Inmediatamente después de la Revolución de Octubre, según se desprendía de sus consignas y como ya era práctica en el Ejército desde la Revolución de Febrero, se daba por sentado que en los regimientos y las divisiones del nuevo Ejército Rojo seguirían funcionando unos tribunales electos. Pero no hubo tiempo para deleitarse con una institución tan democrática, porque bien pronto los suprimieron. Además, por todas partes ya habían surgido de forma espontánea los consejos de guerra y las troikas, toda vez que en el frente también funcionaban (fusilaban) los órganos de la Vecheká,* que iban completamente por su cuenta, lo mismo que los órganos del contraespionaje, precursores de las Secciones Especiales. En estos meses de vesania en la república, cuando el camarada Trotski decía en el VTsIK: «Nosotros, los hijos de la clase trabajadora, hemos hecho un pacto con la muerte, y por tanto con la victoria», era preciso obligar a todos y a cada uno a que se atuvieran a la disciplina y cumplieran con su deber.
«Los Tribunales Militares Revolucionarios son en primer término órganos para aniquilar, aislar, neutralizar y aterrorizar a los enemigos de la patria Obrera y Campesina, y sólo en segundo término tribunales que establezcan el grado de culpabilidad de un sujeto» (pág. 5). «Los Tribunales Militares Revolucionarios son órganos con mayor carácter de excepción que los tribunales revolucionarios, insertos en nuestro armónico sistema general de tribunales populares unificados» (pág. 6).
¿Cómo podían ser «órganos con mayor carácter de excepción»? Es algo que te deja sin aliento, y al principio casi no puedes ni creerlo: ¿qué puede tener mayor carácter de excepción que un tribunal revolucionario? Nos lo aclara un veterano de la institución, a quien se deben muchas sentencias de aquella época:
«Junto a los órganos judiciales deben existir órganos, por así decirlo, de represión judicial» (pág. 8).
¿Lo entiende ahora el lector? Por una parte está la Che-ká, que representa la represión extrajudicial. Por otra parte, el tribunal revolucionario, con un funcionamiento muy rudimentario, muy poco clemente, eso sí, pero que de todos modos, no deja de ser algo así como un tribunal. ¿Y entre ellos? ¿Lo adivinan? A medio camino entre los dos faltaba precisamente un órgano de represión judicial, ¡y eso era ni más ni menos el Tribunal Militar Revolucionario!
«Desde el primer día de su existencia, los Tribunales Militares Revolucionarios fueron los órganos combativos del régimen revolucionario… Adoptaron de inmediato un tono y una orientación inflexibles, que excluían toda vacilación… Tuvimos que aprovechar hábilmente la experiencia acumulada por los tribunales revolucionarios y proceder a su ulterior desarrollo» (pág. 13). Estas frases fueron escritas antes de que aparecieran las primeras normativas, que no se dictaron hasta enero de 1919. Otro rasgo adquirido a partir de experiencias anteriores, esta vez para mantener un vínculo más estrecho con la Cheká, fue que uno de los miembros del tribunal revolucionario fuera designado por la Sección Especial del Frente. Cierto que los frentes se mantenían abiertos durante un tiempo limitado, pero, cuando se extinguía uno de ellos, los Tribunales Militares Revolucionarios, lejos de desaparecer con él, permanecían en aquellas mismas regiones y distritos nacionales «para mantener la lucha y la represión inmediata en caso de insurrección» (pág. 19).
Los Tribunales Militares Revolucionarios juzgaban casos de «deserción laboral», la cual era «en las circunstancias actuales, un acto tan contrarrevolucionario como la insurrección armada contra obreros y campesinos» (pág. 21). ¿Acaso había alguien tan numeroso como para alzarse contra obreros y campesinos a la vez? E incluso juzgaban casos de «trato grosero a los subordinados, negligencia de los deberes relativos al cargo, incuria en el trabajo, desconocimiento de sus competencias…» etcétera, etcétera (pág. 23). Los Tribunales Militares Revolucionarios no se limitaban a juzgar únicamente al personal militar, ni mucho menos: también pasaban por ellos todos los paisanos que vivieran en la zona del frente. Eran el instrumento mediante el cual el pueblo trabajador ejercía la lucha de clases… Para que no hubiera conflictos con los Tribunales Militares Revolucionarios que actuaban en las proximidades, se estableció el siguiente reparto de competencias: entendía del caso el tribunal que lo hubiera incoado, sin que procedieran revisiones ni recursos de apelación. Las sentencias estaban en función de la situación bélica: después de vencer a los blancos en el sur, en la primavera de 1920 se envió una normativa a los Tribunales Militares Revolucionarios para que redujeran los fusilamientos, y, efectivamente, en la primera mitad del año sólo hubo 1426 (¡sin contar los de los Tribunales Revolucionarios! ¡Ni los de los Tribunales de Ferrocarriles! ¡Ni los de los tribunales de la VOJR! ¡Ni la Cheká! ¡Ni las Secciones Especiales! Recordemos las 950 condenas a muerte con las que Stolypin detuvo la anarquía de asesinatos en toda Rusia. Recordemos también los 894 condenados a muerte en Rusia en ochenta años). Pero en 1920 empezaría la guerra contra Polonia, y sólo en lo que va de julio a agosto, los Tribunales Militares Revolucionarios (de nuevo ellos solos, sin contar el resto de tribunales) dictaron 1976 fusilamientos (pág. 43; no se dan cifras de los meses siguientes).
Los Tribunales Militares Revolucionarios tenían derecho a ejercer la represión directa e inmediata contra desertores y todo aquel que hiciera propaganda contra la guerra civil (es decir, los pacifistas, pág. 37). En caso de homicidio, tenían que distinguir entre asesinato penal (que era delito común y no comportaba fusilamiento) y asesinato político (que sí llevaba al paredón, pág. 38); en caso de robo, si éste se había cometido contra un particular («los tribunales deberán mostrarse comprensivos y clementes», pues las riquezas burguesas empujan a la gente al robo) o si el robo había sido de bienes del pueblo («todo el peso del castigo revolucionario»). «No es posible codificar las penas y sería una insensatez», pero «no se puede prescindir de normativas e instrucciones» (pág. 39). «Muy a menudo los Tribunales Militares Revolucionarios deben actuar en unas circunstancias en las que es difícil determinar si el Tribunal actúa como tal o como un destacamento de combate. A menudo […] el trabajo del Tribunal transcurre paralelamente en la sala de sesiones y en la calle.» El fusilamiento «no puede considerarse un castigo; no es más que la aniquilación física de un enemigo de la clase obrera», y «puede ser aplicado con objeto de intimidar (terror) a este tipo de criminales» (pág. 40). «El castigo no es una venganza por la "culpa", ni tampoco su expiación…» El Tribunal «establece la verdadera personalidad del criminal, ya que […] es posible dilucidarla basándose en su modo de vida y en su pasado» (pág. 44).
En los Tribunales Militares Revolucionarios «el derecho de apelación establecido por la burguesía pierde todo sentido. […] Bajo el régimen soviético, a nadie le hace falta tanto papeleo» (pág. 46). «Sería totalmente inadmisible establecer la práctica de la apelación», «no se reconoce el derecho a presentar recursos de casación» (pág. 49). «La sentencia debe ejecutarse casi inmediatamente, de modo que su efecto represivo sea lo más fuerte posible» (pág. 50), «es indispensable privar a los criminales de toda esperanza de revisar o retirar la sentencia del Tribunal Militar Revolucionario» (pág. 50). «El Tribunal Militar Revolucionario es instrumento fiel e indispensable de la Dictadura del Proletariado y debe conducir a la clase obrera, por encima de una devastación inaudita, por encima de océanos de sangre y de lágrimas […], al mundo del trabajo libre, de la felicidad de los obreros y de la belleza» (pág. 59).
¿Y cuántas personas arrastró el azar a ese engranaje? Me refiero a personas sin arte ni parte, a esas que inevitablemente componen la mitad de la esencia de toda revolución sangrienta?
Veamos ahora, contado hoy día por el propio protagonista, el caso del tolstoyano I. E-v, en 1919. Por mucho que estemos ya en 1968, me sigue siendo imposible hacer público su apellido.
El juicio es público. Hay un centenar de personas en la sala. El abogado defensor es un amable viejecito. El docto acusador Nikolski (la palabra «fiscal» estuvo prohibida hasta 1922) es también un letrado veterano. Uno de los vocales intenta que el acusado precise sus convicciones («¿Cómo es posible que usted, un representante del pueblo trabajador, pueda compartir las ideas del conde Tolstói, un aristócrata?»). El presidente del tribunal le corta la palabra y le prohibe que siga. Discuten.
VOCAL: Así que usted no quiere matar personas y procura convencer a los demás para que actúen como usted. Pero la guerra la han comenzado los blancos. Tenemos que defendernos y usted nos está poniendo obstáculos. ¡Le enviaremos a Kolchak, allí es donde debe usted predicar contra la violencia!
E-V: Estoy dispuesto a ir adonde ustedes me envíen.
ACUSADOR: Este tribunal no debe ocuparse de delitos comunes en general, sino sólo de actividades contrarrevolucionarias. En vista de las circunstancias que concurren en el delito, exijo que el caso sea visto por el tribunal popular.
PRESIDENTE: ¡Ja! ¡Conque delitos comunes! ¡Fíjate qué escrupuloso! jAquí no nos guiamos por las leyes, sino por nuestra conciencia revolucionaria!
ACUSADOR: Insisto en que conste en acta mi petición.
DEFENSOR: Me adhiero a la petición del acusador. Esta causa ha de ser vista por un tribunal ordinario.
presidente: ¡Viejo chiflado! ¿De qué cementerio lo habéis sacado?
DEFENSOR: En cuarenta años de ejercicio profesional jamás había oído un agravio semejante. Ruego que conste en acta.
presidente (a carcajadas): ¡Eso, que conste! ¡Que conste!
Risas en la sala. El tribunal se retira a deliberar. Se oyen gritos de desacuerdo procedentes de la sala de deliberaciones. Regresan con la sentencia: fusilamiento.
En la sala se oye un rumor de indignación.
ACUSADOR: ¡Protesto contra la sentencia e interpondré recurso ante el Comisariado de Justicia!
defensor: ¡Me adhiero a las palabras del acusador! presidente: ¡Despejen la sala!
Los guardias que condujeron a E-v a la cárcel le dijeron: «¡Ojalá todos fueran como tú, hermano! ¡No habría ninguna guerra, ni blancos ni rojos!». Cuando volvieron al cuartel, convocaron una asamblea de soldados del Ejército Rojo. La asamblea condenó la sentencia y envió una protesta a Moscú. E-v pasó treinta y siete días en prisión esperando cada día la muerte y viendo los fusilamientos con sus propios ojos. Y llegó la noticia: pena conmutada a quince años de riguroso aislamiento.
Es un ejemplo edificante. La legalidad revolucionaria había obtenido un triunfo parcial, pero ¡cuántos esfuerzos exigió del presidente del tribunal! ¡Cuánto desorden, indisciplina y falta de conciencia política revela este caso! La acusación y la defensa están del mismo lado, la escolta metiéndose en lo que no le importa y enviando resoluciones. ¡Oh, qué difíciles comienzos los de la dictadura del proletariado y la nueva justicia! Naturalmente, no todas las sesiones eran tan caóticas, pero tampoco fue éste un caso aislado. ¡Cuántos años habrían de transcurrir aún hasta que apareciera, se orientara y afirmara una línea adecuada, para que la defensa actuara de consuno con el fiscal y el tribunal, y con ellos el acusado, y con todos ellos las resoluciones unánimes de las masas!
Para un historiador sería una gratificante tarea analizar todo este largo camino. ¿Pero cómo hemos de avanzar nosotros en medio de estos años nublados por un color de rosa? ¿A quién podemos preguntar? Los fusilados no nos contarán nada, los testigos dispersos tampoco. ¿Y los acusados, los abogados defensores, los guardianes o los espectadores? Incluso aunque siguieran con vida, no se nos permitiría que los buscáramos.
Es evidente que sólo podemos valernos de la acusación.
Por supuesto, habríamos preferido ver las copias taquigráficas de aquellos procesos, oír, venidas de ultratumba, las voces trágicas de aquellos primeros encausados y abogados defensores, cuando nadie podía prever en qué implacable sucesión se perderían todos los actores, incluidos los propios jueces.
Sin embargo, explica Krylenko, publicar las versiones taquigráficas «habría sido poco práctico, por una serie de consideraciones de orden técnico» (pág. 4). Lo práctico era publicar sólo los discursos acusatorios y las sentencias de los tribunales, que por aquel entonces ya coincidían plenamente con las peticiones fiscales.
Si hay que creerle, los archivos del Tribunal de Moscú y del Tribunal Revolucionario Supremo «distaban (en 1923) de estar en el orden debido […]. En muchas de las causas la versión taquigráfica […] estaba escrita de manera tan ilegible que habría sido preciso suprimir páginas enteras o reconstruirlas de memoria» (¡!), y «en una serie de procesos importantísimos» (entre ellos el alzamiento de los eseristas de izquierda, el caso del almirante Shchastni y el del embajador inglés Lockhart) «no hubo presencia de taquígrafos» (págs. 4 y 5).
Es curioso, porque la condena de los socialistas revolucionarios de izquierda no fue ninguna nadería; después de las revoluciones de Febrero y Octubre, fue el tercer nudo determinante de nuestra historia: el paso a un sistema estatal monopartidista. Y no fueron pocos los fusilamientos. Y sin embargo, no hubo taquígrafos.
Así pues, ¿cómo va a poder nadie contar de forma ordenada y veraz los procesos judiciales de aquellos años…?
