IX

ILUSIONES

Fluyen, fluyen olas odiosas,

infaustas, adoradas,

las olas de la mutación:

no hay anclaje.

No lo son el sueño ni la muerte;

vive quien parece morir.

La casa donde nacisteis,

amigos de vuestra primavera,

el viejo y la doncella,

el afán del día y su galardón,

se desvanecen todos,

huyen a las fábulas,

no pueden amarrarse.

Mirad por ellos las estrellas,

por los traicioneros mármoles.

Sabedlo, aquellas estrellas,

las estrellas eternas,

también son fugitivas,

y emulan, abovedadas,

el fulgurante relámpago

y el vuelo de la luciérnaga.

Cuando regreséis,

en la circulación de la ola,

contemplando la luz tenue,

la disipación salvaje,

y, ya sin el esfuerzo

de cambiar y fluir,

el gas se torne sólido.

y los fantasmas y la nada

vuelvan a ser cosas,

y un embrollo interminable

sean la ley y el mundo,

entonces sabréis

que en la rauda confusión,

a lomos de Proteo,

cabalgáis hacia el poder

y la perduración.

Hace algunos años, en compañía de un agradable grupo, pasé un largo día de verano explorando la cueva de Mammoth en Kentucky. Por espaciosas galerías que proporcionaban un sólido cimiento de manipostería a la ciudad y el condado, atravesamos las seis u ocho negras millas desde la entrada de la caverna hasta los más profundos recesos que visitan los turistas: un nicho o gruta formada por una sola estalactita, llamada, según creo, el Cenador de Serena. Perdí la luz de un día. Vi altas cúpulas y pozos insondables; oí la voz de cataratas invisibles; remé tres cuartos de milla por el profundo río Eco, cuyas aguas están pobladas de peces ciegos; crucé las corrientes del «Leteo» y la «Estigia»; llené de música y disparos los ecos de las inquietantes galerías; contemplé todo tipo de estalagmitas y estalactitas en las esculpidas y desgastadas cámaras; carámbanos, flores de azahar, acantos, vides y mundillos. Disparamos luces de bengala en las bóvedas y aristas de las espáticas catedrales y examinamos las obras maestras que los cuatro ingenieros combinados, el agua, la caliza, la gravitación y el tiempo pudieron forjar en la oscuridad.

Los misterios y el escenario de la cueva tenían la misma dignidad que pertenece a todos los objetos naturales y que avergüenza a las hermosas cosas con las que fatuamente los comparamos. Observé en especial el hábito mimético con el que la naturaleza, sobre instrumentos nuevos, tararea sus viejas melodías, haciendo que la noche imite al día y la química remede la vegetación. Entonces advertí, y aún recuerdo bien, que lo mejor que la cueva tenía que ofrecer era una ilusión. Al llegar a la llamada «Cámara de la Estrella», el guía nos retiró las linternas y, una vez apagadas u ocultas, al mirar hacia arriba vi o me pareció ver el cielo nocturno colmado de estrellas brillantes en diverso grado sobre nosotros y lo que parecía ser un cometa resplandeciente entre ellas. El grupo fue presa de asombro y placer. Los músicos amigos cantaron con gran sentimiento una bella canción, «Hay estrellas en el cielo despejado», etcétera, y yo me senté en el suelo rocoso para disfrutar de la serena estampa. Ciertas partículas de cristal en el alto techo negro que reflejaban la luz de una linterna semioculta producían ese magnífico efecto.

Reconozco que no me gustó tanto la cueva al escatimar sus rasgos sublimes con este efecto teatral; pero he tenido experiencias similares, antes y después de aquello, y debemos estar contentos de mostrarnos agradecidos sin analizar con demasiada curiosidad tales ocasiones. Las nubes, las glorias del amanecer y atardecer, el arco iris y las luces del norte no son tan esféricos como creíamos cuando éramos niños, y el papel que nuestra organización desempeña en ello es demasiado grande. Los sentidos interfieren por doquier y mezclan su propia estructura con cuanto registran. Una vez creímos que la tierra era plana y estática. Al admirar la puesta de sol, no deducimos el poder circular, coordinador y pictórico del ojo.

