–¿Entonces, fue la Cuarta Sección Especial la que los convocó a ustedes?
–Sí. Nos preguntaron si nos creíamos capaces, después de seis meses en Karagandá, de reconstruir nuestro Instituto en suelo patrio.
–Y ustedes aceptarían entusiasmados, ¿no?
–¡Faltaría más! Ya sabe, ahora hemos comprendido nuestros errores. Y además, lo quisiéramos o no, todos los aparatos se los habían llevado de ahí embalados en cajas y ya estaban aquí.
–¡Qué devoción a la ciencia por parte del MVD! ¡Un poco más de Schubert, se lo ruego!
Y Tsarapkin, que mira melancólico hacia la ventana (en sus gafas se reflejan los oscuros bozales y la franja clara, en lo alto de las ventanas), canturrea:
Vom Abendrot zum Morgenlicht War mancher Kopf zum Greise.
Cuando me ingresan en Butyrki por cuarta o quinta vez, mientras atravieso con paso firme y presuroso el patio de la cárcel, rodeado de bloques penitenciarios, camino de la celda que me han asignado, adelantándome incluso una cabeza a mi guardián (como el caballo que galopa diligente hacia casa donde le espera la avena, sin necesidad de fusta ni riendas), a veces me olvido de volver la cabeza hacia esa iglesia cuadrangular, rematada por un octaedro. Se alza aislada en el centro de un patio cuadrado. En sus ventanas no hay bozales reglamentarios ni cristales armados como en los edificios principales, sino unas tablas grises y podridas que definen su categoría de anexo. Alberga una especie de prisión de tránsito, en el interior de Butyrki, para los recién condenados.
Pero en otro tiempo, en 1945, viví allí grandes e importantes momentos: después de ser condenados por disposición de la OSO, nos llevaron a la iglesia (¡era el momento oportuno, no estaría mal rezar!), nos hicieron subir al primer piso (encima había aún un segundo piso) y a partir de un vestíbulo octogonal nos distribuyeron por distintas celdas. A mí me metieron en la del sudeste.
Era una espaciosa celda cuadrada que en aquella época daba cabida a doscientos hombres. Como en todas partes, los presos dormían en los catres (eran de un solo piso), debajo de ellos, o simplemente en los pasillos, sobre un suelo cubierto de tarimas de madera. No sólo eran de segunda categoría las mordazas de las ventanas, sino que todo cuanto había allí parecía destinado, más que a los hijos de Butyrki, a los hijastros: no había libros, ni damas, ni ajedrez para aquel hormigueo humano; las escudillas de aluminio y las cucharas de palo, melladas y aporreadas, se retiraban después de cada comida hasta la siguiente, quizá por temor de que se las llevaran con las prisas de los traslados. Incluso les dolía dar vasos a los hijastros: después de la balanda había que lavar las escudillas para poder beberse en ellas, a lengüetazos, el té aguado. La falta de vajilla propia en la celda afectaba en especial a los que tenían la suerte -o la desdicha- de recibir un paquete de casa (cuando faltaba poco para el traslado a confines distantes los familiares siempre hacían un esfuerzo para enviar algo, a pesar de sus parcos recursos). Pero los parientes carecían de formación carcelaria y en la oficina de recepción nadie iba a aconsejarles, por lo cual nunca se les ocurría utilizar recipientes de plástico -los únicos permitidos-, sino de vidrio o de metal. Y toda esa miel, la confitura o la leche condensada se rebañaba de los botes sin misericordia y la vertían -por la rendija de la comida- sobre lo que tuvieran los presos. Pero como en las celdas de la iglesia los reclusos no tenían nada con que recoger el contenido, había que echárselo directamente en el hueco de la mano, en la boca, el pañuelo o el faldón del vestido, algo completamente normal en el Gulag, ¿pero en pleno centro de Moscú? Y además el carcelero les acuciaba: «¡Aprisa, aprisa!», como si fuera a perder el tren (si tenía prisa era porque contaba con lamer -él también- los botes confiscados). En las celdas de la iglesia todo era provisional, falto de esa ilusión de continuidad que existía en las celdas de los presos sujetos a instrucción sumarial o pendientes de juicio. Como carne picada, como un producto semimanufacturado listo para el Gulag, se retenía allí a los presos en una espera inevitable hasta que quedara algún espacio libre en Krásnaya Presnia. Aquí había sólo un privilegio: los presos tenían que ir ellos mismos a buscar el rancho tres veces al día (nunca daban kasha, pero a cambio teníamos tres platos de balanda diarios, lo cual era todo un acto de misericordia: más frecuente, más caliente y llenaba más el estómago). Si concedían este privilegio era porque en la iglesia no había ascensores como en el resto de la cárcel y los vigilantes no querían esforzarse. Había que cargar durante un buen trecho unos bidones grandes y pesados, cruzar el patio y luego subirlos por una escalera empinada, lo que resultaba muy penoso dadas las escasas fuerzas de que disponíamos, pero íbamos gustosamente con tal de salir una vez más al verde patio y oír el canto de los pájaros.