Sin embargo, hemos podido aprender sus principios esenciales. Así, por ejemplo, el supremo acusador nos comunica que el VTsIK estaba facultado para intervenir en cualquier proceso judicial. «El VTsIK tiene derecho ilimitado a indultar o condenar a muerte, según su propio criterio» (pág. 13, la cursiva es mía. – A.S.). Por ejemplo, una sentencia de seis meses de cárcel podía convertirse en diez años (como comprenderá el lector, para esto no se reunía la plana mayor del VTsIK sino que bastaba con que corrigiera la sentencia en su despacho Sverdlov, pongamos por caso). En esto, explica Krylenko, «nuestro sistema se distingue y aventaja a la errónea teoría de la separación de poderes» (pág. 14), y a la teoría de la independencia del poder judicial. (Exactamente, coreaba Sverdlov: «Menos mal que en nuestro país los poderes legislativo y ejecutivo no están separados por un muro infranqueable, como ocurre en Occidente; así, todos los problemas pueden resolverse con rapidez». Especialmente por teléfono.)
Con mayor franqueza y precisión si cabe expone Krylenko, en sus discursos ante aquellos tribunales, el cometido general de la justicia soviética, en la que el tribunal es «a la vez creador de jurisprudencia (el espaciado es de Krylenko)… e instrumento político» (pág. 3, el espaciado es mío. – A.S.).
Creador de jurisprudencia porque durante cuatro años no existió código alguno: habían derogado la legislación zarista y aún no habían creado una propia. «Y que no me vengan con que nuestro Derecho penal debe atenerse de forma exclusiva a normas escritas existentes. Vivimos inmersos en un proceso de revolución…» (pág. 407). «Nuestros tribunales no serán una especie de tribunales de justicia, en ellos no van a cobrar vida las sutilezas y astucias jurídicas… Estamos creando un Derecho nuevo y unas normas éticas nuevas» (pág. 22, la cursiva es mía. – A.S.). «Por más que se hable de la ley secular del Derecho, de la justicia y demás monsergas, ya sabemos […] lo caro que nos ha costado todo eso» (pág. 505, la cursiva es mía. – A.S.).
(En realidad, si comparamos la duración de vuestras penas con las de antes, tal vez no os haya salido tan caro. ¿Os lo parece quizá porque la justicia secular tenía más miramientos con el condenado?)
Si las sutilezas jurídicas se han vuelto superfluas es porque ya no hay que esclarecer si el acusado es culpable o inocente: la noción de culpabilidad es una noción burguesa y caduca, hoy día abandonada ya (pág. 318).
Así pues, hemos oído de labios del camarada Krylenlco que el tribunal revolucionario no es una especie de tribunal de justicia. En otra ocasión le oiremos incluso decir que el tribunal revolucionario no es en realidad ningún tribunal de justicia: «El Tribunal es el instrumento mediante el cual la clase obrera dirige su lucha contra sus enemigos», debe regirse «por los intereses de la Revolución […] y perseguir los resultados que más convengan a las masas obreras y campesinas» (pág. 73):
Las personas no son personas sino «determinados portadores de determinadas ideas». «Sean cuales sean sus cualidades personales [del acusado], para someterlo a valoración no se debe aplicar sino un criterio: su utilidad desde una perspectiva de clase» (pág. 79).
Es decir, que podrás seguir existiendo sólo si tu vida le parece útil a la clase obrera. «Y si este criterio exige que la espada punitiva caiga sobre la cabeza de los acusados, pierde todo valor cualquier […] intento de persuasión a través de la palabra» (pág. 81); o sea: los argumentos de los abogados, etcétera. «Nuestro tribunal revolucionario no se guía por artículos del código, ni por el peso de las circunstancias atenuantes; nuestro Tribunal debe regirse por el criterio de utilidad» (pág. 524).
En aquellos años, a muchos les ocurrió que, después de haber vivido años y más años, de repente se enteraron de que su existencia no era útil.
Y es que debemos comprender una cosa: lo que pesa sobre el acusado no es lo que haya hecho, sino lo que podría hacer si no lo fusilan ahora. «No nos protegemos sólo del pasado, sino también del futuro» (pág. 82).
Las declaraciones del camarada Krylenko son claras y universales. Nos aproximan a todo un periodo judicial en todo su relieve. De pronto, los vapores de la primavera han abierto paso a una transparencia otoñal. ¿Ha llegado el momento quizá de detenernos? ¿Está quizá de más hojear proceso tras proceso? A fin de cuentas, no vamos a ver más que todos estos principios aplicados de forma implacable.
Basta con entornar los ojos para imaginarnos la pequeña sala de la audiencia, aún sin molduras de oro. Los miembros del tribunal, amantes de la verdad, visten sencillas guerreras, son flacos, aún no han echado barriga. Y donde se halla la autoridad acusadora (como gusta llamarse a sí mismo Krylenko) vemos a alguien con una chaquetita de paisano y, a través del cuello desabrochado, una camiseta de marinero a rayas blancas y azules.
Miren qué bien habla el supremo acusador: «¡Me interesa la cuestión del hecho!»; «¡Concretice el momento de esa tendencia!»; «Operamos en el plano analítico de la verdad objetiva». De vez en cuando -¡lo que son las cosas!– brilla también un proverbio latino (cierto que siempre es el mismo, proceso tras proceso, y que no se aprende otro hasta al cabo de algunos años). Hay que decir honestamente que en medio de todo el trajín revolucionario, se las arregló para terminar la carrera en dos facultades. Lo que predispone hacia él es que habla de los acusados con el corazón en la mano: «¡Canallas profesionales!». Y jamás se permite una hipocresía. Por ejemplo, si no le gusta la sonrisa del acusado, le espeta de manera amenazadora, antes de que se haya dictado sentencia: «¡A usted, ciudadana Ivánova, con esa sonrisita, pronto sabremos lo que vale, ya encontraremos la forma de que no vuelva a sonreír nunca más!» (pág. 296, la cursiva es mía. – A.S.).
Así pues, ¿manos a la obra?
El proceso contra Russkie Vedomosti* (Noticias rusas). Este juicio, uno de los primeros y más antiguos, fue un proceso contra la palabra. El 24 de marzo de 1918 este conocido «periódico de los profesores» había publicado un artículo de Savínkov titulado «De viaje». Las autoridades de buena gana le habrían echado el guante al propio Savínkov, pero ¿dónde iban a buscarlo si el maldito estaba de viaje? Así que tuvieron que contentarse con clausurar el periódico, sentar en el banquillo de los acusados a su anciano director, P.V. Ye-górov, y pedirle a él las explicaciones: ¿Cómo se había atrevido? Hacía ya cuatro meses que el país había entrado en una Nueva Era, ¡ya era hora de que se fuera acostumbrando!
Yegórov se justifica ingenuamente: dice que «el artículo lo ha escrito un político eminente cuya opinión, con independencia de que fuera o no compartida por la redacción, tiene un interés general». Más adelante añade que no ve difamación alguna en las afirmaciones de Savínkov: «no olvidemos que Lenin, Natanson y Cía. llegaron a Rusia vía Berlín, es decir, que las autoridades alemanas les ayudaron a regresar a la patria», puesto que así ocurrió realmente: la Alemania del Kaiser, a la sazón en guerra, había ayudado al camarada Lenin para que regresara.
Krylenko exclama que no pretende acusar al periódico de difamación (¿pues entonces de qué?), que están juzgando al periódico ¡por intento de influir en la opinión! (¡Habráse visto: un periódico con semejantes intenciones!)
Tampoco se hace responsable al periódico por la frase de Savínkov: «hay que ser un criminal insensato para afirmar con toda seriedad que el proletariado mundial nos va a brindar apoyo», pues no hay duda de que acabarán apoyándonos…
La condena fue exclusivamente por el intento de influir en la opinión: un periódico que se publicaba desde 1864, que había sufrido todos los periodos de reacción imaginables: el de Uvárov, Pobedonóstsev, Stolypin, Kasso y un sinnúmero más, ¡ahora quedaba cerrado por siempre! (¡Por un solo artículo, por siempre! ¡Así es como hay que gobernar!) En cuanto al redactor Egórov… -¿cómo no les da vergüeza tanta clemencia? ¡Ni que estuviéramos en Grecia!-, tres meses en una celda incomunicada. (Pero, en fin, sólo estábamos en 1918. Si el viejo sobrevivía, ya volverían a encerrarlo, ¡y después, aun tantas veces más como hiciera falta!)
En aquellos procelosos años, por extraño que parezca, los sobornos se daban y recibían con la mayor exquisitez, como siempre fue en la antigua Rusia, y como siempre será en la Unión Soviética. Las ofrendas llegaban incluso -y sobre todo- a los organismos judiciales. Y -¿nos atrevemos a decirlo?– también a la Cheká. Los tomos de historia encuadernados en rojo, estampados con letras de oro, guardan silencio, pero los viejos, que fueron testigos, recuerdan que en los primeros años tras la Revolución -a diferencia de lo que ocurriría en época de Stalin- la suerte de los presos políticos dependía enormemente de los sobornos: los aceptaban sin sonrojo y después cumplían con honestidad y soltaban a los detenidos a cambio del dinero. Hasta Krylenko, que sólo recoge una docena de procesos en cinco años, habla de dos en los que hubo soborno. ¡Qué descorazonador!, los tribunales revolucionarios, tanto el Supremo como el de Moscú, avanzaban hacia la perfección por tortuosos vericuetos: ambos habrían de ver empañada su honradez.
El proceso contra tres jueces de instrucción del Tribunal Revolucionario de Moscú (abril de 1918). En marzo de 1918 fue detenido un tal Beridze, que traficaba con lingotes de oro, y su esposa, como era habitual en aquella época, se puso a buscar el modo de comprar su libertad. A través de una serie de amistades logró dar con uno de los jueces de instrucción, quien a su vez metió a otros dos en el ajo. Tuvieron una reunión secreta y le exigieron a la mujer 250.000 rublos, que se redujeron a 60.000 tras algunos regateos. Había que pagar la mitad por adelantado y mantener el resto de contactos a través del abogado Grin. Todo habría discurrido en silencio -al igual que se culminaban sin tropiezos tantos cientos de arreglos semejantes- y no habría llegado a la crónica de Krylenko, y por tanto a estas páginas (¡ni tampoco a una sesión del Consejo de Comisarios del Pueblo!), de no haber empezado la esposa a tacañear. En efecto, en lugar de los 30.000 rublos acordados como anticipo, la mujer sólo le entregó a Grin 15.000. Pero más importante aún es que, dejándose llevar por una inquietud muy femenina, decidió que el abogado ese no era de confianza, así que a la mañana siguiente se dirigió a otro, apellidado Yakúlov. Aunque la crónica no dice exactamente quién aireó el asunto, parece que fue Yakúlov el que decidió apretarles las clavijas a los jueces de instrucción.
Lo interesante de este proceso es que todos los testigos, empezando por la infeliz esposa, hicieron lo posible por declarar en provecho de los jueces acusados y desarmar a la acusación (¡algo imposible en un proceso político!). Krylenko explicaba así esta actitud: aquellos testigos tenían una mentalidad pequeñoburguesa y veían a nuestro Tribunal Revolucionario como algo ajeno. (Permítase que supongamos, también desde una mentalidad pequeñoburguesa, que acaso tras medio año de dictadura del proletariado los testigos hubieran aprendido a tener miedo. Porque si el Tribunal Revolucionario había decidido hundir a sus propios jueces de instrucción, era que iban a por todas. Y si ellos declaraban culpables a los suyos, ¿qué podían esperar los testigos?)
También resulta interesante la argumentación del acusador. Téngase en cuenta que hasta hacía un mes los acusados habían sido sus compañeros de lucha, sus aliados y auxiliares, personas firmemente adictas a la Revolución. Uno de ellos, Leist, había sido incluso «un acusador severo, capaz de lanzar rayos y truenos sobre cualquiera que atentara contra los cimientos del socialismo». ¿Qué iban a decir ahora contra ellos? ¿Dónde iban a encontrar algo que pudiera mancharlos? (porque por sí sólo, el cohecho no manchaba lo bastante). Pues muy fícil: ¡en su pasado!, ¡en su curriculum!
«Si se examina más de cerca» a ese Leist «aparecen datos extraordinariamente dignos de atención.» ¡Menuda intriga!: ¿se tratará de un empedernido arribista? Pues no, ¡pero su padre era catedrático de la Universidad de Moscú! Y no un catedrático cualquiera, ¡sino uno que había mantenido su puesto durante veinte años a pesar de todos los periodos de reacción, y sólo porque la política le resultaba indiferente! (En realidad, también pese a la reacción, al propio Krylenko lo habían admitido en la universidad como alumno externo…) ¿A quién podía extrañar, pues, que el hijo de ese catedrático estuviera haciendo un doble juego?
Otro de los jueces, Podgaiski, era hijo de un funcionario judicial, que como mínimo debía de haber militado en las Centurias Negras.* De no ser así, ¿cómo habría podido servir durante veinte años en los órganos judiciales? Y su criaturita también estaba preparándose para la carrera judicial, pero vino la Revolución y se tuvo que enchufar en el Tribunal Revolucionario. ¡Esta trayectoria, que hasta ayer se entendía noble, ahora resultaba repugnante!
Sin duda alguna, el caso más abominable de los tres era el de Guguel, un antiguo editor. ¿Qué alimento espiritual había ofrecido a obreros y campesinos? Este hombre «abastecía a las masas con obras de ínfimo valor», no les ofrecía Marx, sino libros de profesores burgueses de renombre universal (no tardaremos en verlos también a ellos en el banquillo de los acusados).
