Bebe con felicidad lo
que te ofrece un hombre noble
y lleno de gloria. ¡No se te resista el placer! Te trajo un
vino que se vistió
la túnica de oro del crepúsculo, con orla de
burbujas,
en un cáliz en el cual no se escancia
sino a varones principales e ilustres. No obró mal al
escanciarte por su mano
oro fundido en plata sólida. ¡Levántate obsequioso en honor
suyo! ¡Bebe por que su recuerdo perdure siempre!…
Poema del Diwan del príncipe Abu Abd al-Malik Marwan, apodado
al-Sarif al-Taliq, o «el Príncipe Amnistiado». Córdoba, año
978.
L'alba part umet mar
atra sol,
poy pasa bigil, mira ciar tenebras…
[El alba trae al sol sobre el mar obscuro,
luego salva las colinas; mira, las tinieblas se
aclaran…]
Dístico escrito en el siglo X, en una lengua que ya no es
latín pero no es aún lo que, más tarde, será el
catalán.
Antes de que el insigne Recemundo regresara de Francfort, corte del emperador de los sajones Otón el Grande, el taller de copia de la diócesis de Córdoba era un polvoriento cuchitril situado en los altos de una vieja casa del barrio cristiano. En aquella estrecha y desaseada habitación había luz suficiente, pero el ruidoso suelo de tablas se movía a cada pisada impidiendo la concentración en el minucioso trabajo de caligrafía e ilustración de los códices. Había pues que mantenerse durante horas en un silencio y una quietud casi de respiración contenida, a menos que alguien gritara «¡alto!», porque necesitaba desplazarse al armario a por algún frasco de tinta, alguna pluma, vitela o, sencillamente, porque precisaba aliviar la vejiga haciendo uso del bacín solicitado al mandadero que vivía en el bajo.
Asbag aben-Nabil había pasado en aquel lugar parte de su adolescencia, desde que su padre le llevó para ser aprendiz a las órdenes del maestro Isacio, un anciano monje del vecino monasterio de San Esteban, que por entonces dirigía las labores del taller por mandato del obispo. Al principio los aprendices se limitaban a observar mientras iban alternando las tareas más bajas del taller con el estudio del trivium y el quadrivium en la escuela del monasterio; luego dejaban la escoba y aprendían a manejar el pergamino, a utilizar las tintas y a mezclar las pinturas. Su iniciación en la copia y la miniatura solía coincidir con la recepción de las órdenes menores, el lectorado y acolitado, pues suponía la familiarización con los leccionarios y rituales. Más adelante, algunos optaban por establecerse en la cercana calle de los libreros o se ofrecían como escribientes públicos; y otros permanecían en el taller del obispo, consagrando su vida a satisfacer las demandas de códices por parte de las diócesis de Alándalus. A Asbag, cuyas habilidades fueron pronto ponderadas, se le propuso este segundo camino; y, familiarizado como estaba con el ordo missae a fuerza de copiar los misales, no le pareció mal recibir el diaconado primero y el presbiterado después. Pero siguió en el taller, aunque elevado a la condición de maestro auxiliar.
La vista del anciano monje Isacio terminó por ceder ante las largas horas de diminutas filigranas. El obispo de Córdoba recurrió entonces a Recemundo, un misterioso sacerdote cuya fama corría por toda Córdoba por haber prestado significativos servicios al califa Abderrahmen.
Asbag tenía entonces veinticinco años. En el taller se supo que el gran Recemundo llegaría acompañado del obispo de un momento a otro, y todo el personal se apresuró a adecentar aquel sucio y polvoriento lugar en la medida de lo posible, mientras un aprendiz montaba guardia en una de las ventanas que daban al patio de entrada. Era una mañana de primavera cuando vieron por primera vez al insigne presbítero. Al verle caminar a lo largo del estrecho paseo de naranjos en flor, reconocieron por su aspecto que se trataba de un hombre de mundo, llegado de lejos, de esas montañas de Galicia donde decían que proliferaban los monasterios nutridos por monjes venidos de todos los lugares de la cristiandad. Llevaba el peinado de los hombres del norte, con pequeños bucles plateados asomando sobre la frente desde la obscura gorra de piel fina; la barba peinada sencillamente y recortada en punta; el bigote escrupulosamente rasurado. Era alto y delgado, de aspecto austero; vestido con una basta túnica de lana parda, que sólo animaba un plateado medallón de filigrana calada que envolvía el crucifijo colgado sobre el pecho. Tenía la nariz recta y fina y los ojos muy vivos, escrutándolo todo.
El anciano prelado que le acompañaba, en cambio, vestía a la manera mozárabe; con hermosa y fina túnica grana, sobrepelliz, racional bordado en oro sobre los hombros y píleo rojo de fieltro cubriéndole la coronilla.
Recemundo y el obispo subieron las escaleras haciendo crujir los carcomidos peldaños de madera y se presentaron en el diminuto taller, donde el casi ciego monje Isacio, Asbag, un par de maestros y media docena de aprendices los recibieron con profundas reverencias, emocionados ante la presencia de tan renombrado personaje; y apretujados entre los pupitres, yacían los fardos de pergaminos, los tintes, los innumerables botes de pinturas y los manojos de plumas de ganso, en medio de los estantes repletos hasta el techo de enormes códices y nuevos y antiguos libros de todos los tamaños.
–Queridos hermanos -dijo el obispo-, os presento al gran Recemundo, presbítero de la Santa Iglesia y servidor del califa Abderrahmen; lo cual es un gran honor para la comunidad cristiana de Córdoba. Desde hoy, y en la medida en que se lo permitan sus importantes obligaciones en la cancillería real, se ofrecerá amablemente para dirigir este taller, aportando sus conocimientos y las modernas técnicas aprendidas en sus viajes por todo el orbe.
Asbag y sus compañeros se maravillaron ante aquella noticia. ¿Había algún cristiano en Córdoba que no hubiera oído hablar de Recemundo? Todo el mundo sabía que era cordobés de origen, llamado en árabe Rabí ben Zayd, de familia antigua de cristianos, buen conocedor del árabe y del latín, y celoso en la práctica de su religión; formado en San Esteban, como tantos otros presbíteros mozárabes. Fue enviado a Tuy por el anterior obispo de la comunidad para recibir las enseñanzas de la floreciente cristiandad de Galicia, de boca de los insignes maestros traídos por el famoso obispo Remigio, a cuyo servicio estuvo varios años. Recorrió el orbe cristiano, Occidente y Oriente, lo próximo y lo lejano: Toulouse, Tours, Narbona, Ravena, Roma y Constantinopla; había estado en el monasterio de Ratisbona en Bohemia y en el de Passau en Nórica; y, lo más importante, había conocido al papa Esteban VII en persona. Pero el destino o la Providencia quisieron que regresara a Córdoba. Y volvió como prisionero, cuando Abderrahmen al-Nasir emprendió una cruel campaña contra Galicia, y se trajo cautivos al obispo Remigio y a numerosos nobles y notables personajes de Tuy, entre los que estaban el propio Recemundo y el malogrado adolescente Pelayo, sobrino del obispo; un rubicundo y hermoso muchacho por cuya figura se sintió atraído el califa al-Nasir y a quien mató, según decían, con sus propias manos, por no querer doblegarse a sus deseos.
En su Córdoba natal Recemundo estuvo algún tiempo en la cárcel, hasta que un funcionario real descubrió su origen y sus vastos conocimientos acerca de los reinos que había visitado a lo largo del mundo que le permitían desenvolverse, además de en árabe y en latín, en las diversas lenguas cristianas. De esta manera pasó a ser esclavo directo de un alto dignatario y, más adelante, una vez conocidas sus singulares habilidades en la corte, fue destinado a la cancillería cordobesa. Se le encomendaron importantes misiones en Siria y Constantinopla, de las cuales regresó con fructíferos resultados; y, finalmente, fue enviado a la corte del emperador Otón el Grande, de donde acababa de volver igualmente distinguido por su habilidad diplomática. También sabía todo el mundo que era el único cristiano de Córdoba autorizado para entrar y salir por la puerta de Zahra. Incluso decían que trataba a al-Nasir cara a cara; pero él nunca habló de ello con nadie.
Aquella tarde, el famoso Recemundo se conformó con ojear los manuscritos del taller del obispo, ante las miradas atónitas y emocionadas de los maestros y aprendices.
–¡Bien! Comenzaremos por hacer algunos cambios -fue lo único que dijo.
A la mañana siguiente, se presentó puntualmente con las primeras luces del amanecer portando un gran fardo atado con cuerdas. Cortó con una navaja las ligaduras y extendió sobre la mesa un puñado de láminas de extraño material que crujía al manejarse.
–Esto es paper-dijo mostrándolo a los copistas-; así lo llaman en Levante. Pero… podéis llamarlo papel si os resulta más cómodo…
–¡Oh, papel! – exclamó el anciano fray Isacio. Se acercó y lo palpó con ansiedad, luego lo olió y aguzó cuanto pudo sus ojos casi ciegos para intentar verlo-. He oído hablar de él con frecuencia. Lo usan en Oriente, según creo. ¡Bah! Es útil para tomar anotaciones y para enviar misivas, pero para los libros… nada como la buena vitela. Ese material termina deshaciéndose o en boca de las polillas.
–No, no, no… -dijo Recemundo-. Con un buen tratamiento es mejor que el pergamino más refinado. En fin, aprenderemos a utilizarlo y… a fabricarlo. Ya veréis qué gran comodidad supone una vez que os familiaricéis con él.
El papel no fue la única novedad que Recemundo trajo al taller del obispo. Otra mañana, pocos días después, se presentó con la orden de trasladar el taller a otro lugar. Todo fue embalado con meticulosidad y dispuesto en una carreta que esperaba en la puerta. El nuevo taller era un hermoso y soleado caserón donado por una anciana viuda benefactora de la parroquia de San Zoilo, situado frente a la iglesia. Parte del edificio se destinó a escuela de catecúmenos y el resto a taller y biblioteca de la diócesis. El cambio no pudo ser más acertado. Desde aquel mismo día reinó en el taller una nueva manera de hacer las cosas, impuesta por el innovador Recemundo, que la había aprendido en sus visitas a las más afamadas copisterías del mundo. Junto al papel llegaron mejores plumas, tintas más brillantes, nuevos tipos de letras y otra comprensión del ejercicio de la paciencia, que exigía destruir todo aquello que no resultaba bien terminado, lo cual supuso no pocos sufrimientos para los viejos maestros acostumbrados a la antigua manera de hacer las cosas. Pero el tiempo y el trabajo bien hecho dieron su fruto y la llamada Biblia Coturbensis, las copias de los rituales del nuevo ordo missae y los ricos libros ilustrados por el taller del obispo de Córdoba fueron pronto conocidos en las demás diócesis de Alándalus, desde donde llegaron constantes demandas y sustanciosos estipendios para pagar los trabajos. El obispo no pudo estar más satisfecho.
Pero no sólo los cristianos se beneficiaron de la inteligencia y las habilidades del gran Recemundo. Durante todo aquel tiempo siguió prestando servicios a la cancillería del reino. Y el califa al-Nasir no encontró mejor forma de recompensarle que promoverlo a obispo de la sede vacante de Elvira, haciendo uso del derecho que ya se habían atribuido los antiguos emires dependientes de Bagdad.
Recemundo fue consagrado obispo, pero no para pastorear la diócesis de Elvira, sino para servir así mejor a los intereses del califa. Un prelado era un embajador privilegiado en cualquiera de los reinos cristianos; y al-Nasir estaba encaprichado con mantener singulares relaciones con la vieja Constantinopla, por lo que Recemundo fue enviado de nuevo a lejanas tierras.
Antes de marcharse, fue al taller a despedirse y dar las últimas recomendaciones. Luego, en presencia del obispo, mandó llamar a Asbag para conducirlo a una estancia contigua a la sala de copia. Una vez solos los tres, le dijo:
–Asbag, querido, he visto cómo trabajabas en silencio. He hablado de ello con el señor obispo aquí presente. Has aprendido mucho últimamente. Conoces bien los métodos y… eres algo más que un simple copista: trabajas con inteligencia… Por ello te he propuesto como maestro superior al frente del taller.
–Y yo he aceptado -dijo el obispo-. A partir de mañana dirigirás la escuela de catecúmenos, el taller y la biblioteca.
Asbag se quedó mudo; se dobló en una reverencia que podía leerse como un humilde gesto de aceptación, y se encontró al enderezarse con las complacientes sonrisas de ambos dignatarios eclesiásticos. Pero no hubo ninguna palabra más. Asbag sintió entonces, como le había ocurrido otras veces, cuánto le imponía la presencia de Recemundo. Hubiera deseado sobreponerse y preguntarle muchas cosas, pero aquel poste erguido, aquellos profundos ojos hechos a ver el mundo y aquella misteriosa sonrisa le dejaron sumido en sus propias incógnitas.
El joven Mohámed Abuámir se alojaba en una casa modesta del barrio viejo, perteneciente a su tío Aben-Bartal al-Balji, el magistrado miembro de la tribu de Temim, hermano de su madre, que se encontraba en paradero desconocido desde que emprendió su peregrinación a La Meca seis meses atrás. El barrio estaba honrando el aniversario del nacimiento del santo Sidi al-Muin, fundador de una minúscula mezquita que hacía esquina a la vecina calle de los palacios, donde residían los príncipes más notables. Las procesiones estuvieron desfilando desde la madrugada, y los tambores y las flautas no habían parado de sonar ni un momento.
Abuámir estaba sentado en una alfombrilla junto al pozo, leyendo el libro de crónicas antiguas, que tan sobado tenía, pues le apasionaban especialmente las aventuras de los ejércitos berberiscos que desembarcaron en Hispania con Taric al frente. Entre los pocos árabes que figuraban en tal empresa estaba su séptimo abuelo, Abdalmelic, que se había distinguido mandando la división que tomó Carteya, la primera ciudad hispanense que cayó en poder de los musulmanes.
El patio de la casa estaba escrupulosamente limpio y encalado con meticulosidad, como le gustaba a su tío. Fadil, el criado, ayudado con una caña a cuyo extremo se amarraba una pequeña regadera, regaba cuidadosamente cada una de las macetas sujetas a las paredes, de las que se derramaban unos tallos largos y sarmentosos, repletos de campanillas róseas o azuladas. Los geranios, en cambio, ocupaban la parte baja de las columnas, ya que exigían la permanente retirada de las hojas muertas y las flores secas. A cada momento, Fadil tenía que interrumpir su tarea, pues los miembros de la cofradía del santo y los mendigos aporreaban la puerta para solicitar limosnas. Abuámir, por su parte, empezó a estar de mal humor, incapaz de concentrarse en la lectura con tanto alboroto. Rechazó la idea de irse al interior de la casa, donde a buen seguro haría calor y, sintiendo que su ánimo se había alterado por la contrariedad que le producía el no poder disfrutar del apacible placer de aquellas lecturas, decidió irse a vagar por ahí, lejos de aquella algarabía.
En la calle se topó de lleno con la fiesta: las banderas ondeaban y los pregoneros se desgañitaban ensalzando los hechos del santo. Se sintió aún más encolerizado al ver a los hipócritas amontonados a la puerta de la mezquita: conocidos potentados ataviados con falsa humildad y solicitando los panecillos, junto a los míseros desgraciados que buscaban alimentarse más que la bendición del pan del santo. En el estrechamiento de la calle, se abrió paso impetuosamente por entre los fieles.
–¡Eh, tú! ¿Adonde vas con tanta prisa? – le recriminó uno de ellos.
Abuámir se volvió y bastó una mirada de sus ojos enfurecidos bajo el negro ceño fruncido para que el fiel ofendido fingiera que la cosa no iba con él y siguiera a lo suyo en la cola de la puerta de la mezquita.
Abuámir estuvo dando vueltas sin parar; por los barrios de los comerciantes y artesanos; en las plazas donde se amontonaban los tenderetes repletos de hortalizas, pescados secos, hierbas y especias; por retorcidos callejones sin salida; en los adarves que marcaban los confines de la ciudad; pasando por los barrios de los perfumistas, en los que aspiró los penetrantes aromas de los drogueros, de las narcóticas esencias; en los encharcados y coloridos establecimientos de los tintoreros; entre los humos de las apetitosas comidas; por los húmedos túneles de las curtidurías malolientes. En su deambular sin rumbo fijo volvió a experimentar la sensación de que se le escapaba el tiempo entre las manos. Llevaba ya cuatro años en Córdoba y estaba a punto de culminar sus estudios, sin haber perdido ningún año; pero una voraz impaciencia se apoderaba de él: era el deseo insaciable de ser algo, o mejor «alguien», en la inaccesible y piramidal corte del califato. Su familia, los Beni-Abiámir, pertenecía a la nobleza, pero no al reducido círculo de los ilustres. Su padre gobernaba un minúsculo señorío en Torrox, un lugar apartado al que de ninguna manera Abuámir desearía ligarse de por vida. Por otra parte, de la familia de su madre, formada por una conformista saga de magistrados y religiosos, tan sólo podría esperar la herencia de su abuelo, ahora en manos de su tío, el jurisconsulto Aben-Bartal, sin hijos y poco preocupado en procurarse descendencia. Dicha herencia no iba más allá de la modesta casa del barrio viejo, donde a la sazón se albergaba Abuámir, y una buena cantidad de antiguos libros de leyes y de teología. Desde que llegara a aquella casa, regida por la austeridad y el ahorro, Abuámir tuvo que someterse a las costumbres de su tío, extremadamente piadoso, cuya vida se regía minuto a minuto por la observancia religiosa. Sin poder evitarlo, empezó a sentir un cierto agobio, que intensificaba su impaciencia por terminar los estudios para forjarse una vida propia. Últimamente, en el fondo de su alma se agazapaba el presentimiento de que su tío no regresaría de la peregrinación, aunque luchaba para deshacerse de tal idea, pues Aben-Bartal siempre le trató como a un hijo.
En todo caso, Abuámir se sentía lejos de aspirar a un periférico castillo poblado de telarañas o a una lúgubre casa repleta de añejos libros llenos de mojigaterías. Se ahogaba pensando en esa vida mediocre de segunda fila. Aunque también detestaba a la inmensa mayoría de los nobles cordobeses; especialmente a los que se habían reblandecido en brazos de la buena vida. Le repugnaban aquellos gordos macilentos, envueltos en ostentosos ropajes y cargados de joyas, que habían sustituido el corcel por la litera, y que se pasaban la vida riéndoles las gracias a los eunucos o a los afeminados cómicos portadores de cotilleos. No, lo suyo no era un deseo de dinero, ni una envidia malsana del placer de los potentados; era más bien una rabia profunda que nacía del ansia de poder, un poder que le permitiría poner a cada uno en su sitio. Ardía de energía y vitalidad, pero se consumía viendo que su momento no llegaba y que estaba rodeado de un tedioso engranaje que no podía manejar pese a su aventajada inteligencia.
En su vagar se encontró con Qut al-Zaini, estudiante también y amigo de juergas, bajo y gordito, con ojos chispeantes que delataban una avidez insaciable. El sujeto ideal para no sentirse solo en la calle de las tabernas. Abuámir vio el cielo abierto; en días como ése lo mejor era abandonarse dulcemente a los efectos del vino. «Es la persona adecuada en el momento adecuado», se dijo. Pero Qut tenía que cumplir sus obligaciones y se negó al principio; cosa rara, pues siempre estaba dispuesto para la fiesta.
–¡Venga, Qut, sólo unas copas! – insistió Abuámir.
–¡No, no y no! – negó Qut categóricamente-. Me han encomendado que redacte un escrito y puedo ganar algunas monedas. Ahora vengo de comprar el papel. Tengo que presentarlo mañana a primera hora; si me lío contigo sé que perderé la oportunidad.
Abuámir se sintió contrariado por la traición de su amigo, pero decidió no enfadarse y en cambio utilizar alguna técnica sutil para convencerle. Sonrió ampliamente. Su mirada soñadora se grababa profundamente en los corazones. Qut sonrió también, y su resolución flaqueó a ojos vistas.
–¡Vamos! Pero sólo unas copas -consintió al fin.
Abuámir echó el brazo por encima de los hombros de su amigo y ambos se encaminaron hacia la calle de las tabernas. Abuámir sentía aprecio por el muchacho, como si fuera un juguete, porque era capaz de hacerle reír como nadie; no obstante no le gustaba encontrárselo cuando no tenía ánimo para la diversión.
