Córdoba, año 967

A primera hora de la mañana del viernes, los muecines de la mezquita mayor de Córdoba lanzaban sus llamadas desde el alminar principal. El séquito de los príncipes había salido temprano de los alcázares y aguardaba detenido en una calle adyacente a la gran plaza de al-Dchamí. Abuámir se adelantó en su caballo hasta una esquina próxima y estuvo observando. Por fin, apareció la comitiva de los fatas, con la escolta, los esclavos de Zahra en sus mulas y las pomposas literas de Chawdar y al-Nizami. Un poco después, entró otro destacamento de la guardia acompañando a los visires, entre los que se encontraba al-Mosafi. A medida que iban llegando, los ilustres personajes desmontaban, se descalzaban, procedían al riguroso ritual de la ablución en la fuente principal y desaparecían entre el denso bosque de columnas hacia el corazón de la mezquita para participar en la oración.

Cuando el gran visir cruzó el arco seguido de sus secretarios y ministros, Abuámir espoleó a su caballo y retornó junto al séquito de los príncipes, a cuya cabeza iban el jefe de la guardia de los alcázares, Subh rebozada en las llamativas sedas que solían vestir los eunucos de palacio, Sisnán y al-Fasí.

–¡Vamos, no hay tiempo que perder! – ordenó Abuámir.

La comitiva salió de Córdoba por la puerta del Norte y puso rumbo a Zahra a trote ligero, levantando una densa polvareda que relucía con el primer sol de la hermosa mañana de primavera.

Al llegar, los guardias del palacio se inclinaron en respetuosas reverencias y se apresuraron a sujetar los caballos.

Abuámir y Subh descabalgaron, bajaron a los niños de la carreta y cruzaron deprisa los jardines de entrada. Una espectacular exhibición de coloridas flores pareció recibirles frente al pórtico del palacio.

En el suntuoso aposento que servía de recepción a la parte más íntima y privada de la residencia del califa, un negro y grueso chambelán dormitaba recostado sobre unos mullidos cojines junto a una gran puerta de bronce bruñido que permanecía cerrada. Los apresurados pasos de Abuámir y Subh con los niños en brazos le sobresaltaron.

–¡Pero…! – balbució el chambelán somnoliento.

–¡Nada de peros! – se apresuró a exclamar Abuámir con autoridad-. ¡Abre inmediatamente la puerta! ¿No ves que traigo a los príncipes?

El mayordomo obedeció mecánicamente y tiró de la argolla que hacía sonar la campana del interior. Al momento cayeron las aldabas y la puerta se abrió. Otra pareja de eunucos apareció.

–¡Dejadnos pasar! – ordenó Abuámir-. Traemos a los príncipes.

–¿Hoy viernes…? – se extrañaron los chambelanes.

–Sí. ¿Y qué? – dijo Abuámir con energía-. Soy el administrador de la sayida, y éstos son los eunucos de los alcázares. ¡Dejadnos pasar!

–A ése no le reconocemos -replicó uno de ellos señalando a Subh.

–¿Cómo? ¿Es que me vais a decir a mí a quién puedo traer? – se enfureció Abuámir.

–Pero… no están los grandes fatas -dijo el eunuco-. Nadie puede entrar en el palacio sin su permiso. Ellos son los que acompañan cada sábado a los niños hasta la cámara del Príncipe de los Creyentes.

Abuámir entonces apartó al chambelán de un empujón y cruzó la puerta sin dar más explicaciones.

–¡Vamos! – dijo con enérgica autoridad y enfiló a paso rápido el interminable pasillo pavimentado con mármol pulido.

Subh le siguió con el pequeño de los niños en sus brazos, mientras él llevaba al mayor, que sonreía divertido ante tanto revuelo. Tras ellos, los chambelanes y los guardias protestaban desconcertados, pero sin atreverse a cerrarles el paso, puesto que portaban a los hijos del califa.

Abuámir se dejó llevar por su instinto y atravesó los sucesivos patios que conducían al núcleo del edificio. Por fin, llegaron al amplio gabinete amueblado lujosamente con escritorios nacarados y con tapices de vivos colores en paredes y suelos, donde otro chambelán permanecía guardando una puerta de bruñido metal dorado.

–¡Oh! ¿Pero qué…? – balbució el mayordomo.

–¡Ésta es la sayida y éstos son los príncipes! – reveló Abuámir.

El chambelán se inclinó entonces respetuosamente. Abuámir empujó la puerta y, frente a ellos, apareció un íntimo y cálido saloncito, cuyas paredes estaban decoradas con caligrafía cúfica y el suelo cubierto de alfombras. Al fondo, un viejo jeque de largas y canas barbas leía versículos del Corán, mientras alguien vestido con una sencilla túnica blanca oraba postrado de hinojos, de espaldas a ellos y mirando a la quibla.

El anciano lector interrumpió su letanía y alzó los ojos. El orante entonces se incorporó y se volvió hacia la puerta. Era el mismísimo Alhaquen, que al reconocer inmediatamente a Subh y a sus hijos, exclamó:

–¡Oh, mi pequeña! ¡Mi querida Subh Walad! ¡Y mis niños! ¡Abderrahmen, Hixem!

Subh se abalanzó hacia el califa, cuyo aspecto estaba enormemente desmejorado y envejecido; le cogió las manos temblorosas para besárselas, él la estrechó contra su pecho y la besó repetidamente en la frente y en las mejillas.

–¡Ay, mi niña! ¡Mi pequeña! – no dejaba de repetir Alhaquen.

A Abuámir aquello le pareció más el recibimiento de un padre que el de un esposo.

Luego el califa abrazó a sus hijos y no pudo reprimir unas lagrimitas de emoción que acudieron a sus vivos ojos. Al ver la escena, el regimiento de oficiales, chambelanes y criados que habían acudido alarmados por la violenta irrupción de los recién llegados en el palacio, se retiraron respetuosamente.

–Este es Mohámed Abuámir -dijo ella señalando a Abuámir-, mi administrador. Tú mismo, señor, le diste el nombramiento. ¿Lo recuerdas?

–¡Ah, sí, naturalmente! – respondió Alhaquen-. El joven que me recomendaron mi primo Ben-Hodair, el gran visir y el obispo. ¡Pero… levántate, joven!

Abuámir, que permanecía rigurosamente postrado, se puso en pie. Se fijó entonces en el califa, a quien únicamente había visto una vez, el día de su nombramiento, pero en la lejanía del inmenso salón de recepciones del palacio, un día en que el monarca estaba revestido con los excelsos atavíos de su poder; por lo que ahora Alhaquen le pareció pequeño, débil y anciano, aunque de aspecto sabio y bondadoso.

Subh, que seguía abrazada al soberano, prorrumpió entonces en un nervioso y desconsolado llanto que resonó en la bóveda de la estancia.

–Pero… bueno, ¿qué es esto? – dijo extrañado el califa-. Mi querida niña, ¿qué te pasa?

–¡Oh, señor! – se quejó ella sollozando-. Se trata de tus eunucos, Chawdar y al-Nizarni… Otra vez han vuelto a importunarme… Siguen empeñados en hacerse cargo de los niños…

–¿Cómo? ¿Han estado en los alcázares? – preguntó Alhaquen.

–Sí, señor, anteayer estuvieron allí con el ánimo de organizarlo todo, y me dieron un gran disgusto…

–¡Ah! Pequeña, debes comprenderles; ellos aman a los niños…

–¡Pero yo soy su madre! – protestó ella enérgicamente-. Son superiores a mis fuerzas… ¡Además no me quieren, y tú lo sabes! Ellos odian a cualquiera que comparta tu amor…

–Bien, bien -dijo él con disgusto-. No hablemos más de esto; sabes que me hace sufrir…

–Ya lo sé, señor; perdóname -suplicó Subh-. Pero, si no hay solución para este problema, un día de éstos me tiraré por una ventana…

El rostro del califa se demudó. Miró a Subh verdaderamente aterrado y luego a sus hijos.

–¡No, eso no! – exclamó-. Mañana mismo les prohibiré que vuelvan a poner un pie en tu residencia. ¿Es eso lo que quieres?

Subh, en agradecimiento, se apresuró a cubrir de besos las manos del califa.

–Bien, ahora dejemos esto de una vez -dijo Alhaquen zanjando la cuestión-. Acompañadme a la mesa; es hora de comer algo.

En un saloncito contiguo estaba servido un almuerzo a base de caldo caliente, legumbres y verduras; pero en vista de que todos habían de incorporarse a la mesa, el califa ordenó que lo sustituyeran por algo más sustancioso. De manera que los criados trajeron carne, dulces y frutas. Y los cinco, incluido Abuámir, se sentaron en torno a los platos.

Alhaquen, sonriente y con el pequeño Abderrahmen en su regazo, le parecía a Abuámir un complaciente abuelo dispuesto a repartir golosinas entre sus nietos. Durante la comida se mostró sumamente afable y divertido, haciendo chistes, riendo y disfrutando sinceramente de aquella reunión íntima y familiar.

En un determinado momento, cuando el califa había ya conversado un buen rato con su favorita y había examinado los progresos en el habla del pequeño Abderrahmen, que a sus cinco años ya poseía un dominio suficiente para charlar sobre sus cosas de niño, Alhaquen se dirigió directamente a Abuámir y le preguntó:

–Y tú, Mohámed Abuámir, ¿cursaste tus estudios en leyes en la escuela de Córdoba?

–Sí -respondió Abuámir-. Mis maestros fueron los insignes Abu-Alí Calí, Abu-Becr y Ben al-Cutía.

–¡Oh, buena enseñanza tuviste! – exclamó el califa.

A partir de aquel momento, Abuámir y el soberano estuvieron hablando de leyes, de teología y de literatura, especialmente de poesía, en la que el joven intendente estaba suficientemente versado, lo cual agradó a Alhaquen en sumo grado. Y, puesto que la preparación intelectual de Abuámir era muy completa, no le fue difícil ganarse la simpatía de su sabio monarca, que escuchó atentamente y lleno de satisfacción los razonamientos que iba desgranando sobre lo divino y lo humano; muchos de los cuales eran expuestos intencionadamente por Abuámir, que se anticipaba agudamente a las propias concepciones de Alhaquen para regalarle el oído. Al fin, tras una larga conversación, el califa dijo:

–Bien, ahora debo retornar a mis ocupaciones. He disfrutado sinceramente compartiendo este rato con vosotros. Os acompañaré hasta los jardines de la salida.

La familia se dispuso entonces a atravesar de nuevo las estancias del palacio. Subh llevaba en sus brazos al pequeño Hixem, Abderrahmen iba de la mano de su padre el califa y éste, que caminaba con cierta dificultad a causa de los dolores que sufría en las articulaciones, se apoyaba en el joven Abuámir, que, henchido de satisfacción, hubiera deseado en aquel instante que toda Córdoba hubiera contemplado aquella escena.

Sin embargo, quienes la contemplaban fueron precisamente los menos indicados: los eunucos Chawdar y al-Nizami, que en ese momento regresaban de la mezquita mayor y se disponían a subir las escalinatas que ascendían hasta el pórtico de entrada al palacio, justo cuando el califa, Subh, los príncipes y Abuámir cruzaban el gran arco.

Los rostros de los dos tatas evidenciaron su sorpresa y su indignación. Pero, hábilmente, se apresuraron a disimular su enfado detrás de un esforzado y artificioso gesto de extrema consternación por Alhaquen.

–¡Pero… señor! – exclamó el pequeño Chawdar, mientras se daba prisa en subir los escalones hacia el califa-. ¿Cómo es que estás fuera de tus aposentos? ¿Y tus dolores?

–¡Este esfuerzo puede perjudicarte! – agregó su compañero.

Alhaquen besó a los niños y a Subh, y se dejó transportar casi en volandas hacia el interior del palacio por los dos maduros chambelanes que, como unas madres solícitas, aparentaban que su única preocupación era la salud del califa.

El gran visir al-Mosafi, que también había llegado momentos antes, contempló la escena desde su caballo; descabalgó y se acercó con paso firme hasta Abuámir. Con duro semblante, le dijo:

–¿Cómo se te ha ocurrido…? Acabas de ganarte como enemigos a las dos hienas más peligrosas del califato. A partir de hoy ve con sumo cuidado…

Pero aún había de ser peor, porque no bien terminaba de decir esto el visir, apareció de nuevo el califa bajo el gran arco de entrada haciéndoles una seña para que se aproximaran a él. Abuámir y el gran visir subieron la escalinata obedeciendo a la llamada, y una vez en el alto, Alhaquen se dirigió a al-Mosafi en estos términos:

–Sahib al-Mosafi, a partir de este momento, el joven Abuámir será el único responsable de la residencia de la sayida y de mis hijos; nadie debe inmiscuirse en sus decisiones. Ya he ordenado a los chambelanes Chawdar y al-Nizami que en lo sucesivo se abstengan de aparecer por los alcázares. Bajo ningún concepto debe ser importunada la sayida Subh Walad. Supongo que de ahora en adelante quedará bien entendido que ésa es mi única voluntad en este asunto. Confío suficientemente en la que escogí para ser la madre de mi descendencia y nadie, absolutamente nadie, debe poner en duda esta decisión mía. ¿Has comprendido?

El gran visir, con gesto conmovido, se reclinó respetuosamente en señal de acatamiento.

39

Camino de Iría, año 967

Más de una jornada de camino transcurrió por la llamada «tierra de nadie»; una sombría y triste región que se extendía hasta la frontera de Galicia. Las montañas del interior eran abruptas y estaban sembradas de peligros, por lo que decidieron seguir la ruta del oeste, hacia Coimbra, para después continuar hasta Porto e ir bordeando la costa por una conocida carretera que protegían los condes de Portucale.

Los días de camino fueron entonces hermosos. El aire, fresco y estimulante, cargado de aromas de bosque, se aliaba con la cercana brisa del mar. Estuvieron encantados de atravesar tierras tan distintas y de detenerse en pueblos de costumbres tan diferentes, por lo que los peregrinos empezaron ya a sentir la emoción de la proximidad de su meta. En realidad estaban ya cerca, puesto que Iria distaba de Porto apenas una decena de jornadas de camino, y el trayecto de Iria al templo del apóstol podía cubrirse en una jornada.