Las celdas de la capilla tenían una atmósfera peculiar: algo en ellas anunciaba las futuras corrientes de aire de las prisiones de tránsito y hacía presentir los vientos árticos de los campos. En esas celdas se celebraba un rito de aclimatación: al hecho de que ya se había dictado sentencia y que no se trataba de ninguna broma; al hecho de que por cruel que fuera este periodo que se abría en tu vida, la mente debía digerirlo y asumirlo. Era una aclimatación difícil.
Además, no había aquí un contingente fijo de presos como solía haberlo en las celdas preventivas, que así se convertían en algo semejante a una familia. Día y noche introducían y sacaban hombres de uno en uno y por decenas, con lo que siempre íbamos cambiando de sitio en el suelo y en los catres y era raro tener a alguien de vecino más de dos noches. Cuando coincidías con alguien interesante, había que interrogarlo sin demora, de otro modo podías perderlo para toda la vida.
Se llevaron de traslado a mi vecino de litera, un antiguo militante de la Schutzbund. (En 1937 a todos los de la Schutz-bund, que creían asfixiarse en la Austria conservadora, la patria del proletariado mundial acabó de asarlos con diez años cada uno. Todos ellos encontraron su fin en las islas del Archipiélago.) Ocupó su lugar un hombrecillo moreno, de cabello azabache, ojos femeninos como oscuras cerezas, aunque con una nariz ancha y gruesa que afeaba su rostro convirtiéndolo en una caricatura. Yacimos lado a lado un día entero sin decirnos nada, pero al segundo día encontró ocasión para preguntarme: «¿De dónde diría que soy yo?». Hablaba el ruso con soltura, aunque tenía acento. Dije sin mucha seguridad que tenía algo de caucasiano. Sonrió: «Me he hecho pasar fácilmente por georgiano. Me llamaban Yasha. Todos se reían de mí. Recaudaba las cuotas del sindicato». Lo examiné con mayor detenimiento. Sin lugar a dudas, era una figura cómica: un retaco con la cara desproporcionada, una sonrisa sin malicia. Pero de improviso se puso tenso, su facciones se hicieron más duras y se le contrajeron los ojos, que ahora me perforaban como el mandoble de un sable negro:
–¡Pues sepa que soy un agente secreto del Estado Mayor General rumano, el lukotenant Vladimirescu!
Llegué a estremecerme: aquello era dinamita. Después de haber conocido a dos centenares de pretendidos espías, nunca supuse que toparía con uno de verdad. Hasta pensaba que no existían.
Según me contó, procedía de una familia aristocrática, que decidió, cuando tenía tres años, que hiciera carrera en el Estado Mayor, y a los seis años se confió su educación al departamento de inteligencia. Al convertirse en adulto eligió la Unión Soviética como campo de sus futuras actividades, pues creía que aquí había el contraespionaje más implacable del mundo y que en un país como éste resultaría particularmente difícil trabajar, debido a que todos sospechaban unos de otros. Haciendo balance, ahora creía que su trabajo no había estado nada mal. Antes de la guerra pasó algunos años en Nikoláyev, donde al parecer hizo posible que las tropas rumanas tomaran los astilleros intactos. Luego estuvo en la fábrica de tractores de Stalingrado y más tarde en la fabrica Uralmash.* En una ocasión, cuando estaba recaudando las cuotas del sindicato, entró en el despacho del jefe de unos importantes talleres, cerró la puerta y su sonrisa de bobo se esfumó de sus labios al tiempo que aparecía aquella expresión de sable cortante de momentos antes: «¡Ponomariov! (éste había adoptado otro apellido en Uralmash). Le estamos vigilando desde Stalingrado. Abandonó allí su puesto (había sido un cargo importante en la fabrica de tractores de Stalingrado) y se colocó aquí con nombre falso. Usted escoge: que lo fusilen los suyos o trabajar para nosotros». Ponomariov eligió trabajar para ellos, como cabía esperar de uno de esos prósperos pancistas. El teniente dirigió su trabajo hasta que Vladimirescu fue trasladado al mando del jefe del espionaje alemán en Moscú, quien lo envió a Podolsk para dedicarse a su especialidad. Según me explicó Vladimirescu, a los espías-saboteadores se les daba una preparación polifacética, si bien cada uno de ellos tenía además una especialidad concreta. La de Vladimirescu era cortar imperceptiblemente el amarre de suspensión principal de los paracaídas. En Podolsk, salió a recibirle a la puerta del almacén de paracaídas el jefe de la guardia (¿quién sería?, ¿qué clase de nombre debía de ser?), le dejó entrar y permitió que el lukotenant permaneciera encerrado allí ocho horas, durante la noche. Vladimirescu fue recorriendo con una escalerilla las pilas de paracaídas y, sin deshacer el embalaje, separaba el amarre trenzado y cercenaba con unas tijeras especiales las cuatro quintas partes de cada cuerda, dejando sólo una quinta parte que se desgarraría en el aire. Vladimirescu había estado muchos años entrenándose y preparándose para aquella sola noche. Trabajando de forma febril, inutilizó -según contaba- dos mil paracaídas en ocho horas ! (¿uno cada quince segundos?), «¡He destruido yo solo toda una división aerotransportada soviética!», decía malignamente con un brillo en sus ojos como cerezas.
