El modelo androcéntrico en las relaciones heterosexuales

Hemos visto que los trastornos histeroneurasténicos fueron el foco de una intricada red de controversias durante los últimos dos milenios y medio. A partir de 1952 su definición se ha alterado tanto que ha eliminado muchas de las descripciones clínicas históricas. Esto, claro, no es infrecuente en la medicina: los médicos ya no diagnostican a sus pacientes como pletóricos o coléricos, y se consideraría «murió de una fiebre» una imprecisión inaceptable en un certificado de defunción moderno. Históricamente había una controversia sobre si la histeria era necesariamente una enfermedad femenina, pero cuando Charles Mills escribía de este asunto en 1886 estaba claro que solo una minoría de los médicos creía que los hombres podían padecerla, e incluso estos pensaban que solo unas pocas de las personas histéricas eran masculinas. La mayoría de los debates entre los clínicos eran sobre los métodos de tratamiento adecuados, incluyendo la producción de orgasmos. Si el matrimonio y la cópula fallaban para curar a las histéricas, algunos médicos, por lo menos, estaban convencidos de que en ellos descansaba la responsabilidad de producir el necesario efecto terapéutico. Es interesante el que aunque a histéricos masculinos se les aconsejaba el matrimonio y el coito, no he encontrado relatos de masaje genital terapéutico masculino por parte de los médicos.

Fig. 26. Ilustración del dilema de la mutualidad orgásmica en las relaciones heterosexuales. El pie dice: «Despierta, cariño... creo que tenemos que hablar». De Elizabeth W. Stanley y J. Blumner, para la Maine Line Company, ca. 1986.

La persistencia de la creencia occidental de que las mujeres deberían llegar al orgasmo durante el coito heterosexual puede, y debe, levantar muchos interrogantes. La importancia de la penetración para conseguir embarazos ha debido contribuir a nuestra obstinación en ignorar, contra abundantes evidencias personales y sociales, que sin acompañamiento de estimulación directa del clítoris es un método ineficiente, y la mayoría de las veces ineficaz, para producir orgasmos en las mujeres. No merece la pena insistir en que la mayoría de los hombres disfrutan con el coito y que los hombres han sido el sexo dominante durante la mayor parte de la historia occidental. Aún es vigente nuestra preferencia por el coito, en el que la norma constante desde Hipócrates hasta Freud —a pesar de cambios extraordinarios en casi todos los demás campos del pensamiento médico— es que la mujer que no llega al orgasmo por la simple penetración es defectuosa o está enferma.

El mito de la penetración no es una conspiración mantenida por los hombres, las mujeres también quieren creer en el ideal de la mutualidad orgásmica universal en el coito. Ni siquiera Wilhelm Reich, el radical en asuntos sexuales, pudo ver más allá de esta norma. El cuestionamiento feminista de la sexualidad androcéntrica de las últimas décadas es reciente, y diría que caducado hace mucho. Carole Vance, hablando de un «Programa de sexualidad humana» de 1977, dirigido por el Center for Sex Research y con fondos del National Institute of Mental Health, observaba que en las presentaciones del programa se daba por supuesto que «todo contacto heterosexual culminaba en penetración vaginal, indicando una progresión jerárquica de la actividad sexual, desde el ‘jugueteo’ normal, ahora aceptable, hasta el ‘sexo de verdad’. El sexo heterosexual, por tanto, requiere contacto genital, erección masculina y penetración».

Vance continúa describiendo una de las presentaciones en la que un psiquiatra explicaba su trabajo con parejas que informaban de «la incapacidad de la mujer de experimentar orgasmos durante la penetración vaginal, aunque muchas de esas mujeres eran orgásmicas mediante la masturbación u otras formas de estimulación clitoriana». Preguntado sobre si esta situación debe considerarse una disfunción a tratar, el psiquiatra responde que sí, mientras que la situación opuesta, que la mujer obtuviera orgasmos mediante la penetración pero no con masturbación, no requería intervención terapéutica alguna.

El coste personal y social que supone a hombres y mujeres individualmente desafiar o cuestionar el modelo androcéntrico sigue siendo lo bastante alto como para disuadir de rebelarse.