En la taberna del judío Ceno, bebieron y bebieron, sentados el uno frente al otro en una vieja y polvorienta alfombra, compartiendo una descascarillada jarra de barro que descansaba, a ratos, en la pegajosa mesita de tablas. Abuámir no se encontraba del todo a gusto y miraba a cada momento en dirección a la puerta. Qut, que hablaba sin parar como siempre, se dio cuenta de ello.
–Hoy te pasa algo. ¿No querías divertirte? ¿Qué te falta, pues? – preguntó.
–No lo sé exactamente -respondió Abuámir-. El caso es que hoy no quiero pobretear. Mira esta mesa sucia y el suelo cubierto de escupitajos…
–Bien, tú has querido recorrer las tabernas. Siempre te gustó el establecimiento de Ceno.
–Sí. Para cualquier día no está mal; pero hoy he tenido una jornada de esas que sólo se entierran con un auténtico placer del ánimo.
–Si quieres podemos ir al lado, a la casa de comidas de Yusuf-propuso Qut, queriendo complacerle.
–No -replicó Abuámir-. Hoy necesito algo muy especial; como…
–¿Como qué?
–Como el jardín del Loco.
–Ah, claro. ¿Cómo no? – repuso Qut-. Sería maravilloso. Pero ¿con qué dinero?
–¡Vamonos! – exclamó Abuámir, poniéndose en pie y soltando una moneda sobre la mesa.
Recorrieron de nuevo los laberínticos callejones y las plazas. Estaba atardeciendo. Acaso por efecto del vino, todo parecía dulce y espeso: la llamada a la oración de la tarde, el suave calor que desprendían los edificios de piedra, el aroma de los arrayanes. Pasaron de nuevo junto a la minúscula mezquita de la esquina, donde todavía dialogaban las flautas y los tambores, y vieron el estandarte verde y dorado del santo transportado en volandas por los fanáticos devotos.
Abuámir aporreó la puerta de la casa de su tío y al momento apareció Fadil, enfurecido y harto ya de los pedigüeños que no le habían dejado en paz en todo el día. Mientras Qut aguardaba en el patio, Abuámir subió corriendo las escaleras que conducían al alto, a la habitación de su tío Aben-Bartal; una vez en ella buscó entre la tierra de una maceta la llave del arcón y la introdujo en la cerradura del mueble. Después de palpar un saquito de cuero en el que el ausente peregrino había depositado unas monedas destinadas a que su sobrino pudiese solucionar cualquier emergencia, Abuámir dedujo que la bolsa contenía quince o veinte piezas. De regreso al patio, agitó la bolsa en la oreja de Qut, el cual escuchó con sorpresa el tintineo delicioso del oro.
Todavía faltaba algo: vestirse para la ocasión. Eso fue cosa de un momento; rebuscaron y encontraron vestidos de fiesta y turbantes de seda. Pero Qut se vio en un apuro, pues tuvo que recogerse la túnica con un cincho, ya que le arrastraba más de una cuarta. Sin embargo, cuando se vieron con la compostura y el adorno adecuados, volvieron a poner los pies en la calle, enamorados de la felicidad.
El jardín del Loco estaba en el extremo sur de la ciudad, al otro lado del puente, a la sombra de las murallas del campamento militar; era un lugar al que acudían caballeros de paso y grandes negociantes que se alojaban en la otra orilla del Guadalquivir, en las múltiples fondas o en sus propias tiendas de campaña. Abuámir decidió que se trasladarían hasta allí a lo grande, de modo que viajaron cómodamente sentados en un carro de dos ruedas, tirado por un hermoso caballo. Al internarse en aquel recinto, completamente rodeado de altos setos, se encontraron en un amplio espacio, iluminado por lámparas que ardían en los rincones, y les llegó una ráfaga de fragantes olores. Había fuentes, rosales, jazmines y palmeras, entre los que se distribuían suntuosos divanes arrimados a unas mesas cubiertas de viandas y bebida, donde se solazaban distinguidos comensales.
–¡Los sueños se hacen realidad! – exclamó Qut.
Inmediatamente fueron acomodados por los encargados del servicio y se dedicaron a saborear la comida y la bebida. Mientras, un músico animaba el ambiente con un laúd. Luego aparecieron otros más, con tambores y panderos, y las danzarinas se fueron turnando, convulsionando sus cuerpos compactos y bellos.
Por fin, le llegó el turno de actuar al Loco, el dueño de aquel lugar; un gigantón de barba rojiza e inmensa barriga que recitaba los poemas como nadie. Subido en la tarima y acompañado por el laúd, hizo oír su voz cálida y armoniosa:
¡Dame tu cuello de gacela, mujer hermosa, alárgalo hacia mí!
¡Que la vida se va!
¡Extiéndeme tus labios de miel y tus dientes brillantes!
¡Que la vida se va!
Aquellos poemas acariciaron sus corazones como la bebida sus mentes. Abuámir se quedó ensimismado, como le sucedía en algunas ocasiones, y empezó a elucubrar acerca del futuro y los obscuros misterios del destino de los hombres.
–Me siento extranjero en este mundo -le dijo a Qut.
–Claro, eres de Torrox -respondió éste con sorna.
–Bah, no me entiendes; no se trata de eso -replicó Abuámir-. Quiero decir que me veo de paso en el mundo. Creo que es absurdo vivir sin esperar nada de la existencia. Esta mañana, cuando desperté, me embargó el frenético deseo de hacerme valer en el mundo, frente a todo y frente a todos. Es como una experiencia ardiente en la que se menosprecia lo desconocido.
–¿Quieres decir que deseas tener poder? – le preguntó Qut.
–Todo, todo el poder -respondió Abuámir.
Dicho esto, se quedó mirando fijamente la taza de plata llena de vino que sostenía en la mano. La luna llena acababa de asomar por el borde almenado de la muralla.
–¿Qué ves ahí? – preguntó Abuámir extendiendo la taza a su amigo.
–Vino -respondió Qut encogiéndose de hombros.
–Fíjate más. ¿Qué ves?
–Vino, vino espeso y brillante…
–Más aún. ¿Qué ves? – insistió Abuámir.
–¡Ah, ya comprendo! ¡La luna!
Abuámir se llevó entonces el borde de plata a los labios y apuró el contenido de un trago.
–Todo, todo el poder -repitió.
–Me asustas Abuámir -dijo Qut-; eres demasiado ambicioso para tener veinte años.
–¡Bien, dejemos eso! – exclamó Abuámir-. ¡Vayamos a casa de la Bayumiya!
–¡Ah, no! ¡Nada de eso! – negó Qut-. No pienso terminar de emborracharme en el madjlis de la Bayumiya mientras ella y tú os solazáis. He aguantado eso otras veces y me juré siempre que sería la última.
–Bien, si tú no vienes, iré solo.
–¡Pero será posible! De manera que me has arrancado de mis obligaciones para arrastrarme al vino y me has hecho perder todo el día… y… y ahora me dejas plantado aquí en el jardín del Loco…
–¡Me marcho! – confirmó Abuámir. Se puso en pie y, después de pagar al encargado, se fue hacia la puerta dejando a Qut paralizado por la rabia.
Mientras abandonaba aquel lugar en el carro que los había traído, escuchó la voz de Qut gritándole a la espalda:
–¡Maldito! ¡Maldito egoísta! ¡Que los iblis te perjudiquen!
Abuámir llegó frente al palacio de Bayum, del cual tomaba su nombre la Bayumiya. Era un caserón espléndido, cuya portada estaba cuidadosamente adornada para impresionar: un friso soberbiamente estucado sobre un fondo de azulejos de verdosa cerámica toledana. La calle estaba desierta, aunque faltaba todavía un buen rato para la medianoche. Llamó a la puerta varias veces y escuchó el movimiento de las persianas en alguno de los ventanucos superiores. «Me hará esperar», pensó. Al cabo salió la joven criada.
–Mi señora dice que aguardes -dijo, antes de volver a cerrar la puerta.
«Me hace esperar para matar de envidia a la vecindad», supuso Abuámir. Miró en derredor; habría deseado que los candiles de la calle se hubieran quedado sin aceite. Por un momento pensó en marcharse. Pero volvió a salir la criada.
–Mi señora dice que aguardes en el patio -dijo.
El zaguán era toda una exhibición de lujo oriental. Aquella casa había pertenecido a un príncipe mauritano, antes de que el nuevo rico Bayum la comprara para instalarse en el corazón de Córdoba, ensoberbecido por el oro que había ganado avituallando a las tropas de Abderrahmen. Bayum engordó en aquella casa, dedicando los últimos días de su vida a dar banquetes inigualables a lo más granado de la nobleza; se puso como un saco de sebo y reventó un día en su litera, cuando era transportado a escuchar el sermón del viernes, pues apenas podía ya moverse. Dejó aquella espléndida casa y dentro de ella a un hijo pequeño, dos concubinas y una hermosa viuda, la Bayumiya. Esta se desligó pronto de las otras dos mujeres y, como el heredero era suyo, se encontró con una suculenta fortuna que derrochaba tan caprichosamente como antes lo hiciera su difunto marido.
El patio comunicaba con el diván, al fondo, cerrado por una cortina que dejaba escapar la luz por las rendijas. «Estará perfumándose y rebozándose en sedas», imaginó Abuámir. No andaba descaminado: cuando se descorrió la cortina, apareció la Bayumiya recostada en los cojines, arreglándose las uñas, rodeada de sus enormes y suntuosos gatos. Era una mujer grande, de cuerpo prieto y bellos rasgos, nueve o diez años mayor que él, tal vez más. Abuámir se acordó de la primera vez que la vio en aquel mismo sitio, hacía un año, cuando ella le solicitó por medio de su criada, con el pretexto de que le redactara unas cartas y ordenara los papeles de su marido. ¿Acaso pensó que el joven estudiante era tonto? Abuámir se dio cuenta enseguida de que ella se había prendado de él, en algún mercado, junto a la fuente o por la calle, y que había intentado invertir los papeles de la seducción -así era más sencillo-, haciéndose la viuda sola encerrada en casa, en cuya vida había irrumpido un impetuoso joven conquistador. Pero Abuámir tomó las riendas del asunto; no era él un hombre fácil de manejar. Venía a verla cuando le daba la gana, después de unas copas, cuando se sentía solo… Por lo demás, no se veía en absoluto obligado por aquella relación. Eso a ella la sacaba de sus casillas. Había dominado a sus anchas al gordo y fofo de su marido y tal vez creyó que todos los hombres estaban hechos de la misma materia.
Ahora estaba enfurruñada, como otras veces, fruncidos los labios pintados de color cereza y la mirada puesta en la lima de uñas, para no cruzarse con los hipnóticos ojos de su amado. Abuámir se dejó caer sobre los cojines.
–¿Te estás afilando las uñas para arañarme, gatita? – le dijo con sorna.
–¡Tres meses, tres, sin verte por aquí! – refunfuñó ella, sin levantar la cabeza.
Abuámir se aproximó más. Se sabía de memoria aquel juego. Extendió cuidadosamente la mano y cogió con los dedos la barbilla redondita y firme de la Bayumiya.
–Ga-ti-ta -repitió endulzando la voz cuanto pudo.
Ella le apartó de un manotazo. Abuámir entonces se puso en pie.
–¡Bien, me voy! – exclamó.
Pero ella levantó los ojos e hizo un mohín malicioso.
–¡Harisa! ¡Harisa, trae el vino! – ordenó a su criada.
Se arrojó a la cintura de Abuámir y lo atrajo hacia sí sobre el diván. El se desmadejó y dejó que llovieran las caricias y los besos, mientras sus manos se perdían entre las perfumadas y vaporosas sedas.
Cuando las primeras luces entraron por las ventanas, Abuámir despertó con la boca pastosa y se descubrió amarrado por los brazos de la Bayumiya. Quiso escabullirse con cuidado, como había hecho en otras ocasiones, pero la presa se cerró aún más. Permaneció así un rato, resignado, esperando la ocasión para iniciar de nuevo la maniobra de escape. Lo intentó una vez más. Imposible.
–Hummm -dijo ella en tono casi inaudible-. Quédate para siempre. Aquí nunca va a faltarte de nada.
Abuámir se removió, incomodado por aquella proposición.
–Podrías administrar mi fortuna -insistió ella-. Últimamente me he dado cuenta de que soy una inútil para los negocios.
–Ja! – exclamó él incorporándose-. ¡Yo no he nacido para eso!
Ella tiró hacia sí de él, pero al no conseguir rodearle de nuevo con los brazos, apoyó suavemente la cabeza en la espalda del joven.
–El Profeta administraba los bienes de una viuda rica -sugirió-. ¿Eres tú acaso más que el Profeta?
–¡Vamos, no digas tonterías! – replicó él-. Nadie ha dicho que Mahoma fornicara con aquella mujer.
Al oír esto, la Bayumiya le clavó los dientes y las uñas en la espalda. Abuámir se volvió y la abofeteó una, dos y hasta tres veces, antes de levantarse para ponerse la ropa. Ella saltó desde el diván y se acurrucó a sus pies; le abrazó los tobillos y sollozó.
–¡No, por favor, no te vayas así! – suplicó.
Abuámir se desprendió de aquellos brazos que le aferraban como un nudo y corrió hacia el patio.
–¡Maldito, cerdo! – gritó ella-. ¡No vuelvas, no vuelvas jamás!
El muchacho se topó de frente con el fresco de la madrugada. Avanzó con paso firme por la calle en dirección a su casa. Deseaba que aquello no hubiera sucedido; pero se justificó pensando que no había sido culpa suya. Al llegar a la esquina de su calle, pasó junto a la puerta de la pequeña mezquita de al-Muin. La fiesta del santo había concluido. Algunos fieles yacían desparramados sobre las gradas de la entrada, vencidos por la fatiga del delirio místico o por la borrachera. Abuámir se detuvo y sintió el calor húmedo y blando que salía del interior de la mezquita, almacenado allí por la concentración humana de todo el día anterior y por la multitud de velas encendidas. Vio el túmulo que albergaba las reliquias del santo, cubierto por un paño de lino verde bordado en oro, y que en su soledad parecía descansar de la pasada barahúnda.
–Lo que Dios quiere sucede; lo que Él no quiere no sucede -le dijo a la tumba.
Después tuvo que aporrear varias veces la puerta de su casa, pues el criado Fadil era duro de oído. Una vez en su dormitorio, se desplomó en el colchón y se sumió en un plácido y profundo sueño.
En torno al mediodía le despertaron unos fuertes golpes que venían de la puerta de la calle. Estaba empapado en sudor y se enfureció por no haber podido continuar durmiendo hasta la tarde. En la puerta volvieron a sonar unas llamadas impacientes.
–¡Fadil, idiota, la puerta! ¿No oyes? – gritó.
–¡Voy, voy! – respondió Fadil-. ¡Malditos mendigos!
El criado tiró del grueso portalón. Frente a él apareció un hombrecillo andrajoso, con las barbas y el cabello crecidos, grises y grasientos.
–¡No, no y no! – le gritó Fadil-. ¡Mi amo no está! ¡No tengo monedas!
–Pero, Fadil, ¿no me reconoces? – le dijo aquel hombre harapiento.
–¡Señor! – exclamó Fadil. Se arrojó de rodillas y besó los pies de su amo. Luego le besó las manos una y otra vez, sollozando.
Abuámir, por su parte, intentaba volver a conciliar el sueño, ajeno a lo que estaba sucediendo en el zaguán de la casa.
Hasta que le sobresaltaron los gritos de Fadil:
–¡Amo Abuámir! ¡El señor ha regresado de su peregrinación! ¡Mi señor Aben-Bartal ha vuelto! ¡Dios sea loado!
El joven saltó de la cama y, desnudo como estaba, se llegó hasta el patio en tres saltos. Allí, frente a él, estaba su tío Aben-Bartal, como un muerto resucitado. Jamás imaginó Abuámir que llegaría aquel momento, pues sabía que muchos venerables ancianos morían en aquel viaje extenuante. Miró al peregrino de arriba abajo; estaba decrépito y consumido, pero con los ojos fervientes y vivos. Abuámir le tendió los brazos y su tío le abrazó tembloroso y con el corazón palpitante.
–¡Estoy en casa, Abuámir, querido! – le dijo-. ¡Dios sea loado!
–¡Dios sea loado! – repitió Abuámir.
Había sido un día largo y tedioso para Asbag. Por la mañana estuvo en la escuela de San Zoilo, escuchando una y otra vez la monótona recitación de las oraciones, doctrinas y misterios; y por la tarde, en el taller, donde los copistas se habían mostrado más torpes que nunca, equivocándose varias veces, por lo que hubo que repetir algunas de las páginas que estaban ya casi terminadas. Sería por el calor. A última hora, todavía quedaba uno de los muchachos clavado ante el escritorio, intentando acabar su tarea; el sudor le caía por las sienes y a cada momento se secaba las manos humedecidas en un paño renegrido. Asbag se acercó a él y observó el rollo inconcluso. El copista se puso aún más nervioso y llevó la mano temblorosa al códice, mientras se apretaba con los labios el filo de la lengua; miró al maestro de reojo, y se le fue un largo borrón de tinta sobre el papel.
–Bien, déjalo ya -le dijo Asbag-; la luz ya no es suficiente. Pero acude mañana temprano para terminar lo de hoy.
El muchacho suspiró aliviado, recogió sus cosas y se despidió sonriente. Asbag cerró el taller y se encaminó con paso firme por la calle de los libreros. Comprobó que había sido el primero en cerrar aquella tarde, pero decidió dejar los remordimientos para otra ocasión. Antes del atardecer todo era suave y vaporoso: los colores, el dorado reflejo del sol en los alféizares y las cornisas, los sonidos de la ciudad, activa aún, pero esperando la llamada a la oración de la tarde. Faltaba todavía un buen rato para las vísperas y decidió ir dando un rodeo, sin prisas, para despejarse. Mientras caminaba entre la gente que abarrotaba a esas horas la calle, iba pensando en su propia vida, como solía sucederle últimamente cada vez que se encontraba solo. Había cumplido recientemente los treinta años, y una inevitable sensación de rutina había caído sobre él. No es que no le viera sentido a su misión en la escuela de San Zoilo; ni que creyera innecesaria la función del taller de copia: los códices eran imprescindibles para mantener una liturgia pura y unificada, ahora que se había conseguido que los presbíteros aprendieran a leer, abandonado ya el sistema memorístico que había prevalecido entre el clero analfabeto de los últimos años. Desde luego, la confianza que le había demostrado el obispo encomendándole el taller era para sentirse orgulloso. Pero le faltaba algo. Y lo peor de todo era que Asbag no sabía dar con la clave de la desgana y la apatía que le embargaban últimamente. Sin buscar nada en concreto, fue pasando la vista por los objetos de cobre que colgaban en torno a la puerta de uno de los establecimientos. Finalmente, se fijó en una lamparilla plana que pendía de una fina cadena y pensó que sería la adecuada para el presbiterio de San Zoilo; pero, cuando se disponía a fijar el precio con el artesano, oyó que alguien le llamaba.
–¡Maestro Asbag! ¡Maestro Asbag! – gritó agitando los brazos Seluc, el muchacho que limpiaba el taller y vigilaba la entrada. Asbag le miró.
–¿Pasa algo, Seluc? – preguntó.
–He ido hasta tu casa -respondió el muchacho-; pero no estabas. Me imaginé que habrías venido al mercado del cobre. – Se detuvo para recuperar el resuello-. Y, gracias a Dios, te he encontrado.
–¿Y bien…?
–¡Fayic al-Fiqui ha regresado de la peregrinación! – respondió el muchacho sonriendo-. Acaba de enviar un criado al taller, y como éste ha encontrado la puerta cerrada antes de la hora, me ha pedido a mí que fuera a buscarte.
–¡Fayic, Fayic al-Fiqui! – exclamó Asbag con el rostro iluminado-. ¡Bendito sea Dios! ¿Dónde está?
–Te espera en su casa, donde, por lo visto, ya se han reunido sus amigos y vecinos para felicitarle.
Asbag soltó la lamparilla y, sin decir palabra, corrió calle arriba sorteando a la gente que abarrotaba el mercado.