Cuando lo arrestaron se negó a declarar y durante los ocho meses que pasó incomunicado en Butyrki no dejó escapar una sola palabra. «¿Y no le torturaron?» «No-o», respondió torciendo los labios, como si semejante posibilidad fuera inconcebible no tratándose de un súbdito soviético. (¡Apalea a los tuyos, que así los extraños te cogerán miedo! El espía es un lingote de oro, quizás algún día convenga canjearlo.) Llegó un día en que le mostraron los periódicos: Rumanía ha capitulado, ahora ya puedes declarar. Él continuó mudo: los periódicos podían ser una falsificación. Le dieron a leer una orden del Estado Mayor General rumano: basándose en las condiciones del armisticio, se ordenaba a todos los agentes que depusieran las armas. Él continuó callado: la orden también podía haber sido falsificada. Al final lo sometieron a un careo con su inmediato superior en el Estado Mayor, quien le ordenó que se quitara la máscara y se rindiera. Entonces, Vladimirescu hizo sus declaraciones con gran frialdad, y ahora que ya no tenía ninguna importancia, aprovechando el lento paso del tiempo; en la celda, también me contaba a mí alguna cosilla suelta. ¡Ni siquiera lo juzgaron! No le impusieron ninguna condena. \ (¡Claro, como que no era de los nuestros, no era de casa! «Soy un oficial de carrera y lo seguiré siendo hasta la muerte. Me van a guardar como oro en paño.»)
–Pero usted se ha sincerado conmigo -le indiqué-. He visto su cara y puedo recordarla. Imagínese que un día nos encontramos en la calle…
–Si tengo la seguridad de que no me ha reconocido, seguirá usted con vida. Pero si me reconoce, lo mataré o le obligaré a trabajar para nosotros.
Él no tenía la más mínima intención de enemistarse con su vecino de litera. Esto me lo había dicho con toda sencillez, plenamente convencido. Y yo le creí perfectamente capaz de matar a alguien a tiros o cortarle el pescuezo.
En esta larga crónica de presidio no aparecerá ningún otro espía de verdad. En once años de cárcel, campo penitenciario y destierro, éste fue mi único encuentro de esta especie, y otros presos ni siquiera tuvieron uno solo. En cambio, nuestros cómics de gran tirada meten en la cabeza de la juventud que los Órganos sólo detienen a esa clase de personas.
Bastaba echar una mirada a la celda de la iglesia para comprender que a quienes antes cogían los Órganos era a esa misma juventud. La guerra había terminado, podían permitirse el lujo de detener a tantos jóvenes como se les antojara: ya no les hacían falta como soldados. Se decía que de 1944 a 1945 había pasado por la Pequeña Lubianka (la de la región de Moscú) el «Partido Democrático». Según rumores, se componía de medio centenar de chavales, tenía sus estatutos y hasta carnets. El mayor de ellos, un alumno de décimo curso* de una escuela moscovita, era el «secretario general». En el último año de la guerra aparecieron también en las cárceles moscovitas algunos estudiantes de más edad. Pude coincidir con ellos en diversos lugares. No es que yo fuera viejo, pero ellos aún eran más jóvenes…
¡Qué sutilmente había ocurrido todo aquello! Mientras nosotros -quiero decir, los jóvenes de mi edad, los que habían encausado conmigo- combatíamos esos cuatro años en el frente, ¡había crecido una nueva generación! ¿Tanto tiempo había pasado desde que pisábamos el parquet de los pasillos universitarios y nos creíamos los más jóvenes, los más inteligentes del país y de la tierra? ¡Y de pronto, unos pálidos adolescentes se acercan orgullosos a nosotros por el suelo enlosado de las celdas y descubrimos atónitos que los más jóvenes e inteligentes ya no somos nosotros sino ellos! Pero yo no me sentía ofendido, me alegraba poder hacerles un sitio, aunque tuviera que apretujarme. Aquella pasión por ponerlo todo en duda, por descubrirlo todo, me resultaba familiar. Comprendía que estuvieran orgullosos de que les hubiera tocado la mejor parte y que no tuvieran remordimientos. Y a mí se me ponía la piel de gallina de ver aquel aura de presidiario sobre esas cabecitas tan pagadas de sí mismas, tan inteligentes.
