruge el motor de los cuervos? Continuamente encerrando, embutiendo, trasladando. ¿Y ese rumor? Son las celdas atiborradas de las prisiones de tránsito. ¿Y aquel aullido? Es el llanto de los que han sido expoliados, violados, apaleados.
Hemos pasado revista a todos los procedimientos de transporte y cada vez que hemos hablado de uno hemos concluido que era el peor. Hemos echado un vistazo a las prisiones de tránsito y no hemos encontrado ni una sola que fuera buena. Y hasta la última esperanza humana de que por delante algo mejor nos espera, de que todo será mejor en el campo, es una esperanza vana.
En el campo aún será peor.
La escolta especial se organiza cuando así lo dispone un alto personaje. No hay que confundirla con el destino especial, aunque también provenga de las altas esferas del Gulag. Al preso con destino especial se le suele incluir en convoyes ordinarios, pero a lo largo de su trayecto tiene ocasión de vivir algunos tramos fuera de lo común (y por tanto impactantes). Por ejemplo, el letón Ans Bernstein viaja con destino especial desde el norte hasta el curso bajo del Volga; le han destinado a algún trabajo relacionado con la agricultura. Lo transportan con todas las humillaciones y apreturas que ya hemos descrito, le ladran los perros, lo rodean de bayonetas, le gritan aquello de «un paso a la derecha, un paso a la izquierda…», pero de pronto le hacen apearse en la pequeña estación de Zanzevatka y sale a recibirle un solo celador, muy apacible y sin ninguna clase de armas. Y le dice bostezando: «Venga, pasarás la noche en mi casa y mañana te llevaré al campo. De momento, puedes pasearte hasta mañana». ¡Y Ans se va a pasear! ¿Comprendéis lo que significa pasear para un hombre condenado a diez años, un hombre que ya ha dicho adiós a la vida varias veces, que esta mañana aún estaba en un vagón-zak y que al día siguiente ingresará en un campo penitenciario? Y ahora se pasea, contempla cómo escarban las gallinas en el huerto de la estación, cómo se disponen a marcharse las campesinas, que no han logrado vender la mantequilla y los melones a los del tren. Ans da tres, cuatro, cinco pasos de costado y nadie le grita «¡alto!». Acaricia con dedos incrédulos las hojitas de las acacias y está al borde del llanto.
La escolta especial es una maravilla del principio al fin. No conocerás traslados comunes, no tendrás que andar con las manos a la espalda, no te dejarán en cueros, no te harán sentar con el trasero en el suelo y ni siquiera habrá ninguna clase de cacheo. La escolta será amable contigo y hasta te tratará de «usted». Pero que quede claro -te advertirá el soldado- que ante cualquier intento de fuga dispararé, como de costumbre. Llevamos las pistolas cargadas, las tenemos en el bolsillo. Aparte de eso, iremos con normalidad, compórtese con naturalidad y no dé a entender que es un preso. (Ruego encarecidamente al lector que observe cómo también en este caso los intereses del Estado, como siempre, coinciden plenamente con los del individuo.)
Mi vida en el campo penitenciario sufrió un vuelco un día que me dirigía cabizbajo al trabajo con los dedos agarrotados (de tanto asir la herramienta, ya no podía enderezarlos). El capataz me separó del resto de la cuadrilla de carpintería y me dijo con súbito respeto: «¿Sabes qué? El ministro del Interior ha dispuesto…».
Me quedé de una pieza. Se alejó la columna y quedé en la zona, rodeado por los enchufados. Unos decían: «Eso es que te endiñan una nueva condena»; otros aseguraban: «Ya verás cómo de ésta te sueltan». Pero en lo que todos estaban de acuerdo era en que no podría librarme de lo que dispusiera el ministro Kruglov. Mi pensamiento también oscilaba entre una nueva condena y la puesta en libertad. Había olvidado por completo que medio año antes había venido a nuestro campo un tipo que nos hizo rellenar ciertos impresos censales del Gulag (después de la guerra habían empezado este trabajo en los campos más cercanos, pero era poco probable que llegaran a terminarlo). La casilla más importante de aquel cuestionario era una titulada «especialidad». Los zeks, deseosos de realzar su valía, se atribuían las profesiones más cotizadas en un campo: «barbero», «sastre», «almacenero», «panadero». Sin embargo, yo escribí frunciendo el entrecejo: «físico nuclear». Nunca en la vida había trabajado como físico nuclear, pero antes de la guerra había seguido algún curso en la universidad, conocía los nombres de las partículas atómicas y sus parámetros, y me decidí por esta respuesta. Era el año 1946, cuando nos hacía falta una bomba atómica a toda costa. Pero yo no le di la menor importancia a aquella ficha y me olvidé de ella.
