VI
CULTO
Él es quien, abrumado por los enemigos,
se alzó ileso, renovado por la lid;
fue vendido como cautivo:
pero no lo contendrán los barrotes de la prisión.
Aunque lo aferraron a una roca
puede abrir cadenas montañosas.
Arrojado como cebo a los leones
la fiera besó postrada sus pies:
alado a la estaca, las llamas no le aterraron,
sino que formaron una bóveda honorífica.
Por error, los hombres le llamaron hado,
atravesó oscuros caminos, a última hora,
pero siempre a tiempo para coronar
la verdad y derrocar a los malhechores.
Es el más antiguo y mejor conocido,
tan próximo como si fueras tú mismo,
mas, saludado por otra mirada
desconcierta con amable sorpresa.
Es Júpiter, que, sordo a súplicas,
inunda con inesperadas bendiciones.
Traza, si puedes, la línea mística,
recta divisoria de lo suyo y lo tuyo,
de qué es humano, qué divino.
Algunos amigos míos se han quejado, tras oír las páginas anteriores, de que hablamos del hado, el poder y la riqueza en un plano demasiado bajo; de que cedimos demasiado al mal espíritu de la época; de que dimos demasiados pasteles a Cerbero; de que corrimos el riesgo de Cudworth, quien, por exceso de candor, fortaleció el argumento del ateísmo hasta el punto de no poder responder a él. No temo verme obligado, a pesar mío, a interpretar el papel, por así decirlo, de abogado del diablo. Mi fe no es débil; no creo que sea de gran importancia lo que yo o cualquiera pueda decir: estoy seguro de que cierta verdad sería dicha a través de mí aunque fuera mudo o intentara decir lo contrario. Tampoco temo el escepticismo en un alma buena. Un pensador justo permitirá el pleno apogeo de su escepticismo. Mojo mi pluma en la tinta más negra porque no me asusta caer en el tintero. No comprendo al pobre hombre que, cuando abundaban los suicidios, me decía que no osaba mirar su navaja. Tenemos diferentes opiniones a horas diferentes, pero podemos decir que siempre estamos de corazón al lado de la verdad.
No entiendo por qué deberíamos darnos aires de santo. Si la divina providencia no ha ocultado a los hombres la enfermedad, la deformidad ni la sociedad corrupta, sino que se ha afirmado en las pasiones, en la guerra, en el comercio, en el amor del poder y el placer, en el hambre y la necesidad, en las tiranías, literaturas y artes, no seamos tan delicados como para no poder escribir sobre estos hechos tan ásperos, o dudar de que haya una afirmación contraria tan poderosa a la que podamos llegar y que, al ser enunciada, vuelva todo satisfactorio. El sistema solar no se preocupa por su reputación y el crédito de la verdad y la honestidad está a salvo; no siento temor alguno de que surja una tendencia escéptica por inclinarnos hacia el hado, el poder práctico o el comercio que la doctrina de la fe no pueda doblegar. La fuerza de aquel principio no se mide por onzas y libras; tiraniza en el centro de la naturaleza. Podemos consentir el escepticismo tanto como queramos. El espíritu volverá y nos colmará. Conduce a los conductores. Contrapesa toda acumulación de poder.
El cielo consintió en dar a nuestra sangre un flujo moral.
Hemos nacido leales. Toda la creación está hecha de ganchos y de ojos, de calafate, de esparadrapo, y ya esté vuestra comunidad en Jerusalén o en California, compuesta de santos o de náufragos, resulta coherente en una bola perfecta. Los hombres fabrican de manera tan natural un Estado o una Iglesia como las orugas tejen una red. Si fueran más refinados, resultaría menos formal, sería un estado de inquietud como el de los Tembladores, quienes, por el largo hábito de pensar y sentir juntos, según se dice, se ven afectados del mismo modo, en el mismo momento, para trabajar y para jugar; y así como acuden con perfecta simpatía a las tareas del campo o de la tienda, al instante se sienten inclinados a salir de cabalgata o de viaje, y los caballos vienen con el carruaje familiar hasta la puerta sin que se los llame.
Hemos nacido creyentes. Un hombre tiene creencias como un árbol da manzanas. Cada partícula posee un equilibrio propio y cada uno su propia rectitud, que es la Némesis y protectora de toda sociedad. Mis vecinos y yo hemos sido criados en la noción de que, a menos que entremos pronto en una buena Iglesia —la de los calvinistas, o boëhmenistas, o católicos, o mormones—, habrá una disolución y descomposición universal. No ha llegado ningún Isaías o Jeremías. Nada puede sobrepasar la anarquía que ha sucedido en nuestros cielos. Toda fe vieja y firme se ha pulverizado. La población entera de damas y caballeros va en busca de religiones. Hay tal anarquía en nuestros pagos eclesiásticos como la que había en Massachusetts durante la revolución, o la que hay ahora en la pendiente de las montañas Rocosas o de la cima de Pike. Sin embargo, nos las arreglamos para vivir. Los hombres son leales. La naturaleza tiene un equilibrio propio en todas sus obras; ciertas proporciones en que se combinan el oxígeno y el nitrógeno y una armonía no menor en las facultades, una adecuación en el resorte y el regulador.
El declive de la influencia de Calvino, Fenelon, Wesley o Channing no ha de inquietarnos. El arquitecto del cielo no ha construido tan mal a su criatura como para que la religión, es decir, la naturaleza pública, haya de perderse: el elemento público y el privado, como norte y sur, como interior y exterior, como centrífugo y centrípeto, se adhieren a toda alma y no pueden ser sometidos excepto si el alma se disipa. Dios construye su templo en el corazón de las ruinas de las iglesias y las religiones.
En los últimos capítulos hemos tratado aspectos particulares de la cuestión de la cultura, pero todo el estado del hombre es el estado de la cultura y su florecimiento e integridad puede describirse como religión o culto. Siempre hay alguna religión, algún temor y esperanza que se extiende a lo invisible, desde el ciego presentimiento que clava una herradura en un mástil o en el umbral, hasta la canción de los ancianos en el Apocalipsis. Pero la religión no puede elevarse sobre el estado del devoto. El cielo siempre guarda cierta proporción con la tierra. El dios de los caníbales será un caníbal, el de los cruzados un cruzado y el de los mercaderes un mercader. En todas las épocas han nacido almas fuera de tiempo, extraordinarias, proféticas, que se refieren antes al sistema del mundo que a su momento y localidad particular. Anuncian verdades absolutas que, al margen de la reverencia con que se las reciba, se hunden rápidamente con una salvaje interpretación. Las tribus interiores de los indios y de ciertos isleños del Pacífico flagelan a sus dioses cuando las cosas toman un cariz desfavorable. Los poetas griegos tampoco dudan en aplicar su ingenio petulante a sus deidades. Laomedonte, en su ira por Apolo y Neptuno, que habían edificado Troya para él y exigido su recompensa, no duda en amenazarlos con que les cortará las orejas[17]. Entre nuestros antepasados noruegos, el modo en que el rey Olaf convirtió a Evynd al cristianismo consistió en poner una sartén con ascuas sobre su vientre, que se hizo pedazos. «¿Creerás ahora en Cristo, Evynd?», pregunta Olaf con una excelente fe. Otro argumento consistió en colocar una víbora en la boca del discípulo reluctante, Rand, que rehusaba creer.
El cristianismo, en las épocas caballerescas, significaba la cultura europea: el árbol injertado o mejorado en un bosque silvestre. Tener una esposa o un marido pagano era casarse con la bestia y dar voluntariamente un paso atrás hacia el babuino.
Hengist tenía en verdad
una hija hermosa y gentil,
pero era una pagana sarracena,
y Vortigern, enamorado,
la tomó por esposa y compañera
y se condenó de por vida,
porque unió con lo pagano lo cristiano
y corrompió nuestra sangre como carne y mathen[18].
La crónica de la cruzada de Ricardo I, de Ricardo de Devizes, en el siglo XII, puede mostrar la mezcla gótica que extrajo el credo cristiano de las fuentes paganas. El rey Ricardo reprochó a Dios que le hubiera abandonado: «¡Qué vergüenza! Contra mi voluntad te habría yo abandonado en una situación tan temible y desolada, si fuera tu abogado y señor, como tú eres el mío. En realidad, mi modelo en el futuro será despreciado, no por mi culpa, sino por la tuya; en realidad, no ha sido por mi cobardía en la guerra, por la que tú, mi rey y mi Dios, has conquistado este día, y no Ricardo, tu vasallo». La religión de los poetas ingleses primitivos es anómala, tan devota y tan blasfema con el mismo aliento. Tal es la extraordinaria confusión de Chaucer del cielo y la tierra en la imagen de Dido:
Era tan bella,
tan joven, tan fuerte, con su alegre mirada,
que si el Dios que hizo el cielo y la tierra
sintiera amor por la belleza y la bondad,
y lo femenino, la verdad y la decencia,
¿a quién, sino a esta joven dama, amaría?
No habría hallado a otra mujer igual.
Con estas groserías comparamos complacientemente nuestro gusto y decoro. Pensamos y hablamos con mayor templanza y gradación, pero ¿no es la indiferencia tan mala como la superstición?
Vivimos en un periodo de transición en que la vieja fe que consolaba a las naciones, y no sólo eso, sino que forjaba naciones, parece haber perdido su fuerza. No me parece que las religiones de los hombres resulten en este momento muy creíbles, sino infantiles e insignificantes, o poco varoniles y afeminadas. El rasgo fatal es el divorcio entre la religión y la moralidad. Hay aquí religiones de ignorancia o iglesias que proscriben el intelecto; religiones de escolta, religiones que defienden la esclavitud y comercian con ella e incluso, en poblaciones decentes, idolatrías en que la blancura del ritual oculta una indulgencia escarlata. El amante de la vieja religión se queja de que nuestros contemporáneos, tanto los escolares como los mercaderes, sucumben a una gran desesperación, se han corrompido en un conservadurismo timorato y no creen en nada. En nuestras graneles ciudades, la población vive sin dios, pendiente de lo material, sin vínculos, sentimiento de compañerismo ni entusiasmo. Estos no son hombres, sino hambre, sed, fiebre y apetitos ambulantes. ¿Cómo se las arregla la gente para vivir sin ningún objetivo? Tras ganar su grano de pimienta, parece como si sólo la cal de los huesos los mantuviera unidos y no un propósito digno. No hay fe en el universo intelectual ni en el moral. Hay fe en la química, en la carne, en el vino, en la riqueza, en la maquinaria, en el vapor, en las baterías galvánicas, en las turbinas, en las sembradoras y en la opinión pública, pero no en las causas divinas. Una revolución silenciosa ha atenuado la tensión de las viejas sectas religiosas y, en lugar de la gravedad y permanencia de aquellos grupos de opinión, estos incurren en caprichos y extravagancias. Nunca hubo tal ligereza en los credos; lo atestiguan los elementos paganos en el cristianismo, los periódicos «despenares», la matemática milenarista, los rituales del pavo real, el retroceso al papismo, la divagación de los mormones, la escualidez del mesmerismo, el delirio de los golpecitos, la revelación del gato y el ratón, los golpes en los tableros y la magia negra. La arquitectura, la música y la oración comparten la locura: las artes se hunden en el cambio y la simulación. Sin saber qué hacer, imitamos a los antepasados; las Iglesias regresan tambaleantes a la mascarada de la edad oscura. Junto a la irresistible maduración general, las tradiciones cristianas han perdido su asidero. Al haberse desprendido el dogma de los oficios místicos de Cristo y al quedar como un maestro moral, es imposible mantener el antiguo énfasis de su personalidad, la cual retrocede, como suele ocurrir, ante la sublimidad de las leyes morales. Desde que se produjo este cambio, y a falta de un genio religioso que pueda compensar la inmensa actividad material, da la sensación de que la religión se ha desvanecido. Cuando Paul Leroux ofreció su artículo Dieu al director de un notable periódico francés, le dijeron: La question de Dieu manque d’actualité. En Italia, el señor Gladstone dijo del difunto rey de Nápoles: «Es proverbial que ha convertido la negación de Dios en un sistema de gobierno». En este país se respira una estupefacción similar y la frase «ley superior» se ha convertido en una burla política. ¿Qué mayor prueba de infidelidad que la tolerancia y propaganda de la esclavitud? ¿O que la dirección de la educación? ¿O que la facilidad de la conversión? ¿O que el carácter exterior de las Iglesias que antes se nutrían de las raíces del bien y el mal y han acabado por perecer hasta volverse una mancha de enjalbiego en el muro? ¿Qué mayor prueba de escepticismo que el mezquino grado que se aplica a los dones morales y mentales superiores? Dejad que un hombre adquiera la más amplia cultura que un americano pueda poseer y luego muera en una tormenta, en una colisión ferroviaria u otro accidente, y toda América afirmará que es lo mejor que podía pasarle; que, después de haber llevado tan lejos la educación, esa es la carestía de América; que el mejor uso que se puede hacer de una persona excelente es ahogarle para salvar su barca.
Otra cicatriz del escepticismo es la desconfianza en la virtud humana. Elegantes propietarios creen que no hay más virtud que la que poseen; que la parte sólida de la sociedad existe por las artes de la comodidad; que la vida consiste en poner algo entre la mandíbula superior e inferior. ¡Qué rauda es la sugerencia de un motivo vulgar! Ciertos patriotas en Inglaterra se dedicaron durante años a crear una opinión pública que aboliera las leyes del cereal y estableciera el libre comercio. «Bien», dice el hombre de la calle. «Cobden obtuvo así su estipendio». Kossuth cruzó el océano para intentar despertar en el Nuevo Mundo la simpatía por la libertad europea. «Ay», dice Nueva York, «hizo algo hermoso, lo suficiente para lograr una vida cómoda».
Observad la tolerancia de la clase pudiente y respetable con el vicio. Si un carterista se introduce en la sociedad de los caballeros, estos ejercen cuanta fuerza moral tienen y el carterista se encuentra incómodo y contento de escapar. Pero si un aventurero respeta las formas, si procura ser elegido para un puesto de confianza, como senador o presidente —aunque con las mismas artes que detestamos en la guarida de los ladrones—, los mismos caballeros que estaban de acuerdo en desaprobar al pícaro privado se disponen a dar muestras de educación y respeto al público, y ninguna prueba de sus crímenes les impedirá ovacionarle, invitarle a comer y abrirle la puerta de su casa y expresar el orgullo de conocerle. No nos engañábamos con las confesiones del aventurero privado: cuanto más alto hablaba de su honor, más rápido contábamos las cucharas; pero apelamos al preámbulo santificado de los mensajes y proclamaciones del pecador público como prueba de sinceridad. Debe de ser que los que le rinden este homenaje se han dicho a sí mismos: en conjunto, no sabemos nada de lo que llamáis honestidad: es mejor pájaro en mano.
El mismo tipo de infidelidad influye en personas con buena disposición que, en la acción valiente y franca, aplican compromisos y paños calientes. Tras olvidar que una pequeña medida es un gran error, que un buen mecánico usa una herramienta apropiada, siguen eligiendo a los hombres muertos de la rutina. Pero los hombres oficiales no pueden en modo alguno ayudaros en las cuestiones de hoy, pues dependen por completo de viejas cosas muertas. Sólo pueden ayudaros con su consejo o conducta aquellos que no han tomado partido para defender esto o aquello, a los que señaló Dios Todopoderoso, antes de venir al mundo, para mantener lo que defienden.
Se ha dicho que la falta de sinceridad en los hombres destacados es un vicio general en toda la sociedad americana, pero la multitud de los enfermos no nos hará negar la existencia de la Salud. A pesar de nuestra imbecilidad y nuestros terrores y de la «universal decadencia de la religión», etcétera, el sentido moral reaparece hoy con la misma novedad matinal que ha presidido siempre la fuente de la belleza y la fuerza. Decís que ahora no hay religión. Es como decir que no hay sol cuando llueve, cuando somos testigos de uno de sus efectos superlativos. La religión de la clase culta consiste ahora, a buen seguro, en evitar actos y compromisos que antes asumían por su religión. Esto producirá formas espontáneas en su debido mol mentó. Hay un principio que es la base de las cosas, que todos los discursos quieren expresar y todas las acciones desarrollar, una presencia sencilla, tranquila, no descrita, indescriptible, que reside pacíficamente en nosotros, nuestro legítimo señor; no tenemos que hacer, sino que dejar hacer; no trabajar, sino ser trabajados, y para este homenaje hay un consentimiento de todos los hombres justos y pensativos en toda época y condición. A este sentimiento pertenecen vastas y súbitas cantidades de poder. Es notable que nuestra fe en el éxtasis consista en una total inexperiencia al respecto. El orden del mundo es educar con exactitud los sentidos y el entendimiento, y la ingeniería que establece estos poderes según su prioridad tiene, sin duda, su oficio. Pero no nos faltan indicios de que tales poderes son mediatos y serviles y que un día habremos de tratar con el ser real: esencias con esencias. Incluso la furia de la actividad material produce ciertos resultados afines a la salud moral. La acción aislada de los tiempos desarrolla el individualismo y lo religioso parece aislado. Creo que este es un paso en la dirección acertada. El cielo no trata con nosotros por un sistema representativo. Las almas no se salvan en grupo. El espíritu dice al hombre: «¿Tú mismo, cómo estás? ¿Estás bien o mal?». Para una gran naturaleza es una felicidad escapar de una enseñanza religiosa; tan susceptible de ser invadida es la religión del carácter. La religión tiene que ser un fruto silvestre; su belleza salvaje no puede recogerse y guardarse. «He visto la naturaleza humana en todas sus formas», dijo un viajero que había llegado a los extremos de la sociedad; «en todas partes es la misma, pero cuanto más salvaje, más virtuosa».
Decimos que las viejas formas de la religión decaen y que el escepticismo devasta la comunidad. No creo que pueda curarse o detenerse con una modificación de los credos teológicos y mucho menos con disciplina teológica. La cura para la falsa teología es el sentido común. Olvidad vuestros libros y tradiciones y obedeced vuestras percepciones morales en esta hora. Lo que se quiere decir con las palabras «moral» y «espiritual» es una esencia eterna y, cualesquiera que sean las ilusiones que hemos depositado en ellas, las palabras volverán, época tras época, a su antiguo significado. No conozco palabras que signifiquen tanto. En nuestras definiciones, buscamos a tientas lo espiritual al describirlo como invisible. El auténtico significado de espiritual es real: una ley que se ejecuta a sí misma, que trabaja sin medios y que no puede concebirse como inexistente. Los hombres hablan de «mera moralidad», que es lo mismo que si alguien dijera: «Pobre Dios, sin nadie que le ayude». Encuentro la omnipresencia y omnipotencia en la reacción de cada átomo de la naturaleza. Puedo indicar mejor con ejemplos las reacciones por las que cada parte de la naturaleza replica al propósito del actor, beneficiosamente para lo bueno, penosamente para lo malo. Remplacemos el sentimentalismo con el realismo y osemos descubrir aquellas sencillas y terribles leyes que, sean visibles o invisibles, lo penetran y gobiernan todo.
Los hombres tratan de que su vecino no los engañe, pero lega un día en que empiezan a tratar de no engañar a su vecino. Entonces todo va bien. Han cambiado su carro por el carruaje del sol. ¡Menudo día amanece cuando hemos llevado hasta el corazón la doctrina de la fe! Hemos preferido, como una mejor inversión, ser a hacer, ser a parecer, la lógica al ritmo y a la ostentación, el año al día, la vida al año, el carácter a la actuación, y hemos llegado a saber que se nos hará justicia y, si nuestro genio es lento, el periodo será largo.
Es cierto que el culto está en cierta relación dominante coa la salud del hombre y con sus poderes supremos, de modo que resulta, en cierta manera, la fuente de la inteligencia. Todas las grandes épocas han sido épocas de creencia. Cuando hubo un poder extraordinario de actuación, cuando comenzaron grandes movimientos nacionales, cuando aparecieron las artes, cuando existieron los héroes, cuando se compusieron los poemas, el alma humana era algo serio y había fijado sus pensamientos en certidumbres espirituales con un asimiento tan estricto como el de las manos sobre la espada o el lápiz o el palustre. Es verdad que el genio obtiene su estímulo de montañas de rectitud; que toda la belleza y poder que los hombres codician nace, en cierto modo, de un distrito alpino; que todo grado extraordinario de belleza en el hombre o la mujer implica un encanto moral, A mi juicio, admitimos con reluctancia en otro hombre un grado de sentimiento moral superior al nuestro, una conciencia más fina, más impresionable o que indique grados más precisos; un oído más agudo que el nuestro para oír las notas de lo justo e injusto. Escuchamos con suspicacia toda prueba al respecto. Pero una vez satisfechos sobre tal superioridad, no ponemos límite a la expectación de su genio, porque tales personas están más cerca que otras del secreto de Dios; se bañan en aguas más dulces, oyen noticias y tienen visiones, mientras que otros quedan vacantes. Caemos que la santidad confiere cierta intuición, ya que no es por nuestra fuerza privada, sino por la pública, por la que podemos compartir y conocer la naturaleza de las cosas.
Hay una íntima interdependencia de la inteligencia y la moral. Dada la igualdad de la inteligencia, ¿quién formará juicios más dignos de confianza, el que tiene buen o mal corazón? «El corazón tiene sus razones, que la razón no conoce». El corazón es a la vez consciente del estado de salud o enfermedad, que es el estado supervisor, es decir, el de la sensatez o la locura, anterior, desde luego, a toda cuestión sobre el ingenio de los argumentos, la cantidad de hechos o la elegancia de la retórica. Tan cerrada es la alianza de la mente y el carácter que el talento se sume uniformemente en el carácter. La tendencia de errores de principio lleva a los hombres a carreras peligrosas tan pronto como su voluntad no domina su pasión o talento. De aquí los errores extraordinarios y la equivocada dirección final que siguen, por lo general, los hombres echados a perder por la ambición. De ahí que el remedio de todos los errores, la cura de la ceguera, la cura del crimen, sea el amor. «Tanto amor, tanto espíritu», decía el proverbio latino. La superioridad que no tiene superior; el redentor e instructor de las almas, así como su primera esencia, es el amor.
La moral debe ser la medida de la salud. Si tu mirada está en lo eterno, tu inteligencia crecerá y tus opiniones y acciones tendrán una belleza con la que no podrán rivalizar la formación o las ventajas combinadas de otros hombres. El momento de la pérdida de fe y de la aceptación del modelo lucrativo quedará señalado por la pausa o solsticio del genio, el consiguiente retroceso y la inevitable pérdida de atracción sobre los demás. Los vulgares serán sensibles al cambio que se produce en ti y en tu descendencia, aunque te den palmadas en la espalda y te feliciten por tu sentido común.
Nuestra cultura reciente ha consistido en la ciencia natural. Hemos aprendido las maneras del sol y de la luna, de los ríos Y de las lluvias, del reino mineral y elemental, de las plantas y los animales. El hombre ha aprendido a pesar el sol, y su peso ni pierde ni gana. El recorrido de una estrella, el momento de un eclipse pueden determinarse hasta en una fracción de segundo. El libro de la historia, el libro del amor, la atracción de
la pasión y los mandamientos del deber están abiertos para él. La siguiente lección aprendida es la continuación de la inflexible ley de la materia en el sutil reino de la voluntad y del pensamiento. Si la gravedad y la proyección se mantienen vigentes en ciclos siderales y la bola no se extravía a través del espacio, una gravitación más secreta, una proyección más secreta rige de manera no menos tiránica en la historia humana y mantiene íntegro el equilibrio de poder de una época a otra. Aunque se haya admitido el nuevo elemento de la libertad y lo individual, sin embargo, los átomos primordiales están prefigurados y predeterminados respecto a fines morales y van en busca de la justicia, y así se consigue el bien último. La religión o culto es la actitud de los que ven esta unidad, intimidad y sinceridad; de quienes ven que, en contra de las apariencias, la naturaleza de las cosas trabaja siempre por la verdad y el bien.
Resulta miope limitar nuestra fe a las leyes de la gravedad, la química, la botánica y otras por el estilo. Esas leyes no se detienen donde nuestra mirada las pierde, sino que promueven la misma geometría y química en el plano invisible de la vida social y racional, de modo que, dondequiera que miremos, a un juego de niños o a la lucha de las razas, la reacción perfecta, el juicio perpetuo se mantienen atentos y protectores. Y esto aparece en una serie de hechos que concierne a todos los hombres, dentro y fuera de su credo.
Los hombres superficiales creen en la suerte, creen en las circunstancias: era por el nombre de alguien, o porque estaba allí entonces, o fue así y otro día habría sido de otro modo. Los hombres fuertes creen en la causa y el efecto. El hombre nació para hacerlo, y su padre nació para ser su padre y el de su hecho, y, al mirarlo de cerca, veréis que no fue cuestión de suerte, sino que todo fue un problema de aritmética o un experimento químico. La curva del vuelo de la polilla está preordenada y todas las cosas obedecen al número, la regla y el peso.
El escepticismo es la incredulidad en la causa y el efecto. Un hombre no entiende que, tal como come, piensa; así como trata, es, y así aparece; no entiende que su hijo es el hijo de sus pensamientos y de sus acciones; las fortunas no son excepciones, sino frutos; la relación y la conexión no están en cierto tiempo y lugar, sino siempre y en todas partes; no hay miscelánea, exención o anomalía, sino un método e incluso una red, y lo que sale es lo que se puso. Así como somos, obramos, y así como obramos, obran con nosotros, somos los constructores de nuestra fortuna; la hipocresía y la mentira, así como el intento de asegurar un bien que no nos pertenece, resultan, de una vez por siempre, frustrados y vanos. Pero en los hombres se mantiene vivo el vínculo de la fe. La ley es la base del espíritu humano. En nosotros, es la inspiración; fuera, en la naturaleza, vemos su fuerza fatal. Lo llamamos sentimiento moral.
Debemos a las escrituras hindúes una definición de la ley comparable con la de nuestros libros occidentales: «La ley es lo que carece de nombre, color, manos o pies: es lo menor de lo menor y lo mayor de lo mayor; todo, y lo que conoce todo; lo que oye sin oídos, ve sin ojos, se mueve sin pies y ase sin manos».
Si algún lector me censura por usar frases vagas y tradicionales, permitidme que le sugiera con unos pocos ejemplos qué tipo de confianza es esta y cuán real. Permitidme mostrarle que los dados están cargados: que los colores son rápidos, porque se trata de los colores originales del vellón; que el globo es una batería porque cada artículo es un imán, y que la policía y la sinceridad del universo están aseguradas porque Dios delega su divinidad a cada partícula; que no hay lugar para la hipocresía ni margen para la elección.
Quien abandona su tierra natal por vez primera y sale al extranjero descubre que sus hábitos se quiebran. En una nueva nación, con un nuevo lenguaje, su secta, cuáquera o luterana, se pierde. ¡Cómo! ¿No es entonces necesaria para el orden y existencia de la sociedad? Echa en falta esto, así como la mil rada vigilante del vecino que lo reducía al decoro. Ese es el peligro para los jóvenes de Nueva York, de Nueva Orleans, de Londres, de París. Tras una breve experiencia, descubre que no] hay grandes ciudades, ninguna lo bastante grande para esconderse; que los censores de la acción son tan numerosos y están tan próximos en París como en Littletown o Portland; que los chismes son igual de raudos y vengativos. No hay ocultamiento; para cada ofensa hay una venganza; la reacción, o el nada por nada, o las cosas son tan anchas como largas, no es una regla de Littletown o Portland, sino del universo.
No podemos prescindir de los más rudos documentos de la virtud. Nos disgustan los chismes; sin embargo, es importante respetar la propiedad de los ángeles. La ínfima mosca chupará la sangre y el chisme es un arma a la que no podemos hurtar lo más privado, supremo y selecto. La naturaleza creó una policía de muchos rangos. Dios ha delegado en un millón de diputados. Desde estos inferiores castigos externos, la escala asciende. Luego vienen los resentimientos, los temores convocados por la injusticia, las falsas relaciones con otros hombres atribuidas al ofensor y la reacción de su defecto sobre sí mismo, en la soledad y devastación de su espíritu.
No podéis ocultar secreto alguno. Si el artista acude en su languidez al opio o el vino, su trabajo se caracterizará como el efecto del opio o el vino. Si hacéis el retrato de una estatua, trasladáis al espectador al estado en que os encontrabais mientras la hacíais. Si gastáis para ostentar, en arquitectura, jardines, pinturas o equipaje, lo parecerá. Todos somos fisonomistas y descubridores del carácter, y las cosas mismas son detectives. Si seguís la moda suburbana al construir una casa suntuosa con poco dinero, a la mirada le resultará una casona barata. No hay intimidad en que no pueda penetrarse. En el mundo civilizado no puede guardarse secreto alguno. La sociedad es un baile de máscaras donde cada uno oculta su verdadero carácter y lo revela al ocultarlo. Si un hombre desea ocultar algo que lleva consigo, aquellos a quienes se encuentra saben que oculta algo y, por lo general, saben qué oculta. ¿Seria de otro modo si fuera una creencia o propósito lo que entierra en su pecho? Es tan difícil de ocultar como el fuego. Aquel que puede sojuzgar su opinión es un hombre fuerte. Nadie puede pronunciar dos o tres oraciones sin revelar a oídos inteligentes dónde se sitúa respecto a la vida y el pensamiento, es decir, en el reino de los sentidos y el entendimiento, o en el de las ideas y la imaginación, en el reino de las intuiciones y el deber. La gente no parece entender que su opinión sobre el mundo es también una confesión de carácter. Sólo podemos ver lo que somos y, si nos comportamos mal, sospechamos de los demás. La fama de Shakespeare o de Voltaire, de Thomas de Kempis o Bonaparte caracteriza a quienes se la confieren. Así como la luz de gas es la mejor policía nocturna, el universo se protege a sí mismo con una publicidad despiadada.
Cada uno debe armarse, pero no necesariamente con mosquete y pica. Feliz aquel que, al verlos, puede sentir que tiene mejores armas en su energía y constancia. Para cada criatura, su propia arma, por arteramente oculta que esté para sí misma, es un buen momento. Su trabajo es espada y escudo. No dejéis que acuse a nadie, no dejéis que hiera a nadie. El modo de enmendar el mal mundo es crear el buen mundo. He aquí una vulgar economía política que trama cortarle el cuello a la competencia extranjera y establecer la propia; excluir a los otros por la fuerza o declararles la guerra. La manera de conquistar al artesano extranjero no es matarle, sino superar su trabajo. Y los Palacios de Cristal y las Ferias Mundiales, con sus comités y premios para todo tipo de industria, son el resultado de este sentimiento. El trabajador americano que golpea diez veces con su martillo por cada golpe que da el extranjero lo vence de manera tan real como si los golpes fueran dirigidos a su persona. Considero feliz al hombre que, cuando se trata del éxito, busca una réplica en su trabajo, no en el mercado, la opinión o el patronazgo. En todo tipo de empleo humano, en las bellas artes y en las artes mecánicas, en la navegación, en la agricultura, en la legislación, hay quienes hacen su tarea superficialmente o, tal como decimos, por cumplir, y tan mal como osan; hay hombres trabajadores, en los que recae la carga del negocio, aquellos a los que les gusta trabajar y ver bien hecho el trabajo, que acaban su tarea por sí misma, y el Estado y el mundo se felicitan por contar en su mayoría con tales hacedores. Al cabo, el mundo siempre les hará justicia; no puede ser de otro modo. El que ha adquirido la habilidad puede esperar con seguridad la ocasión de que se sienta y aprecie, y saber que no estará ocioso. Los hombres hablan como si la victoria fuera algo afortunado. El trabajo es la victoria. Allí donde se hace el trabajo se obtiene la victoria. No hay azar ni vacío. Sólo os hace falta un veredicto; si tenéis el vuestro, estáis seguros del resto. Y, sin embargo, si hacen falta testigos, hay testigos cerca. Nunca hubo un hombre tan sabio o bueno que no tuviera uno o más compañeros que vinieran con él al mundo y disfrutaran con su facultad y la propagaran. No puedo ver sin estupor que ningún hombre piensa solo y ningún hombre actúa solo, sino que los divinos asesores que entraron con él en la vida —ahora con un disfraz, luego con otro—, como policías de paisano, caminan a su lado, paso a paso, a través del reino del tiempo.
Esta reacción, esta sinceridad son la propiedad de todas las cosas. Para hacer sublime nuestra palabra o acto, hemos de hacerla real. Lo que cuenta es nuestro sistema, no la sola palabra o acción aislada. Usad el lenguaje que queráis: nunca podéis decir sino lo que sois. Lo que soy y lo que pienso os lo transmito a pesar de mis esfuerzos para postergarlo. Lo que soy se lo he transmitido secretamente al otro mientras me decidía en vano a decírselo. Ha oído de mí lo que nunca he dicho.
A medida que los hombres viven, adquieren el amor por la sinceridad y muestran menos solicitud por ser seducidos o divertidos. En el progreso del carácter hay una fe creciente en el sentimiento moral y una fe decreciente en las proposiciones. La gente joven admira los talentos y las excelencias particulares. Cuando crecemos, valoramos los efectos y poderes totales como el espíritu o la cualidad del hombre. Tenemos otra visión y un nuevo modelo: una visión que omite lo que se hace para la mirada y traspasa al hacedor; un oído que no oye lo que los hombres dicen, sino que oye lo que no dicen.
Hubo un hombre sabio y devoto en la Iglesia católica, llamado san Felipe Neri, de cuyo discernimiento y benevolencia se contaban muchas anécdotas en Nápoles y Roma. Entre las monjas de un convento no lejos de Roma, apareció una que reclamaba ciertos raros dones de inspiración y profecía, y la abadesa advirtió al Santo Padre en Roma sobre los maravillosos poderes mostrados por su novicia. El Papa no sabía qué hacer con esta nueva exigencia y, cuando un día llegó Felipe de viaje, le consultó. Felipe se propuso visitar a la monja y conocer su carácter. Se subió a su mula y, con su habitual prontitud, se apresuré a través del barro y el lodo hasta el convento. Refirió a la abadesa los deseos de su Santidad y le pidió que le llevara hasta la novicia sin demora. Se hizo llamar a la monja y, tan pronto como entró en la habitación, Felipe extendió la pierna salpicada de barro y le pidió que le quitara las botas. La joven monja, que se había convertido en objeto de gran atención y respeto, retrocedió con disgusto y se negó a ello. Felipe salió de allí, montó en su mula y volvió a Roma de inmediato para decirle al Papa: «No os inquietéis más, Santo Padre: aquí no hay milagro alguno, porque no hay humildad».
No debemos preocuparnos mucho por lo que la gente quiera decir, sino por lo que debe decir; lo que su naturaleza dice aunque su entendimiento ocupado, artero y yanqui intente ocultar y ahogar esa palabra y articular algo diferente. Si nos sentamos tranquilamente, dirá lo que debe decir, con su voluntad o contra ella. No nos preocupamos por vosotros, sea lo que sea lo que pretendamos; siempre estamos buscando a través de vosotros al borroso dictador que hay detrás. Mientras habla vuestro hábito o capricho, nosotros esperamos con paciencia y educación hasta que ese sabio superior hable de nuevo. Ni siquiera los niños se engañan con las falsas razones que sus padres les dan en respuesta a sus preguntas cuando afectan a los hechos naturales, la religión o las personas. Cuando el padre, en lugar de pensar lo que es en realidad, se los quita de encima con una respuesta tradicional o hipócrita, los niños perciben que es tradicional o hipócrita. A una constitución sana, el defecto de otra le resulta manifiesto de inmediato y sus señales sólo permanecen ocultas por nuestra propia dislocación. Un observador anatómico advierte que las simpatías del pecho, el abdomen y la pelvis se revelan al fin en el rostro y las facciones. No sólo se agota nuestra belleza, sino que deja recado de cómo iba a agotarse. La fisonomía y la frenología no son ciencias nuevas, sino declaraciones de que el alma es consciente de nuevas fuentes de información. Otras ciencias de más amplio alcance asoman tras ellas. Así, respecto a nosotros, es realmente de poca importancia que cometamos errores al expresarnos mientras no nos apartemos voluntariamente de la verdad. ¡Cómo viene a la mente la verdad de un hombre mucho después de que hayamos olvidado sus palabras! ¡Cómo llega en horas silenciosas, pues la verdad es nuestra única armadura en todos los trances de la vida y la muerte! El ingenio es barato y la ira es barata, pero si no podéis argumentar o explicaros a la otra parte, dividid la verdad contra mí y contra vosotros y alcanzaréis una posición de la que no podrán desalojaros. La otra parte olvidará las palabras que dijisteis, pero la parte asumida será vuestra defensa.
¿Por qué debería apresurarme a resolver todos los acertijos que la vida me ofrece? Estoy seguro de que el Interrogados que me suministra tantos problemas, traerá las respuestas a su debido tiempo. Como es un Donador muy rico, muy potente y muy alegre, me proporcionará todo a su manera. ¿Por qué debería renunciar a mi pensamiento si no puedo responder a una objeción? Considero sólo si se mantiene en mi vida lo mismo que había. Sólo podemos ver fuera lo que tenemos dentro. Si no conocemos a los dioses, es porque no acogimos a ninguno. Si tenéis grandeza, hallaréis la grandeza en porteros y deshollinadores. Sólo es legítimamente inmortal aquel para quien las cosas son inmortales. En alguna parte he leído que nadie es perfecto mientras alguien sea incompleto; que la felicidad de uno no puede consistir en la miseria de otro.
El budista dice: «Ninguna semilla morirá». Toda semilla crecerá. ¿Dónde hay un servicio que quede sin remunerar? ¿Qué es lo vulgar, y la esencia de la vulgaridad, sino la avaricia de la recompensa? Es la diferencia entre el artesano y el artista, el talento y el genio, el pecador y el santo. El hombre cuya mirada está fija, no en la naturaleza de su acto, sino en la paga, sea el dinero, un cargo o la fama, es ruin casi por igual. Es grande aquel cuyos ojos están abiertos para ver que la recompensa de las acciones no puede evitarse, porque se transforma en su acción y adquiere su naturaleza, que da su propio fruto, como cualquier otro árbol. Un gran hombre no puede escapar al efecto de su acto porque es inmediato. El genio de la vida es amigo de lo noble y en la oscuridad trae amigos de muy lejos. Temed a Dios y dondequiera que vayáis los hombres pensarán que habéis recorrido catedrales venerables.
Observo los sentimientos que suponen la gloria del ser humano, el amor, la humildad y la fe, como la intimidad de la divinidad en los átomos; tan pronto como el hombre es justo, garantías y previsiones emanan del interior de su cuerpo y su espíritu. Así, cuando las flores alcanzan la madurez, exhalan incienso y se genera una hermosa atmósfera en el planeta por las emanaciones regulares de sus rocas y suelos.
El hombre se iguala a todo acontecimiento. Puede hacer frente al peligro por lo justo. Con el deber como guía, puede adentrarse en las llamas, las balas o la pestilencia con su pobre, tierno y doliente cuerpo. Siente la seguridad de un empleo justo. No me asustan los accidentes mientras esté en mi lugar. Es extraño que personas superiores no sientan que tienen mejor resistencia al cólera que evitar guisantes y ensaladas. La vida no es respetable —¿acaso lo es?— si carece de una tarea generosa, garantía de deberes o afectos que constituyen una necesidad de la existencia. La tarea de un hombre es su seguro de vida. Le defiende la convicción de que su trabajo es querido por Dios y no puede omitirse. El pararrayos que desarma la amenaza de la nube es su cuerpo al cumplir con su deber. Un objetivo elevado reacciona sobre los medios, sobre los días y sobre los órganos del cuerpo. Un objetivo elevado es tan curativo como el árnica. «Napoleón», dice Goethe, «visitaba a los enfermos de la plaga para demostrar que el hombre que podía vencer al temor podía vencer también a la plaga, y tenía razón. Es increíble la fuerza que la voluntad tiene en tales casos; penetra el cuerpo y lo induce a tal estado de actividad que repele toda influencia perniciosa, mientras que el temor invita a ella».
Se cuenta que, mientras Guillermo de Orange asediaba una ciudad en el continente, llegó un caballero a su campo a tratar de un asunto y, al saber que el rey estaba ante la muralla, se arriesgó a ir allí. Le encontró dirigiendo la operación de sus artilleros y, al explicarle su venida y obtener su respuesta, el rey dijo: «¿No sabéis, señor, que a cada momento que pasáis aquí ponéis en riesgo vuestra vida?». «No corro un riesgo mayor que su majestad», replicó el caballero. «Es cieno», dijo el rey, «pero mi deber me trajo aquí y el vuestro no». A los pocos minutos, una bala de cañón cayó en el lugar y mató al caballero.
El estudiante confiado puede invenir los avisos de su primer instinto bajo la guía de un instinto más profundo. Aprende a dar la bienvenida a la desgracia, aprende que la adversidad es la prosperidad de los grandes. Aprende la grandeza de la humildad. Trabajará en la oscuridad, trabajará contra el fracaso, el dolor y la malevolencia. Si recibe un insulto, puede ser insultado; todo su cometido es no insultar. Hafiz escribe:
En el último día, los hombres
llevarán polvo en la cabeza,
como insignia y ornamento
de su vulgar confianza.
La moral iguala a todos; enriquece, empobrece a todos. Es la moneda que todo lo compra y que todos encuentran en su bolsillo. Bajo el látigo del conductor, el esclavo se sentirá igual que los santos y héroes. En la peor ruina y calamidad, el hombre se sorprende por un sentimiento de elasticidad que reduce a nada la pérdida.
Recuerdo ciertos rasgos de una persona notable, cuya vida y doctrina revela muchas inspiraciones de este sentimiento, benito siempre fue grande en el momento presente. No acaparó nada del pasado, ni en su gabinete ni en su memoria. No tenía planes de futuro, ni respecto a lo que haría a los hombres ni respecto a lo que ellos le harían a él. Decía: «Nunca me superan salvo cuando sé que me superan. Conozco gente brutal y poderosa a la que no sé cómo replicar. Creen que me han derrotado. Así aparece en la sociedad, en los periódicos; soy derrotado de este modo, a la vista de todos los hombres, tal vez en una docena de líneas diferentes. Mi libro de cuentas puede mostrar que estoy en deuda, pero no puede hacer que los extremos se toquen y vencer así al enemigo. Puede que mi carrera no prospere: estamos enfermos, somos feos, oscuros e impopulares. Mis hijos pueden malograrse. También parece que fracaso con mis amigos y clientes. En todos los encuentros que han tenido lugar, no he sido armado para esa ocasión en particular y he sido derrotado históricamente; sin embargo, sé todo el tiempo que nunca he sido derrotado; nunca he luchado y lucharé, por cierto, cuando llegue mi hora, y venceré». El Vishnu Sarma dice: «El hombre que, tras haber comparado su propia fuerza o debilidad con la de los demás no conoce la diferencia, es superado fácilmente por sus enemigos».
«Pasé diez meses en el campo», dijo. «La estrellada Orión fue mi única compañía. Allá donde podía ir una ardilla o una abeja, podía ir yo. Comía cuanto se me brindaba; cogí la hiedra y el cornejo. Cuando salí al extranjero, caminé junto a todo hombre, porque sabía que mi bien y mi mal no vendrían de allí, sino del Espíritu al que servía. No podía rebajarme a sal una circunstancia, como los demás, que ponían su vida en su fortuna y su compañía. No me degradaba a mí mismo buscando en mi memoria un pensamiento ni estando a la espera de otro. Si llegaba el pensamiento, lo entretenía. Debía entrar en mis manos y pies, pero si no venía espontáneamente no resultaba legítimo. Si podía prescindir de mí, estaba seguro de que podía prescindir de él. Lo mismo ocurría con mis amigos. Nunca cortejaba al más encantador. No solicitaba amistad o favor alguno. Cuando fuera yo mismo, ambos lo sabríamos. Nada había de ser pedido o garantizado». Benito salió a buscar a su amigo y lo encontró en el camino, pero no expresó sorpresa por la coincidencia. Por lo demás, si llamaba a la puerta de su amigo y no estaba en casa, ya no volvía; concluía que había malentendido las insinuaciones.
Se empeñaba en no pedir excusas al mismo individuo al que había perjudicado. Esto, según decía, era una muestra de vanidad personal; no obstante, corregiría su conducta en aquel aspecto en que se hubiera equivocado con vistas a la siguiente persona que conociera. Así se satisfacía, a su parecer, la justicia universal.
Mira fue a preguntarle qué debía hacer con la pobre mujer de Genesse que se había puesto a su servicio a un chelín al día y a quien, tras enfermar, ella misma había tenido que encamar. ¿Había de cuidarla o despedirla? Benito dijo: «¿Por qué preguntas? Una cosa se aclara cuando se hace, cuando llega su hora. Dudas sobre si ponerla en la calle. Piensa en arrojar a la calle a la pequeña Jenny que llevas en brazos. Si arrojas a la mujer, arrojas a la pequeña, aunque no te lo parezca».
En los llamados Tembladores encuentro una creencia, en la doctrina que fielmente profesan, que los anima a abrir sus puertas a todo caminante que se proponga vivir con ellos, porque, según dicen, el Espíritu se manifestará de inmediato al hombre y se manifestará a la sociedad qué clase de persona es y si es uno de ellos. No le reciben ni le rechazan. No en vano han ido sucios de barro, han trabajado sufridamente en sus campos y se han revuelto con sus danzas de oso, de año en año, si en verdad han alcanzado tanta sabiduría.
Honrad a aquel cuya vida sea perpetua victoria, a aquel que, por simpatía con lo invisible y lo real, encuentra apoyo en el trabajo, en lugar de la alabanza; que no brilla y que preferiría no hacerlo. Tal es el hombre que, con los ojos abiertos, elige la virtud que ultraja al virtuoso, y la religión ante la cual frenan las Iglesias sus discordias con el fin de quemar y exterminar. Pues la virtud suprema está siempre contra la ley.
El milagro acude siempre al milagroso, no al aritmético. El talento y el éxito me interesan sólo moderadamente. La clase superior, los que afectan a nuestra imaginación, los hombres que no pueden abarcar sus objetos con sus manos, los extraviados, los perdidos, los locos de las ideas, sugieren lo que no pueden ejecutar. Hablan a las épocas y son oídos desde lejos. El Espíritu no ama las parálisis o las malformaciones. Si alguna vez hubo un buen hombre, tened por seguro que hubo otro y habrá más.
Así ocurre en relación con la hora futura, el espectro ataviado con la belleza en la cortina por la noche, en la mesa por el día: la aprehensión, la seguridad de un cambio venidero. La raza humana siempre ha mostrado al menos este agradecimiento implícito por el don de la existencia, es decir, por su continuación. Toda revelación digna de nosotros, la confianza gentil que hallamos en nuestra experiencia, cubrirá de flores las vertientes de este abismo.
El alma, cuando ha sido bien empleada, no siente curiosidad por la inmortalidad. Se halla tan complacida que está segura de que seguirá estándolo. No pregunta por el poder supremo. El hijo de Antíoco preguntaba a su padre cuándo entraría en la batalla. «¿Acaso temes ser el único en el ejército que no oiga la trompeta?», replicó el rey. Es algo supremo confiar en que, si es mejor que vivamos, viviremos: mejor abrigar esta convicción que tener el arrendamiento de indefinidos siglos y milenios y eones. Superior a la cuestión de nuestra duración es la cuestión de nuestro mérito. La inmortalidad vendrá a los que resulten adecuados a ella y el que será un alma grande en el futuro debe ser un alma grande ahora. Es una doctrina demasiado notable para depender de leyenda alguna, es decir, de nada que no sea la propia experiencia. Debe probarse por nuestra actividad y proyectos, que implican un interminable futuro para su despliegue.
Lo que llamamos religión afemina y desmoraliza. Tal como sois, los dioses no pueden ayudaros. Demasiado a menudo los hombres son incapaces de vivir por la olvidadiza desigualdad respecto a sus necesidades, o sufren por la política, la mala vecindad o la enfermedad, y se alegrarían de saber que quedan exentos de los deberes de la vida. No obstante, el sabio instinto pregunta: «¿Cómo los ayudará la muerte?». Esos no quedarán exentos cuando mueran. No desearéis la muerte por pusilanimidad. El peso del universo presiona sobre los hombros de cada agente moral para sostenerle en su tarea. El único modo conocido de escapar en todos los mundos de Dios es la acción. Debes hacer tu trabajo antes de que seas liberado. En la medida en que se trata de una cuestión de hecho respecto al gobierno del universo, Marco Antonio lo resumió todo en una palabra: «Es grato morir si hay dioses; es triste vivir si no los hay».
Pienso que la última lección de la vida, el canto coral que surge de todos los elementos y de todos los ángeles, es una obediencia voluntaria, una libertad necesitada. El hombre está hecho de los mismos átomos que el mundo, comparte las mismas impresiones, predisposiciones y destino. Cuando su espíritu se ilumina, cuando su corazón es amable, se lanza gozosamente al orden sublime y hace con conocimiento lo que hacen las piedras por su estructura.
La religión que ha de guiar y satisfacer en la época presente y venidera, cualquiera que sea, debe ser intelectual. La mente científica debe tener fe en la ciencia. «Hay dos cosas que aborrezco», dijo Mahoma, «el sabio en su infidelidad y el necio en su devoción». Nuestra época se muestra impaciente con ambos y en especial con el último. No admitamos nada ahora que no sea su propia prueba. Seguramente hay bastante para el corazón y la imaginación en la religión misma. No nos molestemos con aserciones y medias verdades, con emociones y resuello.
Habrá una nueva Iglesia fundada en la ciencia moral, al principio fría y desnuda, de nuevo un niño en un pesebre, el álgebra y las matemáticas de la ley ética, la iglesia de los hombres por venir, sin caramillos, salterios o sacabuches; pero tendrá el cielo y la tierra como vigas y pares; la ciencia como símbolo e ilustración; reunirá rápidamente la belleza, la música, la pintura y la poesía. Nunca ha habido un estoicismo tan firme y exigente como este. Enviará al hombre a su soledad central, hará que se avergüence de los modales sociales, suplicantes, y le hará saber que mucho de cuanto tiene se lo debe a su amigo. No esperará cooperación, caminará sin compañía. El pensamiento anónimo, el poder anónimo, el corazón superpersonal serán su único reposo. Necesita sólo su propio veredicto. La buena fama no puede ayudarle ni la mala fama herirle. Las leyes son su consuelo, pues las buenas leyes están vivas, saben si las hemos observado y le animan con la guía de un gran deber y un horizonte infinito. El honor y la fortuna existen para aquel que reconoce siempre la vecindad de las grandes causas, que siempre se siente en presencia de causas elevadas.