14.
Estados de ánimo más estables

En una aldea china vivía un labrador con su hijo. Eran humildes y, aparte de la tierra, su única posesión era un caballo. Un mal día, el animal se escapó y dejó al hombre sin fuerza motriz para arar la tierra. Cuando sus vecinos acudieron a consolarle, él les agradeció la visita y preguntó:

—¿Cómo podéis saber que ha sido una desgracia?

Todos se extrañaron de ese comentario y, al marcharse, comentaban en voz baja:

—No quiere aceptar la realidad. Dejemos que piense lo que quiera, con tal de que no se entristezca.

Una semana más tarde, el caballo retornó al establo, pero no venía solo: traía una hermosa yegua como compañía.

Al enterarse, todos entendieron la reacción del labrador. Fueron a visitarle y le felicitaron por su suerte:

—Antes tenías un solo caballo. Ahora tienes dos. ¡Enhorabuena!

—Muchas gracias por vuestras palabras —respondió el labrador—. Pero ¿cómo podéis saber que es una bendición?

Esta vez pensaron que se había vuelto loco:

—¿Será posible que no entienda que Dios le ha enviado un regalo?

Poco después, el hijo del labrador decidió domesticar a la yegua, pero el animal saltó de una manera inesperada y golpeó al muchacho rompiéndole una pierna.

Los vecinos fueron de nuevo a ver al labrador. El alcalde, solemne, declaró que todos estaban muy tristes por lo sucedido.

El hombre agradeció el cariño, pero preguntó:

—¿Cómo podéis saber si lo ocurrido ha sido una desgracia?

Todos se quedaron estupefactos, pues nadie duda de que el accidente de un hijo es una tragedia. Al salir de la casa del labrador, se decían entre sí:

—¡Este hombre está fatal! Su único hijo se puede quedar cojo y aún duda de que lo ocurrido sea una adversidad.

Al cabo de unas semanas, Japón declaró la guerra a China y el ejército reclutó a todos los jóvenes para ir al frente. A todos menos al hijo del labrador, que tenía la pierna rota. Ninguno de los muchachos de la zona retornó vivo.

Pasó el tiempo. Los dos animales tuvieron crías que rindieron buen dinero y, lo que es mejor, el hijo se recuperó. El labrador pasaba frecuentemente a visitar a sus vecinos para consolarlos y ayudarlos, ya que ellos siempre se habían mostrado solidarios.

Siempre que alguno se quejaba, el labrador decía:

—¿Cómo sabes si esto es una desgracia?

Y si alguien se alegraba mucho, él preguntaba:

—¿Cómo sabes si esto es una bendición?

Y los hombres de aquella aldea entendieron que, más allá de las apariencias, la vida tiene muchos significados.

En una ocasión tuve una paciente de catorce años, Carol, que era un encanto: dulce, inteligente y creativa. Aunque joven, era una excelente violinista. Pero unos oscuros brotes de depresión hacían palidecer su vida. La misma enfermedad a la que mi admirado Winston Churchill llamaba «my black dog» (mi perro negro).

A Carol la tristeza le solía venir sin motivo. Simplemente, aparecía y la atenazaba durante una tarde o dos, hasta que se marchaba por sí sola. Cuando sí había algún motivo solía tratarse de una nimiedad, como que se había aburrido en un museo.

—¿Por qué me pasa esto? —me preguntó en la primera sesión, mirándome con sus bellísimos ojos negros.

Su madre imaginaba que podía deberse a su reciente separación o quizá a un déficit neuroquímico, pero erraba en ambos casos.

En este capítulo vamos a estudiar cómo se producen las depresiones o ansiedades espontáneas y cómo podemos desterrarlas para alcanzar un estado de ánimo estable, que nos permitirá estar siempre alegres y llenos de energía.

Desde un punto de vista psicológico, las depresiones espontáneas funcionan igual que la ansiedad o cualquier enfermedad psicosomática: fibromialgia, cansancio crónico, dolores de estómago o de cabeza psicológicos… Son lo que yo llamo «malestares pseudofísicos». Da la impresión de que están causados por un problema médico —un virus, un problema neuronal, etc.—, pero en realidad su origen es mental.

¿POR QUÉ ME DEPRIMO?

La primera sesión de psicoterapia con Carol consistió en explicarle con todo detalle por qué tenía aquellos bajones. Entenderlo era fundamental para su cura.

—Todo esto te pasa por una cuestión bastante tonta: tienes «depres» por miedo a tener «depres» —le dije.

—¿Miedo a las depres? ¡No lo creo! Mira, yo estoy tan contenta por la mañana y, por la tarde, de repente me viene el bajón —replicó.

—Carol, aunque no lo percibas directamente, sí tienes miedo. Cuando te viene la sensación de tristeza, durante los primeros segundos tu mente te dice: «Oh, no, ahí está otra vez. ¡Tengo que apartarla!». Entonces, los esfuerzos que llevas a cabo para sacártela en esos primeros segundos, te meten más en ella —expliqué.

—¡Es que esos bajones son realmente un palo! —dijo con pesadumbre.

—¿Sabes? Vamos a aprender a no tener esas depresiones eliminando el miedo inicial: aceptando mentalmente que podrías tenerlas siempre y ser muy feliz. Con ese ejercicio mental desaparecerán. Confía en mí —concluí.

Otro de mis pacientes, Miguel, era un tipo de cuarenta años que tenía una pequeña cadena de verdulerías de mucho éxito. La vida le iba muy bien; tenía pareja y sentía una gran pasión por la moto de montaña. Pero le azotaba un problema emocional. Tenía irritabilidad y ansiedad y no sabía por qué.

—La mayor parte de los días me levanto acelerado y, a medida que transcurre la jornada, me voy poniendo más y más ansioso, hasta que por la noche ya no puedo más. He ido al neurólogo pero me dice que no tengo ningún trastorno o déficit vitamínico —me explicó.

—Pero ¿hay algún día en que te veas libre de eso? —pregunté.

—Alguno. Y tampoco entiendo por qué. Por eso el médico cree que se trata de algo mental —respondió.

Estuve viendo a Miguel unos tres meses y, durante las primeras sesiones, estaba tan ansioso que le temblaba la voz. Tenía como una especie de bicho interior que le aceleraba y le ponía en tensión.

Y es que uno de los problemas emocionales más comunes es ese tipo de ansiedad o irritabilidad sin motivo. La persona se levanta por la mañana —o de la siesta— con esa sensación desagradable de que todo le molesta, de hiperexcitabilidad y nervios flotantes. ¡Y lo peor es que no hay una causa que lo provoque! Es como si el cuerpo hubiese activado la ansiedad mediante la liberación de alguna sustancia en el cerebro.

La ansiedad de Miguel y las «depres» de Carol eran dos manifestaciones del mismo problema y la solución pasaba por realizar el ejercicio que explicaré a continuación.

EL CÍRCULO VICIOSO DEL TEMOR

Todos los síntomas psicosomáticos son producidos por el «círculo vicioso del temor»: experimentamos una sensación no placentera y nos quedamos pegados a ella, la atraemos nosotros mismos con nuestra atención; incluso la amplificamos hasta convertirla en un problema. Si no le diésemos importancia desde el inicio, se disolvería en unos minutos como un ligero picor en el brazo.

La ruptura de este círculo pasa por no rechazar la sensación. Para conseguirlo, hemos de convencernos de una premisa: «Podría ser muy feliz con la depresión o la ansiedad». Es lo que yo llamo «la plena aceptación del síntoma».

Existen muchas vías para conseguir la aceptación del síntoma. Vamos a ver aquí algunos argumentos que nos ayudan. El objetivo es no terribilizar el problema, llegar a verlo como una adversidad menor, incluso llegar a apreciar sus ventajas.

—Pero ¿las depresiones pueden tener algo bueno? —me preguntó Carol.

—Te aseguro que sí, y cuando las empieces a gozar, curiosamente, dejarás de experimentarlas —respondí.

LA VIEJA IDEA DE LA VIRTUD

Laura le preguntó en una ocasión a su hija Alba, de once años:

—¿Cuál es la parte más importante del cuerpo?

—Los oídos, mamá —respondió la pequeña.

—Muchas personas son sordas y se las arreglan perfectamente. Pero piensa y lo adivinarás —le dijo en tono cariñoso.

Durante las siguientes semanas la niña estuvo reflexionando y creyó encontrar una respuesta genial.

—¡Ya lo tengo, mamá: la vista es el sentido fundamental! Por eso la parte más importante del cuerpo son los ojos.

—Estás aprendiendo rápidamente, pero la respuesta no es correcta. Fíjate que hay muchos ciegos que son felices, pese a no poder ver —indicó la madre.

Al cabo de unos meses sucedió que el abuelo de la niña murió. El día del entierro, todos estaban muy apenados y el padre de Alba lloró. Eso impresionó a la niña. Justo después del entierro, la madre la apartó y le preguntó:

—¿No sabes todavía cuál es la parte más importante del cuerpo?

—No, mamá —respondió la niña.

—Hoy es el mejor día para contártelo. Se trata del hombro, hija mía.

—¿Porque sostiene la cabeza? —apuntó Alba.

—No. Porque en él apoyan la cabeza tus seres queridos cuando lloran.

Hace dos milenios, el filósofo griego Aristóteles predicaba que el camino hacia la felicidad estaba en la virtud. Como psicólogo, puedo certificar que se trata de una gran verdad, maravillosa y alucinante. Aunque no la única, la virtud es una vía muy útil para vencer la ansiedad y la depresión sin causa (y cualquier malestar psicógeno). Vamos a verlo.

Cuando las personas experimentamos tristeza o ansiedad sin motivo, una parte de nuestra mente se está diciendo: «¡Si sigo así, mi vida va a ser un maldito desastre!».

Y es cierto que esos síntomas pueden impedirnos tener «una vida normal». En una cena romántica, los nervios o el bajón no nos dejarán ser dulces y divertidos como de costumbre. O si estamos en un concierto, no tendremos fuerza para bailar y gozar como el resto de la gente.

No es extraño entonces que se nos pase por la cabeza la idea de que esas sensaciones nos han fastidiado la vida. Y, nos demos cuenta o no, nos preguntamos: «¿Qué puedo hacer para sacarme esto de encima? ¡Si no lo consigo, estoy acabado!». Acto seguido buscamos una salida, por medio de la distracción, la lucha mental, el alcohol o los ansiolíticos.

Yo creo que Aristóteles, en la antigua Atenas, pudo experimentar esas depresiones o ansiedades sin motivo y la búsqueda de la virtud le liberó de ellas. Seguramente, en los momentos de dificultad aprendió a decirse: «Si estuviese obligado a tener este estado de ánimo durante toda la vida, si no pudiese eliminarlo de ninguna forma, me dedicaría a los demás. ¡Sería feliz con un gran propósito vital!».

Si yo tuviese que ser depresivo para siempre —ya lo he pensado— me iría a vivir con mi amigo Jaume Sanllorente a Bombay, donde dirige un orfanato en una de las ciudades más injustas del mundo. Le pediría una habitación en la que trabajar para buscar fondos para su causa, que ya sería la mía.

Yo estaría mal, con el ánimo por los suelos, pero dedicaría unas horas al día al proyecto. El resto del tiempo intentaría pasarlo de la forma más tranquila posible. Es probable que probase a calmarme con ansiolíticos hasta el día siguiente. Pero estoy seguro de que todas las mañanas, cuando abriese la ventana de mi habitación y viese a los niños jugando en el patio, sus hermosas sonrisas serían mi alegría, mi gozoso sentido vital. Y eso me haría feliz.

El método cognitivo consiste en razonar que ninguna adversidad tiene suficiente entidad como para amargarnos: ni la muerte, ni la enfermedad, ni la soledad. Así es como piensa mi admirado Stephen Hawking, para el que «nada es terrible». Hawking sabe que mientras exista la posibilidad de hacer algo hermoso —en su caso, la investigación científica de alto nivel— podemos experimentar sentido vital y bienestar continuo.

De la misma forma, pese a estar depresivo, trabajando con chavales huérfanos en Bombay yo podría ser feliz. Y ¿por qué no? También en Barcelona. Escogería cualquier otro camino de virtud. De hecho, ¿por qué no todos? ¡Existen muchos!

Y es que ser amable, honesto, darse a los demás, ser elegante, producir belleza, cultivar la amistad, ser humilde… son grandes fuentes de goce. ¡Todas las virtudes son manantiales de felicidad y fortaleza!

Veamos a continuación algunas de las principales virtudes que podemos cultivar para conseguir fortaleza emocional.

SER HONESTO

Algunas personas tienen la neura de que la vida no es lo suficientemente interesante. Van de casa al trabajo y les parece que todo es aburrido. No se dan cuenta de que existe una fantástica oportunidad de diversión en la tarea de pulirse como persona. Sentirse bien por dentro está siempre a nuestro alcance.

Ser honesto consiste en decir la verdad a pesar de que ello nos pueda perjudicar. Consiste en conseguir que los demás puedan confiar en nosotros de forma profunda.

Ser muy honesto es enormemente bello. Pocas personas lo son. Consiste en renunciar a cualquier ventaja o comodidad si eso conlleva mentir u ocultar la verdad.

DARSE A LOS DEMÁS

La virtud de darse a los demás es una de las más hermosas, pero convierte entenderla bien. No se trata de entregar bienes materiales —que no sirven de mucho—, sino cariño, respeto y atención. Es decir, amistad.

Y es que la entrega más profunda está en la amistad. Se trata de considerar a las personas como la principal belleza del mundo e intentar conectar con su fuente de bondad y amor.

Recuerdo la primera vez que saboreé el concepto de amistad profunda. Cursaba sexto de primaria y, a mitad de curso, me sentaron junto a Alberto, un chaval que acababa de llegar a la ciudad. Durante los meses que siguieron se estableció entre nosotros un vínculo muy bonito. Era la primera vez que me sentía tan bien con un compañero: nos ayudábamos con los deberes, nos explicábamos los problemillas y, sobre todo, nos lo pasábamos genial juntos.

El caso es que un día, cercano ya el final del curso, me dijo:

—¿Sabes, Rafa? ¡Eres mi mejor amigo!

Por aquel entonces yo no tenía soltura con la expresión de las emociones y creo que no respondí. Solo sonreí. Pero lo cierto es que yo sentía lo mismo. Solo el hecho de que estuviera allí a mi lado, todos los días, me hacía ser más feliz.

La amistad profunda es una de las experiencias más hermosas, una conexión que nos llena dulcemente. Y podemos cultivarla a diario.

LA PAREJA FUSIONADA

Uno de los ámbitos de crecimiento personal más potentes es la vida en pareja porque conlleva el perfeccionamiento de un montón de virtudes. Y, como hemos visto, la virtud es un generador de sentido y bienestar, hasta el punto de proporcionarnos la fuerza necesaria para superar la depresión y la ansiedad.

Cuando tengamos cualquier mal provocado por la mente, siempre podemos pensar en lo siguiente: «De acuerdo, estoy triste sin remedio. Pero si esto fuera a ser para siempre, podría trabajar con especial intensidad mi relación, amar más y mejor a mi pareja. En ese sentido, la tristeza sería un acicate para mi amor conyugal: cuanta más depresión, más concentración en el amor a mi mujer».

¿Qué tipo de relación buscaríamos entonces? Lo que yo llamo la «pareja fusionada».

En una ocasión tuve una relación muy bonita. No entraré en detalles, pero el caso es que por diferentes circunstancias nos abrimos el uno al otro de forma muy intensa.

Estábamos viviendo en Londres, en un otoño de colores ocres, entre paseos en bicicleta y libros. Ella estaba inmersa en una investigación de antropología y yo, claro, en mi eterna acompañante, la psicología, pero compartíamos textos y descubrimientos. Pasábamos horas en nuestra cafetería favorita tendidos sobre unas sillas abatibles de jardín, con mantas para compensar la gélida brisa. En aquella época, cuando hacíamos el amor teníamos unas experiencias muy intensas. Realmente nos daba la sensación de que entrábamos el uno dentro del otro (¡y no tomábamos drogas!).

Tener una relación fusionada es tener en tu pareja al mejor amigo de tu vida. La admiras. Y notas que a ella le sucede lo mismo. Ella es la persona con la que estás más cómodo. Con ella podrías estar tirado en un sofá quince días sin hacer nada y sentirte completo. Y esto es posible conseguirlo tan solo con que lo deseemos. Es cuestión de abrirse a la experiencia. El amor es una función de nuestra mente que podemos activar o no. No depende de las circunstancias, como a veces pensamos, sino de nosotros mismos.

Cualquier adversidad puede convertirse en una oportunidad de superación por vía del amor, de la cooperación. Y cuando estemos tristes sin motivo podemos cultivar la idea del amor de pareja. Nos diremos: «Estoy depre y quizá lo esté toda la vida, pero aprovecharé para amar más intensamente a mi pareja».

LA CURIOSA CURACIÓN NEURÓTICA

En una ocasión conocí a una joven italiana que vivía en Barcelona. Era especialmente guapa, aunque muy neurótica. Y su vida emocional era un torbellino. Me contó una historia que ejemplifica el poder sanador del amor o de la cooperación intensa.

—Desde los diecisiete años, siempre he estado fatal. Solo he tenido una época completamente feliz en mi vida —me explicó.

—¿Cuándo fue? —pregunté.

—Cuando vivía en el barrio gótico con un novio inglés que tuve. Era un chico estupendo, pero más neurótico que yo. La mayor parte del tiempo estaba hundido. Pero yo le cuidaba y le amaba. Y así, ocupada en él, me olvidé de mí misma y fui feliz.

EL EJEMPLO DE ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS

Siendo un joven psicólogo estudié a fondo el mundo de las adicciones. Analicé muchas formas de terapia y me quedé prendado de la de Alcohólicos Anónimos. Estos grupos, creados en la década de los treinta, basan su método en la entrega mutua.

En primer lugar, llevan a cabo reuniones semanales —o incluso diarias— para obtener la fuerza y la inspiración necesarias para abandonar la bebida. Además, cada miembro, una vez sobrio, se erige en tutor de un nuevo alcohólico y se compromete a estar a su disposición las veinticuatro horas: si este necesita ayuda, acudirá a donde sea y a la hora que sea para apartarle de la tentación.

Hay grupos de Alcohólicos Anónimos en todos los rincones del mundo obrando milagros cada día. He conocido a muchos médicos que se han quedado asombrados por cómo se han recuperado alcohólicos con una carrera de treinta años de intoxicación diaria que los había destrozado por fuera y por dentro. Al cabo de un tiempo de practicar el método de Alcohólicos Anónimos, emergen convertidas en nuevas personas, mentalmente equilibradas y fuertes; e incluso físicamente mejoradas.

Y menciono a los grupos de Alcohólicos Anónimos en este capítulo sobre la depresión y la ansiedad porque ofrecen una increíble lección sobre la fuerza de la virtud. Darse a los demás es una fuerza tan poderosa que diluye cualquier malestar físico o mental, incluso el mono más salvaje.

Y es que cuando nos abrimos a la virtud como fuente de bienestar somos independientes de los placeres mundanos. Ya no nos importa no poder gozar de una película, del sexo o de una cena con amigos. Digamos que la virtud se convierte en nuestro placer favorito.

Las personas aquejadas de depresión o ansiedad se dicen: «¡Con esta depresión estoy perdido porque no puedo hacer nada!», o «¡Esta ansiedad me impide llevar una vida normal!». Y eso es lo que les asusta, que la invasión de esas emociones les limite tanto que su vida sea un castigo permanente. Pero con la virtud como búsqueda de placer —y hablo de un placer más elevado que ningún otro— ese problema desaparece. ¡Podremos ser muy felices gozando de nosotros mismos y nuestras maravillosas virtudes, que tanto sentido le dan a la vida!

Los miembros de Alcohólicos Anónimos hablan de un fenómeno que siempre me ha llamado la atención. Gracias a su trabajo para dejar el alcohol alcanzan lo que llaman «la cuarta dimensión de la existencia», que equivale a un nivel de bienestar y felicidad mucho mayor del que nunca imaginaron. Su nueva orientación espiritual les permite descubrir una nueva vida.

Todos podemos adquirir esa orientación hacia la virtud, la bondad y la belleza: más felicidad y paz de las que nunca imaginamos.

LA ANSIEDAD NO ES UNA DESVENTAJA

Como hemos visto, cuando estamos aquejados de ansiedad o depresión —o cualquier síntoma— pensamos que ese «desastre emocional» nos va impedir llevar una vida normal. Y si estamos en una cafetería y entran unos muchachos alegres, sosegados, llenos de energía vital, les miramos con envidia y tristeza: «¡Soy un enfermo! Todo el mundo tiene sus facultades en su sitio y puede disfrutar de la vida».

Pero esa no es la forma racional de encarar el tema. Por el contrario, tenemos que decirnos: «Mi vida va a cambiar. A través de la virtud, estos síntomas me van a hacer descubrir la cuarta dimensión de la existencia, que es un lugar mucho mejor».

En este capítulo hemos aprendido que:

  • La ansiedad, las depresiones, el cansancio crónico y demás malestares producidos por la mente se desvanecen cuando dejamos de tenerles miedo.
  • Cada vez que pensemos que el síntoma nos ha fastidiado la vida y que no podremos ser felices hemos de pensar: «¡Mi vida va a ser mejor, solo que de otra forma!».
  • El placer de la virtud es superior a cualquier otro. Podemos ser muy felices aunque tengamos depresión o ansiedad si nos orientamos hacia la virtud.
  • Algunas de las virtudes que nos ayudarán a perderle el miedo a la depresión o la ansiedad son el amor de pareja, la honestidad total y darse a los demás.