Existe una leyenda vaga, en absoluto verosímil ni confirmada por nadie, que puede oírse una y otra vez en los campos: en algún lugar del Archipiélago existen diminutas islas paradisiacas. Nadie las ha visto, nadie ha estado en ellas, y si alguien las ha visto guarda silencio, no habla de ellas. Dicen que en aquellas islas fluyen ríos de leche entre orillas de jalea, que en ellas los zeks se alimentan como mínimo con crema de leche y huevos; dicen que allí reina la limpieza, que siempre se está caliente, que el trabajo es de tipo intelectual y super-secreto.
Y a una de esas islas paradisiacas (denominadas sharashkm en el argot de los presos) fui a parar en mitad de mi condena. A ellas debo el haber salido con vida, pues en el campo no habría sobrevivido el plazo que me restaba. A ellas debo el poder escribir este ensayo de investigación literaria, aunque no tengo previsto en él un espacio para ellas (ya escribí una novela sobre este tema). Fue yendo de isla en isla, de la segunda a la tercera y luego a la cuarta, cuando tuve ocasión de ser trasladado con escolta especial: éramos dos guardias y yo.
Si es cierto que a veces las almas de los muertos flotan entre nosotros, que nos ven y pueden leer sin dificultad nuestros insignificantes anhelos, mientras nosotros no podemos verlas ni sospechamos su presencia incorpórea, lo mismo ocurre con los transportes bajo escolta especial.
Te sumerges en el mundo de los libres en lo más profundo, te codeas con la gente en el vestíbulo de la estación. Examinas con mirada ausente los anuncios, completamente seguro de que ya no te atañen. Te sientas en un banco de estación de los de antes y escuchas conversaciones extrañas e intrascendentes: que cierto marido le pega a su mujer, o que la ha abandonado; que, no se sabe por qué, la suegra no se aviene con la nuera; que los vecinos del apartamento comunal dejan encendida la luz del pasillo y no se restriegan los zapatos en el felpudo; que alguien le está haciendo la vida imposible a otro de su trabajo; que a uno le ofrecen un buen puesto en otra ciudad pero no acaba de decidirse: ¡como si fuera tan fácil mudarse! Y mientras escuchas todo esto, unos escalofríos de rechazo te recorren la espalda y la cabeza: ¡Hasta tal punto percibes ya con toda claridad la auténtica medida de las cosas en el Universo, la medida de todas las debilidades y de todas las pasiones! Y a esos pecadores les está vedada esta percepción. Sólo tú, incorpóreo, estás auténticamente vivo, estás verdaderamente vivo, y esos otros creen estar vivos, pero se equivocan.
¡Y entre vosotros hay un abismo infranqueable! No es posible gritarles, ni llorar por ellos, ni sacudirlos por el hombro, pues tú eres un espíritu, un espectro, y ellos, cuerpo material.
