V

COMPORTAMIENTO

La gracia, la belleza y el capricho

construyeron este portal dorado;

graciosas mujeres, hombres elegidos,

deslumbran al mortal:

el dulce y noble rostro de aquellos

es su encantador alimento;

no necesita ir tras ellos, su forma

a solas le asedia.

Rara vez los mira a la cara,

sus ojos exploran el terreno,

la verde hierba es un espejo

donde halla aquellos rasgos.

Apenas les dice nada

danza el corazón en su pecho,

y la serenidad le priva

de ingenio, palabras, reposo.

Demasiado débil para vencer

y cariñoso para rehuir

a los tiranos de su condena,

el defraudado Endimión

se desliza a la tumba.

El alma que anima la naturaleza no resulta menos significaba en la figura, movimiento y gesto de cuerpos animados que en su último vehículo de expresión articulada. Este silencioso y sutil lenguaje conforma los modales; no qué, sino cómo. La vida expresa. Una estatua no tiene lengua y no la necesita. Los buenos cuadros no precisan declamación. La naturaleza cuenta cada vez un secreto. Sí, pero en el hombre lo cuenta todo el tiempo, por la forma, actitud, gesto, porte, la cara y sus facciones, y por toda la acción de la máquina. Llamamos modales a la acción o conducta visible del individuo que resulta de la combinación de su organización y voluntad. ¿Qué somos sino pensamiento que penetra manos y pies, que controla los movimientos del cuerpo, el habla y el comportamiento?

Siempre hay una manera mejor de hacerlo todo, incluso de cocer un huevo. Los modales son las maneras felices de hacer las cosas; primero un golpe de genio o de amor, luego repetido y endurecido por el uso. Al final forman un rico barniz con el que se limpia la rutina de la vida y se adornan sus detalles. Si son superficiales, también lo son las gotas de rocío que otorgan esa profundidad a los prados matinales. Los modales son comunicables; los hombres los captan mutuamente. Consuelo, en el romance, se jacta de las lecciones que ha dado a los nobles en cuestión de modales sobre el escenario, y en la vida real. Taima enseñó a Napoleón las artes del comportamiento. El genio inventa modales excelentes, que el barón y la baronesa copian de inmediato y, con la ventaja del palacio, mejoran la instrucción. Estereotipan en cierto modo la lección que han aprendido.

El poder de los modales es incesante: se trata de un elemento tan inocultable como el fuego. La nobleza no puede disimularse en ningún país, no más en una república o una democracia que en un reino. Ningún hombre puede resistir su influencia. Hay ciertos modales que se aprenden en la buena sociedad, con tal fuerza que, si una persona los tiene, él o ella deben ser tratados con consideración y bien recibidos en tocias partes, aunque no posean belleza, riqueza o genio. Dad a un muchacho habilidad y talento y le habréis dado la maestría de palacios y fortunas dondequiera que vaya. No tendrá la inquietud de adquiridos o deberlos a nadie; es solicitado por ellos para entrar en su posesión. Enviamos muchachas con una disposición tímida y retraída al internado, a la escuela de equitación, a la de baile, o allí donde puedan conocer a personas destacadas de su propio sexo; donde puedan aprender modales y tenerlos a mano. El poder de una mujer a la moda para guiar, y también para intimidar y repeler, deriva de que las demás crean que conoce recursos y comportamientos que les están vedados; pero cuando estas conocen su secreto, aprenden a enfrentarse a ella y recuperan el dominio de sí mismas.

Cada día es testigo de su gentil regla. La gente que impondría, ahora ya no impone. El círculo mediocre aprende a exigir lo que pertenece a un estado superior de naturaleza o de cultura. Vuestros modales están siempre sometidos a examen por comités que no levantan sospechas —como un policía de paisano—, y que os otorgan o niegan los mayores premios cuando menos pensáis en ello.

Hablamos mucho de empresas, pero nos asociamos por nuestros modales. Durante los negocios, nos dirigimos a aquel que conoce, tiene o hace esto o aquello que necesitamos, y no permitimos que nuestro gusto o sentimiento sea un obstáculo. Pero, acabada esa actividad, volvemos al estado indolente y deseamos a aquellos con los que estamos a gusto, que irán donde vayamos, cuyos modales no nos ofendan, cuyo tono social esté de acuerdo con el nuestro. Cuando reflexionamos sobre su fuerza alegre y persuasiva; sobre cómo recomiendan, preparan y arrastran a las personas; sobre cómo, en todos los clubes, los modales hacen a los miembros; sobre cómo los modales suponen la fortuna del joven ambicioso; sobre el hecho de que, casi siempre, sus modales se casan con él y él con ellos; cuando Pensamos en la llave que suponen y respecto a qué secretos; sobre qué elevadas lecciones e inspirados toques de carácter transmiten y qué adivinación se nos exige para leer este hermoso telegrama, entonces vemos la importancia del asunto y sus relaciones con la conveniencia, el poder y la belleza.