La misma inferencia de nuestra organización crea la mayor parte de nuestro placer y dolor. El primer error es la creencia de que la circunstancia confiere el goce que nosotros conferimos a la circunstancia. La vida es un éxtasis. La vida es dulce como el óxido nitroso; el pescador que pesca todo el día en el frío estanque, el guardagujas en la intersección de las vías, el granjero en el campo, el negro en el arrozal, el mequetrefe en la calle, el cazador en el bosque, el abogado con el jurado, la bella en el baile, todos adscriben a su ocupación el placer que ellos mismos le otorgan. La salud y el apetito imparten dulzura al azúcar, el pan y la carne. Nos imaginamos que nuestra civilización ha llegado lejos, pero aún volvemos a nuestras cartillas.

Vivimos por nuestra imaginación, nuestra admiración y nuestros sentimientos. Al niño que camina entre montones de ilusiones no le gusta que le molesten. ¡Cuán grata es para el muchacho su fantasía! ¡En qué héroe se convierte cuando se nutre de sus héroes! ¡Qué gran deuda tiene con sus libros imaginativos! No tiene un amigo o influencia mejor que Scott, Shakespeare, Plutarco y Homero. El hombre vive con otros objetos, pero ¿quién se atreverá a afirmar que son más reales? Incluso la prosa de la calle está llena de refracciones. En la vida del concejal más sombrío, la fantasía entra en los detalles y los colorea con un matiz rosado. Imita el aspecto y las acciones de la gente a la que admira y se eleva a sus propios ojos. Paga antes una deuda al hombre rico que al pobre. Desea el saludo y el cumplido de un líder del Estado o la sociedad; sopesa lo que dice; tal vez por ello nunca está cerca de sí mismo, pero, al cabo, muere satisfecho por el entretenimiento de sus ojos y su fantasía.

El mundo gira, el estrépito de la vida nunca calla. En Londres, en París, en Boston, en San Francisco, el carnaval y la mascarada están en su apogeo. Nadie se quita el disfraz. Sería una impertinencia interrumpir las unidades, las ficciones de la obra. El capítulo de la fascinación es muy largo. Se pinta a lo grande; no, Dios es el pintor, y acusamos con motivo al crítico que destruye demasiadas ilusiones. La sociedad no ama a quienes la desenmascaran. Con ingenio, si bien con cierta amargura, dijo D’Alembert qu’un état de vapeur était un état très fâcheux, parce qu’il nous faisait voir les choses comme elles sont. Los hombres son víctimas de la ilusión en todas las etapas de la vida. Niños, jóvenes, adultos, ancianos, todos se dejan llevar por una u otra baratija. Yoganidra, la diosa de la ilusión, Proteo o Momus, o la alucinación de Gylfi —porque el poder tiene muchos nombres— son más fuertes que los titanes, más fuertes que Apolo. Pocos han sorprendido a los dioses o descubierto su secreto. La vida es una sucesión de lecciones que deben ser vividas para ser comprendidas. Todo es un acertijo y la clave de un acertijo es otro acertijo. Hay tantas almohadas de ilusión como copos en una tormenta de nieve. Despertamos de un sueño en otro sueño. Los juguetes son variados, sin duda, y están graduados en refinamiento según la cualidad del engaño. El intelectual requiere un hermoso cebo; a los borrachos se los entretiene fácilmente. Todo el mundo está drogado con su propio frenesí y el desfile marcha a todas horas, con música, banderas e insignias.