¿Cómo iluminarlos? ¿Con una inspiración? ¿Con una aparición? ¿Con un sueño?: ¡Hermanos! ¡Hombres! ¿Para qué se os ha dado la vida? En el silencio de la medianoche las celdas de los condenados se abren de par en par y se arrastra hasta el patíbulo a personas con una gran alma. En este preciso momento, en esta hora, por todos los ferrocarriles del país hay hombres que pasan su lengua amarga por los labios, resecos de haber comido arenques, hombres que sueñan con la felicidad de poder estirar las piernas, con el alivio de que les dejen hacer sus necesidades. Cuando el verano llega a Kolymá, la tierra se deshiela hasta un metro escaso de profundidad y sólo entonces entierran los huesos de los que murieron en invierno. Pero vosotros gozáis del derecho a determinar vuestro destino, tenéis sobre vuestras cabezas el cielo azul y el sol ardiente, os está permitido ir a beber agua, estirar las piernas, ir sin escolta a donde se os antoje. ¿Qué importa la luz del pasillo? ¿Qué pinta aquí la suegra? ¿Queréis que os revele ahora mismo la esencia de la vida y sus secretos? No persigáis fantasmas, ni posesiones, ni honores: sólo se consiguen tras años, decenios de nervios y se confiscan en una sola noche. Vivid con serena superioridad sobre la vida, no os asuste la desdicha, ni languidezcáis tras haber conocido la felicidad, pues ambas no importan: jamás lo amargo es para siempre, ni lo dulce colma nunca la medida. Consideraos afortunados si no pasáis frío, si el hambre y la sed no desgarran vuestras entrañas. Si no se ha partido vuestra espalda, si caminan ambas piernas, si ambos brazos siguen articulándose, si ven ambos ojos y oyen vuestras orejas, ¿a quién podéis envidiar? ¿De qué os serviría? Envidiar al prójimo corroe ante todo a uno mismo. Frotaos los ojos, limpiad vuestro corazón y valorad por encima de todo a quienes os aman y desean vuestro bien. No los ofendáis, no los injuriéis, no os separéis de ellos sin antes haber hecho las paces: porque, quién sabe, ése puede ser vuestro último acto antes de que os arresten, ¡y el último recuerdo que quede en su memoria!
Pero mis guardianes acarician en sus bolsillos las negras cachas de sus pistolas. Estamos sentados los tres juntos, como muchachos abstemios, como sosegados amigos.
Me froto la frente, cierro los ojos y cuando los abro de nuevo veo el mismo sueño: una masa de gente a la que nadie vigila. Recuerdo claramente que la última noche la he pasado en una celda y que mañana estaré de nuevo en otra. En esto aparecen unos revisores con sus pinzas de picar: «¡El billete!». «¡Lo tiene mi compañero!»
«Uf», resopla el joven. La luz es escasa, pero alcanzo a ver que tiene el rostro enrojecido, que ha tenido que luchar a brazo partido para subir al tren. Saca una cantimplora: «¿Un trago de cerveza, camarada?». Sé que a esas alturas en el compartimiento contiguo mi escolta estará sobre ascuas: ¡No debo tomar alcohol, está prohibido! Pero debo comportarme con naturalidad. Y le respondo con indiferencia: «Bueno, quizá sí, échame un poco». (¿Cerveza? ¡Cerveza! ¡Tres años sin probar un trago! Mañana podré jactarme en la celda: ¡He bebido cerveza!) El joven me sirve un poco y yo me la bebo temblando. Entretanto, ya ha oscurecido. El vagón carece de electricidad, es el desarreglo de la posguerra. Un solo cabo de vela arde en el viejo farol que hay en el tabique de entrada y alumbra cuatro compartimientos a la vez: los dos que quedan delante y los dos de detrás. El joven y yo conversamos amistosamente, aunque apenas podemos vernos las caras. Por más que mi guardián se contorsione, no alcanza a oír nada debido al golpeteo del vagón. Llevo escondida en el bolsillo una postal para casa. Voy a explicarle al bueno de mi interlocutor de dónde he salido yo y le pediré que la eche en un buzón. A juzgar por la maleta él habrá estado en los campos. Pero se me adelanta: «Tú no sabes lo que me ha costado conseguir este permiso. Llevo dos años sin vacaciones, menudo trabajo de perros!». «¿Dónde es eso?» «Ah claro, si es que no te lo he dicho. Soy un asmodeo, un ribetes azules, ¿es que nunca has visto ninguno?» Uf, qué mala pata, ¿cómo no habré caído antes?: Perebóry es el centro del Volgo-lag, la maleta la habrá conseguido por extorsión, ¡se la habrán fabricado los zeks de balde! ¡Cómo se ha infiltrado todo ese mundo en nuestra existencia: dos asmodeos* para dos compartimientos aún son pocos, tiene que haber un tercero! ¿Quién sabe si habrá un cuarto disimulado en alguna parte? ¿0 puede que uno en cada compartimiento? ¿Hay más presos quizá viajando con escolta especial?