Hasta los historiadores, como todo el mundo sabe muy perspicaces cuando se trata de mitos culturales, han evitado desafiar la hipótesis de que la penetración de la vagina hasta el orgasmo masculino sea la única clase de sexo que importa y la única que puede y debe causar éxtasis sexual a las mujeres. Seymour Fisher observaba en 1973 que «es especialmente notable lo extendida que está la suposición de la naturaleza ‘más madura’ de la excitación vaginal a falta de cualquier prueba empírica que la apoye» y continúa afirmando que el 64 por ciento de su muestra de mujeres entrevistadas preferían la estimulación clitoriana a la vaginal. Jeanne Warner analizó en 1984 la falta de correspondencia entre los datos observados y el modelo androcéntrico, y las razones de que el modelo persistiera incluso entre los profesionales, en una discusión sobre las ventajas del orgasmo «emocional», en lugar del físico, para las mujeres. Asegura que hay «un sesgo masculino hacia la estimulación fálica», a pesar de que «la literatura trasmite una clara impresión de que el pene no es el medio más eficaz para producir el nivel máximo de excitación y respuesta en una mujer». Los argumentos de que el «orgasmo emocional» es superior al físico «parecen sugerir que lo que produzca la mayor satisfacción al hombre debería ser también lo más satisfactorio para la mujer».

Lo que es sorprendente de la hipótesis androcéntrica no es que exista, lo cual, como hemos visto, se explica fácilmente, sino que hayamos estado tan dispuestos a sacrificar tanto por mantenerla. El orgasmo femenino no es necesario para la concepción, así que puede tener lugar (o no) fuera del contexto de la cópula sin interferir ni con el disfrute sexual masculino ni con la concepción. La posición central que han ocupado ambas preocupaciones en la historia explica en gran medida las omisiones, silencios y estudiados equívocos sobre la sexualidad femenina. En la medida en que el orgasmo femenino podía medicalizarse, no hacía falta discutirlo, lo que hubiera atraído una atención incómoda a su visible conflicto con la norma del coito. Otras culturas en las que el orgasmo femenino se ha integrado con más suavidad en el patriarcado, como las existentes en algunas partes de Asia, por lo menos animaban a las parejas casadas a explorar métodos y posturas que facilitaran el placer de la mujer.

En nuestra cultura han existido, y existen, medios poderosos para ignorar las demandas de las mujeres de mutualidad orgásmica. En algunos sitios, que una mujer admita que no suenan todas sus campanillas en un coito sin más se entiende como una confesión de ser defectuosa. Además se supone que los hombres occidentales han nacido sabiendo cómo satisfacer a una mujer del mismo modo que se supone que las mujeres nacen sabiendo cocinar. Antes los hombres eran responsables de la sexualidad de las mujeres; Frank Caprio decía a los maridos jóvenes en 1952 que «el despertar sexual de sus esposas era su responsabilidad». A la vista de estos estándares imposibles, los hombres tradicionalmente se han desinteresado en las respuestas verdaderas (y quizás poco halagadoras) a las preguntas sobre la satisfacción de las mujeres; e incluso cuando han aparecido estas respuestas el hombre ha tenido la oportunidad de culpar a la mujer de su fallo (de ella, y por tanto de él). Los escritores de consejos médicos como Caprio tradicionalmente afirman cosas como que «la fijación del instinto sexual» en el clítoris es el resultado de «manipulación excesiva». La mayor parte del resto del libro de Caprio trata sobre el problema de la «frigidez» femenina causada por estas «fijaciones» patológicas. Pocas mujeres están dispuestas a exponer su conducta íntima a esta clase crítica, apoyada socialmente. La mayoría de las mujeres tenía que afrontar problemas más acuciantes como la supervivencia económica y la armonía familiar, de modo que el coste de combatir la norma androcéntrica con toda seguridad debe haber parecido mayor que la posibilidad muy escasa de recompensa final.

El francés Auguste Debay escribía en 1848 que las mujeres debían fingir el orgasmo porque «a los hombres les gusta compartir su felicidad». No era el primero, ni el último, en sostenerlo. Celia Roberts y sus coautores, estudiando el orgasmo fingido en una muestra de estudiantes universitarias, descubrió que «en casi todas las entrevistas se hablaba de esto como algo que hacían, al menos parte del tiempo». Casi todos los entrevistados masculinos estaban seguros de que ninguna mujer había fingido un orgasmo con ellos, observación sobre la que las autoras señalan: «Está claro que el teatro que hacen las mujeres es muy convincente». Las entrevistadas justificaban su conducta en que tenían más interés en mantener la estabilidad de la pareja que en tener un orgasmo en todos los coitos.