Un mes antes, en otra celda de Butyrki, que era casi una enfermería, apenas había puesto yo el pie en el espacio entre los catres, mucho antes de que hubiera podido encontrarme un sitio, salió a mi encuentro un joven pálido y amarillento, de una manera que hacía previsible, si es que no la estaba implorando, una enconada conversación. Tenía el rostro dulce de los judíos, y pese a que estábamos en verano iba envuelto en un capote de soldado ajado y lleno de balazos: estaba tiritando. Se llamaba Boris Gammerov. Empezó a hacerme preguntas y nuestra conversación acabó encauzándose por un lado hacia nuestras biografías, y por otro, hacia la política. No recuerdo por qué, traje a colación una oración que rezaba el presidente Roosevelt, entonces ya difunto, que habían publicado en nuestros periódicos; y añadí, como si cayera por su propio peso, esta valoración:
–Bueno, esto es mojigatería, naturalmente.
Temblaron las claras cejas del joven, mientras contenía sus pálidos labios -creo que se incorporó- y me hizo esta pregunta:
–¿Por qué? ¿Por qué no cree usted posible que un hombre de Estado pueda creer sinceramente en Dios?
¡Y no dijo ni una palabra más! Poco importaba aquí Roosevelt, sino más bien ¡de dónde venía esa recriminación! ¡Semejantes palabras en labios de alguien nacido en 1923! Habría podido responderle con frases muy convincentes, pero en las cárceles mi seguridad había empezado a tambalearse y había además algo capital: en nosotros vive un sentimiento puro, ajeno a las convicciones, y éste sentimiento estaba diciéndomc que esa opinión mía no era producto de mi convicción, sino de algo inculcado desde fuera. Y no fui capaz de replicarle. Sólo pregunté:
–Y usted, ¿cree en Dios?
–Naturalmente -me respondió con serenidad.
¿Naturalmente? Naturalmente… Sí, la juventud del Komsomol se estaba deshojando, estaba deshojándose en todas partes. Y el NKGB fue de los primeros en advertirlo.
En el curso de unos meses, mi camino se cruzó con el de los tres encausados en ese mismo sumario: en otra celda de Butyrki conocí a Viacheslav Dobrovolski. Después, en la iglesia de Butyrki se incorporó a esa misma celda Gueorgui Ingal, el mayor de todos ellos. Pese a su juventud era ya miembro aspirante a la Unión de Escritores. Su pluma era muy atrevida y su estilo estaba lleno de fuertes contrastes. De haber sido más dócil políticamente se habrían abierto ante él unos caminos literarios tan brillantes como vanos. Tenía ya casi lista una novela sobre Debussy. Pero los primeros éxitos no lo habían castrado y en los funerales de su maestro Yuri Tiniánov tomó la palabra para decir que lo habían matado de tanto hacerle la vida imposible, y con esto se ganó ocho años de condena.
En la iglesia se nos unió finalmente Gammerov, y a la espera del traslado a Krásnaya Presnia tuve que enfrentarme con tres puntos de vista que hacían causa común. Fue un choque que no me resultó nada fácil. En aquella época yo era muy devoto a cierta concepción del mundo incapaz de admitir un hecho nuevo ni de tener en cuenta otras opiniones sin antes haberles encontrado una etiqueta al uso: ora «la vacilante duplicidad de la pequeña burguesía», ora «el nihilismo combativo de la intelectualidad desclasada». No recuerdo que Ingal y Gammerov atacaran a Marx en mi presencia, pero sí recuerdo cómo arremetían contra Lev Tolstói, ¡y desde qué flancos! ¿Que Tolstói rechaza la Iglesia? ¡Claro, como que no se detiene a considerar su papel místico y organizador! ¿Que rechaza la doctrina bíblica? ¡Como si la ciencia más moderna hubiera podido descubrir contradicciones en la Biblia! ¡Ni siquiera en las primeras líneas en que se habla de la creación del mundo! ¿Que rechaza el Estado? ¡Pero no se da cuenta de que sin Estado sobrevendría el caos! ¿Que aboga por que en el hombre se aunen el trabajo intelectual y el trabajo físico? ¡Pero si esto sería una nivelación absurda de facultades! Y por último, que la arbitrariedad de Stalin había demostrado que un personaje histórico puede convertirse en un ser omnipotente, ¡mientras que Tolstói se mofaba de esa idea!