Las puertas de la casa de Fayic estaban abiertas de par en par. En el mismo umbral se agolpaban los mendigos esperando obtener su parte de la generosidad del peregrino recién llegado. «La noticia ha corrido pronto», pensó Asbag. En efecto, ya en el patio, se encontró con un remolino de gente: parientes, vecinos o simples curiosos, en actitud bulliciosa, ávidos de conocer los detalles del viaje. Asbag se abrió paso entre ellos. Fayic estaba de espaldas, saludando a unos y a otros, todavía con la ropa sucia y ajada del viaje, los pies ennegrecidos y el cabello grasiento y alborotado sobre los hombros.
–¡Fayic! – le gritó-. ¡Fayic, Fayic al-Fiqui!
Él se volvió y buscó con los ojos a quien le llamaba. Estaba delgado, muy delgado; el cuello le asomaba fino y tostado, la barba crecida, lacia, y el rostro quemado, agrietado por el sol y el polvo de innumerables caminos. En su mirada, brillante y perdida, Asbag adivinó enseguida el vivo delirio del que ha visto el mundo, vasto y multiforme, poblado de gentes diversas y sembrado de indescriptibles paisajes.
–¡Asbag, Asbag aben-Nabil! – exclamó el peregrino.
Los dos amigos se abrazaron y Asbag notó los huesos de Fayic, pegados a la piel, en su cuerpo ligero y debilitado por los largos meses del viaje.
–Lo conseguiste -le susurró al oído-; fuiste a la tierra del Profeta y has regresado, ¡Dios sea bendito!
–¡Bendito y alabado! ¡Misericordioso, rico en piedad! – exclamó Fayic con un hilo de voz temblorosa.
Una mujer se hizo escuchar entonces con autoridad.
–¡Hala, hala! ¡Ya está bien! – Era Rahira, la madre de Fayic, gorda y poderosa, que batió palmas para llamar la atención-. Cada uno a su casa, que Fayic viene muerto. Cuando haya descansado podréis venir a que os cuente. Pero, ahora, ¡por Dios!, dejadle en paz; no vayamos a rematarle entre todos.
Los visitantes se resistían, pero terminaron por obedecer. Fayic los acompañó hasta la puerta, visiblemente atontado, con la mirada perdida aún y los labios flojos, casi babeando.
–Pasado mañana después de la oración os espero a todos -dijo apoyado en el alféizar.
Cuando las puertas se cerraron, la gente se alejó por la calle, comentando el suceso, y Asbag tomó el camino de Santa Ana, para las vísperas, que las campanas anunciaban ya tintineando débilmente.
El jueves por la tarde, amigos y parientes volvieron a reunirse en casa de Fayic. Las losas del patio, recién regadas, exhalaban su perfume húmedo y fresco, mezclado con el de las enredaderas y los sándalos que trepaban desde las jardineras por las columnas y los arcos. En el centro estaban expuestas amplias mesas cubiertas por finos manteles y repletas de doradas bandejas llenas de dulces, panecillos, empanadas, cabezas de carnero, berenjenas rellenas, aceitunas y alcaparrones. Las copas y las jarras eran de vidrio fino, y las jofainas para la ablución contenían agua y coloridos pétalos de rosas. En los extremos del patio, dos grandes braseros con las ascuas encendidas asaban largas broquetas donde se apretaban los pajarillos, los pedazos de carne adobada y los peces. El olor era delicioso. No podía ser de otra manera; el regreso de un peregrino exigía lo mejor del menaje, tanto del propio como del ajeno; porque seguramente muchas de aquellas alfombras, cojines, vasos preciosos y macetas habían venido de las casas de los vecinos o de las familias de la tribu.
Fayic al-Fiqui era arquitecto, hijo y nieto de arquitectos, consagrados durante varias generaciones a la gran mezquita. Al no existir diferencia entre lo escrito en papel y lo escrito en piedra, los amigos de la familia eran gente de letras. Entre las amistades predominaban los magistrados y los empleados del cadí: gramáticos, copistas y hombres que pasaban la vida entre libros. Asbag conocía bien a un buen número de los que se habían congregado aquella tarde en la casa de su amigo: a Abu-Becr, el coraixita; a Abu-Alí Calí, de Bagdad, que le había encargado frecuentemente copias de sus tratados sobre curiosidades de los árabes antiguos; a Ben al-Cutía, el gramático más sabio, según el parecer de muchos, y a varios de los escribientes y maestros que pujaban por hacerse un sitio entre los grandes. En general era gente de segunda fila; administradores y subalternos de la nobleza, próximos a la corte, pero que no habían accedido a los principales palacios salvo para prestar algún servicio o pedir algún favor.
Cuando Fayic llegó al patio, lo hizo junto a su compañero de peregrinaje, Aben-Bartal al-Balji, el teólogo-jurisconsulto distinguido y muy piadoso, que había regresado aún más deteriorado que Fayic, por lo que se apoyaba en su sobrino Mohámed Abuámir. Asbag se fijó en este último. Era un joven alto y bien formado; la expresión de su rostro serena, pero casi altanera; cejas alargadas y obscuras, y ojos vivos, pendientes de todo. Por ser estudiante, llevaba la blanca túnica de lino de Tamis y el tailasán anudado a un lado, como se estilaba entonces.
Los anfitriones ocuparon sus asientos y el jefe de los criados de la casa fue acomodando a los invitados. El sitio de Asbag estaba a continuación de los miembros de la familia, y a su lado quedó un cojín vacío. Terminadas las breves presentaciones, pues casi todo el mundo era conocido, el joven Abuámir vino a sentarse junto a Asbag, según el orden establecido. Amablemente, el estudiante extendió la jofaina a Asbag, antes de lavarse él mismo.
–Te conozco -le dijo sonriendo-; eres Asbag, el sacerdote cristiano que regenta el taller de copistería del obispo. Me alegro de que me haya correspondido estar a tu lado. Soy Mohámed, de los Beni-Abiámir.
–De manera que eres sobrino de Aben-Bartal -respondió Asbag-. ¿Has hecho la peregrinación con tu tío?
–¡Oh, no! – exclamó él-. ¡Ojalá hubiera podido! Aún no he terminado mis estudios y el viaje me suponía una gran pérdida de tiempo. Pero cuando pueda iré a La Meca, pues es tradición en mi familia el hacer la peregrinación.
Ambos comensales se entendieron pronto. Asbag simpatizó enseguida con Abuámir: era un joven sensible e inteligente, pero de natural exaltado, de imaginación ardiente y temperamento fogoso. Éste, por su parte, cautivado como estaba por los libros, vio en Asbag una oportunidad para acceder a las polvorientas páginas de algunas antiguas crónicas que deseaba consultar. Hablaron del asunto en el transcurso del banquete. También conversaron acerca de muchas otras cosas: filosofía, leyes, teología y poesía.
Se comió y bebió abundantemente; la ocasión lo merecía. Al cabo llegaron los postres: bandejas y bandejas de dulces, regalo de tantos amigos, conmovidos tal vez por la extrema delgadez de los peregrinos.
Asbag se preguntó, como en otras fiestas semejantes, cuántos estómagos harían falta para albergar tal cantidad de golosinas; aunque sabía que una gran parte de ellas acabaría en los de los pobres que durante días harían guardia a la puerta.
Con los postres llegaron los vinos dulzones, perfumados con laurel, clavo, miel y frutas. Se brindó varias veces. Asbag se fijaba en su joven compañero de mesa y le veía apurar las copas, una tras otra, sin que su natural euforia diera paso a síntoma alguno de embriaguez. «Es fuerte y está acostumbrado al vino -pensó-; qué distinto es del viejo Aben-Bartal.» Él conocía bien al teólogo, tío del joven, un hombre extremadamente piadoso y celoso de la fe, que había acudido con frecuencia a encargar copias al taller; cualquier insignificante defecto le hacía enojarse y exigir la repetición de la página; un auténtico escrupuloso.
Cuando el ambiente empezó a languidecer a causa de la bebida, entró en el patio un grupo de músicos: un par de laúdes, unos timbales y una conocida cantante, la Egabriya, gruesa y pelirroja, cuya voz excitaba el corazón y arrancaba las lágrimas. Los invitados enloquecieron de satisfacción al verlos llegar. Enseguida empezó a sonar una moaxaja, dulce y llena de sincera emoción, ensalzando la aventura que habían vivido los peregrinos. Decía:
¿Hasta atando competiremos con los luceros en viajar
de noche?
Pero los luceros viajan sin sandalias ni pies, y no pesa en
sus párpados el sueño que aflige al peregrino
vigilante.
Luego, el sol ateza nuestros rostros blancos, y en cambio
no dora nuestras barbas ni nuestras melenas ya
canas, aun cuando la sentencia debiera ser igual, si
ante un juez pudiéramos litigar con el mundo.
Nunca dejamos que el agua cese de caminar: la que no
camina en la nube, camina en nuestros odres…
Mientras sonaba la canción, Asbag observaba a Abuámir, cuyos ojos fijos en el vacío se pusieron enseguida brillantes. Cuando se escuchó el último acorde, el joven se enjugó las lágrimas con el extremo del tailasán, antes de que se le escaparan por las mejillas.
–Oh, son versos del gran Mutanabbi -dijo volviéndose hacia Asbag-; nadie como él hubiera podido expresar así lo que hoy festejamos.
–Sí, ha sido verdaderamente hermoso -asintió Asbag.
Uno de los invitados se puso entonces en pie y se dirigió al anfitrión.
–¡Fayic, cuéntanos los sucesos de vuestra peregrinación! – rogó en voz alta.
–¡Eso, habla de ello ahora que estos versos nos han puesto en ascuas! – exclamó alguien.
Fayic accedió a aquellas peticiones; en realidad era lo que todo el mundo esperaba. Después de dar un trago, se incorporó para hablar a la concurrencia.
–Ciertamente, peregrinar es maravilloso -comenzó diciendo-. Las tierras de Dios son vastas hasta el infinito; sólo cuando uno se pone en camino puede apreciarse esta realidad. Los hombres somos seres de ida y vuelta. ¿Qué es la vida sino una peregrinación que empieza en el nacimiento y culmina con el retorno al Señor de todos los mundos?
Ante tan hermosas palabras, los convidados se regocijaron en un denso murmullo. Luego, el peregrino continuó su discurso:
–Salimos de Córdoba una mañana, a lomos de corceles; los mejores que pudimos conseguir, dispuestos a que nos sirvieran durante todo el viaje, pues eran de raza fornida, capaces de aguantar las distancias que nos aguardaban. Y, sabiendo que habían de ser varios los meses de camino, nos hicimos acompañar de nuestros criados, y llenamos las alforjas de las mulas con vestidos, provisiones y toda la impedimenta necesaria para tan largo viaje; así como una buena cantidad de monedas de oro, cuyo valor supera las fronteras. ¡Qué equivocados estuvimos al pensar que los bienes materiales eran el mejor salvoconducto para el viajero! Pues en las primeras jornadas del camino es verdad que nos sirvieron todavía en Alándalus, en Mauritania y en Tunicia; pero en Egipto reinaba el caos, y nada más poner los pies allí, los bandidos nos despojaron de cuanto llevábamos y nos dejaron desnudos y apaleados. Entonces vino la disyuntiva: ponerse en las manos del Todopoderoso y seguir la peregrinación, o retornar sobre nuestros pasos y encomendarnos a las autoridades de los países aliados del califato para pedir auxilio en el regreso.
Los invitados prorrumpieron en exclamaciones de emoción ante el cariz que iba tomando el relato. Tras aclararse la garganta con un trago, Fayic prosiguió:
–Decidimos continuar el viaje, pues supusimos que si Dios nos había llevado hasta allí, querría que camináramos despojados y en humildad. A él debemos todos los bienes; él da y toma cuando es su voluntad. ¡Dios sea loado! Confiados en su divina providencia pusimos nuestros pies en el camino, que nos llevó por áridos valles, empinados y serpenteantes senderos de altísimas montañas, vergeles poblados de sombrías arboledas y desiertos polvorientos llenos de alimañas. Pero pudimos apreciar la generosidad de los creyentes, que se vuelcan en el peregrino para curar sus heridas, apagar su sed y llenar sus vacíos estómagos. Así, cruzando el Sinaí, llegamos a las tierras de Arabia; con los pies deshechos y el corazón ardoroso, divisamos los palmerales de Yathrib. Al fin, al-Medina. Nos arrojamos al suelo y besamos la tierra bendita…
Dicho esto, Fayic se deshizo en sollozos y no pudo ya continuar. Fue ahora su compañero Aben-Bartal quien siguió con el relato:
–Ahí empezó verdaderamente nuestra peregrinación: junto al Profeta, por el sendero que él mismo emprendió un día camino de La Meca. Recitando la Sahada llegamos al santuario y dimos vueltas a la Kaaba, conmovidos y con los ojos inundados de lágrimas.
–¡Alabado sea el altísimo que envió al Profeta! – exclamó alguien.
–¡Alabado sea! ¡Bendito y alabado! – secundaron otras voces.
Uno de los convidados se dirigió entonces a los anfitriones:
–Pero, por favor, decidnos: ¿cómo pudisteis regresar luego; sin medios y sin dinero?
–Bien, sólo la misericordiosa sabiduría de Dios sabe cómo. El caso es que, después de permanecer tres días en La Meca, viviendo de la caridad de los fieles, nos encontramos con un comerciante de Málaga, al cual relatamos lo que nos había acontecido a la ida. El buen hombre se apiadó de nosotros y, aunque no iba muy holgado de dinero, nos incorporó a su comitiva de regreso, alimentándonos, vistiéndonos y tratándonos como si fuéramos parientes. Así pudimos volver a Alándalus y estar ahora aquí, junto a vosotros, celebrando tan feliz desenlace. Hoy mismo hemos dispuesto que un comisionado parta inmediatamente para Málaga, cargado de obsequios que en manera alguna podrán pagar el don que nos hizo aquel hombre de Dios. ¡Que Dios mismo le premie su bondad y le corone a él y a todos sus hijos con la dicha que sólo el cielo puede dispensar!
Así concluyó el relato de los dos peregrinos, dejando a los presentes embargados por la emoción y henchidos de fe. Luego continuó la fiesta; volvieron a tocar los músicos y la Egabriya entonó otras canciones. Se siguió bebiendo y conversando, hasta que, pasada la media noche, los invitados comenzaron a despedirse. El viejo Aben-Bartal, fatigado como estaba, se marchó pronto, llevándose consigo a su sobrino Abuámir, que se deshizo en cumplidos con Asbag antes de partir, y prometió pasarse por el taller lo antes posible.
Así, finalmente, quedaron en el patio tan sólo los más íntimos.
–Asbag, querido amigo, deberías peregrinar -le dijo Fayic.
–¿A La Meca? – respondió Asbag con sorna-. Ya me dirás qué hace un presbítero cristiano en La Meca.
–No digo a La Meca; me refiero a algún otro lugar… qué sé yo, Jerusalén, Roma… Adonde pueda ir un cristiano a encontrarse con las raíces de su fe. ¡Ah!, si supieras cómo se me remueve todo por dentro! ¡Es algo maravilloso! Es como ir en pos del sentido último de las cosas…
–Sí -interrumpió Asbag-. Pero cuando se regresa todo sigue igual que antes.
–Oh, no creo que sea así. Espero que mi vida continúe siendo como un sendero. Mientras caminaba hacia La Meca, vi con claridad que, en la trama del mundo, la vida del hombre es de todas formas una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración, una unificación, pero al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones.
–Te comprendo -asintió Asbag-. Pero es tan difícil arrancarse…
En el momento de despedirse, Asbag vio una vez más el brillo delirante en los ojos de Fayic; y sintió envidia, una sana envidia, hecha del deseo de ver lo que habían encontrado aquellos ojos en la sorpresa de los infinitos caminos.
Asbag sintió la humedad en las sienes y la nuca; despertó de la siesta empapado en sudor, como solía sucederle desde hacía algunos días. Era una sensación desagradable. Recordó que había comido demasiadas migas con uvas al mediodía. Extendió la mano buscando la cal fresca de la pared: apretó la palma contra el muro durante un rato; estaba templado. Luego dejó caer la cabeza hacia un lado del jergón, buscando las losas de barro del suelo; tampoco estaban frescas del todo. Aquél debía de ser sin duda el día más caluroso del año, concluyó. Se incorporó y se quitó la camisa llena de agujeros que se le había pegado a la espalda. Descorrió la espesa cortina y, en el madjlis en penumbra, tuvo que buscar casi a tientas la tinaja. El agua tampoco consiguió refrescarle. Pensó que en el exterior el calor debía de ser insoportable, pues no se escuchaba ruido alguno en la calle, ni siquiera voces de muchachos, capaces de soportarlo todo con tal de estar fuera de sus casas. Aguzó aún más el oído: desde la terraza llegaba el monótono arrullo de un palomo. Asbag se acordó entonces del hamman.
Cuando abrió la puerta, la luz exterior y el sofocante calor fueron como una bofetada. Y todavía tuvo que regresar al interior para vestirse al descubrir que tenía el torso desnudo. Mientras caminaba hacia los baños, iba pensando en que la única forma de vencer al vaho espeso y ardiente del río era permanecer un buen rato en el vapor del hamman; así, a la salida el contraste haría parecer fresco el atardecer.
Al llegar a la plaza, reparó en que había salido de casa demasiado pronto: todavía estaban dentro de los baños las mujeres y los niños, y en los alrededores no había ni tan siquiera un hombre. Pero le dio pereza volverse y decidió esperar, aunque faltara todavía más de una hora para la oración de al-Asr.
El bañero guardaba la puerta bajo un cañizo, sentado en un banco de piedra. Asbag saludó y fue a sentarse al otro extremo. Conocía desde siempre a aquel hombre, demasiado desdentado para su edad, de gesto agrio y de mirada sombría; era un individuo irónico, extraño y suspicaz; de esos a quienes molesta hasta el vuelo de una mosca. Sintió cómo le observaba de reojo. Sabía perfectamente que el bañero no sería el primero en decir algo y, aunque hubiera preferido continuar en silencio, dijo mecánicamente:
–¡Qué calor!
El bañero asintió con la cabeza. Luego carraspeó y lanzó un espeso salivazo contra el suelo polvoriento. Asbag pensó entonces que no habría conversación y lo celebró. Pero enseguida se dio cuenta de que se equivocaba.
–¿Cómo tan pronto por aquí? – dijo el bañero-. A las mujeres les queda todavía un buen rato.
–Mi casa está en el alto y es como un horno -respondió Asbag.
–Ya; arriba pega fuerte.
Después estuvieron un rato sin decir nada. Al cabo, el bañero se puso en pie frente a él, esbozando una sonrisa de medio lado y entrecerrando uno de los ojos bajo el ceño poblado y canoso, de manera que parecía un aguilucho, con aquella nariz afilada.
–Bien, bien. ¿Quieres entrar un ratito al fresco? – dijo al fin.
–¿Al fresco…? – respondió con extrañeza Asbag.
–Sí, ya me entiendes; hace calor aquí.
El bañero apartó la cortina de esparto y, en el zaguán de los baños, volvió a mirarle con ojos escrutadores.
–Un poco más; por aquí -dijo adentrándose por uno de los arcos.
Asbag le siguió sin saber por qué. El calor aturde, y esa tarde tenía la mente demasiado embarullada para hacerse preguntas. Ambos enfilaron un angosto corredor, cuyas paredes chorreaban; cruzaron un par de salas y, al final, se encontraron en una habitación rectangular, semiobscura, rodeada de canalillos que conectaban con el aljibe.
–Aquí se almacena el agua fresca de los baños -dijo el bañero-. Como verás se está a gusto aquí.
–Ya lo creo -dijo Asbag-. ¿Adonde da esta cámara?
–Está en la parte baja; pero algo elevada sobre el estanque principal del hamman.
–¡Ah, comprendo! Desde aquí sale el agua fría para el baño.
–Eso mismo -respondió satisfecho el bañero-. Como ves, el agua de este aljibe está pura y fría siempre, pues nadie se ha bañado en ella; a diferencia del agua del estanque, caldeada ahora por los cuerpos ardorosos de toda la jornada.
Dicho esto, el bañero se quitó la túnica y se adentró placenteramente en el aljibe.
–¡Ah, es maravilloso! – dijo abriendo su enorme boca desdentada.
Asbag sintió entonces un enorme deseo de meterse en el agua para refrescarse y empezó a quitarse también la túnica.
–¡No, no, no…! – replicó el bañero-. Sólo yo puedo hacer uso de este sitio.