Krylenko está colérico, no da crédito a sus ojos: ¿Qué clase de personas se ha infiltrado en el tribunal? (No crean, también a nosotros nos desconcierta: ¿dónde están los obreros y campesinos que dan nombre a estos tribunales? ¿Cómo ha podido el heroico proletariado poner la destrucción de sus enemigos en manos de estas gentecillas?)
Y por último, el abogado Grin, que antes andaba por la sección de instrucción como Pedro por su casa y podía poner en libertad a quien quisiera, resultó ser: «un típico espécimen de esa variedad del género humano que Marx denomina sanguijuelas del sistema capitalista», especie de la que formaban parte los gendarmes, los sacerdotes y… los notarios (pág. 500), además de todos los abogados, como es natural.
Parece, pues, que Krylenko no escatimó esfuerzos y exigió una sentencia dura e implacable que no tuviera en consideración «los matices individuales de culpabilidad». Pero esta vez el tribunal, en otras ocasiones siempre alerta, se hallaba sumido en un indolente sopor y se pronunció apenas susurrando: seis meses de cárcel para los jueces de instrucción y una multa para el abogado. (Sólo recurriendo al VTsIK «con derecho ilimitado a condenar» pudo Krylenko conseguir, en el hotel Metropol, que a los jueces les endigaran diez años, y cinco al abogado-sanguijuela, más la total confiscación de sus bienes. Krylenko cobró fama por su celo y poco faltó para que lo nombraran Tribuno.)
Somos conscientes de que este desafortunado proceso no puede por menos de quebrantar la fe -de los lectores de ahora y de las masas revolucionarias de entonces- en la integridad del tribunal. Por eso con tanto mayor recelo pasamos a examinar el siguiente proceso, por cuanto afectó a una instancia todavía más elevada.
El caso Kósyrev (15 de febrero de 1919). F.M. Kósyrev y sus buenos amigos Liebert, Rottenberg y Soloviov habían prestado sus servicios en la Comisión de Abastos del Frente Oriental (cuando se luchaba contra las tropas de la Asamblea Constituyente, antes de Kolchak). Más tarde, las pesquisas judiciales habían de revelar que se las habían ingeniado para hacerse con sumas de entre 70.000 y un millón de rublos, que se paseaban a lomos de los mejores caballos y que montaban juergas con las enfermeras. La Comisión adquirió una casa y un automóvil, y su intendente se daba festines en el restaurante Yar. (Nosotros no estamos acostumbrados a imaginarnos así el año 1918, pero esto es lo que atestigua el Tribunal Revolucionario.)
Sin embargo, no era éste el meollo de la causa. Es más, a ninguno de ellos se le acusaba por los hechos del Frente Oriental, que incluso les fueron perdonados. Apenas disuelta la Comisión de Abastos -¡esto es lo prodigioso!-, los cuatro, junto con un tal Nazarenko -un antiguo vagabundo siberiano que había trabado amistad con Kósyrev en presidio, cuando ambos eran presos comunes-, fueron designados para constituir… ¡el Consejo de Inspección y Control de la VChK!
Vean ustedes lo que era este Consejo: ¡¡¡ una institución con plenos poderes para verificar la legalidad de las actividades de todos los demás órganos de la VChK, facultada también para reclamar y examinar cualquier sumario sin importar en qué fase de procedimiento se hallara y con derecho a suspender las resoluciones adoptadas por cualquier otro órgano de la VChK, con la única excepción del Presidium!!! (pág. 507). ¡Casi nada! ¡La segunda autoridad dentro de la Cheká en toda Rusia después del Presidium! ¡La segunda hilera de prohombres, justo detrás de Dzerzhinski-Uritski-Peters-Latsis-Menzhinski-Ya-goda!
Y sin embargo, los compinches mantuvieron el tren de vida de antes: el éxito no se les había subido a la cabeza ni los había separado del resto de mortales. Entre sus amigotes había un tal Maksimych, un tal Lionka, alguien llamado Rafailski y cierto Mariupolski, todos ellos «sin relación alguna con las organizaciones comunistas». Se instalaron en apartamentos particulares y en el Hotel Savoy, en «ambientes de lujo […] en que reinaban los naipes (la banca cubría apuestas de mil rublos), la bebida y las mujeres». Por su parte, Kósyrev adquiere un ostentoso mobiliario (70.000 rublos) y no vacila en escamotear de la VChK cucharas y tazas de plata (¿y ellos, de dónde las habían sacado?) e incluso vasos normales y corrientes. «He aquí en qué concentra su atención […], he aquí con qué reemplaza la lucha ideológica, he aquí cómo busca medrar sirviéndose del movimiento revolucionario.» (Cuando le llega el turno de defenderse, este prominente chekista negará haber aceptado sobornos y, sin que le tiemble una sola pestaña, tendrá la desfachatez de soltar un embuste como que dispone de… ¡una herencia de 200.000 rublos en un banco de Chicago! Por lo visto cree que es perfectamente posible compaginar una situación personal así con la revolución mundial.)
¿Cual era la mejor forma de utilizar ese poder sobrehumano que le permitía arrestar o poner en libertad a su antojo? Evidentemente, había que ir sólo a por los peces que ponen huevas de oro, y en 1918 bastaba echar la red para llenar el capazo. (La Revolución se había hecho con demasiada premura y era mucho lo que se había pasado por alto. Las damas burguesas habían escondido a tiempo gran cantidad de piedras preciosas, collares, pulseras, sortijas y pendientes.) Y ya con el pez en la mano, no había más que ponerse en contacto con los parientes del detenido a través de un hombre de paja.
Y vean qué otros personajes encontramos en este proceso. Tenemos por ejemplo a Uspénskaya, una joven de veintidós años que acabó el bachillerato en San Petersburgo pero no logró acceder a los cursos superiores. Se proclamó entonces el régimen soviético y, en la primavera de 1918, Uspénskaya se presentó en la Vecheká para ofrecerse como delatora. Como tenía un físico adecuado, la aceptaron.
El concepto de delación (por aquel entonces seksotstvo: «colaboración secreta») merece el siguiente comentario de Krylenko: «en mi opinión, nosotros no vemos en ello nada vergonzoso, lo consideramos un deber; […] dedicarse a esta actividad no debe avergonzar a nadie; desde el momento en que una persona reconoce que esta labor es indispensable a la causa de la Revolución, no debe sustraerse a ella» (pág. 512. La cursiva es mía. – A.S.). ¡Mas Uspénskaya no tenía credo político alguno, eso sí que es lamentable! Ella misma lo dice: «Acepté que me pagaran un determinado tanto por ciento» por cada caso descubierto y «partir los beneficios» con una persona que el Tribunal evita mencionar y cuyo nombre ordena se silencie. A lo que Krylenko añade: «Uspénskaya no figuraba en nómina, sino que cobraba a tanto la pieza» (pág. 507). Debemos mostrarnos humanos y comprender su situación, como nos explica el acusador: se había acostumbrado a gastar sin contar el dinero; ¿qué significaba para ella su mísero sueldo de quinientos rublos en el VSNJ si con un asuntillo (ayudar a un comerciante para que retiraran los precintos de su tienda) se ganaba 5000 rublos, y otro (con Meshcherskaya-Grews, esposa de un detenido) le reportaba 17.000? En todo caso, Uspénskaya no estuvo mucho tiempo de simple «colaboradora secreta», ya que con la ayuda de chekistas importantes en unos pocos meses ingresó en el partido y se convirtió en juez de instrucción.
Pero seguimos sin haber llegado aún al fondo de este asunto. A.P. Meshcherski, un gran industrial, había sido arrestado por negarse a hacer concesiones durante las negociaciones económicas con el gobierno soviético (representado por Y. Larin). Los chekistas empezaron a chantajear a su esposa, E.I. Meshcherskaya-Grews, a la que sospechaban poseedora de valiosas joyas y dinero. Se personaban en su casa y cada vez le pintaban la situación de su marido más próxima al fusilamiento, tras lo cual le exigían grandes sumas para rescatarlo. Presa de la desesperación, Mescherskaya-Grews cunó denuncia por chantaje (al abogado Yakúlov, el mismo que ya se había cargado por cohecho a tres jueces de instrucción y que por lo visto sentía un odio de clase por todo el sistema de justicia-injusticia proletaria). A su vez, el presidente del tribunal mostró un comportamiento impropio, también en términos de clase: en lugar de advertir simplemente al camarada Dzerzhins-ki y arreglarlo todo en familia, dispuso que entregaran a Mesh-cherskaya dinero para el soborno, anotar la numeración de los billetes y poner una taquígrafa en la habitación, tras una cortina. Se presentó cierto Godeliuk, amigo íntimo de Kósyrev, para negociar el montante del rescate (¡les pedía 600.000 rublos!). Fueron taquigrafiadas todas las menciones que hizo Godeliuk de Kósyrev, de Soloviov y de otros comisarios, y también todos sus comentarios sobre funcionarios de la Vecheká y de cuántos miles era el bocado de cada uno. La taquígrafa recogió también la entrega a Godeliuk del anticipo establecido y cómo a cambio Meshcherskaya recibía unos pases de entrada en la Vecheká previamente firmados por Liebert y Rotten-berg, de la Comisión de Control e Inspección (que es donde debían proseguir las negociaciones). Pero a la salida a Godeliuk le echaron el guante y, en su confusión, lo desembuchó todo. (Entre tanto, Mescherskaya ya se había presentado en la Comisión de Control e Inspección a exigir el expediente de su marido para revisión.)
¡Pero, permítanme! ¡Son revelaciones como éstas las que empañan el inmaculado manto de la Cheká! ¿Está en sus cabales ese presidente del Tribunal Revolucionario de Moscú? ¿No se estará metiendo donde no le llaman?
¡Se pasaba entonces por un momento especial, un punto de inflexión que ha quedado oculto a nuestras miradas bajo los pliegues de nuestra majestuosa Historia! Resulta que el primer año de actividad de la Cheká provocó algunas reacciones de rechazo hasta en el partido del proletariado, que todavía no se había acostumbrado a tales modos de obrar. No había pasado más que un año, el primer paso de un glorioso camino, y sin embargo, según manifestaba Krylenko de manera algo confusa, había surgido ya «un conflicto entre los tribunales y sus funciones, por una parte, y las funciones extra-judiciales de la Cheká…, una discusión que en aquella época dividía al partido y a los distritos obreros en dos bandos» (pág. 14). Por esto pudo darse un caso como el de Kósyrev (cuando hasta entonces había reinado la impunidad general), por eso tuvo resonancia a nivel del Estado.
¡La Vecheká está en peligro! ¡Hay que salvar a la Vecheká! Soloviov pide al tribunal que se le permita visitar a Godeliuk, encerrado en la prisión de Taganka (¡qué lástima que no estuviera en la Lubianka!) para mantener una conversarían. El tribunal deniega el permiso. Entonces, Soloviov se introduce en la celda de Godeliuk sin permiso del tribunal. Y, vaya casualidad: Godeliuk cae gravemente enfermo. («Difícilmente puede admitirse que Soloviov albergara malas intenciones», observa con disciplina Krylenko.) Y al sentir de repente la proximidad de la muerte, a Godeliuk le invade un profundo arrepentimiento por haber osado calumniar a la Cheká, pide papel y se retracta: ahora resulta que todos sus comentarios sobre Kósyrev y otros comisarios de la Cheká son mentira, y también todo lo taquigrafiado tras la cortina, ¡todo mentira!
¡Oh, cuántos argumentos! ¡Oh, Shakespeare! ¿Dónde estás? Soloviov atravesando los muros, las celdas en débil penumbra, Godeliuk retractándose apenas ya con pulso… Y a nosotros, que siempre nos presentan en el teatro y en el cine los años de la Revolución al canto de La Varsoviana* en las calles…
«¿Pero quién extendió los pases?», insiste Krylenko. Porque a Mescherskaya el pase no le habrá llovido del cielo, ¿verdad? Pero no, el acusador «no quiere afirmar que Soloviov tenga parte en este asunto porque… no hay suficientes pruebas», aunque supone en voz alta que «existen ciudadanos que siguen en libertad aunque tengan las manos manchadas», que pudieron haber enviado a Soloviov a la prisión de Taganka.
Era el momento propicio para interrogar a Liebert y a Rottenberg, que habían sido citados a declarar. ¡Pero no habían comparecido! Así de sencillo: no se presentaron, se habían quedado en casa. ¡Bueno, pues entonces, como mínimo había que interrogar a Mescherskaya! ¡Imagínense, también esa aristócrata apolillada tuvo la desvergüenza de no comparecer ante el Tribunal Revolucionario!
Cobrado el soborno, Mescherski fue puesto en libertad avalado por Yakúlov y huyó con su mujer a Finlandia. Así que cuando empezó el proceso contra Kósyrev, se resarcieron encerrando a Yakúlov bajo custodia, quizá por haber concedido ese aval, o quizá por ser un reptil chupasangres. Lo condujeron bajo escolta a testificar en el juicio y hay motivos para pensar que al poco lo fusilaron. (Y ahora nos admiramos: ¿Cómo pudo llegarse a tanta ilegalidad? ¿Por qué nadie se rebeló contra ella?)
Godeliuk se ha retractado y está moribundo. ¡Kósyrev no admite nada! ¡Soloviov no es culpable de nada! Y no hay a quién interrogar…
¡Vean, en cambio, qué testigos comparecen ante el tribunal por voluntad propia! El camarada Peters, vicepresidente de la Vecheká, y hasta Félix Edmúndovich en persona, muy consternado. Su alargado y apasionado rostro de asceta está dirigido a los petrificados miembros del tribunal. Y con verbo conmovedor da testimonio de la inocencia de Kósyrev y de sus altas cualidades morales, revolucionarias y profesionales. Por desgracia, no han llegado hasta nosotros sus declaraciones textuales, pero Krylenko dice al respecto: «Soloviov y Dzerzhinski han trazado una magnífica semblanza de las cualidades de Kósyrev» (pág. 552). (¡Ah, imprudente alférez! ¡Veinte años más tarde en la Lubianka te habrían de ajustar cuentas por este proceso!) Es fácil adivinar lo que pudo haber dicho Dzerzhinski: que Kósyrev era un férreo chekista, implacable con los enemigos; que era un buen camarada. Corazón ardiente, cabeza fría y manos limpias.