En medio de la gozosa tropa que cede al alboroto, de vez en cuando aparece un muchacho de triste mirada, cuyos ojos carecen de las refracciones precisas para investir al espectáculo de su debida gloria, y que padece la tendencia a revertir la brillante miscelánea de frutos y flores a una raíz. La ciencia es una búsqueda de la identidad y el antojo científico acecha en cada esquina. En la feria estatal, un amigo mío se quejaba de que todas las peras de fantasía de nuestros huertos parecían haber sido seleccionadas por alguien que tuviera la manía de cierto tipo de pera y de cultivar la que tuviera aquel aroma; eran todas iguales. Recuerdo el disgusto de otro joven con los confiteros porque, cuando hubo elegido los mejores confites de la tienda, en toda aquella variedad de caramelos sólo pudo hallar tres sabores, o dos. ¿Y entonces? Las peras y los pasteles son buenos por algo y si alguien, por desgracia, tiene una vista u olfato demasiado agudo, ¿por qué ha de echar a perder el consuelo que suponen para los demás? Conocí a un humorista que durante un largo viaje tuvo una o dos ocurrencias. Impresionó a los compañeros afirmando que los atributos de Dios eran dos: el poder y la risibilidad, y que el deber de todo hombre piadoso era preservar la comedia. También he conocido a caballeros con grandes intereses en la comunidad, pero con una simpatía heladora —rectores de universidad, gobernadores y senadores—, decididos a apoyar las campañas de abstinencia y a colaborar con las sociedades bíblicas, las misiones y los pacificadores, y a gritar al buen perro: ¡Chitón! No debemos llevar la cortesía demasiado lejos, pero todos tenemos impulsos afables en esa dirección. Cuando los chicos piden permiso para entrar en mi jardín y recoger las castañas, admito que entro en el juego de la naturaleza y finjo darles permiso con reluctancia, con el temor de que al instante descubran la impostura de la chanza. Esta ternura es innecesaria; los encantamientos están muy arraigados y recubren su joven vida. Desnuda y lúgubre hasta las lágrimas resultaba la suerte de los niños en un cuchitril que vi ayer; sin embargo, no dejaban de rodearlo de un adornado romance, como hijos de la fortuna más feliz, y hablaban de «la querida casa donde habían pasado tantas horas gozosas». Este recubrimiento de cuchitriles es la costumbre del campo. Las mujeres, más que nadie, son el elemento y el reino de la ilusión. Fascinadas, fascinan. Ven a través de lentes coloreadas. ¿Quién se atrevería, si pudiera, a desplumar las coulisses, los efectos escénicos y las ceremonias por las que viven? Demasiado patética, demasiado digna de lástima es la religión del afecto y su atmósfera está siempre sujeta al mirage.

No hemos de ser culpados en exceso por nuestros malos matrimonios. Vivimos entre alucinaciones y esa trampa especial se ha puesto para trabarnos los pies y todos nos trabamos antes o después. Pero la poderosa madre que ha sido tan traviesa con nosotros, como si sintiera que nos debía cierta indemnización, insinúa en la caja de Pandora del matrimonio ciertos serios y notables beneficios y grandes alegrías. Hallamos deleite en la belleza y felicidad de los niños, con la que no nos cabe el corazón en el cuerpo. En los vínculos peor provistos hay siempre cierta mezcla del auténtico matrimonio. El irlandés y su mujerzuela mantenían cierta relación de mutuo respeto y afable observación y, al cuidarse el uno al otro, aprendían algo y se habrían llevado mejor si hubieran tenido que empezar de nuevo.

Nos agrada señalar a este o aquel loco privilegiado, como si hubiera excepciones. No lo es el escolar en su biblioteca. Yo, que toda mi vida he oído numerosos discursos y debates, leído poemas y libros, conversado con muchos genios, aún soy víctima de cualquier página nueva, y si Marmaduke, o Hugo, o Moosehead u otro inventan un nuevo estilo o mitología, me figuro que el mundo será valiente y justo si se viste con los colores en los que no había pensado. Al mismo tiempo yo me untaré con la nueva pintura, pero no durará. Es como el pegamento que el buhonero vende a domicilio; repara con él la cerámica rota, pero no podréis comprarle una porción que aguante cuando se haya ido.