A pesar de la perpetuación sistemática de la ignorancia y los malentendidos —en mujeres tanto como en hombres— la mayoría de los hombres heterosexuales han mirado al orgasmo femenino como refuerzo para su autoestima como seres sexuales. Michael Segell dice que «según un estudio, una de las cuatro aspectos ventajosos del orgasmo femenino es el empuje que aporta a los egos de los hombres». Glamour entrevistaba a un hombre de 33 años que aconsejaba a sus colegas: «Cuando encuentres una mujer que tenga orgasmos por penetración y no por estimulación clitoriana, consérvala. Es una cosa rara y maravillosa». Está claro que para este hombre no importaban otras características femeninas. Tales presiones empujan a las mujeres en una dirección: la de fingir que tienen orgasmos cuando no es así. Las lectoras de Mademoiselle informaban en los primeros 1990 de que el 69 por ciento de ellas había fingido un orgasmo al menos una vez. Carol Tavris y Susan Sadd, informando de los resultados de una encuesta en 1977, incluyen dos citas:

He hecho mi propia encuesta pequeñita y no he encontrado una amiga o conocida que haya tenido alguna vez un orgasmo «de verdad» en el coito, solo mediante estimulación del clítoris. Pero intenta convencer a un hombre de que tú no tienes orgasmos así, no te creerá. Eso sí, desafiarle de este modo ¡puede ser muy interesante!

Nunca he tenido un orgasmo durante el coito. Para tenerlo necesito cunnilingus o estimulación manual del clítoris. Sé de mujeres de ahora que fingen orgasmos porque les avergüenza decirles a sus maridos o amantes que por mucho que mantengan la erección no pueden hacer que los tengan.

Robert Francoeur dice de la presión orgásmica sobre las mujeres en relaciones heterosexuales que «es mucho más probable que las mujeres finjan tener un orgasmo cuando no lo tienen» y señala que no hacerlo con frecuencia trae como resultado «verdaderos problemas de resentimiento e incluso ira con la pareja».

No todas las mujeres están de acuerdo. Stephanie Alexander escribía en Cosmopolitan en 1995 que fingir orgasmos «no es más que un asunto de conveniencia, para no mencionar la buena educación». Refiriéndose al coste de explicar por qué una no ha llegado al orgasmo, pregunta: «Cuando tienes que levantarte a la mañana siguiente para ir a trabajar ¿quién va a perder dos horas en hacerle sentirse mejor por no haberte hecho disfrutar?» En efecto, estos relatos sugieren que se espera de la mitad de la pareja heterosexual que sacrifique la mutualidad orgásmica para evitar las inevitables tensiones que navegar en el barco androcéntrico trae sobre la relación. Como cultura, tenemos que atribuirle un valor altísimo a la norma androcéntrica para sugerir que conservarla merezca este precio.

En la segunda mitad del siglo XX, el trabajo de Masters y Johnson y sus seguidores ha hecho otro sacrificio en el altar del modelo androcéntrico de la sexualidad: la objetividad del pensamiento científico. Cuando estos investigadores eligieron su muestra, seleccionaron nada más mujeres que regularmente alcanzaban el orgasmo en el coito, un error que, vale la pena recordar, no cometió su predecesor, Alfred Kinsey. Cuando Masters y Johnson hicieron su estudio ya se sabía que estas mujeres eran minoría, pero aparentemente se decidió que representaban la normalidad. El uso científico de la estadística dice normalmente que la mayoría representa la norma, es decir, el rango normal es la parte de la curva que está justo debajo de la campana. Si el sesgo favorable a la norma androcéntrica no hubiera estado tan extendido, Masters y Johnson hubieran sido el hazmerreír de la comunidad científica. Pero no fue así. Hasta que Shere Hite atacó los resultados en 1976 no empezaron a cuestionarse los métodos de selección e interpretación de Masters y Johnson. Errores así no solo han impedido que comprendiéramos el orgasmo femenino, también han evitado que nos diéramos cuenta cabal de lo individual e idiosincrático que es el placer sexual para ambos sexos.

Las reacciones (y las reacciones exageradas) al estudio de Hite también nos dicen mucho sobre lo intensamente que hemos querido defender el modelo androcéntrico. Se criticó mucho su trabajo porque los participantes se habían autoseleccionado, un problema que no solo había aparecido con las muestras de Kinsey y de Masters y Johnson sino con casi todas las investigaciones sobre prácticas sexuales en EE.UU en los últimos cien años. Desde un punto de vista simplemente práctico, no se puede obligar a los participantes a responder sinceramente a cuestiones sobre su conducta íntima, los investigadores no tienen más elección que apoyarse en datos cuya fiabilidad es dudosa y debe seguir siéndolo. Pero en el caso de Hite hubo muchos más intentos de convertir esta dificultad en un error invalidante que los que hubo frente al trabajo de sus predecesores. Para rechazar directamente las hipótesis de Hite se oyeron excusas de lo más endeble y vergonzosamente androcentristas. En 1986, por ejemplo, se debatían los informes de Hite en una sesión de historia de la sexualidad de la Organization of American Historians. Uno de los participantes masculinos criticaba la atención de Hite al tema del orgasmo en las relaciones heterosexuales como «un tanto mecanicista». Una crítica muy simplista desde el lado de la relación que tiene la mayoría de los orgasmos.