14
La casona del viejo Belladona estaba sobre una loma, al fondo de un bosque de eucaliptos, y había que subir un camino tortuoso que ascendía entre los árboles. Renzi había contratado un coche y el chofer le explicó por dónde llegar a la casa. Se habían detenido en un recodo, cerca de una senda que llevaba a la reja electrificada y a los portones de la entrada. La casona tenía su nombre labrado en un letrero de hierro forjado: Los Reyes. Renzi bajó y antes de que llegara a la verja salió el encargado de seguridad con anteojos negros y cara de cansado. Se comunicó con la casa con un walkie-talkie y después de un rato abrió la puerta y lo dejó pasar. Renzi esperó en una sala de techos altos y ventanales amplios que daba al jardín. Había cuadros y fotos en las paredes y sillones de cuero, como si fuera la sala de espera de un edificio público.
Al rato apareció una empleada con aspecto de enfermera que lo hizo subir por un ascensor a la planta alta y lo dejó frente a una puerta abierta que daba a una enorme sala, casi sin muebles. Al fondo Renzi vio a un hombre alto y pesado que lo esperaba de pie, imponente. Era Cayetano Belladona.
—Bravo me dijo que usted me quería ver —dijo Renzi después que se sentaron en dos sillones amplios colocados contra la pared.
—Y Bravo me dijo a mí que usted me quería ver… así que el interés es mutuo —se rió el Viejo—. No importa eso, importan las notas que usted está publicando en ese diario de la Capital. Uno las lee y piensa que este pueblo es un campo de batalla. Habla de fuentes que no explicita y eso, como siempre cuando un periodista cita fuentes reservadas, quiere decir que está mintiendo.
—¿Puede citar esa opinión? —dijo Renzi.
—No me gustan esas historias sobre mi familia —dijo el Viejo como si no lo hubiera oído— y sus disparates sobre las razones por las cuales Anthony trajo ese dinero. —No anda con vueltas, pensó Renzi, y sacó un cigarrillo—. No se puede fumar aquí —dijo el Viejo—. Y esto no es una entrevista, sencillamente quise conocerlo. De modo que no tome notas, ni grabe nada de lo que hablemos.
—Sí —dijo Renzi—. Una conversación privada.
—Soy un hombre de familia en una época en la que eso ya no significa nada. Defiendo mi derecho a la privacidad. No soy una persona pública. —Hablaba con extrema calma—. Ustedes los periodistas están destruyendo lo poco que nos queda de soledad y de aislamiento. Murmuran y difaman. Y gritan sobre la libertad de prensa que para ustedes sencillamente significa libertad para vender escándalos y destruir reputaciones.
—¿Y entonces?
—Nada. Usted pide hablar conmigo, yo lo recibo —dijo, y apretó una perilla y una campana pareció sonar en algún lugar de la casa—. ¿Quiere tomar algo?
—Me dijeron que con usted puedo hablar francamente.
—Usted es amigo de Croce… También es mi amigo —dijo el Viejo—, aunque hace tiempo que estamos distanciados. Está enfermo, me han dicho.
—En el manicomio.
—Bueno —hizo un gesto que abarcó la pieza y toda la mansión—, casi no salgo de aquí, así que yo también estoy internado y ésta en un sentido es mi clínica… Mi mujer y mis hijas viven conmigo pero podríamos pensar que ellas también están internadas y se imaginan que son mi mujer y mis hijas del mismo modo que yo imagino que soy el dueño de este lugar. ¿No es así, Ada? —dijo el Viejo a la muchacha que entraba en la sala.
—Claro —dijo ella—. Los que nos ayudan y nos sirven en realidad son enfermeros que nos siguen la corriente cuando decimos que pertenecemos a una antigua familia de fundadores del pueblo.
—Perfecto —dijo el Viejo mientras su hija empezaba a servir whisky y acercaba una mesa baja de vidrio con ruedas de goma. Había una botella de Glenlivet y altos vasos tallados—. En estos pueblos de campo, cerrados como un gallinero, aislados de todo, como usted se imagina, la gente delira un poco para no morir de tedio. Y ahora que hubo un crimen, todos deliran con la historia de Tony y no hacen otra cosa que dar vueltas sobre ese asunto. Me gustaría terminar con esa calesita. Lo mejor para mi familia es cero noticias. Usted puede escribir lo que quiera, pero me interesa que sepa lo que nosotros pensamos.
—Desde luego —dijo Renzi—, pero sin citarlo.
—¿Se sirve? —dijo el Viejo—. Ella es mi hija.