Mi joven sigue gimoteando, maldiciendo su suerte. Entonces le replico enigmáticamente: ¿Y tú qué te has creído, que lo pasan mejor aquellos a quienes vigilas, los que han cobrado diez años sin culpa alguna? Y sólo oír esto, pone punto en boca y enmudece hasta la mañana siguiente. Aunque hayamos estado en la penumbra, ha podido ver de forma vaga mi atuendo casi militar, mi guerrera, mi capote. Seguramente hasta ahora había pensado que yo era un simple soldado. Pero ahora, vete tú a saber: ¿Y si soy un agente de la seguridad? ¿O uno de esos que van por ahí cazando fugitivos? ¿Qué estaré haciendo en este vagón? Y él que ha estado echando pestes de su campo…
La vela del farol ya casi se ha derretido pero continúa alumbrando. En la tercera repisa, la de equipajes, yace un joven que cuenta con voz agradable historias de la guerra, la de verdad, la que no sale en los libros. Estuvo de zapador y cuenta casos auténticos, fieles a la verdad. ¡Qué agradable oír que la verdad, pese a todo, llega sin barreras a oídos de alguien!
También yo habría podido contar muchas cosas… ¡Incluso me gustaría! No, quizá ya no quiera. Mis cuatro años de guerra se han esfumado sin dejar rastro. Ya no tengo la impresión de que aquello ocurriera en realidad y no me agrada rememorarlo. Dos años aquí, en el Archipiélago, han eclipsado para mí todos los caminos del frente, lo han eclipsado todo. Un clavo saca otro clavo.
Y ahora, tras haber pasado sólo algunas horas entre los libres, siento que mis labios están mudos, que nada tengo que hacer entre ellos, que me siento cohibido. ¡Siento ansias de poder conversar libremente! ¡Añoro mi patria! ¡Quiero volver a casa, al Archipiélago!
Por la mañana olvido la postal en la repisa de equipajes: a fin de cuentas, la responsable del vagón tendrá que limpiar y la echará a un buzón, si es un ser humano…
Salimos a la plaza de la estación de Yaroslavl. Una vez más me han caído en suerte unos guardianes novatos que no conocen Moscú. Tomaremos el tranvía «B», decido yo por ellos. El centro de la plaza y la parada del tranvía son un bullicio de gente, es la hora de ir al trabajo. Uno de los guardias sube donde el conductor, por la puerta de salida, y le muestra el carnet del MVD. Durante todo el trayecto iremos de pie en la plataforma delantera, como si fuéramos diputados del Consejo Urbano de Moscú, sin necesidad de sacar billetes. Se rechaza a un anciano que intenta subir también por ahí: no eres un inválido, ¡monta por la puerta de detrás!
Llegamos a Novoslobódskaya y nos apeamos. Por primera vez tengo ocasión de ver la prisión de Butyrki desde fuera, aunque ya es mi cuarto ingreso allí y podría dibujar un plano de su interior sin dificultad alguna. ¡Ay, ese alto e imponente muro de dos manzanas de largo! A los moscovitas se les paraliza el corazón cuando ven aquellas fauces de acero, aquel portalón abriéndose. Pero yo dejo sin pena las aceras de Moscú y cuando entro en la torre abovedada del cuerpo de guardia, me siento como si hubiera vuelto a casa. Sonrío al llegar al primer patio, reconozco la familiar puerta tallada, la puerta principal y no me incomoda saber que van a ponerme -ya me han puesto- de cara a la pared para preguntarme: «¿Apellido? ¿Nombre y patronímico? ¿Año de nacimiento?».
Sé que dentro de algunas horas emprenderán los inevitables procedimientos que tienen que ver con mi cuerpo: el box, el cacheo, la entrega de recibos, rellenar la ficha de entrada, la desinfección y el baño; que seré.introducido en una celda con dos cúpulas separadas por un arco (aquí todas las celdas son así), con dos amplios ventanales y una larga mesa-armario; pero sé también que encontraré a personas a las que aún no conozco, aunque sin duda serán sagaces, interesantes y amigables, y que empezarán a contarme cosas, y yo a ellos, y que al anochecer no querremos dormirnos enseguida.
En las escudillas habrán grabado un «BuTiur» (para que no se las lleven en los traslados). El balneario Butiur, así lo llamábamos en broma la última vez. Un balneario poco conocido entre los obesos jerarcas que desean adelgazar. Porque ellos van con sus panzas a Kislovodsk, donde caminan por senderos rotulados, hacen flexiones, se pasan un mes entero sudando para perder dos o tres kilos. En cambio, en el balneario de Butiur, a la vuelta de la esquina, cualquiera de ellos enflaquecería unos diez kilos en una semana sin necesidad de ninguna gimnasia.