Pero un día después de cruzar el río Duero, empezó a llover fuertemente y de forma ininterrumpida. Avanzaron lentamente bajo el aguacero, empapados, y por caminos encharcados que dificultaban los movimientos de los hombres a pie, los caballos y bestias de carga; hasta que no tuvieron más remedio que detenerse, pues la marcha resultaba ya excesivamente penosa.

Efectuaron la parada junto al río Lima, frente a la ciudadela fortificada, cuyos habitantes, hoscos y recelosos, se negaron a abrirles las puertas de sus muros para que se alojaran en el interior, puesto que desconfiaban de los musulmanes armados que servían de escolta a la peregrinación.

Por consiguiente, tuvieron que montar el campamento junto a la cabecera del gran puente de piedra que se elevaba sobre el turbulento y caudaloso río.

Amparados bajo la lona de la tienda, Asbag, el arcediano y Juan compartían la cena, mientras la lluvia golpeteaba en el exterior y una densa humedad se colaba por las rendijas creando un ambiente frío y desagradable. El arcediano, arropado con una gruesa manta, comentó tiritando:

–Me pregunto cuándo llegara aquí el verano… Quiero decir que, para ser ya casi finales de mayo, no parece siquiera primavera.

Juan se encogió de hombros.

–Bueno, el norte es el norte. Mientras encontremos lluvia y barro… Lo malo sería encontrarse normandos.

–El capitán se adelantó esta tarde con algunos de sus hombres -observó Asbag-. Al parecer la invasión de los vikingos tuvo lugar el pasado verano, según le dijeron los lugareños; pero fue más al norte, en las rías.

–¿Falta mucho para llegar a esas rías? – preguntó el arcediano.

–Poco, muy poco -respondió Asbag-; apenas falta una jornada para alcanzar la desembocadura del Miño y, en fin, en los territorios de más arriba es donde puede haber algún peligro.

–¡Oh, que Santiago nos valga! – exclamó el arcediano.

–Bueno, bueno -dijo Asbag-, confiemos en la Providencia; Dios no nos abandonará. Además, el hecho de que el año pasado se produjera una incursión de normandos no significa que este año tengan que regresar necesariamente.

–¡Ay, que Dios le oiga! – rezó el arcediano.

Durante aquella noche llovió, pero antes de amanecer cesó el martilleo en las lonas. De madrugada, cuando iniciaron la marcha, flotaba a unos palmos del suelo una neblina fría, y los peregrinos parecían una extraña fila de fantasmas desplazándose por el camino que se abría entre helechos y arbustos que brotaban de los andrajos de bruma. Pero a mediodía lució el sol, cayendo finísimo y brillante, como cintas de luz que descendían desde los claros de los tupidos árboles. Todo estaba silencioso y cargado de misterio. Los monjes y los capellanes iniciaron entonces sus cánticos, y el entusiasmo retornó a los peregrinos.

Llegaron frente al río Miño y divisaron la ciudad amurallada de Valenca, que era entonces un pequeño burgo concentrado en lo alto de un cerro frontero al estuario del río. El sol brillaba en un cielo magnífico, sin una nube.

Cruzar el río fue una experiencia espectacular, en grandes balsas de troncos, sobre una agua helada y transparente que corría hacia el océano, mostrando en el fondo enormes y obscuros peces.

En los transbordadores interrogaron a los barqueros acerca de los machus. Los rudos hombres del río se hicieron cruces y se les dibujó el terror en el rostro. No obstante, dado lo avanzado de la estación primaveral, confiaban en que las temidas incursiones no se produjeran esta temporada; aunque nunca se podía predecir la actuación de los fieros navegantes del norte. Narraron las tropelías del anterior verano y señalaron con el dedo los lugares donde habían recalado sus naves, así como las lejanas montañas por donde habían desaparecido en busca de los núcleos de población, para arrasar y saquear cuanto encontraban a su paso.

En la otra orilla del Miño, frente al río y coronando un elevado promontorio, se veía el fuertemente guarnecido burgo de Tuy.

Al divisar a lo lejos la fila de peregrinos, precedida por el contingente de hombres a caballo, los pastores que apacentaban a sus rebaños de cabras y los hortelanos que laboreaban los huertos cercanos corrieron despavoridos a refugiarse dentro de los muros de la ciudad. Inmediatamente, las campanas empezaron a repicar llamando a rebato, y pronto apareció una fila de hombres que se distinguían a lo lejos corriendo por las almenas y las torres para ocupar los puestos defensivos.

Cuando llegaron frente a la barbacana, las puertas de la ciudad estaban cerradas a cal y canto, y una amenazadora hilera de arqueros apostados sobre las murallas guarnecía el área que cubría el alcance de sus flechas.

–¡Alto! – ordenó el capitán Manum-. Hay que detenerse a una distancia prudencial. Esta gente esta pertrechada y en guardia.

–¡Hay que identificarse! – le gritó Asbag desde el medio de la fila-. Según los mapas y la información que llevamos, en Tuy reside un obispo. Cuando conozca quiénes somos y la finalidad de nuestro viaje, nos recibirá.

–Sí -respondió Manum-, pero primeramente hay que aproximarse para manifestar nuestras intenciones. Lo mejor es que lo haga alguien que no esté armado y que vaya provisto de una tela blanca.

–Yo iré -dijo Asbag.

El obispo se cubrió con las vestiduras litúrgicas y se hizo acompañar por dos monjes, revestidos también con sus cogullas monacales. Los tres enfilaron el camino que ascendía hacia la puerta principal de la muralla, enarbolando cada uno un pedazo de blanca tela atado a un palo. Arriba, los defensores de Tuy los dejaron acercarse sin decir nada.

Ego, Cordubae Episcopus! -les gritó Asbag desde el pie de la muralla.

En la torre principal de la barbacana, los oficiales que parecían estar al frente de la defensa intercambiaron algunas palabras entre ellos.

Ego, Episcopus! -insistió Asbag.

Aquellos hombres parecieron entenderle entonces, y uno de ellos desapareció aprisa por detrás de la muralla, mientras otro le hacía señas a Asbag de que esperase un momento.

Enseguida apareció arriba el obispo de la ciudad, tocado con la mitra y acompañado por sus sacerdotes. Asbag y él intercambiaron varias frases en latín que bastaron para que inmediatamente llegaran a un entendimiento. Al momento, se oyeron caer las pesadas aldabas y la puerta se abrió emitiendo un bronco chirrido. Asbag descabalgó y se aproximó a paso quedo. En el otro lado apareció el obispo de Tuy con los brazos abiertos, exclamando:

–¡Bienvenidos, hermanos! ¡Sed bienvenidos a Tuy!

La acogida no pudo ser más calurosa. Un vez que todos los peregrinos hubieron entrado en la ciudad, se celebraron misas, se intercambiaron regalos, se cantaron coplas y un bullicioso ambiente de fiesta se apoderó del burgo. En el centro de la plaza se encendieron grandes hogueras donde se asaron las carnes de varios carneros sacrificados al efecto; corrió el vino y dispuso los cuerpos para las danzas, que uno y otro grupo de personas alternaron para mostrarse mutuamente sus costumbres de regocijo.

Pero los que iban a la cabeza de la peregrinación, esto es, Asbag, el arcediano, Juan aben-Walid y el capitán Manun, fueron invitados a una recepción en el palacio del obispo donde intercambiaron saludos y primeras impresiones, tras las cuales pasaron a compartir la mesa en un austero pero cálido refectorio.

El obispo de Tuy se llamaba Viliulfo y era un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, tupido pelo grisáceo e importante ceño sobre unos vivos ojos claros que, a pesar de su inconfundible aspecto de natural norteño, se comunicaba con gran abundancia de gestos y palabras, más propios de la gente del sur. Pellizcaba la hogaza de pan con avidez y rebañaba con grandes trozos las salsas de los cuencos, acompañando cada bocado con largos y sonoros tragos del blanco tazón donde le escanciaban vino con frecuencia.

–Pues sois la primera peregrinación que llega desde tierras de moros -dijo entre bocado y bocado-. Bueno… algunos sueltos han pasado por aquí…, pero más de un centenar, así, de golpe…

–¿Pasan muchos peregrinos? – le preguntó Asbag.

–Más habían de pasar -respondió el obispo Viliulfo-. Bueno, quiero decir que sí, que sí pasan abundantemente; pero que si las circunstancias fueran más favorables vendrían más.

–¿Más favorables…? – preguntó el arcediano.

–Hay peligros -respondió arrugando el entrecejo y achicando uno de sus brillantes ojos-. Por ejemplo, antes venían peregrinos desde las islas de la Gran Bretaña; gente ilustre, príncipes, grandes duques, abades y damas importantes… también gente sencilla de los campos y las ciudades. Desembarcaban en la ría de Arosa y se acercaban con gran devoción hacia el Campus Stellae. Pero ya vienen pocos de ésos.

–¿Por qué? – le preguntó Asbag.

–¡Ah! – respondió asestando un golpe con el puño en la mesa-. ¡Por culpa de los endiablados vikingos!

Todos se callaron, sumidos en un silencio lleno de preocupación.

–Pero ¿son tan terribles como dicen? – le preguntó Asbag.

–A todos los pueblos les gusta fabricar leyendas -respondió Viliulfo-, pero puedo asegurar que esto es verdad y que los habitantes de esta región no han inventado nada. El año pasado, cuando empezaron a remitir las lluvias y todo el mundo se aprestaba a recoger las cosechas, se presentaron como el mismísimo demonio a los pies del monte Tecla; y desde allí emprendieron una feroz orgía de sangre y fuego por toda la comarca. Gracias a Dios, nosotros nos libramos; porque estas murallas, ya lo habéis visto, son casi inexpugnables. Pero en los demás sitios fue algo espantoso: quien no pudo escapar y ocultarse en los bosques cayó en sus manos y… podéis imaginar lo peor de lo peor… Cuando zarparon de nuevo y desaparecieron en el océano, yo mismo recorrí la zona. No habían respetado nada, ni lo humano ni lo divino: gente mutilada, abierta en canal como reses, abrasada en sus propias cabañas, iglesias quemadas… -¡Oh, Dios mío! – exclamó el arcediano llevándose las manos a la cabeza.

–¿Y qué se puede hacer frente a esa plaga maligna? – le preguntó Asbag.

–¡Ah! – respondió Viliulfo mirando al cielo-. Nuestra tierra vive atormentada por las invasiones. A principios de este siglo se alternaban normandos y sarracenos. Mi antecesor, el obispo Naustio, tuvo que retirarse a vivir al monasterio de San Cristóbal de Labruxe, ya en territorio portugués. Durante treinta años esto estuvo abandonado, porque nadie se atrevía a exponerse al peligro. Luego, hace ahora veinte años, el obispo se trasladó a Iría, porque la ciudad empezó a restaurarse. Hemos tenido quince años de paz desde que yo regresé a ocupar la sede; rehicimos las murallas y establecimos todo tipo de vigilancia en las costas, las rías y el estuario. Nadie pisa la región sin que suenen las campanas. Pero, últimamente, esos malditos han regresado. El verano pasado se quedaron con las ganas de echarnos mano y éste… ¡Dios nos proteja!

–¿Entonces teméis que puedan regresar? – preguntó Asbag.

–Eso es algo que nadie puede saber. Comprenderéis que su mejor aliado es la sorpresa. Es… como el juicio final: nadie sabe el día ni la hora… Por eso vivimos en constante alarma.

–¿Y nosotros? ¿Qué podemos hacer? – le preguntó preocupado Asbag.

–Lo siento, hermano -respondió Viliulfo llevándose las manos al pecho y con expresión sombría-, pero no me atrevo a aconsejarte en este tema. Habéis realizado un largo viaje hasta aquí; y estáis ya a las puertas del sepulcro del apóstol. Si os dijera que no hay peligro mentiría; los vikingos son una sombra que nunca se disipa…

–¿Entonces…?

Viliulfo se encogió de hombros y miró al cielo.

–Pero… vinieron el pasado año -insistió Asbag-; tal vez éste cuenten con que todos están prevenidos y elijan otro lugar…

–O tal vez cuenten con que suponemos que no han de venir -observó Viliulfo.

–Bien -dijo Asbag-, hemos llegado hasta aquí y no vamos a volvernos por una mera posibilidad. Ya discutimos acerca de esto en Mérida y decidimos encomendarnos a Santiago y seguir nuestro camino. Pero, dime, ¿qué camino es el menos peligroso?

–Os aconsejo ir directamente a Iria, lo más rápidamente posible; es la plaza mejor protegida. Desde allí se llega al templo del apóstol en poco tiempo.

–Así lo haremos -dijo Asbag con decisión-. Nos pondremos en camino mañana mismo. Confiemos en Dios. Sería demasiada mala fortuna que precisamente cuando nos quedan apenas cuatro jornadas fuéramos a encontrarnos con los machus.

40

Córdoba, año 967

El verano de Córdoba era sofocante; impregnado durante el día por el calor de las piedras que el sol azotaba y dominado en sus noches por el vaho cálido del Guadalquivir. Pero el aroma de los jazmines aliado con el impetuoso perfume de los arrayanes se apoderaba del aire tórrido e inmóvil, bajo un limpio y obscuro firmamento poblado de brillantes estrellas.

Desde su torre de los alcázares, Abuámir contemplaba la luna llena, que se elevaba majestuosa y proyectaba su rostro plateado en el nocturno espejo del río. En el interior de los muros, los candiles de aceite que daban luz a las esquinas de los barrios nobles de Córdoba dibujaban un tortuoso laberinto de callejuelas y plazas, de donde se elevaban columnas de humos cargados de apetitosos olores a carnes asadas, especias, buñuelos y fritos; y un denso murmullo de conversaciones y lejanas risas se confundía con el frenético canto de grillos y chicharras y con el croar de la infinidad de ranas repartidas por los múltiples estanques de los jardines.