Y así de entre los escombros, de entre tanta difamación, surge ante nosotros un Kósyrev-caballero de bronce. ¡Pero si sólo fuera eso! Su biografía demuestra una vitalidad fuera de lo común. Antes de la Revolución había sido juzgado varias veces, las más de ellas por asesinato: por haber entrado arteramente en casa de una anciana de Kostromá, apellidada Smirnova, con el propósito de robar y haberla estrangulado con sus propias manos; más tarde, por haber intentado dar muerte a su propio padre y por haber matado a un compañero con el propósito de utilizar su pasaporte. En los restantes casos, Kósyrev había sido juzgado por estafa, y en total había pasado muchos años en presidio (¡así se entiende su afición a la buena vida!), del que sólo salía gracias a las amnistías de los zares.
Llegado este punto, el acusador se ve interrumpido por las severas y justas voces de preclaros chekistas, quienes le indican que todas esas causas precedentes habían sido vistas por tribunales de burgueses y hacendados y no podían ser tenidas en cuenta por nuestra nueva sociedad. ¡Pero, escucha! Completamente desbocado, nuestro alférez descarga desde el banco de la acusación una perorata tan viciada ideológicamente que apenas nos atrevemos a citarla, pues perturba la armonía con que siempre se han desarrollado los procesos ante nuestros tribunales:
«Si algo había en la antigua justicia zarista que fuera positivo y merezca nuestra confianza era únicamente el jurado… Siempre podía uno fiarse de la sentencia del jurado, pues con él, el número de errores judiciales se reducía al mínimo» (pág. 522).
Tanto más mortificante resultaba oír semejantes afirmaciones de labios del camarada Krylenko, cuanto que hacía tres meses, durante el proceso contra el provocador Román Malinovski -antiguo favorito de Lenin, miembro del Comité Central designado a dedo y enviado a ocupar un escaño en la Duma, todo ello a pesar de haber sido condenado cuatro veces por delitos comunes-, la propia Autoridad Acusadora había adoptado una posición de clase irreprochable:
«A nuestros ojos, todo delito es producto del sistema social existente, y en este sentido, toda sentencia por delitos comunes dictada con arreglo a las leyes de la sociedad capitalista y del régimen zarista, no constituye para nosotros un hecho que deje para siempre una mancha indeleble… Conocemos muchos ejemplos de hombres que se encuentran en nuestras filias y en cuyo pasado existen hechos semejantes, pero jamás hemos creído por ello que fuera necesario rechazarlos. Una persona conocedora de nuestros principios no debe temer que la existencia de antecedentes penales pueda apartarlo de las filas revolucionarias…» (pág. 337. La cursiva es mía. – A.S.).
¡Ya ven con qué elocuencia sabía plasmar el camarada Krylenko el espíritu comunista! Pero ahora acababa de mancillar la imagen caballeresca de Kósyrev con unos razonamientos viciados. Tan tensa era la situación en la sala, que el camarada Dzerzhinski se vio obligado a decir: «Por un segundo (¡vaya, sólo por un segundo! – A.S.) ha pasado por mi mente la idea de que acaso el camarada Kósyrev esté siendo víctima de las pasiones políticas que se han desatado últimamente alrededor de la Cheká».
Krylenko cae en la cuenta del desliz cometido: «No es ni ha sido mi intención convertir este proceso contra Kósyrev y Uspénskaya en un proceso contra la Cheká. ¡No sólo no puedo quererlo, sino que debo oponerme a ello con todas mis fuerzas! […] Al frente de la Cheká han sido puestos los camaradas más responsables, honestos y firmes. Ellos han aceptado el duro deber de acabar con el enemigo, aun a riesgo de cometer errores […]. Por ello, la Revolución está obligada a darles las gracias […]. Recalco este aspecto para que más adelante […] nadie pueda decir de mí: "¡Fue el instrumento de una traición política!"» (pág. 509-510. La cursiva es mía. – A S.). (¡Y eso fue, ni más ni menos, lo que dijeron!)
¡El Acusador Supremo estaba haciendo equilibrios sobre el filo de la navaja! Pero por lo visto aún le quedaban contactos de la época de la clandestinidad (no olvidemos que había sido de los próximos de Lenin) y por ellos podía saber de qué lado soplaría el viento al día siguiente. Es algo que se nota en bastantes procesos, y también en éste. A principios de 1919 se alzaban algunas voces diciendo que ¡ya basta, que había que poner freno a la Vecheká! Esta tendencia fue «expresada magníficamente en un artículo de Bujarin, diciendo que la legitimidad de la Revolución debía dejar paso a la legalidad revolucionaria».
¡Con la dialéctica hemos topado! Y encima a Krylenko se le escapan estas palabras: «El Tribunal Revolucionario está llamado a relevar a la Cheká» (¿ Relevar?). Por lo demás, este tribunal «debe ser […] no menos terrible en la aplicación de nuestro sistema de coacción, terror y amenaza de lo que ha sido la Cheká» (pág. 511).
¿Ha sido? ¿O sea que ya la da por muerta y enterrada? Un momento, vamos a ver: vosotros queréis tomar el relevo, pero ¿qué pasa entonces con los chekistas? ¡Malos tiempos! Se comprende que los propios jefes se apresuren a testificar, que se presenten en la sala con su capote militar que les llega hasta los pies.
¿No será que se equivocan sus fuentes de información, camarada Krylenko?
De hecho, aquellos días el cielo de la Lubianka estaba cubierto de nubarrones. Y este libro podría haber seguido otro derrotero. Pero, supongo yo, el férreo Félix debió de visitar a Vladímir Ilich para darle explicaciones y poner las cosas en claro. Y las nubes se desvanecieron, aunque dos días después, el 17 de febrero de 1919, una disposición especial del VTsIK privaba a la Cheká de sus derechos judiciales (es decir, ¿que preservaba los extrajudiciales?), «aunque, ciertamente, no por mucho tiempo» (pag 14).
Surge ahora una nueva complicación en esta única jornada de debate judicial: el comportamiento indecoroso de la abyecta Uspénskaya. Desde el banquillo de los acusados se dedicó a «salpicar de lodo» a otros destacados chekistas no implicados en el proceso, ¡hasta al propio camarada Peters! (Por lo visto, aquella mujer había utilizado ese inmaculado nombre en sus operaciones de chantaje; hasta ese momento había gozado de total libertad para presenciar en el despacho de Peters sus conversaciones con otros confidentes.) La mujer hace unas alusiones al oscuro pasado prerrevolucionario del camarada Peters en Riga. ¡En qué víbora se había convertido en tan sólo ocho meses! ¡Y eso que todo ese tiempo lo había pasado rodeada únicamente de chekistas! ¿Qué hay que hacer con una persona así? Krylenko se muestra del todo de acuerdo con los chekistas: «mientras el régimen no se haya afianzado -y para ello falta aún mucho tiempo (¡no me digas!)- […], con miras a defender la Revolución… no hay ni puede haber para la ciudadana Uspénskaya otro castigo que su aniquilación». ¡No ha dicho «fusilamiento», sino «aniquilación»! ¡Pero si es una criatura, camarada Krylenko! Ande, échele diez años, un cuarto de siglo si quiere, ¿no cree que para entonces el régimen ya se habrá afianzado? Es una lástima, sí, pero: «en interés de la sociedad y de la Revolución la respuesta no es ni puede ser otra y tampoco puede plantearse la cuestión de otra manera. Ante un caso así, ninguna medida de aislamiento surtiría efectos» (pág. 515).
Y es que Uspénskaya se había pasado de la raya… Debía de saber demasiado…
Hubo que sacrificar también a Kósyrev. Lo fusilaron. Todo con tal de que los demás quedaran incólumes.
¿Podremos leer algún día los antiguos archivos de la Lu-bianka? No, los quemarán. Los han quemado ya.
Como habrá visto el lector, éste fue un proceso de poca monta que bien podríamos no haber relatado. Pero a ver qué les parece éste:
El proceso contra «el clero» (11-16 de enero de 1920) ocupará, en palabras de Krylenko, «el lugar que le corresponde en los anales de la Revolución rusa». ¡Nada menos que en los anales! O sea que no es casualidad que lo de Kósyrev lo despacharan en un solo día y que en cambio a éstos los tuvieran cinco días en salmuera.
He aquí los principales acusados: A.D. Samarin, hombre muy conocido en Rusia, procurador general* del Santo Sínodo,* celoso defensor de la independencia de la Iglesia frente al régimen zarista, enemigo de Rasputin, quien hizo que lo depusieran de su cargo (pero el acusador pensaba: Rasputin o Samarin, ¿qué más da?); Kuznetsov, profesor de derecho Canónico de la Universidad de Moscú; y, finalmente, dos arciprestes de Moscú: Uspenski y Tsvetkov. (De Tsvetkov diría ese mismo acusador: «es una importante personalidad pública, quizá la mejor que haya podido dar el clero; un filántropo».)
Su delito: haber constituido un «Consejo Parroquial de Moscú», que a su vez había creado (con feligreses voluntarios de cuarenta a ochenta años) una escolta para el Patriarca -naturalmente, desarmada- cuya misión era hacer guardia día y noche ante su residencia, de manera que la comunidad, en caso de que el Patriarca se viera amenazado por las autoridades, pudiera ser alertada tocando a rebato y por teléfono. Tras ello, tenían previsto ir en grupo detrás del Patriarca a donde lo llevaran, y suplicar al Sovnarkom (¡por ahí asoma la cabeza la contrarrevolución!) que lo dejaran en libertad.
¡Qué idea tan propia de la antigua Rusia, de la santa Rusia. ¡Tañer campanas e ir en multitud a presentar una súplica!
El acusador no salía de su asombro: ¿Qué amenaza podía pender sobre el Patriarca? ¿Qué necesidad había de protegerlo?
En realidad, ninguna; únicamente que la Cheká practica desde hace dos años la represión extrajudicial contra quienes le resultan incómodos; únicamente, que hace poco cuatro soldados del Ejército Rojo han asesinado en Kiev al metropolita; únicamente, que «el expediente del Patriarca ya está terminado y sólo falta remitirlo al Tribunal Revolucionario» y «sólo el trato cuidadoso que requieren las amplias masas de obreros y campesinos, aún influidas por la propaganda clerical, hace que de momento dejemos en paz a estos enemigos de clase» (pág. 67). ¿Qué inquietud podían sentir los ortodoxos por su Patriarca? Durante esos dos años, el Patriarca Tijon no se había mantenido callado: había cursado epístolas a los Comisarios del Pueblo, al clero y a los fieles. Y como las imprentas las rechazaban, tenían que escribirlas a máquina (¡he aquí el primer caso de samizdat!*). Y si dichas cartas pastorales denunciaban el exterminio de inocentes y la ruina del país, ¿qué alarma podían sentir ahora los creyentes por la vida de su Patriarca?
Veamos el segundo delito de los acusados. Por todo el país se estaba procediendo al registro e incautación de los bienes de la Iglesia (tras el cierre de monasterios y la confiscación de tierras, ahora iban a por las patenas, cálices y candelabros). El Consejo Parroquial difundió una proclama a los fieles: debían oponerse a las requisas tocando a rebato. (¡Era la reacción más natural! ¿No fueron defendidos de este modo nuestros templos cuando los tártaros?)
Y la tercera falta: la incesante presentación de denuncias impertinentes al Sovnarkom de las vejaciones infligidas a la Iglesia por parte de los funcionarios de cada lugar, de los groseros sacrilegios y ultrajes a la ley de libertad de conciencia. Aunque no se les diera curso, estas denuncias (según afirma Bonch-Bruyévich, secretario general del SNK) hacían que los funcionarios quedaran desacreditados ante los parroquianos.
Una vez examinadas todas las acusaciones, ¿qué condena cabría pedir para tan abominables crímenes? ¿Qué le susurra al lector su conciencia revolucionaria? Exacto: ¡sólo la pena de muerte! Y ésta fue precisamente la petición de Krylenko (para Samarin y Kuznetsov).
Y en plena lucha a brazo partido por respetar la maldita legalidad, mientras soportaban aquellos discursos, demasiado extensos, de unos abogados burgueses demasiado numerosos (discursos que no han llegado a nosotros por razones de orden técnico), se supo que… ¡se había abolido la pena de muerte! ¡Chúpate ésa! No puede ser, ¿cómo es posible? Resulta que Dzerzhinski lo había dispuesto así en la Vecheká (¿La Cheká sin fusilamientos?) ¿Y alcanza la abolición a los tribunales dependientes del Consejo de Comisarios del Pueblo? Todavía no. Krylenko cobró nuevos ánimos y continuó exigiendo el fusilamiento, basándose en lo siguiente:
«Incluso aunque admitiéramos que se ha afianzado la situación de la república y que ya no la amenaza peligro directo alguno que pudiera proceder de estas personas, me parece indudable que en este periodo de edificación […] la purga […] de estos viejos camaleones […] es una exigencia dictada por la necesidad revolucionaria». «La disposición de la Cheká sobre la abolición de los fusilamientos… es algo que enorgullece al régimen soviético.» Pero esto «no nos obliga a suponer que la cuestión haya quedado zanjada de una vez por todas […] ni que vaya a ser extensiva a cualquier otra época del régimen soviético distinta a la actual» (págs. 80-81).
