10
Salieron en el auto, a medianoche, hacia Tapalqué, por una ruta lateral que cruzaba el borde del partido. Iban en medio del campo, esquivando los alambrados y los animales quietos. La luna se escondía de a ratos y Croce usaba el buscahuellas, que estaba en el costado, un foco fuerte con una manija que se podía mover con la mano. De pronto vieron una liebre, paralizada de terror, blanca, quieta, en el círculo iluminado, como una aparición en medio de la oscuridad, bajo el haz de luz, un blanco en la noche[21] que de pronto quedó atrás. Anduvieron varias horas, sacudidos por los pozos del camino, mirando el hilo plateado de los alambrados bajo el cielo estrellado. Por fin, al salir a una senda arbolada, vieron al fondo, lejos, el brillo de la ventana iluminada de un rancho. Cuando llegaron a la huella y enfilaron hacia el rancho ya empezaba a clarear en el horizonte y todo se volvió de un color rosado. Renzi se bajó y abrió la tranquera y el auto entró por un sendero entre los yuyos. En la puerta, bajo el alero, un paisano tomaba mate sentado en un banquito. Un policía de consigna dormitaba junto a un árbol.
En el potrero del costado estaba el alazán, tapado con una manta escocesa, la mano izquierda vendada. El paisano era el cuidador del caballo, un ex domador, de nombre Huergo o Uergo, Hilario Huergo. Era un gaucho oscuro, alto y flaco que fumaba y fumaba y los miró llegar.
—Qué dice, don Croce.
—Salud, Hilario —dijo Croce—. ¿Qué fue lo que pasó?
—Una desgracia. —Fumaba—. Me pidió que viniera —dijo—. Cuando llegué ya lo había hecho. —Fumaba—. Sí —dijo, pensativo—. En su religión está permitido.
—Permitido matar no está —dijo Croce.
—Téngale respeto, comisario. Era una buena persona. Tuvo esa desgracia. Nadie le tiene compasión a los culpables —sentenció al rato.
Croce anduvo dando unas vueltas porque, como siempre, postergaba el momento de entrar y ver al muerto. Se asomó y volvió a salir.
—Le dijo algo sobre el yanqui —dijo Croce.
—Dejó una carta, no la abrí, está donde él la puso, en la ventana.
El rancho tenía piso de tierra apisonada y estaba alumbrado con un farol a querosén que tiraba una luz pobre, disuelta en la claridad del amanecer. Había un fogón en un costado, sin fuego, y en un catre, tapado con una manta tejida, estaba el Chino Arce. Hilario había puesto una estera y unos yuyos formando un ramito. Velorio de campo, pensó Renzi. Una langosta saltó del jarro y se movió de costado, con sus antenas frotando los ojos, y se paró sobre la cara amarillenta del Chino. Renzi la espantó con un pañuelo. El bicho se fue saltando hacia el fogón. Entre las manos del muerto, como una estampita, Hilario había puesto una foto del caballo con el jockey en el paseo previo a una carrera en el hipódromo de La Plata.
—Un tiro de escopeta… era tan chico que se la apoyó en la boca de parado nomás —dijo Hilario, saltando la consonante (de parao) como era habitual en los hombres de campo. La escopeta estaba al costado apoyada con cuidado sobre los cueros de una banqueta.
Destaparon el cadáver y vieron que estaba vestido con bombacha bataraza y camisa floreada, un gaucho amarillo, vestido de fiesta, con el pie derecho descalzo y una pequeña quemadura de pólvora en el dedo gordo. Pudieron haberlo matado y fingir luego el suicidio con escopeta y todo, pensó Croce. Tal vez lo ahorcaron, volvió a pensar, pero cuando movió el pañuelo que tenía en el cuello, comprobó que no había señal alguna, salvo el tiro en el paladar que le había levantado la tapa de los sesos. Por eso, seguramente, Hilario le había acomodado una venda en el cuello, para tapar la herida.
—Se mató ahí —dijo Hilario—, parado al lado del catrecito, y yo lo arreglé. No era cristiano, sabe, por eso tapé la Virgen.
En la carta le entregaba el caballo a Hilario y le pedía que lo cuidara, que le diera alfalfa fresca y que lo vareara todos los días. Tenía que estar atento a la quebradura de la mano, no podía pisar piedras ni andar por tierra mojada. No hacía referencia a quién lo había contratado para matar a Durán, daba a entender que lo había hecho para comprar el animal pero no decía quién le había dicho lo que tenía que hacer y tampoco decía por qué se había suicidado.