Es cosa probada. Nunca falla.
Me gusta el momento en que meten a uno nuevo en la celda (siempre que no sea un primerizo -pues entran desmoralizados, abatidos-, sino un zek veterano). También a mí me gusta entrar en una nueva celda (aunque, Dios misericordioso, haz que no tenga que entrar más en ninguna otra); una sonrisa desenfadada, un amplio gesto: «¡Salud compañeros!». Mi pequeño saco arrojado sobre el catre. «¿Qué hay de nuevo por Butyrki desde el año pasado?»
Empezamos a entablar relaciones. Hay cierto joven, Su-vórov, condenado por el Artículo 58. A primera vista, nada de particular, pero siempre hay que buscar, siempre hay que inquirir: había en su celda de la prisión de tránsito de Kras-noyarsk cierto Majotkin…
–Permítame, ¿no será el aviador polar?
–Sí, sí, ahora lleva su nombre…
–…una isla del golfo de Taimyr. Y en cambio él está encerrado por el Artículo 58. ¿Y sabe si al final lo enviaron a Dudinka?
–Pues sí. ¿Cómo lo sabe?
Magnífico, otro eslabón en la biografía de Majotkin, un hombre que me es totalmente desconocido. Jamás me he encontrado con él, y es posible que nunca tenga ocasión, pero mi activa memoria guarda todo lo que he oído de él: a Majotkin le habían echado un cuarto de siglo, pero ya no era posible ponerle otro nombre a la isla, pues figuraba en los mapas de todo el mundo (como no es una isla del Gulag…). Lo llevaron a la sharashka aeronáutica de Bolshevo, y allí languidecía, era un aviador entre ingenieros, no le permitían volar. Entonces, la sharashka fue dividida en dos. Majotkin fue a parar a la mitad que se trasladó a Taganrog, y al parecer se perdió toda pista sobre él. En la otra mitad, la de Rybinsk, me contaron que el joven se había ofrecido para hacer vuelos al extremo norte. Y ahora me entero de que se lo permitieron. No es que a mí me trajera cuenta todo esto, pero procuraba recordarlo de todos modos. Dentro de diez días me encontraré con un tal R. en el mismo box de baños (son unos boxes encantadores con un grifo y un cubo que hay en Butyrki para no colapsar la gran sala de baño). A este R. tampoco lo conozco, pero resulta que ha estado medio año internado en la enfermería de Butyrki y que ahora lo envían a la sharashka de Rybinsk. Dentro de tres días, incluso en Rybinsk, en esta caja cerrada donde los zeks tienen cortada toda relación con el mundo exterior, se sabrá que Majotkin está en Dudinka y adonde me han llevado a mí. Así es el telégrafo de los presos: dotes de observación, memoria y encuentros casuales.
O esa otra vez, aquel hombre simpático de las gafas de concha. Se pasea por la celda canturreando con agradable voz de barítono algo de Schubert:
De nuevo me oprime mi juventud, Largo es el camino hasta la tumba…
–Tsarapkin, Serguei Románovich.
–Permítame, yo a usted le conozco muy bien. Es usted biólogo, ¿a que sí? De los que se negaron a volver. ¿Verdad que se quedó en Berlín?
–¿Y cómo lo sabe?
–¡Qué quiere usted, el mundo es un pañuelo! En el cuarenta y seis estuve yo con Nikolái Vladímirovich Timoféyev-Ressovski…
…¡Ah, aquello sí que era una celda! Quizá la más radiante en toda mi vida de presidiario. Estábamos en julio. Me habían trasladado del campo hasta Butyrki en cumplimiento de una enigmática «disposición del ministro del Interior». Había llegado a Butyrki después del almuerzo, pero la prisión estaba tan sobrecargada que los trámites de ingreso duraron once horas, y hasta las tres de la madrugada, agotado de tanta permanencia en los boxes, no me metieron en la celda, la n° 75, Bajo las dos cúpulas, iluminados por dos potentes bombillas, los ocupantes de la celda dormían hacinados, revolviéndose inquietos bajo el calor sofocante: el aire tórrido de julio no podía penetrar por las ventanas, tapadas con bozales. Zumbaban moscas insomnes y se posaban sobre los durmientes, que manoteaban convulsivamente. Alguno se había puesto el pañuelo en los ojos para protegerse de aquella luz lacerante. El zambullo despedía un hedor insufrible, el calor aceleraba la descomposición. La celda, prevista para veinticinco hombres, [estaba abarrotada, aunque por debajo de los límites: éramos [unos ochenta. Yacían apretujados sobre las literas a derecha e [izquierda y también en las tarimas adicionales que habían [puesto a través del pasillo; por todas partes salían piernas de Idebajo de los catres. Habían apartado la mesa-armario, tradicional en Butyrki, y la habían arrimado al zambullo. Justo en [aquel espacio quedaba aún un pedacito de suelo y ahí me tendí. Los que se levantaban para ir hasta el barril estuvieron [pasando sobre mí hasta la mañana.