¡Muy profético! ¡Volverían los fusilamientos, claro que volverían, y además muy pronto! ¡Con la de gente que aún habría que liquidar! Toda una hilera (entre ellos el propio Krylenko y muchos de sus hermanos de clase…)
Pues bien, el tribunal tuvo en consideración estas observaciones y condenó a Samarin y a Kuznetsov a ser fusilados, aunque de forma que pudieran acogerse a la amnistía: ¡los mandaron a un campo de concentración hasta la victoria total sobre el imperialismo mundial! (O sea, que aún deben seguir allí…), y para «el mejor hombre que el clero había sido capaz de dar», quince años conmutados a cinco.
¿Quién no recuerda tales escenas? La primera impresión de toda mi vida -tendría yo tres o cuatro años- fue en la iglesia de Kislovodsk, cuando entraron los capirotes (chekistas con gorras de punta a lo Budionni), se abrieron paso entre la multitud orante, muda de estupefacción, y fueron derechos hacia el altar a interrumpir el servicio divino, sin quitarse la capucha.
Así pues, los llevaron ante el tribunal ¿A los agentes? No hombre, no… a los frailes.
Rogamos al lector que siempre tenga presente que ya a partir de 1918 se implantó en nuestro país una nueva práctica judicial: entender cada proceso celebrado en Moscú (excepto, como es natural, el injusto proceso contra la Cheká) no como el examen de un caso particular surgido de unas circunstancias fortuitas, sino como una señal de la política judicial; un modelo puesto en el escaparate igual al que desde el almacén se servirá a provincias; un patrón, una solución que se presenta como muestra a los alumnos antes de plantearles una serie de problemas de aritmética, y por la cual deberán resolver por sí mismos el resto.
Así, aunque hablemos de un «proceso contra el clero», debemos entender que los hubo a manos llenas. Por si hubiera dudas, el propio Acusador Supremo nos lo explica de buen grado: «En casi todos los tribunales de la república se desencadenaron» procesos similares (pág. 61). Hace muy poco los hubo en los tribunales de Severodvinsk, Tver, Ria-zán, y también en Sarátov, Kazan, Ufa, Solvychegodsk y Tsa-revokokshaisk. Llevaron a juicio a los clérigos, a los sacristanes y a los feligreses más activos de esa desagradecida «Iglesia ortodoxa liberada por la Revolución de Octubre».
El lector creerá haber visto aquí una contradicción: ¿entonces por qué muchos de estos procesos fueron anteriores al juicio de Moscú que iba a servir como pauta? No es más que un defecto de nuestra exposición. La persecución judicial y extrajudicial de la «Iglesia liberada por el socialismo» había empezado ya en 1918, y a juzgar por el asunto de Zvenígorod había alcanzado ya cierta dureza. En octubre de 1918, el Patriarca Tijon envía una epístola al Consejo de Comisarios del Pueblo denunciando la falta de libertad de apostolado y que «muchos valerosos predicadores de la Iglesia ya han pagado el sangriento tributo del martirio […]. Habéis puesto las manos sobre los bienes de la Iglesia, reunidos por generaciones de creyentes, no habéis vacilado en violar su postrera voluntad». (Los comisarios del pueblo, como es natural, no leían la epístola, pero sus jefes de negociado debieron partirse de risa: ¡Fíjate qué cosas tienen: la postrera voluntad! ¡A la m… nuestros antepasados! Nosotros sólo trabajamos para las generaciones venideras.) «Se ajusticia a obispos, a sacerdotes, a frailes y a monjas que no han hecho ningún mal, acusándolos sin fundamento de no se sabe qué espíritu contrarrevolucionario vago e indeterminado.» Es cierto que ante el avance de Deníkin y Kolchak contuvieron la persecución para hacer más fácil a los ortodoxos la defensa de la Revolución. Pero así que la guerra civil empezó a decaer, la emprendieron de nuevo con la Iglesia, y como se ve, la persecución se desencadenó en los tribunales. Y en 1920 asestaron un golpe contra el monasterio de la Trinidad* y se llevaron las reliquias del patriotero San Sergio de Radonezh a un museo de Moscú.
El Patriarca cita a Kliuchevski: «Sólo cuando hayamos dilapidado por completo el patrimonio espiritual y moral que nos legaron los grandes edificadores de la tierra rusa, como el venerable Sergio, sólo entonces se cerrarán las puertas de su monasterio, sólo entonces se extinguirán las candelas sobre su sepulcro». No imaginaba Kliuchevski que por bien 1 poco no iba a ser testigo en vida de esta pérdida.
El Patriarca pidió audiencia al Presidente del Consejo de Comisarios | del Pueblo para persuadirle de que se respetasen el monasterio y las reliquias, dado que la Iglesia estaba separada del Estado. Se le respondió que el Presidente -el camarada Lenin- estaba ocupado con asuntos muy importantes y que no podría recibir al Patriarca en los próximos días. Ni tampoco más adelante.
El Comisariado de Justicia distribuyó una circular (25 de agosto de 1920) relativa a la destrucción de todo género de reliquias sagradas, pues eran ellas, precisamente, las que obstaculizaban nuestro radiante avance hacia una nueva sociedad más justa.
Continuamos con los casos elegidos por Krylenko y examinaremos también una causa vista por el Tríbsup (entre ellos, emplean siempre estas abreviaturas afectuosas, mientras a nosotros, los gusanos, nos gritan: ¡En pie! ¡Se abre la sesión!).
El proceso contra el «Centro Táctico» (16-20 de agosto de 1920): veintiocho acusados, más unos cuantos prófugos contra los que se procede en rebeldía.
Al principio de su enardecido discurso, cuando todavía no tiene la voz ronca, el Acusador Supremo, iluminado por el análisis de clase, nos comunica que además de hacendados y capitalistas «existe y continúa existiendo una capa social cuya existencia como tal es, desde antiguo, objeto de reflexión por parte de los representantes del socialismo revolucionario. […] Se trata de lo que se ha dado en llamar intelectualidad […]. Durante este proceso las actividades de la intelectualidad rusa van a ser sometidas al juicio de la Historia» y de la Revolución (pág. 34).
Los límites que la especialización impone a nuestro estudio no nos permiten examinar con detalle cómo reflexionaban los representantes del socialismo revolucionario sobre el destino de lo que se ha dado en llamar intelectualidad, ni tampoco cuáles fueron sus conclusiones. Sin embargo, nos sirve de consuelo saber que estos documentos han sido publicados, que están al alcance de todo el mundo y pueden ser consultados tan en profundidad como se desee. Por esto, para comprender mejor la situación general de la república, nos limitaremos a mencionar la opinión de quien fuera presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo en esos años de tribunales revolucionarios.
Lenin califica a los intelectuales de «liberales podridos» y «santurrones»; habla de «un desorden, muy habitual entre las personas "instruidas"». Considera que la intelectualidad nunca llega hasta el fondo en sus razonamientos y que ha «traicionado la causa obrera». (Como si alguna vez los intelectuales hubieran jurado defender la causa de la clase obrera…)
Esta burla y desprecio de la intelectualidad fueron firmemente asumidos por los periódicos de los años veinte e impregnaron la vida cotidiana hasta acabar empapando a los propios intelectuales, que maldecían su eterna incapacidad de llegar al fondo de las cosas, su eterno nadar y guardar la ropa, su eterna falta de un órgano vertebrador, así como su irreparable retraso respecto al siglo.
¡Y con toda la razón del mundo! De nuevo retumba bajo las bóvedas del Tribsup la voz de la Autoridad Acusadora que nos aplasta contra los bancos:
«Durante los últimos años, esta capa social […] ha experimentado una revisión general de valores.» Eso de «revisión de valores» era algo que se decía con mucha frecuencia por aquel entonces. Veamos, pues, si lograron superar la prueba: «La intelectualidad rusa entró en la fragua de la Revolución enarbolando el estandarte del poder popular, pero salió como aliada de generales negros (¡si al menos fueran los blancos!), como mercenario (¡!) y agente sumiso del imperialismo europeo. La intelectualidad ha pisoteado y arrojado al fango sus propias banderas» (Krylenko, pág. 54).
Y si «no hay necesidad de rematar individualmente a sus representantes» es sólo porque «este grupo social ha agotado sus días».
¡En los comienzos del siglo XX! ¡Qué fuerza profética! ¡Oh, científicos revolucionarios! (Pero de todos modos, hubo que rematarlos. En los años veinte no se dedicaron a otra cosa.)
Contemplamos con repugnancia a los veintiocho aliados de los generales negros, a esos mercenarios del imperialismo europeo. Lo que nos saca particularmente de quicio es la existencia de un Centro, un Centro Táctico, para ser exactos, un Centro Nacional, un Centro de la Derecha (y nuestra memoria, que recuerda dos décadas de procesos nos evoca centros y más centros: de ingenieros, de mencheviques, trotskistas-zinovievis-tas, derechistas-bujarinistas, todos liquidados, todos, y sólo gracias a ello ustedes y yo seguimos con vida). Y donde hay un Centro, se esconde, naturalmente, la mano del imperialismo.
Ciertamente, nos alivia un poco el corazón oír más adelante que el Centro Táctico ahora en el banquillo no era una organización, ya que carecía de: 1) estatutos; 2) programa; 3) cuotas. ¿Qué había entonces? Pues sólo esto: ¡que se reunían! (siente uno escalofríos). Y que en esas reuniones ¡ intercambiaban puntos de vista! (se nos hiela la sangre en las venas).
Estas graves acusaciones se fundamentan en pruebas: exactamente dos (2) para los veintiocho procesados (pág. 38). Se trata de dos cartas de activistas ausentes (estaban en el extranjero): Miakotin y Fiódorov. Bueno, están ausentes ahora, pero antes de Octubre habían formado parte de los mismos comités que los comparecientes, y eso ya da derecho a identificarlos con los presentes. Las cartas tratan de lo siguiente: las divergencias con Deníkin sobre cuestiones tan insignificantes como la agraria (aunque no nos dan detalles, es evidente que aconsejan a Deníkin que entregue la tierra a los campesinos), la cuestión judía, la cuestión nacional y federal, la administración del Estado (instaurar una democracia y no una dictadura), y varias más. ¿Y qué conclusión es la que sacan de las pruebas? Muy sencillo: queda demostrada la existencia de una correspondencia epistolar, así como ¡la unanimidad de puntos de vista entre los presentes y Deníkin! (Brrr… ¡guau! ¡guau!)
Hay además cargos que recaen directamente sobre los presentes: ¡intercambio de información con amistades que viven en regiones periféricas del Estado no sometidas al régimen soviético! (en Kiev, por ejemplo). Antes había sido parte de Rusia, aunque luego -en aras de la revolución mundial, naturalmente- habíamos cedido este flanco a Alemania. Pero es de suponer que no por ello va a dejar de enviarse cartas la gente: ¿Cómo va eso, Iván Iványch, qué tal anda usted? Pues nosotros, ya ve… Y en el banquillo de los acusados N.M. Kishkin (miembro del Comité Central de los kadetés) aún tiene la cara dura de justificarse: «el hombre no quiere ser ciego y procura enterarse de todo lo que ocurre en todas partes».
¿Enterarse de todo lo que ocurre en todas partes? ¿No querer estar ciego? ¡Con razón califica el acusador sus actividades de traición! ¡Traición al régimen soviético!
Ahora vienen sus peores delitos: en lo más encarnizado de la guerra civil… redactaban obras, notas y proyectos. Sí, esos «expertos en derecho constitucional, en ciencias financieras, en relaciones económicas, en jurisprudencia y en instrucción pública», ¡redactaban obras! (Y como es fácil adivinar, sin apoyarse en absoluto en los trabajos precedentes de Lenin, Trotski o Bujarin…) El profesor S.A. Kotliarevski escribe sobre la organización federal de Rusia; V.I. Stempkovski, sobre la cuestión agraria (y probablemente, sin hablar de colectivización…); V.S. Muralevich, sobre la instrucción pública en la Rusia del futuro; el profesor Kartashov, acerca de un proyecto de ley sobre la libertad de culto, Y el (gran) biólogo N.K. Koltsov (a quien la patria no ofreció más que persecuciones y finalmente el patíbulo) había puesto su Instituto a disposición de esos burgueses sabelotodo para que se reunieran. (Allí fue a parar también N.D. Kondratiev, con quien acabarían definitivamente en 1931 por el asunto del TKP.)
Nuestro corazón acusador bate cada vez más fuerte, impaciente por oír la sentencia. ¿Qué castigo hay que imponer a estos esbirros de los generales? ¡ El paredón! ¿Qué otra cosa si no? La voz que oímos ya no es la del acusador, sino ¡la sentencia del tribunal! (Desgraciadamente, después vino la rebaja: campo de concentración hasta el final de la guerra civil.)
Eran culpables de no haberse quedado quietos en su rincón chupando su cuarto de kilo de pan. No. Tuvieron que «reunirse y concertar qué régimen debía implantarse tras la caída del poder soviético».
En el lenguaje científico moderno esto se denomina estudiar posibilidades alternativas.
Truena la voz del acusador, pero advertimos en ella cierta vacilación, como si sus ojos buscaran algo por la mesa: ¿algún otro papel? ¿alguna cita? ¡Un momento! Hay que dársela al instante. ¿Es ésta, Nikolai Vasílych? Tome:
«Para nosotros… la noción de tortura reside ya en el mero hecho de tener presos políticos en la cárcel…».