Asbag, contrariado, hizo ademán de marcharse por donde había venido, pero aquel hombre le detuvo.
–Un momento, un momento -dijo-. Todo puede arreglarse. ¿Has traído algo de dinero?
–No -respondió Asbag-. Suelo pagar los baños por meses, como sabes bien por la lista de la entrada.
–Bien, bien; no pasa nada -dijo el bañero mientras salía del agua-. Éntrate un ratito mientras yo vigilo.
Asbag se despojó de la ropa y se zambulló en el aljibe. Un tenue rayo de luz entraba por un ventanuco alto abierto junto al techo. El agua era clara y fría; todo un placer. Sumergió la cabeza varias veces y notó que el cuerpo se compactaba y abandonaba la flacidez de aquellos días tórridos, volviendo cada nervio y cada músculo a su sitio.
Cuando sacó la cabeza y miró de nuevo hacia el bañero, le vio en cuclillas, aguzando la vista por un agujero de la pared.
–¡Ah, qué maravilla, qué delicia! – decía con su vocecilla quebrada, como la de una vieja bruja.
–¿Qué miras por ahí? – le preguntó Asbag, picado por la curiosidad.
–¡Oh, es un secreto! – respondió el bañero-. Sólo yo puedo mirar por aquí.
Asbag se hizo entonces el desentendido y siguió disfrutando del agua; pero, como antes, el viejo se arrepintió pronto de su negativa.
–Bien, bien, sal del agua y ven a mirar -le dijo-. Te dejaré un ratito.
Asbag salió y se agachó para asomarse. El agujero daba directamente al estanque principal del hamman, que quedaba a un nivel más bajo, de manera que podía verse todo el patio central, donde las mujeres estaban bañándose o reposando bajo las arquerías.
–¡Dios mío! – exclamó apartándose al momento.
El bañero aguardaba su reacción frotándose las manos y soltando agudas y nerviosas risitas por entre sus encías mondas.
–¿No te gusta? Parece que te asustas…
Asbag estaba paralizado, apoyado en la pared a un palmo del agujero. Poco a poco, fue acercando el ojo otra vez, hasta que se asomó de nuevo. Había allí muchas mujeres, quizá veinte, treinta o más; gruesas, delgadas, altas y bajas; de todas las edades; las maduras charlaban tranquilamente sentadas sobre las losas, y las jóvenes chapoteaban en el agua o correteaban por el borde del estanque. Las más de ellas estaban desnudas. Asbag se fijó en sus cuerpos blancos, extremadamente blancos. La luz entraba por la gran abertura del techo y bañaba todo el estanque, depositándose en los hombros finos y en los cabellos mojados, brillantes. Se fijó sobre todo en las jóvenes -cómo no-; muchachas de contornos delicados, como pulidas estatuas, de labios obscurecidos por el frío, de ojos chisporroteantes de placer, de gestos libres; carreras, peleas, zambullidas y empujones; y sensuales cuidados mutuos en los que se repartían ungüentos o se peinaban unas a otras con delicadeza. No sabría decir cuánto tiempo estuvo allí, absorto, contemplando aquel espectáculo; pero volvió a la realidad cuando alguien le tiró por detrás de los cabellos. El bañero se impacientaba y le decía:
–¡Vamos, vamos!, que tengo que ir a dar la orden de cierre. Si quieres volver otro día, bastará con que traigas un tercio de diñar de plata.
Asbag siguió al viejo por los corredores húmedos hasta la puerta, ante la cual los hombres se agolpaban ya esperando la orden de entrada. Las mujeres saldrían por la otra puerta, que daba a las traseras del mercado, para no cruzarse con ellos. Antes de que Asbag partiera, el bañero le detuvo sujetándole por el brazo y le dijo:
–De esto ni una palabra a nadie. Y recuerda qué has mirado; has visto a las esposas de muchos hombres que no consentirán tal deshonra. Si quieres volver, ya sabes…
Cuando salió, Asbag se topó con los rostros de aquellos hombres. Detestó entonces al bañero; pero al momento recordó cuánto tiempo había estado él allí mirando sin hacerse la menor reconvención.
No tenía sentido volver a entrar en el hamman en el turno de los hombres, pues se había refrescado suficientemente en el aljibe. Decidió irse directamente al taller. Mientras caminaba sentía una gran opresión en el pecho y deseaba librarse de las imágenes que había contemplado por el agujero, pero le era imposible. Pensó: «¡Dios mío! Encima esto». A la sensación de rutina y de hastío que le embargaba últimamente vino a sumarse lo peor: una tentación; una inoportuna, súbita y agresiva tentación carnal.
En el taller no pudo concentrarse en su trabajo, por lo que volvió a cerrar antes de la hora, como el día anterior. Y una vez más dio vueltas y vueltas por el mercado sin buscar nada en concreto, como queriendo escapar de sí mismo, esperando la hora de las vísperas.
Entre los próximos y lejanos cantos de los muecines, se escuchó el débil repiqueteo del campanario. Asbag puso rumbo a San Zoilo, mecánicamente, como cada tarde. Al llegar se encontró con el templo casi abarrotado de fieles. Ya en la sacristía, el diácono le explicó la causa de aquella aglomeración:
–Ha venido un predicador desde Iría, en nombre del Pontífice, para hablar acerca de Compostela. La noticia ha corrido pronto. ¿Cómo es que no te has enterado?
–Estuve ocupado -respondió Asbag distraído, mientras se revestía.
Al momento llegó el predicador, un monje bajito de vivos ojos azules, ataviado con el ampuloso hábito de los monasterios del norte.
–Mi nombre es Dámaso -dijo-. Soy de los benitos de Samos.
–¡Oh, un largo viaje! – exclamó Asbag.
–Sí -respondió el monje-. Y lleno de peligros: las vastas tierras intermedias, llamadas «de nadie», están sembradas de bandidos… Pero un monje itinerante que camina sin apenas equipaje no es presa apetecible para las aves de rapiña.
–¿Cuál es concretamente tu misión? – le preguntó Asbag.
–Mi obispo, Cesáreo, que antes de su consagración fue abad de Montserrat, quiere que la iglesia que guarda el sepulcro del apóstol Santiago sea conocida en todo el orbe, para que los creyentes acudan a venerar las reliquias.
–¿Es tan maravilloso el templo como dicen? – le preguntó Asbag.
–Créeme; es el más hermoso de Hispania. Y son muchos y grandes los milagros que allí se obran.
–Bien, si es así, puedes predicar acerca de ese lugar santo.
Los Salmos de David se sucedieron entonados por los cantores, siguiendo las dulces notas del rito mozárabe. Después de las lecturas, le llegó su turno al monje predicador, que, encaramado en el pulpito, lanzó su sermón:
–Hermanos de Alándalus: en Galicia, cerca del fin de la tierra, hace cien años que un piadoso ermitaño vio luces misteriosas y escuchó cantos de ángeles en el llamado Campus Stellae, recibiendo de lo alto la inspiración de que allí yacía el apóstol Santiago. Llamóse al lugar al obispo Teodomiro, de Iria Flavia, que ordenó la excavación hasta encontrar un sepulcro losado de mármol. El rey de los cristianos acudió con los magnates para aclamar a Santiago por patrono, y el hecho se puso en conocimiento de la cristiandad. Inmediatamente se comenzaron las obras de una iglesia que se terminó de construir con la categoría de basílica, y una comunidad de monjes benedictinos ocupó las cercanías para el cuidado del templo y el culto. Bastaron treinta años para que vinieran peregrinos de toda la cristiandad: obispos, reyes, condes, nobles, caballeros y miles de fieles de todos los países. Llegadas las noticias hasta la mismísima Roma, Su Santidad el Papa declaró santo aquel lugar, proclamando la subsanación del alma en su raíz y la conmutación de las penas del purgatorio a cuantos acudan en peregrinación a venerar el santo sepulcro del apóstol. ¡Acudid, fieles cristianos de los reinos musulmanes! ¡Acudid allí a profesar una sola fe, un solo bautismo y un solo Señor!
Al escuchar aquella arenga, los fieles prorrumpieron en murmullos de sorpresa. Hacía tiempo que llegaban noticias del templo de Galicia y del sepulcro del apóstol; y una tímida corriente de peregrinos había empezado a fluir desde las tierras del sur; pero nadie había venido expresamente y en nombre del Papa a llamar a los cristianos de aquella manera tan directa.
Seguidamente, el monje habló del mundo ansioso e inseguro, de las epidemias, guerras y carencias del espíritu cristiano; de las ocasiones de pecado que ofrecían los ambientes lujuriosos, el dinero y las armas; de todo lo que él mismo había contemplado, viendo lo difícil que le es al hombre débil llegar hasta Dios. Dijo que él se sentía como una paloma enviada fuera del arca hacia el diluvio mundanal, y que había visto a la humanidad lanzada hacia una segura perdición que sólo la penitencia y el sincero arrepentimiento podían remediar.
Estas palabras cayeron como flechas afiladas sobre Asbag, sensibilizado como estaba por lo que le había acontecido aquella misma tarde en el hamman. Sintió que el sermón estaba destinado expresamente para él.
Por la noche tardó mucho en conciliar el sueño. Cuando logró dormirse, le asaltó una horrible pesadilla: se vio a sí mismo abrazado a un manojo de huesos secos y rodeado de voraces llamaradas que consumían cuanto le rodeaba. Pero consiguió abrir los ojos y salir de aquel angustioso sueño. Despertó bañado en sudor y con el corazón a punto de escapársele del pecho. Se levantó y se precipitó hacia la terraza buscando el fresco de la noche.
La ciudad dormía bajo un estrellado firmamento sin luna, sumida en un profundo silencio. Asbag elevó los ojos hacia la bóveda celeste y se encontró con la luminosa Vía Láctea. Entonces le embargó una sensación inquietante y notó que se le erizaba el vello y le recorría un escalofrío.
–¡Es el camino! ¡El camino de Santiago! – exclamó elevando los brazos al cielo.
Asbag se levantó de la cama con una idea fija: emprender cuanto antes su peregrinación a Santiago de Compostela. Sintió que aquélla era su oportunidad para librarse definitivamente de la tediosa rutina y de las tentaciones que le acuciaban, y ello le aportaba una deliciosa sensación de liberación. Necesitaba estar solo para disfrutar de esta nueva libertad que no tenía precio. En lugar de dirigirse hacia San Zoilo, pasó por la puerta del Sur y siguió adelante, disfrutando de los aromas de la mañana luminosa de verano. Había sido siempre fiel a sus obligaciones, acudiendo sin faltar a la escuela de San Zoilo por la mañana y al taller de copia por la tarde, a los laudes, a la misa y a las vísperas, desde que fue ordenado sacerdote hacía ahora cinco años. Y se había sentido como un buey que diera vueltas sumisamente amarrado a su noria. Aquél era el día más extraño desde hacía mucho tiempo, porque saboreaba ya la aventura que le aguardaba, y rebosaba de gozo…
Providencialmente, vio a lo lejos al monjecillo del norte a lomos de un asno, entre la gente que iba y venía por el camino exterior a las murallas. Corrió hacia él y consiguió darle alcance, antes de que se perdiera por la carretera que conducía a Sevilla.
–¡Fray Dámaso! – le gritó-. ¡Fray Dámaso!
El monje tiró de las riendas y se detuvo.
–¡Ah, el hermano presbítero de San Zoilo! – exclamó-. Parece que vienes en mi busca… ¿He olvidado algo?
–¡Oh, no! Tan sólo quiero hacerte algunas preguntas.
–Bien. Marcho para Sevilla, con la misma misión que me trajo hasta aquí -dijo mientras desmontaba-. Si lo deseas, puedes acompañarme un rato durante el camino.
Luego podrás regresar. Así no perderé el tiempo, pues es tarde ya.
–De acuerdo -asintió Asbag-. Hoy no tengo prisa; me servirá para estirar las piernas.
–Y bien, ¿qué deseas saber de mí? – le preguntó el monje.
–He decidido peregrinar hacia Santiago de Compostela. Quisiera saber qué he de hacer.
–¡Ah, bendito sea Dios! – exclamó el monje-. Mi sermón te ha removido por dentro. Bien. Lo que necesitas es poco, pero mucho al mismo tiempo: a Santiago se peregrina con una firme decisión y un corazón contrito.
–Estoy decidido a ello, pues he estado sumido en la tibieza espiritual, algo de lo que estoy sinceramente arrepentido. Siento que Dios me pide algo más…
–Entonces, tan sólo te falta una cosa: puesto que eres presbítero, necesitas el permiso de tu obispo.
–El obispo -musitó Asbag para sí-; no había contado con él.
–Bueno, es fácil; ve a verle y comunícale tu sana intención de iniciar esa santa empresa, cuyo beneficio necesita tu alma. No podrá negarse.
–Así lo haré. Te doy las gracias, hermano. Y ahora dame tu bendición.
El monje le bendijo y siguió su camino. Asbag se volvió de nuevo hacia Córdoba abismado en sus preocupaciones. El obispo; ¿cómo se tomaría aquel asunto? «Iré a verle hoy mismo -decidió-. Lo entenderá. Tiene que comprenderlo.» Mientras caminaba soñaba despierto. Imaginó los caminos hacia el norte; las ciudades de los reinos cristianos sembradas de iglesias, las grandes abadías repletas de monjes, las enhiestas torres lanzando las campanas al vuelo; y cientos de peregrinos fervorosos, entre los cuales caminaba él, renacido, con el alma henchida de gozo, hacia la tumba del apóstol para hincarse de rodillas y solicitar la entrada en la vida eterna…
Perdido en estas cavilaciones, anduvo dejándose llevar por sus pies hacia el barrio cristiano, en cuyo centro se encontraba la casa del obispo. Al llegar al recibidor, se encontró con que no había nadie esperando y entró directamente en el despacho del secretario, donde sólo estaba el escribiente, que se sorprendió al verle allí.
–¡Ah, Asbag! – le dijo-. ¿Cómo por aquí? ¿No sabes que el obispo ha ido a San Zoilo para verte?
–¡Oh, no! – exclamó Asbag-. ¡Para una vez que falto…!
Corrió en dirección a la escuela maldiciendo su mala suerte. Cuando llegó se encontró con que los catecúmenos, como era de esperar, se habían marchado. En el centro del aula estaban únicamente el obispo y el secretario, que se mostraba perplejo. Asbag se arrodilló, besó la mano del obispo y esperó a que éste le pidiera explicaciones.
–Es sábado y no hay nadie en la escuela. ¿Es que nos hemos vuelto judíos? – dijo irónicamente el obispo.
–¡Oh, ilustrísimo señor! Cuánto lamento que hayáis venido precisamente hoy -se disculpó Asbag-. Vino un monje de los benitos del norte para predicar y tuve que atenderle.
–Sí; ya lo sé -dijo el obispo-. Cuando llegó vino a verme para solicitar mi autorización, ya que quería predicar acerca del templo del sepulcro del apóstol Santiago.
–De eso mismo quería yo hablaros, con vuestro permiso, señor obispo… He pensado que, dado que ese templo del apóstol…
–¡Está bien, está bien! – le interrumpió el obispo-. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. Ahora me trae aquí un asunto sumamente importante que no admite demoras.
El obispo solía ponerse de mal humor. Era un hombre impaciente y poco dado a escuchar. Aun así, Asbag se atrevió a insistir:
–Pero, Su Ilustrísima, he pensado que, dado que el Papa ha proclamado la remisión de los pecados para los peregrinos que acudan al templo de Santiago, me gustaría hacer la peregrinación. Tengo treinta años; una buena edad para intentarlo.
–¿Cómo? ¡Imposible! – dijo el obispo un tanto molesto-. ¡De ninguna manera! Precisamente ahora, que venía a pedirte un trabajo sumamente importante, me vienes con ésas.
–Pero… Se trata de algo espiritual… una necesidad del alma…
–¡Bah! ¡Tonterías de monjes alucinados! ¿Qué pretenden? ¿Quieren acaso que abandonemos Alándalus? ¿Es que no somos necesarios aquí los cristianos? Nada, nada de eso. Aquí permaneceremos como testimonio vivo de Jesucristo. ¡Es aquí donde debemos estar; entre los infieles mahometanos! Peregrinar al norte, peregrinar al norte… ¡Qué cosa tan absurda!
Asbag vio cómo se desvanecían en un momento todas sus ilusiones. Comprendió que no tenía sentido insistir más y se resignó a olvidarse de momento del asunto de la peregrinación.
–Pero dejemos ya esto -concluyó el obispo zanjando la cuestión-. Pasemos a tratar el tema que me ha traído aquí. ¿Sabes quién estuvo ayer en mi casa? Pues un enviado del mismísimo príncipe Alhaquen, del heredero en persona. Quería pedirme un encargo: un libro. De todos es conocida la afición a los libros del príncipe; se sabe que su biblioteca es única en el mundo y se ve constantemente enriquecida por nuevos volúmenes, raros y preciosos, traídos desde todos los países. Pues bien, recientemente recibió un libro procedente de Alejandría; un libro escrito probablemente por antiguos cristianos, que contiene homilías y leyendas. Desea que traduzcamos dicho manuscrito y que lo copiemos ilustrándolo para su biblioteca. He pensado que es una gran oportunidad para congraciarnos con él. Nos ha ido mal con su padre, el califa Abderrahmen, pero presiento que con Alhaquen viviremos una buena época los cristianos de Córdoba. De manera que el taller tiene que esmerarse al máximo.
–¿Habéis pensado en algo en concreto? – le preguntó Asbag.
–Hummm… sí… Algo parecido al antiguo misal de la sede. Debe ser más que una copia bien hecha: hojas de vitela selecta, coloridas ilustraciones y una hermosa encuadernación; tapas de marfil esculpido o de filigrana de plata con piedras preciosas engarzadas… En fin, algo verdaderamente especial.
–Bien, mañana mismo nos pondremos manos a la obra. ¿Dónde se encuentra el manuscrito?
–¡Ah! Ésa es otra cuestión. Prometí mandar a un experto a recogerlo; por si él deseaba hacer alguna sugerencia. Y pensé en ti como la persona adecuada. De modo que tendrás que acercarte hasta el palacio de Alhaquen para hacerte con el manuscrito original.
–¿Cuándo? – preguntó Asbag sin salir de su asombro.
–Mañana mismo. No veo por qué hemos de hacerle esperar. Y, por favor, no me defraudes. De este trabajo dependen muchas cosas.
Al día siguiente, Asbag se puso la túnica que reservaba para los domingos y se encaminó hacia el palacio de Alhaquen, que se encontraba en Zahra. Mientras caminaba, se dio cuenta de que no estaba en absoluto decepcionado por haber tenido que aplazar su peregrinación, pues aquel asunto del manuscrito introducía una variante llena de emoción en su vida. Poder entrar en Zahra para recibir un encargo del mismísimo heredero no era algo que le sucediera al común de los mortales. La ciudad de los califas era un lugar absolutamente prohibido, y todo lo que se conocía de ella era a través de quienes alguna vez habían entrado para cumplir alguna misión en su interior o prestar un servicio especial a algún familiar del soberano.
Zahra era una ciudad destinada al lujo y al refinamiento. Abderrahmen no había economizado en absoluto para construirla una legua al norte de Córdoba. Se decía que durante veinticinco años, dos mil obreros, que disponían de mil quinientas bestias de carga, se habían ocupado en edificarla, y, sin embargo, aún no estaba terminada. ¿Cómo no alegrarse ante la oportunidad de cruzar las puertas de aquella maravilla?
Los guardias que controlaban el paso registraban e interrogaban con minuciosidad a cuantos aguardaban para entrar en Zahra; por lo que había una gran aglomeración en la explanada, frente a la puerta. Asbag vio que se adelantaban las comitivas de los nobles y embajadores que llegaban de todas partes; les bastaba con dejar algún regalo para el jefe de la policía y se ahorraban las largas horas de espera. Pero el personal de servicio y los que llegaban a pie, confundidos entre el pueblo llano, tenían que aguardar al final de la cola. Asbag se conformó, pues el espectáculo era grandioso. Los magnates llegaban con toda la parafernalia que exigía la ciudad del califa: hermosos corceles, carrozas, lujosos ropajes, escoltas de pulidas armaduras, camellos y hasta un gran elefante que hacía las delicias de la multitud de curiosos que se acercaban hasta allí desde Córdoba.
Por fin, llegó el turno de Asbag. El oficial desenrolló el documento y, para su sorpresa, le introdujo enseguida en el puesto.