A la orden de «¡en pie!», gritada por la rendija por donde meten la comida, toda la celda se puso en movimiento: empezaron a retirar las tarimas del pasillo y desplazaron la mesa [hacia la ventana. Vinieron a entrevistarme para ver si venía de un campo o acababan de condenarme. Y así supe que en aquella celda confluían dos torrentes: la corriente habitual de los recién condenados, a quienes esperaba el campo penitenciario, y una contracorriente de presidiarios salidos del campo, compuesta exclusivamente por especialistas técnicos: físicos, químicos, matemáticos, ingenieros-proyectistas, cuyo destino se desconocía, aunque sí estaban seguros de que iban a ser institutos de investigación científica en los que no faltaba de nada. (Eso me tranquilizó: el ministro no me iba a endosar un suplemento de condena.) Se me acercó un hombre en lo mejor de la edad, ancho de hombros (pero muy enflaquecido), con una nariz ligeramente curvada hacia abajo, como la de un halcón.
–Profesor Timofeyev-Ressovski, presidente de la sociedad científico-técnica de la celda n° 75. Nuestra sociedad se reúne a diario, después del rancho de la mañana, junto a la ventana izquierda. ¿Sería usted tan amable de darnos a conocer alguna comunicación científica? ¿Sobre qué versaría exactamente?
Ahí estaba yo, ante él, pillado de improviso, con mi largo capote raído y con mi gorro de abrigo (los detenidos en invierno no tienen más remedio que llevar la ropa de abrigo incluso en verano). Desde buena mañana mantenía los dedos recogidos, pues aún estaban cubiertos de rasguños. ¿Qué comunicación científica iba a exponer yo? Entonces recordé que, recientemente, en el campo, había tenido durante dos noches un libro traído de fuera: el informe oficial del Departamento de Defensa de los EE.UU. sobre la primera bomba atómica. El libro se había publicado aquella primavera. ¿Lo habría visto alguien de la celda? La conjetura era ociosa: pues claro que no. Era una broma del destino, iba a tener que meterme en esa misma física atómica que yo había indicado en las fichas censales del Gulag.
Después del rancho se congregaron junto a la ventana izquierda unos diez miembros de la sociedad científico-técnica. Expuse mi comunicación y fui admitido en la sociedad. Había olvidado algunos detalles, y otros simplemente no los había comprendido, pero Nikolái Vladímirovich palió en más de una ocasión las lagunas de mi informe, a pesar de que llevaba un año en la cárcel y nada podía haber oído de la bomba atómica. Un paquete de cigarrillos vacío fue mi encerado; en la mano sostenía un pedacito de mina de lápiz, entrada de matute. Nikolái Vladímirovich los tomaba una y otra vez, dibujaba esquemas y me interrumpía con tanta seguridad como si fuera uno de los físicos del equipo de Los Alamos.
A decir verdad, él había trabajado con uno de los primeros ciclotrones europeos, aunque lo que hacían era irradiar moscas drosofilas. Era uno de los mayores genetistas de esos tiempos. Estaba ya en la cárcel cuando Zhebrak, que no tenía conocimiento de ello (o quizá sí), tuvo la temeridad de escribir en una revista canadiense: «La biología rusa no es responsable de Lysenko, la biología rusa es Timoféyev-Ressovski» (cuando en 1948 la emprendieron contra los biólogos, Zhebrak tuvo que pagar por esto). Por su parte, en su ensayo ¿Qué es la vida?, Schródinger encontró espacio para citar dos veces a Timoféyev-Ressovski, que ya llevaba mucho tiempo encarcelado.