¡Eso es! ¡Tener presos políticos en la cárcel se considera tortura! ¡Y lo dice el acusador! ¡Qué amplitud de miras! ¡Emerge una nueva justicia! Sigamos:
«…la lucha contra el gobierno zarista fue una segunda naturaleza para ellos [los políticos]; no podían dejar de combatir el zarismo» (pág. 17).
Lo mismo que los que ahora comparecen no podían dejar de estudiar posibilidades alternativas. A fin de cuentas, pensar es seguramente la primera naturaleza del intelectual, ¿o no?
¡Ay, qué torpes somos! ¿Pues no le hemos alargado una cita de otro proceso? ¡Menuda plancha! Pero Nikolai Vasílie-vich vuelve a trinar:
«Y aun cuando los acusados no hubieran movido ni un dedo aquí en Moscú (daba la impresión de que así había sido…), da lo mismo: […] en momentos como éste, hasta las conversaciones alrededor de una taza de té sobre qué régimen debe sustituir al soviético, dando por supuesto que éste va a derrumbarse, constituyen un acto contrarrevolucionario […]. Durante la guerra civil no sólo es delictivo cualquier acto [contra el régimen soviético]. £5 delictiva la inactividad en sí. (pág. 39)».
Ahora ya está todo claro. Se les condenaba a muerte por inacción. Por una taza de té.
Por ejemplo, los intelectuales de Petrogrado decidieron, en caso de que Yudénich entrara en la ciudad, «esforzarse ante todo por convocar una Duma municipal democrática» (es decir, para hacer frente a la dictadura del general).
Krylenko: Pues yo les gritaría: «¡Vuestra primera obligación era pensar cómo ofrendar vuestra vida para que la ciudad no cayera en manos de Yudénich!».
Pero ellos no la ofrendaron.
(Ni tampoco Nikolai Vasílievich.)
Había también personas acusadas porque estaban al corriente pero guardaron silencio (hablando en plata: «por saberlo y no decirlo»).
Y luego estaban los que no se habían limitado a permanecer inactivos, sino que habían tomado parte activa y criminal: algunos acusados, por mediación de L.N. Jruschova -miembro de la Cruz Roja Política y también en el banquillo- habían ayudado a los presos de Butyrki con dinero (podemos imaginarnos todo ese capital corriendo a mares en la cantina de la cárcel) y prendas de vestir (y encima, seguramente de lana).
¡Sus crímenes sobrepasaban toda medida! ¡Tampoco tendría freno el castigo proletario!
Los rostros de veintiocho hombres y mujeres de antes de la revolución pasan ante nosotros como filmados por una cámara que cae al vacío: la cinta arremolinada desentraña una secuencia indescifrable. ¡No podemos distinguir qué expresión hay en sus rostros! ¿Se trata de miedo?, ¿desdén?, ¿orgullo?
¡Porque sus respuestas no constan en acta! ¡Ni tampoco sus últimas palabras! Por motivos de orden técnico… Mas el acusador subsana esta carencia cantándonos de nuevo: «Hemos presenciado una total autoflagelación, el total arrepentimiento por los errores cometidos. Hemos visto una intelectualidad, políticamente enclenque, de una naturaleza intermedia… (¡ya estamos otra vez con eso de la naturaleza intermedia!)…* que corrabora plenamente la apreciación marxista de la intelectualidad que siempre han sostenido los bolcheviques» (pág. 8).
¿Y quién es esa joven que aparece de manera fugaz?
Es una de las hijas de Tolstói, Alexandra Lvovna. Krylenko le preguntó: ¿Qué hacía usted en esas reuniones? Respondió la joven: «Preparaba el samovar». ¡Tres años de campo de concentración!
Gracias a la revista En tierra extraña, publicada en Occidente," podemos establecer lo que realmente pasó.
En el verano de 1917, bajo el Gobierno provisional, surgió una Unión de Activistas Sociales cuyo objetivo era lograr que la guerra siguiera hasta alcanzar un fin victorioso, y oponerse a las corrientes socialistas, especialmente a los eseristas. Después del golpe de Estado de Octubre, muchos de sus miembros destacados abandonaron el país, pero otros se quedaron. Ya no era posible convocar más asambleas ni mantener una actividad organizada, pero toda vez que los intelectuales estaban habituados a pensar, valorar los acontecimientos e intercambiar ideas, les resultaba difícil renunciar a ello de la noche a la mañana. Su proximidad con el mundo académico les permitía hacer pasar sus reuniones por coloquios científicos. Por aquel entonces había mucho sobre qué opinar: la paz de Brest-Litovsk, renunciar a la guerra a costa de enormes territorios, las nuevas relaciones tanto con antiguos aliados como con antiguos enemigos… Y mientras tanto, en Europa la guerra continuaba. Algunos, en nombre de la libertad y la democracia, y también por el respeto al compromiso contraído como aliados, consideraban que era preciso continuar ayudando a los aliados, que la paz de Brest-Litovsk la habían concertado unas personas a las que el país no había otorgado poderes. Otros acariciaban la esperanza de que el régimen soviético rompiera con los alemanes cuando el Ejército Rojo se hubiera consolidado. Unos terceros confiaban, por el contrario, en los alemanes, y pensaban que éstos, convertidos por un tratado en dueños de media Rusia, eliminarían a los bolcheviques. (Por su parte, los alemanes consideraban -y con razón- que colaborar con los kadetés era hacerle el juego a los ingleses, y que el único gobierno que no reanudaría la guerra contra Alemania era el de los bolcheviques.)
Estas divergencias hicieron que de la Unión de Activistas Sociales se escindiera en el verano de 1918 un Centro Nacional. Éste era en esencia un simple círculo de opinión ferozmente aliadófilo, compuesto por kadetés, que temían más que al fuego reconstituirse en partido político y desafiar la tajante prohibición bolchevique. Este círculo no tuvo otra actividad que unas asambleas encubiertas en el instituto del profesor Kolt-sov. De vez en cuando enviaban a alguno de sus miembros a Kubán para recoger información, pero al llegar ahí se desvanecían y parecían olvidarse de sus compañeros de Moscú. (Hay que decir también que los aliados no mostraron más que un débil interés por el Ejército Voluntario.) Pero en lo que más concentró sus esfuerzos el Centro Nacional fue en la pacífica elaboración de proyectos de ley para la futura Rusia.
Al mismo tiempo que se fundaba el Centro Nacional, se había fundado, más a Ja izquierda, la Unión del Renacimiento (formada básicamente por eseristas, reacios a unirse a los kadetés: volvían a surgir las tendencias e ideas propias de los partidos políticos), que se proponía luchar tanto contra los alemanes como contra los bolcheviques. Pero como les parecía imposible organizar esta lucha en territorio bolchevique, se limitaron a enviar emisarios al sur. Sin embargo, cuando llegaban a los distritos dominados por el Ejército Voluntario,* eran rechazados por el espíritu reaccionario de dichas tropas.
En la primavera de 1919 las tres organizaciones -la Unión de Activistas Sociales (reducida ahora a Consejo), el Centro Nacional y la Unión del Renacimiento-, sofocadas por el aire enrarecido del comunismo de guerra,* decidieron mantener una coordinación sistemática, y para ello designaron a dos hombres cada una. El sexteto se reunió algunas veces en el curso de 1919 y posteriormente quedó paralizado hasta dejar de existir. Las detenciones de estos hombres no empezaron hasta 1920, y fue entonces, durante la instrucción del sumario, cuando el sexteto recibió el pomposo nombre de «Centro Táctico».
Las detenciones se debieron a la denuncia de un anodino miembro del «Centro Nacional», N.N. Vinogradski, que más tarde continuó desempeñando una fructífera labor como «clueca» en la celda de la Sección Especial. Por ella pasaron muchos de sus compañeros, los cuales, con la ingenuidad propia de aquellos años dignos de un Krylov, contaban abiertamente entre sus cuatro paredes lo que pretendían ocultar a los jueces de instrucción.
El Libro Rojo de la Vecheká (tomo II, Moscú. 1922) cita textualmente muchas declaraciones de los acusados, y éstas, ay, son deplorables.
Sin ánimo de mostrarse irónico, Melgunov reprocha al juez de instrucción Yákov Agránov (el que los hizo pasar a todos por el aro) el engaño que usó con él y con los demás acusados, su hábil forma de tomarle el pelo, que él considera «el más bajo ultraje que podía haberme hecho», algo peor, según dice, que cualquier presión física. Y Melgunov, un historiador que más tarde analizaría con tanta perspicacia numerosas figuras de la Revolución, se dejó echar el lazo: confirmó que eran miembros de la Unión del Renacimiento una serie de personas cuya supuesta confesión por escrito le dieron a leer. Y acto seguido empezó a hacer «unas declaraciones más o menos hilvanadas» casi en forma de relato, sin ceñirse a las preguntas del juez. (Estas declaraciones dejaron atónitos y desmoralizados a sus compañeros cuando les fueron mostradas: parecía que tuviera unas ganas incontenibles de contarlo todo, sin necesidad de que se lo sonsacaran.)
Agránov consiguió que todos «picaran» diciéndoles también que aquello era «agua pasada», que todos estos centros ya no se reunían desde hacía tiempo, y que por lo tanto los acusados no corrían ningún peligro, que si la Cheká quería esclarecer el caso era sólo por su interés histórico. Yákov Saúlovich, el juez instructor, sedujo a muchos con su amabilidad, pero a otros les planteaba de modo abrupto la igualdad «régimen soviético = Rusia», y añadía que era un crimen luchar contra el primero si se amaba a la segunda. Y de este modo obtuvo de algunos unas declaraciones humillantes y serviles. (En parte, el artículo de Kotliarevski que hemos reseñado a pie de página trata de la instrucción de un detenido por orden de Agránov.)
¿Y qué pasó ante el tribunal? Escuchemos a Melgunov: «La tradición revolucionaria [de la intelectualidad] exigía este heroísmo, pero no había en mi alma el ardor necesario. Convertir el juicio en una demostración de protesta habría significado agravar no sólo mi propia situación, sino también la de los demás».
Ya ven con qué facilidad mordía el anzuelo de la Cheká, se rendía y perecía la intelectualidad rusa, otrora tan amante de la libertad, tan intransigente, tan inflexible… cuando los zares, cuando nadie la emprendía con ella.
Otro éxito de Agránov, aun más fulgurante y terrible, fue el «caso Tagántsev» de 1921 (aunque no tiene relación con este capítulo, pues no hubo juicio).El profesor Tagántsev se mantuvo heroicamente callado durante cuarenta y cinco días de interrogatorios. Pero después, Agránov lo convenció para que firmara el siguiente pacto:
«Yo, Tagántsev, me comprometo conscientemente a prestar declaración sobre nuestra organización sin ocultar nada […], ni ninguna persona que haya tomado parte en dicho grupo, en el bien entendido de que con ello aliviaré la suerte de todos los encausados.
»Yo, Yákov Saúlovich Agránov, delegado de la Vecheká, con la ayuda del ciudadano Tagántsev me comprometo a poner fin con prontitud a la instrucción sumarial y, una vez concluida la misma, hacer que el sumario sea visto en juicio público… Doy mi palabra de que ninguno de los acusados será condenado a la pena suprema».
Resultado del caso Tagántsev: 87 personas fusiladas por la Cheká.
Así salía el sol de nuestra libertad. Así fue creciendo, traviesa y bien cebada nuestra Ley, hija de Octubre.
Pero hoy ya lo hemos olvidado todo por completo.
Nuestra ley aún es joven, está en edad de pertenecer a la Organización Juvenil de Pioneros.* Sigamos sus pasos.
Empecemos por mencionar un proceso hace tiempo olvidado, y ni siquiera tuvo carácter político,
el proceso contra la Glavtop (Mando supremo de Combustibles) en mayo de 1921, que afectó a ingenieros, o spets* como decían entonces.
¡Los especialistas tienen la culpa de todo! Pero el Tribunal Proletario se muestra clemente con ellos y las sentencias son benignas. Naturalmente, a los proletarios les queda en el pecho cierto rencor contra esos malditos especialistas, pero no se puede prescindir de ellos, todo se iría abajo. Por tanto, el Tribunal no los acosa. Krylenko llega incluso a decir que desde 1920 «no puede hablarse de sabotaje». Los spets tienen culpa, sí, pero no obran por malicia, sino simplemente porque son unos incompetentes que no saben más, que no pudieron aprender más cuando el capitalismo, o quizá simplemente por egoísmo y corrupción.
Así pues, a comienzos del periodo de reconstrucción se observa una sorprendente condescendencia con los ingenieros.
El año 1922, el primer año de paz, fue pródigo en procesos judiciales públicos, tanto que vamos a dedicar este capítulo casi por entero a este único año. (Ello puede sorprender a más de uno: ¿Por qué esta animación en los tribunales justo después de la guerra? Pero es que también en 1945 y 1948 iba a resurgir de manera extraordinaria la actividad del Dragón. ¿Se trata quizá de una ley natural?)
A comienzos de aquel año, no debemos pasar por alto:
el caso del suicidio del ingeniero Oldenborger (Tribunal Revolucionario Supremo, febrero de 1922); un proceso que nadie recuerda, insignificante y nada característico. No es nada característico porque abarca una sola vida humana y porque ésta ya había terminado. Pero de no haber muerto, en el banquillo de los acusados se habría sentado aquel ingeniero, y con él una decena de hombres más, con quienes habría constituido un centro, y entonces el proceso se habría ajustado de lleno a los cánones. En cambio, quienes estaban ahora sentados en el banquillo eran el camarada Sedelnikov -un preeminente miembro del partido-, dos inspectores de la Rabkrin* y un par de sindicalistas.