–Este salvoconducto es de preferencia, señor -le dijo el guardia-. Deberíais haber pasado a primera hora.
–No lo sabía -repuso Asbag.
–Es un documento directo de Su Alteza el príncipe Alhaquen; un pase que suele hacer para sus inmediatos colaboradores. Aunque… es la primera vez que venís… ¿No es así?
–Sí, la primera.
–Bien, uno de los guardias os conducirá hasta vuestro destino.
Asbag se encontró de golpe en una ciudad que no parecía construida por seres humanos. Era un auténtico paraíso por su belleza, elegancia, limpieza y fragancia. Había inmensos jardines delante de los edificios, plazas y calles amplias, pobladas de toda clase de árboles y flores. El guardia iba delante y él le seguía por un intrincado laberinto de setos y geométricas disposiciones de parterres, fuentes, corredores y glorietas. Asbag pensó que sería incapaz de retornar sobre sus propios pasos para encontrar la salida, si le dejaran solo allí en medio. Cuando llegaron frente al pabellón de verano del príncipe, tuvo que esperar todavía un rato delante de la entrada, mientras el guardia iba al interior para anunciarle. Luego apareció un criado que le condujo hasta una amplia sala, decorada con tonalidades rojas y doradas en las paredes y los techos, cuyas ventanas daban a un colorido y frondoso jardín, desde donde llegaban el gorjeo de los pájaros y los arrullos de las tórtolas. Permaneció en silencio a solas, saboreando cierta sensación de irrealidad, y dejando que su imaginación jugueteara con fantasiosas conjeturas acerca de lo que le aguardaba después de aquella sala.
Detrás de él crujieron unos cerrojos. Se volvió. Una gran puerta se abría empujada por dos criados y apareció ante sus ojos la inmensa biblioteca de Alhaquen: una impresionante nave cubierta por un elevado artesonado dorado y poblado de estrellas azules, como un firmamento de leyenda. Todo era belleza y color; vidrieras, muebles, solerías decoradas con adornos florales armoniosamente combinados. Las luces de las lámparas y los reflejos de los cristales se perseguían matizándose, jugando con los parteluces de mármol y con las talladas hojas de las puertas y ventanas. Y, llenándolo todo, aquella quietud, hecha del reposo pacífico de innumerables libros que, ordenados en los estantes, exhalaban suaves aromas de papiro, vitela, fino papel y pergamino, entre los delicados humos del incienso, sándalo y ámbar que se quemaban en los rincones, acentuando el sacro y misterioso ambiente de aquel templo de sabiduría.
Asbag se maravilló. Había pasado gran parte de su vida entre libros. Su abuelo fue librero y su padre también. Después de ordenarse sacerdote, el obispo le confió inmediatamente el taller de copia, convencido de que no había otro hombre en la comunidad cristiana tan preparado para dirigirlo. En sus ratos libres Asbag se dedicaba con amor a la biblioteca de la sede; ordenaba los volúmenes, saneaba los que estaban deteriorados, disponía la adquisición de los que consideraba imprescindibles. Nunca imaginó que el destino le iba a deparar alguna vez la suerte de acceder a un lugar como aquel que ahora contemplaban sus ojos.
Un chambelán le condujo por el pasillo central, a cuyos lados se alineaban numerosas mesas, en las cuales trabajaban copistas y miniaturistas o leían atentamente los numerosos sabios que trabajaban al servicio del príncipe. Al final había una especie de gabinete, donde se arremolinaba un grupo de aquellos afanosos bibliotecarios. Antes de llegar, el chambelán se detuvo.
–Aquél, vestido de blanco y que lee en el rincón, es el príncipe -le dijo en voz baja-. Espera aquí a que yo te anuncie.
El chambelán se llegó hasta el príncipe y le dijo algo. Alhaquen levantó los ojos del libro y miró a Asbag, luego le hizo una seña con la mano. Era un hombre maduro, de unos cuarenta años o más, con la cabeza descubierta y el pelo y la barba canosos, de aspecto venerable y vestimenta descuidada; alguien con toda la presencia de un sabio más que la de un príncipe.
Cuando Asbag llegó hasta él le hizo una profunda reverencia llevándose la mano al pecho, ya que los cristianos tenían por norma doblar la rodilla sólo ante las dignidades eclesiásticas o en los templos.
–¡Ah, el sacerdote cristiano enviado por mi amigo el obispo! – exclamó el príncipe sonriendo.
–A vuestro servicio -respondió Asbag.
–He tenido conocimiento del trabajo esmerado que realizas en el taller de copia del obispo. Algunos de los volúmenes que habéis preparado han llegado hasta mis manos. Te felicito, pues son trabajos de calidad. Por eso, he querido conocer personalmente a quien dirige el establecimiento y hacerle un encargo. ¿Podrás satisfacerme?
–Soy vuestro humilde esclavo -respondió Asbag inclinándose-. Vos me diréis lo que deseáis en concreto.
Alhaquen hizo una señal a uno de sus secretarios, y éste trajo enseguida un libro que entregó a Asbag. Él lo ojeó con detenimiento y sacó sus conclusiones.
–Se trata de un ejemplar de los Acta Pilati -dijo con plena seguridad-. Es un libro muy antiguo, escrito en griego, donde se refieren leyendas y memorias de Nuestro Señor Jesucristo compuestas en tiempo de Poncio Pilato. Esta copia es de origen copto.
–Como verás está muy deteriorado -dijo Alhaquen-. ¿Podrás traducirlo e ilustrarlo?
–Sí. Hemos realizado trabajos semejantes.
–Que así sea. Pide cuanto necesites para la obra y empieza cuanto antes.
Dicho esto, el príncipe ordenó que dieran a Asbag una bolsa llena de monedas y que le mostraran la biblioteca. Luego lo despidió con un amplio gesto de satisfacción.
Asbag hojeó libros de todo el mundo: del norte, de Bagdad, de Damasco, de Alejandría, de Roma y de Bizancio. Libros antiguos y modernos. Sólo el catálogo de la biblioteca constaba de veinte hojas, y no contenía más que el título de los ejemplares y no su descripción. El chambelán le dijo que Alhaquen los había leído todos, y lo que es más: había anotado la mayor parte de ellos. Escribía al principio de cada libro el nombre, el sobrenombre, el nombre patronímico del autor, su familia, su tribu, el año de su nacimiento y de su muerte y las anécdotas referentes a él. En esto era muy minucioso. Conocía mejor que nadie la historia literaria y constantemente enviaba agentes a Siria, Persia o Damasco, encargados de copiarle o comprarle a cualquier precio las obras de los poetas y cantores árabes. Pero su curiosidad en este tema no tenía límites; buscaba y conseguía libros cristianos y judíos que también leía, así como los antiguos tratados de los filósofos griegos y latinos.
Cuando Asbag salió de Zahra, su cabeza hervía y su corazón palpitaba a causa del fascinante panorama que se había desplegado ante sus ojos. Las palabras del príncipe resonaban en su mente henchida de gozo: «Puedes venir aquí siempre que lo desees». ¿Quién era capaz de acordarse ahora de la peregrinación a Compostela?
Con el regreso de su tío había llegado el aburrimiento para Abuámir. Después de algunos días de reposo, el peregrino recobró la vitalidad, aunque persistió en él un agudo dolor en las rodillas y en los talones que le obligó a sostenerse con un bastón. Cuando Aben-Bartal se sintió con fuerzas, inició una nueva peregrinación: visitar cada una de las mezquitas de Córdoba para comunicar su experiencia a los fieles. Y, lo peor de todo, pidió a su sobrino que le sirviera de apoyo en su itinerario. Abuámir se convirtió de esta manera en el segundo bastón de su tío. Cada mañana salían de casa con destino a alguno de los barrios, donde eran recibidos por los jeques, visitaban las escuelas coránicas, acudían a las reuniones de los teólogos, participaban en tertulias y disertaciones piadosas… Abuámir tuvo que tragarse interminables sermones. Se asfixiaba. Durante días repitieron la misma rutina, mañana y tarde. Llegó a saberse de memoria el relato de la peregrinación de su tío, que, si bien le pareció emocionante las primeras veces que lo escuchó, llegó a convertirse en algo odioso e insoportable para él. «¿Cuándo terminará esto?», se preguntaba; pero la tortura parecía no tener fin. Para colmo, a su tío se le habían acentuado las manías. Las costumbres de la casa se volvieron más austeras todavía, con frugales regímenes de verduras y legumbres en las comidas y ausencia absoluta de vino. «Las carnes y las copiosas comidas embotan la mente y adormecen el alma», decía su tío, y aquella frase a él le exasperaba. Se gastaba lo imprescindible, y lo demás se repartía en limosnas, por lo que los mendigos no dejaban de acudir a la puerta, donde algunos se instalaron permanentemente para ser los primeros en el reparto de cada día. Ello, naturalmente, era un foco de suciedad y constante alboroto, con riñas, peleas y conflictos.
Para Abuámir se terminaron por el momento las fiestas y las dulces horas en la taberna de Ceno. El verano avanzaba y no veía la manera de librarse de aquella fastidiosa forma de vida. Hasta que, una mañana frente a la mezquita de al-Hadid, su paciencia llegó al límite cuando su tío, que iba como siempre cogido de su brazo, le dijo:
–¡Ah! Siento que ésta es mi verdadera peregrinación: testimoniar cada día la fe del Profeta. Seguiremos infatigablemente hasta que en todas las mezquitas de Córdoba se sepa lo que hay allí, en la tierra santa de La Meca.
–¡Pero, tío, son más de setecientas! – replicó Abuámir.
–No me importa. Aunque fueran siete mil lo haría. Además, cuando terminemos, quiero seguir con las del arrabal exterior. ¡Dios me dé fuerzas!
El terror se apoderó de Abuámir. O ponía fin inmediatamente a aquello o terminaría perdiendo la razón y estrangulando a su tío. Esa misma noche tomó una determinación: dejar su casa y organizarse una vida propia.
Por la mañana, como cada día, Aben-Bartal subió hasta el dormitorio de su sobrino para despertarle, preparado ya para iniciar su obsesiva misión. Cuando llegó se encontró la cama hecha y todo recogido. Pensó que Abuámir estaría ya en la cocina comiendo algo y se acercó hasta allí; pero tampoco lo encontró. Entonces preguntó al criado:
–¿Has visto a mi sobrino?
–Sí, amo -respondió Fadil-. Recogió todas sus cosas y se marchó. Me dijo que no te molestara, pues era aún de madrugada; que ya vendría él para darte explicaciones.
Apoyado con las dos manos en el bastón, Aben-Bartal se quedó estupefacto, incapaz de entender el proceder de su sobrino.
Abuámir hizo lo que tantos estudiantes sin recursos de su generación hacían para mantenerse. Se agenció una esterilla, una mesita, una pluma de ganso, un buen fajo de papeles y se instaló en las proximidades de la puerta del palacio del cadí, para ofrecerse a escribir las exposiciones de los que solicitaban algo. No era un comienzo brillante, pero en todo caso era mejor que seguir aguantando las mojigaterías de su tío.
El primer día de trabajo no se le dio del todo mal. A última hora de la mañana, cuando algunos comerciantes del zoco volvían después de cerrar sus establecimientos, se detuvieron ante la «oficina», tal vez impresionados por la buena presencia de Abuámir, que había escogido concienzudamente su traje y el escueto mobiliario que le rodeaba. Con su gran facilidad de palabra, supo convencer enseguida a sus primeros clientes y extendió hábilmente las instancias que necesitaban; comprometiéndose él mismo a presentarlas ante el secretario del cadí, cuando se abriera la audiencia pública en las primeras horas de la mañana siguiente.
Aquella noche tuvo que conformarse con dormir en una sucia fonda del barrio de los hospederos, en una habitación atestada de sudorosos mercaderes. Pero se le hizo llevadero gracias a su ardiente imaginación, pues estuvo recordando las aventuras que había leído en las antiguas crónicas nacionales, cuyos protagonistas, partiendo de una condición inferior, se habían encumbrado sucesivamente a las primeras dignidades del Estado. Así se durmió, saboreando el placer de sentirse el único dueño de su destino, sin importarle el calor ni el aire fétido y sofocante de aquel dormitorio común.
Por la mañana gestionó los asuntos de los comerciantes, como si en ello le fuera la vida, y consiguió que los escribientes del cadí dieran audiencia a sus clientes. Por éstos supo que las instancias habían surtido efecto, pues eran muy atinadas. Y se maravilló de su suerte cuando uno de ellos, un orondo comerciante de paños, le dijo:
–¡Vaya con el jovencito! Eres muy listo tú. ¿Te gustaría llevar las cuentas de mi establecimiento?
Abuámir recogió sus cosas y se trasladó al establecimiento de aquel hombre, que constaba de unos almacenes grandes y destartalados, donde trabajaban numerosos dependientes. El dueño, que se llamaba Hassún, era un avispado negociante que había acertado plenamente, importando géneros de moda en grandes cantidades y abasteciendo a los pequeños y medianos propietarios de los bazares; pero era un auténtico inútil para la organización, por lo que sufría mermas importantes en sus ganancias a causa de la picardía de sus empleados y los constantes impagados de sus clientes. En definitiva, lo que necesitaba era un administrador eficiente. Abuámir comenzó haciéndole las cuentas y pronto se volvió imprescindible, hasta el punto de gobernar el negocio. Hassún, encantado, le instaló una habitación en sus locales y le subió progresivamente el sueldo.
De esta manera se adentró Abuámir en el arte de administrar, algo que en su futuro le serviría de forma inigualable para subir peldaños en su ambiciosa escalada. Pero no quiso dejar sus estudios y, pasado el verano, siguió asistiendo a los cursos de Abu-Becr, de Aben-Moavia, el coraixita, de Abu-Alí Calí y de Ben al-Cutía; que eran los más afamados maestros de la enseñanza superior de fij, es decir, la teología y el derecho, porque esta ciencia encumbraba entonces a los puestos más elevados.
Y no se olvidó de sus idolatrados héroes antiguos, cuyas hazañas no dejó de leer en las polvorientas páginas de su viejo libro de crónicas. Precisamente fue este libro el que le llevó una tarde hasta el taller de Asbag, pues reparó en lo descuadernado y ajado que se encontraba a causa de tanto uso. Recordó al sacerdote que conoció en la fiesta de la casa de Fayic y la promesa que le hizo de pasarse algún día por San Zoilo.
–¡Abuámir, qué sorpresa! – exclamó Asbag, alegrándose sinceramente al ver al joven-. Han pasado varios meses…
–Aquí me tienes; tal y como te prometí.
–¿Cómo se encuentra tu tío Aben-Bartal?
–¡Oh, está bien! Pero ya no vivo en su casa. Han cambiado mucho las cosas para mí últimamente. Ahora me defiendo por mi cuenta.
–¿Has terminado ya tus estudios?
–No, no se trata de eso. Decidí abrirme camino solo y probé suerte en los negocios. Administro los bienes de un mercader de paños. Pero… no hablemos de mí. He venido para que me muestres el trabajo del taller.
–¡Ah! Con mucho gusto.
Asbag le mostró el taller con detenimiento; cada uno de los libros que se estaban componiendo y algunos ya terminados. En un lugar preferente, se encontraban dispuestas las páginas de los Acta Pilati.
–Éste es un trabajo muy especial -dijo Asbag-. Se trata de un encargo del mismísimo príncipe Alhaquen, el heredero.
–¡Oh, es maravilloso! – exclamó Abuámir-. ¿Has conocido al príncipe en persona?
–Sí. Es un hombre muy cultivado; lleno de serena y humilde dignidad.
–Pero dicen que no le llega ni a la planta del pie a su padre, el gran califa Abderrahmen. La gente comenta que es un hombre pusilánime y de poca decisión.
–Sí, eso dicen -observó Asbag-. Pero yo creo que es por la misma personalidad fuerte y arrolladura de Abderrahmen, educado desde su adolescencia principalmente para combatir. Mientras que Alhaquen, formado en tiempos de paz, es un hombre pacífico y conciliador. Lo cual no indica en absoluto que no pueda llegar a ser un gran gobernante.
–¡Bah! – replicó Abuámir-. Un califa debe ser un príncipe fuerte y decidido, capaz de hacer prevalecer su autoridad frente a cualquiera. Abderrahmen nos libró del desgobierno de los anteriores emires, que habían sumido al reino en el desorden y la división por su poco dominio.
–Sí, eso es verdad. Pero fue a costa de mucha sangre y de muchas vidas inocentes.
–Es el precio que hay que pagar -sentenció Abuámir.
Dicho esto, el joven deslió el envoltorio que contenía sus viejas crónicas de héroes.
–La historia nos enseña que las grandes hazañas son sólo fruto del sacrificio -observó mientras extraía el volumen polvoriento-. Y, a propósito, ¿podrías restaurar este viejo libro?
–¡Ah, las crónicas de Aben-Darí! – exclamó Asbag al reconocerlo.
–¿Lo conoces?
–Claro. Es un libro muy popular. Pero te advierto de que en él abunda la fantasía.
–Una fantasía que levanta los ánimos -añadió Abuámir.
–Bien. Veré qué es lo que puedo hacer. Te lo restauraremos; le pondremos tapas nuevas y, si falta alguna hoja, buscaré la manera de copiártela de otro volumen semejante. Puedes venir a recogerlo cuando quieras a partir del próximo mes.
Cuando Abuámir se marchó, Asbag se quedó pensativo y algo confuso. La inteligencia de aquel joven y su firme decisión eran de admirar, pero había algo en él, algo extraño en su impetuosa actitud y en su profunda y penetrante mirada que no dejaba de inquietarle.
–¡Maravilloso! ¡Exquisito! ¡Inigualable! – exclamó el príncipe Alhaquen mientras hojeaba el manuscrito, delicada y concienzudamente elaborado por Asbag en largos e intensos meses de esmerado trabajo en su taller.
El obispo, que aguardaba su reacción con las manos entrelazadas sobre la barriga, se hinchó de satisfacción al escuchar tales alabanzas y lanzó hacia Asbag una aprobatoria y sonriente mirada. Pero no esperaba lo que el príncipe dijo a continuación:
–Te vendrás a trabajar conmigo, Asbag. Mañana mismo.
–¿Cómo…? – musitó el obispo cambiando el gesto-. Pero… eso no puede ser… Está el taller de liturgia… No puede abandonarlo así sin más.
–Bueno, el taller de liturgia -comentó el príncipe-. Eso no constituye una dificultad. Que se venga aquí con todo el equipo. ¡Que se traiga a todos sus aprendices!
–¿A… aquí? – preguntó el obispo asustado.
–Sí. Aquí tenemos nuestro propio taller, con encuadernadores, expertos filigranistas, miniaturistas… y todo el más moderno y completo material necesario. ¡Venid, os lo mostraré!
Atravesaron un espeso jardín de sombra y agua. El taller estaba ubicado en una gran sala presidida por la luz, donde una multitud de afanados copistas y artesanos ocupaban una infinidad de mesas dispuestas bajo los gigantescos ventanales. Asbag se fijó en los materiales empleados, en las tintas, en los instrumentos y, sobre todo, en la moderna y sofisticada fábrica de papel que el príncipe había traído recientemente desde el lejano Oriente.
–¡Esto es impresionante! – exclamó dirigiéndose al obispo-. Si tuviéramos a nuestra disposición un taller como éste podríamos abastecer de rituales, evangeliarios y códices a todas las comunidades mozárabes de Alándalus.
El obispo abrió mucho los ojos, se frotó las manos, nervioso, y por fin dijo:
–Bien, bien. Por mi parte no hay ningún inconveniente. Siempre que, naturalmente, los aprendices y Asbag puedan mantener sus obligaciones cristianas.
–Eso no será ningún escollo -asintió el príncipe-. Pondré a su disposición corceles para que puedan desplazarse a sus iglesias siempre que lo deseen.
–¿Y cuál será nuestra misión concretamente? – preguntó Asbag.
–Ilustrar -respondió Alhaquen-. Ilustrar con alegorías y miniaturas muchos de los libros que poseo. Ya sabéis que nuestras costumbres religiosas no permiten representar figuras humanas ni animales. Nuestros dibujantes son expertos en filigranas vegetales y secuencias geométricas, pero se ven incapaces a la hora de representar escenas con personas o seres en movimiento. Vosotros, en cambio, habéis aprendido el arte de la alegoría, pues vuestros libros y vuestra pintura religiosa se nutren de las escenas bíblicas.