Abuámir hinchó su pecho y quiso adueñarse en una única y honda inspiración del delicioso ambiente de aquella noche. Luego suspiró feliz, y una profunda laxitud de satisfacción le invadió de pies a cabeza.

La reciente confirmación en su cargo, con plenos poderes y confianza, hecha por el propio califa en su palacio de Zahra, delante del gran visir, le hacían subir vertiginosamente un montón de peldaños más en su afortunada carrera. Ahora no era ya un mero administrador de bienes o un amo de llaves de los alcázares de Córdoba, sino que la propia familia del Príncipe de los Creyentes le había sido encomendada; convirtiéndose, sin ser un esclavo eunuco, en un gran chambelán de la corte, que a partir de ahora podría entrar y salir libremente en Zahra para acompañar a los príncipes.

Estaban, eso sí, los envidiosos Chawdar y al-Nizami; y flotaba en el aire la advertencia de al-Mosafi. Pero, si desde aquel momento quedaban inhabilitados para ir a los alcázares, ¿por qué había de temerlos? Decidió ser prudente y no perder de vista a sus dos feroces enemigos; pero no estaba dispuesto a que ese difuso nubarrón obscuro le aguase la dulce satisfacción de verse momentáneamente, por sus méritos y por la misteriosa magia del destino, encumbrado a la cúspide de sus sueños.

Y estaba Subh, cuya presencia próxima, y ahora accesible, le hacía estremecerse, al pensar que podría mirarla directamente cuando lo quisiera, hablar con ella, servirla; sin más requisito que golpear la dorada aldaba de la puerta del palacete y pasar al interior como el único mayordomo de las privadas estancias.

Parecía que todo aquello se lo estaba diciendo a la luna, cuando instintivamente bajó la mirada hacia el patio de las enredaderas, justo debajo de la torre. La puerta Dorada estaba entreabierta, y una tibia luz salía de su interior; Abuámir fijó su atención. Su vista se hizo entonces a la azulada penumbra de la noche. Alguien estaba en el patio, junto al surtidor. Era Subh. La joven introducía delicadamente su mano en la pulida taza de mármol de la fuente y jugueteaba con los pétalos de rosa que flotaban en la superficie del agua. Luego se llevó la palma mojada a la frente, al cuello, a las mejillas y finalmente a la nuca. Hacía calor allí abajo, en el pequeño patio cerrado por todas partes por altos muros cubiertos de espesa hiedra; Abuámir reparó en ello. El tradicional celo por preservar las estancias interiores convertía el centro del palacio en el núcleo de un complejo laberinto, hermoso en su conjunto, pero sin vistas exteriores; algo agobiante.

En ese momento tomó conciencia de la situación de la princesa. Había pasado de un encierro a otro, de una dorada jaula a la otra. ¿Cuánto tiempo haría que aquella criatura no contemplaba el horizonte? Porque cualquier traslado lo efectuaban en la hermética reserva de una litera cerrada por toldos a la vista del exterior. Y cuando llegó a los alcázares, la pobre no vio otra cosa que la multitud de la plaza y las elevadas paredes de los suntuosos edificios cordobeses.

No obstante, la vista desde la torre era maravillosa: los brillantes tejados, las recortadas hileras de almenas, las palmeras abiertas a la noche desde el corazón de los patios, el río plateado con el majestuoso puente volando sobre él, la fértil y serena vega cubierta de mieses, las montañas lejanas, obscuras… y el encanto del verano que reinaba en la ciudad, alargando las veladas y llenándolas de canciones y poesía.

Subh seguía abajo, en el umbrío patio de las enredaderas, iluminada tan sólo por la delgada línea de claridad que se colaba por entre las hojas de la puerta Dorada. Visto desde la altura, a Abuámir aquello le pareció un pozo, y sintió un irrefrenable deseo de sacarla de allí. Obedeció a su corazón y corrió por el obscuro túnel de caracol hacia el fondo de la torre. Al final se atravesaba una pequeña galería justo antes de salir al patio.

–¡Ah! – exclamó ella, sobresaltada-. ¿Quién está ahí?

–No te asustes, sayida -respondió él-, soy yo.

–¿Qué… qué pasa? – preguntó ella con cierta prevención.

–Oh, nada. Te vi desde la torre y bajé por si necesitabas alguna cosa.

–Bueno…, hacía calor dentro y me acordé de la fuente… Pero ya me marchaba…

–Aquí apenas corre el aire -se apresuró a decir él-. Pero arriba, en la torre, a estas horas corre una brisa fresca. Deberías subir y respirar un poco antes de irte a dormir.

–¿A… arriba?

–Sí. La vista es maravillosa. Desde allí se domina toda Córdoba. La luna está preciosa hoy; pero aquí no se ve, porque la tapan las torres. ¡Vamos! La escalera es estrecha, pero merece la pena.

–¡Oh! No sé si… No tengo permitido abandonar el palacete…

–¿Permitido? ¿Aquí, en tu propia residencia? Todos los que estamos dentro de estos muros somos tus servidores. Puedes ir adonde quieras y cuando quieras; es tu casa… Nadie va a decirte nada.

Subh se quedó pensativa. Miró hacia lo alto de la torre y preguntó:

–¿Podrá verme alguien allí arriba?

–¡De ninguna manera! ¿No ves lo alto que está? Nadie puede distinguir una cara en la noche y a tanta distancia.

–¡Bien, vayamos! – dijo ella con resolución.

Abuámir descolgó una lamparilla que se encontraba al principio de la escalera y dijo:

–Con tu permiso, yo iré delante. Cuidado con los peldaños; se estrechan hacia el eje interior de la escalera.

Abuámir fue subiendo despacio, alumbrando detrás de sí a la princesa, cuyo rostro dibujaba un sonriente gesto de audacia aventurera, casi infantil.

–¡Uf. – se quejó a mitad de camino-. ¿Falta mucho?

–Dame la mano -dijo él, extendiendo el brazo hacia ella-. Un poco más y ya estamos.

La princesa, afanada en la fatigosa ascensión, alargó mecánicamente su mano hacia Abuámir; éste la agarró y tiró de ella, sintiendo unos delicados y sudorosos dedos entre los suyos.

–¡Bueno, ya hemos llegado! – dijo al subir el último peldaño-. Verás cómo te alegras.

Un suave y fresco vientecillo les envolvió al llegar a la plataforma, en contraste con el calor del esfuerzo en la estrecha y cerrada escalera. Todavía de la mano, avanzaron hacia las almenas.

El soberbio espectáculo se desveló de repente ante sus ojos: los tejados de los palacios bañados por la luz azulada de la luna llena, las callejuelas tortuosas con sus candiles de dorado resplandor, las hileras de murallas, los minaretes de la mezquita mayor, el Guadalquivir y, más allá, las estrellas lejanísimas que casi tocaban el obscuro horizonte.

–¡Oh! ¡Es… maravilloso! – exclamó Subh jadeando aún.

–Ya te lo dije -comentó Abuámir con satisfacción. Él le mostró desde lo alto toda la ciudad. Señaló los principales palacios, las calles, las plazas, las mezquitas y los baños; le describió las costumbres, las fiestas y los mercados; la vida de los cordobeses con su día a día, con sus soldados, sus comerciantes, sus ricos, sus pobres, sus nobles, sus plebeyos, sus ancianos y sus niños.

Ella, con la mirada perdida en la contemplación, lo escuchaba todo extasiada, como si un nuevo y fantástico mundo se desplegara ahora ante sus ojos.

Abuámir, en cambio, la miraba sólo a ella. Le hablaba cada vez más cerca, con un tono cálido y susurrante, pero no fingido. Estaba ya tan próximo que percibía el perfume de su piel y el calor de su cuerpo. Se estremeció al notar que un mechón del dorado cabello le rozó el rostro movido por el aire.

Tuvo que cerrar los ojos para no sucumbir a la tentación de adelantar las manos hacia ella para abrazarla. Olvidó de inmediato lo que estaba diciendo y se quedó inmóvil y mudo, como si de repente estuviera embrujado, concentrado sólo en la proximidad de aquella criatura, cuya mano estaba todavía sujeta a la suya, como un mágico conducto que les unía.

–¡Ah! Ja, ja, ja! – rió Subh repentinamente.

–¡Eh…! ¿Qué…? – Él abrió los ojos, sobresaltado.

–¡Que te duermes, hombre! – le dijo ella.

–Ah… no. Pensaba en una poesía.

–¿Una poesía? – dijo ella, divertida-. ¿Puedes recitármela?

Abuámir se concentró entonces en una flauta que destacaba entre los instrumentos que enviaban lejanas melodías desde los patios de la ciudad. Comenzó a recitar:

Mi alma se echa a volar, entre

apreses y mirtos.

Mi alma es una paloma.

La veo en el alféizar de tu ventana

contigo.

Mi alma es una paloma.

Si ella te tiene, ¿por qué yo estoy

solo conmigo?

Mi alma es una paloma.

Te busca y siempre te encuentra,

entre almendros y olivos.

Mi alma es una paloma.

Si ella te sabe hallar, ¿por qué yo

me encuentro conmigo?

Mi alma es una paloma.

Subh le dirigió una larga mirada, pero no pronunció ni una palabra y se volvió hacia el lejano panorama de la noche, como sumida en sus pensamientos. Luego se mordió los labios y un reguero de lágrimas se descolgó desde sus ojos.

–¡Oh, sayida, te he puesto triste! – se disculpó Abuámir-. Perdóname.

–No… no es nada -dijo ella-. Lo que has recitado es muy hermoso… Se trata sólo de eso…

Abuámir se hizo de nuevo consciente de la mano de Subh, que estaba entre las suyas. Entonces, impulsado por un sentimiento de deseo y ternura a la vez, se llevó la mano de la princesa a los labios y los posó en ella, besándola suavemente por un momento.

Luego alzó la vista y creyó descubrir en su mirada una ternura que le sorprendió; pero, de repente, ella se apartó diciendo con voz aterrorizada:

–¡Es muy tarde ya! Volvamos abajo. Abuámir descolgó el candil. Los dos, en silencio, emprendieron la bajada por la escalera de la torre. Por el camino, él iba sumido en la confusión, enojado consigo mismo por no haber podido dominarse. Las dudas acudían a su mente y temió haberlo echado todo a perder.

Ya en el patio de las enredaderas, sostuvo la lámpara para que Subh no tropezase en su camino hacia la puerta. No cruzaron ninguna palabra más y el portón se cerró detrás de ella. Abuámir se quedó allí, como paralizado, escuchando sus miedos.

Pero la puerta Dorada se abrió otra vez, y ella apareció corriendo hacia él por el patio. Cuando estuvo a su altura, sonrió y le dijo:

–Gracias, Amir, muchas gracias. Luego volvió sobre sus propios pasos y desapareció definitivamente detrás de la puerta Dorada.

Abuámir se sorprendió, y llevado por sus pies volvió hacia la escalera de caracol, cuyos escalones subió de dos en dos. Arriba de nuevo, en la torre, extendió los brazos lleno de felicidad, como si quisiera abrazar aquella noche. Y sintió dentro de sí: «¡Gracias, Amir, gracias, Amir, Amir, Amir…!»; palabras que se repetían como en un eco. Y cayó en la cuenta de que nunca le habían llamado así.

41

Iría, año 967

Si Viliulfo, el obispo de Tuy, les había parecido un hombre vigoroso, en Iría se encontraron con un obispo que era un auténtico guerrero. Se llamaba Sisnando, y salió a recibirles a la cabecera del puente romano de Cesures, sobre el río Ulla, montando un robusto caballo acorazado con petos de espeso cuero; provisto de pulida armadura y cota de malla. Era un enorme hombre de crecida barba rojiza, que iba a la cabeza de su hueste de caballeros que enarbolaban flamantes estandartes y vistosos escudos. Les seguían las damas, los palafreneros, los halconeros, los monjes y los miembros del concejo de la ciudad, que avanzaban por el puente animados por los sones de los tamboriles, las gaitas y las fístulas.

Si no hubiera sido porque sostenía el báculo en la mano, Asbag jamás habría adivinado que aquel caballero gigantón era el obispo de la ciudad. Cuando estaban todavía a cierta distancia, le comentó al arcediano:

–Bueno, éste es otro de esos obispos de armas… -¡Por Dios! – respondió el arcediano-. Señor obispo, haced memoria de lo que sucedió con el de Oca… No vayamos a entrar en pendencia, que estos obispos del norte son de temperamento.

–No te preocupes -le tranquilizó Asbag-. Ahora lo más importante es llegar al templo del apóstol y, ya que estamos a un paso, no pienso echarlo a perder.

Pero el obispo Sisnando nada tenía que ver con el de Oca. Por el contrario, era un hombre divertido y bondadoso, que desde el primer momento se dedicó a obsequiar a los peregrinos. En Iria él era la única autoridad reconocida; los caballeros y el concejo de la ciudad le respetaban y amaban como si fuera el padre de todos.

En la iglesia se veneraba una gran piedra, a la que llamaban «el pedrón», donde les dijeron que estuvo amarrada la barca en la que llegó el cuerpo del apóstol Santiago; fue lo primero que les mostraron de la ciudad.

Hubo, como en Tuy, misas en acción de gracias, festejos y carnes asadas en la plaza principal. Acababan de ser consumidas las viandas cuando empezó a caer la lluvia y apagó las hogueras. Los cordobeses no podían acostumbrarse a ver llover en pleno verano, un día tras otro; pero para la gente de Galicia era lo más normal del mundo, y su vida seguía como si tal cosa.

Sisnando invitó a Asbag a subir a la más alta de las torres de la ciudad. Estaba orgulloso de sus murallas, de su colina y de su río, que atravesaba la triple hilera de muros de piedra como una vía de acceso de todo tipo de productos del comercio: especias, armas, tejidos… y peregrinos, riadas de peregrinos que afluían desde hacía cien años. Entre ellos, gente ilustre: obispos, abades, príncipes y legados del Papa.