—Estaba muy amargado —dijo Hilario—. Neurasténico.
La palabra, dicha por él, sonaba como un diagnóstico definitivo.
El jockey entonces había matado por encargo y sólo se llevó la plata que necesitaba para comprar el caballo. Estaba asustado, pensó que lo iban a encontrar cuando vio que su foto salía en los diarios. Había andado disparando pero al final se había escondido en ese rancho medio abandonado.
—Era una buena persona. Arisco pero derecho. Tuvo esa desgracia. Le voy a contar lo que pasó.
Se habían sentado juntos como si lo estuvieran velando, Hilario preparó unos mates y fueron tomando en ronda. Tan caliente y tan amargo que Renzi sintió que le ardía la lengua y se quedó callado toda la noche.
—Yo primero fui domador en La Blanqueda aquí en Tapalqué, y una tarde llegaron con una Rural a buscarme porque se había corrido la voz de que yo era bueno para domar a los potros, porque me entiendo bien con los caballos, y entonces van y me contratan en los haras de los Menditeguy. Caballos de carrera o de polo. Caballos finos, muy sensibles. Si un animal es mal domado, después le quedan las mañas y cuando corre hace macanas —dijo.
—Se sabe —dijo Croce.
—Ahá —dijo Hilario—. Sí. Se sabe pero es difícil hacerlo. Para eso se nace —dijo después—. Hay que entenderse con el animal. Ya no queda gente que sepa domar, don Croce. Meta lonjazo, así no se va a ningún lado. El Chino estaba muy admirado. Lo habían traído los Menditeguy porque lo habían visto correr como aprendiz en Maroñas, en la República Oriental, y era muy bueno. Hablaba poco, pero también sabía estarse arriba de un caballo, muy livianito, muy orgulloso, y eso se le trasmite al caballo. Los animales malician enseguida cómo es el jinete. Él y Tácito se entendieron como si hubieran nacido juntos, uno y el otro, pero entonces vino la desgracia y hubo que volver a domarlo porque se había quebrado y yo era el único que me podía ocupar. Estuve seis meses para que el Chino pudiera volver a montarlo, y eso que él era una pluma de liviano y una niña de tan suave.
Esto va para largo, pensó Renzi, que ya estaba medio dormido y en un momento tuvo la sensación de que había soñado que estaba con una mujer en la cama, parecida a la Belladona que había visto en el club. Una pelirroja; siempre le habían gustado las pelirrojas, así que podía ser otra mujer, incluso Julia, que también era colorada. No le había visto la cara, sólo el pelo. La chica estaba desnuda y él la veía de atrás, mientras se agachaba para prenderse en el tobillo el botón de la tira negra del zapato. Me pongo los tacos altos, así me ves bien el culo, lo miró la chica en el sueño, al decirlo. Le había pedido que se paseara por la pieza, seguro, pensó de golpe al despertar.
—Lo mató por el caballo. Fue por eso, para salvar el caballo. El Inglés iba a venderlo para cría, lo iba a dejar en algún potrero, ya no iba a poder montarlo. ¿De dónde iba a sacar la plata? Pensó que estaba perdido, deliraba. Todo es negocio, ya no se usan más caballos, salvo para correr o para jugar al polo o para divertir a las chicas de las estancias. Un maneador, un suponer, un hombre que hace lazos, cabestros como el ciego Míguez un caso, ya no hay, no hace más falta.
—¿Quién vino a verlo?