Los hombres que se hacen notar en el mundo se aprovechan de cieno hado en su constitución que saben cómo usar, pero nunca nos interesan especialmente a menos que levanten la esquina de la cortina o traicionen de manera insignificante su penetración de lo que hay tras ella. El encanto de los hombres prácticos consiste en que fuera de su condición práctica hay cierta poesía y juego, como si llevaran de la rienda al buen caballo del poder y prefirieran caminar, aunque pueden cabalgar salvajemente. Bonaparte era intelectual, como César, y los mejores soldados, capitanes de barco y conductores muestran gentileza cuando están fuera de servicio. Si se admite amablemente que hay ilusiones, ¿quién dirá que no son cosa suya? Estigmatizamos a los tipos férreos que no pueden separarse de sí mismos como «poseídos por el dragón» o «golpeados por el rayo», y a los locos del hado, al margen de los poderes de que estén dotados.

Como nuestra enseñanza avanza por emblemas y relaciones indirectas, está bien saber que hay en ella un método, una escala fija y una jerarquía en los fantasmas. Empezamos desde abajo con burdas máscaras y nos elevamos con las más bellas y sutiles. Colón dijo que los hombres de piel roja «conocían una hierba que curaba la fatiga», pero juzgó la ilusión de «llegar desde el Este a las Indias» más tranquilizadora para su noble espíritu que cualquier tabaco. ¿No es nuestra fe en la impenetrabilidad de la materia más sedante que los narcóticos? Jugáis con muñecos de paja, bolas, arcos, caballos y pistolas, Estados y políticas, pero hay juegos más excelentes ante vosotros. ¿No es el tiempo un bonito juguete? La vida os mostrará máscaras dignas de todos vuestros carnavales. La lejana montaña debe venir a vosotros. El sutil polvo de estrellas y la mancha nebulosa de Orión, «el portentoso año de Mizar y Alcor» deben descender y familiarizarse con vuestro pensamiento. ¿Qué ocurrirá si averiguáis que el juego y el terreno de juego de esta pomposa historia son radiaciones de vosotros mismos y que el sol toma prestados sus rayos? ¡Qué terribles preguntas estamos aprendiendo a plantear! Los primeros hombres creían en la magia, por la que templos, ciudades y hombres eran tragados sin dejar traza. Nos acercamos al secreto de una magia que barre de la mente de los hombres todo vestigio de teísmo y las creencias que ellos y sus padres sostuvieron y con que se formaron.

Hay decepciones de los sentidos, decepciones de las pasiones, y las ilusiones estructurales, beneficiosas, del sentimiento y de la inteligencia. Existe la ilusión del amor, que atribuye a la persona amada cuanto esa persona comparte con la familia, sexo, edad o condición, no, con el espíritu humano mismo. Todo esto es lo que ama el amante, y Anna Matilda lo acredita. Si alguien hubiera estado encerrado siempre en una torre, con una ventana a través de la cual viera la faz del cielo y la tierra, se figuraría que todas las maravillas que contemplara pertenecían a la ventana. Existe la ilusión del tiempo, que es muy profunda. ¿Quién ha dispuesto de ella o llegado a la convicción de que lo que parece la sucesión del pensamiento es sólo la distribución de conjuntos en series causales? La inteligencia ve que cada átomo lleva el conjunto de la naturaleza; cómo nos abrimos a la omnipotencia: que, en los interminables esfuerzos y ascensos, la metamorfosis es completa, de modo que el alma no se conoce en su propio acto cuando ha acabado. Existe la ilusión que engañará incluso al elegido. Existe la ilusión que engañará incluso al hacedor del milagro. Aunque él hace su cuerpo, niega que lo haga. Aunque el mundo existe por el pensamiento, el pensamiento se desanima en presencia del mundo. Uno tras otro aceptamos las leyes mentales, resistiéndonos a aquellas eme siguen y que, sin embargo, deben ser aceptadas. Pero todas nuestras concesiones sólo nos obligan a una nueva profusión. ¿De qué sirve que la ciencia haya llegado a tratar el espacio y el tiempo como simples formas del pensamiento, y el mundo material como hipotético, y que además nuestra pretensión de propiedad y aun de identidad se desvanezca con el resto, si al cabo incluso nuestros pensamientos no son finalidades, sino que el flujo incesante y la ascensión también los alcanzan y el pensamiento que ayer era una finalidad cede hoy ante una generalización más amplia?

