El tratamiento orgásmico en la práctica médica occidental
La historia de las terapias físicas de los trastornos histeroneurasténicos que venimos tratando nos dice varias cosas de los médicos occidentales, algunas de las cuales ya sabíamos. Por ejemplo, que pueden medicalizarse cuestiones normales, especialmente en las mujeres, como se ha observado ampliamente en los casos de masturbación, embarazo y menstruación. También es bien conocido que los doctores crean paradigmas sociales y médicos dominantes, y que son investidos con ellos; Haller, Foucault y Gay han señalado el rol de los médicos como árbitros y registradores de la conducta sexual. Sabemos asimismo que los paradigmas de enfermedad vienen y van como las modas, como informan Brumberg, Shorter, Figlio, Hudson y muchos otros. Ya he mencionado algunas fuentes feministas sobre la histeria, que señalan su carácter de patología femenina incluso en los hombres.
Mirko Gmerk y otros han señalado que los médicos de la historia han tenido que entendérselas con un universo desconcertante. Se han encontrado frustrados por la complejidad orgánica del cuerpo vivo, y su opacidad al examen científico, dificultada por técnicas e instrumentos inadecuados. Además de temibles procesos bioquímicos y conductas que desafían con frecuencia los esfuerzos para colocarlos ordenadamente en el marco de la teoría científica. Es difícil sorprenderse de que la sexualidad, en la intersección de la mente y el cuerpo, y soportando múltiples capas pesadas y a menudo impenetrables de construcción social, haya sido objeto de sucesivas oleadas de interpretación médica.
Pero lo que resulta impresionante es que el paradigma androcéntrico de la sexualidad (que el sexo consiste en la penetración —normalmente de la vagina— hasta el orgasmo masculino) sea un punto fijo en medio de las oscilantes aguas de la opinión médica occidental. Para 1930 la idea de Freud de que las mujeres tenían dos tipos de orgasmo, clitoriano y vaginal, de los cuales solo el segundo era maduro y saludable, se había convertido en el paradigma dominante de la sexualidad femenina, que iba a perdurar hasta bien entrados el decenio de 1970. El galenismo y el freudismo tenían pocos puntos de acuerdo, pero uno de ellos era que la forma más saludable de expresión sexual era el orgasmo de ambos participantes en un coito heterosexual. Está claro que el énfasis cultural en la cópula está tan afianzado que los médicos no lo perciben ni en sus pacientes ni en sí mismos. Y no pueden cuestionar lo que no se percibe. Con seguridad, y comprensiblemente, hay un sesgo pronatalicio en la práctica médica occidental, empezando en Hipócrates, pero hay más. Hay un esfuerzo sistemático por obviar en el modelo androcéntrico el conocimiento de que el clítoris, y no la vagina, es el punto de mayor sensación sexual en la mayoría de las mujeres, y de evitar la confrontación heterosexual cara a cara acerca de la mutualidad orgásmica colocando la discusión en territorio médico.
Cuando los médicos, desde John Pechey a David Reuben, aleccionan a los hombres para estimular el clítoris, lo recomiendan como preludio o complemento del coito. Típicamente hay mucha preocupación por no molestar a los hombres. Por poner un ejemplo moderno, a Alexander Lowen, escribiendo de sus experiencias médicas con sexualidad femenina en 1965, no le gustaba recomendar la estimulación del clítoris porque «a la mayoría de los hombres... les parecía que la necesidad de provocar un orgasmo a la mujer por estimulación del clítoris era un latazo». Si se retrasa el coito por esta operación, «se refrena el natural deseo masculino de proximidad e intimidad», que podría resultaren una pérdida de la erección y «el acto de coito subsiguiente estará privado de su mutua calidad». Durante el coito, él puede usar la estimulación clitoriana para «ayudar a la mujer a llegar al clímax, pero esto distrae al hombre de su percepción de sus sensaciones genitales e interfiere mucho con los movimientos pélvicos de los que depende su propia satisfacción». Provocar el orgasmo de su pareja tras el suyo tampoco sirve, «porque evita que disfrute de la paz y relajación que son las recompensas de la sexualidad. A la mayoría de los hombres con los que he hablado que tienen esta práctica, les molestaba».