Era media tarde. La lluvia caía incesante e incansable, fina, suspirando a través de los árboles y la verde y espesa vegetación como si llevara cayendo desde el principio del mundo y no tuviera intención de cesar. La tierra rezumaba agua. Ambos obispos, bajo un toldo, contemplaban el panorama.

–¡Ah, qué distinto de Córdoba es esto! – exclamó Asbag.

–¿De veras es tan diferente? – le preguntó Sisnando.

–Sí, ya lo creo que lo es. Los últimos años han sido muy secos; los más secos que se recordaban, según los viejos. Faltó el trigo y consiguientemente el pan. La gente se moría de hambre. El propio califa tuvo que enajenar su tesoro para paliar tanta miseria. Sí, fue algo terrible.

–Entonces… -dijo Sisnando con gesto de sorpresa- el emperador de los musulmanes es tan generoso como dicen.

–Más, mucho más de lo que te hayan podido contar. Es un rey bondadoso, sabio, inteligente y temeroso de la ley de Dios. Respeta a sus súbditos por ser hombres, hijos del Omnipotente, independientemente de su origen, credo u otra condición.

–Estoy convencido de que así ha de ser -observó el obispo de Iria-. Si no sería incomprensible que una peregrinación de cristianos cordobeses viniera protegida por una escolta de soldados del mismísimo rey de los musulmanes.

–Bueno, somos sus súbditos. Para él cristianos, musulmanes o judíos son el mismo pueblo.

–¡Ah, qué amable es la paz! – exclamó Sisnando-. ¿Cuándo descubrirá el hombre el valor de la concordia?

Asbag permaneció un momento en silencio. Esa misma mañana, a su llegada, había visto a Sisnando sobre su caballo, armado y pertrechado como un imponente guerrero. Ahora le desconcertaban aquellas palabras del obispo de Iria. Dudó por un momento, pero no pudo aguantarse y le dijo:

–Hermano, no te comprendo. Esta misma mañana me has recibido como si fueras un jefe militar; un soldado acostumbrado a las contiendas… y ahora… me hablas de la paz.

Sisnando sonrió ampliamente en su rostro ancho de espesa barba.

–Hermano Asbag -respondió-, tú tienes a tu rey, con sus generales y sus ejércitos; tal vez los más poderosos de la tierra. Él te defiende, y tú sirves a tu rey, en la paz de Córdoba, ciudad de la cual dicen que es la más armoniosa y bella de cuantas puedan verse. Pero… ¿a mi pueblo y a mí, quién nos defiende? Mira hacia allá -prosiguió señalando con el dedo las colinas-. Detrás de esas montañas hay señores, condes o simples hidalgos, cristianos de nombre, pero que no se encomiendan ni a Dios ni a los hombres; feroces pendencieros dispuestos a adivinar signos de debilidad en cualquier señorío vecino para lanzarse como lobos sobre su presa. Y más allá de esas montañas -dijo ahora señalando al oeste-, están las rías que dan al océano, por donde acuden piratas sarracenos, normandos daneses y vikingos. Y, además, a unas leguas de aquí está el templo de Santiago, donde cristianos de todo el orbe acuden, como vosotros, a orar y traer ofrendas de todo tipo, las cuales suponen un apetitoso tesoro para los desalmados de este mundo. Y ahora dime: ¿si no fuéramos guerreros, quién podría vivir tranquilo aquí? Yo soy el pastor, ¿cómo puedo dejar a mis ovejas a merced de tantos lobos?

Asbag asintió con la cabeza. En ese momento lo comprendió. Los dos razonamientos de Sisnando le hicieron ver que no se debe simplificar. Eran tiempos difíciles, convulsivos, y vivir en paz no era tan fácil para todos.

–¡Ha dejado de llover! – exclamó Sisnando-. ¡Gracias sean dadas a Dios! Creo que mañana podréis continuar vuestro camino.

Los dos obispos abandonaron el toldo y se acercaron hasta el borde de la torre. Se observaba un hermoso paisaje. Desde el margen del río subía un olor a savia y a flores jóvenes. El sol se asomó un momento antes de desaparecer por detrás de las colinas, sembradas de tupidos y umbríos bosques. Una espesa bruma comenzó entonces a descender.

Sisnando puso la mano en el hombro de Asbag, como en un amigable gesto de conciliación, tal vez por la pequeña disputa anterior. Señaló hacia el tupido horizonte y dijo:

–Mira, ¿ves esa niebla venir hacia nosotros? Una vieja leyenda dice que viene de Finisterre, donde termina el mundo. El sol se pierde por allí, y dicen que se apaga en el mar infinito; la bruma es el vapor que se levanta al hervir el agua con el fuego del astro. Deberías ir allí, es un lugar muy especial.

Cesó su ronca voz. El silencio era tan absoluto que podía escucharse el agudo canto de un pájaro y un lejano parloteo en alguna de las calles del burgo.

Sisnando prosiguió:

–Nuestro Señor dijo que el Evangelio llegaría hasta los confines de la tierra. Pues bien, ese momento ha llegado. Ahí tienes el confín de la tierra. A veces… a veces me pregunto si estaremos en el final de este mundo. Dentro de poco más de treinta años se cerrará el milenio… ¿Puede haber más tiempo? Pero el hombre no ha escuchado… «Convertios, cambiad y creed», se dijo… Pero el hombre no ha querido oír.

Se le quebró la voz y se frotó los ojos con los dedos. Emitió un ruido ronco; era un sollozo. No hubo más palabras. Desde la torre, cada uno se retiró a su dormitorio.

Asbag despertó presintiendo que era ya por la mañana. El aposento que le habían asignado era pequeño y confortable, en el interior de la fortaleza, de manera que ningún rayo de luz exterior podía indicar el amanecer. «¡Hoy mismo estaremos en Santiago!», pensó el obispo, y se regocijó entre las mantas saboreando la proximidad de la ansiada meta. Recordó las vicisitudes que se habían sucedido desde el lejano día que decidió proyectar la peregrinación. Entonces acudieron a su memoria las palabras que el arquitecto Fayic le dijo cuando regresó de La Meca: «En la trama del mundo, la vida del hombre es como un sendero, una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración, una unificación, pero al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones». Sintió que, ciertamente, la vida era así, como un camino en pos del sentido último de las cosas; pero en todo caso un camino impredecible, con sus peligros, sus incertidumbres y sus retrasos, en el que el hombre tiene que abrirse paso por sí mismo, tomar decisiones por su cuenta y luchar batallas por su propio brazo. En ese momento se alegró de haber emprendido la peregrinación y de no haberse arredrado cuando se atisbaron los primeros peligros. Sí, la vida no es algo fácil, pensó; y el riesgo de la vida es el ejercicio de la Divina Providencia, frente a la incógnita del futuro incierto e indeterminado. Pero lo que cuenta al fin de la vida es el acto humano, la entrega personal, la libre elección. Nunca se había sentido más él mismo que en aquel momento, erguido y sereno en medio de la vida, midiendo el horizonte con la mirada, examinado cada vereda y escudriñando el paisaje, sintiendo en los ojos el reto de los colores y en el rostro la llamada de los vientos. «Sí, todo hombre debería peregrinar -concluyó-; el arquitecto Fayic tenía razón.» Dejó surgir dentro de sí su ser pacificado y alerta, en medio del camino que se define por sus curvas, como el hombre por sus decisiones. En ese momento se arrepintió de las veces que se había dejado llevar por la comodidad, la indecisión y el miedo; y de las veces que se había quejado. «¿Por qué no marcha esto? ¿Por qué nuestros esfuerzos no dan fruto?; el mundo sigue sin cambiar, el Reino de Dios está lejos, a pesar de los mil años transcurridos, y nuestras vidas languidecen en cansada rutina.» Quejas que habían sido frecuentes en su vida, que le habían acompañado hasta ahora. Y preguntas que no le habían dejado ser feliz. «¿Dónde están los frutos del Espíritu y el poder de la resurrección? ¿Dónde quedan las promesas de Dios y la garantía de los evangelios y el testimonio de los santos? Y ¿dónde nos deja eso a nosotros en medio de esta vida desolada, incierta, y este triste desierto…? Dios tiene la respuesta.»

Asbag recordó entonces la gran tentación de los hombres de todos los tiempos: el deseo de saber lo que va a suceder. La ocupación tan ancestral como moderna de predecir el futuro, en la cándida torpeza de los dados y cartas, en caparazones de tortuga, en las entrañas de animales… Es decir, vaticinar lo que va a hacer Dios con el mundo, y conmigo que estoy en él. La gente quiere saber el futuro para ajustarse a él, para facilitarse la vida. Por eso los astrólogos se permiten elevar cada día más sus honorarios.

El salmo brotó espontáneo en la mente de Asbag: «Señor, muéstrame tus caminos». Era la plegaria fundamental de Israel, el pueblo hecho a vagar peregrinando en el desierto. «Saber, señor, tus caminos -rezó-, para la humanidad y para mí, para la historia de tu pueblo y para la rutina de mi vida, para los grandes acontecimientos y las decisiones diarias. Conocer, Señor, tu mente, conocer tu voluntad en medio de tantas veredas; porque conocer tu voluntad es conocerte a ti y llegar al final del camino.»

La puerta de la habitación se abrió, sacándole de su meditación. Apareció Sisnando con una amplia túnica y una lámpara en la mano.

–¡Él sol está ya en lo alto! Creo que por este año la estación lluviosa va a terminar. ¡El camino nos está esperando!

Asbag se levantó de un salto, se envolvió en una manta y salió a ver. Un pálido sol se elevaba por encima de las verdes hojas. Hasta sus primeros rayos despedían calor. Todo era lozano y hermoso. Se comprendía fácilmente que era algo más que una simple pausa en la lluvia.

Ya era más de mediodía y los peregrinos avanzaban por las faldas de las montañas próximas al templo de Santiago, pero aún no se divisaba ningún signo del santuario. Arriba, los pinos eran bastantes más grandes y jamás habían sido tocados por el hombre; había troncos de árboles muertos tirados por allí, y a los lados del sendero los pies se hundían en el negro humus acumulado durante miles de años. Por aquí y por allá crecían pequeñas parcelas de follaje, quejigos, madroños y retama. Los cantos de los peregrinos se elevaban a ratos, disminuían y volvían a elevarse, enardeciendo a las demás voces. En los rostros, junto al cansancio de tantos días, se apreciaban las sonrisas y la emoción por la cercanía de la meta.

A la cabeza de la peregrinación iban Asbag y el obispo Sisnando, pues éste había decidido acompañarles hasta el templo con un buen número de sus caballeros, dado que era el rector del santuario y quiso dar realce a las celebraciones con su presencia.

–Estamos orgullosos del templo -comentó Sisnando-, y de los tesoros que en él se guardan. Los reyes de la cristiandad, ya sea en persona o a través de insignes emisarios, envían joyas, obras de arte y cuantiosos donativos que nos permiten irlo ampliando y mejorando año a año. Desde que fue rescatado por el emperador Carlomagno del poder de los musulmanes, son enviados contingentes de jóvenes caballeros de los reinos cristianos que se turnan para guardarlo y protegerlo. Gracias a eso los normandos no se han atrevido a aparecer por allí.

–Entonces -dijo Asbag-, ¿en estos tiempos de peligros y amenazas podemos confiar en que el templo está seguro?

–¡Nadie se atreverá a poner allí los pies si no es para orar! – aseguró Sisnando con rotundidad-. ¡Dios mismo cuida de él!

El camino torció hacia los matorrales de las laderas de las montañas por una empinada pendiente, en dirección a un elevado monte que estaba aún distante. El sol había cobrado fuerza y hacía calor.

–¡Ah, al fin! – exclamó Sisnando-. Desde aquella montaña, hacia la que nos dirigimos, se divisa ya el santuario.

La fatiga del ascenso ahogó durante un rato los cantos. Se hizo entonces un espeso silencio, roto sólo por el ruido de las pisadas y por los jadeos que arrancaba el esfuerzo a quienes iban a pie.

Más adelante, el camino atravesaba un poblado de pastores. El sol caía a plomo y levantaba un cálido vaho de la tierra húmeda. No se veía a nadie junto a las puertas y sólo algunos animales -bueyes escuálidos, y cabras flacas y enfermas que no valía la pena conservar- vagaban desamparados por los campos.

–¡Qué raro! – murmuró el obispo de Iria-. Esta gente suele salir a saludar a los caminantes. Está todo como desierto…

Más adelante, vieron a unos niños semiocultos en la espesura. Uno de los jinetes se adelantó a preguntar, pero cuando vieron que se dirigía hacia ellos, todos echaron a correr.

Sisnando hizo un gesto de impaciencia que agitó su manto.

–¡Algo está pasando! ¡Apresurémonos hasta lo alto del monte!

Ante ellos, y hasta los primeros árboles, se extendía una franja de terreno cubierta de pastos que surcaba el camino. Alrededor de esta zona, roquedales, zarzales y la tupida vegetación impedían avanzar por otro sirio que no fuera el sendero que ascendía hacia la cumbre. Sisnando espoleó su caballo y se adelantó con la intención de llegar cuanto antes a la cima para observar desde allí. Se oyó entonces un prolongado toque de trompas y luego un feroz griterío, como de hombres furiosos y enloquecidos. Del bosque salieron cientos de guerreros, y los zarzales se agitaron cuando los hombres que en ellos estaban ocultos aparecieron lanzando nubes de dardos y piedras.

–¡Dios! – exclamó Sisnando-. ¡Los vikingos! ¡Sacad armas!

El caballo de Asbag, que no era un animal de guerra, se encabritó sorprendido por el estruendo y Asbag rodó por el suelo, entre el polvo y los cascos de las otras bestias. Como pudo, se arrastró tapándose la cabeza instintivamente. Por encima del escándalo se elevaban algunas voces que parecían provenir de los oficiales, que proferían recriminaciones e inútiles órdenes intentando organizar la defensa. Se oían también los gritos aterrorizados de las mujeres y los relinchos de las mulas, entre el fragor de las armas que chocaban y los golpes secos de las piedras que caían.