Mas poco importa: ¡era un enemigo! He aquí lo que le había dicho a un obrero: «El régimen soviético no se mantendrá ni dos semanas». En la nueva situación que precede a la NEP, Krylenko se permite una indiscreción ante el Tribunal Revolucionario Supremo: «No eran los especialistas los únicos que entonces lo pensaban, también nosotros lo creíamos a veces» (pág. 439, la cursiva es mía. – A.S.).
Mas poco importa: ¡era un enemigo! Como nos enseña el camarada Lenin: para vigilar a los especialistas burgueses necesitaremos al perro guardián de la RKI.
Desde entonces Oldenborger contó con dos de esos perros guardianes que no lo dejaban ni a sol ni a sombra. (Uno de ellos, Makárov-Zemlianski, un vivales empleado de oficinista en la Compañía de Aguas y más tarde despedido por «conducta improcedente», ingresó en la RKI porque «pagaban más», ascendió hasta llegar a la sede del Comisariado Popular en Moscú porque «la paga era todavía mejor», y tuvo así ocasión de controlar a su antiguo jefe y vengar su afrenta con toda su alma.) Pensemos que además el Comité Sindical, como es de suponer, tampoco dormía, por algo era el mejor defensor del obrero. Y que los comunistas se habían hecho los amos de la Compañía de Aguas. «Los altos cargos deben ser desempeñados exclusivamente por obreros, sólo los comunistas deben detentar el mando en toda su plenitud. Este proceso confirma la validez de esta afirmación» (pág. 433). Añadamos que la organización del partido en Moscú tampoco le quitaba la vista de encima a la Compañía de Aguas. (Y detrás de ella, estaba además la Cheká.) «Con sana hostilidad de dase sentamos, en su día, las bases de nuestro Ejército; y en nombre de esta misma hostilidad, no confiaremos ahora ni un sólo puesto de responsabilidad a personas ajenas a nuestro bando, sin poner a su lado a un […] comisario» (pág. 434). Inmediatamente empezaron a enmendarle la plana al ingeniero jefe, a darle orientaciones, a reprenderle y cambiarle el personal técnico sin su consentimiento («limpiaron a fondo aquel nido de negociantes»).
¡Mas no lograron salvar la Compañía de Aguas! ¡El suministro, en lugar de mejorar, empeoraba! Así de astuta era la camarilla del ingeniero, que de forma artera seguía adelante con sus malévolos designios. Es más, abandonando su naturaleza intermedia de intelectual, que hasta entonces le había impedido elevar el tono, Oldenborger se atrevió a calificar de despotismo la actuación del nuevo director del servicio, Ze-niuk («una figura enormemente simpática -según Krylenko- por su estructura interna»).
Para entonces no cabía ya duda de que «el ingeniero Oldenborger traicionaba deliberadamente los intereses de los trabajadores y que era enemigo directo y declarado de la dictadura de la clase obrera». Empezaron a desfilar por la red de distribución de agua las comisiones de control, pero se encontraban con que todo estaba en orden y que el agua circulaba con normalidad. Pero los de la Rabkrin no se daban por satisfechos y no dejaban de enviar denuncias a la sede de la RJCI: Oldenborger no busca sino «entorpecer, dañar y destruir el suministro de aguas con fines políticos». Pero no se salió con la suya porque le estaban asediando sin cesar y no le permitían derroches como reparar las calderas o reemplazar los depósitos de madera por unos de hormigón. En las asambleas, los guías del proletariado empezaron a decir sin recato alguno que el ingeniero jefe era «el alma del sabotaje técnico organizado», que no debían confiar en él, sino pararle los pies.
¡Y pese a todo el trabajo no marchaba mejor, sino peor!
El partido tomó las siguientes medidas: el ingeniero jefe Oldenborger fue expulsado de… la Junta Directiva de la Compañía de Aguas, y luego, rodeado de una atmósfera de continua vigilancia, lo citaron una y otra vez ante numerosas comisiones y subcomisiones, lo interrogaban y le encargaban tareas que debía cumplir con plazos mínimos. Cada incomparecencia se anotaba en un expediente «en previsión de un futuro proceso judicial». Por mediación del Consejo del Trabajo y Defensa (presidido por el camarada Lenin) consiguieron que se constituyera una «Troika Extraordinaria» para la Compañía de Aguas (Rabkrin, Consejo de Sindicatos y camarada Kuibyshev).
Pero el agua hacía cuatro años que continuaba corriendo por las cañerías como si nada. Y los moscovitas la bebían y no advertían lo que pasaba…
El camarada Sedelnikov publicó entonces en el diario Vida Económica un artículo «Acerca de los rumores sobre el estado catastrófico de la red de distribución de aguas y la alarma que originan en la opinión pública». En él sembraba una serie de nuevos rumores no menos inquietantes y decía incluso que la Compañía bombeaba agua subterránea «erosionando deliberadamente los cimientos de todo Moscú» (que databan de los tiempos de Iván Kalita). Se constituyó una comisión del Consejo Municipal de Moscú que dictaminó: «el estado de la red es satisfactorio y su dirección técnica, racional». Oldenborger refutó todas las acusaciones. Tras esto, Sedelnikov se mostró magnánimo: «Yo sólo me había propuesto levantar la liebre, pero desde luego, se trata de un asunto que compete en exclusiva a los spets».
¿A qué podían recurrir entonces los guías de la clase obrera? ¿A qué último, pero infalible recurso? ¡Una denuncia a la Cheká! ¡Y eso es lo que hizo Sedelnikov! Él «estaba viendo con sus propios ojos la consciente destrucción de la red de suministro por parte de Oldenborger», no tenía duda de que «en la Compañía de Aguas, en el corazón del Moscú rojo, existía una organización contrarrevolucionaria». Y para colmo, ¡había que ver en qué estado catastrófico se encontraba la torre de aguas de Rubliovo!
Pero en este punto, Oldenborger se permitió una falta de tacto, un paso en falso digno de una capa intermedia e invertebrada como es la intelectualidad: se le habían «cargado» un pedido de nuevas calderas extranjeras (las viejas era imposible repararlas en Rusia) y él se suicidó. (Eran demasiadas cosas para un hombre solo, al que, además, le faltaba preparación.)
Pero no dieron carpetazo al asunto.; incluso sin Oldenboger sería posible descubrir a la organización contrarrevolucionaria, ya se encargarían de desenmascararla los de la Rabkrin. Y así transcurren dos meses entre sordas maniobras. Pero el espíritu de la incipiente NEP exige «una de cal y otra de arena», de modo que cuando el caso llega al Tribunal Revolucionario Supremo, Krylenko se muestra severo, pero moderado a la vez; implacable, pero moderado a la vez. Y también comprensivo: «Naturalmente, el obrero ruso tenía razón al ver un enemigo más que un amigo en todo el que no era su igual», pero «habida cuenta de las modificaciones que va a seguir experimentando nuestra política, tanto en la práctica como en términos generales, tal vez nos veamos obligados a hacer mayores concesiones, a retroceder y a pactar; es posible que el partido se vea obligado a optar por una línea táctica a la que se opondrá la primitiva lógica de quienes han sido luchadores sinceros y dispuestos a todo sacrificio (pág. 458)».
Ciertamente, el tribunal prefirió «no tomarse a la tremenda» las declaraciones contra el camarada Sedelnikov, formuladas tanto por los obreros como por los de la Rabkrin. Y tampoco el acusado Sedelnikov parecía amedrentado cuando replicaba a las amenazas del acusador: «¡Camarada Krylenko! Conozco esos artículos; mas eso se refiere a enemigos de clase y aquí no se está juzgando a enemigos de clase».
Pero en cambio, ahora Krylenko se complace en cargar las tintas. Denuncias contra organismos estatales intencionadamente falsas… con circunstancias agravantes (rencor personal, ajuste de cuentas)…, abuso de las atribuciones del cargo…, irresponsabilidad política…, uso indebido del poder y de la autoridad de funcionarios soviéticos y miembros del RKP(b)…, desorganización del trabajo en la Compañía de Aguas…, perjuicio al Consejo Municipal de Moscú y a la Rusia Soviética dada la escasez de especialistas en suministro de aguas… que resultan insustituibles… «Por no hablar ya de la pérdida personal… En nuestra época, en la que la lucha constituye el contenido esencial de nuestras vidas, en cierto modo nos hemos acostumbrado a no conceder importancia a las pérdidas, por irreparables que éstas sean… (pág. 458). El Tribunal Revolucionario Supremo debe hacer oír su voz con fuerza… ¡Debe imponerse con todo rigor el castigo previsto por la Ley! ¡No estamos aquí para bromas!»
¿Dios mío, qué va a ser de ellos? ¿Será posible que la sentencia sea…? El avezado lector susurra ya: fu…
Exacto: fu-nambulesca: en vista de su sincero arrepentimiento, se impone a los acusados… ¡una amonestación pública!
Dos raseros diferentes…
Sedelnikov, según dicen, fue condenado a un año de prisión.
Permítanme ustedes que no me lo crea.
¡Oh, trovadores de los años veinte, que nos los pintabais como un radiante estallido de alegría! Mas nosotros, aunque sólo los vimos de refilón y con ojos de niño, ¿cómo habremos de olvidarlos? Aquellas jetas, aquellos morros que acosaban a los ingenieros empezaron a criar grasa precisamente en los años veinte.
Pero ahora sabemos que todo había empezado en 1918…
Este grandioso proceso había despertado desde el primer momento cierta inquietud en Europa, y el Comisariado del Pueblo para la Justicia de pronto reparó en que contaba con tribunales desde hacía cuatro años, eso sí, pero que aún no tenía un Código Penal, ni viejo ni nuevo. Seguramente, Krylenko también andaba preocupado con esto del Código: antes de ponerse manos a la obra había que dejar todos los cabos bien sujetos.
En cambio, los procesos eclesiásticos en ciernes eran de índole interna y carecían de interés para la progresista Europa. Así pues, podían seguir adelante, aunque no hubiera código.
Ya hemos visto que según entendían las autoridades la separación entre Iglesia y Estado, todos los templos y todo cuanto había en ellos colgado, expuesto o pintado, pasaba al Estado, y que a la Iglesia la única casa de Dios que le correspondía era la que, según las Sagradas Escrituras, llevaban los hombres en el alma. Y en 1918, cuando parecía haberse alcanzado la victoria política -más rápida y fácilmente de lo que se esperaba- se dispuso la confiscación de los bienes de la Iglesia. Sin embargo, este primer asalto provocó demasiada indignación popular. En plena vorágine de la guerra civil hubiera sido una imprudencia abrir otro frente interior, esta vez contra los creyentes. No hubo más remedio que aplazar el diálogo entre comunistas y cristianos hasta mejor ocasión.
Estamos ante una cadena de causas y consecuencias concisa y directa: si en el Volga llegaron a comerse a sus hijos fue porque antes los bolcheviques se habían apoderado del poder por la fuerza provocando una guerra civil.
Pero el político de talento ha de saber sacar partido de las desgracias del pueblo. Fue como un arrebato de inspiración, como matar tres pájaros de un tiro: ¡Pues que los popes den de comer a las gentes del Volga! ¿O es que no son almas cristianas y compasivas?
1) Si se niegan, les cargamos a ellos toda la culpa del hambre y acabamos con la Iglesia.
2) Si acceden, dejamos limpios los templos.
3) De un modo o de otro, llenamos de divisas las arcas del Estado.
Es probable que este plan se inspirara en el comportamiento de la propia Iglesia. Como atestigua el patriarca Tijon, ya en agosto de 1921, cuando empezaba el hambre, la Iglesia creó unos comités diocesanos y panrusos de auxilio a los hambrientos e inició una cuestación. Pero permitir la ayuda directa de la Iglesia a las bocas hambrientas era tanto como poner en entredicho la dictadura del proletariado. Se prohibieron los comités y el dinero pasó al erario público. El Patriarca recurrió hasta al Papa de Roma y al Arzobispo de Canterbury, pero también en esto le cortaron las alas, pues sólo el régimen soviético tenía potestad para mantener negociaciones con extranjeros. Además, ¿a qué venía ir dando voces de alarma?: el régimen -decían los periódicos- disponía de recursos propios y suficientes para atajar el problema del hambre.
Pero en el Volga la gente estaba comiendo hierba y suelas de zapato, y royendo los marcos de las puertas. Al final, en diciembre de 1921, el Pomgol* (Comité Estatal de Auxilio a los Afectados por el Hambre) propuso a la Iglesia que hiciera donación de sus tesoros a beneficio de los hambrientos -no todos, sino de los que no fueran canónicamente necesarios para la liturgia-. El Patriarca accedió y el Pomgol dictó una normativa: ¡Toda donación debía ser voluntaria! El 19 de febrero de 1922 el Patriarca hizo pública una carta pastoral que autorizaba a los consejos parroquiales a donar los objetos no sacramentales.
Una vez más, todo podía irse al garete y acabar en un compromiso conciliador que neutralizara la voluntad proletaria.
¡Idea: fulminarlos con un rayo! ¡Idea: lanzarles un decreto! Decreto del VTsIK de 26 de febrero: ¡Incautar todos los tesoros de la Iglesia para socorrer a las víctimas del hambre!
El Patriarca escribió a Kalinin y éste no le respondió. El 28 de febrero el Patriarca publicó una nueva epístola que resultaría fatal: la Iglesia consideraba semejante acto un sacrilegio y no podía consentir la requisa.
Hoy, medio siglo después, es fácil reprochárselo al Patriarca. Posiblemente los altos dignatarios de la Iglesia no debieran haberse detenido a pensar en cosas como: ¿es que acaso el régimen soviético no dispone de otros recursos, ¿ quién había provocado, a fin de cuentas, el hambre en el Volga?; no debieron haberse aferrado a sus riquezas, pues ellas no podían ser la base sobre la que renaciera una fe con renovado vigor (si es que ello llegaba a ocurrir). Pero imaginemos la situación del infeliz Patriarca, elegido justo después de Octubre, y que en los pocos años que habría de estar al frente de la Iglesia no conocería sino acosos, persecuciones y fusilamientos. Y era él quien tenía que protegerla.