Lowen muestra aquí lo que Sophie Lazarsfeld llama «la pezuña clavada de la verdadera visión masculina». En este texto queda perfectamente claro que se piensa que las mujeres que necesitan estimulación clitoriana para llegar al orgasmo hacen una petición injusta e irracional a sus parejas masculinas, y que la vida sería más fácil para todos si simplemente se ajustaran al modelo androcéntrico y tuvieran sus orgasmos vaginalmente. Lowen escribía en una época en la que ya no era posible dejar el trabajo de producir un orgasmo a un médico o una matrona. Cuando no puede evitarse la confrontación cara a cara, Lowen espera que la mujer ceda.
Lo cual abre otro interrogante sobre el tratamiento orgásmico médico: su similitud con la prostitución. Ha habido muchas discusiones, históricas y modernas, acerca de si debe ser legal que hombres y mujeres vendan sus servicios para producir orgasmos. Algunas feministas de este siglo y de los anteriores arguyen que no puede haber prostitución sin degradación sistemática de sus profesionales. En el caso de los médicos occidentales nunca se planteó legalmente la cuestión, aunque como hemos visto, hubo cierta controversia dentro de la profesión acerca de la decencia del masaje vulvar. A diferencia de las prostitutas, los médicos no perdían estatus al proporcionar servicios sexuales, en parte porque su carácter sexual estaba camuflado a la vez por el paradigma de la enfermedad construido alrededor de la sexualidad femenina y por la confortadora convicción de que solo la penetración era estimulante para las mujeres. Por eso el espéculo y el tampón levantaron más controversia en círculos médicos que el vibrador. El aura de respetabilidad que los médicos echaban sobre su provisión de servicios sexuales sugiere que la tarea de producir orgasmos no es degradante en sí misma, su ejercicio no hizo perder estatus a sus practicantes de élite, perfectamente capaces de disfrazar su carácter mundano.
Como he observado, no hay pruebas de que los médicos en su conjunto disfrutaran prestando estos servicios, más allá de las satisfacciones conexas de aplicar una terapia necesaria y cobrar por ello. Puede que algunos se hayan tomado libertades más íntimas, pero no hay evidencia de que eso fuera una conducta generalizada. Por el contrario, cuando podían emplear matronas ayudantes o un aparato, los doctores parecen haber estado encantados de aligerarse de la carga de la terapia de masaje. No parece que los médicos hayan estado más deseosos de asumir la tarea de producir orgasmos en las mujeres que sus parejas sexuales que las enviaban a terapia, pero a los médicos se les pagaba por ello. Más aún, como la mayor parte de los médicos consideraba estas terapias simplemente como una tarea clínica rutinaria, la necesidad de tal estimulación no interfería con su propio disfrute sexual, como ocurría con las parejas sexuales masculinas.
Los médicos que empleaban terapias físicas para la histeria y dolencias femeninas similares querían los medios para que fueran una rutina fácil y asequible. Comoquiera que los médicos de todo tiempo y lugar han tenido que dominar muchas habilidades diversas, el que un área de la práctica pudiese descartarse en favor de herramientas suponía un avance en la eficiencia no solo de la práctica, sino también de la formación. Como nos dice Nathaniel Highmore, el masaje vulvar era difícil de aprender, un obstáculo que desapareció con la invención del vibrador en el siglo XIX. Las pacientes histéricas deben haber sido una buena fuente de ingresos, porque su enfermedad no las ponía en peligro mortal y necesitaban tratamiento regular.
Por último, hay que admitir que la terapia no es en absoluto inapropiada para muchas de las manifestaciones de lo que hasta 1952 era una enfermedad: el orgasmo normalmente alivia síntomas como la hiperemia pélvica, insomnio, ansiedad, jaquecas y nerviosismo. En el peor de los casos, los médicos en cuestión han cumplido la indicación hipocrática de no hacer daño.