–¿Qué libros habremos de ilustrar? – preguntó Asbag.
–¡Oh! Libros de caza, de viajes, de costumbres…
–¿Y poesía? ¿También libros de poesía? – preguntó el obispo.
–Sí, también. Pero si alguna de las escenas os resulta comprometida o contraria a vuestra moral religiosa podréis omitirla. Soy un hombre respetuoso con la conciencia de cada uno.
–Bien. No se hable más -dijo el obispo zanjando la cuestión-. Mañana mismo os trasladaréis aquí para iniciar vuestra tarea.
La luz del amanecer empezaba a iluminar las bajas colinas de la sierra cordobesa, cubiertas de jaras y de pedruscos grises, y la maleza aparecía dorada por el sol invernal.
Desde su ventana Asbag contemplaba la medina de Zahra, brillante y luminosa, dentro de sus muros que la libraban de los brezos y las agrestes encinas. Llegaba una brisa fría que traía aromas húmedos de monte y de guijarros cubiertos de musgos y líquenes. Los nuevos y flamantes minaretes empezaron a lanzar sus llamadas a la oración de la mañana.
La vida de Asbag había cambiado en Zahra; más de lo que imaginaba unos meses atrás cuando se instaló definitivamente dentro de sus murallas. Se había enamorado de la biblioteca de Alhaquen y se había apresurado a acomodarse en ella como si no hubiera otro lugar en el mundo. Contenía libros de Oriente y de Occidente; no sólo de lengua, mística y teología; también de ciencia y de filosofía. Se encontró con Platón, Aristóteles, Séneca, Plotino, Luciano de Samosata, y con los grandes padres de la iglesia, desde san Ireneo a san Agustín. Pero todo no lo aprendió en los libros. Se hizo amigo del príncipe y de él recibió algo más que conocimientos: una amplia visión de la vida y de la historia de los hombres, construida desde el desapasionamiento y la imparcialidad, sin buenos ni malos, sin vencedores ni vencidos.
A pesar de ser el heredero, Alhaquen era un príncipe asequible, poco dado al excesivo protocolo o a los lujos propios de la corte. Su padre, el anciano Abderrahmen III gobernaba en solitario con absoluta lucidez y solamente delegaba en su hijo cuando las tareas del reinado suponían algún desplazamiento. El califa llevaba años sin salir de Zahra, desde donde dirigía todo sin agobios, sabedor de que su poder era formidable. Lo que había hecho en medio siglo parecía un prodigio. Había encontrado el imperio presa del desorden y de la guerra civil, desgarrado por las facciones, dividido entre multitud de señores de distintas razas, expuesto a las constantes correrías de los cristianos del norte y en vísperas de ser absorbido, ya por los leoneses, ya por los africanos. Había sido, casi hasta ese día, un guerrero infatigable que salvó a Alándalus de sí mismo y de la dominación extranjera, haciéndolo renacer más grande y más fuerte que nunca. El tesoro público, que encontró arruinado, estaba ahora en una situación excelente. Se decía que Abderrahmen era el hombre más rico del mundo, más poderoso incluso que el hamdaní, que reinaba entonces en Mesopotamia. La agricultura, la industria, el comercio, las ciencias, las artes: todo florecía. Su soberbia marina le permitía disputar a los fatimíes el dominio del Mediterráneo y garantizaba la llegada de productos de todo el Oriente. Además, gobernaba Ceuta, la llave de la extensa Mauritania. Los más altivos soberanos del mundo demandaban alianzas con Córdoba; y los emperadores cristianos de Constantinopla y de Alemania, los reyes de Italia y Francia, le enviaban embajadores. Así que en Zahra se reunían todas las maravillas de Oriente y Occidente.
La parte de la ciudad donde se hospedaban los bibliotecarios del príncipe era la zona septentrional, junto al parque que albergaba animales traídos de todos los lugares del mundo. También había un pequeño palacio cuadrangular con techo piramidal, construido con rosados mármoles y rematado con adornos de cerámica verde, amarilla y blanca, donde residía Alhaquen con su harén y sus eunucos de confianza. Los otros edificios principales estaban en el centro de la medina: el inmenso pabellón donde se atendían casi todos los asuntos imperiales, la hermética residencia del califa y los dormitorios de los eunucos reales. Con excepción de los jardines privados que servían de acceso a los palacios, Asbag podía pasear por donde quisiera. En sus recorridos por las calles se cruzaba con hombres de todas las nacionalidades: francos, alemanes, eslavos, bizantinos, sirios, etíopes, castellanos, mauritanos… Y podía entablar conversación con quien quisiera. Esto fue lo más instructivo de su estancia en Zahra: pudo perfeccionar sus conocimientos de idiomas. Si bien manejaba a la perfección el árabe culto, el latín litúrgico y la lengua romance de Castilla, ahora se defendía en provenzal, en galaico, en astur-leonés e incluso en los difíciles dialectos sajones.
Cuando Alhaquen se fijó en esta habilidad suya para las lenguas, empezó a solicitarle como intérprete. A menudo le pedía que lo acompañara en sus recepciones privadas. De esta manera, Asbag se enteró de muchas cosas de palacio que pertenecían al secreto. Supo que la salud del califa estaba muy resentida, que desde hacía un año apenas recibía ya y que sufría una grave dolencia respiratoria que le impedía hablar y que le obligaba a toser y a jadear constantemente.
Pero Asbag jamás vio al anciano Abderrahmen, ni siquiera durante las recepciones que el príncipe daba en su nombre.
Todo aquello era un misterio. Aunque planeaba sobre Zahra la sospecha de la muerte inminente del soberano, Abderrahmen seguía ejerciendo sobre todo el mundo aquella especie de hechizo, mezcla de terror y de la fanática fidelidad de su ejército. Durante el reinado del viejo califa sus huestes habían logrado dominar a los leoneses y los africanos, y se enorgullecían de ello.
Sin embargo, Alhaquen no tenía prisa por ocupar el trono. A veces daba la impresión de que prefería que todo siguiera en manos de su padre, para poder él dedicarse a su pasión por los libros, las artes y las ciencias. Fue tal vez este talento suyo lo que hizo que las cosas sucedieran por sí solas, sin enfrentamientos ni codiciosos proyectos que buscaran adelantar los acontecimientos.
Durante todo el verano reinó en Zahra un silencio lleno de susurros. Al comienzo de la primavera, el califa había cometido la imprudencia de exponerse al crudo viento de marzo en las terrazas de su palacio, empeñado en celebrar el final del ramadán al aire libre como si tuviera veinte años. Se llegó a pensar entonces que había muerto. Pero los médicos lograron una vez más conjurar el peligro, y Abderrahmen apareció a principios de julio para dar audiencia a los más altos dignatarios, recobrada la salud y con buen humor, según dijeron. No obstante, la curación debió de ser mera apariencia, porque enseguida se supo que había caído de nuevo en cama con una dolencia peor que la anterior. Desde entonces no hubo festines en los palacios ni sesiones de poesía junto a los estanques. No volvió a escucharse un laúd en todo el verano.
Llegó el otoño y cayeron las primeras lluvias. Un viento desagradable levantaba brumas en la sierra y silenciaba los trinos de los pájaros. El espacioso patio del harén real estaba desierto. Ninguna de las mujeres que vivían en las alcobas que lo rodeaban había visto al rey moribundo. Sólo los eunucos y Hasdai, el médico judío, tenían acceso a la cámara del califa. Aparentemente no había nadie en los corredores ni en los salones, pero miles de ojos escrutaban el panorama desde las celosías. Las voces se ahogaban presas del temor ante la inminente muerte, que disolvería o trasladaría lejos a la indeseable herencia compuesta de viejos eunucos, esposas y concubinas de Abderrahmen.
En torno al mediodía se callaron los surtidores y pareció que la niebla se espesaba en la quietud, únicamente quebrada por el canto monótono de los versículos del Corán. Pero la calma no duró mucho rato.
El jefe de los eunucos se asomó al patio desde la cortina que aislaba la alcoba real. Miró a un lado y a otro. Desde una de las cámaras laterales corrió hasta él un eunuco más joven.
Apenas intercambiaron palabras; bastaron los gestos. En la cámara de Abderrahmen los largos días de agonía habían terminado. El joven eunuco se arrojó al suelo y se retorció gimiendo y sollozando. A través de rendijas, grietas y celosías, las mujeres ansiosas lo espiaban todo con impaciencia. El griterío y el clamor de los lamentos brotó de repente como un fuego y se propagó por todas las estancias del palacio.
Hasdai, el judío que había cuidado de la salud del rey hasta su muerte, irrumpió en la biblioteca de Alhaquen. Avanzó hasta el príncipe y se postró a sus pies, ante la mirada expectante de los maestros libreros.
–El califa, tu noble padre, ha dejado de respirar -dijo.
Detrás del médico judío entraron en la inmensa sala la madre y los hermanos del príncipe. Luego llegaron sus eunucos, sus sirvientes y sus amigos más íntimos. Entre todos rodearon a Alhaquen y éste se dejó llevar, como por una corriente, hacia la puerta.
Abderrahmen había hecho que todos sus hijos, parientes y nobles principales reconocieran con juramento a Alhaquen como heredero, por lo que no había duda acerca de quién debía ocupar el trono. Aun así, la muerte de alguien tan poderoso suscitaba siempre un vendaval de suspicacias. En los días siguientes se desataron algunas venganzas y aparecieron los cadáveres de dos de los eunucos más relevantes, y algunos de los ministros del anterior gobierno desaparecieron, huidos tal vez para evitar represalias.
Pasados los funerales, Alhaquen se trasladó al palacio principal de Zahra con todos los suyos y se iniciaron las reformas que él estimó oportunas. Reordenó las estancias y dispuso la sala del trono a su manera, colocando el sitial del califa más cerca de sus súbditos, pues el anciano Abderrahmen recibía siempre desde detrás de unos cortinajes semitransparentes, para evitar que se apreciara la debilidad y el deterioro que el tiempo había causado en su persona. Pero las reformas no afectaron sólo al mobiliario. El gobierno estaba envejecido, aferrado a sus anquilosadas rutinas, y la corte era una histriónica e inservible exhibición de normas de rigurosísimo protocolo que imposibilitaban la mayoría de las ceremonias palaciegas. El nuevo califa se empeñó en renovar los cargos importantes y en eliminar todo aquello que resultaba superfluo.
Mientras tanto, la biblioteca vio interrumpidas sus actividades. Los funcionarios mantuvieron los servicios mínimos, pero al faltar la dirección de Alhaquen, que antes se dedicaba casi en exclusiva a este menester, se descuidaron las iniciativas más ambiciosas.
Asbag decidió entonces retornar al taller de San Zoilo, convencido de que su vida en Zahra había terminado y presintiendo que las ocupaciones del nuevo califa le impedirían volver a entablar relación con sus antiguos colaboradores.
Córdoba
No era fácil adaptarse a la austeridad del barrio cristiano de Córdoba, después de haber residido durante más de dos años en la espléndida ciudad de los palacios conviviendo con lo más granado del mundo. Asbag comprobó que echaba de menos la vida de Zahra y ello le llenó de remordimientos. Máxime cuando se dio cuenta de que la comunidad de mozárabes flaqueaba. Volvió a la rutina: las monótonas clases en la escuela de catecúmenos, las celebraciones del oficio en el templo casi vacío y la repetición de los códices en aquella sucesión de copias idénticas destinadas a las comunidades religiosas de Alándalus. Por entonces se celebraban las fiestas de la Natividad, y una extraña nostalgia empezó a apoderarse de él. Recordaba las fiestas del nacimiento de Cristo en su infancia, con la familia reunida en cálida intimidad, cuando corrían tiempos difíciles para los mozárabes debido a las luchas contra los reinos cristianos del norte, que propiciaban siempre una cierta animadversión en el pueblo. Entonces las canciones religiosas sonaban a media voz y las celebraciones siempre tenían lugar en las obscuras horas de la madrugada, para evitar el encuentro con los exaltados seguidores de las sectas musulmanas fanáticas. Ahora los fieles parecían carentes de estímulo: acudían a la misa por el mero cumplimiento y festejaban los momentos más importantes del calendario cristiano; pero no había aquella devoción. Muchos vivían de forma idéntica a los musulmanes y hasta daba la impresión de que se divertían más con las fiestas de la Umma; sólo les faltaba acudir a las mezquitas. Asbag tuvo la tentación de echarle la culpa al ambiente exterior, pero se dio cuenta de que también en él se había extinguido el ardor de otros tiempos.
Volvió entonces a deambular por las calles, como queriendo escapar de la angustia que le producía la carencia de sentido de la vida. Pero todo cuanto veía parecía volverse contra él. En cada esquina había ciegos, paralíticos, sarnosos, hombres sin piernas o sin brazos, famélicas ancianas sin más cobijo que la maraña de trapos pestilentes que las cubrían, niños sucios y gente harapienta de todo género arrastrando sus miserias. Y el impulso que sintió de escapar de todo aquello se le antojó un insulto, una humillante tentación que ensuciaba su consagración y su ministerio. Sin embargo, ¿qué podía hacer? Se vio en aquel momento como un hombre cobarde, incapaz de enfrentarse consigo mismo; pero eso ya le había sucedido otras veces en su vida. Cayó en la cuenta de que si había sido feliz en Zahra era porque las cosas habían sucedido por sí solas y porque no había tenido que luchar. La lucha le causaba pánico. Recordó que se había hecho sacerdote por no enfrentarse con su padre, que siempre había tenido esa ilusión y desde niño le repetía: «Tú, Asbag, serás presbítero»; y él siempre había asentido. Luego cedió ante el obispo. Cedía ante las exigencias de los fieles y se había resignado a quedarse sin peregrinar a Compostela por satisfacer el capricho de un príncipe musulmán. Habían pasado dos años y estaba igual que entonces, cuando su amigo Fayic regresó de la peregrinación; incluso peor, porque la vida regalada y placentera de Zahra le había hecho aún más indolente.
«¡Ya está! La peregrinación», pensó. Sintió entonces un espasmo de euforia. Saldría cuanto antes para Compostela y nadie podría detenerle. Lo necesitaba. Era una cuestión de vida o muerte: o peregrinaba ahora hacia el templo del apóstol o su alma se moriría inevitablemente.
De camino hacia la casa del obispo para exponerle su decisión, iba preparando mentalmente su discurso. Sabía que el prelado sólo prestaba atención a lo que quería escuchar y que utilizaría todas sus artimañas verbales para desviar la conversación hacia otro tema; pero no estaba dispuesto a ceder.
–¿El obispo? ¿Pero no sabes que está enfermo? – le dijo el arcediano en el recibidor.
–¿Enfermo? – se extrañó Asbag.
–Sí. Lleva en cama dos días aquejado de fuertes temblores y con un agudo dolor en el pecho. Si lo deseas puedes entrar a visitarle. Siempre, naturalmente, que el asunto a tratar no le cause fatiga o preocupación.
Cuando Asbag penetró en la alcoba del obispo vio derrumbarse una vez más su posibilidad de peregrinar a Compostela. El prelado se encontraba hundido entre almohadones, pálido y enormemente desmejorado. Nada más verle, éste le habló con un fatigoso hilo de voz.
–¡Ah! Asbag, querido, gracias por venir. Me encuentro muy mal… Muy mal…
Asbag permaneció junto a él un buen rato, sin poder hacer otra cosa que darle ánimos. Y desde luego no se le pasó por la cabeza la posibilidad de plantearle de nuevo el asunto de la peregrinación.
Una semana después, al terminar el rezo de laudes, un criado se presentó en San Zoilo para avisar que el obispo había empeorado. Los presbíteros y los diáconos corrieron hacia el obispado temiéndose lo peor. Al llegar se encontraron el revuelo en la puerta y, una vez dentro, el rostro del secretario lo decía todo. La puerta de la alcoba permanecía cerrada.
–Están los monjes con él -dijo el arcediano apesadumbrado.
Pasadas unas horas se escucharon los salmos y pudieron entrar. El obispo yacía ya amortajado con la casulla de fiesta, tocado con la mitra y sosteniendo una cruz entre las manos.
Los funerales, celebrados en San Acisclo y presididos por el obispo de Mérida, contaron con la presencia de numerosos abades y abadesas, monjes, relevantes personalidades de la comunidad mozárabe y abundantísimo pueblo. Acudieron a mostrar su condolencia los representantes de las autoridades civiles y religiosas musulmanas y, entre ellos, uno de los príncipes de Zahra, delegado por el califa Alhaquen.
Siguiendo la costumbre, el metropolitano de Sevilla dispuso que el prelado emeritense administrara apostólicamente la diócesis, mientras se elegía al nuevo obispo. Era un trámite que solía durar meses y a veces años.
«Ésta es la mía», pensó Asbag. No encontraría mejor momento para iniciar al fin su peregrinación.
Lo preparó todo con agilidad. Se hizo con mapas de las rutas más transitadas, recabó información de boca de los peregrinos que habían concluido felizmente la empresa, solicitó donativos, publicó sus intenciones y propuso la peregrinación a cuantos quisieran acompañarle. Después de un mes, se habían presentado dos voluntarios: un joven liberto que quería dar gracias a Dios y un ermitaño medio loco que cuidaba del lugar donde según decían fue martirizado san Alvaro. No podía esperar más. La primavera estaba encima y escogió para la salida la primera semana de la Pascua; le pareció lo más adecuado.
Aquella Semana Santa fue distinta para él. Todo parecía nuevo y luminoso. Celebró los oficios con devoción inusitada; se fijó en cada lectura y en cada palabra como si estuvieran destinadas a él. Dio limosnas de los donativos recibidos; se quedó casi sin nada. Sintió que no le importaba morir. Tenía treinta y tres años: la edad de Cristo.
Dedicó los últimos días a despedirse de todo el mundo, como hacían los peregrinos que partían para La Meca. En sus visitas supo que todos pedirían por él: cristianos, musulmanes y judíos. Y se regocijó pensando que estarían unidos rezando por él. Era algo maravilloso. Sabía que sería demasiada pretensión despedirse del califa Alhaquen en persona y se conformó con enviarle una carta a sus secretarios, en la que le explicaba el motivo de su peregrinación y le prometía rogar por él ante la tumba del santo. No obstante, como siempre se ponía en lo peor, imaginó que su misiva terminaría ardiendo en alguna chimenea sin llegar a las manos del califa.
Por fin llegó el Sábado de Gloria. Al día siguiente, el Domingo de Resurrección, partiría de madrugada, una vez finalizada la Vigilia en San Zoilo. Dedicó toda la mañana a meditar y a ultimar preparativos, hecho un manojo de nervios.
A mediodía llamaron a la puerta. Imaginando que se trataba de alguien que todavía vendría a despedirse, descorrió el cerrojo. Frente a él aparecieron un paje del palacio, ataviado con las galas de los servidores del califa, y dos miembros de la guardia real.
–¿Mi señor Asbag, el presbítero de los cristianos? – preguntó el criado.
–Yo soy -respondió él.
–Has de seguirme por orden del Príncipe de los Creyentes.
Asbag se quedó mudo durante un rato.
–¿No me has oído? Has de seguirme por orden del palacio del califa -insistió el enviado.
–¿Del… del palacio?
–Sí. Traemos una muía para ti. Se te espera en Zahra lo antes posible.
Asbag cerró su puerta y subió a la montura. Se sintió preso, mientras seguía al servidor delante de los guardias, por las intrincadas callejuelas del barrio cristiano. En el trayecto hacia Zahra su mente construyó mil conjeturas acerca del motivo de aquella llamada. Imaginó que cualquier insignificancia habría motivado el requerimiento: un capricho en relación con alguna miniatura de la biblioteca, un nuevo encargo, una traducción… Así eran en palacio; no respetaban que los súbditos pudieran tener sus propios planes; cuando se les antojaba algo lo querían de inmediato.
En Zahra fue llevado como en volandas. Atravesó corredores y jardines, pasando de mano en mano; guiado cada vez por un personaje de mayor rango. Por lo poco que conocía de la ciudad de los palacios, supo que estaba en un lugar sumamente importante; aunque el inmenso laberinto que conformaba el centro de la medina no le dejaba orientarse. Más corredores y más jardines. Al final se detuvieron en un amplio despacho, lujosamente amueblado con escritorios nacarados y cubierto de hermosos tapices de vivos colores, donde un funcionario hacía correr una pluma de ganso sobre el papel.