En los años que precedieron a mi encarcelamiento y en los que pasé en prisión, yo también mantuve durante mucho tiempo la opinión de que con Stalin la evolución del Estado soviético había tomado una dirección funesta. Mas he aquí que Stalin muere pacificamente, ¿y ha cambiado mucho el rumbo de la nave? Si Stalin dejó un sello propio y personal en los acontecimientos fue tan sólo su inepcia desconsoladora, el despotismo y la autoglorificación. En lo demás siguió exactamente, paso a paso, el camino trazado por Lenin, y lo hizo guiándose por los consejos de Trotski.
Aquellos chavales me recitaban sus versos y exigían a cambio oír los míos, pero por entonces yo no tenía. Me leían sobre todo muchos poemas de Pasternak, al que idolatraban. En otro tiempo había leído Mi hermana la vida y no me había gustado, lo encontré demasiado alejado de los sencillos caminos humanos. Pero gracias a ellos descubrí las últimas palabras de Schmidt ante el tribunal. Y me llegaron al corazón, podría haberlas pronunciado cualquiera de nosotros:
Treinta años me ha inspirado la devoción a mi suelo. Quedaos con vuestra indulgencia. No la espero,…no la quiero. Ingal y Gammerov compartían ese fulgurante estado de ánimo: ¡No necesitamos vuestra indulgencia! No nos pesa estar encerrados, ¡nos enorgullece! (Aunque ¿quién era realmente capaz de no apesadumbrarse? La joven esposa de Ingal renegó de él a los pocos meses y lo abandonó. Gammerov, absorbido por sus búsquedas revolucionarias, aún no había encontrado a la persona amada.) ¿No es aquí, en las celdas de una cárcel, donde se nos revela la auténtica verdad? Estrecha es la celda, ¿pero no es más estrecho aún el mundo libre? ¿No es nuestro pueblo, martirizado y traicionado, el que yace a nuestro lado, bajo los catres y en los pasillos?
Más hubiera de pesarme no alzarme con los míos. ¿Cómo he de arrepentirme del camino recorrido?
La juventud encerrada en celdas por artículos políticos nunca es la juventud media de un país, sino una juventud que va muy por delante. En aquellos años, al grueso de la juventud le aguardaba la «descomposición», la desilusión, la indiferencia, el gusto por la buena vida, y luego quizá, pudiera ser, desde tan cómodo asiento -¿al cabo de veinte años?– emprender la amarga ascensión hacia nuevas cimas. En cambio, los jóvenes presos del año 1945, condenados por el Artículo 58-10, habían salvado de un solo paso todo ese futuro abismo de indiferencia y ya levantaban orgullosos la cabeza bajo el hacha.
En la capilla de Butyrki los estudiantes moscovitas, ya condenados, arrancados y proscritos de la sociedad, habían compuesto una canción que entonaban al anochecer con sus voces aún poco asentadas:
Tres veces al día a recoger el forraje matamos las tardes cantando coplülas y nos cosemos la arroba para el viaje con una aguja entrada a hurtadillas.
Ya no me importa lo que guarde el azar ¿Pues no firmé para acabar cuanto antes? Sólo me inquieta poder regresar, de Siberia, de esos campos distantes.
Dios mío, ¿cómo no nos habíamos dado cuenta? Mientras nos arrastrábamos por el lodo en las cabezas de puente, mientras nos acurrucábamos en los cráteres que dejaban los proyectiles, mientras sacábamos los binoculares periscópicos entre las matas, ¡otra juventud había crecido y había echado a andar! ¿Y no era otra dirección la que habían tomado? ¡Una dirección que nosotros ni siquiera habríamos osado tomar! Porque a nosotros nos habían educado de otra manera…
Volvería nuestra generación, entregaría las armas con tintineo de medallas y contaría orgullosa sus vivencias en el frente. Pero nuestros hermanos más jóvenes no tendrían por contestación más que un mohín de desprecio: ¡Pobres bobos!