La multitud se arremolinaba y movía hacia uno y otro lado; los peregrinos se amparaban los unos en los otros, presas del pánico y la confusión. Los soldados de la escolta intentaban inútilmente penetrar en la espesura para hacer frente a los asaltantes, y la angostura del terreno impedía una visión completa de lo que estaba sucediendo.

Asbag se sentó a horcajadas, y se dio cuenta de que una de sus piernas estaba atorada bajo el cuerpo de su caballo, que había caído y era incapaz de levantarse. Miró a su alrededor. Sisnando estaba todavía a caballo, enarbolando la espada y tratando de organizar a sus hombres, que estaban dudosos y que no podían hacer otra cosa que cubrirse con sus escudos.

Voces gruesas, expertas en emitir órdenes, intentaban aclarar la confusión; pero la lluvia de proyectiles no cesaba.

–¡Marchad camino adelante! – gritó alguien-. ¡Avanzad, corred por el camino!

Asbag miró a su alrededor; se dio cuenta de que había pocas posibilidades de moverse de allí. Pero el tropel de personas y animales empezó a seguir el camino, de manera que tuvo que soportar el pisoteo y los golpes de la estampida que comenzó a pasarle por encima.

Sisnando vio lo que le estaba sucediendo. Le gritó:

–¡Vamos, levántate! ¡Te van a matar!

–¡No puedo! – contestó él angustiado-. ¡Tengo la pierna debajo del caballo!

Sisnando descabalgó entonces y corrió hacia él para socorrerle. Punzó con la espada las ancas del caballo y éste se removió, con lo cual Asbag pudo verse libre y ponerse en pie. Varios caballeros y algunos soldados de la escolta acudieron en ese instante para proteger con sus escudos a los obispos, mientras que los demás hombres armados de la peregrinación se batían ya contra una cantidad innumerable de vikingos.

Asbag estaba casi paralizado en medio del combate, aturdido por el relincho excitado de los caballos, el resonar metálico de las armas, los gritos de los hombres que respondían a la llamada de los jefes y de los alaridos de dolor de los que sufrían heridas. Pero logró guarecerse entre unas rocas cercanas.

Sisnando, en cambio, se abrió paso entre los hombres y se lanzó a combatir con ferocidad. Había perdido su caballo, pero resaltaba por su estatura en medio de la refriega. A muchos de los caballeros les había sucedido lo mismo. Una cosa era luchar en campo abierto contra otra fuerza similar, en la que cada jinete tenía las mismas posibilidades de caer que el adversario; pero otra muy distinta era enfrentarse a una masa desorganizada y convulsiva que surgía en oleadas de la espesura del bosque. En las partes rocosas del terreno, los combatientes se arremolinaban en torno a las piedras más grandes y se les veía caer de los lugares donde se habían encaramado cuando los alcanzaba alguna lanza.

Asbag se acordó entonces de sus peregrinos e intentó ver por encima de la refriega si habían conseguido escapar hacia lo alto del monte. Pero lo que vio terminó de desalentarle. Los guerreros normandos descendían como una plaga desde la cima y hacían presa en los pobres desventurados que escapaban hacia el bosque o buscaban algún lugar donde ponerse a salvo.

–¡Es inútil, son demasiados! – oyó decir a uno de los oficiales.

–¡No, no desfallezcáis! – les animaba Sisnando.

El fragor de la batalla, el olor a sangre humana que arrastraba el viento y los terribles gritos de agonía de los heridos convertían aquello en una verdadera pesadilla. Asbag sintió por un momento que aquella visión atroz era algo ajeno, irreal. Se echó mano al crucifijo pectoral y se aferró a él hasta hacerse daño, como queriendo escapar en una desgarrada oración de súplica.

Sin embargo, la encendida oposición de los hombres de Sisnando y de la entrenada escolta de guerreros musulmanes empezó a ceder ante la presión feroz de los vikingos, que les superaban con creces. Al cabo, sólo veinticinco o treinta hombres oponían resistencia; agotados, gruñendo, sudando, blasfemando, acuchillando, empujando, jadeando, golpeando y cayendo poco a poco bajo la enfurecida lluvia de hachazos, flechas y pedruscos de los asaltantes.

–¡Rindámonos! – suplicó alguien-. ¡No tenemos nada que hacer!

–¡No! ¡De ninguna manera! – se opuso enérgicamente Sisnando-. ¡Nos matarían! ¡De todas formas nos matarían!

En ese momento, Asbag vio desde su escondite cómo un puñado de normandos rodeaba al obispo de Iria y le agredía con tremendos golpes por todos los lados. Sisnando se revolvía una y otra vez como un mastín acosado por los lobos, con la cara ensangrentada, dando mandobles a diestro y siniestro con las últimas fuerzas que le quedaban. Hasta que un enorme vikingo de puntiagudo yelmo se abalanzó sobre él y le asestó varios porrazos con una especie de martillo. El obispo se desplomó entonces, como una inmensa torre vencida en sus cimientos.

Los hombres que resistían, al ver caer a su jefe, se desalentaron y aflojaron en su actitud. Algunos retrocedieron e intentaron escapar, otros soltaron las armas y algunos cayeron también bajo los golpes del enemigo.

El estruendo del combate cesó. Y los gritos de júbilo de los normandos se adueñaron del lugar, proferidos en extraña lengua, mientras los fieros atacantes se extendían como fuego a lo largo del claro, sobre los cuerpos de los vencidos.

Asbag estaba temblando, detrás de unas rocas, observando el curso de los acontecimientos. Vio llegar a los jefes de los vikingos y la cruel manera en que fueron apresados los que quedaban vivos, reducidos con palos, patadas y empujones. También vio cómo traían a los pobres e indefensos peregrinos capturados en la espesura adonde habían huido. Luego oyó una voz detrás de sí. Se volvió y alzó la vista. En lo alto de una de las rocas, uno de aquellos guerreros le había descubierto y estaba señalándole con el dedo. Enseguida acudieron varios y le agarraron por todos lados, arrastrándole hasta el claro.

Los cuerpos yacían a lo largo del camino, en las orillas del mismo y en el abierto pastizal donde se había librado la batalla. Los normandos recorrían el escenario del combate de arriba abajo, registrando a las víctimas para quedarse con sus objetos de valor.

Uno de los jefes se fijó en Asbag; observó sus atuendos y no disimuló su alegría, al comprobar que debía de ser alguien importante del grupo de los vencidos. Al momento apareció el que por sus ademanes y aspecto parecía el jefe supremo de todos los demás. Rugió en su metálica lengua normanda, y los soldados aplaudieron y se dieron palmadas en los muslos o golpearon con las armas en los escudos, como felicitándose por las capturas.

Le echaron a Asbag una soga al cuello, con la que enlazaron a otros cautivos, formando una hilera tambaleante que fue conducida a golpes y voces por un sendero que se abría en la espesura, montaña abajo.

–¡Ay, señor obispo! – le dijo llorando una pobre mujer-. ¿Adonde nos lleva esta gente?

Asbag la miró con un gesto de dolor compartido, pero el nudo que se le había hecho en la garganta le impidió articular palabra.

Caminaron durante mucho tiempo, hasta que se hizo de noche. Luego prosiguieron detrás de la fila de antorchas que sus captores agitaban en el aire. No se podía hablar, ni gemir, ni quejarse, porque el que lo hacía recibía inmediatamente una paliza. De manera que anduvieron, renqueando y tambaleándose, en el silencio de la noche, por lúgubres y húmedas veredas del obscuro bosque.

42

Córdoba, año 967

El judío Ceno se frotaba las manos hecho un manojo de nervios y se deshacía en reverencias.

–¡Oh, señores, cuánto honor! ¡Pasad, pasad y poneos cómodos!

El establecimiento estaba como siempre. Nada había cambiado desde que Abuámir era casi un imberbe estudiante cordobés que empezaba a descubrir el prohibido paraíso de las tabernas. El suelo seguía pavimentado con irregulares, sucias y ennegrecidas baldosas de barro sobre las que las mesas se asentaban inestablemente, cojas y rodeadas de toscos cajones que servían de taburetes, cuyos cojines, tiesos, acartonados, habían perdido su color. El zócalo era antiguo y delataba el esplendor ajado de lo que debió de ser un lujoso salón en otro tiempo. La bóveda era inmensa, de ladrillos obscurecidos por el humo y las telarañas. Pero eran los arcos del fondo, asentados sobre viejos capiteles romanos, y las orondas tinajas que cobijaban, lo que convertía la taberna de Ceno en uno de esos templos donde lo que cuenta es la adoración del tiempo detenido en el éxtasis del vino, y la magia de la conversación que el sagrado caldo libera. En el rincón del fondo había un espacio elevado, con una parrilla humeante y mugrienta, un desordenado conjunto de ánforas, embudos y botellas, y un ventanuco que comunicaba con un cuartucho que servía de almacén. Al fondo, un grueso y desvencijado portón abierto a un pórtico de arcos en herradura, como de un viejo palacio en ruinas, donde las gallinas canturreaban y escarbaban, y las palomas venían a posarse levantando polvo con sus aleteos y adormeciendo el mediodía con sus arrullos.

Para entrar en el establecimiento de Ceno había que descender del nivel de la calle, así que Abuámir y el visir Ben-Hodair bajaron la media docena de escalones y se introdujeron en el hospitalario ambiente de la taberna. Había siempre una clientela ajustada al lugar, ni excesiva ni escasa, para que la amplitud no resultase destartalada o la muchedumbre ahogara en su parloteo el deseo de conversar.

En la parte más próxima a la entrada se reunían los comerciantes, vestidos con sus coloridos mantos que delataban su procedencia; africanos, murcianos, sevillanos, gaditanos; un poco más adentro, los criados, dispuestos a abastecer a sus señores de cualquier cosa que necesitaran de la cocina o de las bodegas. Como en cualquier otra afanada taberna, allí se cerraban tratos, se concertaban transportes o se buscaba información sobre la ciudad en general. Las mesas se agrupaban en los laterales, pegadas al zócalo de azulejos, y en ellas abundaban los ricos judíos, los viejos cristianos de origen visigodo, a los que se llamaba dimmies, los cristianos llegados de fuera, conocidos como rumies (romanos) y los jóvenes estudiantes o los musulmanes de mundo. Y por último, un apartado rincón, alejado de la visión de los ventanucos que daban a la calle, era el lugar de los borrachos, donde podían hablar para sí sin molestar, babear, tambalearse o caerse finalmente rendidos por su vicio.

Había también un reservado, nada especial, pero ligeramente adecentado en comparación con los demás y susceptible de incomunicarse mediante el corrimiento de un mugriento cortinaje que algún día debió de ser de color rojo adamascado.

–Ah, señores, si me hubierais avisado con tiempo… -decía el judío, mientras les acompañaba hacia aquel lugar-. Habría cerrado todo para vosotros. Ya lo creo… habría cerrado…

–Bueno, bueno, Ceno -replicó Abuámir-; queríamos que todo estuviera en su salsa. Está bien así, como siempre…

–Sí, ya, señores -insistía Ceno-; pero, ya sabéis, viene mucha gente… Habría limpiado…

–Está bien -le decía Abuámir-, está bien así. Lo importante ahora es lo que nos vas a servir.

El tabernero se inclinaba una y otra vez, solícito, lleno de agradecimiento. No es que su establecimiento fuera un tugurio, pero un visir y el administrador de los alcázares eran dos clientes situados muy por encima de los asiduos visitantes de la taberna: tratantes, soldados, funcionarios y demás.

–Poneos cómodos -rogó Ceno mientras se afanaba en limpiar con un paño los asientos y la mesa del reservado-, y pedid, pedid lo que se os antoje; aquí tenéis a vuestro siervo…

–¡Vino! – dijo Abuámir con decisión-, vino de Cabra, o de Lucena; de ese bueno, del mejor. Y para comer…

–¡Ah, eso corre de mi cuenta! – le interrumpió el tabernero-. Déjame señor que os sorprenda. Ay, pero si me hubieras avisado con tiempo…

–Muy bien -respondió Abuámir-. Tenemos tiempo; tómate todo el que desees. Hoy tenemos todo el tiempo del mundo.

El judío se apresuró a ir en busca de uno de sus esclavos y le estuvo instruyendo aparte. Al momento, el criado salió hacia la calle provisto de una enorme cesta.

–¡Aquí está! – dijo el tabernero poniendo una jarra labrada y dos delicadas copas en la mesa-. De Cabra, del mejor. El gran rabino de Lucena me lo manda expresamente, del que hacen mis hermanos allí… Es un producto selecto…, puro…, ya me entendéis.

–Sí, claro -respondió Abuámir-. Un vino de judíos hecho para judíos, con todas las purificaciones que ello requiere.

–Siempre es un placer servirte, sabio Abuámir -observó Ceno, mientras se retiraba sin darles la espalda-, porque no sólo sabes apreciar las cosas, sino que además entiendes su sentido.

Cuando el judío se hubo retirado, el visir Ben-Hodair se aproximó a Abuámir y le preguntó con gesto intrigado:

–¿Y cuál es el sentido de ese vino? ¿Por qué es tan especial?

–Oh, cosas de hebreos -respondió Abuámir-. Ya sabes que ellos son muy exigentes en el cumplimiento de sus normas religiosas. Sus alimentos no pueden estar manipulados de cualquier manera. Se someten a estrictas normas de purificación. No se trata de algo meramente relativo a la limpieza, sino algo más profundo. Como se consideran el pueblo predilecto de Dios, sienten que no deben contaminarse. Y el vino es algo noble; el regalo más exquisito de la tierra. Por eso debe ser elaborado siguiendo unas leyes que afectan a los vendimiadores y a los pisadores. Se les exige un estado de pureza especial. Los rabinos son quienes controlan todo el proceso y, consiguientemente, quienes se hacen con el mejor vino.