La chica le sonrió y luego se acomodó en una silla frente a ellos. No había hielo, el whisky en seco, a la italiana, pensó Renzi. La chica era la muchacha que había visto en el Club, ahora vestida con unos jeans pero siempre con la blusita sin corpiño. Tenía un anillo con una gran esmeralda y lo hacía girar en el dedo como si le diera cuerda y parecía malhumorada, o recién levantada de la cama, o a punto de venirse abajo pero sin perder el humor. De pronto un mechón de pelo se le caía sobre un ojo como si fuera una cortina y la dejaba medio ciega, o se le desabrochaba la blusa y se le veían las tetas (bellas y tostadas por el sol), y cuando alzó un brazo por un agujero en la sisa se le vio el vello crecido en las axilas oscuras (también a la italiana…). Todo parecía formar parte de su estilo o de su idea de la elegancia. De pronto, en medio de una frase se le cayó el anillo de piedra verde en el vaso de whisky.
—Pucha digo —dijo—. Me baila.
Y pescó el anillo con sus largos dedos metidos en el whisky, sin inmutarse, con el movimiento experto de un cazador submarino, y luego de limpiarlo con la lengua —en un movimiento lento y circular que Renzi tardó en olvidar— se lo puso otra vez en el dedo. Como si lo que iba a decir fuera un comentario a su movimiento de rescate de la esmeralda, dijo que quería agradecerle que no hubiera hecho mención a las estúpidas historias que circulaban en el pueblo sobre las relaciones de ella y de su hermana con el muerto. Esa discreción era lo que les había hecho pensar que Renzi no tenía mala intención o al menos no quería incurrir en las supersticiones habituales en los pueblos de campo, que se excitan («se calientan») con historias perversas que nunca suceden del modo en que los paisanos las imaginan. Ya debía saber que los antropólogos, luego de largas investigaciones destinadas a definir al gaucho de nuestra pampa, han decretado que no han podido identificar ningún rasgo particular salvo naturalmente el egoísmo y las enfermedades imaginarias. La muchacha se refería a los pueblos de campo como si fuera un mundo paralelo, pero lo que más le llamó la atención a Renzi fue que hablaba marcando con énfasis ciertas palabras estirando las vocales, como quien mide las sílabas de un verso, con ese modo tan conscientemente personal que en muchas mujeres constituye un lenguaje propio, del mismo modo que un timbre especial define siempre el verso suelto —blank verse, pensó en inglés Renzi— en el pentámetro yámbico del drama isabelino. Subrayaba la mujer en cada frase determinadas palabras un poco arcaicas y muy argentinas como si estuviera clavando mariposas vivas con largos alfileres de punta redonda para hacer ver que era una chica bien. O que se divertía con eso. Renzi se perdió un poco en esas divagaciones sobre los modos de hablar y cuando volvió en sí la conversación había tomado otro rumbo.
—Todas las versiones sobre Tony son equivocadas, incluso si murió como consecuencia del crimen pasional del que hablan todos. Nosotros no tenemos nada que decir. —La hija y el padre hablaban por turno y se complementaban uno al otro como si formaran un dúo—. A veces —dijo el Viejo— venía a visitarme a la noche. Déjeme decirle que él era un exiliado, había tenido que abandonar su país, con su familia, porque era un independentista puertorriqueño. Su familia había apoyado siempre a Albizu Campos y no se consideraban ciudadanos de los Estados Unidos. Lo conoce a Albizu, ¿no es verdad?, es una especie de Perón de Puerto Rico.
—Mejor que Perón.
—No es ningún mérito ser mejor que Perón —dijo la chica para diversión de su padre.
—Claro, es como decir que uno canta mejor que Ataúlfo Gómez.
—Fue un líder nacionalista de Puerto Rico que enfrentó a Estados Unidos.
—Y no fue un militar.
—Fue un intelectual que estudió en Harvard.
—Aunque era mulato. Hijo ilegítimo de una planchadora negra y de un hacendado criollo.
Se divertían el padre y la hija, como si Renzi no estuviera ahí, o le estuvieran armando un show para que viera la sociabilidad de una familia tradicional, aunque había algo raro en ese juego, una comprensión pareja entre el padre y la hija que parecía un poco sobreactuada.
—Me gustaba hablar con él —dijo el Viejo—. Un hombre íntegro. Le extrañaba que hubiera tanto campo en manos de tan pocas personas en este país. Yo le explicaba que era resultado de la guerra contra el indio. Le daban tierra a los oficiales del ejército hasta donde aguantara el caballo[28]. Cinco millones de leguas quedaron en manos de treinta familias, le dije un día, y él sacaba las cuentas viendo el tamaño de la isla de Puerto Rico y se reía. Me gustaba el modo que tenía de hablar y sé lo que había venido a hacer. Pero iba camino de la perdición —dijo de pronto— sin que nadie pudiera evitarlo, igual que mis hijos, por caminos paralelos y divergentes.