Asbag permaneció allí durante un buen rato, aguardando a que alguien le dijera lo que se deseaba de él; pero nadie soltaba palabra. Fue invitado a sentarse, y el tiempo se le hizo una eternidad, mientras sólo se oía el rasgar de la pluma.
Por fin sonó una campanilla. El funcionario se puso en pie como empujado por un resorte y abrió una gran puerta sobredorada. Apareció otra sala aún más lujosa que las anteriores y en ella un amplio diván a contraluz, donde alguien permanecía sentado; pero un ventanal a sus espaldas impedía ver sus rasgos con claridad. Un eunuco se apresuró a correr un visillo y, desaparecido el contraste, se pudo distinguir al señor del diván. Asbag se inclinó cuanto pudo; pues los cristianos sólo se arrodillaban delante de Dios.
–¡Mi señor Alhaquen, Príncipe de los Creyentes! – exclamó, al comprobar que era el mismísimo califa quien lo había mandado llamar.
–¿Cómo estás, querido amigo? – le saludó Alhaquen-. Recibí tu carta en la que me comunicabas tu intención de partir en peregrinación hacia tierras de cristianos.
–¿La leísteis? – preguntó Asbag extrañado.
–¡Claro! ¿Creías que me había olvidado de ti? Durante estos meses he estado muy ocupado a causa de mi cargo; pero no he olvidado tus habilidades ni tus conocimientos, puestos a mi servicio durante dos años, antes de la muerte del anterior califa. ¿Por qué no has vuelto por aquí? ¿Pensaste que, una vez coronado yo, detestaría a los cristianos como el rey Abderrahmen?
–¡Oh, no! Erais tolerante entonces y sé que lo seréis ahora. Pero creí que vuestro rango no os permitiría ya tratar con cualquiera con la facilidad que teníais antes.
–Pues ya ves. Soy rey de los musulmanes de Córdoba y también de los «hombres del libro». Me interesan los asuntos de los cristianos de mi reino y por eso te he mandado llamar.
–Vos diréis lo que deseáis de mí. El Dios que os ha conferido autoridad me ha puesto a vuestro servicio y os debo obediencia.
–Bien, pues vayamos al grano. Como sabes, estuve al tanto de la muerte del obispo de Córdoba. Una pérdida lamentable, por cierto. Es una pena que mi padre no consintiera en recibirle, a pesar de que habían pasado ya muchos años desde las rencillas entre cristianos y musulmanes de los primeros tiempos de su reinado. Ambos murieron y no llegaron a reconciliarse. Considero que todo aquello está ya pasado y que nos encontramos en una época diferente. Los cristianos mozárabes de Córdoba podéis prestar una gran ayuda al califato en el entendimiento con los reinos cristianos del norte. Los obispos de tales reinos son consejeros de sus soberanos y ejercen gran influencia. Si contáramos con un obispo mozárabe entre los miembros del consejo que me asesora, podríamos llegar a tener mejores relaciones con los cristianos navarros y leoneses.
–Es una buena idea -observó Asbag-. Al anterior obispo siempre le escuché plantear algo semejante. Cuando vino la reina Tota para visitar al califa Abderrahmen, intentó entrar en Zahra con la comitiva, pero los eunucos se lo impidieron. Se perdió entonces la ocasión de llegar a un entendimiento.
–Esa ocasión se presenta ahora de nuevo -dijo Alhaquen con rotundidad-. Estoy decidido a incorporar a un obispo en mi consejo.
–Sois magnánimo, rey Alhaquen; el metropolitano de Toledo, el obispo de Mérida o el de Sevilla estarán encantados de serviros.
–No -dijo el califa-. Será el obispo de Córdoba.
–Sí así lo deseáis así ha de ser -observó Asbag-. Pero ahora no tenemos prelado. Tendréis que esperar a que sea consagrado algún candidato.
–Los antiguos emires dependientes de Bagdad elegían a los obispos. Y al-Nasir, mi padre, ¿no eligió acaso a Recemundo para ser obispo de Elvira?
–Sí -asintió Asbag-; ciertamente él lo eligió.
–Pues yo elegiré al nuevo obispo -sentenció Alhaquen-. Un califa es más que un emir; y si mi antecesor lo hizo yo también lo haré.
–¿Vos, señor?
–Sí, yo. Tú serás el nuevo obispo de Córdoba -le dijo el califa con rotundidad-. Lo he decidido.
–Pero…
–Nada de «peros». ¿No has dicho tú mismo que mi autoridad me ha sido conferida por Dios? En los Acta Pilati, que tú tradujiste y copiaste para mí, tu Señor Jesucristo decía al gobernador romano que «no hay autoridad que no venga de lo alto». Pues con esa autoridad te nombro obispo de Córdoba. Mandaré que vengan los de Mérida, Toledo y Sevilla para que te consagren cuanto antes.
Los mensajeros de palacio partieron velozmente hacia las sedes de las diócesis mozárabes portando las cartas que comunicaban la decisión del califa; y los prelados de Alándalus acudieron pronto a la llamada. Fue todo muy rápido. Antes de que finalizara la Pascua, el metropolitano de Sevilla, el anciano obispo Obadaila aben-Casim, recogió el voto del clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que fue favorable al candidato propuesto por el califa. Gracias a Dios, no hubo contendientes y el arzobispo pudo sancionar con su autoridad el voto y proponer la fecha de la consagración del elegido.
El Domingo de Pentecostés, con el templo de San Acisclo abarrotado de dignidades religiosas, nobles cordobeses, funcionarios reales y fieles, fue consagrado Asbag ben Abdallah ben Nabil, siguiendo las sobrias pero sustanciales líneas del ritual apostólico romano, y entre los hermosos y floridos cánticos ceremoniales del rito hispano-mozárabe.
Aben-Moavia el coraixita extendió la cédula de pergamino que servía para certificar la finalización de los estudios en la madraza de Córdoba, lo firmó con su larga rúbrica, la adornó con la fórmula ritual, que daba gracias al Todopoderoso y ensalzaba sus obras providentes, y estampó el sello con el cordón de color verde oliva. Después enrolló cuidadosamente el pergamino y, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos emocionados de Abuámir. Puso el documento en su mano y dijo:
–Bien. Esto no significa un final. Recuerda que hay que estudiar durante toda la vida. Un buen alfaquí no deja nunca de prepararse. Y bien…, ¿qué piensas hacer ahora? – preguntó a continuación-. Supongo que no te conformarás con administrar el almacén de un comerciante de paños. Tu familia cuenta con una saga de importantes magistrados…
–¡Oh, no! Lo que he hecho hasta ahora ha sido provisional. Intentaré abrirme camino en la administración.
–Bien, sé que lo lograrás -le aseguró el maestro-. Posees todo lo que un buen hombre de leyes necesita: manejas con habilidad las sutilezas de la retórica, sabes mover la voluntad de la gente y, algo muy importante en estos tiempos, gozas de una magnífica presencia.
–Gracias una vez más -dijo Abuámir.
–Pero… -prosiguió el coraixita-. Permíteme un consejo: no dejes que tu ánimo, de natural exaltado, y tu temperamento fogoso te traicionen. Templa, Abuámir, templa o te verás perdido…
–Lo tendré en cuenta -dijo Abuámir bajando la mirada.
Llevado por la euforia corrió hasta el almacén de tejidos, donde su jefe estaba atendiendo a unos clientes en el amplio zaguán que servía de muestrario y, llevándolo a un lugar aparte, desenrolló el documento y se lo leyó. El mercader de paños se derrumbó.
–Bueno. Ya sabía yo que esto llegaría algún día. Te felicito. Supongo… supongo que ahora te irás…
–Sí. He estado a gusto aquí; pero deseo algo más.
–Te comprendo. No es éste lugar para un alfaquí. En fin, haremos cuentas.
Hassún, el comerciante, extrajo un puñado de monedas de oro y se las entregó a Abuámir.
–¡Es mucho más de lo que merezco! – exclamó Abuámir.
–No, es justo lo que te corresponde -dijo Hassún-. Y, además, no me vendrá nada mal tener contento a un gran magistrado. Tú llegarás lejos. Me lo dice mi olfato de comerciante.
–Muchas gracias, Hassún. Puedes estar seguro de que no te olvidaré.
El mercader se subió a una escalerilla y descolgó algo de un tendedero próximo al techo. Extendió un trozo de tela sobre el mostrador y dijo:
–Es seda de Damasco, de la mejor. Supongo que tendrás a tu alcance alguna mujer hermosa a quien hacer un regalo… La bella viuda que reside en el palacio de Bayum está acostumbrada a la seda de calidad…
–Pero… ¿Cómo…? ¿Qué viuda? – balbució Abuámir con un hilo de voz.
–¡Vamos! No te hagas el tonto. Desde que te contraté se hizo dienta del almacén y no ha pasado ni una semana sin que aparezca por aquí.
–¿Por aquí? ¿Ella?
–Sí. Pero muy rebozada en velos. Aunque a nadie se le escapaba en qué dirección miraban sus ojos: el despacho donde tú hacías las cuentas. – Esperó a ver la reacción de Abuámir. Su mirada astuta lo escrutó-. ¡Eres un hombre afortunado! ¡Disfruta de ello ahora que puedes! le arengó palmeándole el hombro.
Para celebrar el final de sus estudios, Abuámir resolvió dedicarse todo aquel día a la diversión. Pero antes quiso ir a casa de su tío Aben-Bartal para comunicarle el feliz acontecimiento, sabiendo que se alegraría sinceramente.
Cuando el criado Fadil abrió la puerta se sorprendió al verle.
–¡Amo Abuámir! ¡Gracias a Dios que has venido! – exclamó-. Tu tío acaba de recibir una triste noticia -le advirtió en el zaguán-. Pero será mejor que él mismo te la comunique.
Cuando Abuámir pasó al interior, su tío se encontraba, como casi siempre, orando sobre su alfombra. Elevó los ojos hacia él y le dijo:
–Querido sobrino, ya he sabido que has terminado tus estudios felizmente y que así te has incorporado a la noble saga de jurisconsultos de la tribu de Temim. Tu maestro Aben-Moavia me lo comunicó ayer a la entrada de la mezquita. Es una noticia afortunada que honra a los nuestros. Pero, hace unos momentos, he recibido una carta que viene a ensombrecer este momento de dicha. Como recordarás, escribí a tu padre comunicándole el final de mi peregrinación y le alenté a que emprendiera él su viaje de fe a La Meca. Pues bien, acabo de saber que se puso en camino, pero también se me comunica que, cumplida la peregrinación y de regreso a casa, tu padre, el piadoso Abdallah ben Abiámir, murió en el camino, en Trípoli de Berbería. ¡Que Dios le acoja benignamente junto a nuestros antepasados! Así es la vida: el Todopoderoso da y toma cuando El quiere. ¡Dios sea loado!
Ese mismo día, Abuámir recogió lo indispensable y partió hacia Torrox, el señorío familiar, para unirse a los suyos y presentar sus respetos ante el túmulo funerario bajo el cual reposarían los restos de su padre, una vez que llegaran desde Berbería.
Las normas del protocolo califal obligaron a Alhaquen a vestirse con los ricos ropajes que correspondían al trono: la túnica adamascada de color carmesí; la sobreveste de lana negra, finamente tejida y bordada con doradas espigas; las babuchas de piel de gacela tachonadas de lentejuelas; y el enorme y complicado turbante a la manera persa, rematado con guirnaldas de diminutas y brillantes perlas. Visto desde lejos y con la magnificencia del trono, entre coloridos estucos y finos visillos, el monarca resultaba grandioso. Pero, cuando uno se acercaba, saltaba a la vista el poco agraciado físico de Alhaquen: tenía el pelo rubio rojizo, canoso ya, grandes ojos negros, nariz aguileña, piernas cortas y antebrazos demasiado largos, así como un perceptible prognatismo. Además, su frágil salud se delataba en su semblante. Todo lo contrario de lo que, según decían, había sido su padre Abderrahmen: hermoso, robusto y saludable casi hasta su extrema vejez. El anterior califa fue un hombre fogoso, enamoradizo y preso de sus pasiones; lo cual le llevó a prendarse constantemente de las doncellas que le traían desde todos los lugares del orbe, sin desdeñar a los efebos, que ocuparon también una buena parte de sus delirios amorosos. Todo el mundo conocía lo sucedido en la juventud de Abderrahmen, cuando persiguió incansablemente a Pelayo, un adolescente cristiano, y lo mató en un arrebato de celos cuando éste no quiso ceder a sus solicitudes. El cuerpo del muchacho fue trasladado a un monasterio del norte en olor de santidad. Además de ésta, se contaban múltiples historias acerca de las pasiones carnales del padre del actual califa.
Alhaquen, en cambio, dedicado preferentemente al cultivo de la mente, había descuidado los placeres del cuerpo. Por ahí se decía que no le interesaban las doncellas; pero tampoco los muchachos, apartándose en esto sensiblemente de la conducta de su padre. Sólo buscaba la compañía de juristas y de teólogos, al mismo tiempo que la de literatos y especialistas en ciencias. Mantuvo el harén en forma puramente testimonial y todo el mundo sabía que apenas lo visitaba. Por eso, cuando subió al trono, a la edad de cuarenta y seis años, no tenía hijos, lo cual era algo inaudito y enojoso para el porvenir de la dinastía.
Asbag compareció ante el califa obedeciendo la orden que había recibido aquella misma mañana. La sala de recepciones estaba vacía, una vez concluido el último turno de visitantes concedido por Alhaquen. El obispo avanzó siguiendo el camino marcado por una larga alfombra situada en el centro. Cuando llegó al final, el eunuco chambelán le anunció y tuvo que aguardar la respuesta del otro eunuco, situado detrás de los cortinajes. Se descorrió la espesa colgadura verde desplegada en primer término y Asbag pudo avanzar hasta el nivel siguiente. El eunuco volvió a anunciarle. Ahora fue la voz del califa la que sonó desde detrás de los visillos.
–Puedes pasar a mi presencia, obispo Asbag.
El obispo se inclinó cuanto pudo delante del trono.
–Está bien, está bien… Tenemos poco tiempo -le dijo Alhaquen poniéndose en pie-. Pasemos a un lugar más recogido.
Asbag le siguió por una galería contigua y llegaron a un! patio, en cuyo centro borbotaba una fuente delicadamente adornada con mosaicos de colores.
–Te he mandado llamar porque necesito que me prestes un servicio muy especial -dijo el califa.
–Sabéis que el taller está a vuestra disposición -respondió Asbag.
–No. No se trata de eso. El servicio que ahora necesito de ti no tiene nada que ver con los libros.
–Vos diréis entonces de qué se trata.
–Tengo cuarenta y siete años y, como sabrás, porque es de todos conocido, no tengo descendencia… Ni varones ni hembras. Es triste para un soberano no poder perpetuar su linaje…
–Dios puede bendeciros en cualquier momento con el don de los hijos -observó Asbag-. No tenéis una edad tan avanzada como para perder las esperanzas. Los cristianos somos hombres de una sola mujer, pero vosotros contáis con la posibilidad de probar con otras esposas…
–Ése es precisamente mi problema -confesó Alhaquen-. Que ni siquiera he probado una sola vez…
–¿Cómo? ¿Entonces vos no…? – preguntó Asbag sorprendido.
–No. Nunca. Muy poca gente sabe esto.
–Pero… tenéis mujeres y concubinas. Poseéis un serrallo, como todo príncipe.
–Sí. Un harén que formé para no desilusionar a mi padre y por pura obligación de mi rango. Pero soy incapaz de frecuentar a aquellas mujeres. Es tan sólo algo…, ¿cómo decirlo…?, decorativo; puramente ornamental.
–¡Ah, comprendo! Si sufrís una inversión en vuestras inclinaciones, podríais al menos intentarlo con la mujer… En la obscuridad de la alcoba un cuerpo es igual a otro…
–¡Oh, no! Tampoco se trata de eso. No siento ninguna preferencia especial por los efebos.
–Entonces perdonadme, príncipe, pero no lo comprendo. Sois un hombre aparentemente normal y… y supongo que dotado de…
–Sí, sí; eso lo tengo perfectamente en orden.
–Pues entonces no comprendo… Yo he sido consagrado por la Iglesia católica y romana; un hombre célibe como sabéis. Y, ya que habéis tenido la valentía de confesarme vuestro problema, he de confesaros a mi vez que la abstinencia es un gran sacrificio para mí… Y… y resulta que me decís que, siendo un príncipe musulmán, con todo un harén a vuestra disposición, y con multitud de siervas dispuestas a sentirse honradas por satisfacer el menor de vuestros caprichos, jamás habéis dado rienda suelta a vuestra naturaleza y habéis vivido siempre en perfecta continencia. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué extraño es este mundo! Cuántos sacerdotes y obispos tienen concubinas o visitan mancebías y padecen terribles sufrimientos a causa de las pasiones de la carne… Los misteriosos caminos del Señor son inescrutables… Vos, el Príncipe de los Creyentes, el dueño de medio mundo, casto y puro como un novicio del más recóndito y apartado cenobio. Pero, decidme, ¿no sentís la mordedura de la carne; el aguijón del deseo?
–En cierto modo sí, pero hay algo dentro de mí que rechaza el acto carnal -respondió Alhaquen.
–¿Lo deseáis pero sois incapaz de consumarlo?
–No lo sé; pues no lo he intentado.
–Pero tiene que haber alguna explicación -dijo el obispo con ansiedad.
–Sí. Es algo que viene de mi más tierna infancia. Ya sabes cómo era mi padre, el anterior califa, a ti no puedo ocultártelo, pues conoces bien los relatos que circulan acerca de sus muchos desvarios lujuriosos. Lo de aquel niño cristiano, ¿cómo se llamaba?…
–Pelayo, pobrecillo; el mártir Pelayo… -respondió Asbag bajando la vista.
–Bien, pues aquello es sólo una anécdota al lado de lo que contemplábamos en palacio cuando éramos niños. Mi padre perseguía constantemente a los efebos y doncellas, algunos… algunos de ellos tiernos infantes todavía…
–¡Qué espanto! – exclamó Asbag-. ¡Que Dios se apiade de su alma!
–Sí, era espantoso. Supongo que aquello me marcó. Es triste ver a un rey tan poderoso como él, en su ancianidad venerable, babeando detrás de cualquier criatura para satisfacer su lujuria. Algo asqueroso… ¡horrible! – El califa se apoyó en una de las columnas y sollozó durante un rato, ante el silencio comprensivo de Asbag-. Supongo que por eso mi alma se rebeló contra la naturaleza…
–Sí, es algo comprensible. Pero lo que no entiendo es por qué me contáis a mí todo esto. Soy un sacerdote cristiano y no un maestro de vuestra religión.
–Precisamente por eso. Tú mismo has dicho que eres un hombre célibe. Conozco perfectamente el porqué de vuestras exigencias religiosas, pues lo he leído en libros cristianos. Eres alguien adecuado para comprenderme. Las personas que me rodean andan constantemente preocupadas por que yo consiga cuanto antes esa anhelada descendencia y no me proporcionan el sosiego adecuado. Y además hay otra cosa en la que puedes ayudarme…
–Contad conmigo. ¿De qué se trata?
–Bien. Hay una mujer que me interesa -dijo Alhaquen con sigilo.
–¡Oh, eso es maravilloso! – exclamó Asbag-. Ese puede ser el comienzo de la solución de vuestro problema.
–Se trata de una mujer cristiana; una concubina navarra que me regaló el rey Ordoño para congratularse conmigo. ¿Comprendes?
–Comprendo. Os habéis enamorado de una cautiva a quien no queréis forzar a yacer con vos.
–Eso mismo. Desde siempre me comprometí a respetar las creencias y la moral particular de mis súbditos. Es algo de lo que me enorgullezco y que me llena profundamente de paz. Si irrumpiera violentamente en la vida de esa pobre joven, alejada de su hogar y de los suyos, jamás me lo perdonaría.
–Pero quizás esa joven consienta libre y voluntariamente…
–Pues precisamente por eso te he mandado llamar. Quiero que tú, obispo de cristianos, hables con ella y le expongas mis sinceras intenciones; pues cada vez que he intentado acercarme a ella la he visto aterrorizada. Es virgen y además no conoce nuestra lengua, pues se crió con los vascones; no comprende que mi intención es intimar con ella y luego… lo que Dios quiera…
–Estoy dispuesto a ayudaros en cuanto necesitéis -dijo el obispo con rotundidad-. Sé que sois un hombre bondadoso y piadoso en vuestra fe. Estoy seguro de que Dios no va a oponerse a este deseo sincero de vuestro corazón.
–Sabía que me comprenderías, querido amigo -dijo el califa con lágrimas en los ojos-. Daré orden inmediatamente a los eunucos de que te conduzcan al harén. Y, por favor, no fuerces las cosas; que sea la naturalidad lo que presida todo este asunto.
Asbag fue conducido al interior del palacio, a la zona más íntima, donde se encontraba el harén. Aquélla fue la primera vez que vio a los hombres de confianza del califa, los eunucos eslavos al-Nizami y Chawdar, dos extraños personajes en cuyas manos estaban todos los asuntos privados del soberano desde que éste era tan sólo un joven príncipe. El obispo se encontró con el primero de ellos, al-Nizami, en un estrecho pasillo que conducía a las dependencias reales. Era un hombretón alto y grueso de endiablados ojos grises y grandes manos, que se encargaba del gobierno de los múltiples negocios de Zahra, ya desde los tiempos de Abderrahmen. Saltaba a la vista que era un hombre de aguda inteligencia cuyo poder había crecido a medida que se había ganado la confianza de ambos monarcas. Miró a Asbag de arriba abajo y le interrogó con preguntas cargadas de suspicacia, mientras le conducía hacia el patio principal del harén.
–De manera que mi señor te envía para que hables con la concubina vascona, ¿no es así?
–Así es -respondió Asbag.
–De cosas de su religión, supongo…
Asbag, confuso, permaneció en silencio.
–¡Oh! No temas. A mí puedes hablarme con franqueza; entre Alhaquen y yo no hay secretos. Yo cuido de los asuntos de esta casa; manejo su fortuna, sus mujeres, sus criados… Sé perfectamente quién eres, obispo de cristianos; el rey me ha hablado de ti con frecuencia. No debes sentir recelos hacia mi persona. ¿Conocías tú ya a la vascona?
–No -respondió Asbag-. Es la primera vez que voy a verla.
–Hummm… -murmuró el eunuco-. Es una mujer muy hermosa… Pero muy obcecada…, muy obcecada. Supongo que, al ser cristiana, mi señor querrá que le ayudes a hacerla entrar en razón. ¿No es así?
–Bueno… Se trata de algo privado -respondió el obispo sin salir de su confusión.
–Oh, bien. Veo que sigues sin confiar en mí…
Por fin, llegaron al patio principal. Era un lugar espacioso y singularmente hermoso, cubierto en todos sus lados por floridas enredaderas, buganvillas y geranios, con una alegre fuente en el centro, donde revoloteaban blancas palomas y coloridos pajarillos. El denso aroma de las perfumadas flores lo llenaba todo.
–Puedes aguardar aquí -dijo al-Nizami.
Al cabo de un rato el eunuco regresó, seguido de Chawdar y de la princesa vascona, que venía cubierta de unos velos que no permitían adivinar la forma de su cuerpo. El otro eunuco parecía la antítesis física de su compañero: pequeño, delgado y sonriente; cincuentón, algo mayor que al-Nizami; y con una blanca y afilada barbita de chivo. Era el halconero real.
–¡Ah, el obispo! – exclamó al ver a Asbag-. Supusimos que sería un anciano venerable; pero… si nuestro amo y señor se ha confiado a ti, a pesar de que aún eres joven, debe de ser por tu sabiduría…
–Bien. ¡Ocupémonos del asunto que nos trae aquí! – exclamó al-Nizami interrumpiendo a su compañero-. Aquí tienes a la concubina Aurora, puedes despachar con ella.
La muchacha avanzó desde detrás de los eunucos. Asbag pudo ver sus profundos ojos verdes asomando por entre las sedas.
–Soy Asbag, obispo de los cristianos de Córdoba -le dijo.
Aurora se acercó, besó el pectoral del obispo y se arrodilló.
–Levántate, hija -le pidió Asbag-. ¿Cómo te encuentras?
–Como una esclava -respondió ella tímidamente.
–¡Como una reina! – exclamó el eunuco Chawdar.
–Por favor, ¿podríais dejarnos un momento a solas? – pidió el obispo.
–Un momento a solas, un momento a solas… ¿Para qué? – protestó al-Nizami.
–Lo que tengo que decirle es algo exclusivamente privado -respondió Asbag.
Los eunucos se marcharon a regañadientes y, por fin, la joven y el obispo pudieron estar solos.
–Puedes confiar en mí -le dijo Asbag-. He venido con la única intención de confortarte. Y, si lo deseas, puedes descubrirte el rostro. Es más fácil para mí hablar cara a cara.
La joven dejó caer los velos. Asbag se maravilló. Aurora era extremadamente hermosa; de cabellos suaves y dorados, de labios finos y mejillas sonrosadas. Sus rasgos eran delicados y su cuello esbelto. El obispo jamás había contemplado una mujer así y creyó estar delante de un ángel. «¡Dios mío! Ahora comprendo al príncipe», pensó.
–Bien, hija mía; ahora puedes contarme tu historia -le dijo-. Te sentirás aliviada.
Aurora rompió en un desconsolado llanto que enterneció al obispo.
–Bueno, bueno… Hija mía; desahógate. Es bueno llorar.
–Soy de un pueblo de vascones, de las montañas -dijo al fin ella, algo más tranquila-. Mi padre era uno de los condes que no quisieron someterse al rey Ordoño de los navarros y buscó alianza con los señores francos. Pero fuimos traicionados. Nuestras tierras fueron invadidas, el castillo destruido, mi padre muerto… y… yo y mis hermanas traídas a tierras de moros… -La joven volvió a sollozar.
–Bueno, Aurora, querida, pero aquí no has sido maltratada y tu virginidad está intacta ¿No es así?
–Sí. ¡Gracias a Dios! Ordoño pensó que mi persona sería un buen presente para el rey de los moros y nadie se atrevió a tocarme. Aquí el califa me ha visitado varias veces y me ha traído obsequios y dulces; pero jamás me ha puesto la mano encima.
–¡Bendito sea Dios! Alhaquen es un hombre bondadoso.
–Sí, pero es un moro y, además, mi dueño -dijo ella con semblante atemorizado-. Puede hacer conmigo lo que desee.
–¡Oh! Eso no debe asustarte. El califa es un hombre muy culto y refinado, incapaz de hacer daño a nadie. Por eso me ha enviado aquí; precisamente para asegurarse de que te encuentras bien. ¿Es acaso tu vida difícil en este lugar?
–En cuestión de comida y vestido no me falta nada; y el harén es confortable.
–¿Y las otras mujeres, se portan bien contigo?
–Como el califa no se acuesta con ninguna no hay celos ni envidias. Hasta ahora no puedo quejarme.
–Entonces, confórmate y resígnate cristianamente. Al fin y al cabo eres una princesa, la hija de un jefe importante del norte, cuyo matrimonio habría sido sin duda concertado con algún caballero desconocido, para cerrar algún pacto… Al final habrías terminado en cualquier castillo francés, astur, leonés o navarro. La vida no es sencilla hoy día para nadie.
–Sí, en eso tenéis razón -admitió ella serenándose.
–Alhaquen es un hombre solo y débil en el fondo. Su posición no debe abrumarte. Créeme, hoy mismo he hablado con él y he sabido de su propia boca que su vida no fue fácil a causa de los desmanes de su padre, el anterior califa. En el fondo está falto de amor y de consuelo. ¿Crees que si fuera cruel habría respetado de esta manera a los cientos de mujeres que hay ahí dentro? Él no va a pedirte nada que pueda dañarte. Tan sólo… tan sólo que… -era difícil para Asbag llegar a tratar aquel punto- que llegues a conocerle y, con el tiempo, intentar darle un hijo. Es lo que más desea en este momento.
Aurora escuchaba al obispo atentamente, con los verdes ojos muy abiertos y los labios separados, dejando ver sus blanquísimos y perfectos dientecitos. Se secó las lágrimas y adoptó un ademán de aquiescencia.
–¿Creéis que Dios me pide eso? – preguntó al obispo.
–Hummm… Es difícil saber eso con certeza. Pero, en todo caso, ha de consolarte saber que Dios nos pide siempre que luchemos por salir adelante. Creo que si aceptas esta tarea podrás hacer un gran bien. Alhaquen ha sido siempre respetuoso con los cristianos. Yo mismo, un obispo, me cuento entre sus amigos. Si le das ese hijo tal vez mejore la causa de la cristiandad. ¿Y quién sabe si eso es obra de la Providencia?
–Está bien -asintió ella-. Desde mi infancia me enseñaron a aceptar que un día tendría que entregarme a un hombre para ser su esposa y servir a los destinos de mi pueblo. Nunca pensé que sería en una tierra tan lejana y tan distinta, pero creo que ese día ha llegado. Conoceré a fondo a Alhaquen y, si es tan honesto y bondadoso como decís, le daré el hijo que tanto desea.
–¡Dios te bendiga, hija mía! – exclamó Asbag-. Aquí me tendrás para lo que desees. Perdiste a tu padre un día; hoy Dios te pone en mis manos.
La muchacha se apoyó dulcemente en el pecho del obispo y éste la abrazó y la besó con ternura en la frente.
Al día siguiente Asbag volvió al harén, esta vez acompañado por el califa. Sirvió de intérprete entre éste y Aurora, y vio cómo entre ambos iba naciendo la amistad. En días sucesivos se repitieron los encuentros. Había bromas y juegos. Aurora empezó a sonreír sinceramente. Todo pareció entonces mucho más sencillo que en un principio.
Con el tiempo, Alhaquen y Aurora se hicieron amigos de verdad. No podía decirse que hubiera entre ambos un enamoramiento y menos aún una pasión; pero compartían aficiones y se divertían juntos. Entonces la vascona se convirtió por fin en la favorita real, adoptando el nombre de Subh Walad, según una moda bagdadí, por la que los soberanos cambiaban el nombre de sus mujeres.
Asbag se sintió satisfecho por haber podido servir a Alhaquen en este asunto. Y, cuando vio que ya no era necesaria su intervención, decidió retirarse prudentemente.
Al fin llegó el momento adecuado para emprender su ansiada peregrinación a Santiago de Compostela. Comprobando la calma que reinaba entonces en la comunidad de mozárabes y que muchos de los problemas habían sido solucionados, decidió ponerse en camino lo antes posible. Nuevamente reunió a los fieles y les expuso su decisión. Envió cartas y solicitó intenciones y rogativas. Realizó los preparativos y fijó definitivamente la fecha: la partida tendría lugar el 8 de abril del año siguiente, coincidiendo nuevamente con el Domingo de Resurrección y con el mes de safar de los musulmanes; una fecha inmejorable. Apenas le quedaban diez meses, el tiempo justo para dejarlo todo en orden.
Abuámir hizo el camino hacia Torrox lo más rápidamente que pudo, sin detenerse siquiera en Málaga, donde tenía parientes. Al llegar a la costa enfiló de noche los senderos que la bordeaban, aprovechando la quietud serena y cálida y la luz de una brillante luna llena. Acompañado por otros viajeros, cubrió el trayecto en silencio, para evitar despertar la atención de los feroces piratas berberiscos que con frecuencia se refugiaban en los acantilados, esperando la oportunidad para cometer sus fechorías.
Mientras caminaban, sus pasos quedaban amortiguados por el bronco y pausado rugido de las olas que rompían sobre las hileras de guijarros de la orilla.
En la tenue luz de la madrugada, Abuámir supo que estaba ya cerca de casa al aspirar el aroma de mil flores, entre las que destacaban los dulces azahares tan familiares, y el cálido vaho de las salinas, grabados en su memoria desde la infancia. El sol de la mañana apareció luego entre las montañas de Iliberis, inmensas, en cuyas pardas laderas brillaban los verdes bancales repletos de frutales y olivares. Y, por fin, el pequeño castillo de sus antepasados, rodeado de apretujadas hileras de casas colgadas en la vertical.
Pasaron junto a las cabañas de pescadores, sortearon la infinidad de huertos, atravesaron los innumerables puentecilios que salvaban las canalizaciones y emprendieron el serpenteante camino de ascenso que, como única posibilidad, discurría entre la hostil maraña de pitas y arbustos espinosos que protegían la pendiente.
Un poco más arriba, cerca ya de las murallas, los rebaños de cabras pacían entre las peñas. Al ver a los pastores, Abuámir cayó en la cuenta de que casi nadie le reconocería ahora, pasados ya siete años desde que dejó Torrox cuando apenas era un muchacho imberbe.
La puerta principal del pueblo permanecía abierta. Era día de mercado y los comerciantes se agolpaban frente al puesto de guardia para pagar el impuesto. Abuámir se abrió paso entre ellos y se identificó ante el oficial:
–Mohámed Abuámir, el hijo del señor Abdallah.
Los guardias y los mercaderes, al escuchar aquel nombre, se inclinaron en una respetuosa reverencia.
Hacía tiempo que los Beni-Abiámir no vivían en el castillo, sino en una confortable casa solariega del centro del pueblo. Era un caserón al viejo estilo; sin ventanas al exterior y con varios patios de puertas adentro, con viviendas para los criados, cuadras, caballerizas, gallineros y palomares; todo ello construido en distintos niveles para adaptarse al terreno irregular sobre el que se asentaba Torrox. Abuámir se dio cuenta de que nada había cambiado en aquel tiempo: las macetas alineadas en las paredes, las jaulas de los pájaros colgadas de sus alcayatas, los machos de perdiz contestándose, las palomas revoloteando sobre los tejados… Cada cosa en su sitio y en cada rincón la sensación del tiempo detenido.
Recorrió solo cada una de las estancias principales y fue avanzando hacia el interior, buscando el núcleo íntimo del hogar, donde las mujeres pasaban la vida entretenidas en sus ocupaciones y cuidando de los niños.
Junto al pozo se encontró con una joven que sacaba agua de espaldas a él. Ella sintió su presencia y se volvió de repente; se sobresaltó al ver el rostro de un extraño. Ambos se miraron frente a frente durante un rato. Abuámir se fijó en los ojos de la joven, negros y profundos, en sus cejas obscuras y alargadas, en el color de su piel… No cabía duda; era alguien de la familia. Le sonrió; pero ella aún dudó durante un instante.
–Soy Mohámed -dijo él-, Mohámed Abuámir.
A la joven se le iluminó el rostro.
–¡Mohámed! – exclamó. Soltó el cántaro y corrió hacia él-. ¡Mi hermano Mohámed!
–¡Datara! – gritó Abuámir-. ¡Tú eres Dahira! ¡Mi hermana Dahira!
En total eran siete hermanos: cuatro hembras y tres varones. Abuámir era el primer varón, pero la primogénita era una hermana que se había casado hacía tiempo con un señor malagueño. Dahira era la tercera, y detrás de ella iban dos varones y dos hembras más. Según este orden, a Abuámir le correspondía la titularidad del señorío, ahora que su padre había muerto. Pero tema la impresión de que el hasta entonces señor de Torrox iba a aparecer en cualquier momento por alguna de las puertas traseras, acompañado de sus perros de caza y sus halcones.
Su padre había sido un hombre esencialmente justo, conciliador en los conflictos territoriales y reconocido indiscutiblemente como juez en los pleitos que se suscitaban en las serranías cercanas a la costa. Un hombre omnipresente, pendiente de todo, agobiante a veces. Uno de esos líderes que se consideran llamados por Dios para poner paz en los asuntos de los hombres; lo cual le llevaba a interesarse hasta por las cuestiones más nimias. Jamás delegaba en nadie.
Al pasar por los jardines, Abuámir vio los halcones en las alcándaras y los lebreles amarrados; todo dispuesto, en orden, y como esperando a su amo.
Dahira había corrido hacia las cocinas y había gritado a voz en cuello la noticia. Los criados habían dejado sus ocupaciones y un cierto alboroto turbó aquel sagrado y austero silencio. El jardín se llenó de hortelanos, de cabreros, de criadas alborotadas y de niños curiosos. Finalmente, llegó el resto de sus hermanos junto con su madre, que se abalanzó hacia él para cubrirle de besos.
–¡Oh, Mohámed! – le decía-. Eres un hombre. ¡Se fue un niño y ha regresado un hombre!
Comieron todos juntos en el jardín, bajo la gigantesca palmera, como le gustaba a su padre en la primavera. Abuámir les habló de Córdoba, de la corte, de la gran mezquita… Les enseñó el pergamino que atestiguaba la feliz conclusión de sus estudios.
–¡Hijo mío, qué alegría! – exclamó su madre-. Serás un juez como tu padre; un gran magistrado, justo y amado por todos, en las sierras y entre los pescadores; como él…
Permanecieron un rato en silencio. Luego hubo lágrimas.
–¿Cómo fue? – preguntó Abuámir-. ¿Cómo murió padre?
–Le dije que no fuera -respondió la madre-. Se lo dije mil veces… Todos se lo dijimos. Pero, ya sabes, era muy obstinado. Se empeñó en hacer la peregrinación porque se veía ya viejo y creía llegado el momento. Intentamos convencerle. Que si es un viaje cansado para un hombre de su edad, que si muchos se quedan en el intento… Pero no atendía a razones… Ya sabes cuan obstinado era… ¡Viejo terco! Podría haber tenido una vejez feliz; entre los suyos, rodeado del cariño y la admiración de todos…
–Bien, madre -la interrumpió Abuámir-; no le des más vueltas a eso. Lo que Dios quiere sucede, lo que El no quiere no sucede. Mi padre era un hombre piadoso, habría sido un orgullo para él culminar sus días haciendo la peregrinación.
–Sí, hijo, tienes razón. Pero se lo dijimos tantas veces…
–Y bien, ¿dónde murió?
–Fue al regreso -respondió su hermano Yahya-. En pleno camino se sintió sin fuerzas y cuando consiguieron llegar a Trípoli de Berbería era ya un cadáver.
–¿Dónde lo habéis enterrado?
–Trajeron su cuerpo en una caja sellada, conservado en sal y mixturas, como saben hacer algunos sepultureros de África. Aún lo tenemos sin enterrar, en la mezquita del castillo. Esperábamos a que tú vinieras.
–Bien. Vayamos allí -dijo Abuámir poniéndose en pie-. Quiero verlo.
Toda la familia, con los parientes llegados de fuera, los criados y los esclavos de confianza, emprendieron la subida al castillo. La mezquitilla de adobe encalado estaba en el centro del patio de armas. En la puerta, un viejo jeque leía el Corán; durante días se habían turnado varios hombres santos para velar el cadáver. Abrieron la puerta. El féretro se hallaba en el medio, orientado a la quibla y cubierto por un amplio paño de seda verde.
Un par de criados se adelantaron y retiraron el paño; introdujeron sendas gubias en las ranuras de la tapa y comenzaron a levantarla.
–¡Un momento! – les detuvo Abuámir. Miró a su madre, que sumida en el dolor se apoyaba en dos de sus hermanas-. Madre, deberías salir para no presenciar esto -le dijo-. Si es padre el que está ahí dentro, bastará con que yo lo atestigüe.
–¿Tan débil me crees? – protestó ella-. He esperado todo este tiempo a que llegaras para venir a verle contigo, por última vez… ¡Vamos, abrid ya esa caja!
Los criados obedecieron. Bajo la tapa apareció un blanco manto de sal. Con cuidado, fueron retirándola a puñados y depositándola a un lado. Al fin asomó la nariz de Abdallah; aquella nariz afilada y recta, inconfundible. Después los pómulos, acartonados y pegados a los huesos; los párpados secos, la barba crecida, lacia y blanca; el cuello tieso y cubierto de vello hirsuto; las manos sarnosas cruzadas sobre el pecho… y el anillo de Abdalmelic, el antepasado árabe que desembarcó un día en Hispania.
Envolvieron el cuerpo en un sudario blanco y lo llevaron en procesión hasta el viejo cementerio de la ladera de poniente, desde donde se divisaba el mar. Lo depositaron en un hoyo cavado en la tierra junto a las lápidas de su padre y de su abuelo; y, una vez cubierto, Abuámir derramó sobre la tumba un puñado de arena del camino santo de La Meca.
El hombre santo habló entonces:
–Aquí has terminado tu peregrinación y tu testimonio, Abdallah ben Abiámir; que el Misericordioso te aloje en el paraíso que tiene reservado para los que le son fieles.