Con tales elementos volátiles para trabajar no hay que asombrarse de que nuestras estimaciones sean flojas y flotantes. Debemos trabajar y afirmar, pero no tenemos idea del valor de lo que decimos o hacemos. Ahora la nube es tan grande como tu mano y luego cubre el condado. La historia de Thor, que se puso a vaciar el cuerno de bebida en Asgard y a luchar con la vieja y a correr con el veloz Lok, y que de repente descubrió que se había bebido el mar, había luchado con el tiempo y competido con el pensamiento, nos describe a nosotros cuando, entre aparentes trivialidades, contendemos con las supremas energías de la naturaleza. Imaginamos que nos han tocado malas compañías y un estado indigente, deudas vulgares, facturas de zapatos, cristales rotos por pagar, ollas por comprar, la carne, el azúcar, la leche y el carbón. «¡Encomendadme una gran tarea, dioses, y os demostraré quién soy!». «¡No!», dice el buen cielo, «trabaja y ara, remienda tus sombreros y abrigos viejos, teje un cordón de zapato; más tarde vendrán los grandes asuntos y el mejor vino». Todo es un fantasma y, si tejemos una yarda de cinta con toda humildad, tan bien como podamos, más adelante veremos que no era cinta de algodón, sino que trenzamos una galaxia y que el hilo era el tiempo y la naturaleza.

No podemos escribir el orden de los vientos variables. ¿Cómo descubriremos la ley de nuestros cambiantes humores y susceptibilidad? Sin embargo, difieren como todo y nada. En lugar del firmamento de ayer, que nuestra mirada exigía, hoy hay una cascara de huevo que nos enjaula: ni siquiera podemos ver cuáles son o dónde están las estrellas de nuestro destino. Día a día, los hechos capitales de la vida humana se ocultan a nuestros ojos. De repente la niebla se enrolla y los revela y pensamos en el buen tiempo ido, que podría haberse salvado si hubiéramos tenido un indicio de estas cosas. Una súbita cuesta del camino nos muestra el sistema montañoso y las cimas que han estado tan cerca de nosotros todo el año, pero fuera de nosotros. No obstante, esas alternancias no carecen de orden y somos parte de nuestra variable fortuna. Si la vida parece una sucesión de sueños, sin embargo, la justicia poética también ocurre en los sueños. Las visiones de los hombres buenos son buenas; es la voluntad indisciplinada la que resulta azotada pollos malos pensamientos y la mala fortuna. Cuando infringimos las leyes, perdemos nuestro asidero en la realidad central. Como enfermos en un hospital, cambiamos de una cama a otra, de una locura a otra, y no puede significar mucho lo que suceda con esos náufragos —criaturas lamentables, estúpidas, comatosas—, transportados de una cama a otra, de la nada de la vida a la nada de la muerte.

En este reino de ilusiones andamos a tientas, afanosamente, en busca de apoyo y fundamento, pero no hay otro que un estricto y fiel trato doméstico que cierre la puerta a la duplicidad o ilusión. Cualesquiera que sean los juegos que se practiquen con nosotros, no debemos jugar con nosotros mismos, sino tratar en nuestra intimidad con la última honradez y verdad. Considero las sencillas e infantiles virtudes de la veracidad y la honradez como la raíz de cuanto es sublime en el carácter. Decid lo que penséis, sed como sois, pagad todas vuestras deudas. Prefiero ser juzgado sano y solvente y que mi palabra sea tan buena como mi obligación y ser lo que no puede ser manchado o disipado o socavado, a todo el éclat del universo. Esta realidad es la fundación de la amistad, la religión, la poesía y el arte. En la cima o al fondo de todas las ilusiones, sitúo la estafa que aún nos lleva a trabajar y a vivir por apariencias, a pesar de nuestra convicción, en las horas sanas, de que lo que en realidad somos nos sirve con los amigos, con los extraños y con el hado o fortuna.

Podríamos pensar por la charla de los hombres que la riqueza y la pobreza eran una cuestión importante; nuestra civilización en lo esencial la respeta. Pero los indios no creen que el hombre blanco, con su ceño fruncido, siempre trabajando, temeroso del calor y el frío y manteniéndose al abrigo, los aventaje. El interés permanente de todo hombre consiste en no estar nunca en una posición falsa, sino en tener el peso de la naturaleza que le respalda en cuanto hace. Riqueza y pobreza son un vestido grueso o fino y nuestra vida —la vida de todos nosotros— es idéntica. Trascendemos continuamente la circunstancia y probamos el verdadero sabor de la existencia; como en nuestro trabajo, sólo diferimos en la manipulación, pero expresamos las mismas leyes; o en nuestro pensamiento, que no viste de seda ni come helados. Vemos a Dios cara a cara en cada momento y conocemos el sabor de la naturaleza.

Los antiguos filósofos griegos Heráclito y Jenófanes midieron su fuerza con el problema de la identidad. Diógenes de Apolonia dijo que, a menos que los átomos estuvieran hechos de una sola materia, nunca podrían mezclarse y actuar unos con otros. Los hindúes, en sus sagradas escrituras, expresan el sentimiento más vivo tanto de la identidad esencial como de la variedad, a la que consideran una ilusión. «Las nociones, yo soy, y esto es mío, que influyen en la humanidad, no son sino engaños de la madre del mundo. ¡Oh Señor de todas las criaturas, disipa la vanidad del conocimiento que procede de la ignorancia», y sostienen que la beatitud del hombre consiste en ser liberado de la fascinación.

El intelecto es estimulado por la afirmación de la verdad en un tropo y la voluntad por el revestimiento de las leyes de la vida con ilusiones. Pero las unidades de la verdad y la rectitud no se quiebran con el disfraz ni es necesario que haya en ellas confusión alguna. En una vida poblada de muchos papeles y actores, en el escenario de las naciones o en la más oscura choza de Maine o California, los mismos elementos ofrecen las mismas elecciones a cada recién llegado que, según su elección, fija su fortuna en la naturaleza absoluta. Sería difícil añadir más filosofía intelectual y moral a la que los persas han depositado en esta sentencia:

Te engañas, aunque seas el más sabio de los sabios;

sé, pues, el bufón de la virtud, no del vicio.

No hay azar ni anarquía en el universo. Todo es sistema y gradación. Cada dios está sentado allí en su esfera. El joven mortal entra en el vestíbulo del firmamento; allí está solo con ellos, y ellos vierten en él bendiciones y dones y lo atraen hasta su trono. Al instante caen incesantes tormentas de nieve e ilusiones. Él se figura que forma parte de una vasta multitud que pulula por este camino y aquel, cuyo movimiento y acción debe obedecer; se imagina pobre, huérfano, insignificante. La loca multitud avanza por aquí y por allá y ordena furiosamente que se haga ahora esto y luego aquello. ¿Quién resistirá su voluntad y pensará o actuará por sí mismo? A cada momento ocurren nuevos cambios y nuevas avalanchas de decepción que le desconciertan y distraen. Cuando más tarde el aire se aclara por un momento y la nube se eleva ligeramente, aún hay dioses sentados a su alrededor en su trono y él sigue con ellos, a solas.