Acto seguido, seguros de su éxito, los periódicos iniciaron una campaña contra el Patriarca y los altos dignatarios de la Iglesia, que estaban ¡estrangulando la región del Volga con la descarnada mano del hambre! Y cuanto más se empecinaba el Patriarca en su negativa, tanto más difícil se hacía su situación. En marzo surgió en el seno del clero un movimiento que abogaba por la entrega de los tesoros y la negociación de un acuerdo con las autoridades. Los temores que aún había que vencer se los manifestaba a Kalinin el obispo Antonin Granovski, que había entrado a formar parte del Comité Central del Pomgol: «los fieles temen que los tesoros de la Iglesia puedan ser utilizados para otros fines, mezquinos y ajenos a sus corazones». (El versado lector, conocedor ya de los principios generales de la Doctrina Progresista, convendrá que ello era más que probable. Y es que las necesidades de la Komintern y de un Oriente que sacudía sus cadenas no eran menos acuciantes que las de la cuenca del Volga.) En Petrogrado, el metropolita Benjamín daba también muestras de firmeza: «Esto es de Dios y lo entregaremos de buen grado». Pero sin confiscación, como una ofrenda voluntaria. También él pedía cierto control por parte del clero y de los fieles: quería la custodia de los objetos hasta el momento en que éstos se convirtieran en pan para los hambrientos. Le atormentaba pensar que, a pesar de todo, su postura pudiera poner en entredicho la enérgica condena del Patriarca.
¡De nuevo está urdiéndose un pacto! El hálito pestilente del cristianismo envenena la voluntad revolucionaria. ¡Los hambrientos del Volga no necesitan esa concordia ni esa donación! El equipo del Pomgol en Petrogrado es objeto de depuración por su falta de vertebración, mientras los periódicos arremeten contra los «malos pastores» y los «príncipes de la Iglesia» hasta acabar diciéndoles muy claramente: ¡No necesitamos vuestras dádivas! ¡No necesitamos pactar con vosotros! Todo es del Estado, y éste tomará lo que estime necesario.
Y empezó en Petrogrado, como en todas partes, la requisa forzada y los incidentes.
Proceso eclesiástico de Moscú (26 de abril-7 de mayo 1922), en el Museo Politécnico, Tribunal Revolucionario de Moscú, presidente: Bek; fiscales: Lunin y Longuinov; acusados: diecisiete arciprestes y seglares, inculpados todos ellos de haber difundido la epístola del Patriarca. Esta acusación pesa más que la entrega o no de los objetos preciosos. El arcipreste A.N. Zaozerski había entregado de forma voluntaria los tesoros de su templo, aunque, por principios, respaldaba la proclama del Patriarca y consideraba sacrilegio los actos de confiscación. Se convirtió en la figura central del proceso y, acto seguido, fue fusilado. (Lo que demuestra que lo importante no era dar de comer a los hambrientos, sino aprovechar la ocasión para destruir la Iglesia.)
El 5 de mayo se cita como testigo al Patriarca Tijon. Aunque el público había sido convenientemente cribado y repartido por la sala (en esto, el año 1922 no se diferenciaba mucho de 1937 y de 1968), el fermento de la vieja Rusia estaba aún tan arraigado y tan delgado era el barniz de la sovietización, que más de la mitad de los presentes se pusieron en pie cuando entró el Patriarca, para recibir su bendición.
El Patriarca asume toda la responsabilidad por la redacción y distribución de la epístola, pero el presidente del tribunal intenta llevar más lejos el asunto: ¡Pero esto no puede ser! ¿No querrá hacerme creer que la escribió de su puño y letra, de cabo a rabo? Usted seguramente no hizo más que firmarla, pero ¿quién la escribió? ¿Quienes le asesoraron? Y después: ¿A qué viene mencionar en su proclama la campaña de la prensa contra usted? (Si, como dice, se trata de una campaña contra usted, ¿qué tenemos que ver con ella nosotros?) ¿Qué ha querido decir con eso?
EL PATRIARCA: Habría que preguntar a quienes la iniciaron, saber qué objeto persiguen.
EL PRESIDENTE: ¡Eso nada tiene que ver con la religión!
EL PATRIARCA: Reviste carácter histórico.
EL presidente: ¿Acaso no dice usted textualmente que durante sus negociaciones con el Pomgol, se publicó un decreto «a sus espaldas»?
EL PATRIARCA: Sí.
EL presidente: Por tanto, ¿opina usted que el régimen soviético ha obrado de manera irregular?
¡Imputación fatal! ¡Nos la repetirán aún millones de veces en los interrogatorios nocturnos con los jueces de instrucción! Pero nosotros nunca osaremos responder con tanta sencillez:
EL PATRIARCA: Sí.
EL PRESIDENTE: ¿Se considera usted o no sujeto a las leyes vigentes en el Estado?
EL PATRIARCA: Sí, me considero sujeto a ellas en todo lo que no contravenga las reglas de la piedad.
(¡Si todos hubieran respondido así! ¡Cuan distinta hubiera sido nuestra Historia!)
Sigue una discusión sobre cuestiones canónicas. El Patriarca puntualiza: no hay sacrilegio si la Iglesia entrega voluntariamente sus tesoros, pero si éstos le son arrebatados contra su voluntad, entonces hay sacrilegio. En la epístola no se dice que no deban entregarse en ningún caso, sólo se condena la incautación forzosa.
EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL, EL CAMARADA BEK (expresando sorpresa): A fin de cuentas, ¿qué es más importante para usted, los cánones de la Iglesia o el punto de vista del Gobierno soviético?
(¿qué respuesta les hubiera gustado oír?:…del Gobierno soviético.)
–Muy bien, admitamos que sea sacrilegio según los cánones de la Iglesia -exclama el ACUSADOR-, pero ¿qué sería desde el punto de vista de la caridad?
(Por primera y última vez en cincuenta años, un tribunal se acuerda de nuestra tullida caridad…)
Seguidamente emprenden un análisis filológico. «Sviato-tatstvo» (sacrilegio) viene de «sviato» (sacro) y «tat» (ladrón).
EL ACUSADOR: ¿O sea que nosotros, los representantes del régimen soviético, somos ladrones de objetos sagrados?
(Alboroto en la sala. Se interrumpe la sesión. Los alguaciles cumplen su cometido.)
EL ACUSADOR: ¿De manera que usted tacha de ladrones a los representantes del régimen soviético y al VTsIK?
el PATRIARCA: No hago más que remitirme a los cánones.
Acto seguido se discute sobre el término «profanación». En la requisa de la iglesia de San Basilio de Cesárea la montura del icono no cabía en la caja y la doblaron a puntapiés. Pero el Patriarca no estaba allí, ¿no es así?
EL ACUSADOR: ¿Entonces cómo lo sabe? ¡Comuníquenos el nombre del sacerdote que se lo ha contado! (= ¡que enseguida lo metemos entre rejas!)
El Patriarca no da el nombre.
O sea, ¡que es mentira!
EL acusador (insiste triunfante): Entonces, ¿ quién ha difundido esa vil calumnia?
EL PRESIDENTE: ¡Díganos cómo se llaman quienes pisotearon la montura! (Porque sin duda dejarían una tarjeta.) ¡De lo contrario el tribunal no puede dar crédito a sus palabras!
el patriarca: No puedo dar sus nombres.
el presidente: O sea, ¡que sus acusaciones carecen de fundamento!
Falta aún demostrar que el Patriarca pretendiera derribar el régimen soviético. He aquí cómo queda demostrado: «la propaganda es una tentativa de preparar a la opinión para que de este modo sea posible derrocar el poder».
El tribunal decide incoar una causa penal contra el Patriarca.
El 7 de mayo se dicta sentencia: de los diecisiete acusados, once fueron condenados a muerte. (Fusilaron a cinco.)
Como había dicho Krylenko: «¡No estamos aquí para bromas!».
Una semana después, el Patriarca es desposeído de su cargo y detenido. (Pero esto no es todo. De momento lo conducen al monasterio Donskoi, donde lo mantendrán en rigurosa reclusión hasta que los fieles se acostumbren a su ausencia. ¿Recuerdan ustedes el asombro de Krylenko poco antes?: «¿De qué peligro pretendían defender los fieles al Patriarca?». Y tiene razón: cuando el peligro acecha, no hay campanas ni teléfonos que valgan.)
Al cabo de dos semanas, en Petrogrado, le llega el turno al metropolita Benjamín. Lo arrestaron, aunque no era un alto dignatario de la Iglesia y aunque no había sido investido por designación, como ocurría con los demás metropolitas. En la primavera de 1917, por primera vez desde los tiempos de la antigua república de Ñóvgorod, se había elegido a los metropolitas de Moscú (Tijon) y Petrogrado (Benjamín). Accesible a todo el mundo, afable, visitante asiduo de fábricas y talleres, querido entre el pueblo y el bajo clero, Benjamín salió elegido con los votos de todos. Sin comprender los tiempos que corrían, Benjamín se planteó como misión mantener a la Iglesia apartada de la política «pues en el pasado había sufrido mucho por culpa de ésta». Contra este metropolita se instruyó el
Proceso eclesiástico de Petrogrado (9 de junio-5 de julio de 1922). Los acusados (por haberse resistido a la requisa de los tesoros de la Iglesia) eran unas cuantas docenas de personas, entre ellas profesores de teología, de derecho canónico, archimandritas, sacerdotes y seglares. Preside el tribunal Semiónov (según rumores, un panadero), de veinticinco años de edad. El acusador principal es P.A. Krásikov, miembro de la Dirección Colegial del Comisariado del Pueblo para la Justicia, de la misma edad de Lenin y amigo suyo, primero en el destierro en Krasnoyarsk y más tarde en la emigración. A Vladímir Ilich le gustaba escucharle cuando tocaba el violín.
De proceso en proceso los abogados defensores habían ido perdiendo terreno y ahora podía advertirse cuan precaria era su situación. Krylenko nada nos dice de esto, pero nos lo cuenta un testigo presencial. El tribunal amenazó airadamente a Bobrishchev-Pushkin, primer abogado de la defensa, con encerrarlo también a él. Hasta tal punto entraba esto en los usos de la época y era una posibilidad tan real, que Bobrischev-Pushkin se apresuró a confiar su reloj de oro y su cartera a su colega Gurovich… Al profesor Egórov, uno de los testigos de la defensa, el tribunal decidió ponerlo de inmediato bajo custodia por haber declarado en favor del metropolita. Resultó, sin embargo, que Egórov venía preparado: traía un abultado portafolios con comida, ropa interior y hasta una pequeña manta.
Como habrá advertido el lector, el aparato judicial va adquiriendo poco a poco las formas que nos resultan familiares.
Se acusa al metropolita Benjamín de haber obrado con alevosía al entablar negociaciones con… el régimen soviético y de pretender con ello la suavización del decreto de confiscación de los tesoros de la Iglesia; de haber difundido aviesamente entre el pueblo el texto de su llamamiento al Pomgol (¡sa-mizdat!), y de haber actuado en connivencia con la burguesía mundial.
El sacerdote Krasnitski, uno de los principales representantes de la Iglesia Viva y agente de la GPU, declaró que el clero se había conjurado para provocar un levantamiento contra el régimen soviético aprovechando el hambre como pretexto.
Sólo se escucharon los testigos de cargo. Los de la defensa no fueron admitidos. (¡Cómo se parece! Cada vez más y más…)
El acusador Smirnov pidió «dieciséis cabezas». El acusador Krásikov exclamó: «Toda la Iglesia ortodoxa es una organización contrarrevolucionaria. En realidad, ¡habría que meter en la cárcel a toda la Iglesia!».
(Un programa plenamente realista que bien pronto casi llegaría a materializarse. Una excelente base para el diálogo entre comunistas y cristianos.)
Aprovechemos la rara oportunidad que se nos brinda para citar algunas de las frases que han quedado del abogado defensor (el letrado S.Y. Gurovich):
«No existen pruebas de culpabilidad, no existen hechos, ni existe una acusación… ¿Qué dirá la Historia? – (¡fíjate tú, qué miedo! ¡Nadie recordará, nadie dirá nada!)- En Petrogrado la incautación de los tesoros de la Iglesia se ha llevado a cabo sin el menor incidente y, sin embargo, el clero de la capital se halla en el banquillo de los acusados y hay voces que exigen su muerte. El principio fundamental en que ustedes hacen hincapié es la salvaguarda del régimen soviético. Pero no olviden que la Iglesia crece con la sangre de sus mártires -(¡menos en este país!)-. No tengo nada más que decir, y sin embargo me cuesta ceder el uso de la palabra. Mientras duren los debates, los acusados seguirán con vida. Pero cuando éstos terminen, terminarán sus vidas…».
El tribunal condenó a muerte a diez de los acusados. La ejecución se hizo esperar más de un mes, hasta que concluyera el proceso contra los eseristas (como si quisieran fusilarlos a todos juntos). Más tarde, el VTsIK indultaría a seis y los otros cuatro (el metropolita Benjamín, el archimandrita Sergui, ex delegado de la Duma estatal; el profesor de derecho Y.P. No-vitski y el abogado Kovsharov) serían fusilados en la noche del 12 al 13 de agosto.
Rogamos encarecidamente al lector que no olvide el principio de la multiplicación a escala provincial. Si hemos consignado aquí dos procesos eclesiásticos, es que hubo veintidós.