El visir escuchaba atentamente y asentía con la cabeza. Cuando Abuámir terminó de hablar, le posó paternalmente la mano en el hombro y le dijo:

–¡Ah, cuánto te envidio, querido Abuámir! Tú conoces el mundo, con su velado misterio. Sabes saborearlo; le sacas partido. Eres exquisito en tus gustos, pero el lujo externo te es indiferente. Escrutas todo con tu mirada penetrante y vas al sentido de las cosas, para apropiarte de su esencia; para disfrutarlas en lo que tienen de singulares. Y eres tan joven aún… Llegarás lejos. Estoy seguro de ello. Alguien tan singular como tú ha de estar llamado a un alto destino.

–¡Vaya, visir! – replicó Abuámir sonriendo pudorosamente-, sabes que agradezco tus halagos; pero no me benefician. Un hombre tan refinado y tan admirado por mí como tú no debería envidiar a nadie.

–Sí. Debo decírtelo ahora, antes de que el vino nos lleve a sublimar las cosas. Es algo que pienso sinceramente. Ahora tienes una posición muy aceptable como administrador de los alcázares, pero… no… no es suficiente. Nuestra nación necesita hombres como tú, impetuosos e inteligentes a la vez; hombres que no se detengan ante nada y que sean capaces de hacer crecer nuestro imperio.

–Pero la hábil diplomacia del califa ha logrado mucho últimamente -respondió Abuámir.

–¡Bah! – replicó el visir descargando un puñetazo en la mesa-. Mi primo Alhaquen está llenando las cancillerías de mojigatos: teólogos, filósofos…, hasta obispos cristianos. ¿Qué me dices de ese Asbag aben-Nabil? Entra y sale en Zahra con más libertad que cualquier visir…

–Bueno. El obispo cosechó un buen puñado de logros en sus gestiones con los reyes cristianos del norte…

–¿Y qué? Tenemos paz, pero una paz que sólo conviene a los rumies. Mi tío Abderrahmen al-Nasir estudió cuanto pudo el reino, fijando las fronteras que tenemos ahora. ¿Y qué hace mi primo Alhaquen? Mantener, mantener y mantener. Sólo eso. Y mientras tanto se dedica a sus beaterías y a sus elucubraciones filosóficas, rodeándose de mansos consejeros a los que únicamente interesa que todo siga como está, para charlar y charlar acerca del destino del hombre, de la paz de los pueblos, de los idílicos y absurdos proyectos de los antiguos filósofos… Pero en el norte los cristianos se arman y se preparan esperando su momento.

–¿Y el gran visir al-Mosafi? – dijo Abuámir inexpresivamente-. A mí me parece firme en sus decisiones.

–¡Ah, el peor de todos! Es un teórico, un aburrido e insoportable burócrata criado entre libros. Alguien que no ha empuñado jamás una espada.

–¿Y qué se puede hacer? – preguntó Abuámir, casi para sí.

–Poca cosa, desgraciadamente -respondió Ben-Hodair con rabia-. Quienes manejan Zahra son los eunucos Chawdar y al-Nizami, intocables y muy peligrosos. El gobierno está en manos del imbécil de al-Mosafi, y el califa vive encerrado en su biblioteca o abismado en sus meditaciones. Sólo el tiempo dirá la última palabra. Pero no creo que Alhaquen viva mucho más; es débil y apenas se cuida. Jamás se ha divertido y, ya sabes, el placer alarga la vida.

En ese momento, como llamado por aquella reflexión, apareció descorriendo la cortina el judío Ceno, seguido de sus criados con humeantes platos en las manos.

–Aquí tenéis, dignísimos señores; pollo con almendras, berenjenas rebozadas, cabrito a la miel, fritura de pescaditos… Y más vino de Lucena, puesto que ya veo que habéis dado buena cuenta de la jarra.

Comer y beber fue maravilloso para Abuámir en aquella ocasión. Se sentía seguro, asentado en su puesto, tratado como un importante señor y escuchando las opiniones del visir Ben-Hodair. La comida resultaba excelente, el vino exquisito. A los postres llegaron los dulces, crujientes, recién hechos por la vieja buñolera que acababa de enmelarlos en el patio contiguo. Y, como final, Ceno apareció con una hermosa botella entre las manos.

–Señores -dijo-, ésta es mi sorpresa final. Guardaba este vino para unos clientes que de verdad supieran apreciarlo. Es viejo, pero aún es dulce; es fuerte, pero podría seducir a la más delicada mujer… Y es la última botella, que permanecía aguardándoos en mi bodega.

Ceno llenó dos hermosos vasos de plata con incrustaciones y se retiró prudentemente.

–¿Ves? – dijo Ben-Hodair-, a esto me refería cuando te dije que conoces de verdad lo bueno. Tengo de todo en mi palacio, pero jamás habría descubierto un lugar como éste si no hubiera sido por ti. Brindemos ahora por tu porvenir.

–Y por el tuyo -respondió Abuámir.

–¡Ah! – suspiró el visir-. A mí me queda poco; yo casi he apurado mi copa. Brindemos por la tuya que está llena hasta el borde.

Permanecieron todavía allí, hasta que dieron fin al contenido de aquella última botella. Luego se pusieron en pie y se aprestaron a abandonar el local. Ben-Hodair se tambaleaba. Abuámir, en cambio, estaba firme y con la mirada brillante. Antes de salir, se aproximó disimuladamente hasta donde estaba el judío Ceno, mientras los criados del visir ayudaban a su amo a subir a la litera.

–¡Eh, Ceno! – le dijo-. Ese último vino… ¿Era de verdad el último?

El judío sonrió y le guiñó un ojo. Luego entró a toda prisa en la bodega. Enseguida apareció con una botella semejante a la anterior, le quitó el polvo con un paño y le dijo:

–Ésta sí que es la última.

Abuámir le lanzó una moneda de plata y se guardó la botella entre los pliegues de la capa.

En la puerta le aguardaba el visir, desmadejado en su litera.

–¿No quieres venir conmigo al jardín del Loco? – le preguntó Abuámir.

–¡Oh, no, no…! – respondió quejumbroso Ben-Hodair-. Ve tú. Yo ya soy viejo para tanta juerga. Con lo de esta tarde he tenido ya suficiente. Ahora necesito dormir.

La litera se internó en las callejuelas, y Abuámir se dirigió hacia la argolla donde había amarrado su caballo.

Cuando iba atravesando el puente se fijó en el cielo nítido, poblado de estrellas. Divisó a lo lejos las tibias luces del jardín y percibió la dulce música que le era tan familiar. Entonces se detuvo y se quedó absorto. Un laúd acompañaba con una triste melodía la voz de una mujer que cantaba en solitario. Decía:

No, sin ti no…

Ni música, ni rosas, ni vino…

No, sin tino…

Ni noche, ni estrellas, ni luna…

No, sin ti no, no, no…

El rostro de Subh le vino entonces a la mente. Tiró de las riendas del caballo y le hizo dar media vuelta. Todavía era temprano. Había anochecido hacía poco, y en verano nadie se acostaba, aunque fuera noche cerrada, sin haber aguardado a la primera brisa. Si se apresuraba podría charlar con ella todavía un momento. Ahora no deseaba otra cosa. Espoleó al caballo, y los cascos rugieron sobre los rollos de la calzada.

En la cabecera del puente, junto a la pared de la mezquita, un viejo vestido de blanco vendía golosinas a la luz de un candil. Desde el caballo, Abuámir le compró media calabaza llena de peladillas, caramelos y frutas azucaradas. Lo puso todo en la alforja junto a la botella de vino y se encaminó hacia los alcázares.

Los jóvenes eunucos al-Fasí y Sisnán aprovechaban el fresco para regar las plantas en el jardín de las enredaderas.

Cuando vieron llegar a Abuámir parecieron leerle el pensamiento.

–Está arriba -dijo al-Fasí, sin que nadie le preguntara nada.

–¿Arriba? – preguntó Abuámir.

–Sí, en la torre -respondió Sisnán señalando con el dedo.

Abuámir les dio un puñado de golosinas y se dirigió hacia la galería que conducía a la escalera de caracol. El corazón le palpitaba como queriendo salírsele del pecho.

Cuando llegó arriba, Subh estaba de espaldas, sumida en la contemplación de la ciudad nocturna. Oyó los pasos detrás de sí, se volvió y se encontró con él, mirándola de frente y sosteniendo una bandeja con la botella, dos copas y la calabaza repleta de dulces.

Los dos se quedaron en silencio, mirándose, como solía sucederles cuando se encontraban. Luego ella dijo:

–He pensado mucho estos días en aquella poesía… ¿Cómo era…? «Mi… mi alma es una paloma…»

No pudo continuar. Abuámir dejó a un lado la bandeja, y la sostuvo a ella por las manos sin dejar de mirarla a los ojos. El prosiguió:

Mi alma se echa a volar, entre

apreses y mirtos.

Mi alma es una paloma.

ha veo en el alféizar de tu ventana

contigo…

–Mi alma es una paloma… -dijo ella tímidamente.

–Te busca y siempre te encuentra, entre almendros y olivos -prosiguió él.

Abuámir extendió entonces su capa y ambos se sentaron sobre ella. Vertió el vino en las copas y dijo:

–Esto lo he traído para ti. Necesitas alegría en tu corazón.

–Nunca he probado el vino -respondió Subh.

–Pues no encontrarás mejor momento que éste.

Ella se llevó la copa a los labios y bebió con cuidado.

–¡Oh, es dulce! – exclamó-. Pero quema la garganta…

Abuámir la contempló extasiado. La luz de la lámpara jugaba con su rostro; hacía brillar sus ojos claros, matizaba su dorado y suelto cabello, arrancaba destellos a sus blancos dientes. Ahora la tenía más cerca que nunca y le parecía mentira. Estaban solos, allí, sin prisas, sin temores. ¿Cómo había podido obrarse aquel milagro?

Ella bebió un par de veces más. Él apreció la magia del vino a través de su mirada y el efecto sensual que provoca en los labios, que se relajan y se entreabren como queriendo mostrar el espíritu. Entonces la acarició suavemente en la mejilla con el dorso de la mano. Seguían mirándose fijamente. Pero ella bajó la vista.

–¿Qué pasa? – le preguntó Abuámir.

–Me dan miedo tus ojos.

–¿Por qué?

–Es… es como si entraran dentro de mí…

Él se acercó entonces un poco más y aproximó su mejilla a la de Subh. Algo se soltó entonces dentro de ella, y se dejó caer sobre el pecho de Abuámir. «Es mía», pensó él.

43

Córdoba, año 967

Como cada sábado, a media tarde, la comitiva de la sayida y los príncipes regresaba a Córdoba desde Zahra, después de visitar al califa y pasar la jornada con él en su palacio. A la cabeza avanzaba la guardia de los alcázares, detrás, la litera de los niños rodeados de los eunucos y los sirvientes, seguidos de Sisnán y al-Fasí en sus mulas vistosamente enjaezadas. Y, antes de que la guarnición de cola cerrara la fila, Abuámir en su caballo conversaba con un jinete, que por su atavío bien podía ser un eunuco prominente del harén real, que se cubría parte del rostro con un embozo que se descolgaba desde el turbante. En realidad, se trataba de Subh.

–Aún bendigo la hora en que tuviste la brillante idea de sugerirme este disfraz -le decía ella-. Nadie, absolutamente nadie, ha concebido la menor sospecha de las veces que hemos venido.

–Bueno -respondió él-, nadie podría sospechar nada, puesto que nadie te había visto antes.

–Sí. Ja, ja, ja! – rió ella-. Es tan divertido; es como nacer de nuevo.

–Claro, pero también es de agradecer que el califa se haya prestado al juego.

–¡Oh! Y además a él también le divierte. Desde que me vio así vestida, como un criado de palacio, ha empezado a llamarme por el nombre masculino de Chafar. Lo cual significa que piensa seguir colaborando con la farsa.

–El Príncipe de los Creyentes es el más sabio de los hombres. Sabe que lo más sencillo es a veces lo conveniente. Si se hubiera opuesto a este juego todo se habría complicado. Así puede verte cuando quiere, podéis compartir la misma mesa y disfrutar en familia junto a los niños sin necesidad de vulnerar el rígido protocolo de la corte ommiada.

–Sí, es maravilloso -dijo ella, mirando hacia el cielo azul de la tarde-; todo esto es como un sueño. Ir por aquí a caballo, al aire libre, contemplando esas montañas y ese cielo inmenso; respirando este aire puro de verano… Es como recobrar cosas que ya casi había olvidado… ¿Sabes?, en Vasconia yo solía montar a caballo.

–Pero… ¿es eso posible? – se extrañó Abuámir.

–Naturalmente. En Vasconia las costumbres son muy diferentes de las vuestras. Bueno, no es que las mujeres sean iguales a los hombres, pero si el padre quiere puede disponer de las hijas para otros menesteres que no sean los propios de la casa. Mira si no la famosa reina Tota. Era hermana de mi bisabuelo, y todo el mundo sabe que acudía a la guerra como un caballero más. Incluso tenía su propia espada. Aunque eso no es lo más corriente. Pero aquí sería impensable.

–Si quieres, puedo conseguirte una espada -dijo él con ironía.

–Hace unos meses la habría necesitado… Soñé con una de ellas cuando Chawdar y al-Nizami me hacían la vida imposible…

–¿Para matarlos a ellos?

–O para darme muerte yo. Pero ahora soy tan feliz…

El verano había seguido su curso y había dorado los campos, pero los pinos que se erguían descomunales aquí y allá mostraban orgullosos el verde brillante de sus enormes copas redondeadas y despedían un perfume suave de estío. Las bandadas de palomas torcaces giraban en el horizonte buscando sus encinares, y una tenue banda rojiza empezaba a desplegarse en el infinito.

–¡Cómo…! – exclamó ella de repente-. ¡No vamos hacia Córdoba!

–Bueno -respondió él-, hoy no voy a regalarte una espada; pero reservaba para ti una sorpresa.

–¿Eh…? ¿Una sorpresa? ¿Adonde vamos?

Dejaron a un lado la ciudad y avanzaron hacia la margen derecha del Guadalquivir. Las torres, los alminares y los elevados tejados de los palacios asomaban por encima de las murallas. Las arboledas de las orillas guardaban el río, junto a la inmensidad de juncales donde empezaban a guarecerse multitud de aves acuáticas. Parecía un paisaje de encantamiento.