Su primer servicio es muy bajo; son la moralidad menor, aunque se trata del principio de la cortesía: hacernos, supongo, soportables unos a otros. Los apreciamos por su áspera y plástica fuerza purificadora: para sacar a la gente de su estado cuadrúpedo, lavarla, vestirla y ponerla erguida; para mudar sus cascaras y hábitos animales, obligarla a estar limpia, intimidar su rencor y mezquindad, enseñarle a ahogar la expresión vulgar y escoger la generosa y hacerla saber cuán feliz es el comportamiento generoso.

Las leyes no pueden alcanzar al mal comportamiento. La sociedad está infestada de personas groseras, cínicas, inquietas y frívolas que hacen presa en los demás, a las que una opinión pública concentrada en los buenos modales —formas aceptadas por el sentido común— puede alcanzar: los contradictores y denigrantes en mesas públicas y privadas que son como terriers, que consideran que el deber de un perro es aullar a cada peatón y honrar la casa ladrándole aun cuando ya esté lucia (lela vista; he visto hombres que relinchan como un caballo cuando se los contradice o se dice algo que no entienden; luego los osados, que se invitan a sí mismos a entrar en vuestro hogar; el hablador perseverante que os brinda su compañía en dosis grandes y saturadas; los que se compadecen a sí mismos, una clase peligrosa; el frívolo Asmodeo que confía en que consigáis atarle con cuerdas de arena; los monótonos: en suma, todo tipo de absurdo que supone un castigo social del que el juez no os podrá defender ni curar y que debe ser confiado a la fuerza restrictiva de la costumbre, de los proverbios y de las reglas familiares del comportamiento impresas en los jóvenes desde su época escolar.

En los hoteles a las orillas del Misisipí publican, o solían publicar, entre las normas de la casa, que «no se permitirá a ningún caballero sentarse a la mesa sin chaqueta»; y en el mismo país, en los bancos de las iglesias, pequeños letreros advierten al devoto contra una ruidosa expectoración. Charles Dickens, de manera mortificante para sí mismo, emprendió la reforma de los modales americanos en incontables particulares. Pienso que la lección no se perdió del todo, pues atacaba los malos modales para que los patanes pudieran ver la deformidad. Por desgracia, el libro tenía su propia deformidad. No debería ser necesario informar en una sala de conferencias a los extranjeros de que no hablen en voz alta; ni a personas que contemplan hermosos grabados de que no deben manosearlos como telarañas y alas de mariposa; ni a personas que miran una estatua de mármol de que no han de golpearla con bastones. No obstante, incluso en la perfecta civilización de esta ciudad, tales avisos no resultan por completo innecesarios en el ateneo y la biblioteca pública.

Los modales son artificiales y se deben tanto a la circunstancia como al carácter. Si contempláis los retratos de patricios y de campesinos de diferentes épocas y países, comprobaréis cómo se corresponden con las mismas criases en nuestras ciudades. El moderno aristócrata no está sólo bien dibujado en los dogos venecianos de Tiziano y en las monedas y estatuas romanas, sino también en las pinturas que el comodoro Perry trajo al país de dignatarios del Japón. Las amplias tierras y grandes intereses no sólo llegan a las cabezas que pueden manejarlos, sino que forman modales de poder. Una mirada aguda verá también hermosas gradaciones de rango, o verá en los modales el tipo de homenaje que el grupo suele recibir. Un príncipe que se acostumbra a diario a ser cortejado por las mayores dignidades adquiere una expectación correspondiente y el modo apropiado de recibir y responder a este homenaje.

Siempre hay modos y personas excepcionales. Grandes ingleses afectan ser granjeros. Un chismoso es un mequetrefe y, bajo el acabado del atuendo y la ligereza del comportamiento, oculta el terror de su guerra. Pero la naturaleza y el destino son sinceros y nunca olvidan dejar su marca, imponer un signo para todas y cada una de las cualidades. Conquistar la propia cara es mucho y, tal vez, el joven ambicioso cree que posee todo el secreto cuando ha aprendido los modales desenvueltos y dominantes. No os dejéis engañar por una fácil apariencia. Los hombres tiernos a veces tienen fuerte voluntad. En Massachusetts teníamos un viejo estadista que se sentó toda su vida en los tribunales y escaños del estado sin ser capaz de superar una extrema irritabilidad de rostro, voz y porte; cuando hablaba, su voz no le servía; crujía, se quebraba, resollaba, cantaba; poco le importaba; sabía que la tenía para cantar, resollar o chirriar su argumento y su indignación. Una vez se sentaba, tras haber hablado, parecía víctima de un ataque y se agarraba a la silla con ambas manos; pero por debajo de esa irritabilidad había una voluntad pujante, firme y progresiva, y una memoria en que se depositaba con orden y método, como estratos geológicos, cada hecho de su historia bajo el control de su voluntad.