—No sé, él se fue al pueblo, no era un hombre de este pago, pero yo no estaba cuando arreglaron. Un día vino con la plata. No lo he sabido. Llegaba, se iba, meta tomar mate y pitar, enardecido, quería bajar de peso para poder subirse al caballo y que no lo sintiera. En esos días empezó a tomar pastillas, Actemin, esas basuras para no comer que toman los jockeys porque siempre tienen problemas con la balanza. Pero no el Chino, era chiquito como una rana pero no quería pesar nada, para no agobiar al alazán que tenía la pata sentida. —Cuenta la historia toda enredada, nunca derecha, pensaba Renzi, como si nosotros ya supiéramos de lo que habla o hubiéramos estado ahí. Se quedó callado un rato, Hilario, que como todo buen narrador hacía silencio y se salteaba los nexos—. Era un caballo de carrera de tres años —dijo después— de tal clase que incluso el precio que pagó el Chino, con ser excepcional, era justo. Único además porque el caballo estaba mancado. —Renzi se dio cuenta de que se había vuelto a dormir porque se había perdido una parte del relato. Era raro estar ahí con el muerto, el farol prendido aunque ya era de día, el olor a quemado del brasero donde estaba la pava, todo lo adormilaba. Igual siempre hablaba del caballo, de un lado y de otro, como si armara un rompecabezas—. Tácito, hijo de un hijo de Congreve. Era una luz. En el debut en Palermo había hecho el mejor tiempo que ningún caballo había hecho en los mil metros al debutar. Mejor que Peny Post, mejor que Embrujo, mejor que todos. Mérito del Chino, le diría, porque el caballo corre con el coraje y el cerebro del jockey, sobre todo cuando debuta y no tiene experiencia. Tenía un estilo único, el Chino —dijo—. Corría echado de entrada, como si al salir viniera de atropellada. Bueno, usted sabe —dijo como si todos supiéramos—, ganó las cinco primeras y en la Polla de Potrillos en San Isidro tuvimos el accidente.
Hubo un silencio y Renzi pensó que le había gustado ese plural y que se iba a dormir de nuevo, pero extrañamente el largo silencio lo hizo despabilar.
—En qué año fue —dijo por decir algo.
—En el 70, la Polla de Potrillos de 1970.
Renzi escribió la fecha en una libretita para sacarse la sensación de estar embalsamado. Pensó que se había dormido y al dormirse había murmurado algo, y después, en el sueño, como un sonámbulo, se había ido a echar en el asiento de atrás del auto. Pero no, seguía ahí.
—La diferencia entre un jinete bueno y uno superior es el coraje. Hay que decidir si se va o no por un espacio que no se puede saber si alcanza antes de haberse metido. El Chino quiso entrar por los palos y no pudo salir. Fue en la curva que da a las barrancas, venían en tropel, se quiso ir por adentro, pero lo apretaron contra la cerca y el caballo se quebró una mano. El Chino no se mató de chiripa, quedó tirado en la pista. Lo pasaron por arriba pero salió ileso. —A Renzi le gustó que hubiera usado esa palabra—. El caballo quedó echado, con una respiración pesada, por el dolor, lleno de espuma, con los ojos abiertos de espanto, el Chino lo acariciaba y le hablaba y no se movió de la cancha hasta que no llegó el auxilio. Fue culpa de él, lo quiso meter, apuró mal, parece que el caballo dudó pero le hizo caso, claro. Era muy noble. Lo llevaron a la caballeriza, lo acostaron en el pasto y el veterinario dijo que había que sacrificarlo, pero el Chino se puso como loco y no los dejó. Y esas horas en las que se discutía si iban a rematarlo fueron de tal intensidad que no sólo cambiaron por completo la vida del Chino, sino también su carácter, se arrimó al caballo y los convenció a los médicos de que iba a aguantar y lo curaron, y él estuvo todo el tiempo ahí, de modo que cuando lo llevaron de vuelta a los haras ya era otro, era el que ahora está tirado ahí: empecinado, maneado a una idea fija, sólo quería que el animal volviera a correr y lo hizo. Fue una metamorfosis, una metempsicosis entre el hombre y el caballo —escuchó Renzi, y pensó que se había vuelto a dormir y que estaba soñando que un gaucho decía esas palabras—. Por eso digo que no es que haya sido meramente inducido a comprar el caballo, se vio obligado. Y no por el comprador o por el vendedor, sino por el propio animal, con tal autoridad que no fue posible contemporizar y menos negarse. —Renzi pensó que seguía soñando—. Y eso —dijo Hilario— se debe no a que fuera un jockey excepcional, como pudo haber sido si hubiera seguido corriendo en los hipódromos, iba ya muy prendido en la estadística esa temporada. Fue porque entre el hombre y el animal se había desarrollado una afinidad de corazón, al extremo de que si el Chino no estaba presente el caballo no hacía