–Vamos a un lugar que te pertenece -dijo Abuámir-, pero que no has visto nunca.

Enseguida llegaron a unos muros que cercaban una propiedad espesamente poblada de árboles. En el pórtico de entrada aguardaba un batallón de sirvientes.

–¡Bueno, hemos llegado! – dijo Abuámir mientras descabalgaba-. Estás en tu propia casa de campo; la munya de al-Ruh.

Pasaron al interior de la propiedad. No ocupaba una gran extensión, como los jardines de los alcázares o los de Zahra, pero tenía el encanto de los terrenos plantados desde muy antiguo, donde los gruesos troncos brotan ingobernables y en las alturas crecen a sus anchas, escapando a las manos de los jardineros. Los setos era viejos y tupidos, y las marañas de enredaderas y emparrados se adueñaban de los pasillos formando apretados techos bajo cuya umbría crecía la hierba fresca y húmeda. En el centro, semioculto por tanta espesura, se levantaba un hermoso palacete, cuyas ventanas ya estaban iluminadas. Era una de esas edificaciones de la época del emirato, construida en dos pisos y pintada en verde malaquita obscuro, tal vez para conseguir una perfecta integración en el ambiente que formaban juntos la alameda y el río.

Atravesaron los jardines y cruzaron la puerta principal, que les condujo a un patio abierto rodeado de habitaciones. En el piso superior había una galería, que al igual que la inferior se sostenía con viejas columnas romanas de granito. No faltaban la fuente central, con su gran pila de piedra, y una serie de naranjos y limoneros plantados en hileras paralelas.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó Subh, mirando embelesada a su alrededor-. Esto es maravilloso.

–Aguarda a que subamos al piso superior -dijo Abuámir.

En el alto se encontraron con un hermoso saloncito, iluminado por cuatro faroles sostenidos por leones sentados, que una esclava acababa de encender con una antorcha. El suelo estaba cubierto de alfombras y las paredes decoradas con coloridas pinturas vegetales. El techo era un firmamento azul ahumado repleto de doradas estrellas.

–¿Y… dices que este lugar me pertenece? – preguntó Subh.

–Bueno, ésta y cuatro munyas más. Forman parte de la ingente fortuna con la que el califa te dotó como premio a tu maternidad, junto con una buena extensión de tierras, además de joyas, dirhems de oro, esclavos… En fin, como a una reina.

Recorrieron las estancias y ella se maravilló al contemplar que cada una era diferente en su estilo, aunque costaba determinar cuál era la más hermosa.

Más tarde, cuando Subh fue a llevar a los niños a dormir, pues les había llegado la hora, Abuámir se encargó de que los criados prepararan una mesa en el centro del salón principal, donde fueron disponiendo una serie de manjares que él había elegido previamente.

Las ventanas estaban abiertas al jardín exterior; se veían las obscuras copas de los árboles casi queriéndose entrar en la estancia. Un mirlo cantaba en la espesura. Los aromas frescos del río subían, mezclados con los de la tierra regada por los canales que empezaban a llenar las norias a la caída de la tarde.

Cuando la mesa estuvo dispuesta, Abuámir despidió a los criados, con la orden de que se retiraran a sus viviendas después de cerrar las puertas del palacete. Si no fuera por el mirlo, todo habría quedado en silencio.

Al fondo del salón había un gran espejo, rodeado por un dorado marco con forma de herradura. Abuámir se miró. Su rostro estaba brillante por el sudor y su turbante le pareció descompuesto. Deslió con cuidado la banda y se descubrió completamente la cabeza. Estaba orgulloso de su pelo abundante, largo y obscuro. A un lado había una jofaina de las que se usaban para lavarse antes de las comidas, con su toalla de fino hilo con bordados y su perfumado jabón.

Se estuvo lavando delicadamente los brazos, el cuello, los cabellos y la cara. Luego mojó las yemas de los dedos en aceite y los pasó por algunas mechas de su cabello. Solía hacerlo cuando pensaba estar con la cabeza descubierta. Junto a la jofaina había una pequeña piedra de almizcle en su cajita de plata. Él la tomó y la frotó entre las manos percibiendo su peculiar y sugerente olor. Luego se extendió el aroma por el pecho y la nuca, sin excederse. Se fue hasta el balcón, se recostó en él e inspiró varias veces con profundidad para sentirse relajado. Las sombras envolvían ya el jardín, y un criado fue encendiendo los faroles.

No pudo evitar que una especial excitación lo invadiese cuando oyó los pasos de Subh en el pasillo de la galería. Ella apareció ataviada todavía con los ropajes de eunuco; con sus amplios calzones de estilo persa y un holgado blusón con bordados. Aun así estaba muy bella, pero él se sintió algo defraudado. Sin poder reprimirse le dijo:

–¿No te descansa cambiarte de ropa después de un viaje?

–Bueno, no tengo nada más que esto. Nadie me había dicho que no íbamos a retornar a los alcázares.

El cayó entonces en la cuenta. De un brinco se puso en pie y la cogió de la mano. Tirando de ella hacia la puerta, dijo:

–¡Ven! Te mostraré algo. ¡

En un dormitorio contiguo, decorado con un lujo desbordante, había uno de esos armarios empotrados en la pared y separados por una cortina. Abuámir la descorrió. Colgados en sus perchas había una veintena o más de vestidos.

–¡Oh! – exclamó ella-. ¿Y esto?

–No sé -respondió él-. Cuando hice el inventario de la propiedad me encontré con ellos. Una vieja criada me dijo que el anterior califa había alojado aquí a una de sus favoritas antes de que se construyera la Medina al-Zahra. Seguramente todos esos vestidos le pertenecieron.

Abuámir los descolgó y los extendió sobre las alfombras. Había sedas, brocados, damascos, suntuosos velos de encaje y dorados fajines ricamente bordados. Al verlos, el rostro de Subh se iluminó.

–¿Habrá habido alguna vez una reina con mejores vestidos que éstos? – exclamó.

–¡Vamos, ponte uno! – le pidió Abuámir.

–Oh, no, no, no…

–Pero… ¿por qué? Son tuyos.

–No, no sería capaz. Pertenecieron a una de esas mujeres. Sería como enfrentarse directamente a ellas.

–¡Bah! ¡Supercherías de gente del norte! – se enojó él-. Las cosas son cosas, independientemente de sus dueños o poseedores. Además, según eso, no podríamos vivir en ninguna casa si no hubiera sido edificada sólo para nosotros, ni andar por los caminos, pues por ellos pasaron ya otros que murieron… Las cosas son cosas, sólo eso.

–Hummm… No sé…

–¡Vamos, escoge uno! – insistió él-. Son maravillosos. ¿Quién puede asegurar que no estaban aquí para ti, esperándote?

Subh se mordió los labios indecisa. Miraba los vestidos con un deseo imposible de disimular. Por fin se decidió.

–¡Espérame en el salón! Y… dame tiempo; tardaré un rato en decidirme.

Abuámir regresó al balcón de la sala. El mirlo solitario seguía emitiendo su agudo y solitario canto. Se había hecho de noche, pero el jardín estaba más hermoso si cabe, sumido en su misterio y alumbrado por los faroles que ardían en los ornamentados rincones. El aire del río se había hecho más fresco. Un grillo se unió entonces al mirlo, secundado enseguida por otro y más tarde por un coro de ranas desde la orilla. Abuámir se regocijó con aquellos sonidos del verano y se acercó hasta la mesa para servirse una copa de vino. Lo saboreó largamente e intentó no imaginar qué vestido habría elegido Subh, para no estropear la sorpresa que le aguardaba. Entonces le vino a la mente un amago de remordimientos. Luchó para no sucumbir a la idea de que todo aquello era algo prohibido. «Lo que Dios quiere sucede -pensó-, lo que El no quiere no sucede.» Eso le tranquilizó.

Creyó estar delante de uno de sus sueños. Ella había escogido el largo vestido de color azafrán, con dorados bordados alrededor del cuello, en las mangas y en los bajos. Le caía suelto y perfectamente asentado en sus formas. Se había calzado unas delicadas sandalias de cordones de oro, y su pelo rubio, libre sobre los hombros, no podía completar mejor el conjunto. Él la contempló durante un rato. Luego dijo:

–Dios te creó para ser una reina. La luna es siempre la misma. Incluso cuando sólo aparece en un delgado reflejo. Pero un día desvela su cara y eclipsa a todos los demás astros. Hoy tú eres la luna llena.

Subh se turbó visiblemente. Apartó rápidamente sus ojos de los de Abuámir y los paseó por la mesa donde estaban dispuestos los platos para la cena.

–¿Y todo esto? – preguntó sorprendida.

–Ven, ocupa este sitio -le rogó Abuámir.

Se sentaron el uno frente al otro. Abuámir retiró a un lado una complicada lámpara de varios brazos que ocupaba el centro de la mesa. Subh seguía con la mirada atenta a los diversos platos.

–Prueba eso de ahí -le sugirió él.

Ella alargó la mano y tomó algo entre los dedos. Lo examinó con gesto de extrañeza y luego preguntó:

–¿Qué es? Parecen personitas.

–Ja, ja, ja…! – rió Abuámir-. Pruébalo y te diré lo que es.

Subh se lo llevó a la boca y lo masticó cuidadosamente.

–¡Hummm…! – exclamó-. Está muy bueno, pero tiene huesecillos. ¿Puedo saber qué son?

–Son ranas -respondió él con gesto divertido.

–¿Ranas? Ranas de…

–Sí. Ranas del río, como esas que cantan a la noche.

–Nunca pensé que se comieran.

–¿No hay ranas en tu tierra?

–Bueno, sí, pero supongo que menos que aquí. Nunca había oído croar tan intensamente… Están enloquecidas.

–Cantan al amor. Un poeta antiguo, al-Turabi, decía que llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

–¿A su espejo? ¿Qué espejo?

–Sí, el río. ¿No has oído nunca que la luna se mira en el agua como en un espejo?

–¡Ah, cuántas cosas bonitas sabes! – exclamó ella verdaderamente admirada.

Siguieron hablando, comiendo y bebiendo vino. El tiempo parecía detenido en la magia de aquel salón; pero la noche avanzaba, mientras ellos empezaban a languidecer arropados por la mutua compañía.

–¿Eres ahora feliz? – le preguntó Abuámir. – ¡Claro! Creí que nunca podría volver a ser feliz. Me siento como un pájaro a quien le han abierto la puerta de su jaula. Todo me parece nuevo y distinto. En tan poco tiempo han cambiado tanto las cosas para mí… Pero, a veces, siento miedo. No puedo evitarlo.

–¿Miedo? ¿A qué? ¿No estoy yo contigo? – Sí. Si no hubiera sido por ti nunca habría encontrado esta felicidad. Tú has abierto la puerta de mi jaula. Pero ha sido todo demasiado rápido. Algunas veces me asaltan las dudas. Cuando estaba en el harén pensaba que ése era únicamente mi destino y que no debía esperar nada más. Que Dios me había hecho para eso y que lo único que me quedaba era aceptarlo.

–Bueno. ¿Es que no tienes derecho a ser feliz? – ¡Oh, sí! Pero esta felicidad me asusta. Es como si… Dejémoslo, no vas a entenderlo.

–¡Vamos, habla! – le pidió él cogiéndole las manos-. ¿Vas a desconfiar ahora de mí?

Subh le miró entonces abiertamente. Sus ojos claros reflejaban una luz especial, y su semblante se hizo transparente. – Se trata de eso. Creo que confío demasiado en ti. Antes debía pensar por mí misma, aunque todo fuera obscuro y difícil. Ahora espero continuamente a que tú decidas por mí. Con frecuencia, me sorprendo esperando a que llegues y digas que hay que hacer esto o aquello. Te has vuelto demasiado importante para mí, y mi corazón antes era libre, aunque lo demás estuviera en una jaula.

Las lágrimas corrieron por su rostro. Abuámir las recogió con sus dedos en una caricia. La contemplaba con dulzura, pero su mirada era penetrante e ineludible.

–¿Y eso es malo acaso?-preguntó él.

–No, si yo fuera libre -respondió ella con sinceridad-. Pero mi destino está unido al hombre al que pertenezco.

–¡Pero tú no le amas! Te unieron a él contra tu voluntad.

–Sí. Pero es el padre de mis hijos. Y eso es algo sagrado, según me enseñaron mis mayores. Y yo consentí voluntariamente en aquella relación. Además, siempre se portó muy bien conmigo. Y, en ese sentido, le amo…

–Eso es cariño. Pero el verdadero amor entre un hombre y una mujer…

–Por favor, no sigas -dijo ella angustiada-. Dejémoslo todo como está. ¡Es maravilloso así!

–¡No! Este mundo lo separa todo, pone barreras, se opone a lo que de verdad puede hacer feliz al hombre. ¿Vas a consentir que lo que de verdad amas no te pertenezca por causa de esos temores?

–¡Ah! Necesitaría hablar con alguien más, aparte de ti. Tienes demasiada fuerza; me dominas. ¡Oh, el obispo Asbag! ¡Cuánto le he echado en falta últimamente!

–¡Vaya! El obispo Asbag. Pero si no está aquí será por algo. Está muy lejos y de momento no va a regresar. Lo que Dios quiere sucede, lo que Él no quiere no sucede. Si el obispo estuviera en Córdoba habría sembrado tu alma de absurdos prejuicios de cristianos, y hoy no estaríamos aquí los dos. ¿No será esto lo que Dios quiere?

Subh se quedó pensativa. Abuámir decidió no seguir por aquel camino. La discusión estaba echando a perder la magia de la noche. Durante un momento permanecieron en silencio. Las ranas no paraban de croar abajo en el río.

–¿Oyes? – dijo él.

–Sí -respondió ella-. Llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

Abuámir la tomó de la mano y la condujo hacia el balcón. A lo lejos, entre los árboles, el río reflejaba a la luna en sus aguas mansas. Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos sintieron un estremecimiento con aquella visión.