Los modales son en parte artificiales, pero, en lo principal, debe haber capacidad para la cultura en la sangre. De lo contrario, la cultura sería en vano. El obstinado prejuicio en favor de la sangre que reside en la base de las fábricas feudales y monárquicas del Viejo Mundo tiene cierta razón de ser en la experiencia común. Todo hombre —matemático, artista, soldado o mercader— busca confiadamente en su hijo algunos de sus rasgos y talentos, que no se atrevería a suponer en el hijo de un extranjero. Los orientalistas son muy ortodoxos al respecto. «Coge un espino», dijo el emir Abdel-Kader, «y rocíalo con agua durante un año; sólo dará espinas. Coge una palmera, déjala a su cuidado y siempre producirá dátiles. La nobleza es la palmera y el populacho árabe es el espino».

Un hecho destacado en la historia de los modales es la maravillosa expresividad del cuerpo humano. Si estuviera hecho de cristal o de aire y los pensamientos estuvieran escritos en tablas de acero, no podría publicar con mayor verdad que ahora su significado. Los sabios leen con agudeza vuestra historia privada en la mirada, el paso y el comportamiento. Toda la economía de la naturaleza se inclina a la expresión. El cuerpo revelador es todo lenguas. Los hombres son como relojes ginebrinos con caras de cristal que exhiben todo el movimiento. El licor de la vida sube y baja por ellos en hermosas botellas y anuncia a los curiosos cómo se encuentra. El rostro y los ojos revelan lo que el espíritu está haciendo, su edad y su objetivo. Los ojos indican la antigüedad del alma, o a través de cuántas formas ha ascendido. Casi se violaría la conveniencia si dijéramos en voz alta lo que la mirada confesora no duda en decir a todo transeúnte.

El hombre no puede fijar la mirada en el sol, y esa es su imperfección. En Siberia, un viajero descubrió hace poco a hombres que podían ver los satélites de Júpiter a simple vista. En ciertos aspectos los animales nos superan. Las aves tienen mayor vista junto a la ventaja del elevado observatorio de sus alas. Una vaca puede indicar a su ternero con una señal secreta, probablemente del ojo, que huya o yazca y se esconda. Los jinetes dicen que ciertos caballos pueden «dominar el terreno con la mirada». La vida exterior y la caza y el trabajo dan un vigor igual al ojo humano. Un granjero os mira con tanta fortaleza como un caballo; su mirada es como el golpe de un garrote. El ojo puede amenazar como una pistola cargada o insultar como un silbido o una patada; o, con humor alterado, por destellos de amabilidad, puede hacer que el corazón baile de gozo.

El ojo obedece con exactitud a la acción del espíritu. Cuando un pensamiento nos impresiona, la mirada se fija y queda prendida a lo lejos; al enumerar los nombres de personas o países, como Francia, Alemania, España, Turquía, los ojos pestañean a cada nombre. No hay belleza del aprendizaje buscado por el espíritu que los ojos no traten de adquirir. «Un artista», dijo Miguel Ángel, «debe tener sus herramientas en el ojo, no en la mano», y el catálogo de sus realizaciones no tiene fin, ya sea en la visión indolente (de la salud y la belleza) o en la visión esforzada (del arte y el trabajo).

Los ojos son osados como leones: vagan, corren, saltan aquí y allá, cerca y lejos. Hablan todos los lenguajes. No esperan presentación alguna; no son ingleses; no piden permiso por rango o edad; no respetan la pobreza ni la riqueza, ni el saber o el poder, ni la virtud o el sexo, sino que interrumpen y vuelven de nuevo y os atraviesan al instante. ¡Qué inundación de vida y pensamiento se descarga de un alma a otra a través de ellos! La mirada es magia natural. La misteriosa comunicación que se establece en una casa entre dos completos desconocidos mueve todas las fuentes del asombro. La comunicación por la mirada, en su mayor parte, no está sujeta al control de la voluntad. Es el símbolo corporal de la identidad de la naturaleza. Miramos a los ojos para saber si esta nueva forma es otra identidad, y los ojos no mentirán, sino que harán una fehaciente confesión de quién habita allí. A veces las revelaciones son terroríficas. Si se admite que existe un demonio vulgar y usurpador, el observador parecerá sentir la agitación de búhos, murciélagos y pezuñas donde buscaba inocencia y sencillez. Es notable también que el espíritu que aparece en las ventanas de una casa se invista de pronto de una nueva forma propia para el que la contempla.

Los ojos de los hombres conversan tanto como sus lenguas, con la ventaja de que el dialecto ocular no necesita diccionario, sino que se entiende en todo el mundo. Cuando los ojos dicen una cosa y la lengua otra, el hombre experimentado confía en el lenguaje de los primeros. Si un hombre está descentrado, la mirada lo muestra. Podéis leer en los ojos del compañero si vuestro argumento le alcanza aunque su lengua no lo confiese. Hay una mirada por la que el hombre muestra que va a decir algo bueno, y otra mirada cuando lo ha dicho. Todos los excelentes oficios y ofertas de la hospitalidad son vanos y olvidados si no hay alegría en la mirada. ¡Cuántas furtivas inclinaciones admitidas por ella, aunque disimuladas por los labios! Suele ocurrir que se haya estado con otras personas sin decir nada y sin oír ninguna observación importante y, sin embargo, si se está en sintonía con la sociedad, no se tendrá conciencia de este hecho por la corriente de vida que fluye hasta la persona y sale de ella a través de la mirada. A buen seguro hay ojos que no permiten más la entrada en el hombre que arándanos. Unos son líquidos y profundos: pozos en los que el hombre podría caer. Otros son agresivos y devoradores y parecen avisar a la policía, llamar demasiado la atención y exigir avenidas atestadas y la seguridad de millones para proteger a los individuos contra ellos. Conozco el ojo militar, que resplandece oscuramente bajo cejas rústicas o clericales. Es la ciudad de Lacedemonia; es un montón de bayonetas. Hay ojos interrogativos, ojos afirmativos, ojos merodeadores y ojos Henos de hado: unos de buen y otros de siniestro presagio. El supuesto poder para calmar la locura o la ferocidad en las bestias es un poder tras la mirada. Tiene que ser una victoria lograda en la voluntad antes de que pueda significar algo en los ojos. Es muy cierto que cada hombre lleva en su mirada la indicación exacta de su rango en la inmensa escala de los hombres, y siempre estamos aprendiendo a leerla. Un hombre completo no debería necesitar auxiliares en su presencia personal. Cualquiera que le mirara consentiría en su voluntad tras comprobar que sus objetivos fueran generosos y universales. La razón por la que los hombres no nos obedecen es porque ven el fango al fondo de nuestros ojos.

Si el órgano de la vista es tal vehículo de poder, los otros rasgos tienen el suyo. Un hombre encuentra espacio en las pocas pulgadas de la cara para las facciones de todos sus antepasados, para la expresión de toda su historia y sus necesidades. El escultor Winckelmann y Lavater pueden deciros lo significativa que es una nariz; cómo su forma expresa la fuerza o debilidad de la voluntad y el buen o mal humor. La nariz de Julio César, de Dante y de Pitt sugiere «los terrores del pico». ¡Qué refinamiento y qué limitaciones revelan los dientes! «Cuídate de reír», decía la madre sabia, «porque mostrarás todos tus defectos».

Balzac dejó en manuscrito un capítulo que llamó Théorie de la démarche, en que dice: «La mirada, la voz, la respiración y la actitud o el paso son idénticos. No obstante, como no le ha sido dado al hombre el poder de estar en guardia a la vez sobre estas cuatro expresiones simultáneas y diferentes de su pensamiento, observad la que dice la verdad y conoceréis al hombre completo».

Los palacios nos interesan sobre todo por la exhibición de los modales que en la ociosa y cara sociedad que reside en ellos se elevan a un arte superior. La máxima de las corles es que los modales son poder. Un porte tranquilo y resuelto, un habla pulida, un embellecimiento de naderías y el arte de ocultar todo sentimiento desagradable son esenciales para el cortesano; y Saint-Simon, y el Cardenal de Retz, y Rœdeger y una enciclopedia de Mémoires os instruirán, si lo deseáis, en esos potentes secretos. Es un punto de orgullo en los reyes recordar caras y nombres. Se cuenta de un príncipe cuya cabeza tenía el aire de cierta inclinación a fin de no humillar a la multitud. Hay gente que llega siempre como un niño con un recorte de buenas noticias. Del fallecido Lord Holland se decía que siempre bajaba a desayunar con el aspecto de un hombre que acaba de tener una señal de buena suerte. En Notre Dame, el noble ocupa su lugar en la tarima con la mirada del que está pensando en otra cosa. Pero no debemos mirar ni escuchar a hurtadillas a la entrada del palacio.

Los buenos modales necesitan el apoyo de los buenos modales en los demás. Un hombre de letras puede ser un hombre bien criado o no. Cuando un entusiasta se presenta en la sociedad de los literatos se encuentra helado y silenciado por no sentirse en su elemento. Ellos tienen algo que él no tiene y que, según parece, debería tener. Pero si se encuentra con el hombre de letras aparte de sus compañeros, entonces es el turno del entusiasta y aquel no tiene defensa y debe tratarlo en sus términos. Ahora deben pelear en la batalla según su fuerza personal. ¿Cuál es el talento de ese personaje tan común, el exitoso hombre de mundo, en los mercados, senados y salones? Modales: modales de poder; juicio para entender su ventaja y modales a la altura. Ved cómo se aproxima su hombre. Sabe que las tropas se comportan tal como se las maneja desde el principio; ese es su secreto barato: precisamente lo que les ocurre a dos personas que se encuentran en cualquier asunto; una percibe al instante que tiene la clave de la situación, que su voluntad comprende la de la otra, como el gato y el ratón, y sólo tiene que usar la cortesía y proporcionar razones naturales a su víctima para ocultar la cadena, de modo que no le avergüence oponer resistencia.

El teatro donde esta ciencia de los modales tiene una importancia formal para nosotros no es la corte, sino el palco, donde, tras los negocios del día, hombres y mujeres se hallan ociosos para el mutuo entretenimiento en salones decorados. Por supuesto, el lugar tiene diversos méritos y atractivos, pero no podemos alabarlo en exceso si pensamos en las personas serias, en los jóvenes que abrigan grandes esperanzas en su corazón. Se trata de una compañía elegante, habladora, donde cada uno se inclina a divertir al otro; sin embargo, el turco linajudo se imaginó que todas las mujeres parecían sufrir en busca de un asiento; que los conversadores estaban trastornados y agotados por falta de oxígeno; que aquello echaba a perder a las mejores personas y todo lo ponía sobre zancos. Sin embargo, aquí se escriben y leen las biografías secretas. El aspecto de aquel hombre es repulsivo; no deseamos tratar con él. El otro es irritable, retraído y está a la defensiva. El joven parece humilde y varonil: lo elegimos. Fijaos en esa mujer. No os brinda belleza, frases brillantes ni distinción, pero todos la ven alegre; su aire y aspecto es saludable. Aquí vienen los sentimentales y los inválidos. Aquí está Elise, que se resfrió al nacer y siempre ha ido a peor desde entonces. Aquí hay modales de ratón y modales de ladrón. «Mirad a Northcote», decía Fuseli, «parece un ratón que ha visto a un gato». En la compañía superficial, que se excita y cansa fácilmente. Bernard está como una columna: los Alleghanies no expresan más reposo que su comportamiento. Aquí está la dulce mirada persecutoria de Cecile; siempre parece preguntar al corazón. Nada puede resultar más excelente que la gracia corintia de los modales de Gertrude y, sin embargo, Blanche, que no tiene modales, tiene mejores modales que ella; porque los movimientos de Blanche son los arranques de un espíritu que basta por el momento y puede permitirse expresar cualquier pensamiento por la acción instantánea.

Los modales han sido definidos de manera algo cínica como el logro de los sabios para mantener a distancia a los necios. La moda es astuta para reconocer a aquellos que no están en su onda y rara vez despilfarra sus atenciones. La sociedad es muy rápida en sus instintos y, si no pertenecéis a ella, se resiste y se burla de vosotros u os deja atrás sin cuidado. La primera arma enfurece al partido atacado; la segunda es aún más efectiva, pero no es posible oponerse a ella, ni se descubre fácilmente la fecha de la transacción. La gente creció y envejeció ion esta herida y nunca sospechó la verdad, adscribiendo la soledad que actúa en ellos de manera injuriosa a cualquier causa, salvo la justa.

La base de los buenos modales es la confianza en sí mismo. La necesidad es la ley de todos los que no se dominan a sí mismos. Los que no se dominan a sí mismos se imponen a nosotros y nos perjudican. Algunos hombres se sienten como si pertenecieran a una casta paria. Temen ofender, se inclinan y se excusan, y caminan por la vida con paso tímido. Así como a veces soñamos que nos encontramos en compañía de personas elegantes sin chaqueta, Godfrey actúa como si siempre sufriera por alguna circunstancia mortificante. El héroe debería encontrarse como en casa allí donde estuviera; debería impartir comodidad por su sola seguridad y buena condición a cuantos le contemplaran. El héroe ha de sufrir por ser él mismo. Una persona fuerte percibe que tiene garantizada la inmunidad mientras rinda a la sociedad algún servicio que le resulte natural y apropiado: una inmunidad frente a todas las observancias y deberes que la sociedad impone tiránicamente a sus soldados rasos. «Eurípides», dice Aspasia, «no tiene los hermosos modales de Sófocles, pero los conductores y maestros de nuestra alma», añade con buen humor, «tienen seguramente el derecho a extender sus ramas con tanto descuido como quieran en un mundo que les pertenece y ante criaturas que han animado»[16].

Los modales exigen tiempo y nada es más vulgar que la prisa. La amistad debería estar rodeada de ceremonias y respeto y no aplastada en las esquinas. La amistad exige más tiempo del que por lo general tienen los pobres hombres afanados. Aquí viene Roland hasta mí con un sentimiento delicado que le guía y envuelve como una nube divina o un espíritu santo. Resulta mezquino para ambos que esto no sea ociosamente comprendido, sino que, por el contrario, sea frustrado por asuntos importunos.

No obstante, a través de este lustroso barniz, la realidad brilla siempre. Es difícil preservar el qué sin romper esta hermosa pintura del cómo. El corazón saldrá a la superficie. La fuerte voluntad y la aguda percepción superan los viejos modales y crean los nuevos, y el pensamiento del presente tiene un valor mayor que todo el pasado. Con personas de carácter no reparamos en los modales por su naturaleza instantánea. Nos sorprenden las cosas logradas, al margen de la capacidad para observar su camino. Sin embargo, nada es más encantador que reconocer el gran estilo que atraviesa tales acciones. La gente se oculta tras la mascarada de sus fortunas, títulos, cargos y relaciones, como los presidentes académicos o civiles, o los senadores, los profesores o los grandes abogados, y se impone a los frívolos, y a buena parte de los demás, con su fama. Al menos es cuestión de buenos y prudentes modales tratar tal reputación con delicadeza, como si lo mereciera. Pero el triste realista conoce a esos tipos nada más verlos, y ellos a él, como cuando en París el jefe de la policía entra en un salón de baile y los engalanados pretendientes se encogen y pasan tan inadvertidos como pueden o le dirigen una mirada suplicante. «He recibido por nacimiento el don de la adivinación», dijo la sibila, y siempre nacen Casandras semejantes.

Los modales impresionan cuando indican un poder real. Un hombre que está seguro de algo tiene una expresión amplia y satisfecha que todos leen. Y no se puede enseñar a nadie correctamente un aire y unos modales sino haciendo que sea el tipo de hombre para quien tales modales son la expresión natural. La naturaleza da siempre gran valor a la realidad. Lo que se hace por el efecto, se ve que se hace por el efecto; lo que se ha hecho por amor se siente que se ha hecho por amor. Un hombre inspira afecto y honor porque no mentía al esperarlos. Aquello por lo que visitamos a un hombre se hizo en la oscuridad y el frío. Un poco de integridad es mejor que cualquier carrera. Tan profundas son las fuentes de esta acción superficial que incluso el tamaño de vuestra compañía parece variar con su libertad de pensamiento. Ninguna regla de carpintero, ni vara ni cadena medirán las dimensiones de una casa o un solar; entrad en la casa. Si el propietario resulta forzado y evasivo, no importa lo grande que sea la casa, lo hermosos que sean sus cimientos; rápidamente llegaréis al final. Pero si el hombre tiene dominio de sí mismo, es feliz y está a gusto, la casa está bien cimentada, es infinitamente grande e interesante, y el tejado y la cúpula se sostienen como el cielo. Bajo la techumbre más humilde, la persona más corriente, vestida con sencillez, se sienta allí imponente, gozosa, formidable como los colosos egipcios.

Ni Aristóteles, ni Leibniz, ni Junius ni Champollion han fijado las reglas gramaticales de este dialecto, más antiguo que el sánscrito, pero los que aún no han aprendido a leer el inglés pueden leerlo. Los hombres se toman la medida mutuamente cuando acaban de conocerse y cada vez que se encuentran. ¿Cómo logran ese rápido conocimiento, aun antes de hablar, de la capacidad y disposición recíproca? Se diría que la persuasión de su discurso no está en lo que dicen o que los hombres no convencen por su argumento, sino por su personalidad, por •o que son y lo que han dicho y hecho hasta ese momento. Se escucha a un hombre fuerte y cuanto dice es aplaudido. Otro se le enfrenta con un sólido argumento, y el argumento es examinado hasta que alcanza al espíritu de una persona notable; luego se propaga a la comunidad.

La confianza en sí mismo es la base del comportamiento, como garantiza el hecho de que los poderes no se derrochan por una demostración excesiva. En este país, donde la educación escolar es universal, tenemos una cultura superficial y profusión de lectura, escritura y expresión. Hacemos alarde de nuestras cualidades nobles en poemas y oraciones, en lugar de ponerlas a trabajar en la felicidad. Hay un susurro de los tiempos para aquel que pueda comprenderlo: «Aquello que sólo tú conozcas tendrá siempre un gran valor». Hay razón para creer que, cuando un hombre no escribe su poesía, esta escapa a través de él por otros respiraderos en lugar del respiradero de la escritura; se aferra a su forma y sus modales, mientras que los poetas rara vez tienen nada más poético que sus versos. Jacobi decía que «cuando un hombre ha expresado plenamente su pensamiento, es menos dueño de él». Se diría que la regla es que aquello que a un hombre le urge decir irresistiblemente le ayuda a él y a nosotros. Al explicar su pensamiento a los demás, se lo explica a sí mismo; pero cuando lo abre para ostentarlo, le corrompe.

La sociedad es el escenario en que se muestran los modales; las novelas son su literatura. Las novelas son el diario o registro de los modales y la nueva importancia de estos libros deriva del hecho de que el novelista empieza a penetrar la superficie y trata esta parte de la vida con mayor dignidad. Todas las novelas solían ser iguales y tenían un tono vulgar. Las novelas nos conducían con un interés estúpido por la fortuna del chico y la chica que describían. Él carecía de esposa y castillo, y el objetivo de la historia era suministrarle una o las dos cosas. Observábamos con simpatía su ascensión, paso a paso, hasta que lograba su meta, se fijaba el día de la boda y seguíamos la procesión de gala desde la casa hasta el festoneado pórtico, y entonces las puertas se cenaban de golpe y el pobre lector quedaba fuera, a la intemperie, sin el beneficio de una idea o un impulso virtuoso.

Pero las victorias del carácter son instantáneas y son victorias para siempre. Su grandeza lo aumenta todo. Toda anécdota heroica nos fortifica. Las novelas son tan útiles como biblias si os enseñan el secreto de que lo mejor de la vida es la conversación y el mayor éxito la confianza o el entendimiento perfecto entre personas sinceras. Una definición francesa de amistad es rien que s’entendre, buen entendimiento. El mayor pacto que podemos sellar con nuestro prójimo es el que reza: «Que siempre esté la verdad entre nosotros». Ese es el encanto de todas las buenas novelas, así como el de todas las buenas historias: que los héroes se entiendan mutuamente desde el principio y se traten con lealtad y una profunda confianza mutua. Es algo sublime sentir y decir de otra persona: no necesito encontrarla, hablarle o escribirle. Confío en ella como en mí mismo. Si ha hecho esto o aquello, sé que ha sido lo correcto.

En todas las personas superiores que he conocido advierto el carácter directo, la verdad expresada con mayor sinceridad, como si toda obstrucción o malformación hubiera sido apartada. ¿Qué tienen que ocultar? ¿Qué tienen que mostrar? Entre personas nobles y sencillas siempre hay una inteligencia rápida; se reconocen a primera vista y se encuentran en un terreno mejor que el de los talentos y habilidad que puedan poseer, es decir, en la sinceridad y la rectitud. Porque la cuestión no es qué talentos o genio posee un hombre, sino cómo es él respecto a sus talentos, lo que constituye la amistad y el carácter. El hombre que se sostiene a sí mismo tiene al universo de su lado. Se cuenta que el monje Basle, excomulgado por el Papa, cuando murió fue puesto bajo la tutela de un ángel que había de encontrar un lugar para él en el infierno; pero tal era la elocuencia y el buen humor del monje que allí donde fuera era recibido con alegría y tratado con cortesía, aun por los ángeles más desagradables, y cuando conversaba con ellos, en lugar de contradecirle o someterle, se ponían de su parte; incluso los ángeles buenos vinieron de lejos para verle y llevarle a su morada. El ángel que fue enviado a buscar un lugar tic tormento para él intentó conducirle a un abismo aún peor, pero sin éxito. Pues tal era el espíritu satisfecho del monje, que siempre encontraba algo digno de elogio en todo lugar y compañía, aunque estuviera en el infierno, del que hizo una especie de cielo. Al final, el ángel guardián volvió con su prisionero junto a los que le habían enviado y dijo eme no podía hallarse ningún río de fuego en el que ardiera, ya que, en cualquier caso. Basle seguía siendo incorregiblemente Basle. La leyenda dice que su sentencia fue revocada y que se le permitió ir al cielo y fue canonizado como un santo.

Hay un toque de magnanimidad en la correspondencia de Bonaparte con su hermano José cuando era rey de España quejaba de que echaba en falta en las cartas de Napoleón el tono afectuoso que había marcado su trato en la infancia. «Siento que creas», replicó Napoleón, «que no volverás a encontrar a tu hermano de nuevo salvo en los Campos Elíseos Es natural que a los cuarenta años no sienta por ti lo mismo que a los doce. Pero mis sentimientos por ti tienen mayor fuerza y verdad. La amistad tiene los rasgos del espíritu».

¡Cuánto perdonamos en aquellos que nos proporcionan el raro espectáculo de los modales heroicos! Les perdonaremos la falta de libros, de artes e incluso de las virtudes más gentiles. ¡Con qué tenacidad los recordamos! He aquí una lección que llevo conmigo desde la infancia en la Escuela de Latín y que se sitúa entre las mejores anécdotas romanas. Marco Escauro fue acusado por Quinto Vario Hispano de haber alentado a los aliados a levantarse en armas contra la república. Pero aquel, lleno de firmeza y gravedad, se defendió a sí mismo de este modo: «Quinto Vario Hispano alega que Marco Escauro, presidente del Senado, alentó a los aliados a tomar las armas; Marco Escauro, presidente del Senado, lo niega. No hay testigos. ¿A quién creéis, romanos?». Utri creditis, Quirites? Cuando hubo dicho estas palabras, fue absuelto por la asamblea del pueblo.

He visto modales que producen una impresión similar a la belleza personal, que confieren la misma alegría y nos purifican de igual modo; en experiencias memorables, son repentinamente mejores que la belleza y la tornan superflua y fea. Pero deben ser señalados por una percepción excelente, el conocimiento de la auténtica belleza. Deben mostrar siempre el dominio de sí mismo: no resultaréis fáciles, apologéticos o indiscretos, sino que reinaréis sobre vuestra palabra, y todo gesto o acción indicará poder en reposo. Los modales deben estar inspirados por un buen corazón. Nada embellece más la complexión, la forma o el comportamiento que el deseo de esparcir gozo, y no dolor, a nuestro alrededor. Es bueno proporcionar comida a un extranjero, o un alojamiento nocturno. Es mejor ser hospitalario con su buen sentido y pensamiento y animar a la compañía. Debemos ser tan corteses con un hombre como lo somos con un cuadro al que damos la ventaja de una buena iluminación. No hay que pensar en preceptos especiales: el talento de obrar bien los contiene todos. Cada hora mostrará un deber tan principal como el de mi capricho actual; sin embargo, diré que hay un tópico superficialmente prohibido a todos los mortales bien criados y racionales, a saber: su malhumor. Si no habéis dormido, o si habéis dormido, o si os duele la cabeza, o tenéis ciática, o lepra, o apoplejía, os imploro por todos los ángeles que os calméis, que no mancilléis la mañana, a la que todos los huéspedes traen pensamientos serenos y agradables, con gemidos y corrupción. Salid al azul, amad el día, no dejéis al cielo fuera del paisaje. La persona mayor y más meritoria ha de trabar, con mucha modestia, nuevas relaciones, respetando las comunicaciones divinas de las que se supone que ha de proceder lo nuevo. Un anciano, que añadía una elevada cultura a una larga experiencia de vida, me dijo: «Cuando entres en la habitación, trataré de lograr que la humanidad te resulte bella».

En lo que respecta a la delicada cuestión de la cultura, no creo que puedan establecerse sino reglas negativas. Las reglas positivas, las sugerencias, sólo las inspira la naturaleza. ¿Quién se atreverá a guiar a una joven, a una doncella, con perfectos modales? El término medio es muy delicado, difícil, digámoslo francamente: inalcanzable. ¿Qué hermosas manos no resultarán torpes al esbozar los geniales preceptos del comportamiento de la joven? El azar parece infinito contra el éxito y, sin embargo, el éxito se alcanza continuamente. No debe haber una condición secundaria, y apuesto mil contra uno a que su aire y sus modales revelarán que ella no es la primera, sino que hay otra, o muchas otras de su clase, a las que habitualmente se somete. Sin embargo, la naturaleza la eleva, sin que lo sepa, sobre estas imposibilidades, y continuamente nos sorprende con gracias y felicidades que no sólo no pueden enseñarse, sino tampoco describirse.