—Nadie entiende de qué estás hablando, padre —dijo Ada.
—Usted piensa que lo mató Yoshio.
—Yo no pienso nada. Eso dice la policía.
—Ésa no es la hipótesis de Croce —dijo Renzi.
—¿Pero a quién se le ocurre pensar que van a contratar a un jockey para que se disfrace de japonés y lo mate? Inconcebible hasta en este país. Y no se hacen las cosas así, por acá.
—¿Y cómo se hacen?
—De otra manera —dijo el Viejo, y sonrió.
—Menos barroca —aclaró la chica—. Y a la luz del día. —Se levantó—. Si me necesitan, me avisan —dijo después, y se despidió de Renzi, que recién ahí, al verla alejarse, se dio cuenta de que usaba tacos altos con los jeans muy ajustados, como si quisiera escandalizar, o entretener de ese modo, a su padre.
—Querría saber su opinión sobre la situación de la fábrica…
—Mi hijo Luca es un genio, igual que mi padre —parecía cansado—, pero no tiene ningún sentido práctico… lo he ayudado de todas las maneras posibles…
El Viejo para entonces ya estaba hablando solo con el tono de quien amonesta a su capataz porque la hacienda se le ha embichado y había vuelto al principio.
—Estoy harto de todo este asunto, cansado de los periodistas, de los policías, no quiero saber nada con esas versiones que están circulando sobre mi familia, sobre mis hijos. Ese muchacho era muy querido por mí, Tony, un chico de suerte que sin embargo vino a morir a este desierto. —Se detuvo y volvió a servirse whisky—. He tenido lo que se llama un episodio cerebrovascular, un derrame cerebral, y no tendría que tomar, pero si no tomo me siento peor. El alcohol es el combustible de mi vida. Mire, joven, están queriendo confiscar la fábrica, los militares, y cuando vuelva Perón va a ser lo mismo, porque es otro militar. Somos dueños de este lugar desde que se fundó pero ahora se quieren quedar con todo y especulan con los terrenos vecinos, porque mi hijo me desairó en su momento y se enfrentó conmigo, es un obstinado, pero tiene todo el derecho del mundo a mantener esa fábrica vacía si se le da la gana, la puede usar como cancha de paleta, como criadero de palomas, pagó todas sus deudas y va a levantar la hipoteca, pero se quieren agarrar de esa deuda para confiscarla. No es una deuda con el Estado, es una deuda con un banco, pero la quieren expropiar. Mire, ¿ve? —dijo, y buscó entre unos papeles y le mostró el recorte del diario—. Los comerciantes están atrás de eso, quieren hacer ahí un centro comercial. Odio el progreso, odio ese tipo de progreso. Hay que dejar el campo en paz, ¡un lugar bajo techo!, como si estuviéramos en Siberia. —De pronto el Viejo se quedó callado, se puso la palma de la mano en la cara, y luego retomó el monólogo—. Ya no hay valores, sólo hay precios. El Estado es un predador insaciable, nos persigue con sus impuestos confiscatorios. A quienes como nosotros, como yo, para no hablar en plural, vivimos en el campo, retirados de los tumultos, la vida se nos hace cada vez más difícil, estamos cercados por las grandes inundaciones, por los grandes impuestos, por las nuevas rutas comerciales. Como antes mis antepasados estaban cercados por los malones, por la indiada, ahora tenemos a la indiada estatal. En esta zona cada tanto llega la sequía o viene el granizo o la langosta y nadie cuida los intereses del campo. Entonces, para que el Estado no se lleve todo hay que confiar en la palabra dada, a la vieja usanza, nada de cheques, nada de recibos, todo de palabra, el honor antes que nada, hay dos economías, un doble fondo, un subterráneo donde circula la plata. Todo para evitar las expropiaciones estatales, los impuestos confiscatorios a la producción rural, no podemos pagar esas tasas. Buenos Aires tiene que ser una nación independiente como en los tiempos de Mitre. Por un lado Buenos Aires y por otro lado los trece ranchos. ¿O son catorce ahora? —Se detuvo otra vez y buscó algo en el bolsillo del saco—. Hay una gran especulación inmobiliaria en la zona, quieren usar la fábrica como base para una nueva urbanización. El pueblo ya les parece perimido. Lo voy a impedir. Tome, mire. Mandé buscar esa plata para mi hijo, es parte de la herencia de su madre. —Era un recibo de extracción del Summit Bank de Nueva Jersey por 100.000 dólares. Lo miró con los ojos grises, achinados ahora, y bajó la voz—. Quise reconciliarme con mi hijo. Quise ayudarlo sin que él se enterara. Pero el hijo de puta heredó el orgullo de su madre irlandesa. —Hizo una larga pausa—. Nunca imaginé que alguien iba a morir.