Él le pasó entonces el brazo por la espalda y subió la mano hasta sus cabellos; la acarició suavemente en los hombros y en la nuca.

–Ven -le pidió-. Te mostraré algo.

Ambos se situaron frente al gran espejo que había en el fondo del salón. Abuámir extrajo algo de un pequeño cofre que había en una alhacena, junto al espejo. Era una brillante diadema de oro y piedras preciosas. Con cuidado, ciñó con ella la cabeza de Subh.

–Ahora sí que eres una reina -le dijo-. Y estás frente a tu espejo. Por eso cantaban las ranas.

Ella se miró y se asombró al verse radiante, con aquel vestido y aquella joya a la luz de aquel salón. Luego miró a Abuámir a su lado; se fijó en su tez morena y en el contraste de sus cabellos negros, brillantes, y en sus ojos profundos de árabe.

Él sabía bien que la mejor manera de seducir a una persona es hacerle ver que es la más maravillosa del mundo. A través del espejo le transmitió eso a ella con sus ojos.

–¿ Y es? – le dijo-, somos tan diferentes… Tu piel es clara como la luna y tus cabellos tienen luz. Yo, en cambio, soy la noche. No puede haber luna sin noche…

Dicho esto, fue retirando el vestido de Subh. Primero lo deslizó dejando al descubierto sus hombros, que besó suavemente; luego, sin que ella pudiera moverse, la delicada tela de color azafrán cayó a sus pies dejando al descubierto su blanco cuerpo desnudo, como el de una pulida escultura.

44

Mar del Norte. Costa occidental de Jutlandia,

año 967

Asbag se dio cuenta de que era incapaz de pensar. Nunca antes le había sucedido algo semejante. Tendido de costado en la cubierta del barco, sentía un espeso y frío adormecimiento en las piernas, y su cadera derecha parecía haberse fundido con las duras tablas. Junto a él, otros cautivos se arracimaban atados unos a otros, para evitar que, llevados por el terror y el descontento, se arrojaran por la borda a las frías aguas, como ya habían hecho algunos a lo largo de aquel viaje. A su lado, una mujer joven llevaba días emitiendo un pausado y lastimoso quejido, que ya no era un llanto, sino un mecánico gemido semejante al maullido de un gato.

La mente de Asbag estaba tan en blanco que no le permitía concebir el más leve pensamiento esperanzador, y mucho menos expresar palabras de consuelo para sus compañeros de desventura.

Se pasó la lengua por los labios y notó la sequedad en ellos, las grietas en la piel, algunas llagas y el desagradable sabor de la sal. Tenía la boca reseca y la garganta le ardía. Recordó entonces el odre de agua que uno de aquellos vikingos pasaba entre ellos dos veces al día, no más, con el fin de dejarles chupar el suficiente líquido para que no se muriesen de sed. Hacía ya tiempo que no reparaba en la pestilente mezcla de orines y heces sobre la que solían descansar, mientras no viniesen a arrojar sobre ellos algunas cubetas de agua helada de mar, para que los excrementos resbalasen hacia los aliviaderos de los extremos. De vez en cuando, si no tenía a nadie a los pies, buscaba la manera de estirar las piernas y sentía un inmenso alivio.

La nave subía y bajaba al ritmo del oleaje, permitiéndole de vez en cuando divisar un horizonte gris, hecho de un mar encrespado que se fundía con un plomizo y denso cielo dominado por los escasos nubarrones. Era como navegar hacia el vacío. Y el constante mareo no le dejaba saber si su cabeza estaba en sus pies o viceversa.

Al principio de aquel viaje, poco después de que los embarcaran en las costas de Galicia, Asbag había percibido con fuerza que aquello era un reto de la propia existencia. Incluso había tenido entereza para musitar algún salmo, sintiendo que las palabras le traspasaban y le penetraban buscando el reducto último de su fe, buscando su esperanza. En esos momentos se acordaba especialmente del Salmo 106:

Los que surcan el mar en naves y

están

maniobrando en medio de tantas aguas.

Contemplaron las obras de Dios,

sus maravillas en el océano.

El habló y levantó un viento

tormentoso,

que alzaba las olas a lo alto:

subían al cielo, bajaban al abismo,

el estómago revuelto por el mareo,

rodaban, se tambaleaban como

borrachos,

y se desvaneció toda su sabiduría.

Pero clamaron al Señor en la

tribulación,

y El los sacó de sus apuros.

Eran frases que se sabía de memoria, por haberlas repetido en el salterio una y otra vez desde su juventud. Frases que ahora cobraban pleno sentido al proyectarse en la atroz realidad. Asbag nunca había navegado antes, pero había visto en su taller la sucesión de ilustraciones que se copiaban unos a otros en las páginas de las Biblias: el mar Rojo abriéndose para tragarse a los soldados egipcios, la ondulante representación del océano con la ballena en cuyo seno estaba Jonás, el Leviatán, a Jesús calmando la tempestad en medio del oleaje que amenazaba a la barca donde él y sus discípulos navegaban, a Pablo surcando el Mediterráneo para ir a encontrarse con los pueblos gentiles y, por último, las obscuras y amenazadoras aguas del apocalipsis devorándolo todo. Pero aquellos dibujos casi infantiles jamás habrían podido representar la terrorífica visión de aquel inconmensurable volumen de agua embravecida.

Los prisioneros se encontraban en el centro de la nave, junto a los fardos del botín y al resto de la carga, mientras que cuatro hileras de remeros se extendían a un extremo y otro, dos a cada lado. Los jefes y los fieros guerreros se reservaban la bodega, donde estaban libres de la lluvia y de las salpicaduras del oleaje.

Asbag había perdido la cuenta de los días de viaje y de los puertos donde habían recalado para que los vikingos intercambiaran los frutos de su rapiña. Eran lugares escondidos entre obscuros y escarpados acantilados, desde cuyas calas les habían hecho señales con antorchas grupos de despiadados mercaderes, cuyas fortunas posiblemente dependían de la implacabilidad y la barbarie de los daneses. Al principio, el obispo se había fijado en aquellos tratos, realizados a través de experimentados intérpretes; también había reparado en las fortificadas poblaciones que asomaban desde las montañas. ¿De qué lugares podía tratarse? Jamás habría podido saberlo. Sus moradores eran hombres distintos; fríos y distantes habitantes del norte, hechos al océano y a las inclemencias de los vientos. En un estrecho, donde el mar se abría paso entre lejanas colinas, se habían cruzado con otras naves, y había podido ver a sus tripulantes saludar alegremente desde las cubiertas. Asbag había advertido entonces el cruel absurdo de su situación; apretujado contra sus compañeros de cautiverio y contra los fardos del botín, formaba parte de una simple mercancía transportada hacia algún mercado desconocido en otra parte del mundo.

Uno de aquellos días, había visto morirse a una muchacha, tal vez de frío y de miedo. Era una adolescente de bello rostro, pero de naturaleza visiblemente débil. El vikingo encargado de los prisioneros la había descubierto inconsciente al amanecer y le había acercado su rudo rostro de rojas barbas al pecho, para escuchar si su corazón latía. Asbag vio con claridad la contrariedad de su gesto y casi pudo adivinar las blasfemias de rabia que el vikingo escupió en su extraña lengua cuando comprobó que la muchacha estaba muerta. Como quien retira un objeto inservible, la arrastró hasta la borda y la arrojó sin más, después de quitarle el vestido y las sandalias. Asbag no pudo reprimir un sonoro sollozo y todavía tuvo que soportar el ver la indiferente sonrisa de un despiadado remero que había contemplado la escena próximo a él.

Era la última vez que había llorado. Después se vio sumido en una especie de letargo. Con la mirada perdida en las nubes grises del horizonte, había llegado a intuir que aquel viaje no tenía por qué terminar, puesto que era como navegar en el vacío de la muerte. Su mente se sumergió entonces en la nada y dejó de hacerse preguntas. Ni siquiera llevaba la cuenta de los días que pasaron sin que la nave se detuviera en algún puerto, perdida ya la esperanza en que pudieran pisar tierra firme alguna vez.

Pero cuando conseguía dormirse acudían los sueños, llenos de claridad y de color, con tal fuerza de realidad que le hacían llegar a pensar que soñar era estar despierto; mientras que despertar era sumirse en la pesadilla de aquel barco. Sentía sus pies en Córdoba, en la Medina, en la calle de los libreros, sobre las losas de granito que pavimentaban el suelo de San Acisclo. Veía el cielo intensamente azul y las bandadas de palomas que surcaban el aire. Llegaba a oler el azahar, los jazmines y el incienso. Sentía el bullicio del mercado, escuchaba las voces de los muecines y el tintineo alegre de las campanas. Soñaba con pergaminos, con libros, con códices y con ilustradas Biblias. Todo su mundo le acudía a la mente cuando el sueño le rendía.

Una mañana le despertaron bruscamente las voces de los remeros. Todos los vikingos corrían alborotados hacia la borda, gritando y agitando los brazos. Asbag se irguió cuanto pudo y por encima de las cabezas de aquellos hombres alcanzó a ver a lo lejos una hilera de montañas que emergían de un mar grisáceo y tranquilo. Por la euforia de los tripulantes y por la alegría que se había dibujado en sus semblantes supo que habían llegado a su destino.

A los cautivos les costó trabajo enderezarse cuando cortaron sus ligaduras, pero no les dieron tiempo para que estirasen sus miembros, y tuvieron que descender renqueando la rampa que deslizaron desde el muelle del puerto.

Asbag sintió su ropa acartonada y pegada al cuerpo, y un agudo dolor en las rodillas y en los tobillos. Cientos de caras les observaban, llenas de curiosidad. Mujeres, niños, ancianos y campesinos se aglomeraban junto a los embarcaderos para recibir a los recién llegados. Un intenso olor a pescado podrido y a salazón inundaba el ambiente, mientras que un pálido sol se abría camino entre las brumas y empezaba a iluminar las extrañas construcciones de madera que se agolpaban a lo lejos, dentro de una elevada empalizada hecha de gruesos troncos de árboles. Un poco más arriba, un sendero subía hasta una compacta fortificación de piedra que sobresalía de la espesura de los bosques que tapizaban las laderas abruptas.

El Salmo 106 acudió casi mecánicamente a la memoria de Asbag, cuando sintió el suelo firme bajo sus pies:

Y enmudecieron las olas del mar.

Se alegraron de aquella bonanza,

y El los condujo al ansiado puerto.

Allí mismo, los vikingos se repartieron el botín. Esparcieron sobre el suelo las joyas, las telas, los objetos preciosos, los tarros de las esencias y las especias. Hicieron lotes que contenían las piezas más valiosas, las mejores cautivas y algún caballo para los jefes; el resto se distribuyó entre los demás hombres en una larga discusión que amenazaba con llegar a las manos. Pero por fin llegaron a un acuerdo y quedaron todos como amigos. Hubo abrazos, brindis e incluso lágrimas de despedida. Después cada uno recogió lo suyo y se puso en camino hacia sus pueblos, sus granjas o nuevamente hacia el mar, los que serían de alguna isla.

Asbag fue considerado alguien valioso y pasó a engrosar el lote que le había correspondido al jefe de la embarcación, junto con dos hermosas muchachas, un par de caballos árabes y varias sacas de monedas y alhajas. Los criados del capitán vikingo se ocuparon de la mercancía y todo fue cuidadosamente dispuesto sobre bestias de carga. A él le miraron de arriba abajo y, como vieran que estaba aturdido y anquilosado por el viaje, le hicieron subir en un asno. El obispo se preguntó qué habrían visto en él para tratarlo con tal consideración.

El viaje duró dos jornadas y media, discurriendo por caminos que se abrían paso entre densos bosques, por tierras de labor, por extensos y verdes prados donde pastaban los rebaños; cruzando ríos caudalosos, pasando por pequeños e insignificantes villorrios; hasta que divisaron a lo lejos una ciudad que se extendía a lo largo de una amplía ría por donde entraban y salían los barcos, desplegando sus velas, y las pequeñas barcazas a golpe de remo. Aquél le pareció a Asbag un lugar extraño, con las construcciones iguales y los tejados revestidos de obscuras lajas cubiertas de secos líquenes. Todo era primitivo y austero.

Entraron en la ciudad por una puerta cuyas hojas de madera estaban abiertas y sin vigilancia, y un bullicio de chiquillos que jugaban junto a los muros les acompañó desde entonces hacia el interior. Eran niños de raza nórdica, de sonrosados rostros y enmarañados rubios cabellos, que gritaban: «¡Torak!, ¡Torak!».

Ése era el nombre del jefe de los vikingos que se había adueñado de Asbag; el obispo lo sabía bien, pues lo había oído con frecuencia a bordo de la nave.

Cruzaron la ciudad y llegaron al otro lado, a un caserón que se encontraba al borde mismo de la ría, donde salieron a recibirlos algunas mujeres, más criados y una manada de perros que se abalanzaron sobre Torak para lamerlo de la cabeza a los pies.

A Asbag volvieron a mirarlo y remirarlo, como a las desdichadas doncellas. Nada entendía de lo que hablaban en su extraña lengua. Sin embargo, vio el alboroto que se armó cuando descubrieron las alhajas, que hicieron las delicias de las mujeres, al igual que las telas y los vestidos que se pusieron inmediatamente.

Se hizo de noche, y condujeron a Asbag hasta unas dependencias obscuras, en donde lo hicieron entrar de un empujón. La puerta se cerró y cayó una pesada aldaba. A tientas, el obispo buscó un lugar donde recostarse, pues estaba deshecho por el agotamiento. Palpó a un lado y a otro y dio con una especie de jergón relleno de paja y con una áspera manta de lana. Y casi sintió un alivio placentero al encontrarse fuera de aquel horrible barco. Pero enseguida acudieron a su mente las crueles escenas de la captura y los rostros de los peregrinos aterrorizados. ¿Qué habría sido del joven Juan aben-Walid?, se preguntó. Y un nuevo salmo acudió a su mente: