19
El juicio fue un acontecimiento. En realidad no era un juicio sino una audiencia, pero en el pueblo todos lo tomaron como un acontecimiento decisivo y lo llamaban desde luego la causa, el proceso, el caso, según quién hablara, para significar que se trataba de un hecho trascendente, y como todos los hechos trascendentes tenían que ver (pensaban todos) con la justicia y con la verdad, aunque en realidad detrás de esas abstracciones se jugaban la vida de un hombre, el futuro de la zona y una serie de cuestiones prácticas. No había dos bandos porque las fuerzas no eran equivalentes, pero se tenía la impresión de asistir a una contienda y en las calles del pueblo, ese día, los corrillos y los comentarios retornaban una y otra vez a los hechos, como si toda la historia pasada estuviera en juego en el juicio contra Luca Belladona o en el juicio que Luca Belladona había entablado contra el municipio, según quién definiera la situación. Aparentemente lo que estaba en litigio eran los 100.000 dólares que Luca se había presentado a reclamar, pero muchas otras cosas estaban en cuestión al mismo tiempo y eso se vio en cuanto el fiscal Cueto empezó a hablar y el juez asintió a todos sus dichos.
El juez —el doctor Gainza— era en realidad un juez de paz, es decir un funcionario del municipio destinado a resolver los litigios locales. Estaba en un sillón, en un estrado, en la sala del Tribunal de Faltas del municipio, con un secretario de actas sentado al lado. El fiscal Cueto ocupaba una mesa abajo y a la izquierda, acompañado por Saldías, el nuevo jefe de policía. En otra mesa, a la derecha, estaba Luca Belladona, vestido con un traje de domingo, con camisa gris y corbata gris, muy serio, con varios papeles y carpetas en la mano y consultando de vez en cuando con el ex seminarista Schultz.
Mucha gente fue autorizada a presenciar la audiencia, estaban Madariaga y también Rosa Estévez y varios estancieros y rematadores de la zona, e incluso el inglés Cooke, dueño del caballo que había estado en el centro del litigio. Estaban las hermanas Belladona pero no estaba el padre. Todos fumaban y hablaban al mismo tiempo y las ventanas de la sala estaban abiertas y se oía el murmullo y las voces de los que no habían podido entrar y ocupaban los pasillos y las salas contiguas. No estaba tampoco el comisario Croce, que por decisión propia ya había dejado el hospicio y ahora vivía en los altos del almacén de Madariaga, que le había alquilado una pieza y lo tenía de pensionista. Croce pensaba que el asunto estaba arreglado de antemano y no quería con su presencia darle el aval a Cueto, su rival, que seguro iba a ganar esa partida con sus manejos turbios. Se veían pocas mujeres aunque las cinco o seis que estaban ahí se hacían notar por su aire de confianza y de seguridad. Una de ellas, una mujer muy bella, de pelo rubio y labios pintados de rojo, era Bimba, la mujer de Lucio, altiva, detrás de sus anteojos negros.
Renzi entró tarde y tuvo que abrirse paso, y cuando se ubicó en un banco de madera cerca de Bravo sus ojos se cruzaron con los de Luca, que le sonrió tranquilo, como si quisiera trasmitir su confianza a los pocos que estaban ahí para apoyarlo. Renzi sólo lo miró a él durante toda la tarde porque le pareció que necesitaba sostenerse en la presencia de un forastero que verdaderamente creyera en sus palabras, y a lo largo de las dos o tres horas —no lo recordaba ya con precisión aunque había un reloj en la pared que daba las campanadas cada media hora y había sonado varias— Luca lo miró siempre que se sintió en apuros o sintió que había logrado expresar lo que quería, como si Renzi fuera el único que lo comprendía porque no era de ahí.
El juez de paz, desde luego, tenía posición tomada desde antes de empezar la así llamada audiencia de conciliación, y lo mismo pasaba con la mayoría de los presentes. Los que hablan de conciliación y de diálogo son siempre los que ya tienen la sartén por el mango y el asunto cocinado, ésa es la verdad. Renzi se dio cuenta enseguida de que el clima era de victoria anticipada y que Luca, con su mirada clara y los gestos calculados y calmos de alguien que siente la violencia en el aire, estaba perdido antes de empezar. El juez lo señaló con la mano y le cedió la palabra. Tardó un poco en decidirse y luego en empezar a hablar, como si vacilara o no encontrara las palabras, pero al final se paró, con sus casi dos metros de estatura, y se puso de perfil para poder mirar a Cueto, porque en realidad fue a Cueto a quien se dirigió.
Parecía alguien que tiene una afección en la piel y se expone al sol; después de tantos meses de vivir encerrado en la fábrica, ese lugar abierto y con tanta gente le producía una especie de vértigo. Regresar al pueblo y presentarse ahí, ante todos los que odiaba, a los que hacía responsables de la ruina, fue la primera violencia a la que se vio sometido esa tarde. Se sentía y parecía un pez fuera del agua. Cuando levantó la mano para pedir silencio —aunque no volaba ni una mosca—, Cueto se inclinó sonriendo y distendido hacia Saldías y le comentó algo en voz baja y el otro también sonrió. «Bueno, bien, amigos», dijo Luca, como si estuviera por empezar un sermón. «Hemos venido a pedir lo que es nuestro…» No habló directamente del dinero que estaba en juego sino de la certeza de que esa reunión era un trámite —un trámite molesto si uno tenía que guiarse por su actitud recelosa— necesario para que la fábrica siguiera en manos de quienes la habían construido, y que ese dinero —del que no habló— era de su familia y que su padre había decidido cedérselo como anticipo de la herencia de su madre —estaba destinado exclusivamente a levantar la hipoteca que pesaba sobre su vida como la espada de Damocles—. Habían sufrido ataques y acechanzas, habían sido sorprendidos en su buena fe por los intrusos que se habían infiltrado y llegaron a dominar la empresa, pero habían resistido y por eso estaban ahí. No habló de sus derechos, no habló de lo que estaba en juego, habló de lo único que le interesaba, su proyecto demencial de seguir adelante solo con esa fábrica construyendo lo que llamaba sus obras, sus invenciones, y esperaba que lo dejaran —«que nos dejen»— en paz. Hubo un murmullo, no se sabía si de aprobación o de repudio, y Luca siguió adelante mirando alternativamente a sus hermanas, a Cueto y a Renzi, los únicos que en esa sala parecían entender lo que estaba en juego. Habló sin levantar la voz pero con un aire de confianza y de seguridad sin reparar en ningún momento en la trampa en la que iba a caer. Fue un error catastrófico —avanzó sin pensar hacia la perdición, sin ver, enceguecido por el orgullo y la credulidad—. Era visible que sólo perseguía un sueño, que seguía un sueño tras otro, sin saber adónde iba a terminar esa aventura pero seguro de que él no podía hacer otra cosa que defender esa ilusión que a todos les parecía imposible. Dijo algo así, Luca, al terminar y Gainza, un viejo taimado que se pasaba las noches jugando al pase inglés en el casino clandestino de la costa, le sonrió con condescendencia y le dio la palabra al fiscal.
Luca se sentó y se mantuvo inmóvil hasta el final de la audiencia como si no estuviera ahí y quizá hasta había cerrado los ojos, sólo se le podían ver la espalda, los hombros y la nuca, porque estaba en la primera fila, frente al juez, y estaba tan quieto que parecía dormido.
Hubo un silencio y luego un murmullo y se levantó Cueto, siempre sonriendo, con una mueca de superioridad y de desgano. Era alto y daba la impresión de tener la piel manchada y un aspecto extraño, quizá por su postura a la vez arrogante y obsecuente. Inmediatamente centró la cuestión en el asesinato de Durán. Para que el dinero fuera reintegrado había que cerrar la causa. Estaba probado que el asesino había sido Yoshio Dazai, un clásico crimen sexual. No había confesado porque nunca se confiesan esos crímenes tan evidentes, no se había encontrado el arma asesina porque el cuchillo que usó para matar a Durán se encuentra en cualquier lado y son los clásicos cuchillos de cocina del hotel, todos los testigos coincidían en que vieron entrar y salir a Yoshio del cuarto a la hora del crimen. Desde luego Yoshio sabía de la existencia del dinero y había llevado el bolso al depósito con la esperanza de poder retirarlo cuando las cosas se calmaran. Cueto se detuvo y miró a todos. Había logrado cambiar el eje de la sesión y había logrado cautivar a los presentes con el recuerdo oscuro del crimen. La versión de los hechos que había dado el ex comisario Croce era delirante y sospechosa de demencia: que un jockey se disfrazara para parecer japonés y matara a un desconocido para comprar un caballo era ridículo y era de antemano imposible. Más ridículo era que un hombre que iba a matar a un hombre al que no conocía se llevara sólo el dinero que supuestamente necesitaba para comprar un caballo y se tomara el trabajo de dejar el resto en el depósito del hotel y no en la misma pieza donde había realizado su crimen.
—La carta y el suicidio pueden ser ciertos —concluyó—, pero cartas como ésas son las que Croce nos tiene acostumbrados a escribir en sus delirios nocturnos.
Cueto desplazó el centro de la cuestión y planteó el dilema con extrema claridad jurídica. Si Luca —en su condición de principal demandante— aceptaba que Yoshio Dazai había matado a Durán, la acusación seguía su curso, el caso quedaba resuelto y el dinero iba a su legítimo dueño, el señor Belladona. Si, en cambio, Belladona no firmaba ese acuerdo y mantenía su demanda, el caso seguía abierto y el dinero permanecía incautado durante años porque nadie iba a poder cerrar ese caso y las pruebas no pueden ser retiradas de los tribunales mientras la causa está abierta. Perfecto. La decisión de Luca cerraba el caso ya que se suponía que Durán había venido a traerle ese dinero.