Y ahora estaba ante nosotros resplandeciendo con sus conocimientos en todas las ciencias imaginables. Poseía una universalidad que los científicos de generaciones posteriores ni siquiera consideran deseable (o quizá sea que ya no hay posibilidad de abarcar tanto). Sea como fuere, ahora estaba tan abatido por el hambre que conlleva la instrucción sumarial que esos ejercicios no le resultaban fáciles. Por línea materna procedía de una familia de nobles venidos a menos originarios de Kaluga, del río Ressa, y por la parte del padre pertenecía a una rama de los descendientes de Stepán Razin. En él se dejaba ver ostensiblemente ese vigor del cosaco: su enorme osamenta, su aplomo, su firme defensa ante el juez, pero también su vulnerabilidad ante el hambre, más fuerte en él que en nosotros.
Su historia era la siguiente: en 1922, el científico alemán Vogt, que había fundado en Moscú el Instituto del Cerebro, solicitó que se le enviaran dos estudiantes capacitados que hubieran terminado la carrera para que le asistieran con carácter permanente. De este modo, Timoféyev-Ressovski y su amigo Tsarapkin fueron enviados en viaje de estudios por tiempo ilimitado. A pesar de que allí no se les daba instrucción ideológica, hicieron grandes progresos en el terreno científico, y cuando en 1937 (¡!) les ordenaron volver a la patria, les resultó imposible acatar la orden, por la mera inercia de su trabajo: no podían abandonar ni la lógica continuación de sus investigaciones, ni sus aparatos, ni sus alumnos. Tal vez también les impidiera el regreso pensar que, una vez en su patria, deberían cubrir públicamente de mierda todo su trabajo de quince años en Alemania. Sólo así habrían tenido derecho a la existencia (eso con suerte). Y de este modo se convirtieron en prófugos a pesar de que nunca habían dejado de ser unos patriotas.
En 1945 las tropas soviéticas entraron en Buch (un barrio periférico al nordeste de Berlín). Timoféyev-Ressovski los acogió con alegría y les entregó su instituto intacto. Todo estaba sucediendo de la mejor manera posible, ¡ahora ya no tendría que separarse de su Instituto! Llegaron unos representantes del gobierno, se dieron una vuelta por las instalaciones y dijeron: «Hum, embálelo todo en cajas y nos lo llevaremos a Moscú». «Esto es imposible», saltó Timoféyev, retrocediendo sorprendido. «¡Se echará todo a perder! ¡Han hecho falta años para reunir estas instalaciones!» «Hum-m-m…», se asombraron los jefes. Y no tardaron en detener a Timoféyev y a Tsarapkin y llevarlos a Moscú. En su ingenuidad, creían que sin ellos el Instituto dejaría de funcionar. ¡Pues que no funcione, siempre que triunfe la línea general del partido! En la Gran Lubianka no les costó grandes esfuerzos demostrar a los detenidos que eran traidores a la patria, les echaron diez años, y ahora el presidente de la sociedad científico-técnica de la celda n° 75 se reconfortaba pensando que no había cometido ningún error.
En las celdas de Butyrki, las patas arqueadas que sostienen los catres son muy cortas: ni siquiera a la administración de la cárcel le había pasado por la cabeza que algún día también ahí debajo dormirían presos. Por ello, primero hay que tenderle el capote al que va a ser tu vecino para que te lo extienda ahí abajo, luego hay que tenderse en el pasillo contra el suelo y arrastrarte hasta debajo del catre. El pasillo es un lugar de paso y bajo los catres se barre a lo sumo una vez al mes, las manos sólo te las puedes lavar cuando te llevan de noche al retrete, y encima sin jabón. No puede decirse que uno se sienta tan inmaculado como el Santo Cáliz. ¡Y sin embargo, yo era feliz! Debajo de los catres, en el suelo asfaltado, arrastrándome como un perro, con polvo y migas de los catres cayendo sobre mis ojos, yo era feliz, absolutamente feliz, sin restricción alguna. Con razón dijo Epicuro: la falta de variedad puede darnos satisfacción después de una variedad de insatisfacciones. Atrás quedaba el campo, que ya creía que nunca se acabaría, atrás quedaban las jornadas de diez horas, el frío, la lluvia y la espalda dolorida, ¡ah, qué felicidad pasarse días enteros tumbado! Dormir, y que te den cada día, pase lo que pase, seiscientos cincuenta gramos de pan y dos comidas calientes, pienso para el ganado, carne de delfín. En una palabra: el balneario BuTiur.
¡Dormir! Es algo muy importante. ¡Dormir, con la barriga por colchón y la espalda por toda manta! Durante el sueño no gastas energías ni atormentas tu corazón, ¡y la condena va pasando, consumiéndose! Cuando nuestra vida crepita y chispea como una antorcha, maldecimos la necesidad de dormir ocho horas sin sacarles partido. Pero cuando lo hemos perdido todo, cuando no queda esperanza, ¡benditas sean catorce horas de sueño!
Dos meses me tuvieron en aquella celda, pude dormir por todo el año pasado y por todo el año siguiente, y en todo ese tiempo fui avanzando bajo los catres hasta llegar a la ventana, y de nuevo volví a dormir al lado del zambullo, pero esta vez ya en un catre, y siguiendo sobre los catres llegué hasta los de arriba, hasta el arco medianero del techo. Ahora ya dormía poco, sorbía el elixir de la vida y gozaba. Por la mañana, sesión de la sociedad científico-técnica, después ajedrez, libros (libros juiciosos, tres o cuatro para ochenta personas, siempre había cola), y veinte minutos de paseo: ¡un acorde en tono mayor! Nunca renunciábamos al paseo aunque estuviera lloviendo a cántaros. Pero lo más importante era que me encontraba entre gente, ¡gente, gente! Nikolái Andréyevich Semiónov, uno de los creadores de la central eléctrica del Dniéper. Y Fiódor Fió-dorovich Kárpov, de quien se hizo amigo ya en cautiverio. El sarcástico e ingenioso Víktor Kagan, físico. El compositor y estudiante del conservatorio, Volodia Klempner. Un leñador y cazador de los bosques de Viatka, insondable como un lago forestal. Un militante del NTS venido de Europa, Evgueni Ivánovich Divnich, que era al mismo tiempo un predicador ortodoxo, aunque no se limitaba al marco de la teología sino que atacaba el marxismo y nos anunciaba que en Europa ya hacía tiempo que nadie se tomaba en serio esta doctrina. Y yo salía en defensa del marxismo, pues a la sazón era marxista. ¡Sólo un año antes, con qué aplomo le habría bombardeado con citas, con cuánto desprecio me habría burlado de él! Pero en aquel primer año de prisión se habían depositado en mí tantos sedimentos… -¿cuándo sucedió? No pude darme cuenta-, eran acontecimientos, perspectivas e interpretaciones nuevas, que ya no me permitían replicar: ¡todo eso no existe! ¡Son invenciones burguesas! Ahora estaba obligado a reconocer: sí, existen. Y con ello se debilitaba el hilo de mis argumentos, y vencerme era casi un juego.
En aquella celda fue donde me decidí a componer también yo versos sobre la prisión. Empecé por recitar versos de Ese-nin, poeta casi prohibido antes de la guerra. El joven Bubnov, uno de los prisioneros de guerra que al parecer no había podido terminar sus estudios, miraba con fervor a los que recitaban y se le iluminaba el rostro. No era ningún especialista técnico, no venía de un campo, sino que se dirigía a él por primera vez: lo más probable es que ahí le aguardara la muerte, pues en los campos no hay sitio para personas con tanta pureza y rectitud de carácter. Para él y para tantos otros aquellas veladas en la celda n° 75 significaban -en su pausado descenso hacia la muerte- una súbita revelación de un mundo maravilloso que existe y existirá, un mundo que el cruel destino les impedía disfrutar, aunque fuera un solo año, uno solo de sus años jóvenes.
Se abrió la tapa de la rendija para la comida y rugió el hocico del carcelero: «¡Toque de silencio!». No, ni siquiera antes de la guerra, cuando estudiaba en dos institutos a la vez, cuando además ganaba algún dinero dando clases y hacía mis pinitos de escritor, creo que ni siquiera entonces viví unos días tan plenos, tan desgarradores y tan densos como los de aquel verano en la celda n° 75…
–¿Cómo, también usted lo conoce? Iba con nosotros en un traslado a Karagandá…
–…me dijo que usted estaba de auxiliar en un laboratorio de análisis clínicos y que a Nikolái Vladímirovich lo mandaban constantemente a los trabajos comunes…