nada, se quedaba inmóvil sin permitir que nadie se le acercara o le diera de comer y menos que lo montara. Primero logró salvarlo y luego logró que pudiera empezar a caminar, después empezó a montarlo y de a poco le enseñó otra vez a correr, casi en tres patas, apoyaba apenas la mano izquierda, un caballo medio rengo, raro, aunque no se notaba porque era tan rápido, y entonces lo empezó a llevar a distancias cortas, y al fin lo hizo volver a correr, no en los hipódromos ya, pero sí en las cuadreras, con la ilusión de verlo siempre invicto, aunque pisara mal y corriera con un estilo desgarbado pero siempre más rápido que ningún otro. Ganaba y apostaba y guardaba el sueldo porque quería juntar plata con la intención de comprarlo, pero nunca le alcanzaba porque el Inglés le puso un precio imposible, como una de esas bromas inglesas que nadie entiende. Seis veces el valor, por lo menos, y lo amenazaba con mandarlo a los haras como reproductor, sacarlo de la acción, y entonces hizo lo que hizo para conseguir la plata y comprar el animal. Y cuando usted, comisario, lo descubrió, ya estaba perdido. Me vino a ver, me dijo que le cuidara el caballo porque me conoce y sabe que sé tratarlo y me lo dejó. Esa noche yo había ido al pueblo a tomar una caña, y cuando regresé ya lo había hecho. Sabía que se lo iba a cuidar, por eso me lo dejó y por eso vino a mi casa a matarse. Alguien le ofreció la plata, alguien que conocía esta historia, y él fue y lo hizo. Ya sé que no tiene perdón matar a un desconocido, pero le doy la explicación, comisario, para que usted entienda el acontecimiento, aunque no lo justifique. —Hizo una pausa larga, mirando el campo—. Desapareció unos días y cuando volvió trajo el caballo. Yo no sabía nada, me dijo que había ganado unas apuestas y había conseguido la plata. No me contó cómo lo hizo. Lo hizo, como si una vez hecho ya no importara. Me lo dejó de herencia y ahora no sé muy bien qué voy a hacer con él, aunque es muy inteligente el animal y sabe todo lo que ha pasado, hace dos días que casi no se mueve.
Se quedaron en silencio, mirando el caballo, que pastoreaba en el potrero. En una aguada, al costado, entre los yuyos, apareció una luz mala, una fosforescencia luminosa que parecía arder como una llama blanca sobre la llanura. Era un alma en pena, la presencia triste de los aparecidos que tiraban esa claridad lívida; la miraron con un silencio respetuoso.
—Debe ser él —dijo Huergo.
—La osamenta de un gaucho —dijo respetuoso, desde lejos, el gendarme.
—Nomás los huesos de un animal —dijo Croce.
Subieron al auto y se despidieron. Renzi supo años después que el paisano Hilario Huergo, el domador, en el ocaso de su vida había terminado con Tácito conchabado en el circo de los Hermanos Rivero. Recorrían el interior de la provincia y el Tape Huergo, como le decían ahora, había inventado un número extraordinario. Montaba en el alazán y se hacía subir hasta lo alto de la carpa con un sistema de aparejos y poleas. Parecía que flotaba en el aire, porque las patas del animal se apoyaban en cuatro discos de fierro que le cubrían justo el redondel de los vasos, como los alambres y las roldanas estaban pintados de negro la impresión que se tenía era que el hombre se subía al cielo montado en el alazán. Y cuando estaba arriba, con toda la gente en silencio, el Tape Huergo le hablaba al caballo y miraba la oscuridad abajo, el círculo claro de la arena como una moneda, y entonces prendía unos fuegos de artificio de todos colores y allá en lo alto, vestido de negro, con sombrero de ala fina y barba en punta, parecía el mismo Lucifer. Hacía siempre ese número fantástico, él, que había sido un gran domador, inmóvil ahora en el caballo, arriba de todo, sintiendo el viento contra la lona de la carpa, hasta esa noche en que una chispa de fuego le entró en un ojo al caballo y el animal, asustado, se paró en dos patas y Huergo lo sostuvo de la rienda, alzado, sabiendo que no iba a poder asentar otra vez las manos del animal justo en los redondeles de fierro y ahí, como si todo formara parte del número, se sacó el sombrero y saludó con el brazo en alto y después se vino abajo y se estrelló contra la pista. Pero eso pasó —o se lo contaron— muchos años después… Esa noche cuando llegaron al pueblo Renzi notó que Croce estaba apesadumbrado, como si se culpara por la muerte del Chino. Había tomado algunas decisiones y esas decisiones habían provocado una serie de resultados que no había podido prever. Así que volvió pensativo Croce, todo el viaje moviendo los labios como si hablara solo o discutiera con alguien, hasta que al fin entraron en el pueblo y Renzi lo despidió y se bajó en el hotel.