Luca tardó un momento en entender, pero cuando entendió, pareció mareado y bajó la cabeza. Estuvo quieto un minuto y el silencio se extendió por la sala como una sombra. Había pensado que todo iba a ser un simple trámite y entendió inmediatamente que había caído en una trampa. Parecía sofocado. Cualquier decisión que tomara, estaba perdido. Tenía que aceptar que un inocente fuera a la cárcel si quería recibir el dinero, o tenía que decir la verdad y perder la fábrica. Se dio vuelta y miró a sus hermanas, como si ellas fueran las únicas que podían ayudarlo en esa situación. Y luego, como perdido, miró a Renzi, que desvió la mirada porque pensó que no le hubiera gustado estar en su lugar y que si hubiera estado en su lugar no habría aceptado la propuesta, no habría aceptado mentir y mandar a la cárcel por toda la vida a un inocente. Pero Renzi no era él. Nunca había visto a nadie tan pálido, nunca había visto a nadie tardar tanto en hablar para decir luego dos palabras: De acuerdo. Hubo otra vez un murmullo en la sala pero esta vez era distinto, como una comprobación o una venganza. Luca tenía un leve temblor en el ojo izquierdo y se tocaba la corbata como si fuera la soga en la que iba a ser ahorcado. Pero era Yoshio el que iba a ser condenado por un crimen que no había cometido.
Hubo un tumulto mientras la sesión se levantaba, una explosión de alegría, los amigos de Cueto se saludaban y se vio que también Ada se acercaba a ese grupo y que Cueto la tomaba del brazo y le hablaba al oído. La única que se acercó a Luca fue Sofía, que se paró frente a él y trató de animarlo. La fábrica estaba salvada. El Gringo la abrazó y ella lo sostuvo entre sus brazos y le habló en voz baja, como si buscara calmarlo, y después lo acompañó a un cuarto contiguo donde el juez lo esperaba para firmar los papeles.
Renzi siguió sentado mientras todos se iban y vio salir a Luca y caminar por el pasillo como un boxeador que acepta ganar el título en una pelea arreglada, no el boxeador que por necesidad acepta tirarse a la lona porque necesita el dinero; no era —como siempre había sido— el humillado y ofendido que sabe que no ha perdido aunque le hayan ganado; era el que ha mantenido su título de campeón a costa de un fraude que él sólo —y su rival— sabe que es un fraude y que sólo conserva la ilusión de que por fin ha podido hacer realidad sus sueños, pero a un costo imposible de soportar. Salía como si estuviera extremadamente cansado y le costara moverse. Sólo Sofía caminaba con él, sin tocarlo, a su lado y cuando cruzaron el pasillo central ella se despidió y salió por una puerta lateral. De modo que Luca siguió solo hasta la entrada.
Había sido sometido a una prueba como un personaje trágico que no tiene opción, cualquier cosa que decidiera sería su ruina, no para él sino para su idea de la justicia, y fue la justicia la que al final lo puso a prueba, fue una entidad abstracta, con sus aparatos retóricos y sus construcciones imaginarias, la que había tenido que enfrentar una y otra vez, esa tarde de abril, hasta capitular. Es decir hasta aceptar una de las dos opciones que le habían planteado, él, que siempre se había jactado de tener claras todas las decisiones, sin dudar, sostenido siempre por su certidumbre y su idea fija. Había preferido su obra, digamos así, a su propia vida y había pagado un precio altísimo, pero su ilusión había seguido intacta hasta el final. Había sido fiel a ese precepto y se había hundido pero no había defeccionado. Era tan orgulloso y obstinado que tardó en comprender que había caído en una trampa sin salida, y cuando lo entendió ya era tarde.
Los vecinos lo miraban cruzar, en silencio, el pasillo, eran sus viejos conocidos, y estaban tranquilos y parecían magnánimos porque al hacer lo que Luca había hecho —luego de años y años de lucha imposible, sostenido en un orgullo demoníaco— el pueblo había logrado que tuviera que capitular y ahora se podía decir que era igual a todos o que todos eran igual a él: que ahora podían mostrar esas debilidades que Luca no había podido mostrar nunca en su vida. Renzi se apuró a salir para saludarlo pero no lo alcanzó, sólo pudo ir atrás de él mientras bajaba la escalinata hacia la calle. Y entonces lo más extraordinario fue que cuando llegó a la vereda apareció el cuzco, el perro de Croce, medio ladeado como siempre, que al verlo salir a la luz del sol se le fue encima y le ladró, y le mostró los dientes como si fuera a morderlo, casi sin fuerza pero con odio, el pelaje amarillo tenso como su cuerpo, y esos ladridos fueron lo único que Luca recibió ese día.