—Nunca imaginó…
—Tampoco sé por qué lo mataron.
—¿Y quiénes quieren hacer esos negocios, Ingeniero?
—La negrada de siempre —dijo—. Basta por hoy. Nos vemos otro día. —Volvió a apretar el botón de la campanilla, que sonó en algún lugar de la casa. Casi inmediatamente se abrió la puerta y entró una muchacha igual a la otra pero vestida de otro modo.
—Yo soy Sofía —le dijo—. Vení, vamos, te acompaño. —Tapó al padre, que dormitaba, y le acarició el pelo. Luego ella y Renzi salieron juntos—. Yo te conozco a vos —le dijo ella cuando cerró la puerta. Estaban en una sala lateral, una especie de escritorio, que daba al parque—. Nos vimos hace mucho tiempo, en una fiesta, en City Bell, en la casa de Patricio. Zas zas. Touché. Yo también estudié en La Plata.
—Increíble. Cómo me puedo olvidar de vos…
—Yo era de Agronomía —dijo ella—. Pero iba a veces a escuchar algunas clases en Humanidades y era muy amiga de Luciana Reynal, el marido es de por aquí. ¿No te acordás? Si escribiste un cuentito con esa historia…
Renzi la miró sorprendido. Había publicado un libro de cuentos hacía años y resulta que esa chica lo había leído.
—No era con esa historia —alcanzó a decir—. No puede ser que no me acuerde de vos…
—Una fiesta en City Bell… Y la mataste a Luciana, qué tarado, ella sigue vivita y coleando. —Lo miró, seria—. Y ahora escribís paparruchadas en el diario.
—Nunca había oído esa palabra. Paparruchadas. ¿Es un elogio?
Tenía ojos de un color raro, con la pupila que de pronto se le agrandaba y le cubría el iris.
—Dame un cigarrillo.
—¿Cómo está ella? —preguntó Renzi. Tenían eso en común y se sostuvo ahí para seguir la conversación.
—No tengo la menor idea. Y desde luego no se llamaba Luciana, se hacía llamar así porque no le gustaba el nombre.
—Claro, se llamaba Cecilia.
—Se llama… pero hace años que no la veo. Venía con el marido en los veranos. Uno de esos idiotas que se la pasan jugando al polo, ella quería especializarse en la filosofía de Simone Weil, imaginate, y también tuvo una historia con vos y seguro te dijo que se iba a separar del marido.
—Yo la quería —dijo Emilio. Se quedaron callados y ella le sonrió—. Y vos qué hacés —pregunto él.
—Cuido a mi padre.
—¿Y aparte de eso?
Sofía lo miró, sin contestar.
—Vení que te muestro dónde vivo y charlamos un rato.
Cruzaron un pasillo y salieron a la otra parte de la casa. Una galería abierta daba al jardín. Del otro lado se veía un pabellón con dos grandes ventanales iluminados.
—Nos sentamos aquí —dijo Sofía—. Traigo un poco de vino blanco.
Se habían quedado en silencio. Una mariposa nocturna giraba sobre los focos con la misma decisión con que un animal sediento busca el agua en un charco. Al fin golpeó contra la lámpara encendida y cayó al piso, medio chamuscada. Un polvillo anaranjado ardió un instante en el aire y luego se disolvió como el agua en el agua.
—En verano me vuelvo flaca —dijo Sofía, que se miraba los brazos—, vivo al aire libre. Cuando era chica me obligaba a dormir en el campo, bajo las estrellas, con una manta, a ver si podía vencer el miedo que me daba estar sola ahí porque Ada no quería, le tiene terror a los bichos y prefiere el invierno.
Sofía se paseaba por el borde de la galería, con una suave sonrisa, lejana y tranquila. Como todas las mujeres muy inteligentes que además son hermosas, pensó Renzi, consideraba su belleza algo irritante porque le daba a los hombres una idea equivocada de sus intereses. Como si quisiera negarle lo que estaba pensando, Sofía se paró frente a él, le tomó la mano y se la puso entre los pechos.
—Mañana te voy a llevar a conocer a mi hermano —dijo.